TOBIAS
Esa misma noche, cuando mi cabeza toca la almohada, aunque sin dejar de funcionar, oigo crujir algo bajo la mejilla: una nota escondida debajo de la almohada.
T:
Reúnete conmigo en la entrada del hotel a las once. Necesito hablar contigo.
Nita
Echo un vistazo al catre de Tris: está despatarrada en la cama, boca arriba, y un mechón de pelo le tapa la nariz y la boca, de modo que se mueve cada vez que respira. No quiero despertarla, pero me parece raro ir a reunirme con una chica en plena noche sin contárselo. Sobre todo ahora que estamos tan decididos a ser sinceros entre nosotros.
Compruebo la hora: son las once menos diez.
«Nita no es más que una amiga. Puedes contárselo a Tris mañana. Puede que sea urgente».
Aparto las mantas y me pongo los zapatos (últimamente duermo con la ropa puesta). Paso junto al catre de Pete y el de Uriah. La boca de una botella asoma por debajo de la almohada de Uriah. La cojo entre los dedos y me la llevo a la puerta, donde la meto debajo de la almohada de uno de los catres vacíos. No he estado cuidando de él tan bien como prometí a Zeke.
En cuanto salgo al pasillo, me ato los cordones de los zapatos y me aliso el pelo con la mano. Dejé de cortármelo como un abnegado cuando quise que los osados me vieran como un posible líder, pero echo de menos el ritual del antiguo corte, el zumbido de la maquinilla y los movimientos cuidadosos de mis manos, que se guiaban por el tacto, más que por la vista. Cuando era pequeño, mi padre me lo cortaba en el pasillo de la planta de arriba de nuestra casa. Era descuidado con la cuchilla y me arañaba la nuca o me cortaba la oreja, pero nunca se quejaba por tener que hacerlo. Supongo que algo es algo.
Nita está dando golpecitos en el suelo con el pie. Esta vez viste una camiseta blanca de manga corta y se ha recogido el pelo. Sonríe, aunque la sonrisa no le llega a los ojos.
—Pareces preocupada —le comento.
—Eso es porque lo estoy. Ven, quiero enseñarte un sitio.
Me conduce por pasillos mal iluminados, vacíos salvo por algún que otro conserje. Todos parecen conocer a Nita y la saludan con la mano o sonríen. Ella se mete las manos en los bolsillos y evita mis ojos cada vez que nos miramos.
Pasamos por una puerta sin sensor de seguridad que la proteja. La habitación del otro lado es un círculo amplio con una lámpara de araña que marca el centro con sus cristales. Los suelos son de madera pulida, oscura, y las paredes, cubiertas de láminas de bronce, reflejan la luz. Hay nombres grabados en los paneles de bronce, docenas de nombres.
Nita se coloca bajo la araña y extiende los brazos abiertos para abarcar toda la sala con el gesto.
—Estos son los árboles genealógicos de Chicago —me dice—. Vuestros árboles genealógicos.
Me acerco a una de las paredes y leo los nombres, en busca de alguno que me resulte familiar. Al final encuentro uno: Uriah Pedrad y Ezekiel Pedrad. Al lado de cada nombre hay una pequeña inscripción que dice: «OO». También hay un punto al lado del nombre de Uriah que parece recién grabado. Supongo que indica que es divergente.
—¿Sabes dónde está el mío? —pregunto.
Ella cruza la sala y toca uno de los paneles.
—Las generaciones son matrilineales, por eso los archivos de Jeanine dicen que Tris es de «segunda generación»: porque su madre vino de fuera de la ciudad. No sé bien cómo lo averiguó Jeanine, pero supongo que nunca lo descubriremos.
Inquieto, me acerco al panel que lleva mi nombre, aunque no estoy seguro de qué tiene de aterrador ver mi nombre y el de mis padres grabados en bronce. Encuentro una línea vertical que conecta a Kristin Johnson con Evelyn Johnson, y una horizontal que conecta a Evelyn Johnson con Marcus Eaton. Bajo los dos nombres solo hay uno: Tobias Eaton. Las letritas que aparecen al lado de mi nombre son: «AO». También hay un punto, aunque ahora sé que, en realidad, no soy divergente.
