7 de Marzo, 1992

7 de Marzo, 1992

Querido amigo,

Las chicas son raras, y no lo digo para ofender. Es que no lo puedo decir de otro modo.

Ya he tenido otra cita con Mary Elizabeth. En muchos sentidos ha sido parecida al baile, salvo en que podíamos llevar ropa más cómoda. Ha sido ella la que me ha pedido salir otra vez, y supongo que está bien, pero creo que voy a empezar a preguntar yo de vez en cuando, porque no puedo esperar siempre a que me lo pidan. También, si soy yo quien lo pide, estaré seguro de que salgo con la chica que yo elijo si ella dice que sí. Qué complicado es todo.

Lo bueno es que esta vez conseguí ser yo el que conducía. Le pregunté a mi padre si me dejaba su coche. Fue durante la cena.

—¿Para qué? —mi padre se pone muy protector con su coche.

—Charlie tiene novia —dijo mi hermana.

—No es mi novia —dije.

—¿Quién es la chica? —preguntó mi padre.

—¿Qué pasa? —preguntó mi madre desde la cocina.

—Charlie quiere que le preste el coche —respondió mi padre.

—¿Para qué? —preguntó mi madre.

—¡Eso es lo que estoy intentando descubrir! —dijo mi padre levantando la voz.

—No hace falta ponerse así —dijo mi madre.

—Lo siento —dijo mi padre sin sentirlo. Entonces se volvió hacia mí—: bueno, háblame de esta chica.

Así que le hablé un poco sobre Mary Elizabeth, quitando la parte sobre el tatuaje y el piercing en el ombligo. Estuvo esbozando una sonrisa durante un rato, intentando averiguar si yo ya era culpable de algo. Después, dijo que sí. Podía tomar prestado su coche. Cuando mi madre llegó con el ca­fé, mi padre le contó toda la historia mientras yo me comía el postre.

Esa noche, mientras terminaba mi libro, mi padre entró y se sentó en el borde de mi cama. Encendió un cigarrillo y empezó a hablarme de sexo. Me había dado esa charla unos cuantos años antes, pero entonces había sido más biológica. Ahora decía cosas como: «Sé que soy tu viejo, pero…», «cualquier precaución es poca hoy en día» y «usa protección» y «si ella dice que no, tienes que asumir que lo dice en serio…», «porque si la fuerzas a hacer algo que ella no quiere hacer, entonces estás en un buen lío, caballero…», «e incluso si ella dice que no, y realmente quiere decir que sí, entonces, francamente, está jugando contigo y no vale la pena», «si necesitas hablar con alguien, puedes acudir a mí, pero si no quieres hacerlo por alguna razón, habla con tu hermano», y por fin: «me alegro de que hayamos tenido esta conversación».

Entonces mi padre me revolvió el pelo, sonrió y abandonó la habitación. Creo que debería decirte que mi padre no es como los de la televisión. Las cosas como el sexo no le dan vergüenza. Y de hecho sabe mucho sobre ellas.

Creo que estaba especialmente contento porque yo solía besar mucho a un niño del vecindario cuando era muy pequeño, y aunque el psiquiatra dijo que era muy normal entre niños y niñas pequeños explorar este tipo de cosas, creo que a mi padre no se le quitó el miedo. Supongo que es normal, pero no sé muy bien por qué.

Bueno, pues Mary Elizabeth y yo fuimos a ver una película al centro. Era lo que llaman una película «de arte y ensayo». Mary Elizabeth dijo que había ganado un premio en algún gran festival de cine europeo, y creía que iba a ser impresionante. Mientras esperábamos a que empezara la película, dijo que era una pena que tanta gente fuera a ver una estúpida película de Hollywood, pero que hubiera tan pocos espectadores en ese cine. Entonces, me contó que se moría de ganas de salir de aquí y de ir a la universidad donde la gente aprecia es­te tipo de cosas.

Luego empezó la película. Era en una lengua extranjera y tenía subtítulos, lo que fue divertido porque nunca había leído una película antes. La película en sí era muy interesante, pero no creo que fuera muy buena porque no me sentí distinto cuando acabó.

Pero Mary Elizabeth sí lo hizo. Repetía sin parar que era una película «elocuente». Muy «elocuente». Y supongo que lo era. El caso es que no entendí lo que quería decir por muy bien que lo hubiera dicho.

