TRIS
Me saco la foto del bolsillo. El hombre que está delante de mí, David, aparece en la foto, al lado de mi madre, con la piel más tersa y el estómago menos voluminoso.
Cubro el rostro de mi madre con la punta del dedo y pierdo toda la esperanza que albergaba: si ella, mi padre o mis amigos siguieran con vida, nos habrían estado esperando junto a las puertas. Ha sido una tontería pensar que lo que pasó con Amar (fuera lo que fuera) podría repetirse.
—Me llamo David. Como ya os habrá contado Zoe, soy el jefe del Departamento de Bienestar Genético. Os lo explicaré todo lo mejor que pueda. Lo primero que debéis saber es que la información que Edith Prior os proporcionó no es del todo cierta.
Al decir «Prior», me mira. Los nervios me hacen temblar. Desde que vi aquel vídeo me desespero por obtener respuestas, y estoy a punto de conseguirlas.
—Os dio la información que necesitabais para cumplir los objetivos de nuestros experimentos —dice David—. Y, en muchos casos, eso supone simplificar, omitir e incluso mentir sin más. Ahora que estáis aquí, no hace falta nada de eso.
—No dejáis de hablar de experimentos —interviene Tobias—. ¿Qué experimentos?
—Sí, bueno, ahora iba a llegar a eso —responde David, mirando a Amar—. ¿Por dónde empezaron cuando te lo explicaron a ti?
—Da igual por dónde empiece. En cualquier caso, no es fácil de asimilar —responde Amar mientras se tira de las cutículas.
David se lo piensa un momento y se aclara la garganta.
—Hace mucho tiempo, el Gobierno de Estados Unidos…
—¿Los estados qué? —pregunta Uriah.
—Es un país —responde Amar—. Uno muy grande. Tiene fronteras específicas y su propio ente gubernamental, y nosotros estamos en el centro de ese país. Podemos hablar de eso después. Siga, señor.
David se aprieta la palma de la mano con el pulgar y se la masajea, claramente desconcertado por todas las interrupciones.
Empieza de nuevo:
—Hace unos cuantos siglos, el Gobierno de este país estaba interesado en reforzar algunos comportamientos deseables en sus ciudadanos. Había estudios que indicaban que las tendencias violentas podían localizarse en parte en los genes de una persona. El primero de estos genes fue el llamado «gen asesino», pero hubo unos cuantos más, predisposiciones genéticas a la cobardía, la mentira, la estupidez… Todas las cualidades que, al final, contribuyen a la ruptura de una sociedad.
Nos enseñaron que las facciones se crearon para resolver un problema, el problema de los fallos de nuestra naturaleza. Al parecer, la gente que describe David, fueran quienes fueran, creían también en ese problema.
Sé muy poco sobre genética, solo lo que veo que se ha transmitido de padres a hijos, tanto en mi cara como en la de mis amigos. No me imagino aislar un gen del asesinato, de la cobardía o de la mentira. Son conceptos demasiado nebulosos para que tengan un lugar concreto en el cuerpo humano. Pero no soy científica.
—Obviamente, hay varios factores que determinan la personalidad, incluida la educación y las experiencias vitales —sigue explicando David—, pero, a pesar de la paz y la prosperidad que habían reinado en este país durante casi un siglo, a nuestros antepasados les pareció ventajoso corregir estas cualidades indeseables para reducir el riesgo de que aparecieran en la población. En otras palabras, decidieron revisar la humanidad.
»Así nació el experimento de manipulación genética. Deben transcurrir varias generaciones para que una manipulación genética se manifieste, pero se seleccionó un gran número de personas, teniendo en cuenta su historial o su comportamiento, y a todas se les dio la oportunidad de ofrecer ese regalo a futuras generaciones, una alteración genética que haría que sus descendientes fuesen un poco mejores.
Miro a mi alrededor. Peter tiene los labios fruncidos para expresar su desdén. Caleb arruga el ceño. Cara tiene la boca abierta, como si estuviera hambrienta de respuestas y pretendiera comérselas conforme salen. Christina parece escéptica, con una ceja arqueada, y Tobias se mira los zapatos.
