23 de Febrero, 1992

23 de Febrero, 1992

Querido amigo,

He estado sentado en la sala de espera de la clínica. He estado allí durante una hora más o menos. No recuerdo exactamente cuánto tiempo. Bill me ha dado un libro nuevo para leer, pero no podía concentrarme. Supongo que es lógico.

Entonces, intenté leer algunas revistas, pero de nuevo, me resultó imposible. No tanto porque mencionaran lo que la gente estaba comiendo. Era por las portadas de las revistas. Todas tenían la cara sonriente, y cada vez que salía una mujer en la portada, enseñaba el escote. Me pregunté si aquellas mujeres lo hacían para parecer guapas o si era solo algo que iba con su trabajo. Me pregunté si tendrían elección si lo que quieren es tener éxito. No podía quitarme esa idea de la cabeza.

Casi pude imaginar la sesión de fotos y cómo la actriz o la modelo, más tarde, se iba a tomar un «almuerzo ligero» con su novio. Podía verlo preguntándole cómo le había ido el día, y cómo ella no le daría demasiada importancia a lo que había hecho, o tal vez, si era su primera portada de revista, le contaría lo emocionada que estaba por empezar a hacerse famosa. Podía imaginarme la revista en los quioscos, y un montón de ojos anónimos mirándola, y cómo algunas personas pensarían que era muy importante. Y en cómo una chica como Mary Elizabeth se pondría furiosa porque la actriz o la modelo enseñará el escote, igual que todas las demás actrices y modelos, mientras algún fotógrafo como Craig solo se preocuparía por la calidad de la fotografía. Entonces, pensé que habría algunos hombres que comprarían la revista para masturbarse con ella. Y me pregunté lo que la actriz o su novio pensarían al respecto, si acaso se les ocurría. Y después pensé que ya era hora de que dejara de pensar porque no le estaba haciendo ningún bien a mi hermana.

Entonces fue cuando empecé a pensar en mi hermana.

Pensé en aquella vez en la que ella y sus amigas me pintaron las uñas, y en cómo no pasó nada porque mi hermano no estaba presente. Y aquella vez en la que me dejó que utilizara sus muñecas para hacer obras de teatro, o cuando me dejó ver lo que yo quisiera en la tele. Y cuando empezó a convertirse en una «jovencita» y no permitía que nadie la mirara porque pensaba que estaba gorda. Y cómo en realidad no estaba gorda. Y en lo guapa que era verdaderamente. Y en cómo le cambió la cara cuando se dio cuenta de que los chicos pensaban que era guapa. Y en cómo le cambió la cara la primera vez que le gustó un chico que no era de un póster de su pared. Y en cómo le cambió la cara cuando se dio cuenta de que estaba enamorada de ese chico. Y entonces me pregunté cómo sería su cara cuando saliera de detrás de aquellas puertas.

Mi hermana fue quien me contó de dónde venían los niños. Mi hermana fue también la que se rio cuando inmediatamente pregunté adónde iban.

Al acordarme de aquello, me eché a llorar. Pero no podía dejar que me vieran porque, si lo hacían, tal vez no me dejaran llevarla en coche a casa, y podrían llamar a nuestros padres. Y no podía permitir que eso ocurriera porque mi hermana contaba conmigo, y era la primera vez que alguien contaba conmigo para algo. Cuando me di cuenta de que era la primera vez que lloraba desde que le prometí a mi tía Helen no llorar salvo por algo importante, tuve que salir afuera porque ya no podía ocultárselo más a nadie.

Debí de haber estado en el coche mucho tiempo, porque mi hermana al final me encontró allí. Estaba fumando un cigarrillo tras otro y llorando todavía. Mi hermana llamó con los nudillos a la ventanilla. La bajé. Me miró con curiosidad. Entonces, su curiosidad se transformó en enfado.

—Charlie, ¡¿estás fumando?!

Estaba enfadadísima. No te puedes hacer una idea de lo enfadada que estaba.

—¡No puedo creer que estés fumando!

Entonces fue cuando dejé de llorar. Y empecé a reírme. Porque de todas las cosas que podría haber dicho nada más salir de allí, había elegido el hecho de que yo fumara. Y se había enfadado por eso. Y yo sabía que si mi hermana estaba enfadada, entonces no le cambiaría demasiado la cara. Y pronto estaría bien.

—Voy a decírselo a mamá y papá, ¿sabes?

—No, no lo vas a hacer —Dios mío, no podía parar de reírme.

Cuando mi hermana se paró un segundo a pensar en ello, creo que se dio cuenta de por qué no se lo contaría a mamá y papá. Fue como si de pronto hubiera recordado dónde estábamos y lo que acababa de pasar y lo absurda que era toda nuestra conversación. Entonces, se echó a reír.

