TOBIAS
La herida de bala hace que me palpite el brazo como si fuera un segundo corazón. Los nudillos de Tris rozan los míos al levantar la mano para señalar algo a nuestra derecha: una serie de alargados edificios bajos iluminados por lámparas azules de emergencia.
—¿Qué son? —pregunta Tris.
—Los otros invernaderos —responde Johanna—. No necesitan mucha mano de obra, pero sirven para criar y cultivar en grandes cantidades: animales, materias primas para tela, trigo, etcétera.
Los cristales brillan a la luz de las estrellas y oscurecen los tesoros que me imagino en su interior: plantitas con bayas colgando de las ramas, filas de patatas enterradas en la tierra…
—No se los enseñáis a las visitas —comento—. Nosotros no los vimos.
—Cordialidad se guarda unos cuantos secretos —responde Johanna con orgullo.
La carretera que tenemos por delante es larga y recta, llena de grietas y baches. A ambos lados hay árboles nudosos, postes de alumbrado rotos y viejos tendidos eléctricos. De vez en cuando vemos un trozo aislado de acera con malas hierbas abriéndose paso a través del hormigón o una pila de madera podrida donde antes había una casa.
Cuanto más pienso en este paisaje que las patrullas de Osadía consideraban normal, más me imagino una vieja ciudad a mi alrededor, con edificios más bajos que los que dejamos atrás, aunque igual de numerosos. Una vieja ciudad que se transformó en terreno vacío para que los cordiales pudieran tener sus granjas. En otras palabras: una vieja ciudad demolida, reducida a cenizas y arrasada, donde desaparecieron hasta las carreteras para que la tierra silvestre se regenerara por encima de las ruinas.
Saco la mano por la ventana y el viento se me enreda en los dedos como si fueran mechones de cabello. Cuando era pequeño, mi madre fingía dibujar cosas en el viento y me las daba para que las usara, como martillos y clavos, o espadas o patines. Jugábamos a eso por las noches, en el patio delantero, antes de que Marcus llegara a casa. Servía para mitigar el miedo.
En la parte trasera del camión están Caleb, Christina y Uriah. Christina y Uriah están sentados tan cerca que sus hombros se tocan, pero cada uno mira en una dirección distinta, más como desconocidos que como amigos. Justo detrás de nosotros hay otro camión conducido por Robert, en el que van Cara y Peter. Se suponía que Tori iría con ellos. La idea me hace sentir hueco, vacío. Ella fue la que me hizo la prueba de aptitud y me ayudó a pensar, por primera vez, que podía abandonar Abnegación; que tenía que hacerlo. Creo que le debo algo, pero ha muerto antes de que pudiera saldar mi deuda.
—Aquí es —anuncia Johanna—: el límite exterior de las patrullas osadas.
No hay ni vallas ni muros que marquen la separación entre el complejo de Cordialidad y el mundo de fuera, pero recuerdo haber vigilado las patrullas osadas desde la sala de control para asegurarme de que no pasaran del límite, que está señalado por una serie de carteles con equis. Las patrullas estaban estructuradas de modo que los camiones se quedaran sin gasolina si iban demasiado lejos, un delicado sistema de comprobación que garantizaba nuestra seguridad y la suya…, y, ahora lo sé, también el secreto de los abnegados.
—¿Alguna vez se ha traspasado el límite? —pregunta Tris.
—Algunas veces —contesta Johanna—. Era responsabilidad nuestra solucionar esa situación cuando se producía.
Tris la mira, y ella se encoge de hombros.
—Todas las facciones tienen un suero —explica Johanna—. El osado induce realidades alucinatorias, el veraz obliga a contar la verdad, el cordial ofrece paz, el erudito mata… —Al llegar a este punto, Tris se estremece, pero Johanna continúa como si nada—. Y el abnegado reinicia la memoria.
—¿Reinicia la memoria?
—Como la de Amanda Ritter —intervengo—. Ella dijo: «Hay muchas cosas que estoy deseando olvidar», ¿recuerdas?
—Sí, eso es —dice Johanna—. Los cordiales están a cargo de administrar el suero de Abnegación a cualquier persona que traspase el límite, lo justo para que olviden la experiencia. Seguro que se nos han escapado algunos, pero no demasiados.
Guardamos silencio. Le doy vueltas a la información. Hay algo profundamente equivocado en arrebatarle los recuerdos a alguien, aunque ahora sé que era necesario para mantener la ciudad a salvo todo el tiempo que hiciera falta. Lo noto en las tripas: si le arrebatas a alguien los recuerdos, cambias su personalidad.
Estoy tan nervioso que voy a estallar porque, cuanto más nos adentramos en el límite exterior de las patrullas osadas, más cerca estamos de descubrir qué hay más allá del único mundo que he conocido. Estoy aterrado, emocionado, confuso y cien cosas más a la vez.
Veo algo más adelante, a la luz de primera hora de la mañana, y cojo a Tris de la mano.
—Mira.