Es como si no escuchara nada nuevo, sino la misma filosofía que dio lugar a las facciones, solo que aquí impulsó a la gente a manipular sus genes en vez de a separarse en grupos según sus virtudes. Lo entiendo. Hasta cierto punto, incluso estoy de acuerdo. Sin embargo, no comprendo qué tiene que ver con nosotros, aquí y ahora.
—Pero cuando las manipulaciones genéticas empezaron a surtir efecto, las alteraciones tuvieron consecuencias desastrosas. Resultó que el intento no corrigió los genes, sino que los deterioró —explica David—. Si a una persona le arrebatas el miedo, la estupidez o la falsedad…, le quitas la compasión. Si le arrebatas la violencia, la dejas sin motivación o sin la capacidad de reafirmarse. Si le quitas el egoísmo, la dejas sin instinto de conservación. Pensadlo un momento y seguro que entendéis a qué me refiero.
Marco cada cualidad en mi cabeza conforme las menciona: miedo, poca inteligencia, falsedad, violencia, egoísmo. Está hablando de las facciones. Y tiene razón cuando dice que todas las facciones pierden algo al ganar una virtud: los osados son valientes, pero crueles; los eruditos son inteligentes, pero presumidos; los cordiales son pacíficos, pero pasivos; los veraces son sinceros, pero desconsiderados; los abnegados son altruistas, pero asfixiantes.
—La humanidad nunca ha sido perfecta, pero las alteraciones genéticas la dejaron peor que nunca. Esto se manifestó en lo que conocemos como la Guerra de la Pureza, una guerra civil que enfrentó a la población de genes defectuosos con el Gobierno y la población de genes puros. La Guerra de la Pureza trajo consigo un grado de destrucción inaudito en tierra estadounidense y acabó con casi la mitad de la población del país.
—Los recursos audiovisuales ya están listos —dice una de las personas sentadas a un escritorio en la sala de control.
Entonces aparece un mapa por encima de la cabeza de David. No reconozco la forma, así que no sé bien qué representa, pero está cubierto de parches de luces rosas, rojas y carmesí oscuro.
—Así era nuestro país antes de la Guerra de la Pureza —sigue diciendo David—. Y así quedó después…
Las luces empiezan a desaparecer, los parches se encogen como charcos que se secan al sol. Entonces me doy cuenta de que las luces rojas eran personas, personas que desaparecen, personas cuyas luces se apagan. Me quedo mirando la pantalla, incapaz de asimilar una pérdida de vidas tan significativa.
—Cuando por fin terminó la guerra, la gente exigió una solución permanente al problema genético. Por eso se creó el Departamento de Bienestar Genético. Armados con todos los conocimientos científicos a disposición de nuestro Gobierno, nuestros antecesores diseñaron experimentos para restaurar la pureza genética de la humanidad.
»Pidieron la colaboración de personas genéticamente defectuosas para que el Departamento pudiera alterar sus genes. Después los llevaron a entornos seguros para que se establecieran a largo plazo, equipados con versiones básicas de los sueros para ayudarlos a controlar su sociedad. Debían esperar a que pasara el tiempo, a que se sucedieran las generaciones, de modo que cada una de ellas produjera más humanos genéticamente curados. O, como vosotros los conocéis ahora, divergentes.
Desde que Tori me enseñó la palabra que describe lo que soy (divergente), he querido saber lo que significaba. Y esta es la respuesta más sencilla que he recibido: divergente significa que mis genes están curados. Que son puros y están completos. Debería sentirme aliviada por conocer al fin la verdadera respuesta, pero solo noto un cosquilleo en la cabeza; algo que me dice que hay un problema.
Creía que «divergente» explicaba todo lo que soy y todo lo que seré. A lo mejor me equivocaba.
Empieza a costarme respirar a medida que las revelaciones se abren paso por mi mente y mi corazón, a medida que David desvela secretos y mentiras. Me llevo la mano al pecho para intentar tranquilizarme.
—Vuestra ciudad es uno de esos experimentos para la curación de los genes y, hasta el momento, el que más éxito ha tenido gracias al asunto de la modificación del comportamiento. Es decir, a las facciones.
David nos sonríe como si fuera algo de lo que debiéramos estar orgullosos, pero yo no lo estoy. Nos crearon, dieron forma a nuestro mundo y nos dijeron en qué creer.
Si nos dijeron en qué creer y no llegamos a esa conclusión por nosotros mismos, ¿sigue siendo cierta? Me aprieto el pecho con más fuerza. Tranquila.
—Las facciones fueron el intento de nuestros antecesores por incorporar un elemento «educativo» al experimento. Descubrieron que la mera corrección genética no bastaba para cambiar el comportamiento de las personas. Se determinó que la solución más completa al problema del comportamiento creado por el daño genético era un nuevo orden social, combinado con la modificación genética. —David pierde la sonrisa al observarnos. No sé qué se esperaba, ¿que se la devolviéramos? Sigue hablando—. Las facciones se introdujeron después en casi todos nuestros experimentos, tres de los cuales siguen activos. Hemos hecho grandes esfuerzos por protegeros, observaros y aprender de vosotros.
Cara se pasa las manos por el pelo, como si buscara mechones sueltos. Como no encuentra ninguno, dice:
—Entonces, cuando Edith Prior dijo que debíamos determinar la causa de la divergencia y salir a ayudaros, era…
—Divergente es el nombre con el que decidimos llamar a los que han alcanzado el nivel deseado de curación genética —responde David—. Queríamos asegurarnos de que los líderes de vuestra ciudad los valorasen. No esperábamos que la líder de Erudición empezara a perseguirlos, ni que los abnegados le contaran lo que eran. Y, a pesar de lo que dijo Edith Prior, nunca pretendimos que nos enviarais un ejército divergente. Al fin y al cabo, en realidad no necesitamos vuestra ayuda. Solo necesitamos que vuestros genes curados permanezcan intactos y se transfieran a las generaciones futuras.
—Entonces, lo que trata de decirnos es que, si no somos divergentes, somos defectuosos —interviene Caleb.
Le tiembla la voz. Nunca me imaginé que vería a Caleb al borde de las lágrimas por algo como esto, pero así es.
«Tranquila», me repito, y respiro hondo de nuevo.
—Genéticamente defectuosos, sí —responde David—. Sin embargo, nos sorprendió descubrir que el componente de modificación del comportamiento de vuestra ciudad resultaba muy eficaz. Hasta hace poco, ayudó bastante con los problemas de comportamiento que dificultaban tanto la manipulación genética. Así que, en general, no se podía distinguir a simple vista si los genes de una persona estaban dañados o curados.
—Soy inteligente —dice Caleb—. Entonces, me está diciendo que, como mis antepasados fueron alterados para ser listos, yo, su descendiente, no puedo sentir compasión como los demás. Que yo y todas las personas genéticamente defectuosas estamos limitadas por nuestros genes. Mientras que los divergentes no lo están.
—Bueno —contesta David, encogiéndose de hombros—, piensa en ello.
Caleb me mira por primera vez en días, y yo le devuelvo la mirada. ¿Es esto lo que explica la traición de mi hermano? ¿Que sus genes son defectuosos? ¿Como si fuera una enfermedad que no puede curarse ni controlarse? No me parece correcto.
—Los genes no lo son todo —interviene Amar—. Las personas, incluso las genéticamente defectuosas, toman decisiones. Eso es lo que importa.
Pienso en mi padre, nacido erudito, no divergente; un hombre que no podía evitar ser inteligente, pero que eligió Abnegación y se embarcó en toda una vida de lucha contra su propia naturaleza hasta que, al final, se sintió satisfecho. Una persona en guerra consigo misma, como yo.
Esa guerra interna no parece producto del daño genético, sino completamente humana. Humanidad pura y dura.
Miro a Tobias, que está tan demacrado y tan encorvado que parece a punto de desmayarse. No es el único: Christina, Peter, Uriah y Caleb también están aturdidos. Cara se pellizca el dobladillo de la camiseta y acaricia la tela con el ceño fruncido.
—Debéis procesar mucha información —comenta David.
Eso es quedarse corto.
A mi lado, Christina resopla.
—Y lleváis despiertos toda la noche —añade David, como si nadie lo hubiese interrumpido—, así que os enseñaré dónde podéis descansar y comer.
—Espere —lo detengo.
