TOBIAS
Los edificios en ruinas del sector osado parecen umbrales a otros mundos. Más adelante, la Espira atraviesa el cielo.
Llevo la cuenta del paso del tiempo gracias al pulso que me late en las puntas de los dedos. El aire aún está cargado, aunque el verano se acerca a su fin. Antes me pasaba el día corriendo y luchando porque me importaban mis músculos. Ahora que mis pies me han salvado tantas veces, no puedo evitar ver el acto de correr y el de luchar como lo que son: una forma de escapar del peligro y seguir con vida.
Cuando llego al edificio, me paseo por la entrada para recuperar el aliento. Sobre mí, los paneles de cristal reflejan la luz en todas las direcciones. En algún lugar, ahí arriba, está la silla en la que me senté mientras dirigía la simulación del ataque, y también habrá una mancha de la sangre del padre de Tris en la pared. En algún lugar, ahí arriba, la voz de Tris penetró en la simulación en la que estaba inmerso, noté su mano contra mi pecho y regresé a la realidad.
Abro la puerta de la sala del paisaje del miedo y abro la cajita negra que llevaba en el bolsillo trasero, la caja con las jeringas. Es la caja que siempre he usado, la que tiene una parte acolchada para meter las agujas; es la prueba de que estoy mal de la cabeza… o de que soy valiente.
Me acerco la aguja al cuello y cierro los ojos al apretar el émbolo. La caja negra cae al suelo con gran estrépito, pero, cuando abro los ojos, ya ha desaparecido.
Estoy en lo alto del tejado del edificio Hancock, cerca de la tirolina que servía a los osados para jugar con la muerte. Hay nubes negras de lluvia y el viento me llena la boca cuando la abro para respirar. A mi derecha, la cuerda se rompe y, con el impulso del latigazo, destroza las ventanas inferiores.
Me concentro en el borde del tejado, atrapándolo en el centro de un diminuto agujero. Oigo mi aliento entrecortado a pesar del silbido del viento. Me obligo a acercarme al borde. La lluvia me golpea en los hombros y la cabeza, me arrastra hacia el suelo. Echo el peso hacia delante, solo un poco, y me caigo. Aprieto la mandíbula para ahogar mis gritos; me asfixio con mi propio miedo.
Después de aterrizar, no tengo ni un segundo para descansar antes de que los muros se cierren a mi alrededor, de que la madera se me pegue a la columna, a la cabeza y a las piernas. Claustrofobia. Me llevo los brazos al pecho, cierro los ojos e intento no dejarme llevar por el pánico.
Pienso en Eric y en su paisaje del miedo; él controlaba su terror con respiraciones profundas y lógica. Y Tris conjuraba armas de la nada para atacar a sus peores pesadillas. Pero yo no soy Eric ni Tris. ¿Qué soy? ¿Qué necesito para superar mis miedos?
Conozco la respuesta, por supuesto: necesito negarles el poder que ejercen sobre mí. Necesito saber que soy más fuerte que ellos.
Respiro y estrello las palmas de las manos contra las paredes que tengo a izquierda y derecha. La caja cruje y se rompe, las tablas caen al suelo de hormigón. Me yergo sobre ellas, a oscuras.
Amar, mi instructor durante la iniciación, nos enseñó que nuestros paisajes del miedo no paraban de moverse, que cambiaban con nuestro humor y con los susurros de nuestras pesadillas. Mi paisaje era siempre el mismo hasta hace cuestión de semanas, hasta que me demostré que era capaz de dominar a mi padre. Hasta que descubrí a alguien a quien me aterraba perder.
No sé qué veré ahora.
Espero un buen rato sin que nada cambie. La habitación sigue a oscuras, el suelo sigue frío y duro, mi corazón sigue latiendo más deprisa de lo normal. Bajo la mirada para comprobar la hora y descubro que tengo el reloj en la muñeca equivocada: normalmente lo llevo en la izquierda, no en la derecha, y la correa es gris, no negra.
Entonces me doy cuenta de que tengo los dedos cubiertos de un vello erizado, un vello que antes no tenía. Han desaparecido los callos de los nudillos. Bajo la vista y descubro que llevo pantalones y camisa grises; la zona del vientre es ahora más voluminosa y mis hombros son más delgados.
Me miro en el espejo que acaba de aparecer frente a mí. El rostro que refleja no es el mío, sino de Marcus.
Me guiña un ojo, y los músculos del mío se contraen, aunque yo no se lo he pedido. Sin previo aviso, sus (mis) brazos se abalanzan sobre el cristal y se cierran en torno al cuello de mi reflejo. Pero entonces el espejo desaparece, y mis… sus… nuestras manos nos rodean el cuello. Un cerco negro empieza a rodearlo todo. Nos dejamos caer en el suelo y las manos parecen de hierro.
No puedo pensar. No se me ocurre la forma de salir de esta.
Grito de forma instintiva. El sonido me vibra en las manos. Me imagino esas manos como realmente son las mías: grandes, con dedos esbeltos y nudillos callosos por culpa de las horas pasadas golpeando sacos de boxeo. Me imagino que mi reflejo es agua que resbala por la piel de Marcus y reemplaza cada centímetro de su cuerpo con un centímetro del mío. Me rehago a mi imagen y semejanza.
Estoy arrodillado en el hormigón, intentando respirar.
Me tiemblan las manos y me paso los dedos por el cuello, los hombros y los brazos, para asegurarme.
Hace unas semanas en el tren, de camino a mi encuentro con Evelyn, le conté a Tris que Marcus aún estaba en mi paisaje del miedo, pero que había cambiado. Pasé bastante tiempo pensando en ello; era lo que ocupaba mis pensamientos cada noche, antes de irme a dormir, y lo que reclamaba mi atención cada vez que me despertaba. Le tenía miedo, lo sabía, pero de un modo distinto: ya no era un niño atemorizado ante la amenaza que mi padre aterrador representaba para mi seguridad. Ahora era un hombre que temía la amenaza que suponía para mi carácter, para mi futuro, para mi identidad.
Sin embargo, sabía que ese miedo no podía ni compararse con el que siento ahora. A pesar de ser consciente de lo que se avecina, me dan ganas de abrirme las venas para sacarme el suero del cuerpo antes de volver a verlo.
Un haz de luz aparece en el suelo de hormigón, delante de mí. Una mano con los dedos agarrotados alcanza la luz, seguida de otra mano y, después, de una cabeza con una mata de pelo despeinada. La mujer tose y se arrastra hacia el círculo de luz, centímetro a centímetro. Intento avanzar hacia ella para ayudarla, pero estoy paralizado.
La mujer vuelve la cara hacia la luz y veo que es Tris. La sangre que le mana de los labios le baja por la barbilla. Sus ojos rojos encuentran los míos.
—Ayuda —suplica entre resuellos.
Tose sangre en el suelo, y yo me lanzo hacia ella, porque sé que, si no lo hago pronto, la vida abandonará sus ojos. Unas manos me sujetan por los brazos, los hombros y el pecho; forman una jaula de carne y hueso, pero yo sigo forcejeando por llegar hasta Tris. Araño las manos que me frenan, pero solo consigo hacerme daño.
Grito su nombre y ella tose de nuevo; esta vez esputa más sangre. Chilla pidiendo ayuda, y yo grito llamándola a ella y no oigo nada. No siento nada, salvo el latido de mi corazón, salvo mi propio terror.
Tris cae al suelo, inmóvil, y se le ponen los ojos en blanco. Es demasiado tarde.
La oscuridad se ilumina. Veo los grafitis en las paredes de la sala del paisaje del miedo. Frente a mí están los espejos espía de la sala de observación y, en los rincones, las cámaras que graban todas las sesiones. Todo está en su sitio. Tengo el cuello y la espalda cubiertos de sudor. Me seco la cara con el dobladillo de la camiseta y me acerco a la puerta del otro lado, dejando atrás la caja negra, la jeringa y la aguja.
No necesito volver a revivir mis miedos; lo que tengo que hacer ahora es superarlos.
Sé por experiencia que lo único que sirve para colarse en un lugar prohibido es la confianza. Como, por ejemplo, en las celdas de la tercera planta de la sede de Erudición.
