CAPÍTULO VEINTIDÓS

TRIS

Solo hay una docena más de entradas en el archivo, y no me cuentan todo lo que deseo saber, sino que me dejan con más preguntas. En vez de contener pensamientos e impresiones, todas están dirigidas a alguien.

Querido David:

Creía que eras más mi amigo que mi supervisor, pero supongo que me equivocaba.

¿Qué creías que sucedería cuando llegara aquí? ¿Que viviría soltera y sola para siempre? ¿Que no me sentiría unida a nadie? ¿Que no tomaría mis propias decisiones?

Lo dejé todo atrás para venir aquí y hacer lo que nadie quería hacer. Deberías agradecérmelo en vez de acusarme de perder de vista mi misión. Que te quede clara una cosa: no pienso olvidarme de por qué estoy aquí solo por haber elegido Abnegación y casarme. Me merezco una vida propia, la que yo elija, no la que el Departamento y tú decidáis por mí. Deberías saberlo mejor que nadie, deberías comprender que me atraiga todo esto después de todo lo que he visto y vivido.

Sinceramente, en realidad no creo que te importe que no eligiera Erudición, como se suponía. Más bien da la impresión de que estás celoso. Y si quieres que te siga informando, deberías disculparte por dudar de mí. Sin embargo, si no lo haces, no te enviaré más informes y, sin duda, no volveré a salir de la ciudad para visitaros. Tú decides.

Natalie

Me pregunto si estaría en lo cierto con David. No dejo de darle vueltas a la idea: ¿de verdad tendría celos de mi padre? ¿Fueron desapareciendo los celos con el tiempo? Solo puedo ver su relación a través de los ojos de mi madre, y no estoy segura de que sea la fuente de información más fiable sobre ese asunto.

Me doy cuenta de cómo se hace mayor gracias a sus entradas en el diario, en las que utiliza un lenguaje cada vez más refinado a medida que se aleja de la periferia en la que antes vivía; también sus reacciones se vuelven más moderadas. Está creciendo.

Miro la fecha de la siguiente entrada: es de unos cuantos meses después, pero no se dirige a David como algunas de las anteriores. El tono es distinto, no tan familiar, sino que es más directo.

Toco la pantalla y paso las entradas. Tardo diez toquecitos en llegar a una que está dirigida de nuevo a David. La fecha indica que la escribió dos años después.

Querido David:

Me llegó tu carta. Entiendo por qué no puedes ser tú el que siga recibiendo estos informes y respeto tu decisión, aunque te echaré de menos.

Te deseo toda la felicidad del mundo.

Natalie

Intento seguir leyendo, pero ya no hay más entradas. El último documento del archivo es un certificado de defunción. La causa de la muerte se establece como «múltiples heridas de bala en el torso». Me mezo un poco para expulsar de mi cabeza la imagen de mi madre derrumbándose en la calle. No quiero pensar en su muerte, lo que quiero es saber más sobre mi padre y ella, y sobre David y ella. Cualquier cosa que me distraiga de la forma en que acabó su vida.

Tan desesperada estoy por encontrar información (y acción) que, unas horas más tarde, voy a la sala de control con Zoe. Ella habla con el director de la sala sobre una reunión con David mientras yo me miro los pies, decidida a no ver lo que ocurre en las pantallas. Me da la sensación de que, si me permito mirar, aunque sea un segundo, me haré adicta a ellas, me perderé en el viejo mundo porque no sé cómo manejarme en el nuevo.

Sin embargo, mientras Zoe termina su conversación, no puedo contener la curiosidad y miro hacia la gran pantalla que cuelga sobre los escritorios. Evelyn está sentada en su cama, acariciando algo que tiene sobre la mesita de noche. Me acerco para ver qué es, y la mujer del escritorio que tengo frente a mí dice:

—Es la cámara de Evelyn, la vigilamos las veinticuatro horas del día.

—¿La podéis oír?

