TOBIAS
Me pongo de pie en el borde del camión, sujetándome a la estructura que soporta la cubierta de tela. Ojalá esta nueva realidad fuera una simulación que pudiera manipular si lograra encontrarle sentido. Pero no lo es, y no logro encontrarle sentido.
Amar está vivo.
«¡Adáptate!» era una de sus órdenes favoritas durante mi iniciación. La gritaba tan a menudo que a veces soñaba con ella; me despertaba como una alarma, me exigía más de lo que podía dar. «Adáptate». Adáptate más deprisa y mejor, adáptate a las cosas a las que nadie debería tener que adaptarse.
Como esta: abandonar un mundo completamente formado y descubrir otro.
O esta: descubrir que tu amigo muerto en realidad está vivo y conduce el camión en el que viajas.
Tris está sentada detrás de mí, en el banco que rodea las paredes del camión, con la foto arrugada en las manos. Mantiene los dedos sobre la cara de su madre, sin llegar a tocarla del todo. Christina está sentada a su derecha y Caleb, a su izquierda. Seguramente le permite quedarse ahí para que vea la foto, porque, a la vez, se nota que todo su cuerpo lo rechaza y se aprieta contra Christina.
—¿Es tu madre? —pregunta Christina.
Tris y Caleb asienten.
—Qué joven está en la foto. Y qué guapa —añade Christina.
—Sí que lo es. Lo era, quiero decir.
Esperaba que Tris sonara triste al decirlo, como si le doliera el recuerdo de la belleza perdida de su madre. Sin embargo, está nerviosa y tiene los labios fruncidos, como a la expectativa. Espero que no albergue falsas esperanzas.
—Déjame verla —dice Caleb, alargando una mano hacia su hermana.
En silencio, sin mirarlo, le pasa la foto.
Me vuelvo hacia el mundo del que nos alejamos: el final de las vías del tren. Las enormes extensiones de terreno. Y, a lo lejos, el Centro, apenas visible entre la niebla que cubre la silueta de la ciudad. Verla desde aquí me produce una sensación extraña, como si pudiera tocarla si alargo lo bastante la mano, a pesar de haberme alejado tanto de ella.
Peter se acerca al borde del camión y se agarra a la lona para no caerse. Las vías del tren se alejan de nosotros y ya no veo los campos. Los muros de ambos lados desaparecen poco a poco a medida que el terreno se allana, y surgen edificios por todas partes, algunos pequeños, como las casas de Abnegación, y otros grandes, como edificios de la ciudad, pero volcados de lado.
Árboles enormes y silvestres crecen más allá de las estructuras de cemento que debían mantenerlos controlados, y las raíces se extienden por la acera. En el borde de uno de los tejados hay una fila de pájaros negros, como los que se tatuó Tris en la clavícula. Cuando pasa el camión, los pájaros graznan y se desperdigan por el aire.
Es un mundo salvaje.
De repente es demasiado para mí y tengo que retroceder para sentarme en uno de los bancos. Me sujeto la cabeza con las manos y cierro los ojos para no absorber más información. Noto el fuerte brazo de Tris sobre la espalda, tirando de mí hacia su estrecha figura. Tengo las manos entumecidas.
—Tú céntrate en lo que está aquí y ahora —me sugiere Cara desde el otro lado del vehículo—. Por ejemplo, en el movimiento del camión. Te ayudará.
Lo intento. Pienso en lo duro que está el banco y en la vibración del camión, que ni siquiera para cuando estamos en terreno llano y que me retumba en los huesos. Detecto sus leves movimientos a izquierda y derecha, adelante y atrás, y procuro amortiguar cada bote sobre los raíles. Me concentro hasta que todo se oscurece a nuestro alrededor y no noto el transcurso de los minutos ni el pánico del descubrimiento, tan solo nuestro movimiento sobre la tierra.
—Creo que ahora sí que deberías mirar —me dice Tris con voz débil.
Christina y Uriah están donde estaba yo antes, asomados por el borde de la lona del camión. Miro por encima de sus hombros para saber adónde vamos. Hay una valla alta que se extiende a lo largo del paisaje, que parece vacío en comparación con la abundancia de edificios que vi antes de sentarme. La valla tiene barrotes negros verticales acabados en una punta que se curva hacia fuera, como si pretendieran atravesar a cualquiera que se atreva a trepar por ellos.
Unos cuantos metros más allá hay otra valla, una alambrada, como la que rodea la ciudad, con alambre de espinos enrollado en lo alto. La segunda valla emite un fuerte zumbido: una carga eléctrica. La gente que camina entre ambas divisiones lleva unas armas parecidas a nuestros fusiles de pintura, pero mucho más letales, unas máquinas potentes.