Sin embargo, parece que aquí no funciona. Un hombre sin facción me detiene a punta de pistola antes de llegar a la puerta, y yo me pongo nervioso y empiezo a ahogarme.
—¿Adónde vas?
Pongo una mano encima de su arma y la aparto de mi brazo.
—No me apuntes con esa cosa. Cumplo órdenes de Evelyn: tengo que ver a un prisionero.
—No me han avisado de que hoy hubiera visitas fuera del horario establecido.
Bajo la voz para que crea que le voy a desvelar un secreto.
—Eso es porque ella no quiere que quede constancia.
—¡Chuck! —lo llama alguien desde las escaleras que tenemos al lado. Es Therese, que mueve la mano mientras baja—. Déjalo pasar, es legal.
Asiento con la cabeza para dar las gracias a Therese y sigo avanzando. Han limpiado los escombros del pasillo, pero no han sustituido las bombillas rotas, así que camino a través de manchas de oscuridad que parecen moratones. Me dirijo a la celda.
Cuando llego al pasillo norte, no voy directo a la celda, sino que me acerco a la mujer que está en un extremo. Es de mediana edad, tiene los ojos caídos y los labios fruncidos. Parece que todo la agota, yo incluido.
—Hola —la saludo—, soy Tobias Eaton. He venido a recoger a un prisionero por orden de Evelyn Johnson.
No cambia su expresión al oír mi nombre, así que, por un momento, temo que tendré que dejarla inconsciente para conseguir lo que quiero. Ella se saca un papel arrugado del bolsillo y lo alisa en la palma de la mano. Es una lista de nombres de prisioneros, junto con los correspondientes números de celda.
—¿Nombre?
—Caleb Prior. 308A.
—Eres el hijo de Evelyn, ¿no?
—Ajá. Quiero decir, sí.
No parece la clase de persona a la que le gusta oír «ajá».
Me conduce hasta una puerta metálica lisa en la que pone 308A. Me pregunto para qué la usarían cuando nuestra ciudad no necesitaba tantas celdas. Introduce el código y la puerta se abre.
—Imagino que se supone que debo fingir no ver lo que estás a punto de hacer —me dice.
Debe de pensar que he venido a matarlo. Decido permitírselo.
—Sí.
—Pues hazme un favor y háblale bien de mí a Evelyn. No quiero tantos turnos de noche. Me llamo Drea.
—Por supuesto.
Hace una pelota con el papel y se lo guarda en el bolsillo mientras se aleja. Mantengo la mano sobre el pomo de la puerta hasta que Drea llega a su puesto y se pone de lado para no mirarme. Me da la impresión de que lo ha hecho bastantes veces. ¿Cuánta gente habrá desaparecido de estas celdas por orden de Evelyn?
Entro. Caleb Prior está sentado a un escritorio metálico, inclinado sobre un libro, con el pelo echado a un lado.
—¿Qué quieres? —pregunta.
—Odio ser yo quien te lo diga… —empiezo a decir, pero hago una pausa. Hace unas horas decidí cómo quería manejar el asunto: quiero darle una lección a Caleb. Y eso supone contar algunas mentiras—. En realidad, no lo siento. Han adelantado unas semanas tu ejecución. A esta noche.
Eso consigue llamar su atención. Se agita en la silla y se me queda mirando con ojos de loco, como una presa ante un depredador.
—¿Es broma?
—Se me da muy mal hacer bromas.
—No —dice, sacudiendo la cabeza—. No, me quedan unas semanas, no es esta noche, no…
—Si te callas, te daré una hora para adaptarte a la nueva información. Si no te callas, te dejaré inconsciente y te pegaré un tiro en el callejón antes de que te despiertes. Tú decides.
Observar a un erudito mientras procesa algo es como contemplar el interior de un reloj: su mecanismo girando y en movimiento, ajustándose, trabajando al unísono para completar una función determinada, que, en este caso, es darle sentido a su inminente fallecimiento.
Los ojos de Caleb saltan a la puerta abierta que hay detrás de mí; entonces coge la silla, se vuelve y me la lanza. La pata me golpea con fuerza, lo que me frena lo justo para dejar que se me escape.
Lo sigo hasta el pasillo; los brazos me arden por el impacto. Soy más rápido que él, de modo que caigo sobre su espalda y lo derribo de cara mientras le junto las muñecas y se las sujeto con una brida de plástico. Él gruñe y, cuando lo pongo en pie, veo que tiene la nariz manchada de sangre.
Drea me mira un segundo, pero después se vuelve.
Lo arrastro por el pasillo, no por el que he entrado, sino por otro, hacia una salida de emergencia. Bajamos por unas escaleras estrechas en las que resuena el eco de nuestras pisadas, disonante y hueco. Al llegar abajo, llamo a la puerta de salida.
Zeke la abre con una sonrisa estúpida.
—¿Te ha dado problemas el guardia?
—No.
—Supuse que Drea aceptaría. No le importa nada.
—Me ha dado la impresión de que no es la primera vez que mira hacia otro lado.
—No me sorprende. ¿Este es Prior?
—En carne y hueso.
—¿Por qué está sangrando?
—Porque es idiota.
Zeke me ofrece una chaqueta negra con el símbolo de los abandonados en el cuello.
—No sabía que la idiotez hiciera que la gente empezara a sangrar espontáneamente por la nariz.
Echo la chaqueta sobre los hombros de Caleb y le abrocho uno de los botones del pecho. Entonces él evita mirarme a los ojos.
—Creo que es un nuevo fenómeno —explico—. ¿Está despejado el callejón?
—Sí, me he asegurado —responde Zeke, que me ofrece su arma con el mango por delante—. Cuidado, está cargada. Ahora te agradecería que me pegaras para resultar más convincente cuando les cuente a los abandonados que me la robaste.
—¿Quieres que te pegue?
—Venga, como si no lo estuvieras deseando. Tú hazlo, Cuatro.
Me gusta pegar a la gente, me gusta el estallido de poder y energía, y la sensación de que soy intocable porque puedo hacer daño a los demás. Sin embargo, también odio esa parte de mí porque es la parte de mí que es más inestable.
Zeke se prepara y cierro la mano en un puño.
—Hazlo deprisa, tarta de fresa.
Decido apuntar a la mandíbula, que es demasiado fuerte para romperse, pero lucirá un buen moratón. Cojo impulso y le doy justo donde pretendía. Zeke gruñe y se agarra la cara con las dos manos. Un relámpago de dolor me sube por el brazo, así que sacudo la mano.
—Genial —dice Zeke, escupiendo al lateral del edificio—. Bueno, supongo que eso es todo.
—Supongo.
—Seguramente no volveré a verte, ¿verdad? Quiero decir, sé que los demás puede que vuelvan, pero tú… —Deja la frase en el aire, pero recupera el hilo de pensamiento un instante después—. Me parece que estarás encantado de dejarlo todo atrás, solo eso.
—Sí, es probable que tengas razón —respondo, mirándome los zapatos—. ¿Seguro que no quieres venir?
—No puedo. Shauna no puede ir en silla de ruedas con vosotros y no pienso abandonarla, ¿sabes? —Se toca la mandíbula con cuidado, para comprobar los daños—. Asegúrate de que Uriah no beba demasiado, ¿de acuerdo?
—Sí.
—Hablo en serio —insiste, y a continuación baja la voz, como las pocas veces que no está de broma—. ¿Me prometes que cuidarás de él?
Desde que los conocí he tenido claro que Zeke y Uriah están más unidos que la mayoría de los hermanos. Perdieron a su padre cuando eran pequeños y sospecho que Zeke empezó a caminar por la fina línea que separa a los padres de los hermanos. Ni me imagino qué sentirá al ver marchar a Uriah, sobre todo teniendo en cuenta lo mucho que la muerte de Marlene lo ha sumido en la tristeza.
—Te lo prometo —le digo.
