CAPÍTULO DIECISIETE

TRIS

Me despierto justo antes de que salga el sol. Nadie más se mueve en sus catres… Tobias tiene un brazo sobre los ojos, y los zapatos puestos, como si se hubiera levantado para darse un paseo por la noche. Christina tiene la cabeza bajo la almohada. Me quedo tumbada unos minutos, buscando dibujos en el techo, hasta que me levanto, me pongo los zapatos y me paso los dedos por el pelo para peinarlo.

Los pasillos del complejo están vacíos, salvo por unos cuantos rezagados. Supongo que estarán acabando el turno de noche, porque están inclinados sobre sus pantallas, con las barbillas en las manos, o apoyados sobre sus escobas y apenas capaces de recordar cómo se barre. Me meto las manos en los bolsillos y sigo los carteles para llegar a la entrada. Quiero echarle un vistazo más de cerca a la escultura que vi ayer.

A la persona que construyó este lugar le encantaba la luz. Hay cristal en la curva del techo de cada pasillo y a lo largo de todos los muros bajos. Incluso ahora, que aún no ha amanecido del todo, hay iluminación natural de sobra.

Busco en el bolsillo trasero la tarjeta que Zoe me dio anoche, en la cena, y paso por el control de seguridad con ella en la mano. Entonces veo la escultura, unos cuantos metros más allá de las puertas por las que entramos ayer; es una estructura sombría, enorme y misteriosa, como un ser vivo.

Está compuesta por un enorme bloque de piedra oscura, cuadrado y basto, como las rocas del fondo del abismo. Una gran grieta lo atraviesa por el centro, y hay vetas de roca más clara cerca de los bordes. Colgado sobre el bloque hay un tanque de cristal de las mismas dimensiones, lleno de agua. La luz que han colocado sobre el centro del tanque brilla a través del agua y se refracta al moverse esta. Oigo un ruido, una gota de agua que salpica la piedra. Sale de un tubo que recorre el centro del tanque. Al principio creo que el tanque tiene una fuga, hasta que veo que cae otra gota, después una tercera y una cuarta, todas siguiendo un intervalo regular. Se juntan unas cuantas gotas y después bajan por un estrecho canal en la piedra. Debe de ser intencionado.

—Hola —me saluda Zoe desde el otro lado de la escultura—. Lo siento, estaba a punto de ir a por ti al dormitorio, pero vi que venías hacia aquí. ¿Te has perdido?

—No, quería venir aquí.

—Ah.

Se coloca a mi lado y cruza los brazos. Es más o menos igual de alta que yo, aunque anda más recta, así que parece más alta.

—Sí, es bastante rara, ¿verdad? —comenta.

Mientras habla, me quedo mirando las pecas de sus mejillas; son como los dibujos de la luz del sol a través de un denso follaje.

—¿Significa algo? —le pregunto.

—Es el símbolo del Departamento de Bienestar Genético —responde—. El bloque de piedra es el problema al que nos enfrentamos. El tanque de agua es nuestro potencial para cambiar el problema. Y la gota de agua es lo que en realidad somos capaces de hacer en un momento dado.

No puedo evitarlo: me río.

—No es muy alentador, ¿no?

Ella sonríe.

—Es una forma de verlo. Yo prefiero considerarlo de otro modo: si somos lo bastante constantes, con el tiempo, hasta las gotitas de agua pueden cambiar la roca para siempre. Y nunca volverá a ser como antes.

Entonces señala el centro del bloque, donde hay una pequeña marca que parece un cuenco tallado en la piedra.

—Eso, por ejemplo, no estaba cuando instalaron esta mole.

Asiento con la cabeza y me quedo mirando cómo cae la siguiente gota. Aunque desconfío del Departamento y de todos sus miembros, la tranquila chispa de esperanza que genera la escultura empieza a hacerme efecto. Es un símbolo práctico que comunica la actitud paciente que ha permitido a esta gente quedarse aquí tanto tiempo, observando y esperando. Pero tengo que preguntarlo.

—¿No sería más eficaz descargar toda el agua de golpe?

Me imagino la ola de agua chocando contra la roca y derramándose por el suelo de baldosas hasta formar un charco alrededor de los zapatos. Hacer algo poco a poco resolverá un problema con el tiempo, pero me da la impresión de que, si de verdad consideras que existe un problema, debes empeñarte en resolverlo con todas tus fuerzas, es lo que te pide el cuerpo.

—Puede que momentáneamente —responde—, pero después no quedaría agua para hacer nada más, y el daño genético no puede resolverse solo con una gran descarga.

—Eso lo entiendo. Lo que me preguntaba es si es bueno resignarse tanto a ir pasito a pasito cuando podrían darse pasos más grandes.

—¿Como cuáles?