—La primera letra es tu facción de origen —me explica— y la segunda es la facción elegida. Pensaron que llevar un registro de las facciones ayudaría a seguir el rastro de los genes.
Las letras de mi madre: «EAS». Supongo que la ese es por «sin facción».
Las de mi padre: «AA», con un punto.
Toco la línea que me conecta a ellos y la línea que conecta a Evelyn con sus padres, y la línea que conecta a sus padres con mis abuelos. Sigo así hasta retroceder ocho generaciones, contando la mía. Es un mapa de lo que siempre he sabido: que estoy unido a ellos, atado para siempre a esta herencia hueca, por mucho que huya.
—Aunque te agradezco que me lo enseñes —le digo, cansado y triste—, no sé por qué tenía que ser en plena noche.
—Supuse que querrías verlo. Y, además, quería hablarte de otra cosa.
—¿Volver a asegurarme que mis limitaciones no me definen? —pregunto, sacudiendo la cabeza—. No, gracias, ya he tenido bastante.
—No, aunque me alegro de que lo hayas dicho.
Se apoya en el panel y cubre el nombre de Evelyn con el hombro. Doy un paso atrás; desde aquí le veo el anillo castaño claro que le rodea las pupilas, y no quiero estar tan cerca.
—La conversación que mantuvimos anoche, la del daño genético… En realidad era una prueba. Quería ver cómo reaccionabas a lo que dije sobre los genes defectuosos para averiguar si podía confiar en ti. Si aceptabas sin más lo que decía sobre las limitaciones, la respuesta era no. —Se me acerca un poco más, de modo que sus hombros ahora también tapan el nombre de Marcus—. Verás, en realidad no comulgo con la idea de ser «defectuosa».
Pienso en el modo en que escupió, como si fuera veneno, la explicación del tatuaje de cristales rotos que lleva en la espalda.
El corazón me late más deprisa, tanto que noto el pulso en la garganta. Su tono de voz ha pasado de alegre a amargo, y ya no se percibe la calidez en su mirada. Ahora me da miedo, temo lo que pueda decir, aunque también me entusiasma, ya que significa que no tengo por qué aceptar que soy más pequeño de lo que creía.
—Doy por sentado que tú tampoco comulgas con eso —dice.
—No.
—En este lugar hay muchos secretos. Uno de ellos es que, para el Departamento, un GD es prescindible. Otro es que algunos de nosotros no estamos dispuestos a aceptarlo sin más.
—¿Qué quieres decir con prescindible?
—Se han cometido delitos muy serios contra gente como nosotros —responde Nita—. Y se mantienen en secreto. Puedo enseñarte pruebas, pero después. Por ahora, lo que puedo contarte es que estamos trabajando contra el Departamento por buenas razones y que queremos que te unas a nosotros.
Entorno los ojos.
—¿Por qué? ¿Qué queréis de mí, exactamente?
—Ahora mismo quiero ofrecerte la oportunidad de ver cómo es el mundo al otro lado del complejo.
—¿Y qué obtienes a cambio?
—Tu protección. Voy a un lugar peligroso y no puedo contárselo a nadie del Departamento. Tú eres un extranjero, lo que significa que es más seguro confiar en ti. Además, sé que sabes defenderte. Y, si vienes conmigo, te enseñaré las pruebas que deseas ver.
Se lleva la mano al corazón, como si me diera su palabra. Soy muy escéptico, pero la curiosidad me puede. No me cuesta creer que el Departamento haga cosas malas, porque todos los Gobiernos que he conocido han hecho cosas malas, incluso la oligarquía abnegada, bajo el mando de mi padre. A pesar de esa razonable suspicacia, albergo dentro de mí la remota esperanza de no ser defectuoso, de valer más que los genes corregidos que pueda dejar en herencia a mis hijos, si los tuviera.