Sé que debería marcharme, pero tengo que alargar un poco más este momento, empaparme bien de su importancia. Zeke fue uno de los primeros amigos que hice en Osadía, tras sobrevivir a la iniciación. Después trabajó en la sala de control conmigo, vigilando las cámaras y escribiendo programas estúpidos que mostraban palabras en pantalla o jugando a las adivinanzas con números. Nunca me preguntó por mi nombre real, ni por qué un iniciado de primera categoría había acabado en seguridad e instrucción en vez de en liderazgo. No me exigía nada.
—Venga, vamos a abrazarnos de una vez —dice.
Mientras sigo sujetando el brazo de Caleb con una mano, rodeo a Zeke con el brazo que me queda libre y él hace lo mismo.
Cuando nos separamos, tiro de Caleb por el callejón y no logro evitar la tentación de gritar:
—¡Te echaré de menos!
—¡Y yo a ti, cariño!
Sonríe, y sus dientes blancos brillan en el crepúsculo. Son lo último que veo de él antes de volverme y salir corriendo bajo la lluvia.
—Vas a alguna parte —dice Caleb entre un aliento y otro—, tú y más personas.
—Sí.
—¿También mi hermana?
La pregunta despierta una rabia animal en mi interior, una rabia que no se satisface con palabras agudas ni insultos, sino golpeándole la oreja con la palma de la mano. Él hace una mueca y hunde los hombros, preparado para un segundo ataque.
Me pregunto si yo tendría el mismo aspecto cuando mi padre me pegaba.
—Ella no es tu hermana —le digo—. La traicionaste. La torturaste. Le arrebataste la única familia que le quedaba. Y para… ¿para qué? ¿Para proteger los secretos de Jeanine, para quedarte en la ciudad, a salvo? Eres un cobarde.
—¡No soy un cobarde! Sabía que…
—Volvamos a nuestro acuerdo anterior: mantén la boca cerrada.
—De acuerdo. Pero ¿adónde me llevas? Podrías matarme aquí mismo, ¿no?
Me detengo. Una sombra se mueve por la acera, detrás de nosotros, escabulléndose por el límite de mi campo visual. Me giro y levanto el arma, pero la forma desaparece en la entrada de un callejón.
Sigo caminando, tirando de Caleb y prestando atención por si escucho pisadas detrás de nosotros. Esparcimos fragmentos de cristal con los zapatos. Observo los edificios oscuros y los carteles de las calles, que cuelgan de las bisagras como las últimas hojas de otoño. Llego a la estación en la que cogeremos el tren y conduzco a Caleb por unos escalones metálicos que dan al andén.
Veo el tren que se acerca a bastante distancia, haciendo su último viaje a través de la ciudad. Antes creía que los trenes eran como una fuerza de la naturaleza, algo que seguía su camino al margen de lo que sucediera dentro de los límites de la ciudad, algo palpitante, vivo y poderoso. Ahora he conocido a los hombres y mujeres que los manejan, por lo que han perdido parte del misterio, aunque nunca perderé lo que significan para mí: mi primer acto como osado fue saltar al interior de uno, y después todos los días fueron una fuente de libertad, me ofrecieron la posibilidad de moverme por este mundo, tras haberme sentido atrapado en el sector de Abnegación, en una casa que era como una cárcel.
Cuando se acerca, corto con una navaja la brida que sujeta las muñecas de Caleb y lo sujeto por el brazo.
—Sabes hacerlo, ¿no? —le pregunto—. Métete en el último vagón.
Él se desabrocha la chaqueta y la deja caer al suelo.
—Sí.
Salimos corriendo desde un extremo del andén por los tablones desgastados, intentando mantenernos a la altura de la puerta abierta. Él no alcanza el asidero, así que lo empujo, trastabilla, consigue agarrarse y se mete en el último vagón. Me estoy quedando sin espacio (se me acaba el andén). Al final logro sujetarme al asidero y meterme dentro, dejando que los músculos absorban el tirón.
Tris está de pie en el interior del vagón y me dedica una sonrisita torcida. La chaqueta negra que lleva cerrada hasta el cuello le enmarca el rostro en un halo oscuro. Me agarra por el cuello de la camiseta y tira de mí para besarme. Cuando se aparta, dice:
—Siempre me ha encantado verte hacer eso.