Pero la risa hizo que se mareara, así que tuve que salir del coche y ayudarla a sentarse en el asiento trasero. Ya le había preparado la almohada y la manta, porque nos pareció que sería mejor que durmiera algo en el coche antes de volver a casa.

Justo antes de quedarse dormida, dijo:

—Bueno, si vas a fumar, por lo menos abre un poco la ventanilla.

Lo que me hizo reír otra vez.

—Charlie, fumando. No puedo creerlo.

Lo que me hizo reír más todavía, y dije:

—Te quiero.

Y mi hermana dijo:

—Yo también te quiero. Pero para de reírte de una vez.

Al final, mis carcajadas se convirtieron en risillas esporádicas, y luego pararon. Miré hacia atrás y vi que mi hermana estaba dormida. Así que arranqué el coche y encendí la calefacción para que estuviera caliente. Entonces fue cuando empecé a leer el libro que Bill me había dado. Es Walden, de Henry David Thoreau, que es el libro favorito de la novia de mi hermano, así que tenía muchas ganas de leerlo.

Cuando se puso el sol, coloqué el folleto sobre el tabaco en la página donde había parado de leer y empecé a conducir hacia casa. Me detuve unos cuantos bloques antes de llegar para despertar a mi hermana y guardar la manta y la almohada en el maletero. Aparcamos en el camino de entrada. Salimos del coche. Entramos en casa. Y oímos las voces de nuestros padres desde lo alto de la escalera.

—¿Dónde habéis estado todo el día, vosotros dos?

—Sí. La cena está casi lista.

Mi hermana me miró. Yo la miré a ella. Ella se encogió de hombros. Así que empecé a contar a mil por hora que habíamos visto una película y que mi hermana me había enseñado a conducir por la autopista y que habíamos ido a McDonald’s.

—¡¿A McDonald’s?! ¡¿Cuándo?!

—Vuestra madre ha preparado costillas, ¿sabéis? —mi padre estaba leyendo el periódico.

Mientras yo hablaba, mi hermana se acercó a mi padre y le dio un beso en la mejilla. Él no levantó la vista del periódico.

—Ya lo sé, pero fuimos a McDonald’s antes de la película, y eso fue hace mucho.

Entonces, mi padre preguntó como si nada:

—¿Qué película habéis visto?

Me quedé congelado, pero mi hermana me salvó con el nombre de una película antes de besar a mi madre en la mejilla. Yo nunca había oído hablar de ella.

—¿Era buena?

Me quedé helado otra vez.

Mi hermana estaba tan tranquila.

—No ha estado mal. Esas costillas huelen genial.

—Sí —dije.

Entonces, pensé en algo para cambiar de tema.

—Oye, papá. ¿Echan hoy partido de hockey?

—Sí, pero solo puedes verlo conmigo si no me haces ninguna de tus preguntas tontas.

—Vale, pero ¿puedo hacerte una ahora, antes de que empiece?

—No lo sé. ¿Puedes?

—¿Me dejas? —pregunté, corrigiéndome.

Gruñó.

—Adelante.

—¿Me recuerdas cómo llaman los jugadores al disco de hockey?

—Galleta. Lo llaman galleta.

—Guay. Gracias.

Desde ese momento y durante toda la cena mis padres no nos hicieron más preguntas sobre nuestro día, aunque mi madre dijo cuánto se alegraba de que mi hermana y yo estuviéramos pasando más tiempo juntos.

Aquella noche, después de que nuestros padres se fueran a dormir, bajé al coche y saqué la almohada y la manta del maletero. Se los llevé a mi hermana a su habitación. Estaba muy cansada. Y hablaba en voz muy baja. Me dio las gracias por todo el día. Dijo que no la había decepcionado. Y dijo que quería que fuera nuestro pequeño secreto, ya que había decidido decirle a su antiguo novio que el embarazo había sido una falsa alarma. Supongo que ya no confiaba en él como para decirle la verdad nunca más.

Justo después de que le apagara las luces y abriera la puerta, le oí decir suavemente:

—Quiero que dejes de fumar, ¿me oyes?

—Te oigo.

—Porque te quiero, Charlie, de verdad.

—Yo también te quiero.

—Lo digo en serio.

—Yo también.

—De acuerdo entonces. Buenas noches.

—Buenas noches.

Ahí fue cuando cerré la puerta y dejé que se durmiera.

No tenía ganas de leer esa noche, así que bajé al piso de abajo y vi un anuncio de media hora sobre un aparato de gimnasia. No dejaban de bombardear con un número de teléfono, así que llamé. La mujer que respondió al otro lado del teléfono se llamaba Michelle. Y le dije a Michelle que era un chico y que no necesitaba un aparato de gimnasia, pero que esperaba que estuviera teniendo una buena noche.

Entonces Michelle me colgó. Y no me importó nada.

Con mucho cariño,

Charlie