Así que decido seguir con esto, por ahora.
—Vale —respondo.
—Primero, antes de enseñarte nada, tienes que aceptar que no le contarás a nadie nada de lo que veas, ni siquiera a Tris. ¿Estás de acuerdo?
—Confío plenamente en ella. —Prometí a Tris que no le ocultaría ningún secreto, así que no debería meterme en situaciones en las que tenga que hacerlo—. ¿Por qué no se lo puedo contar?
—No digo que no sea de fiar, es que no tiene las habilidades que buscamos y no queremos poner en peligro a nadie, si no es necesario. Verás, el Departamento no quiere que nos organicemos. Si creemos que no somos «defectuosos», es como si dijéramos que todo lo que hacen (los experimentos, las alteraciones genéticas y demás) es una pérdida de tiempo. Y nadie quiere escuchar que el trabajo de toda su vida es una farsa.
Entiendo la idea, es como descubrir que las facciones es un sistema artificial diseñado por científicos para mantenernos bajo control durante el mayor tiempo posible.
Nita se aparta de la pared y dice la única cosa capaz de hacerme aceptar:
—Si se lo cuentas, le arrebatarás la oportunidad de decidir por ella misma, que es lo que te estoy ofreciendo a ti. La obligarás a convertirse en conspiradora. Si se lo ocultas, la proteges.
Acaricio mi nombre, grabado en el panel: Tobias Eaton. Estos son mis genes, este follón me pertenece. No quiero meter a Tris.
—De acuerdo, enséñamelo.
Veo el haz de la linterna subir y bajar al ritmo de sus pasos. Acabamos de recoger una bolsa de un armario de la limpieza que había pasillo abajo; Nita estaba preparada para esto. Me conduce por los pasillos subterráneos del complejo, dejando atrás el lugar de reunión de los GD, hasta llegar a un pasillo sin electricidad. En cierto lugar se agacha y recorre el suelo con una mano hasta que da con un pestillo. Me pasa la linterna y retira el pestillo para levantar una trampilla.
—Es un túnel de escape —explica—. Lo excavaron cuando llegaron aquí, para tener siempre una salida en caso de emergencia.
Saca un tubo negro de la bolsa y retuerce la parte superior. El tubo despide unas chispas de luz rojas que le iluminan la piel. Lo deja caer por la trampilla del suelo y cae varios metros, dejándome una estela de luz en los párpados. Nita se sienta en el borde del agujero con la mochila bien sujeta a los hombros y se deja caer.
Sé que no es muy profundo, pero parece más con tanto espacio abierto debajo. Me siento y veo la silueta de mis zapatos, que es oscura por las chispas rojas de fondo, y bajo.
—Interesante —comenta Nita cuando aterrizo.
Levanto la linterna y ella avanza por el túnel con la barra encendida frente a ella. El túnel tiene el ancho justo para que caminemos codo con codo y la altura justa para no golpearme la cabeza. Huele fuerte, a podrido, como a moho y aire estancado.
—Se me había olvidado que te dan miedo las alturas —añade.
—Bueno, no hay mucho más que me dé miedo.
—¡No hace falta ponerse a la defensiva! —exclama, sonriendo—. La verdad es que siempre he querido preguntarte por eso.
Paso por encima de un charco y las suelas de los zapatos se me pegan al suelo arenoso.
—Tu tercer miedo —dice—, el de disparar a esa mujer. ¿Quién era?
Se apaga la barra, así que la linterna que llevo es nuestra única guía por el túnel. Muevo el brazo para crear más espacio entre nosotros, no quiero rozarme con ella en la oscuridad.
—No era nadie en concreto. Mi miedo era a dispararle.
—¿Te daba miedo disparar a la gente?
—No, me daba miedo ser tan capaz de matar.
