CAPÍTULO SEIS

TOBIAS

Algo se cuece.

Lo noto cuando me acerco a la cola de la cafetería con mi bandeja y lo veo en las cabezas apiñadas de un grupo de abandonados, inclinados sobre sus gachas de avena. Va a pasar algo y será pronto.

Ayer, cuando salí del despacho de Evelyn, me quedé un momento en el pasillo para espiar su siguiente reunión. Antes de que cerrara la puerta, la oí comentar algo sobre una manifestación. La pregunta a la que no dejo de darle vueltas es: ¿por qué no me lo contó?

Parece que no confía en mí. Eso significa que fingir ser su brazo derecho no se me da tan bien como creía.

Me siento con el mismo desayuno que todos los demás: un cuenco de avena con un poco de azúcar moreno por encima y una taza de café. Observo al grupo de abandonados mientras me lo llevo a la boca sin saborearlo. Uno de ellos (una chica de unos catorce años) no deja de mirar el reloj.

Cuando voy por la mitad del desayuno, oigo los gritos. La chica nerviosa sin facción se levanta de un salto, como si hubiese recibido una descarga eléctrica, y todos van hacia la puerta. Los sigo, apartando a codazos a los más lentos para llegar al vestíbulo de la sede de Erudición, donde el retrato de Jeanine Matthews todavía yace en el suelo, hecho trizas.

Un grupo de abandonados ya se ha reunido en medio de Michigan Avenue. Una manta de nubes pálidas cubre el sol, de modo que la luz del día parece brumosa y opaca. Oigo gritar a alguien:

—¡Muerte a las facciones!

Otros repiten la frase y la convierten en un cántico hasta que me resuena en los oídos: «Muerte a las facciones, muerte a las facciones». Los veo levantar los puños en el aire, como osados excitables, aunque sin la alegría de esa facción. Tienen los rostros contraídos de rabia.

Doy empujones para meterme en el centro del grupo hasta que descubro qué es lo que rodean: los enormes cuencos de las facciones, los de la Ceremonia de la Elección, están volcados en el suelo, su contenido desparramado por la calle. Brasas, cristal, piedra, tierra y agua, todo mezclado.

Recuerdo haberme cortado la palma de la mano para añadir mi sangre a las brasas, mi primer acto de desafío contra mi padre. Recuerdo el subidón de energía dentro de mí y el alivio. Escapar. Aquellos cuencos fueron mi forma de escapar.

Edward está entre ellos, a sus pies hay fragmentos de cristal reducidos a polvo, y levanta un mazo sobre la cabeza. Lo descarga sobre uno de los cuencos volcados y abolla el metal. El polvo de carbón flota en el aire.

Tengo que contenerme para no correr hasta él. No debe destruirlo, ese cuenco no, no el de la Ceremonia de la Elección, el símbolo de mi triunfo. Esas cosas no deberían destruirse.

La multitud vocifera aún más, no solo hay abandonados con bandas negras en el brazo, sino gente de todas las antiguas facciones con los brazos desnudos. Un erudito (todavía se reconoce su facción gracias a la pulcra raya en el pelo) se abre paso entre los demás justo cuando Edward levanta el mazo para dar otro golpe. Agarra el mango con una de sus suaves manos manchadas de tinta, por encima de la de Edward, y los dos se empujan apretando los dientes.

Veo una cabeza rubia entre la multitud: Tris, vestida con una blusa azul suelta sin mangas, enseñando los bordes de los tatuajes osados de los hombros. Intenta correr hacia Edward y el erudito, pero Christina la detiene con ambas manos.

La cara del erudito se pone morada. Edward es más alto y más fuerte que él. No tiene ninguna oportunidad, es un idiota por haberlo intentado. Edward le arranca el mazo de las manos y vuelve a blandirlo, pero ha perdido el equilibrio, mareado de rabia, y el mazo golpea al erudito en el hombro con todas sus fuerzas, metal rompiendo hueso.

Por un momento solo oigo los gritos del erudito. Es como si todos contuvieran el aliento.

Después, la multitud estalla en un frenesí y corre hacia los cuencos, hacia Edward, hacia el erudito. Chocan unos contra otros y después contra mí, hombros, codos y cabezas que me golpean una y otra vez.

No sé hacia dónde correr: ¿hacia el erudito, hacia Edward o hacia Tris? No puedo pensar, no puedo respirar. La multitud me lleva hacia Edward, así que lo agarro por el brazo.

—¡Suéltalo! —le grito para hacerme oír por encima del ruido.

Él me clava la mirada de su único ojo y enseña los dientes, intentando liberarse de mí.

Levanto la rodilla y la estrello contra su costado. Él se tambalea de espaldas y pierde el mazo. Me lo pego a la pierna y avanzo hacia Tris.

Está un poco más adelante, intentando llegar hasta el erudito. El codo de una mujer le da en la mejilla y la tira de espaldas. Christina aparta a la mujer de un empujón.

Entonces se oyen disparos. Uno, dos, tres.

La multitud se dispersa, todos huyen aterrados de la amenaza de las balas, y yo intento ver si hay alguien herido, pero el empuje de los cuerpos es demasiado fuerte. Apenas veo nada.