Sonrío.
—¿Esto es lo que tenías en mente? —pregunta Caleb—. ¿Que ella estuviera presente cuando me mataras? Eso es…
—¿Matarlo? —me pregunta Tris, sin mirar a su hermano.
—Sí, le hice creer que iba a ejecutarlo —respondo lo bastante alto como para que Caleb me oiga—. Ya sabes, algo parecido a lo que te hizo a ti en la sede de Erudición.
—Entonces ¿no es… verdad?
El rostro, iluminado por la luna, adquiere una expresión conmocionada. Me doy cuenta de que tiene los botones de la camisa mal abrochados.
—No —respondo—. En realidad, acabo de salvarte la vida.
Empieza a decir algo, pero lo interrumpo.
—Será mejor que no me lo agradezcas todavía. Te llevamos con nosotros. Al otro lado de la valla.
Al otro lado de la valla, al lugar que intentó evitar con tanto ahínco que traicionó a su propia hermana. A mí me parece un castigo más adecuado que la muerte. La muerte es demasiado rápida y segura, mientras que, en el lugar al que vamos, nada es seguro.
Aunque parece asustado, no lo está tanto como me imaginaba. Entonces creo comprender su orden de prioridades: primero, su comodidad en un mundo hecho a su medida; segundo, y con bastante diferencia, las vidas de las personas a las que se supone que ama. Es uno de esos seres despreciables que no entienden lo despreciables que son, y que yo lo apabulle a insultos no cambiará ese hecho; nada puede hacerlo. En vez de enfadarme, me siento pesado, inútil.
No quiero seguir pensando en ello, así que le doy la mano a Tris y me la llevo al otro extremo del vagón, para ver cómo la ciudad desaparece detrás de nosotros. Nos colocamos uno al lado del otro, en la puerta abierta, cada uno agarrado a uno de los asideros. Los edificios dibujan patrones oscuros e irregulares en el cielo.
—Nos han seguido —digo.
—Tendremos cuidado.
—¿Dónde están los demás?
—En los primeros vagones. Quería estar a solas contigo. O lo más a solas posible.
Me sonríe. Son nuestros últimos momentos en la ciudad, claro que deberíamos pasarlos a solas.
—Voy a echar de menos este lugar —dice.
—¿En serio? Yo estoy más bien en plan: «Hasta nunca».
—¿No vas a echar nada de menos? ¿Ningún recuerdo agradable? —pregunta, dándome un codazo.
—Vale, unos cuantos —reconozco, sonriendo.
—¿Alguno que no tenga que ver conmigo? Eso ha sonado muy egocéntrico, pero ya sabes a qué me refiero.
—Claro, supongo —respondo, encogiéndome de hombros—. En fin, en Osadía conseguí llevar una vida distinta, cambiar de nombre. Llegué a ser Cuatro gracias al instructor de mi iniciación. Él me puso el nombre.
—¿En serio? —pregunta con la cabeza ladeada—. ¿Por qué no lo he conocido?
—Porque está muerto. Era divergente.
Me encojo de hombros de nuevo, pero no me resulta fácil contarlo. Amar fue la primera persona que se dio cuenta de que yo era divergente, y me ayudó a ocultarlo. Sin embargo, no logró ocultar su propia divergencia, y eso acabó con él.
Me toca el brazo, pero no dice nada. Me agito, incómodo.
—¿Ves? Demasiados malos recuerdos. Estoy listo para marcharme —le digo.
Me siento vacío, no por la tristeza, sino por el alivio, porque la tensión me abandona. Evelyn está en esa ciudad, al igual que Marcus y toda la pena, las pesadillas, los malos recuerdos y las facciones que me mantuvieron atrapado dentro de una única versión de mí mismo. Aprieto la mano de Tris.
—Mira —la aviso, señalando un lejano grupo de edificios—. Ahí está el sector de Abnegación.
Sonríe, pero tiene los ojos vidriosos, como si una parte latente en su interior luchara por salir y derramarse. El tren silba sobre las vías, una lágrima le resbala por la mejilla y la ciudad desaparece en la oscuridad.