Guarda silencio y yo la imito. Es la primera vez que he dicho esas palabras en voz alta, y ahora me doy cuenta de lo extrañas que son. ¿Cuántos jóvenes temen llevar un monstruo dentro? Se supone que una persona teme a los demás, no que se teme a sí misma. Se supone que una persona aspira a ser como su padre, no que le aterre la idea.
—Siempre me he preguntado cómo sería mi paisaje del miedo —susurra, como si rezara—. A veces creo que tengo muchos miedos, mientras que otras veces pienso que no hay nada que temer.
Asiento, aunque no me vea, y sigo avanzando mientras la linterna rebota, los zapatos raspan el suelo y el aire mohoso nos sopla en la cara desde el otro extremo del túnel.
Al cabo de veinte minutos de caminata, doblamos una esquina y huelo a viento fresco, lo bastante frío como para hacerme tiritar. Apago la linterna, y la luz de la luna del otro lado nos guía hasta la salida.
El túnel nos ha dejado en medio del páramo que recorrimos en coche para llegar al complejo, entre los edificios en ruinas y los árboles silvestres que se abrían paso a través del pavimento. Aparcado a pocos metros hay un viejo camión con la parte trasera cubierta por una lona andrajosa. Nita le da una patada a uno de los neumáticos para probarlo y después se sienta detrás del volante. Las llaves cuelgan del contacto.
—¿De quién es el camión? —pregunto al sentarme en el asiento del copiloto.
—De la gente a la que vamos a ver. Les pedí que lo aparcaran aquí.
—¿Y quiénes son?
—Unos amigos.
No sé cómo se orienta por el laberinto de calles que tenemos delante, pero lo hace, rodea las raíces de los árboles y las farolas caídas, y espanta con la luz de los faros a los animales que veo corretear con el rabillo del ojo.
Una criatura de patas largas y cuerpo marrón y esbelto cruza la calle delante de nosotros; es casi tan alto como los faros. Nita pisa los frenos para no atropellarlo. El animal mueve las orejas, y sus ojos oscuros y redondos nos observan con curiosidad y precaución, como un niño.
—Son bonitos, ¿verdad? —comenta Nita—. Antes de llegar aquí no había visto nunca un ciervo.
Asiento con la cabeza: es elegante, aunque indeciso e inseguro.
Nita toca el claxon con la punta de los dedos, y el ciervo se aparta del camino. Aceleramos de nuevo y llegamos a una carretera amplia y abierta que cruza las vías del tren por las que caminé para llegar al complejo. Veo las luces del complejo a lo lejos, el único punto brillante en este páramo oscuro.
Y nosotros vamos hacia el noroeste, en dirección contraria.
Transcurre bastante tiempo hasta que vuelvo a ver una luz eléctrica. Cuando lo hago, es en una calle estrecha y llena de baches. Las bombillas cuelgan de un cable enganchado en las viejas farolas.
—Nos paramos aquí —dice Nita, que da un volantazo y mete el camión en un callejón entre dos edificios de ladrillo.
Saca las llaves del contacto y me mira.
—Busca en la guantera: les pedí que nos dejaran armas.
Abro el compartimento que tengo delante y veo dos cuchillos encima de unos viejos envoltorios.
—¿Qué tal se te dan los cuchillos? —me pregunta.
Los osados enseñaban a los iniciados a lanzar cuchillos incluso antes de los cambios en la iniciación que hizo Max, cuando todavía no estaba yo. Nunca me gustó porque parecía una forma de alentar el gusto por la teatralidad de los osados, no una habilidad útil.
—No se me dan mal —respondo con una sonrisa de suficiencia—. Aunque nunca entendí por qué aprendíamos a usarlos.
—Al final va a resultar que los osados sirven para algo…, Cuatro —responde, esbozando una leve sonrisa.
Ella se queda con el cuchillo más grande y yo, con el pequeño.
