EN EL CAMPAMENTO de furgones el agua se quedó en charcas y la lluvia salpicó en el barro. Poco a poco el pequeño arroyo trepó por la orilla hacia la explanada baja donde estaban los furgones.
En el segundo día de lluvia Al quitó la lona que separaba las dos mitades del furgón. La llevó afuera y la extendió sobre el capó del camión y regresó al furgón y se sentó en su colchón. Ahora, sin la separación, las dos familias se convirtieron en una. Los hombres se sentaron juntos con el ánimo encogido. Madre mantuvo un pequeño fuego ardiendo en la cocina, un fuego de leña menuda y conservó la madera. La lluvia caía en el techo casi plano del furgón.
Al tercer día los Wainwright se empezaron a impacientar.
—Quizá lo mejor sea marcharse —dijo la señora Wainwright.
Y Madre intentó que no se fueran.
—¿A dónde irían que tenga la seguridad de un buen techo?
—No lo sé, pero tengo el presentimiento de que deberíamos marchar —las dos discutieron el asunto y Madre miró a Al.
Ruthie y Winfield intentaron jugar un rato y luego ellos también cayeron en una inactividad malhumorada, y la lluvia tamborileó en el techo.
Al tercer día el sonido del arroyo podía oírse por encima del tamborileo de la lluvia. Padre y el tío John miraron al creciente arroyo desde la puerta abierta. A ambos extremos del campamento el arroyo corría cercano a la carretera, pero en el campamento hacía una curva de modo que el terraplén de la carretera rodeaba el campamento por la espalda y el arroyo lo cerraba por el frente. Y Padre dijo:
—¿Qué te parece a ti, John? A mí me parece que si ese arroyo sigue creciendo nos va a inundar.
El tío John abrió la boca y se pasó los dedos por la barbilla sin afeitar.
—Sí —dijo—. Puede ser que sí.
Rose of Sharon tenía un resfriado tremendo, el rostro arrebolado y los ojos brillantes de fiebre. Madre se sentó a su lado con una taza de leche caliente.
—Toma —le dijo—. Tómate esto. Tiene grasa de tocino para que te dé fuerzas. Toma, bébelo.
Rose of Sharon meneó la cabeza.
—No tengo hambre.
Padre trazó una línea curva en el aire con el dedo.
—Si todos cogiéramos las palas y levantáramos un dique, creo que podríamos retener el agua. Sólo tiene que ir desde allí arriba hasta abajo, allá.
—Sí —asintió el tío John—. Podría ser. No sé si los demás querrán hacerlo. Quizá prefieran irse a otro sitio.
—Pero estos furgones están secos —insistió Padre. No se puede encontrar un sitio seco mejor que éste. Espera— cogió una ramita del montón de leña del furgón. Bajó la pasarela corriendo y, pisando el barro, llegó hasta el arroyo y puso el palo vertical en el margen del agua que formaba remolinos. Volvió al furgón al momento.
—Dios, te calas hasta los huesos —dijo.
Los dos hombres contemplaron la ramita en el margen del agua. Vieron moverse lentamente el agua, alrededor de la rama y subir por la orilla. Padre se acuclilló en la entrada.
—Está subiendo deprisa —dijo—. Creo que debemos ir a hablar con los otros hombres. A ver si van a ayudar a hacer una zanja. Si no quieren ayudar nos tendremos que ir —Padre miró al extremo de los Wainwright del largo furgón. Al estaba con ellos, sentado junto a Aggie. Padre entró en su zona—. Él agua está subiendo —dijo—. Qué les parece si levantamos un terraplén. Podríamos hacerlo si todo el mundo ayuda.
Wainwright replicó:
—Lo estábamos hablando. Me parece que lo mejor será irse de aquí.
Padre dijo:
—Usted conoce los alrededores. Sabe las posibilidades que tenemos de encontrar un sitio seco donde estar.
—Lo sé. Pero de todas formas…
Al dijo:
—Padre, si se van, yo me voy con ellos.
Padre le miró sorprendido.
—No puedes, Al. El camión…, nosotros no sabemos conducirlo.
—Me da igual. Yo y Aggie tenemos que estar juntos.
—Espera un poco —dijo Padre—. Ven aquí —Wainwright y Al se pusieron en pie y se acercaron a la puerta—. ¿Veis? —dijo Padre señalando—. Es sólo un terraplén desde allí arriba hasta allá —miró su palo. El agua se arremolinaba alrededor y trepaba por la orilla.
—Será mucho trabajo y luego podría caerse de todas maneras —protestó Wainwright.
—Bueno, estamos sin hacer nada. Igual podríamos estar trabajando. No vamos a encontrar otro sitio tan agradable como éste para vivir. Venga. Vamos a hablar con los otros hombres. Podemos hacerlo si todo el mundo ayuda.
Al dijo:
—Si Aggie se va, yo también me voy.
Padre dijo:
—Mira, Al, si esos hombres no quieren cavar, todos tendremos que irnos. Venga, vamos a hablar con ellos —encorvaron los hombros, bajaron corriendo la pasarela y fueron hasta el furgón siguiente y subieron a la puerta abierta. Madre estaba en la cocina, alimentando la débil llama con algunos palos. Ruthie se acercó a ella.
—Tengo hambre —gimoteó.
—No puede ser —dijo Madre—. Comiste suficientes gachas.
—Ojalá tuviera una caja de palomitas. No hay nada que hacer. No es divertido.
—Lo va a ser —dijo Madre—. Espera y verás. Dentro de nada podrás divertirte otra vez. Compraremos una casa y tierra muy pronto.
—Ojalá tuviéramos un perro —dijo Ruthie.
—Tendremos perro; y un gato también.
—¿Un gato amarillo?
—No me enredes —suplicó Madre—. No me des la tabarra ahora, Ruthie. Rosasharn está enferma. Sé una buena niña un ratito. Ya te lo pasarás bien más adelante —Ruthie se alejó protestando.
Del colchón donde yacía Rose of Sharon tapada hasta arriba surgió un grito agudo y rápido cortado a medio camino. Madre se volvió como un torbellino y fue hacia ella. Rose of Sharon contenía la respiración y sus ojos estaban llenos de terror.
—¿Qué pasa? —gritó Madre. La muchacha dejó escapar el aliento y lo volvió a contener. De pronto Madre puso la mano bajo las mantas. Entonces se levantó.
—Señora Wainwright —llamó—. ¡Señora Wainwright!
La mujercita gorda atravesó el furgón.
—¿Quería algo?
—Mire —Madre señaló al rostro de Rose of Sharon. Se mordía el labio inferior con los dientes y su frente estaba húmeda de transpiración, y sus ojos reflejaban el terror y brillaban.
—Creo que ha llegado el momento —dijo Madre—. Viene antes de tiempo.
La joven exhaló un largo suspiro y se relajó. Dejó escapar el labio y cerró los ojos. La señora Wainwright se inclinó sobre ella.
—¿Te agarró por todas partes… rápidamente? Abre la boca y contéstame —Rose of Sharon asintió débilmente. La señora Wainwright se volvió hacia Madre—. Sí —dijo—. Ha llegado el momento. ¿Dice que viene adelantado?
—Quizá lo haya provocado la fiebre.
—Bueno, debería estar de pie. Debería andar por aquí.
—No puede —rebatió Madre—. No tiene fuerzas.
—Pues es lo que debe hacer —la señora Wainwright se volvió silenciosa y severa con la eficiencia—. He ayudado en muchos partos —dijo—. Venga, vamos a cerrar casi del todo esa puerta. Que no haya corriente —las dos mujeres empujaron la pesada puerta corredera hasta que sólo quedó unos treinta centímetros de abertura.
—Traeré también nuestra lámpara —dijo la señora Wainwright. Su rostro estaba rojo de excitación—. ¡Aggie! —llamó—. Tú cuídate de estos pequeños.
Madre asintió:
—Eso es. ¡Ruthie!, tú y Winfield iros al otro lado con Aggie. Venga.
—¿Por qué? —quisieron saber.
—Porque tenéis que iros. Rosasharn va a tener un bebé.
—Quiero mirar, Madre. Por favor, déjame.
—¡Ruthie! Vete ahora mismo —no hubo argumentos ante aquel tono de voz. Ruthie y Winfield se fueron reacios a la otra parte. Madre encendió la lámpara. La señora Wainwright trajo su lámpara y la dejó en el suelo, y su alta llama circular iluminó el furgón brillantemente.
Ruthie y Winfield se quedaron detrás del montón de leña y curiosearon.
—Va a tener un niño y vamos a verlo —dijo Ruthie quedamente—. No hagas ningún ruido. Madre no nos dejaría mirar. Si mira para acá escóndete detrás de la leña. Entonces lo veremos.
—No hay muchos niños que lo hayan visto —dijo Winfield.
—No hay ninguno —insistió Ruthie, muy orgullosa—. Sólo nosotros.
Cerca del colchón, a la luz brillante de la lámpara, Madre y la señora Wainwright parlamentaron. Sus voces se elevaban un poco sobre el golpeteo sordo de la lluvia. La señora Wainwright cogió un cuchillo de pelar del bolsillo de su delantal y lo deslizó bajo el colchón. —Quizá no sirva para nada —se disculpó—. En nuestra familia siempre se ha hecho. En cualquier caso, no hace daño.
Madre asintió.
—Nosotros usábamos una punta del arado. Supongo que cualquier cosa afilada servirá para cortar los dolores de parto. Espero que no sea muy largo.
—¿Te encuentras bien ahora?
Rose of Sharon asintió nerviosamente.
—¿Viene ya?
—Claro —dijo Madre—. Vas a tener un niño precioso. Sólo tienes que ayudarnos. ¿Crees que podrías levantarte y caminar?
—Puedo intentarlo.
—Eso es una buena chica —dijo la señora Wainwright—. Buena chica. Te ayudaremos, cariño. Vamos a caminar contigo —la ayudaron a levantarse y le echaron una manta sobre los hombros. Entonces Madre la sujetó de un brazo y la señora Wainwnght del otro. Caminaron hasta el montón de leña y dieron media vuelta despacio y volvieron al extremo del furgón, una y otra vez; y la lluvia tamborileó monótona en el tejado.
Ruthie y Winfield miraron con ansiedad.
—¿Cuándo lo va a tener? —exigió Winfield.
—Sh, que no te oigan. No nos dejarán mirar.
Aggie se unió a ellos detrás del montón de leña. El rostro delgado de Aggie y su pelo amarillo brillaban a la luz de la lámpara y la nariz se veía larga y afilada en la sombra de su cabeza en la pared.
Ruthie susurró:
—¿Has visto nacer un niño alguna vez?
—Claro —respondió Aggie.
—Bueno, y ¿cuándo lo va a tener?
—Aún falta mucho.
—Pero ¿cuánto tiempo?
—Puede que hasta mañana por la mañana no lo tenga.
—¡Anda! —dijo Ruthie—. Entonces mirar ahora no sirve. ¡Oh, mira!
Las mujeres habían detenido su caminar. Rose of Sharon se había puesto rígida y gemía de dolor. La acostaron en el colchón y le secaron la frente mientras ella gruñía y apretaba los puños. Y Madre le habló quedamente.
—Tranquila —dijo—. Va a ir bien…, muy bien. Agárrate las manos y muérdete el labio. Así, bien…, así —el dolor pasó. La dejaron descansar un poco y luego la volvieron a ayudar a levantarse y las tres caminaron arriba y abajo entre los dolores.
Padre asomó la cabeza por la estrecha abertura. Su sombrero goteaba agua.
—¿Para qué habéis cerrado la puerta? —preguntó. Y entonces vio a las mujeres que caminaban.
Madre dijo:
—Ha llegado el momento.
—Entonces…, entonces no podríamos irnos aunque quisiéramos.
—No.
—Entonces hay que levantar un terraplén.
—Tenéis que hacerlo.
Padre chapoteó entre el barro y se encaminó hacia el arroyo. Su palo estaba diez centímetros más abajo. Había veinte hombres parados bajo la lluvia. Padre gritó:
—Tenemos que levantarlo. Mi hija tiene los dolores —los hombres se reunieron a su alrededor.
—¿De parto?
—Sí. Ahora ya no nos podemos ir.
Un hombre alto dijo:
—No es nuestro niño. Nosotros podemos irnos.
—Claro que sí —dijo Padre—. Pueden irse. Váyanse, nadie se lo impide. Sólo hay dos palas —fue a la parte más baja del arroyo y hundió la pala en el barro. La paletada salió con un ruido de ventosa. La volvió a hundir y arrojó el barro en la parte baja de la orilla del arroyo. Los otros hombres se alinearon a su lado. Amontonaban la tierra en un terraplén bajo y los que no tenían palas cortaron ramas de sauce con las que hacían una maraña que pisoteaban en la orilla. Una furia de trabajo, una furia de batalla se apoderó de los hombres. Cuando un hombre dejaba la pala, otro la cogía. Se habían quitado las chaquetas y los sombreros. Las camisas y los pantalones se les pegaban al cuerpo, sus zapatos eran masas amorfas de barro. Un agudo chillido surgió del furgón de los Joad. Los hombres se quedaron quietos, escucharon incómodos y se lanzaron a trabajar una vez más. Y el pequeño dique de tierra se extendió hasta conectar en ambos lados con el terraplén de la carretera. Ahora estaban cansados y las palas se movían más despacio. Y el arroyo crecía lentamente. La primera tierra que había sido puesta contuvo el agua.
Padre se echó a reír triunfalmente.
—Se habría salido si no lo hubiéramos levantado —gritó.
El arroyo subió lentamente por el lado del nuevo muro y rompió la maraña de sauce.
—Más alto —gritó Padre—. Tenemos que levantarlo más.
El atardecer llegó y el trabajo continuó. Ahora los hombres se sentían más allá del cansancio. Sus rostros eran inexpresivos. Trabajaban a sacudidas como las máquinas. Al llegar la noche, las mujeres pusieron lámparas en las puertas de los furgones y tuvieron las cafeteras a punto. Y las mujeres llegaron corriendo una a una al furgón de los Joad y se apiñaron dentro.
Los dolores venían más seguidos, cada veinte minutos. Y Rose of Sharon había perdido el control. Gritaba fieramente bajo los enormes dolores. Y las mujeres vecinas la miraron, le dieron unas palmaditas suavemente y volvieron a sus propios furgones.
Madre tenía ahora un buen fuego ardiendo y todos sus utensilios, llenos de agua, estaban puestos a calentar en la cocina. Cada poco Padre se asomaba a la puerta del furgón.
—¿Va bien?
—Sí. Creo que sí —le tranquilizó Madre.
Al hacerse de noche alguien sacó una linterna para trabajar con luz. El tío John siguió arrojando barro encima de la pared.
—Tómatelo con calma —dijo Padre—. Te vas a matar.
—No puedo evitarlo. No soporto esos gritos. Es igual…, es igual que cuando…
—Lo sé —dijo Padre—. Pero tómatelo con calma.
El tío balbuceó.
—Me marcharé. Por Dios, que o trabajo o me marcho.
Padre dio media vuelta.
—¿Qué hay de la última marca?
El que tenía la linterna proyectó el foco en el palo. La lluvia cortaba blanquecina a través de la luz.
—Está subiendo.
—Ahora subirá más despacio —dijo Padre—. Puede inundar hasta muy lejos por el otro lado.
—Sin embargo, sigue subiendo.
Las mujeres llenaron las cafeteras y las sacaron de nuevo. Y conforme avanzaba la noche, los hombres se movían más y más despacio y levantaban los pesados pies como los caballos de tiro, más barro en el dique, más sauces entrelazados. La lluvia caía monótona. Cuando la linterna iluminaba los rostros, se veían los ojos mirando con fijeza y los músculos de las mejillas sobresalían como verdugones.
Durante mucho rato siguieron los gritos del furgón y finalmente se apagaron.
Padre dijo:
—Madre me llamaría si hubiera nacido —continuó trabajando torvamente. El arroyo se arremolinaba y hervía contra el terraplén. Entonces, de la parte de arriba del arroyo llegó un ruido formidable. La luz de la linterna mostró un gran árbol de algodón derribado. Los hombres se pararon a mirar. Las ramas del árbol se hundieron en el agua y se movieron con la corriente mientras el arroyo escarbaba las raicillas. Lentamente el árbol quedó libre y lentamente bajó por el arroyo. Los cansados hombres miraron con la boca abierta. El árbol fue bajando poco a poco. Entonces una rama se enganchó en un tocón y se quedó parado. Y muy despacio las raíces giraron y se engancharon en la nueva orilla. El agua se amontonó detrás. El árbol se movió y destrozó el terraplén. Un arroyuelo se deslizó por la rotura. Padre corrió hacia adelante y apiló barro en la rotura. El agua se amontonó contra el árbol. Y entonces el terraplén se deshizo, cubrió los tobillos, cubrió las rodillas. Los hombres echaron a correr y la corriente se extendió nuevamente por la explanada, bajo los furgones, bajo los automóviles.
El tío John vio el agua rompiendo. Pudo verlo en la oscuridad. Su peso le hizo caer de forma incontrolable. Se quedó de rodillas con el agua, que arrastraba, arremolinándose alrededor del pecho.
Padre le vio caer.
—¡Eh! ¿Qué te pasa? —le levantó—. Ven, los furgones están en alto.
El tío John recuperó las fuerzas.
—No lo sé —dijo disculpándose—. Se me doblaron las piernas. Simplemente no me sostuvieron —Padre le ayudó de camino a los furgones.
Cuando el dique se desmoronó, Al se volvió y echó a correr. Sus pies se movían con dificultad. Le llegaba el agua a las pantorrillas cuando alcanzó el camión. Apartó la lona del camión y se metió en el coche. Pisó el estárter. El motor zumbó una y otra vez, pero no agarró. Ahogó el motor. La batería hacía girar al estárter cada vez más despacio, pero el motor no respondía. Una vez tras otra y cada vez más lentamente. Al pisó a fondo. Cogió la manivela y la hizo girar repetidas veces, y la mano que empuñaba la manivela salpicaba en el agua que fluía despacio a cada vuelta. Finalmente se dio por vencido. El motor estaba lleno de agua, la batería estropeada. En una zona un poco más alta dos coches se pusieron en movimiento con las luces encendidas. Forcejearon en el barro y fueron hundiendo las ruedas hasta que finalmente los conductores apagaron los motores y se quedaron sentados, quietos, mirando las luces de los faros. Y la lluvia caía en rayas blancas delante de las luces. Al rodeó lentamente el camión, alargó la mano y cortó el motor.
Cuando Padre llegó a la pasarela, encontró la parte más baja flotando. La pisó hasta que se asentó en el barro, bajo el agua.
—¿Crees que puedes llegar, John?
—No me pasa nada. Sigue adelante.
Padre trepó la pasarela cautelosamente y se deslizó por la pequeña abertura. Las dos lámparas daban una luz baja. Madre estaba sentada en el colchón al lado de Rose of Sharon y le abanicaba el rostro inmóvil con un trozo de cartón. La señora Wainwright metió leña seca en la cocina y un humo malsano salió por las tapaderas y llenó el coche del olor a tela quemada. Madre levantó la vista hacia Padre cuando entró y luego la bajó rápidamente de nuevo.
—¿Cómo está? —preguntó Padre.
Madre no volvió a levantar la mirada.
—Creo que bien. Está durmiendo.
El aire estaba fétido y olía a cerrado, a olor de parto. El tío John trepó y se sujetó derecho al lado del furgón. La señora Wainwright dejó su trabajo y fue hacia Padre. Le tomó del codo y le condujo a un rincón del furgón. Cogió un farol y lo mantuvo encima de una caja de manzanas que había en el rincón. Sobre un periódico yacía una pequeña momia, azul y consumida.
—No llegó a respirar —dijo la señora Wainwright suavemente—. Nunca estuvo vivo.
El tío John se volvió y se dirigió al extremo oscuro del furgón arrastrando los pies. La lluvia silbaba sobre el tejado quedamente, tan quedamente que podían oír el llanto cansado del tío John desde la oscuridad.
Padre levantó la vista y miró a la señora Wainwright. Le cogió el farol de la mano y lo dejó caer en el suelo. Ruthie y Winfield dormían en sus colchones con los brazos sobre los ojos para evitar la luz.
Padre caminó lentamente hacia el colchón de Rose of Sharon. Intentó acuclillarse, pero tenía las piernas demasiado cansadas. Por el contrario, se puso de rodillas. Madre movió el cartón de aquí para allá, como si fuera un abanico.
Miró a Padre un momento, con ojos de par en par y fijos, como los de un sonámbulo.
Padre dijo:
—Hicimos… lo que pudimos.
—Lo sé.
—Trabajamos toda la noche. Y un árbol cortó el terraplén.
—Lo sé.
—Se puede oír por debajo del furgón.
—Ya lo sé. Lo he oído.
—¿Crees que se pondrá bien?
—No lo sé.
—¿No pudimos haber hecho nada?
Los labios de Madre estaban rígidos y blancos.
—No. No había más que una cosa que hacer… y la hicimos.
—Trabajamos hasta caer rendidos, y un árbol… Parece que la lluvia amaina un poco.
Madre miró al techo y luego volvió a bajar la vista. Padre prosiguió como si se sintiera obligado a hablar.
—No se cuánto más va a subir. Podría inundar el furgón.
—Lo sé.
—Tú lo sabes todo.
Ella se quedó en silencio, moviendo el cartón de un lado para otro.
—¿Nos equivocamos? —suplicó Padre—. ¿Hay algo que pudiéramos haber hecho?
Madre le miró con expresión extraña. Sus labios blancos dibujaron una sonrisa de compasión soñadora.
—No te culpes. Calla. Todo va a ir bien. Hay cambios… por todas partes.
—Puede que el agua…, tal vez tengamos que marcharnos.
—Cuando sea el momento de irnos, nos iremos. Haremos todo lo que tengamos que hacer. Ahora calla. La podríamos despertar.
La señora Wainwright cortó leña menuda y la metió en el fuego empapado y humeante.
De fuera llegó el sonido de una voz enfurecida.
Y luego, justo en la puerta, la voz de Al:
—¿Dónde cree que va?
—Voy a ver a ese cabrón de Joad.
—Ni lo piense. ¿Qué es lo que le pasa?
—Si no hubiera tenido esa estúpida idea del terraplén, nos habríamos ido. