CAPÍTULO CINCO

TRIS

Pongo la alarma del reloj a las diez y me quedo dormida enseguida, sin tan siquiera cambiar de postura para ponerme más cómoda. Unas cuantas horas después, no son los pitidos de la alarma lo que me despierta, sino el grito de frustración de otra persona del dormitorio. Apago la alarma, me paso los dedos por el pelo y, medio andando, medio corriendo, voy hasta una de las escaleras de emergencia. La salida de abajo da al callejón, donde seguramente no me detendrá nadie.

Una vez fuera, el aire fresco me despierta. Tiro de las mangas hasta que me cubren los dedos para mantenerlos calientes. Por fin acaba el verano. Hay unas cuantas personas junto a la entrada de la sede de Erudición, pero ninguna me ve cruzar a hurtadillas Michigan Avenue. Ser pequeña tiene sus ventajas.

Veo a Tobias de pie en el centro del césped, vestido con una mezcla de colores: camiseta gris, vaqueros azules y una sudadera negra con capucha, de modo que cubre todas las facciones para las que mi prueba de aptitud me juzgó cualificada. Tiene una mochila a los pies.

—¿Cómo lo he hecho? —le pregunto cuando llego lo bastante cerca para que me oiga.

—Muy bien —responde—. Evelyn te sigue odiando, pero han liberado a Christina y a Cara sin interrogarlas.

—Bien —digo, sonriendo.

Tobias tira de la parte delantera de mi camiseta, justo por encima del estómago, y me arrastra hacia él para darme un dulce beso.

—Vamos —dice al apartarse—, tengo un plan para esta noche.

—¿Ah, sí?

—Sí. Bueno, me he dado cuenta de que nunca hemos tenido una cita de verdad.

—El caos y la destrucción tienden a fastidiar las citas de la gente.

—Me gustaría experimentar el fenómeno «cita».

Camina de espaldas hacia la descomunal estructura metálica del otro extremo del césped, así que lo sigo.

—Antes de conocerte, solo salía en citas en grupo, y normalmente eran un desastre. Siempre acababan con Zeke enrollándose con la chica con la que quería enrollarse, mientras que yo me quedaba allí, sin hablar, incómodo, al lado de alguna chica a la que había conseguido ofender poco antes.

—No eres muy simpático —le digo, sonriendo.

—Mira quién habla.

—¡Oye! Podría ser simpática si quisiera.

—Hmmm —medita él, dándose golpecitos en la barbilla—. Pues dime algo agradable.

—Eres muy atractivo.

Él sonríe y veo el reflejo de sus dientes en la oscuridad.

—Me gusta que seas simpática.

Llegamos al final del césped. La estructura metálica es grande y más extraña de cerca de lo que parecía de lejos. En realidad es un escenario, y sobre él se arquean unas enormes placas metálicas que se enroscan en distintas direcciones, como si fuera una lata de aluminio tras una explosión. Rodeamos una de las láminas de la derecha hasta la parte de atrás del escenario, que se yergue en ángulo desde el suelo. Allí, unas vigas de metal soportan las placas por detrás. Tobias se sujeta bien la mochila en los hombros y se agarra a una de las vigas para empezar a trepar.

—Esto me suena —comento.

Una de las primeras cosas que hicimos juntos fue escalar la noria, pero aquella vez fui yo la que lo obligó a trepar más arriba, y no al revés.

Me remango y lo sigo. Todavía me duele el hombro por la herida de bala, pero está curada casi del todo. De todos modos, soporto la mayor parte del peso con el brazo izquierdo e intento empujar con los pies siempre que puedo. Bajo la mirada para contemplar el enredo de barras que tengo debajo y, más allá de ellas, el suelo, y me río.

Tobias trepa hasta un punto en el que dos chapas metálicas se unen formando una uve y dejan espacio de sobra para que se sienten dos personas. Retrocede para meterse entre las dos chapas y me agarra por la cintura para ayudarme cuando me acerco. En realidad no necesito la ayuda, pero no se lo digo: estoy demasiado ocupada disfrutando del contacto de sus manos.

Tobias saca de la mochila una manta para taparnos y dos vasos de plástico.

—¿Prefieres tener la cabeza despejada o atontada? —me pregunta mientras mira en la mochila.

—Hmmm… Despejada —respondo, ladeando la cabeza—. Creo que tenemos que hablar de un par de cosas, ¿no?

—Sí.

Saca una botellita que contiene un líquido burbujeante y, mientras abre la tapa, dice:

—Lo he robado de la cocina de Erudición. Al parecer, es delicioso.

Sirve un poco en cada vaso y le doy un sorbo. Sea lo que sea, es dulce como el jarabe, sabe a limón y me da un poco de dentera. El segundo trago es mejor.

—Cosas de las que hablar —dice.

—Eso.

—Bueno… —empieza él, mirando el vaso con el ceño fruncido—. Vale, entiendo por qué te uniste a Marcus y por qué creíste que no podías contármelo, pero…

—Pero estás enfadado porque te mentí. Varias veces.

Tobias asiente sin mirarme.

—Ni siquiera es por lo de Marcus, la cosa viene de antes. No sé si entiendes cómo me sentí al despertarme solo y saber que te habías ido… —Sospecho que quiere decir «a morir», pero no es capaz de pronunciar esas palabras—. A la sede de Erudición.

—No, seguramente no.

Le doy otro sorbo a la bebida dulzona y la retengo en la boca antes de tragarla.

