TOBIAS
Mi madre siempre se sienta en los filos de las cosas: de las sillas, de las cornisas, de las mesas… Como si sospechara que tendrá que salir huyendo en cualquier momento. Esta vez es en el filo del antiguo escritorio de Jeanine en la sede de Erudición, con las puntas de los pies apoyadas en el suelo y la luz brumosa de la ciudad iluminándola por detrás. Es una mujer de hueso envuelto en músculo.
—Creo que tenemos que hablar sobre tu lealtad —dice, pero no suena como si me acusara de nada, solo parece cansada.
Por un momento parece tan raída que me da la impresión de poder ver a través de ella, pero entonces se endereza y la sensación desaparece.
—A fin de cuentas, fuiste tú el que ayudó a Tris y sacó el vídeo a la luz —afirma—. Nadie más lo sabe, pero yo sí.
—Mira —respondo, echándome hacia delante para apoyar los codos en las rodillas—, no sabía lo que había en aquel archivo. Confiaba más en el buen criterio de Tris que en el mío propio. Eso es lo que pasó.
Creía que decirle a Evelyn que había roto con Tris haría que mi madre confiara más en mí, y estaba en lo cierto: se había comportado con más amabilidad y franqueza desde que le conté aquella mentira.
—¿Y ahora que has visto la grabación —pregunta Evelyn— qué opinas? ¿Crees que deberíamos abandonar la ciudad?
Sé lo que quiere que responda: que no veo razón alguna para unirme al mundo exterior. Sin embargo, no se me da bien mentir, así que digo una verdad a medias.
—Es algo que me asusta. No estoy seguro de que sea inteligente salir de la ciudad conociendo los peligros que pueden acecharnos ahí fuera.
Ella se lo piensa un momento mientras se muerde el interior de la mejilla. Es una costumbre que aprendí de ella: antes me dejaba la piel en carne viva mientras esperaba el regreso de mi padre, sin saber qué versión de él me encontraría, si el Marcus admirado por Abnegación o el que me propinaba palizas.
Me paso la lengua por las cicatrices de los mordiscos y me trago el recuerdo como si fuera bilis.
Evelyn se baja del escritorio y se acerca a la ventana.
—Me han llegado informes muy inquietantes sobre una organización rebelde que ha surgido entre nosotros —me cuenta, arqueando una ceja—. La gente siempre se organiza en grupos, es un hecho de la vida, pero no esperaba que ocurriera tan deprisa.
—¿Qué clase de organización?
—La clase de organización que quiere abandonar la ciudad —responde—. Esta mañana han hecho público una especie de manifiesto: se hacen llamar los leales. —Al ver mi expresión de confusión, añade—: Porque «son leales» al propósito original de nuestra ciudad, ¿lo pillas?
—El propósito original… ¿Te refieres a lo que se decía en el vídeo de Edith Prior? ¿Que deberíamos enviar a la gente fuera cuando tuviéramos un número importante de divergentes?
—Eso, sí. Pero también se refieren a lo de vivir en facciones. Los leales afirman que debemos estar en facciones porque así ha sido desde el principio. —Sacude la cabeza—. Algunas personas siempre temerán los cambios, pero no podemos consentirlo.
Con las facciones desmanteladas, una parte de mí se siente como si me hubieran liberado de un largo encierro. No tengo que evaluar si todo lo que pienso o elijo encaja en una ideología estrecha de miras. No quiero que vuelvan las facciones.
No obstante, Evelyn no nos ha liberado, como ella cree: solo nos ha convertido a todos en abandonados. Le da miedo lo que decidamos si nos concediera una verdadera libertad. Y eso significa que, piense yo lo que piense sobre las facciones, me alivia saber que alguien, en alguna parte, la está desafiando.
Procuro no expresar nada, pero el corazón me late cada vez más deprisa. He tenido que ir con cuidado para ganarme el favor de Evelyn. No me cuesta mentir a los demás, pero es más complicado con ella, la única persona que conoce todos los secretos de nuestro hogar abnegado, la violencia que se oculta entre sus muros.
—¿Qué vas a hacer con ellos? —le pregunto.
—Pues mantenerlos bajo control, ¿qué si no?
La palabra «control» hace que me yerga de golpe, tan rígido como la silla que tengo debajo. En esta ciudad, «control» significa agujas, sueros y ver sin mirar; significa simulaciones, como la que estuvo a punto de obligarme a matar a Tris o la que convirtió en ejército a los osados.
—¿Con simulaciones? —pregunto muy despacio.
Ella frunce el ceño.
—¡Claro que no! ¡No soy Jeanine Matthews!
Su arranque de rabia me pone furioso.
—No olvides que apenas te conozco, Evelyn.
Ella hace una mueca.
—Entonces, permite que te diga que nunca recurriré a simulaciones para salirme con la mía. Antes preferiría la muerte.
Es posible que sea la muerte lo que use: está claro que asesinar a los opositores los mantendría con la boca cerrada, que acallaría su revolución antes incluso de que empezara. Sean quienes sean los leales, tengo que encontrarlos lo antes posible.
—Puedo averiguar quiénes son —le digo.
—Estoy segura de eso, ¿por qué crees que te he hablado de ellos?
Hay razones de sobra para que me lo haya contado: para probarme, para pillarme, para transmitirme información falsa… Sé lo que es mi madre: es una persona para la que el fin justifica los medios, como mi padre; como yo, a veces.
—Pues lo haré, los encontraré.
Me levanto, y sus dedos, frágiles como ramitas, se cierran en torno a mi brazo.
—Gracias.
Me obligo a mirarla. Tiene los ojos cerca de la nariz, que es de punta aguileña, como la mía. La piel es de un color intermedio, más oscura que la mía. Por un instante la veo vestida de gris Abnegación, con la espesa melena recogida por detrás con una docena de horquillas, sentada al otro lado de la mesa del comedor. La veo agachada frente a mí, arreglando los botones que me he abrochado mal antes de ir al colegio, y de pie junto a la ventana, observando la calle uniforme por si llega el coche de mi padre, con las manos entrelazadas (no, apretadas) y los nudillos blancos por la tensión. Entonces nos unía el miedo, y ahora que ya no tiene miedo, parte de mí desea saber cómo sería que nos uniera la fuerza.
Noto una punzada de dolor, como si la hubiera traicionado, traicionado a la mujer que antes era mi única aliada, así que me vuelvo antes de retirarlo todo y disculparme.
Salgo de la sede de Erudición entre un grupo de gente, confundido, buscando automáticamente con los ojos los colores de las facciones, cuando lo cierto es que ya no hay ninguno. Yo llevo una camiseta gris, vaqueros azules y zapatos negros. Ropa nueva, aunque debajo de ella mantengo mis tatuajes osados. Es imposible borrar mis elecciones. Y menos estas.