Estoy tenso, le doy vueltas al mango entre los dedos mientras caminamos por el callejón. Sobre mí, las ventanas parpadean con distintos tipos de luz: llamas de velas o faroles. En cierto momento, levanto la vista y veo una cortina de pelo y unas cuencas oscuras que me devuelven la mirada.
—Aquí vive gente —comento.
—Es el borde de la periferia —responde Nita—. Estamos a unas dos horas en coche de Milwaukee, que es una zona metropolitana al norte de aquí. Sí, aquí vive gente. En los últimos tiempos, la gente no se aleja demasiado de las ciudades, ni siquiera los que quieren alejarse de la influencia del Gobierno, como la gente de aquí.
—¿Por qué quieren alejarse de la influencia del Gobierno?
Sé cómo es vivir sin la protección del Gobierno, he visto a los abandonados. Siempre tenían hambre, siempre pasaban frío en invierno y calor en verano, siempre luchaban por sobrevivir. No es una vida fácil: hay que tener una buena razón para elegirla.
—Porque son genéticamente defectuosos —responde Nita, mirándome—. La gente genéticamente defectuosa es técnicamente (legamente) igual que la gente genéticamente pura, pero solo sobre el papel, por así decirlo. En realidad, son más pobres, es más habitual que los condenen por un delito y es menos probable que consigan buenos trabajos… Cualquier cosa se convierte en un problema, y así ha sido desde la Guerra de la Pureza, hace más de un siglo. Para la gente que vive en la periferia, parece más atractivo apartarse por completo de la sociedad que intentar corregir el problema desde dentro, como yo pretendo.
Pienso en los fragmentos de cristal tatuados en su piel. Me pregunto dónde se lo hizo, de dónde viene esa mirada tan peligrosa y ese discurso tan dramático, lo que la convirtió en revolucionaria.
—¿Cómo piensas hacerlo?
Ella cuadra la mandíbula y responde:
—Quitándole al Departamento parte de su poder.
El callejón da a una calle más ancha. Algunas personas merodean por las esquinas, mientras que otras caminan por el centro en grupos tambaleantes, con botellas en la mano. Todas las personas que veo son jóvenes; al parecer, no hay demasiados adultos en la periferia.
Oigo gritos y ruido de cristales al romperse contra el suelo. Más adelante hay una multitud en círculo alrededor de dos figuras que se pegan puñetazos y patadas.
Hago ademán de acercarme, pero Nita me sujeta por el brazo y me arrastra hacia uno de los edificios.
—No es momento de hacerse el héroe.
Nos acercamos a la puerta del edificio de la esquina. Un hombre muy grande está a su lado, dándole vueltas a un cuchillo en la palma de la mano. Cuando subimos los escalones, detiene el movimiento del cuchillo y se lo lanza a la otra mano, que está cubierta de cicatrices.
Se supone que su tamaño, su destreza con el arma, sus cicatrices y su aspecto polvoriento deberían intimidarme, pero sus ojos son como los del ciervo: grandes, precavidos y curiosos.
—Hemos venido a ver a Rafi —dice Nita—. Somos del complejo.
—Podéis entrar, pero los cuchillos se quedan aquí —responde el hombre.
Su voz es más aguda y suave de lo que imaginaba. Podría ser un hombre dulce si estuviera en un lugar diferente, pero, tal como son las cosas, me doy cuenta de que no es dulce, ni siquiera sabe lo que es eso.
Aunque siempre he procurado no ser blando por considerarlo algo inútil, empiezo a pensar que nos estamos perdiendo algo importante si este hombre se ha visto obligado a rechazar su propia naturaleza.
—Ni de coña —responde Nita.
—Nita, ¿eres tú? —pregunta una voz desde dentro. Es una voz expresiva y musical. El hombre al que pertenece es bajo y esboza una amplia sonrisa cuando se acerca a la puerta—. ¿No te dije que los dejaras pasar? Entrad, entrad.
—Hola, Rafi —lo saluda ella, claramente aliviada—. Cuatro, este es Rafi. Es un hombre importante en la periferia.