Pienso en la fotografía que llevo en el bolsillo y en cómo Zoe conocía mi nombre cuando me la dio. Pienso en lo que ha dicho David sobre observarnos y aprender de nosotros. Y pienso en las filas de pantallas en blanco que tengo frente a mí.
—Ha dicho que nos han estado observando. ¿Cómo?
Zoe frunce los labios. David señala con la cabeza a una de las personas de los escritorios. Entonces, las pantallas se encienden todas a la vez y en cada una de ellas vemos lo que graba una cámara distinta. En las que tengo más cerca, veo la sede de Osadía. El Mercado del Martirio. El Millennium Park. El edificio Hancock. El Centro.
—Siempre habéis sabido que los osados vigilan la ciudad con cámaras de seguridad —explica David—. Bueno, pues nosotros también tenemos acceso a esas cámaras.
Nos han estado observando.
Contemplo la posibilidad de marcharme.
Pasamos junto al control de seguridad de camino a donde David nos lleve, y siento la necesidad de atravesarlo de nuevo, recoger mi arma y alejarme corriendo de este lugar en el que me han estado observando. Desde que era pequeña. Mis primeros pasos, mis primeras palabras, mi primer día de colegio, mi primer beso.
Me observaban cuando Peter me atacó. Cuando introdujeron a mi facción en una simulación y la convirtieron en un ejército. Cuando murieron mis padres.
¿Qué más han visto?
Lo único que me impide largarme es la fotografía que llevo en el bolsillo. No puedo irme hasta que descubra de qué conocían a mi madre.
David nos conduce por el complejo hasta una zona enmoquetada con macetas a ambos lados. El papel de la pared es viejo y está amarillento, se despega por las esquinas. Lo seguimos a una habitación grande de techos altos, suelos de madera y luces amarillas anaranjadas. Hay catres dispuestos en dos filas, con baúles al lado para guardar nuestras cosas y enormes ventanas con cortinas elegantes al otro lado del cuarto. Cuando me acerco a ellas, veo que están desgastadas y deshilachadas.
David nos cuenta que esta parte del complejo era un hotel que conectaba con el aeropuerto mediante un túnel, y que esta habitación antes era un salón de baile. De nuevo, la palabra no significa nada para nosotros, pero no parece darse cuenta.
—No es más que un alojamiento temporal, por supuesto. Cuando decidáis lo que queréis hacer, os buscaremos viviendas en otra parte, ya sea en este complejo o fuera. Zoe se asegurará de que os cuiden bien. Yo volveré mañana para ver cómo os va.
Miro a Tobias, que da vueltas delante de las ventanas, mordiéndose las uñas. No me había fijado en que tuviera esa costumbre. A lo mejor nunca había estado lo bastante angustiado para hacerlo.
Podría intentar consolarlo, pero necesito respuestas sobre mi madre y no quiero seguir esperando. Seguro que Tobias lo entenderá. Sigo a David hasta el pasillo y, justo al salir de la habitación, se apoya en la pared y se rasca la nuca.
—Hola —le digo—. Me llamo Tris. Creo que usted conocía a mi madre.
Él se sobresalta y me sonríe. Cruzo los brazos. Me siento como cuando Peter me quitó la toalla durante la iniciación de Osadía, solo por crueldad: expuesta, avergonzada y enfadada. A lo mejor no es justo dirigir todo eso contra David, pero no puedo evitarlo, ya que él es el líder del complejo y del Departamento.
—Sí, claro, te reconozco.
«¿Cómo? ¿Porque me has visto en esas espeluznantes cámaras que me seguían en todo momento?». Aprieto los brazos con más fuerza.
—Ya —digo, y espero un momento antes de continuar—. Necesito información sobre mi madre. Zoe me dio una foto suya, y usted estaba a su lado, así que supongo que podrá ayudarme.
—Ah, ¿puedo ver la foto?
Me la saco del bolsillo y se la ofrezco. La alisa con la yema de los dedos y esboza una sonrisa extraña al mirarla, como si la acariciara con los ojos. Cambio el peso de un pie al otro, me siento como una intrusa en un momento privado.
—Una vez volvió con nosotros, antes de ser madre —dice—. Fue cuando hicimos la foto.
—¿Que volvió? ¿Era una de ustedes?