Me encojo de hombros.

—En realidad, supongo que no lo sé, aunque merece la pena pensar en ello.

—Me parece justo.

—Entonces… ¿Has dicho que me estabas buscando? ¿Por qué?

—¡Ah! —exclama Zoe, dándose un toque en la frente—. Se me había olvidado: David me pidió que te buscara y te llevara a los laboratorios. Tiene algo que perteneció a tu madre.

—¿A mi madre? —repito en un tono demasiado agudo y ahogado.

Ella me aleja de la estatua y me dirige de nuevo hacia el control de seguridad.

—Una advertencia: puede que la gente se te quede mirando —me avisa Zoe al pasar por el escáner de seguridad.

Ahora hay más personas que antes en los pasillos: supongo que es la hora a la que empiezan a trabajar.

—Aquí conocen tu cara —sigue explicando Zoe—. La gente del Departamento suele ir a ver las pantallas y, en los últimos meses, has estado metida en muchos asuntos interesantes. Muchos de los jóvenes te consideran una heroína.

—Ah, genial —respondo notando un sabor amargo en la boca—. El heroísmo era mi principal objetivo, no lo de intentar no morirme, ya sabes.

—Lo siento —dice Zoe, deteniéndose—. No quería restar importancia a todo lo que has pasado.

Me sigue incomodando la idea de que todos nos hayan estado observando, como si necesitara taparme o esconderme donde no puedan seguir mirándome. Sin embargo, es algo que no está en manos de Zoe, así que no digo nada.

Casi todas las personas que deambulan por los pasillos visten variaciones del mismo uniforme: lo hay en azul oscuro o verde apagado, y algunos llevan las chaquetas, los monos o las sudaderas abiertos, de modo que se ven las camisetas de mil colores que llevan debajo, algunas con dibujos.

—¿Significan algo los colores de los uniformes? —pregunto a Zoe.

—La verdad es que sí: el azul oscuro es para los científicos o investigadores y el verde para el personal auxiliar, que es el que se encarga del mantenimiento y demás.

—Así que son como nuestros abandonados.

—No, no; la dinámica es distinta. Aquí todos hacen lo que pueden para ayudar en la misión. Todo el mundo es valioso e importante.

Tiene razón: la gente se me queda mirando. La mayoría solo lo hace unos segundos más de la cuenta, pero algunos me señalan y otros llegan a decir mi nombre, como si les perteneciera. Me hacen sentir entumecida, como si no pudiera moverme como deseo.

—Gran parte del personal auxiliar pertenecía al experimento de Indianápolis, otra ciudad no muy lejos de aquí. Pero, para ellos, la transición ha sido algo más sencilla de lo que será para vosotros, ya que en Indianápolis no contaban con los componentes de modificación del comportamiento de vuestra ciudad. —Hace una pausa—. Con las facciones, quiero decir. Al cabo de unas cuantas generaciones, cuando vuestra ciudad no se hizo pedazos, como ocurrió con las otras, el Departamento puso en marcha la idea de las facciones en las ciudades más nuevas (San Luis, Detroit y Mineápolis) y utilizó el experimento de Indianápolis, que era relativamente nuevo, como grupo de control. El Departamento siempre ubicaba los experimentos en el Medio Oeste porque hay más espacio entre las áreas urbanas. En el este, todo está más cerca.

—Entonces, en Indianápolis solo… ¿corregisteis sus genes y los metisteis en una ciudad? ¿Sin facciones?

—Tenían un complicado sistema de reglas, pero… sí, eso es básicamente lo que pasó.

—¿Y no funcionó demasiado bien?

—No —responde, frunciendo los labios—. Las personas genéticamente defectuosas que han sido condicionadas por el sufrimiento y no han aprendido a vivir de un modo distinto, como las facciones les habrían enseñado, son muy destructivas. Ese experimento no tardó en fallar; duró tres generaciones. Chicago (tu ciudad) y las otras ciudades con facciones han durado mucho más.

Chicago. Es muy extraño darle nombre a lo que siempre ha sido mi hogar, punto. Hace que la ciudad me parezca más pequeña.

—Entonces, lleváis haciendo esto mucho tiempo —comento.

—Bastante, sí. El Departamento se distingue de otras agencias gubernamentales en que estamos muy centrados en nuestro trabajo y nos encontramos en una ubicación relativamente remota y aislada. Transmitimos nuestros conocimientos y objetivos a nuestros hijos, en vez de confiar en nombramientos o contrataciones. Yo llevo toda la vida formándome para lo que hago.

A través de las abundantes ventanas veo un vehículo extraño: tiene forma de pájaro, dos estructuras que parecen alas y un morro puntiagudo, aunque con ruedas, como un coche.