—Encantado de conocerte —me saluda Rafi, y nos hace un gesto para que lo sigamos.
Dentro hay una gran habitación abierta iluminada por filas de velas y faroles. Hay muebles de madera por doquier, y todas las mesas están vacías, salvo una.
En la parte de atrás del local hay una mujer sentada; Rafi se sienta en la silla de al lado. Aunque no se parecen (ella es pelirroja y tiene una figura opulenta; los rasgos de Rafi son oscuros y está delgado como un alambre), sí que comparten la misma mirada, como dos piedras talladas con el mismo cincel.
—Armas sobre la mesa —pide Rafi.
Esta vez, Nita obedece y deja su cuchillo en el borde de la mesa, frente a ella. Se sienta. Yo hago lo mismo. Frente a nosotros, la mujer pone sobre la mesa su pistola.
—¿Quién es ese? —pregunta ella, señalándome con la cabeza.
—Es mi socio, Cuatro.
—¿Qué clase de nombre es Cuatro? —dice, aunque no utiliza el tono burlón que la gente suele darle a la pregunta.
—La clase de nombre que te ganas dentro del experimento de la ciudad —responde Nita—, por tener solo cuatro miedos.
Se me ocurre que quizá me haya presentado por ese nombre para tener la oportunidad de contarles de dónde vengo. ¿Eso le proporciona alguna ventaja? ¿Me convierte en alguien más fiable para ellos?
—Interesante. —La mujer se pone a tamborilear con el índice en la mesa—. Bueno, Cuatro, yo me llamo Mary.
—Mary y Rafi son los líderes de la rama del Medio Oeste de un grupo rebelde de GD —explica Nita.
—Llamarnos grupo nos hace parecer unas ancianitas jugando a las cartas —responde Rafi diplomáticamente—. Somos más bien un levantamiento. Tenemos gente por todo el país, hay un grupo por cada zona metropolitana y supervisores regionales para el Medio Oeste, el Sur y el Este.
—¿Hay un Oeste? —pregunto.
—Ya no —responde Nita en voz baja—. El terreno era demasiado difícil y las ciudades estaban demasiado separadas entre sí para que resultara sensato vivir allí después de la guerra. Ahora es zona silvestre.
—Entonces es cierto lo que cuentan —dice Mary, cuyos ojos al mirarme reflejan la luz como astillas de cristal—: la gente de los experimentos no sabe lo que hay fuera.
—Claro que es cierto, ¿por qué no iba a serlo? —pregunta Nita.
De repente me noto cansado, con un peso detrás de los ojos. En mi corta vida he formado parte de demasiados levantamientos: el de los abandonados y, ahora, al parecer, el de los GD.
—No es por cortar la conversación, pero no deberíamos pasar demasiado tiempo aquí —dice Mary—. Si no dejamos entrar a la gente, no tardarán en venir a husmear.
—Claro —responde Nita, y me mira—. Cuatro, ¿puedes asegurarte de que todo está tranquilo fuera? Tengo que hablar un momento en privado con Mary y Rafi.
De haber estado solos, le habría preguntado por qué no puedo estar presente en la charla o por qué se había molestado en dejarme entrar si podía haberme dejado montando guardia fuera desde el principio. Supongo que, en realidad, todavía no he accedido a ayudarla, y ella debía de querer que me conocieran por algún motivo. Así que me levanto, recojo mi cuchillo y me voy hacia la puerta, donde el guarda de Rafi vigila la calle.
La pelea de fuera ha perdido fuelle. Una única figura está tirada en el pavimento. Por un instante me da la impresión de que todavía se mueve, pero entonces me doy cuenta de que hay otra persona registrándole los bolsillos. No es una figura lo que hay tirado en la calle: es un cadáver.
—¿Muerto? —pregunto, casi en un susurro.
—Sí. Aquí, si no sabes defenderte, no sobrevives ni una noche.