—Sí —responde David sin más, como si esa palabra no fuera a cambiar todo mi mundo—. Ella era de aquí. La enviamos a la ciudad cuando era joven para resolver un problema con el experimento.
—Entonces, ella lo sabía —le digo, y me tiembla la voz, aunque no sé por qué—. Conocía la existencia de este lugar y lo que había al otro lado de la valla.
David parece desconcertado y frunce sus cejas tupidas.
—Sí, claro.
El temblor me recorre los brazos y las manos, y el resto de mi cuerpo no tarda en estremecerse, como si rechazara algún veneno que me he tragado, y ese veneno es el conocimiento, el conocimiento de este lugar, de sus pantallas y de las mentiras sobre las que se construía mi vida.
—Ella sabía que nos observabais en todo momento… ¡Que visteis cómo morían mi padre y ella, y cómo todos empezaban a matarse entre sí! ¿Y enviasteis a alguien a ayudarla o a ayudarme? ¡No! No; os limitasteis a tomar notas.
—Tris…
Intenta tocarme, pero yo le aparto la mano.
—No me llame así, no debería conocer ese nombre. No debería saber nada sobre nosotros.
Temblando, regreso al cuarto.
De vuelta en el interior, veo que los otros han elegido sus camas y han colocado sus cosas. Aquí estamos solos, sin intrusos. Me apoyo en la pared, junto a la puerta, y me restriego las palmas de las manos en los pantalones para secarme el sudor.
Nadie parece estar adaptándose bien. Peter está tumbado de cara a la pared. Uriah y Christina están sentados uno al lado del otro y charlan en voz baja. Caleb se masajea las sienes con las puntas de los dedos. Tobias se dedica a dar vueltas y a morderse las uñas. Y Cara está sola y se pasa la mano por la cara. Por primera vez desde que la conozco, parece alterada; ha perdido la armadura erudita.
Me siento frente a ella.
—No tienes buen aspecto.
Aunque normalmente lleva el pelo liso y perfecto, recogido en un moño, ahora está desgreñada. Me mira con rabia.
—Muy amable por tu parte.
—Lo siento, no quería que sonara así.
—Lo sé —responde, suspirando—. Soy… Soy erudita, ya sabes.
—Sí, lo sé —le digo, sonriendo un poco.
—No —insiste, sacudiendo la cabeza—. Eso es lo único que soy: erudita. Y ahora me han explicado que eso es el resultado de un defecto en mi genética… y que las facciones en sí no son más que una prisión mental para mantenernos bajo control. Justo lo que decían Evelyn Johnson y los abandonados. —Hace una pausa—. Entonces ¿para qué formar los leales? ¿Por qué molestarse en venir aquí?
No me había dado cuenta de lo mucho que Cara se había aferrado a la idea de ser una leal, fiel al sistema de las facciones y a nuestros fundadores. Para mí no era más que una identidad temporal y poderosa, porque podía sacarme de la ciudad. Para ella, el vínculo debía de ser mucho más profundo.
—Sigue siendo bueno que hayamos venido. Hemos descubierto la verdad. ¿Eso no te parece valioso?
—Por supuesto que sí —responde Cara en voz baja—, pero significa que necesito encontrar otras palabras que me definan.
Justo después de la muerte de mi madre, me aferré a mi divergencia como si fuera una mano extendida para salvarme. Necesitaba que esa palabra me dijera quién era mientras todo lo demás se desmoronaba a mi alrededor. Sin embargo, ahora me pregunto si aún la necesito, si de verdad necesitamos esas palabras: osados, eruditos, divergentes, leales… O si no podemos ser simplemente amigos, amantes o hermanos, definidos por nuestras elecciones y por el amor y la lealtad que nos une.
—Será mejor que hables con él —me dice Cara, señalando a Tobias con la cabeza.
—Sí.
Cruzo la sala y me pongo frente a las ventanas para observar la parte visible del complejo, que no es más que el mismo cristal, el mismo acero, la misma hierba y las mismas vallas. Cuando me ve, deja de dar vueltas y se pone a mi lado.
—¿Estás bien? —le pregunto.
—Sí —responde, sentándose en el alféizar de cara a mí, para que estemos a la misma altura—. Bueno, no; la verdad es que no. Ahora mismo estoy pensando en que nuestra vida no ha tenido ningún sentido. Me refiero al sistema de facciones.