—¿Eso es para viajar por el aire? —pregunto, señalándolo.

—Sí —responde, y sonríe—. Es un avión. Quizá podamos llevaros a dar un paseo en algún momento, si no es demasiado «osado» para ti.

No reacciono a su juego de palabras. Todavía no olvido del todo que me reconociera nada más verme.

David está de pie cerca de una de las puertas que hay más adelante. Levanta la mano para saludar cuando nos ve.

—Hola, Tris. Gracias por traerla, Zoe.

—De nada, señor —responde Zoe—. Les dejo, tengo mucho trabajo que hacer.

Ella me sonríe y se aleja. No quiero que se vaya. Ahora que se ha ido, me veo a solas con David y con el recuerdo de cómo le grité ayer. Él no me comenta nada al respecto, se limita a pasar su tarjeta por el sensor de la puerta para abrirla.

La habitación del otro lado es un despacho sin ventanas. Un joven, puede que de la edad de Tobias, está sentado a un escritorio, y hay otro vacío en la otra esquina del cuarto. El joven levanta la vista cuando entramos, toca algo en la pantalla de su ordenador y se levanta.

—Hola, señor —saluda a David—. ¿En qué puedo ayudarlo?

—Hola, Matthew. ¿Dónde está tu supervisor?

—Ha ido a por comida a la cafetería —responde Matthew.

—Bueno, a lo mejor me puedes ayudar tú. Necesito que cargues el archivo de Natalie Wright en una pantalla portátil. ¿Puedes hacerlo?

«¿Wright?», me pregunto. ¿Sería ese el nombre real de mi madre?

—Por supuesto —responde Matthew antes de volver a sentarse.

Después escribe algo en su ordenador y saca una serie de documentos que no veo bien desde donde estoy.

—Vale, acabo de empezar la transferencia. Tú debes de ser la hija de Natalie, Beatrice —dice, y apoya la barbilla en la mano mientras me mira con aire crítico. Sus ojos son tan oscuros que parecen negros y un poco rasgados en los extremos. No parece impresionado ni sorprendido de verme—. No te pareces mucho a ella.

—Tris —respondo automáticamente, aunque me resulta reconfortante que no conozca mi apodo; eso querrá decir que no se pasa el día mirando las pantallas, como si nuestras vidas en la ciudad fuesen una especie de entretenimiento—. Y sí, ya lo sé.

David acerca una silla arrastrándola por el suelo y da unas palmaditas en el asiento.

—Siéntate. Te voy a entregar una pantalla con todos los archivos de Natalie para que tu hermano y tú los leáis. Sin embargo, mientras se cargan, lo mejor será que te cuente la historia.

Me siento en el borde de la silla y él toma asiento detrás del escritorio del supervisor de Matthew, mientras da vueltas sobre el metal a una taza de café medio vacía.

—Deja que empiece diciendo que tu madre fue un descubrimiento fantástico. La localizamos casi por accidente dentro del mundo defectuoso, y sus genes eran casi perfectos —dice David, sonriendo—. La sacamos de una lamentable situación y la trajimos aquí, donde pasó varios años. Entonces descubrimos una crisis dentro de los muros de vuestra ciudad, y ella se ofreció voluntaria para entrar y resolverla. Seguro que ya sabes todo al respecto.

Me quedo en blanco unos segundos, parpadeando. ¿Mi madre venía de fuera de este lugar? ¿De dónde?

De nuevo soy consciente de que ella caminó por estos pasillos y observó nuestra ciudad por las pantallas de la sala de control. ¿Se sentaría en esta silla? ¿Tocarían sus pies estas baldosas? De repente es como si hubiera huellas invisibles de mi madre por todas partes, en cada pared, pomo y columna.

Me aferro al borde del asiento e intento organizar mis pensamientos lo bastante para preguntar:

—No, no sé nada. ¿Qué crisis?

—Pues que el representante de Erudición había empezado a asesinar a los divergentes, por supuesto. Su nombre era… ¿Norman?

—Norton —interviene Matthew—. El predecesor de Jeanine. Al parecer, transmitió a su sucesora la idea de asesinar a los divergentes justo antes de que sufriera un ataque al corazón.

—Gracias. En fin, que enviamos a Natalie a investigar la situación y detener la matanza. Ni nos imaginamos que se quedaría allí tanto tiempo, claro, pero resultaba útil: nunca habíamos pensado en contar con un infiltrado, y ella podía hacer muchas cosas que nos resultaban de gran ayuda. Además de montarse su propia vida, que, obviamente, te incluía a ti.

Frunzo el ceño.

—Pero seguían asesinando a los divergentes cuando yo era iniciada.