—Solo si subimos el volumen —responde la mujer—. Normalmente lo mantenemos apagado. Cuesta escuchar tanta cháchara todo el día.

—¿Qué es lo que toca? —pregunto, asintiendo.

—No lo sé, una especie de escultura —responde, encogiéndose de hombros—. Pero la mira mucho.

La reconozco de algo… Del dormitorio de Tobias, cuando dormí allí después de que estuvieran a punto de ejecutarme en la sede de Erudición. Es de cristal azul, una forma abstracta que parece agua que cae, congelada en el tiempo.

Me toco la barbilla con la punta de los dedos para buscar entre mis recuerdos. Tobias me contó que Evelyn se la había regalado de pequeño y le había pedido que la escondiera de su padre, que no aprobaría un objeto inútil, aunque bello, como abnegado que era. En aquel momento no le di demasiada importancia, pero, si Evelyn lo ha traído desde la sede de Erudición para ponérselo al lado de la cama, debe de significar algo para ella. A lo mejor es su forma de rebelarse contra el sistema de facciones.

En pantalla, Evelyn apoya la barbilla en la mano y se queda mirando la escultura un momento. Después se levanta, sacude las manos y sale del cuarto.

No, no creo que la escultura sea un símbolo de rebelión, sino un recuerdo de Tobias. No había caído en que, cuando Tobias salió de la ciudad conmigo, no era solo un rebelde que desafiaba a su líder: también era un hijo que abandonaba a su madre. Y ella sufre por su pérdida.

¿Sufre él?

Aunque su relación ha estado preñada de dificultades, esos vínculos nunca se rompen del todo. Es imposible.

Zoe me toca el hombro.

—¿Querías preguntarme algo?

Asiento y me aparto de las pantallas. Zoe era muy joven en la foto en la que está junto a mi madre, pero allí estaba, así que supongo que sabrá algo. Debería preguntárselo a David, pero, como jefe del Departamento, cuesta encontrarlo.

—Quería saber una cosa sobre mis padres. Estoy leyendo su diario, y supongo que no consigo imaginar cómo se conocieron o por qué se unieron los dos a Abnegación.

Zoe asiente, despacio.

—Te contaré lo que sé. ¿Te importa acompañarme a los laboratorios? Tengo que darle un mensaje a Matthew.

Se lleva las manos a la espalda y las apoya en la parte baja. Yo todavía tengo la pantalla que me dio David, llena de mis huellas dactilares y cálida de tanto tocarla. Entiendo por qué Evelyn no deja de tocar esa escultura: es lo único que le queda de su hijo, igual que esto es lo único que me queda de mi madre. Me siento más cerca de ella cuando lo tengo cerca.

Creo que por eso no se lo puedo entregar a Caleb, aunque tenga derecho a verlo: no sé si seré capaz de soltarlo.

—Se conocieron en clase —dice Zoe—. Tu padre, aunque era muy listo, nunca terminó de comprender la psicología, y la profesora (una erudita, claro) era muy dura con él. Así que tu madre se ofreció a ayudarlo después de clase, y él le dijo a sus padres que estaba metido en un proyecto escolar. Siguieron así varias semanas y después empezaron a reunirse en secreto. Creo que uno de sus lugares favoritos era la fuente al sur del Millennium Park. ¿La Fuente de Buckingham? ¿Al lado del pantano?

Me imagino a mi madre y a mi padre sentados junto a una fuente, bajo la lluvia de agua, con los pies rozando el fondo de hormigón. Conozco la fuente de la que habla Zoe. Lleva sin funcionar bastante tiempo, así que, en realidad, no habría ninguna lluvia de agua, pero así es más bonita la imagen.

—La Ceremonia de la Elección se acercaba, y tu padre estaba deseando salir de Erudición porque había visto algo terrible…

—¿El qué? ¿Qué vio?