—Entonces ¿por qué viene la gente? —pregunto, frunciendo el ceño—. ¿Por qué no vuelve a las ciudades?
Guarda silencio durante tanto tiempo que creo que no ha oído mi pregunta. Me quedo mirando al ladrón, que le da la vuelta a los bolsillos del cadáver, lo abandona y se mete sigilosamente en uno de los edificios cercanos. Al final, el guarda de Rafi dice:
—Aquí, si mueres, a lo mejor le importa a alguien. Por ejemplo a Rafi o a otro de los líderes. En las ciudades, si te matan, ten por seguro que a nadie le va a importar nada, no si eres GD. De lo peor que han acusado a un GP después de matar a un GD es de «homicidio involuntario». Y una mierda.
—¿Homicidio involuntario?
—Quiere decir que el delito se considera un accidente —explica la suave y cantarina voz de Rafi detrás de mí—. O que, al menos, no es tan grave como un asesinato premeditado, por ejemplo. Por supuesto, oficialmente todos somos iguales, ¿no? Pero rara vez se pone en práctica.
Se coloca a mi lado, de brazos cruzados. Al mirarlo veo a un rey supervisando su reino, un reino que a él le parece bello. Observo la calle, la calzada rota, el cuerpo inmóvil con los bolsillos del revés y las ventanas iluminadas por las llamas, y sé que la belleza que ve no es más que libertad: libertad para que te consideren un hombre completo en vez de un hombre defectuoso.
Una vez fui testigo de esa belleza cuando Evelyn me buscó y me sacó de mi facción para convertirme en una persona más completa. Pero era mentira.
—¿Eres de Chicago? —me pregunta Rafi.
Asiento sin dejar de mirar la calle oscura.
—Y ahora que has salido, ¿qué te parece el mundo?
—Más o menos lo mismo. La única diferencia es que las cosas que nos dividen son distintas, igual que las guerras que se luchan.
Las pisadas de Nita hacen crujir los tablones del suelo de la sala y, cuando me vuelvo, está justo a mi lado, con las manos metidas en los bolsillos.
—Gracias por organizar esto —dice, dirigiéndose a Rafi—. Tenemos que irnos.
Bajamos por la calle de nuevo y, cuando me vuelvo para mirar a Rafi, él tiene la mano levantada para despedirse.
Mientras caminamos hacia el camión oigo de nuevo gritos, aunque esta vez son de niño. Me llegan ruidos de pies arrastrándose y gemidos, y recuerdo cuando era pequeño y estaba acurrucado en mi dormitorio, limpiándome la nariz en la manga del pijama. Mi madre restregaba los puños con una esponja antes de echarlos a lavar. Nunca comentaba nada al respecto.
Cuando llego al camión, este lugar y este dolor ya no me despiertan ningún sentimiento, estoy listo para regresar al sueño del complejo, al calor, la luz y la falsa seguridad.
—Me cuesta comprender por qué este sitio es preferible a vivir en una ciudad —comento.
—Solo he estado en una que no fuera un experimento —responde Nita—. Hay electricidad, pero está racionada: cada familia tiene derecho a unas cuantas horas al día. Igual ocurre con el agua. Y hay muchos delitos, todos achacados al daño genético. También hay policía, pero no pueden hacer demasiado.
—Entonces, el complejo del Departamento es el mejor lugar para vivir.
—En cuanto a recursos, sí. Sin embargo, el mismo sistema social que existe en las ciudades también se encuentra en el complejo, aunque cueste un poco más verlo.
Me quedo mirando cómo desaparece la periferia por el espejo retrovisor; solo se distingue de los edificios abandonados que la rodean por esa tira de luces eléctricas colgada de un lado a otro de la estrecha calle.
Dejamos atrás casas oscuras con ventanas clausuradas con tablones, e intento imaginármelas limpias y relucientes, como seguramente estuvieron en algún momento del pasado. Tienen patios cercados que antes estarían verdes y bien cortados, ventanas que antes brillarían por las noches. Me imagino que las vidas aquí vividas tuvieron que ser pacíficas y tranquilas.