—Solo has tenido noticias de los que murieron, pero no de los que se salvaron. Algunos están aquí, en este complejo. Creo que ya has conocido a Amar, que es uno de ellos. Algunos de los divergentes rescatados quisieron distanciarse de vuestro experimento, ya que les resultaba demasiado difícil observar a las personas a las que amaban seguir con sus vidas, así que los entrenamos e integramos a la vida fuera del Departamento. Pero sí, tu madre realizó un trabajo de gran importancia.

También contó unas cuantas mentiras y muy pocas verdades. Me pregunto si mi padre sabría quién era, de dónde venía. Al fin y al cabo, él era un líder de Abnegación y, como tal, uno de los guardianes de la verdad. De repente se me ocurre algo horrible: ¿y si solo se casó con él porque se suponía que debía hacerlo, como parte de su misión en la ciudad? ¿Y si su relación fue una farsa?

—Entonces no nació en Osadía —digo mientras repaso las mentiras.

—Cuando entró en la ciudad por primera vez fue como osada, porque ya tenía tatuajes y habría costado explicarle eso a los nativos. Tenía dieciséis años, aunque dijimos que eran quince para que tuviera tiempo de adaptarse. Pretendíamos que ella… —Se detiene y se encoge de hombros—. Bueno, deberías leer sus archivos. Yo no le haría justicia a la perspectiva de una chica de dieciséis años.

Como si esperase esa señal, Matthew abre un cajón del escritorio y saca un trozo de cristal plano. Lo toca con un dedo y aparece una imagen: es uno de los documentos que acaba de abrir en su ordenador. Me entrega la tableta. Es más robusta de lo que esperaba, dura y resistente.

—No te preocupes, es casi indestructible —me dice David—. Seguro que querrás volver con tus amigos. Matthew, ¿te importaría acompañar a la señorita Prior al hotel? Tengo que ocuparme de algunos asuntos.

—¿Y yo no? —replica Matthew, pero después guiña un ojo—. Es broma, señor, yo la llevo.

—Gracias —le digo a David antes de marcharse.

—De nada —responde—. Avísame si tienes alguna pregunta.

—¿Lista? —me pregunta Matthew.

Es alto, quizá de la misma altura que Caleb, y lleva el pelo negro alborotado con mimo por delante, como si se pasara mucho tiempo peinándolo para que pareciera recién salido de la cama. Bajo el uniforme azul oscuro lleva una camiseta negra sencilla y un cordón negro al cuello. Se le mueve sobre la nuez cuando traga saliva.

Salgo con él de la oficina y bajamos de nuevo por el pasillo. La multitud de antes se ha dispersado: deben de estar trabajando o desayunando. En este lugar hay vidas enteras, gente que duerme, come, trabaja, trae niños al mundo, educa familias y muere. Esto era antes el hogar de mi madre.

—Me pregunto cuándo perderás los nervios —comenta Matthew—. Después de descubrir tantas cosas a la vez, me refiero.

—No voy a perder los nervios —respondo, a la defensiva.

«Ya lo he hecho», pienso, pero no voy a reconocerlo.

—Yo los perdería, pero me parece bien.

Veo un cartel que pone: «ENTRADA AL HOTEL». Me pego la pantalla al pecho, deseando volver al dormitorio y contarle lo de mi madre a Tobias.

—Mira, una de las cosas que hacemos mi supervisor y yo son pruebas genéticas —dice Matthew—. Me preguntaba si a ti y a ese otro tío (¿el hijo de Marcus Eaton?) os importaría pasaros para que analice vuestros genes.

—¿Por qué?

—Por curiosidad —responde, encogiéndose de hombros—. Hasta ahora no hemos podido analizar los genes de alguien de una generación tan tardía del experimento, y la manifestación de ciertas cosas resulta algo… extraña en Tobias y en ti.

Arqueo las cejas.

—Tú, por ejemplo, has demostrado una extraordinaria resistencia a los sueros; la mayoría de los divergentes no es capaz de resistirse a los sueros como tú —explica Matthew—. Y Tobias puede resistirse a las simulaciones, pero no muestra algunas de las características que esperamos ver en los divergentes. Después puedo explicároslo con más detalle.

Vacilo porque no estoy segura de querer ver mis genes ni los de Tobias, ni de querer compararlos, como si eso importara algo. Sin embargo, Matthew parece muy entusiasmado, casi como un niño, y la curiosidad es un concepto que comprendo.

—Le preguntaré si está dispuesto —digo—, pero yo lo estoy. ¿Cuándo?

—¿Te parece bien esta misma mañana? Puedo ir a recogeros dentro de una hora. De todos modos, no podéis entrar en los laboratorios sin mí.

Asiento con la cabeza. De repente me emociona la idea de saber más sobre mis genes. Es algo parecido a leer el diario de mi madre: me permitirá recuperar parte de ella.