—Bueno, tu padre era muy amigo de Jeanine Matthews. La vio realizar un experimento con un abandonado a cambio de algo, comida o ropa, algo así. En fin, estaba probando el suero del miedo que después se incorporó a la iniciación osada. Hace tiempo, las simulaciones del miedo no las generaban los miedos individuales de una persona, sino miedos generales, como a las alturas, las arañas o lo que fuera. El caso es que Norton, el que entonces era representante de Erudición, estaba allí y permitió que el experimento continuara durante más tiempo de lo debido. El abandonado no volvió a ser el mismo. Y aquello fue la gota que colmó el vaso para tu padre.

Se detiene ante la puerta de los laboratorios para abrirla con su tarjeta de identificación. Entramos en la lóbrega oficina en la que David me dio el diario de mi madre. Matthew está sentado con la nariz a pocos centímetros de la pantalla del ordenador y los ojos entornados. Apenas nota nuestra presencia cuando entramos.

Me abruman las ganas de sonreír y llorar a la vez. Me siento en una silla al lado del escritorio vacío, con las manos cruzadas entre las piernas: mi padre era un hombre difícil, pero también era un hombre bueno.

—Tu padre quería salir de Erudición y tu madre no quería entrar, fuera cual fuera su misión, pero sí que quería estar cerca de Andrew, así que eligieron juntos Abnegación. —Hace una pausa—. Eso provocó un distanciamiento entre David y tu madre, como ya habrás visto. Al final, él se disculpó, pero dijo que no podía seguir recibiendo sus informes (no sé por qué, no quería decirlo) y, después de aquello, los informes se hicieron más cortos e informativos. Por eso no están en el diario.

—Pero consiguió llevar a cabo su misión desde los abnegados.

—Sí, y creo que allí era mucho más feliz de lo que lo habría sido en Erudición. Por supuesto, Abnegación resultó no ser mucho mejor, en algunos aspectos. Al parecer, no hay forma de escapar del daño genético. Hasta el líder de Abnegación estaba contaminado.

Frunzo el ceño.

—¿Te refieres a Marcus? —pregunto—. Porque es divergente. El daño genético no tiene nada que ver con eso.

—Un hombre rodeado de daño genético no puede evitar imitarlo en su propio comportamiento —responde Zoe—. Matthew, David quiere que organices una reunión con tu supervisor para analizar uno de los últimos avances de los sueros. La última vez, a Alan se le olvidó por completo, así que me preguntaba si podrías acompañarlo.

—Claro —responde Matthew sin levantar la mirada del ordenador—. Conseguiré que acuerde una hora para la reunión.

—Perfecto. Bueno, tengo que irme. Espero que eso respondiera a tu pregunta, Tris.

Zoe sonríe y sale por la puerta.

Me siento y me encorvo, con los codos en las rodillas. Marcus era divergente, genéticamente puro, como yo. Pero no acepto que fuera mala persona solo porque estuviera rodeado de gente genéticamente defectuosa. Yo también lo estaba. Y Uriah. Y mi madre. Sin embargo, ninguno de nosotros la tomó con nuestros seres queridos.

—Su razonamiento tiene unas cuantas lagunas, ¿verdad? —comenta Matthew, que me observa desde detrás de su escritorio mientras tamborilea con los dedos en el brazo de su silla.

—Sí.

—Alguna gente de aquí intenta culpar de todo al daño genético. Es más fácil para ellos que aceptar la verdad: que no se puede saber todo de las personas y de las razones que las empujan a actuar como actúan.

—Todo el mundo necesita culpar a alguien de la situación de las cosas. Mi padre culpaba a los eruditos.

—Entonces supongo que no debería confesarte que Erudición siempre ha sido mi facción favorita —dice Matthew, sonriendo levemente.

—¿En serio? —pregunto, enderezándome—. ¿Por qué?

—No lo sé, supongo que estoy de acuerdo con ellos. Creo que si la gente continuara aprendiendo sobre el mundo que los rodea, tendría muchos menos problemas.