—¿De qué has venido a hablar, exactamente?
—He venido a concretar nuestros planes —responde Nita. A la luz del salpicadero descubro que tiene unos cuantos cortes en el labio inferior, como si se lo hubiera estado mordiendo—. Y quería que te conocieran, que le pusieran cara a la gente que participa de los experimentos de las facciones. Mary antes sospechaba que las personas como tú en realidad estaban confabuladas con el Gobierno, lo que, por supuesto, no es cierto. En cambio, Rafi… Él fue el primero que me demostró que el Departamento y el Gobierno nos mentían sobre nuestra historia.
Hace una pausa tras pronunciar estas palabras, como para ayudarme a comprender la importancia del descubrimiento, pero yo no necesito ni tiempo ni silencio, ni espacio para creerla. Mi Gobierno me ha mentido toda la vida.
—El Departamento habla sobre la edad dorada de la humanidad, antes de las manipulaciones genéticas, cuando todos eran genéticamente puros y reinaba la paz —sigue contando Nita—. Pero Rafi me enseñó viejas fotografías de guerra.
Espero un segundo.
—¿Y?
—¿Y? —repite ella, incrédula—. Si la gente genéticamente pura fue capaz de provocar guerra y destrucción en el pasado, igual que ahora se supone que hacen los genéticamente defectuosos, entonces ¿en qué se basa la idea de que tenemos que invertir tantos recursos y tiempo en corregir el daño genético? ¿De qué sirven los experimentos, salvo para convencer a la gente correcta de que el Gobierno está haciendo algo para mejorar nuestras vidas, aunque no sea cierto?
La verdad lo cambia todo, ¿no era por eso por lo que Tris estaba tan desesperada por hacer público el vídeo de Edith Prior que se alió con mi padre para hacerlo? Sabía que la verdad, fuera cual fuera, cambiaría nuestra lucha y nuestras prioridades para siempre. Y aquí, ahora, una mentira ha cambiado esa lucha, una mentira ha cambiado algunas prioridades para siempre. En vez de trabajar contra la pobreza que campa a sus anchas por el país, esta gente ha decidido trabajar contra el daño genético.
—¿Por qué? ¿Por qué gastar tanto tiempo y energía en luchar contra algo que, en realidad, no es un problema? —pregunto, frustrado.
—Bueno, la gente que lucha ahora contra ello lo hace porque le han enseñado que sí que es un problema. Rafi también me enseñó ejemplos de la propaganda del Gobierno sobre el daño genético —dice Nita—. Pero ¿al principio? No lo sé. Seguramente por cien causas distintas. ¿Prejuicios contra los GD? ¿Control? ¿Controlar a la población genéticamente defectuosa enseñándole que tiene algo malo y controlar a la genéticamente pura enseñándole que está curada y completa? Estas cosas no suceden de la noche a la mañana, ni tampoco por una única razón.
Apoyo la cabeza en la fría ventanilla y cierro los ojos. Me bulle demasiada información en el cerebro como para concentrarme en una única parte, así que me rindo y me duermo.
Cuando por fin regresamos por el túnel y vuelvo a mi cama, el sol está a punto de salir y los brazos de Tris cuelgan otra vez del borde de la cama, con las puntas de los dedos rozando el suelo.
Me siento frente a ella y me quedo un momento observando su cara dormida y pensando en lo que acordamos aquella noche, en el Millennium Park: se acabaron las mentiras. Ella me lo prometió y yo se lo prometí. Si no le cuento lo que he visto y oído esta noche, estaré rompiendo mi promesa. Y ¿para qué? ¿Para protegerla? ¿Por Nita, una chica a la que apenas conozco?
Le aparto el pelo de la cara con delicadeza, para no despertarla.
Ella no necesita mi protección, es lo bastante fuerte para defenderse por sí misma.