Tris y Christina están agachadas junto al erudito del hombro destrozado. Tiene la cara ensangrentada y la ropa manchada de huellas de zapatos. Le han alborotado el repeinado pelo erudito. No se mueve.

A unos cuantos metros de él, Edward yace en un charco de sangre. La bala le ha acertado en el estómago. También hay otras personas en el suelo, gente a la que no reconozco, gente aplastada o con balas en el cuerpo. Sospecho que las balas iban dirigidas a Edward y que los demás no eran más que espectadores inocentes.

Miro a mi alrededor como loco, pero no veo al tirador: sea quien sea parece haber desaparecido entre la multitud.

Dejo caer el mazo al lado del cuenco abollado y me arrodillo junto a Edward; las piedras de Abnegación se me clavan en las rodillas. El ojo bueno se mueve sin parar bajo el párpado: sigue vivo, de momento.

—Tenemos que llevarlo al hospital —le digo a quien quiera escuchar. Casi todos se han ido.

Vuelvo la vista atrás, hacia Tris y el erudito, que sigue sin moverse.

—¿Está…?

Ella le pone los dedos en el cuello para tomarle el pulso, y me mira con ojos muy abiertos y vacíos. Después sacude la cabeza: no, no está vivo. Era lo que me imaginaba.

Cierro los ojos. Los cuencos de las facciones se me han quedado grabados bajo los párpados, volcados, con su contenido esparcido por la calle. Los símbolos de nuestro antiguo modo de vida, destruidos. Un hombre muerto, otros heridos y ¿por qué?

Por nada. Por la estrechez de miras de Evelyn: una ciudad en la que a la gente le arrebatan las facciones contra su voluntad.

Quería que tuviéramos más de cinco elecciones. Ahora no tenemos ninguna.

Estoy seguro de que no puedo ser su aliado y de que nunca lo seré.

—Tenemos que irnos —dice Tris, y sé que no habla de Michigan Avenue ni de trasladar a Edward al hospital; se refiere a la ciudad.

—Tenemos que irnos —repito.

El hospital improvisado de la sede de Erudición huele a productos químicos, casi me raspa la nariz. Cierro los ojos y espero a Evelyn.

Estoy tan enfadado que ni siquiera quiero sentarme aquí, solo quiero hacer la maleta y marcharme. Ella ha debido de planear la manifestación, ya que, si no, no habría sabido nada de ella el día anterior. Y debía de saber que se descontrolaría, teniendo en cuenta la tensión que se respira en el ambiente. Pero lo hizo de todos modos. Para ella era más importante un gran gesto contra las facciones que la seguridad o la posible pérdida de vidas. No sé de qué me sorprendo.

Oigo las puertas del ascensor al abrirse, seguidas de su voz.

—¡Tobias!

Corre hasta mí y me coge las manos, que están pegajosas de sangre.

—¿Estás herido? —pregunta con los ojos muy abiertos, asustada.

Está preocupada por mí. La idea es como un alfilerazo de calor en el cuerpo: si se preocupa por mí es que debe de quererme. Todavía debe de ser capaz de amar.

—La sangre es de Edward. Ayudé a traerlo.

—¿Cómo está?

—Muerto —respondo, sacudiendo la cabeza.

No sé decirlo de otro modo.

Ella se encoge, me suelta las manos y se sienta en una de las sillas de la sala de espera. Mi madre acogió a Edward cuando él huyó de Osadía. Seguramente le enseñó a volver a ser un guerrero después de la pérdida de su ojo, su facción y sus cimientos. No sabía que estuvieran tan unidos, aunque ahora sí que lo veo: en el brillo de las lágrimas en los ojos de mi madre y en el temblor de sus dedos. No la había visto demostrar tanta emoción desde que yo era niño y mi padre la estrellaba contra las paredes del salón.

Aparto el recuerdo como si lo metiera en un cajón demasiado pequeño para él.

—Lo siento —le digo, aunque sin saber si soy sincero o si solo lo digo para que siga pensando que estoy de su parte. Después pruebo a añadir—: ¿Por qué no me contaste lo de la manifestación?

—No sabía nada —responde, sacudiendo la cabeza.

Miente. Lo sé. Decido dejar que lo haga. Para que siga confiando en mí tengo que evitar los conflictos. O puede que no quiera insistir en el asunto con la muerte de Edward tan reciente. A veces me cuesta distinguir dónde acaba la estrategia y dónde empieza la compasión por mi madre.

—Bueno, puedes entrar a verlo, si quieres —le sugiero mientras me rasco la oreja.

—No —responde, como si estuviera cada vez más lejos—. Ya sé qué aspecto tienen los cadáveres.

—A lo mejor debería irme.

—Quédate —me pide, y pone una mano sobre la silla vacía que hay entre los dos—. Por favor.

Me acomodo a su lado y, a pesar de repetirme que no soy más que un agente encubierto que obedece a su supuesto líder, me siento como un hijo consolando a su madre.

Nuestros hombros se tocan, nuestros alientos siguen el mismo ritmo y no decimos nada.