—He desconfiado de ellos toda la vida —respondo mientras apoyo la barbilla en la mano—. Mi padre odiaba a los eruditos, así que yo también aprendí a odiarlos y a odiar todo lo que hacían. Ahora empiezo a pensar que se equivocaba. O que no era… imparcial.

—¿Con los eruditos o con el conocimiento?

Me encojo de hombros.

—Las dos cosas. Muchos eruditos me ayudaron sin que yo se lo pidiera. —Will, Fernando, Cara… Todos eruditos, algunas de las mejores personas que he conocido, aunque fuera brevemente—. Estaban concentrados en hacer del mundo un lugar mejor. —Sacudo la cabeza—. Lo que hizo Jeanine no tuvo nada que ver con que la sed de conocimiento la condujera a una sed de poder, como me contó mi padre, sino con su terror a lo grande que era el mundo y lo indefensa que eso la hacía sentir. Puede que los osados fueran los que mejor lo entendieron.

—Hay un viejo dicho: el conocimiento es poder. Poder para hacer el mal, como Evelyn…, o poder para hacer el bien, como nosotros. El poder en sí no es malvado, así que el conocimiento en sí tampoco lo es.

—Supongo que me enseñaron a sospechar de las dos cosas, del poder y del conocimiento. Para los abnegados, el poder solo debería concederse a la gente que no lo quiere.

—Hay algo de cierto en ello —responde Matthew—, aunque puede que haya llegado el momento de olvidar esas suspicacias.

Mete la mano bajo el escritorio y saca un libro. Es grueso, con las tapas gastadas y los bordes raídos. El título reza: Biología humana.

—Es un poco rudimentario, pero este libro me ayudó a aprender lo que es ser humano —me explica—. Ser una maquinaria biológica tan complicada y misteriosa, y, lo más asombroso: ¡ser capaces de analizar esa maquinaria! Es algo especial, sin precedentes en la historia de la evolución. Nuestra capacidad para conocernos a nosotros y al mundo que nos rodea es lo que nos hace humanos.

Me pasa el libro y se vuelve hacia el ordenador. Me quedo mirando la tapa gastada y recorro el borde de las páginas con los dedos. Matthew consigue que la adquisición de conocimientos parezca algo secreto, bello y remoto. Me hace sentir que, si leo este libro, podré retroceder a través de todas las generaciones humanas hasta la primera, fuera cual fuera; que podré participar en algo mucho más grande y antiguo que yo.

—Gracias —le digo, y no es por el libro, sino por devolverme una cosa, algo que perdí antes de llegar a tenerlo.

El vestíbulo del hotel huele a limón confitado y lejía, una combinación acre que me deja la nariz ardiendo cada vez que respiro. Paso junto a una maceta con una flor decorativa que surge entre sus ramas y me dirijo al dormitorio que se ha convertido en nuestro hogar temporal. Mientras camino, limpio la pantalla con el borde de mi camiseta para intentar librarme de parte de las huellas.

Caleb está solo en el dormitorio, con el pelo alborotado y los ojos rojos de tanto dormir. Parpadea al verme cuando entro y tiro el libro de biología sobre mi cama. Noto un dolor punzante en el estómago y me aprieto contra el costado la pantalla con el diario de mi madre. «Es su hijo. Tiene el mismo derecho que tú a leer su diario».

—Si tienes algo que decir, dilo —me pide.

—Mamá vivía aquí —le suelto demasiado deprisa y demasiado alto, como si fuera un secreto guardado largo tiempo—. Venía de la periferia, ellos la trajeron aquí y aquí vivió un par de años. Después entró en la ciudad para evitar que los eruditos mataran a los divergentes.

Caleb parpadea. Antes de perder el valor, le ofrezco la pantalla.

—Aquí está su archivo. No es muy largo, pero deberías leerlo.

Se levanta y cierra la mano en torno al cristal. Es mucho más alto que antes, mucho más alto que yo. Durante un tiempo, cuando éramos niños, yo era la más alta, a pesar de ser casi un año menor. Fueron algunos de nuestros mejores años, los años en los que no me parecía que él fuera más grande, ni mejor, ni más altruista que yo.

