CAPÍTULO OCHO

TRIS

Son las nueve de la mañana. Es posible que en estos instantes estén decidiendo el veredicto de Caleb, mientras me ato los zapatos, mientras estiro las sábanas por cuarta vez en el día de hoy. Me paso las manos por el pelo. Los abandonados solo celebran juicios a puerta cerrada cuando creen que el veredicto es obvio, y Caleb era la mano derecha de Jeanine antes de que la mataran.

No debería preocuparme el veredicto, ya está decidido: ejecutarán a los colaboradores más estrechos de Jeanine.

«¿Por qué debería importarte? —me pregunto—. Te traicionó. No intentó detener tu ejecución».

No me importa. Me importa. No lo sé.

—Oye, Tris —dice Christina, golpeando el marco de la puerta con los nudillos. Uriah espera detrás de ella; todavía sonríe constantemente, aunque ahora sus sonrisas parecen de agua, como si estuvieran a punto de derramársele por la cara—. ¿Tienes noticias? —me pregunta.

Compruebo de nuevo la habitación, a pesar de saber que está vacía. Todos están desayunando, como exige nuestro horario. Les pedí a Christina y a Uriah que se saltaran una comida para poder contarles algo. Me gruñe el estómago.

—Sí —respondo.

Se sientan en la cama situada enfrente de la mía, y les cuento cómo me acorralaron en uno de los laboratorios eruditos la noche anterior, lo de la almohada, los leales y la reunión.

—¿Y solo le pegaste un puñetazo a uno? Me sorprendes —comenta Uriah.

—Bueno, me superaban en número —respondo a la defensiva.

No fue muy osado por mi parte confiar en ellos tan deprisa, pero son tiempos extraños. Y no estoy segura de hasta qué punto soy osada, de todos modos, ahora que ya no hay facciones.

Noto una curiosa punzada de dolor al pensarlo, justo en el centro del pecho. Cuesta más desprenderse de algunas cosas que de otras.

—Entonces ¿qué crees que quieren? —pregunta Christina—. ¿Solo salir de la ciudad?

—Eso parece, pero en realidad no tengo ni idea.

—¿Cómo sabemos que no se trata de la gente de Evelyn que intenta engañarnos para que la traicionemos?

—Eso tampoco lo sé, pero nos va a resultar imposible salir de la ciudad sin ayuda, y no pienso quedarme aquí para aprender a conducir autobuses e irme a la cama cuando me lo ordenen.

Christina mira a Uriah, preocupada.

—Oye, no hace falta que vengáis —les digo—, pero tengo que salir de aquí. Necesito averiguar quién era Edith Prior y quién nos espera al otro lado de la valla, si es que hay alguien. No sé por qué, pero lo necesito.

Respiro hondo. No entiendo del todo de dónde ha salido ese arranque de desesperación, pero, ahora que lo he reconocido, no puedo pasarlo por alto, es como si algo vivo hubiera despertado en mi interior después de largo tiempo. Se me retuerce en el estómago y en la garganta. Necesito marcharme. Necesito averiguar la verdad.

Por una vez desaparece la perenne sonrisita que siempre le baila a Uriah en los labios.

—Y yo —dice.

—Vale —responde Christina, que se encoge de hombros aunque su mirada aún denota preocupación—, vamos a la reunión.

—De acuerdo. ¿Podéis decírselo a Tobias? Se supone que debo guardar las distancias, teniendo en cuenta que hemos «roto». Nos vemos en el callejón a las once y media.

—Yo se lo diré, creo que hoy estoy en su grupo —dice Uriah—. Van a enseñarnos cómo funcionan las fábricas. Estoy deseándolo —añade, sonriendo—. ¿Se lo puedo contar también a Zeke? ¿O no es de confianza?

—Adelante, pero asegúrate de que no haga correr la voz.

Miro otra vez la hora: las nueve y cuarto. Seguro que ya han emitido el veredicto de Caleb; ya es casi la hora de que vayamos a aprender nuestros trabajos de abandonados. Me siento como si lo más nimio pudiera hacerme huir despavorida. La rodilla se me dispara sola.

Christina me pone una mano en el hombro, aunque no me pregunta por ello, cosa que le agradezco. No sabría qué responder.