—Mira, antes… pensaba en dar la vida por algo, pero no entendí bien lo que significaba «dar la vida» hasta que estuve allí y casi la pierdo. —Levanto la mirada y, por fin, me mira—. Ahora lo sé. Sé que quiero vivir. Sé que quiero ser sincera contigo. Pero…, pero no puedo hacerlo, no lo haré si no confías en mí o si me hablas de ese modo tan paternalista que utilizas a veces…

—¿Paternalista? Estabas haciendo cosas ridículas y arriesgadas…

—Sí, ¿y de verdad crees que ayudó hablarme como si fuera una niña estúpida?

—¿Qué iba a hacer? ¡No atendías a razones!

—¡Puede que no necesitara razones! —exclamo, echándome hacia delante, incapaz de seguir fingiendo que estoy relajada—. Me sentía como si la culpa me comiese viva, y lo que necesitaba era tu paciencia y tu amabilidad, no tus gritos. Ah, y tampoco necesitaba que me ocultaras tus planes, como si yo no fuera capaz de soportar…

—No quería cargarte con más peso del que ya llevabas.

—Entonces ¿crees que soy fuerte o no? —pregunto, frunciendo el ceño—. Porque pareces pensar que puedo soportar que me regañes, pero nada más. ¿Qué significa eso?

—Claro que creo que eres fuerte —responde, negando con la cabeza—. Es que… no estoy acostumbrado a delegar en la gente. Estoy acostumbrado a encargarme de todo yo solo.

—Soy de fiar. Puedes confiar en mí. Y puedes permitirme juzgar por mí misma lo que soy capaz de soportar o no.

—Vale —responde, asintiendo—, pero se acabaron las mentiras. Para siempre.

—De acuerdo.

Me siento rígida y exprimida, como si me hubiesen metido en un cuerpo que me queda pequeño. Como no quiero que la conversación acabe así, le cojo la mano.

—Siento haberte mentido. De verdad.

—Bueno, yo tampoco quería que pensaras que no te respeto.

Seguimos con las manos entrelazadas un buen rato. Me recuesto en la chapa metálica. Sobre mí, el cielo está vacío y oscuro, las nubes ocultan la luna. Encuentro una estrella más allá, al moverse las nubes, aunque parece ser la única.

Sin embargo, cuando vuelvo a echar la cabeza atrás, veo la hilera de edificios que recorre Michigan Avenue como si fuera una fila de centinelas vigilándonos.

Guardo silencio hasta que me abandona esa sensación de rigidez. En su lugar, ahora siento alivio. No me suele costar tan poco superar la ira, pero las últimas semanas han sido raras para los dos, y me alegra dar rienda suelta a las sensaciones a las que me había aferrado: a la rabia, al miedo a que me odie y a la culpa por haber colaborado con su padre a sus espaldas.

—Esta porquería está asquerosa —comenta mientras apura el vaso y lo deja sobre el metal.

—Es verdad —respondo, mirando lo que queda del mío. Me lo bebo de un trago y hago una mueca cuando las burbujas me queman la garganta—. No sé de qué presumen tanto los eruditos: la tarta osada es mucho mejor.

—¿Cuál sería la comida especial de los abnegados, si la tuvieran?

—Pan duro.

—Avena —sugiere él entre risas.

—Leche.

—A veces me da la impresión de que creo en todo lo que nos enseñaron —dice—, pero resulta obvio que no, teniendo en cuenta que te estoy cogiendo de la mano sin estar casado contigo.

—¿Qué enseñan los osados sobre… eso? —pregunto, señalando nuestras manos con la cabeza.

—Que qué enseñan los osados, mmm… —Sonríe—. Que hagas lo que quieras, pero que uses protección; eso enseñan.

Arqueo las cejas. De repente, noto calor en la cara.

—Creo que a mí me gustaría encontrar un punto intermedio —me dice—. Un punto entre lo que quiero y lo que creo que es más inteligente.

—Suena bien, pero ¿qué es lo que quieres?

Creo conocer la respuesta, pero me gustaría oírsela a él.

—Mmmm —responde, y sonríe.

Se inclina hacia delante, de rodillas, coloca las manos contra la chapa metálica de modo que mi cabeza queda entre sus brazos y me besa despacio en la boca, bajo la mandíbula, por encima de la clavícula. Me quedo quieta; temo moverme por si cometo alguna estupidez o a él no le gusta. Sin embargo, así me siento como una estatua, como si no estuviera del todo aquí, así que le toco la cintura, vacilante.

Entonces, sus labios se posan de nuevo en los míos y él se sube la camiseta bajo mis manos para que le toque la piel desnuda. Vuelvo a la vida, me aprieto más contra él, mis manos le suben por la espalda, se deslizan por sus hombros. Se le acelera la respiración, igual que a mí, y saboreo las burbujas de jarabe de limón que acabamos de beber, a la vez que huelo el viento en su piel, y lo único que quiero es más, más.

Le levanto la camiseta. Hace un momento tenía frío, pero ya no creo que ninguno de los dos lo tenga. Sus brazos me rodean la cintura, fuertes y seguros, y su mano libre se me enreda en el pelo. Me freno para saborear el momento: la suavidad de su piel marcada con tinta negra, la insistencia del beso y el aire frío que nos rodea a los dos.

Me relajo y ya no me siento como una especie de soldado divergente que desafía tanto a sueros como a líderes gubernamentales. Me siento más blanda, más ligera, como si estuviera bien reírse un poco cuando las puntas de sus dedos me rozan las caderas y Tobias me aprieta contra él, enterrando su cara en mi cuello para poder besarlo. Me siento yo misma, fuerte y débil a la vez… Con permiso para ser ambas cosas, al menos por un momento.

No sé cuánto tiempo pasa hasta que nos entra frío de nuevo y nos acurrucamos bajo la manta.

—Cada vez me cuesta más ser inteligente —me dice al oído, entre risas.

—Creo que así es como se supone que debe ser —respondo, sonriendo.