Más tarde, conduje hasta una tienda de discos «underground», y Mary Elizabeth me hizo un recorrido. Le encanta esta tienda de discos. Dijo que era el único sitio donde se sentía ella misma. Dijo que antes de que las cafeterías se pusieran de moda no había ningún sitio para chicos como ella, excepto el Big Boy, que hasta este año era para viejos.

Me llevó a la sección de películas y me habló de todos esos directores de culto y de gente francesa. Después, me bajó a la sección de música extranjera y me habló de la que era alternativa «de verdad». Después me llevó a la sección de folk y me habló de bandas femeninas como The Slits.

Dijo que se sentía muy mal por no haberme regalado nada por Navidad, y que quería compensarme. Entonces me compró un disco de Billie Holiday y me preguntó si quería ir a su casa a escucharlo.

Así pues, acabé sentado a solas en su sótano mientras ella, en el piso de arriba, nos ponía algo de beber. Y eché un vistazo por la habitación, que estaba muy limpia y olía como si la gente no viviera allí. Tenía una chimenea con repisa y trofeos de golf. Y había una televisión y un buen estéreo. Y entonces Mary Elizabeth bajó con dos copas y una botella de brandy. Dijo que odiaba todo lo que les gustaba a sus padres, excepto el brandy.

Me pidió que vertiera las bebidas mientras ella encendía el fuego. Estaba muy excitada, también, lo cual era raro porque ella nunca se comporta así. Siguió hablando sobre lo mucho que le gustan las chimeneas y que quería casarse con un hombre y vivir en Vermont algún día, cosa rara, también, porque Mary Elizabeth nunca habla de cosas así. Cuando terminó con el fuego, puso el disco y se acercó a mí medio bailando. Dijo que estaba entrando en calor, pero que no se refería a la temperatura.

Empezó la música, y ella chocó su copa con la mía, dijo «salud» y tomó un sorbito de brandy. El brandy estaba muy bueno, por cierto, pero sabía mejor en la fiesta del Amigo Invisible. Nos acabamos la primera copa muy rápido.

El corazón me latía a toda velocidad, y me estaba empezando a poner nervioso. Me pasó otra copa de brandy y al hacerlo me tocó la mano con mucha suavidad. Después, deslizó su pierna sobre la mía, y me quedé mirando cómo se balanceaba. Entonces, sentí su mano en mi nuca. Moviéndose lentamente. Y mi corazón empezó a latir como loco.

—¿Te gusta el disco? —me preguntó en voz muy baja.

—Mucho —era verdad, además. Era precioso.

—¿Charlie?

—¿Ajá?

—¿Te gusto yo?

—Ajá.

—¿Sabes a lo que me refiero?

—Ajá.

—¿Estás nervioso?

—Ajá.

—No lo estés.

—Vale.

Entonces fue cuando sentí su otra mano. Empezó en mi rodilla y fue subiendo por un lado de mi pierna hasta mi cadera y mi estómago. Después, apartó su pierna de la mía y se medio sentó en mis rodillas de cara a mí. Me miró directamente a los ojos y sin parpadear. Ni una sola vez. Su expresión parecía distinta y cálida. Y se inclinó hacia mí y empezó a besarme el cuello y las orejas. Después las mejillas. Después los labios. Y todo a nuestro alrededor desapareció. Tomó mi mano y la metió por debajo de su jersey, y yo no podía creer que aquello me estuviera pasando a mí. Ni que estuviera tocando unos pechos. Y, más tarde, no podía creer el aspecto que tenían. Ni lo complicados que son los sujetadores.

Después de que hubiéramos hecho todo lo que puedes hacer de cintura para arriba, me tumbé en el suelo, y Mary Elizabeth apoyó su cabeza en mi pecho. Ambos respirábamos muy lentamente y escuchamos la música y el crepitar del fuego. Cuando terminó la última canción, sentí su aliento en mi pecho.

—¿Charlie?

—¿Ajá?

—¿Te parezco guapa?

—Me pareces muy guapa.

—¿De verdad?

—De verdad.

Entonces me abrazó un poco más fuerte, y durante la siguiente media hora Mary Elizabeth no dijo nada. Lo único que pude hacer fue seguir allí tumbado y pensar en cuánto había cambiado su voz cuando me preguntó si era guapa, y cuánto había cambiado cuando le respondí, y cómo Sam dijo que a ella no le gustaban ese tipo de cosas, y cuánto me empezaba a doler el brazo.

Gracias a Dios que oímos el motor de la puerta automática del garaje en ese momento.

Con mucho cariño,

Charlie