Christina y yo recorremos una complicada ruta por la sede de Erudición para volver a la escalera trasera y evitar las patrullas de abandonados. Me subo la manga para dejar la muñeca al aire: me he dibujado un mapa en el brazo porque, aunque sé llegar a la sede de Verdad desde aquí, no conozco los callejones que nos mantendrán fuera del alcance de los ojos curiosos.

Uriah nos espera al otro lado de la puerta. Va vestido de negro, aunque veo una pizca de gris Abnegación asomándole por el cuello de la sudadera. Es raro ver a mis amigos osados con colores de Abnegación, como si hubieran estado toda la vida conmigo. De todos modos, a veces esa es la impresión que tengo.

—Avisé a Cuatro y a Zeke, pero se reunirán con nosotros allí —explica Uriah—. Vamos.

Corremos juntos por el callejón hacia Monroe Street. Me resisto a la tentación de hacer una mueca con cada una de nuestras ruidosas pisadas. En estos momentos, es más importante llegar deprisa que llegar en silencio. Giramos en Monroe, y vuelvo la vista atrás por si hay patrullas. Veo figuras oscuras que se acercan a Michigan Avenue, pero desaparecen detrás de la hilera de edificios sin detenerse.

—¿Dónde está Cara? —susurro a Christina cuando llegamos a State Street y estamos lo bastante lejos de Erudición para poder hablar tranquilamente.

—No lo sé, creo que no la invitaron —responde Christina—. Y es raro, sé que quería…

—¡Chisss! —dice Uriah—. ¿Siguiente desvío?

Uso la luz del reloj para leer las palabras que me escribí en el brazo.

—¡Randolph Street!

Corremos rítmicamente, acompasamos nuestras pisadas y nuestro aliento. A pesar de que me arden los músculos, me sienta bien correr.

Cuando llegamos al puente, me duelen las piernas, pero al ver el Mercado del Martirio al otro lado del río pantanoso, abandonado y a oscuras, sonrío a pesar del dolor. Freno un poco al pasar el puente, y Uriah me echa un brazo sobre los hombros.

—Y ahora, a subir un millón de escalones —dice.

—A lo mejor han activado los ascensores.

—Ni en sueños —responde, negando con la cabeza—. Seguro que Evelyn controla el empleo de electricidad: es la mejor forma de averiguar si la gente se reúne en secreto.

Suspiro. Puede que me guste correr, pero odio subir escaleras.

Cuando por fin llegamos a lo alto de las escaleras, con la respiración entrecortada, faltan cinco minutos para las doce de la noche. Los demás se me adelantan mientras recupero el aliento cerca de los ascensores. Uriah tenía razón: no hay ni una sola luz encendida, aparte de los carteles de salida. Gracias a su brillo azul veo a Tobias salir de la sala de interrogatorios.

Desde nuestra cita solo hemos hablado a través de mensajes encubiertos. Tengo que resistir el impulso de abalanzarme sobre él y acariciarle la curva de los labios, la arruga que se le forma en la mejilla al sonreír, y la dura línea de las cejas y la mandíbula. Pero faltan dos minutos para las doce, no nos queda tiempo.

Me rodea con sus brazos y me sujeta con fuerza unos segundos. Su aliento me hace cosquillas en la oreja, y cierro los ojos para relajarme. Huele a viento, a sudor y a jabón, a Tobias y a libertad.

—¿No deberíamos entrar? —pregunta—. Sean quienes sean, seguramente llegarán puntuales.

—Sí.

Me tiemblan las piernas del agotamiento. No quiero ni pensar en tener que bajar las escaleras después para volver corriendo a Erudición.

—¿Averiguaste algo sobre Caleb? —le pregunto.

Hace una mueca.

—Será mejor que lo dejemos para después.

Es la única respuesta que necesito.

—Lo van a ejecutar, ¿verdad? —pregunto en voz baja.

Él asiente y me da la mano. No sé qué sentir; intento no sentir nada.

Justo entramos en la sala en la que una vez nos interrogaron drogados con el suero de la verdad. «El lugar donde confesaste».