Se restriega la nuca. ¿Pensará en los tatuajes de su espalda?
—Nos dedicamos a él con todas nuestras fuerzas —sigue diciendo—. Todos nosotros. Incluso cuando no nos dábamos cuenta.
—¿En eso estás pensando? —pregunto, arqueando las cejas—. Tobias, nos estaban observando. Observaban todo lo que sucedía y todo lo que hacíamos. No intervinieron, se limitaron a invadir nuestra intimidad. En todo momento.
Él se masajea la sien con la punta de los dedos.
—Supongo. Pero eso no es lo que me preocupa.
Debo de haberlo mirado con incredulidad sin querer, porque sacude la cabeza.
—Tris, yo trabajaba en la sala de control de Osadía. Allí había cámaras por todas partes, siempre encendidas. En la iniciación intenté advertirte de que te observaban, ¿recuerdas?
Recuerdo que miraba al techo, a la esquina. Recuerdo sus crípticas advertencias, susurradas entre dientes. Pero no me daba cuenta de que me advertía sobre las cámaras; no se me había ocurrido hasta ahora.
—Antes me molestaba, pero me acostumbré hace mucho tiempo. Siempre creímos que estábamos solos, y ahora resulta que era verdad, que nos dejaron solos. Las cosas son como son.
—Supongo que no lo acepto. Si ves a alguien con problemas, debes ayudar. Sea un experimento o no. Y… Dios —añado, haciendo una mueca—. La de cosas que habrán visto.
Él sonríe un poco.
—¿Qué? —pregunto.
—Estaba pensando en algunas de las cosas que habrán visto —responde, y me pone una mano en la cintura.
Le lanzo una breve mirada asesina, aunque no soy capaz de mantenerla, no cuando Tobias me sonríe de ese modo, no cuando sé que intenta hacerme sentir mejor. Sonrío un poco.
Me siento a su lado en el alféizar con las manos metidas entre las piernas y la madera.
—¿Sabes? Que el Departamento creara las facciones no difiere mucho de lo que nosotros creíamos que había pasado: hace mucho tiempo, un grupo de personas decidió que el sistema de facciones era la mejor forma de vivir… o de que la gente viviera de la mejor forma posible.
Al principio no responde, se limita a morderse el labio por dentro y a mirarse los pies, que están bien juntos, en el suelo. Yo solo rozo el suelo con las puntas de los dedos, no doy para más.
—La verdad es que eso ayuda —reconoce—. Pero había tantas mentiras que cuesta distinguir lo que era cierto, lo que era real, lo que importa.
Le doy la mano y entrelazamos los dedos. Apoya su frente en la mía.
Entonces me descubro pensando: «Doy gracias a Dios por esto». Lo hago por costumbre, y es ahí cuando comprendo lo que le preocupa tanto. ¿Y si el Dios de mis padres y todo aquello en lo que creían no fuese más que algo urdido por un puñado de científicos para mantenernos bajo control? Y no solo me refiero a sus creencias sobre Dios y lo que haya ahí fuera, sino también al bien y el mal, y al altruismo. ¿Cambia todo eso porque ahora sepamos cómo se creó nuestro mundo?
No lo sé.
La idea me inquieta, así que lo beso despacio para disfrutar del calor y de la suave presión de su boca, y de su aliento al separarnos.
—¿Por qué siempre acabamos rodeados de gente? —pregunto.
—No lo sé, a lo mejor porque somos estúpidos.
Me río, y es la risa, no la luz, lo que espanta la oscuridad que se acumula en mi interior, lo que me recuerda que sigo viva, a pesar de encontrarnos en este lugar desconocido en el que todo lo que conozco se desmorona. Sé un par de cosas: sé que no estoy sola, que tengo amigos y que estoy enamorada; sé de dónde vengo; y sé que no quiero morir, y, para mí, eso es más de lo que podía decir hace algunas semanas.
Por la noche acercamos un poco más nuestros catres y nos miramos a los ojos hasta quedar dormidos. Cuando por fin se duerme Tobias, nuestros dedos están entrelazados por encima de las camas.
Sonrío y me dejo llevar por el sueño.