—¿Cuánto hace que lo sabes? —pregunta, entornando los ojos.

—Da igual —respondo, y doy un paso atrás—. Te lo cuento ahora. Por cierto, puedes quedártelo, ya lo he terminado.

Él limpia la pantalla con la manga y navega con dedos diestros por la primera entrada del diario de nuestra madre. Suponía que se sentaría a leerlo, dando nuestra conversación por concluida, pero suspira.

—Yo también tengo que enseñarte una cosa. Es sobre Edith Prior. Ven.

Es su nombre, no el tenue vínculo que me une a mi hermano, lo que me empuja a seguirlo cuando empieza a alejarse.

Salimos del dormitorio, recorremos el pasillo y doblamos varias esquinas hasta llegar a una habitación que está alejada de todas las que he visto hasta ahora en el complejo del Departamento. Es larga y estrecha, las paredes están cubiertas de estantes repletos de libros gris azulado, todos idénticos, gruesos y pesados como diccionarios. Entre las dos primeras filas hay una larga mesa de madera con sillas. Caleb pulsa un interruptor y enciende una luz pálida que me recuerda a la sede de Erudición.

—He pasado mucho tiempo aquí dentro —me explica—. Es la sala de archivos, donde guardan algunos de los datos de los experimentos de Chicago.

Recorre los estantes de la derecha de la sala, pasando los dedos por los lomos de los libros. Después saca uno de los volúmenes y lo deja sobre la mesa, de modo que se abre y veo las páginas llenas de texto e imágenes.

—¿Por qué no lo guardan en los ordenadores?

—Supongo que esto es anterior al desarrollo de un sistema de seguridad sofisticado en su red —responde sin levantar la vista—. Los datos nunca desaparecen del todo, pero el papel sí se destruye para siempre, de modo que es posible librarse de esto si no quieres que la gente equivocada le ponga las manos encima. A veces es más seguro tenerlo todo impreso.

Sus ojos verdes se mueven de un lado a otro, buscando el lugar correcto, mientras sus dedos ágiles vuelven las páginas, como diseñados a tal efecto. Pienso en cómo ocultó esta parte de su personalidad, escondiendo libros entre el cabecero de la cama y la pared de nuestra casa abnegada, hasta que dejó caer su sangre en el agua erudita el día de nuestra Ceremonia de la Elección. Entonces debería haberme dado cuenta de que era un mentiroso que solo se debía lealtad a sí mismo.

Vuelvo a notar un pinchazo de dolor. Apenas puedo soportar estar aquí con él, encerrados tras una puerta, con la mesa como única separación.

—Ah, aquí —dice, tocando una página, y gira el libro para enseñármelo.

Parece la copia de un contrato, pero está escrito a mano con tinta:

Yo, Amanda Marie Ritter, de Peoria (Illinois), doy mi consentimiento para someterme a los siguientes procedimientos:

Por la presente declaro que un miembro del Departamento de Bienestar Genético me ha informado exhaustivamente sobre los riesgos y beneficios de estos procedimientos. Entiendo que esto significa que el Departamento me proporcionará una historia nueva y una nueva identidad, para después introducirme en el experimento de Chicago (Illinois), donde permaneceré durante el resto de mis días.

Acepto reproducirme al menos dos veces para ofrecer a mis genes corregidos todas las oportunidades de supervivencia posibles. Entiendo que se me animará a hacerlo cuando me reeduquen, después del procedimiento de reinicio.

También acepto que mis hijos y los hijos de mis hijos, etc., continúen dentro del experimento hasta que el Departamento de Bienestar Genético lo dé por concluido. Se les enseñará la misma historia falsa que se me ofrecerá a mí tras el procedimiento de reinicio.

Firmado,

Amanda Marie Ritter

Amanda Marie Ritter. Ella era la mujer del vídeo, Edith Prior, mi antepasada.