Han dispuesto un círculo de velas encendidas sobre una de las balanzas dibujadas en el suelo. En el cuarto hay una mezcla de rostros familiares y desconocidos: Susan y Robert están juntos, hablando; Peter está solo a un lado, con los brazos cruzados; Uriah y Zeke están con Tori y otros cuantos osados; Christina está con su madre y su hermana; y, en un rincón, veo a dos eruditos nerviosos. La ropa nueva no puede borrar lo que nos separa: está demasiado arraigado.

Christina me llama.

—Esta es mi madre, Stephanie —me dice, señalando a una mujer con mechones grises en su pelo oscuro y rizado—. Y mi hermana, Rose. Mamá, Rose, estos son mi amiga Tris y mi instructor de iniciación, Cuatro.

—Obviamente —responde Stephanie—. Vimos su interrogatorio hace varias semanas, Christina.

—Ya lo sé, estaba siendo educada…

—La educación es un engaño…

—Sí, sí, ya lo sé —la interrumpe Christina, poniendo los ojos en blanco.

Me fijo en que su madre y su hermana se miran con cautela, enfado o las dos cosas a la vez. Después, su hermana se vuelve hacia mí y dice:

—Entonces, tú fuiste la que mató al novio de Christina.

Sus palabras me dejan helada por dentro, como si una veta de hielo me partiera por la mitad. Quiero responder, defenderme, pero no encuentro las palabras.

—¡Rose! —exclama Christina, mirándola con el ceño fruncido.

A mi lado, Tobias se pone rígido, se tensa. Está listo para pelear, como siempre.

—Lo mejor es dejar las cosas claras desde el principio para no perder el tiempo —dice Rose.

—Y os preguntáis por qué abandoné mi facción —comenta Christina—. Ser sincero no significa decir lo que quieras siempre que quieras. Significa que lo que elijas decir tiene que ser cierto.

—Mentir por omisión sigue siendo mentir.

—¿Queréis la verdad? La verdad es que me hacéis sentir incómoda y prefiero no estar con vosotras. Nos vemos después.

Me coge por el brazo, y nos aleja a Tobias y a mí de su familia sin dejar de sacudir la cabeza.

—Lo siento, chicos. No son de las que perdonan fácilmente.

—No pasa nada —respondo, aunque no es cierto.

Creía que, al recibir el perdón de Christina, superaría la parte más difícil de la muerte de Will. Sin embargo, cuando matas a alguien a quien quieres, la parte más difícil no acaba nunca. Simplemente, se hace más sencillo no pensar en lo que has hecho.

En mi reloj ya han dado las doce. Se abre una puerta del otro lado de la sala, y entran dos siluetas delgadas. La primera es Johanna Reyes, antigua portavoz de Cordialidad, fácilmente identificable por la cicatriz que le cruza la cara y por la chispa de color amarillo que le asoma por debajo de la chaqueta negra. La segunda es otra mujer, aunque no distingo su rostro, aunque sí veo que va de azul.

Noto un escalofrío de terror. Se parece a… Jeanine.

«No, la vi morir. Jeanine está muerta».

La mujer se acerca. Es escultural y rubia, como Jeanine. Unas gafas le cuelgan del bolsillo delantero y lleva el pelo recogido en una trenza. Una erudita de pies a cabeza, pero no es Jeanine Matthews.

Cara.

¿Cara y Johanna son las líderes de los leales?

—Hola —saluda Cara, y todas las conversaciones se cortan en seco. Sonríe con una sonrisa forzada, como si se tratara de un mero convencionalismo social—. Se supone que no debemos estar aquí, así que intentaré ser breve. Algunos de vosotros (Zeke, Tori) nos habéis estado ayudando durante estos últimos días.

Me quedo mirando a Zeke. ¿Zeke ha estado ayudando a Cara? Supongo que se me olvidó que fue espía de Osadía, y que seguramente demostró su lealtad a Cara: parecían amigos antes de que ella abandonara la sede de Erudición, no hace tanto.

Me mira, arquea las cejas unas cuantas veces seguidas y sonríe.

—Algunos estáis aquí porque queremos pedir vuestra ayuda —sigue diciendo Johanna—. Y todos estáis aquí porque no confiáis lo suficiente en Evelyn Johnson como para permitir que decida el destino de esta ciudad.

Cara junta las palmas de las manos delante de ella.