En un cartel de la primera valla se lee: «DEPARTAMENTO DE BIENESTAR GENÉTICO».
Oigo a Amar hablar con los guardias armados, aunque no sé qué les dice. Se abre una puerta en la primera valla para dejarnos pasar, y después, otra puerta en la segunda. Más allá de las dos vallas hay… orden.
Hasta donde alcanza la vista nos encontramos con edificios bajos separados por tramos de césped y árboles incipientes. Las calles que los conectan están bien cuidadas, con flechas que indican distintos destinos: «Invernaderos», todo recto; «Puestos de seguridad», a la izquierda; «Residencias de los funcionarios», a la derecha; «Complejo principal», todo recto.
Me levanto y me asomo para ver el complejo, para lo que tengo que sacar medio cuerpo del camión. El Departamento de Bienestar Genético no es alto, pero sí enorme, tan ancho que no veo los extremos, un mamut de cristal, acero y hormigón. Detrás del complejo hay unas cuantas torres altas con bultos que sobresalen por arriba. No sé por qué, pero verlas me recuerda la sala de control; me pregunto si servirán para eso.
Aparte de los guardias entre las vallas, hay poca gente fuera. La gente que hay se para a observarnos, pero nos alejamos tan deprisa que no logro distinguir sus expresiones.
El camión se detiene ante unas puertas dobles, y Peter es el primero en bajar. El resto nos repartimos por la acera, detrás de él, hombro con hombro, tan pegados que soy consciente de que respiran muy deprisa. En la ciudad nos dividíamos por facción, edad e historia, mientras que aquí no existen esas diferencias: somos todo lo que tenemos.
—Allá vamos —murmura Tris cuando Zoe y Amar se acercan.
«Allá vamos», me digo.
—Bienvenidos al complejo —dice Zoe—. Este edificio antes era el Aeropuerto O’Hara, uno de los aeropuertos con más tráfico del país. Ahora es la sede del Departamento de Bienestar Genético… Nosotros lo llamamos simplemente el Departamento, para abreviar. Es una agencia del Gobierno de Estados Unidos.
Se me pone cara de tonto. Conozco todas las palabras que utiliza (aunque no sé bien qué es un aeropuerto ni estados unidos), pero, al juntarlas, no les encuentro sentido. No soy el único que parece desconcertado: Peter arquea ambas cejas, como si preguntara algo.
—Lo siento —se disculpa Zoe—. Se me olvida lo poco que sabéis.
—Creo que es culpa vuestra que no sepamos nada, no nuestra —comenta Peter.
—Lo diré de otro modo —dice ella, sonriendo con amabilidad—: se me olvida la poca información que os hemos proporcionado. Un aeropuerto es un centro para viajes aéreos y…
—¿Viajes aéreos? —pregunta Christina, incrédula.
—Uno de los desarrollos tecnológicos que no necesitábamos saber cuando estábamos dentro de la ciudad —explica Amar—. Es seguro, rápido y asombroso.
—Vaya —comenta Tris.
Parece emocionada, mientras que a mí, al pensar en volar a toda velocidad por encima del complejo, me dan ganas de vomitar.
—En fin. Cuando se desarrollaron los experimentos, el aeropuerto se convirtió en este complejo, desde el que podemos supervisarlos de lejos —dice Zoe—. Voy a llevaros a la sala de control para que conozcáis a David, el jefe del Departamento. Veréis muchas cosas que no entenderéis, pero puede que lo mejor sea dar algunas explicaciones preliminares antes de que empecéis a preguntarme por todo. Así que tomad nota de lo que queráis saber, y después nos lo preguntáis a Amar o a mí.
Entonces se dirige a la entrada, y dos guardias armados le abren las puertas y la saludan con una sonrisa. El contraste entre el saludo amistoso y las armas que llevan apoyadas en los hombros casi da risa. Las armas son enormes, y me pregunto qué se sentirá al dispararlas, si notarán el mortífero poder que encierran con tan solo poner el dedo en el gatillo.
El aire fresco me acaricia la cara al entrar en el complejo. Hay ventanas que acaban en arco muy por encima de mi cabeza, y por ellas entra una luz pálida, aunque eso es lo más atractivo del lugar, porque el suelo de losetas ha perdido el brillo con la suciedad y los años, y las paredes son grises y aburridas. Delante de nosotros hay un mar de gente y maquinaria, y un cartel sobre todo ello en el que se lee: «CONTROL DE SEGURIDAD». No entiendo por qué necesitan tanta seguridad si ya están protegidos por dos vallas, una de ellas electrificada, y unas cuantas barreras de guardias armados, pero no es mi mundo, así que no lo cuestiono.
No, este no es mi mundo, en absoluto.
Tris me toca el hombro y señala un punto de la larga entrada.
—Mira eso.
En el otro extremo de la sala, detrás del control de seguridad, hay un gigantesco bloque de piedra con un aparato de cristal colgado encima. Es un claro ejemplo de esas cosas que veremos y que no comprenderemos. Tampoco entiendo el ansia que percibo en los ojos de Tris, que devoran todo lo que nos rodea como si pudiera alimentarse de ello. A veces me da la impresión de que somos iguales, pero otras veces, como ahora, choco contra nuestras diferencias como si fueran un muro.
Christina le dice algo a Tris, y las dos sonríen. Todo lo que oigo está distorsionado o amortiguado.
—¿Te encuentras bien? —me pregunta Cara.
—Sí —respondo automáticamente.
—Sabes que sería lógico y comprensible que estuvieras aterrado. No hace falta que insistas en tu imperturbable masculinidad en todo momento.
—En mi… ¿qué?
Ella sonríe y me doy cuenta de que está de broma.
Toda la gente del control de seguridad se aparta para formar un túnel que nos permita pasar. Delante de nosotros, Zoe anuncia:
—No se permiten armas dentro de las instalaciones, pero, si las dejáis en el control de seguridad, podréis recogerlas a la salida, si queréis. Después de soltarlas, pasaremos por los escáneres y se acabó.
—Esa mujer me irrita —comenta Cara.
—¿Qué? —pregunto—. ¿Por qué?
—No es capaz de separarse de sus conocimientos —responde mientras saca su arma—. No deja de decir cosas que parecen obvias, pero que, en realidad, no lo son.
—Es verdad, es irritante —digo, no muy convencido.
Veo que Zoe deja su arma en un contenedor gris y después entra en un escáner. Es una caja del tamaño de una persona con un túnel en medio, lo justo para que quepa un cuerpo. Saco mi arma, con el cargador lleno, y la dejo en el contenedor que me enseña el guardia de seguridad, junto a todas las demás.
Observo cómo pasa Zoe por el escáner, después Amar, Peter, Caleb, Cara y Christina. Me pongo en el borde, al lado de las paredes que me comprimirán, y empiezo a sentir pánico, las manos entumecidas y un nudo en el pecho. El escáner me recuerda a la caja de madera que me atrapa en mi paisaje del miedo para estrujarme los huesos.
No me dejaré llevar por el pánico, no puedo.
Obligo a mis pies a entrar en el escáner y me pongo en el centro, donde se han colocado todos los demás. Oigo que algo se mueve en las paredes de ambos lados, y suena un pitido agudo. Me estremezco y solo veo la mano del guardia, que me hace señas para que avance.
Ahora puedo escapar.
Salgo del escáner dando tumbos, y el aire se abre a mi alrededor. Cara se me queda mirando, aunque no dice nada.
Cuando Tris me da la mano después de pasar ella por el escáner, apenas la noto. Recuerdo el momento en que pasé por mi paisaje del miedo con ella, nuestros cuerpos apretados en la caja de madera que nos rodeaba, mi palma contra su pecho, notando el latido de su corazón. Eso me basta para devolverme a la realidad.
Uriah pasa por el control y Zoe nos invita a seguir adelante.
Más allá del control de seguridad, las instalaciones no son tan sórdidas como antes. Los suelos siguen siendo de loseta, pero están perfectamente pulidos y hay ventanas por todas partes. Por un largo pasillo veo varias hileras de mesas de laboratorio y ordenadores, lo que me recuerda a la sede de Erudición, aunque aquí hay más luz y no parece que escondan nada.
Zoe nos guía por un pasillo más oscuro, a la derecha. Cuando pasamos junto a otras personas, se paran para mirarnos, y sus ojos son como rayitos de calor que me ruborizan del cuello a las mejillas.
Caminamos un buen rato, adentrándonos en el complejo, hasta que Zoe se para y nos mira.
Detrás de ella hay un gran círculo de pantallas en blanco, como polillas alrededor de una llama. La gente del círculo está sentada ante escritorios bajos y escribe con energía en otras pantallas, que miran hacia fuera en vez de hacia dentro. Es una sala de control, aunque abierta, y no sé bien qué observan, ya que todas las pantallas están a oscuras. Alrededor de las pantallas que dan al interior hay sillas, bancos y mesas, como si la gente se reuniera allí para observar el espectáculo.
Frente a la sala de control hay un hombre mayor que sonríe, vestido con un uniforme azul oscuro, como todos los demás. Cuando ve que nos acercamos, abre las manos y nos da la bienvenida. Supongo que es David.
—Esto es lo que estábamos esperando desde el principio —dice el hombre.