Miro a Caleb, cuyos ojos se han iluminado con la luz del conocimiento, como si a través de cada uno de ellos pasara un cable electrificado.

Nuestra antepasada.

Saco una de las sillas y me siento.

—¿Era antepasada de papá?

Él asiente con la cabeza y se sienta frente a mí.

—De hace siete generaciones, sí. Una tía. Su hermano es el que siguió con el apellido Prior.

—Y esto es…

—Un formulario de consentimiento. Su consentimiento para unirse al experimento. Las notas finales dicen que esto era un primer borrador: ella fue una de las diseñadoras originales del experimento, miembro del Departamento. Solo había unos cuantos miembros del Departamento en el experimento original; la mayor parte de la gente que participó no trabajaba para el Gobierno.

Vuelvo a leer las palabras, intentando encontrarles sentido. Cuando la vi en el vídeo, me pareció muy lógico que se hiciera residente de nuestra ciudad, que se metiera de lleno en nuestras facciones, que se presentara voluntaria para dejarlo todo atrás. Sin embargo, eso era antes de saber cómo era la vida fuera de Chicago, y no parece tan horrible como la que describía Edith en su mensaje.

Nos ofreció una hábil manipulación en aquel vídeo, que estaba pensado para mantenernos controlados y dedicados a la visión del Departamento: el mundo de fuera de la ciudad está maltrecho, así que los divergentes tienen que salir a arreglarlo. No es del todo mentira, ya que la gente del Departamento cree que los genes curados arreglarán algunas cosas, que si nos integramos en la población y pasamos nuestros genes a nuestra descendencia, el mundo será un lugar mejor. Pero no necesitaban que los divergentes salieran de la ciudad como un ejército dispuesto a luchar contra la injusticia y salvarlos a todos, como sugería Edith. Me pregunto si ella se creería sus palabras o si solo lo dijo porque tenía que hacerlo.

En la siguiente página hay una foto suya, con los labios apretados y mechones de cabello castaño colgándole alrededor de la cara. Tuvo que ver algo terrible para presentarse voluntaria a que le borraran la memoria y le rehicieran toda la vida.

—¿Sabes por qué se unió? —pregunto.

Caleb niega con la cabeza.

—Los archivos indican (aunque son bastante vagos en ese sentido) que la gente se unió al experimento para que sus familias pudieran escapar de la pobreza extrema. Las familias de los participantes recibían una paga mensual por la colaboración del sujeto durante más de diez años. Sin embargo, resulta obvio que no era la motivación de Edith, ya que ella trabajaba para el Departamento. Sospecho que le sucedió algo traumático, algo que estaba empeñada en olvidar.

Frunzo el ceño mientras observo la fotografía. No me imagino qué grado de pobreza podría empujar a una persona a olvidarse de sí misma y de todos sus seres queridos para que su familia obtuviera una paga mensual. Puede que yo me alimentara de pan y verduras abnegadas durante casi toda la vida, sin lujos, pero jamás estuve tan desesperada. Su situación debía de ser mucho peor que lo que podía verse en la ciudad.

Tampoco logro imaginarme por qué Edith estaba tan desesperada. O puede que no tuviera a nadie por quien conservar la memoria.

—Me interesaba conocer los precedentes legales para dar un consentimiento en nombre de tus descendientes —dice Caleb—. Creo que es una extrapolación del consentimiento en nombre de un hijo menor de dieciocho años, aunque parece un poco extraño.

—Supongo que todos decidimos el destino de nuestros hijos a través de las decisiones que tomamos en la vida —respondo, en términos muy vagos—. ¿Habríamos elegido las mismas facciones si mamá y papá no hubiesen elegido Abnegación? —Me encojo de hombros—. No lo sé. A lo mejor no habríamos estado tan agobiados. A lo mejor seríamos personas distintas.

La idea se me mete en la cabeza como una serpiente: «Puede que nos hubiésemos convertido en mejores personas, en personas que no traicionan a sus hermanas».

Me quedo mirando la mesa que tengo delante. Durante los últimos minutos me ha resultado sencillo fingir que éramos de nuevo hermanos, pero la realidad (y la rabia) solo se pueden mantener a raya durante cierto tiempo antes de que la verdad te golpee de nuevo. Al levantar la cabeza para mirarlo, pienso en cuando lo miré de esa manera, cuando todavía era prisionera en la sede de Erudición. Pienso en que estaba demasiado cansada para seguir luchando contra él o para oír sus excusas; demasiado cansada para importarme que mi hermano me hubiera abandonado.

—Edith se unió a Erudición, ¿no? —pregunto con brusquedad—. ¿A pesar de adoptar un nombre abnegado?

—¡Sí! —exclama sin prestar atención a mi tono de voz—. De hecho, la mayoría de nuestros antepasados era de Erudición. Hubo unos cuantos casos aislados en Abnegación y un par en Verdad, pero la corriente general es bastante constante.

Tengo frío, como si fuese a estremecerme y romperme en pedazos.

—Entonces, supongo que, en tu retorcida mente, esto es una excusa para lo que hiciste —digo con voz firme—. Para haberte unido a Erudición y serle fiel. Es decir, si se suponía que eras uno de ellos desde el principio, entonces lo de «la facción antes que la sangre» se convierte en algo aceptable, ¿no?

—Tris… —empieza a responder, y sus ojos me suplican comprensión, pero no lo entiendo. No lo haré.

—Así que ahora sé lo de Edith y tú sabes lo de nuestra madre —respondo, levantándome—. Bien, vamos a dejarlo así.

A veces, cuando lo miro, noto una chispa de compasión, aunque otras veces me dan ganas de retorcerle el cuello. Sin embargo, ahora mismo solo deseo escapar y fingir que esto no ha pasado nunca. Salgo de la sala de archivos, y el suelo chirría bajo mis zapatos cuando corro de vuelta al hotel. Corro hasta que huelo a limón dulce y me detengo.

Tobias está de pie en el pasillo, en la puerta del dormitorio. Yo me he quedado sin aliento y noto los latidos del corazón en la punta de los dedos; estoy abrumada, sobrepasada por la pérdida, la sorpresa, la rabia y la añoranza.

—Tris —dice Tobias, que frunce el ceño, preocupado—. ¿Estás bien?

Sacudo la cabeza, todavía luchando por respirar, y lo aplasto contra la pared con mi cuerpo hasta que encuentro sus labios. Primero intenta apartarme, pero después debe de llegar a la conclusión de que no le importa si yo estoy bien o si él está bien, da igual. No hemos estado a solas desde hace días. Semanas. Meses.

Me pasa los dedos por el pelo y me aferro a sus brazos para mantener el equilibrio mientras nos aplastamos el uno contra el otro, como dos espadas en punto muerto. Es la persona más fuerte que conozco, pero también es mucho más cariñoso de lo que la gente cree; él es mi secreto, un secreto que guardaré durante el resto de mi vida.

Tobias se inclina y me besa con fuerza el cuello, y sus manos me acarician hasta cerrarse en torno a mi cintura. Engancho los dedos en las trabillas de su pantalón y cierro los ojos. En ese momento sé exactamente lo que quiero: quiero quitar todas las capas de ropa que hay entre nosotros, librarme de todo lo que nos separa, del pasado, del presente y del futuro.

Oigo pasos y risas al final del pasillo, así que nos separamos. Alguien (probablemente Uriah) silba, aunque apenas lo oigo por encima del latido de los oídos.

Tobias me mira a los ojos y es como la primera vez que lo miré de verdad durante mi iniciación, después de mi simulación del miedo; nos quedamos mirándonos demasiado tiempo, con demasiada intensidad.

—Cierra el pico —le digo a Uriah, sin apartar la mirada.

Uriah y Christina entran en el dormitorio, y Tobias y yo los seguimos, como si no hubiese sucedido nada.