—Creemos en que lo correcto es aceptar las directrices de los fundadores de la ciudad, y dichas directrices se han expresado de dos formas: la formación de las facciones y la misión de los divergentes, expresada por Edith Prior, de enviar gente al otro lado de la valla para ayudar a quien haya ahí fuera, una vez que la población divergente sea más numerosa. Creemos que, a pesar de que aún no lo es, la situación de nuestra ciudad es lo bastante grave como para enviar a alguien al otro lado.

»De acuerdo con las intenciones de los fundadores de nuestra ciudad, tenemos dos objetivos: derrocar a Evelyn y a los abandonados para poder restablecer las facciones, y enviar a algunos de nosotros al exterior para ver lo que hay. Johanna dirigirá la primera misión, y yo la segunda, que es en lo que nos centraremos esta noche. —Se mete un mechón suelto en la trenza—. No podremos ir muchos, ya que un grupo tan numeroso llamaría demasiado la atención. Evelyn no nos permitirá salir sin luchar, así que creo que lo mejor sería reclutar a gente que haya logrado sobrevivir a situaciones peligrosas.

Miro a Tobias: sin duda, nosotros hemos sobrevivido a situaciones peligrosas.

—Christina, Tris, Tobias, Tori, Zeke y Peter son mis elecciones —dice Cara—. Todos me habéis demostrado vuestras habilidades de un modo u otro, y por eso me gustaría pediros que me acompañarais al exterior de la ciudad. Por supuesto, no estáis obligados a acceder.

—¿Peter? —pregunto sin pensar.

No me imagino lo que Peter habrá hecho para «demostrarle sus habilidades» a Cara.

—Evitó que los eruditos te mataran —responde Cara amablemente—. ¿Quién crees que le proporcionó la tecnología para fingir tu muerte?

Arqueo las cejas; no había pensado en ello, ya que habían sucedido tantas cosas desde mi fallida ejecución que no me había parado a pensar en los detalles de mi rescate. Pero, por supuesto, Cara era la única desertora conocida de Erudición en aquellos momentos, la única persona a la que Peter podría haber pedido ayuda. ¿Quién más iba a hacerlo? ¿Quién más habría sabido cómo?

No pongo más objeciones; no quiero abandonar la ciudad con Peter, pero estoy tan desesperada por marcharme que tampoco deseo montar un numerito.

—Son muchos osados juntos —comenta con escepticismo una chica que está a un lado de la sala.

Tiene las cejas muy pobladas y juntas, y la piel pálida. Cuando vuelve la cabeza, veo una mancha de tinta negra detrás de la oreja. Una trasladada de Osadía a Erudición, sin duda.

—Cierto —responde Cara—, pero lo que necesitamos ahora son personas con las habilidades requeridas para salir de la ciudad ilesas, y creo que el entrenamiento osado los cualifica para esa tarea.

—Lo siento, pero creo que yo no puedo ir —dice Zeke—. No puedo dejar aquí a Shauna, no después de que su hermana… Bueno, ya sabéis.

—Iré yo —se ofrece Uriah, levantando la mano—. Soy osado, tengo buena puntería y no podéis negarme que resulto un placer para la vista.

Me río. A Cara no parece hacerle gracia, pero asiente con la cabeza.

—Gracias.

—Cara, tendrás que salir de la ciudad deprisa —dice la chica osada-convertida-en-erudita—, lo que significa que deberías contar con alguien que haga funcionar los trenes.

—Bien visto —responde Cara—. ¿Alguien sabe cómo conducir un tren?

—Pues yo, ¿no había quedado claro? —responde la chica.

El plan empieza a encajar. Johanna sugiere que nos llevemos camiones de Cordialidad desde el final de las vías hasta salir de la ciudad, y se ofrece voluntaria para suministrarlos. Robert se ofrece a ayudarla. Stephanie y Rose se ofrecen voluntarios para vigilar los movimientos de Evelyn en las horas previas a la huida, y para informar sobre cualquier comportamiento poco usual en el complejo de Cordialidad con la ayuda de walkie-talkies. El osado que va con Tori se ofrece para buscarnos armas. La chica erudita señala todos los puntos débiles que se le ocurren, al igual que Cara, y no tardamos en resolverlos todos, como si acabáramos de construir una estructura segura.

Solo queda una pregunta, y la formula Cara:

—¿Cuándo nos vamos?

Y yo me ofrezco para responderla:

—Mañana por la noche.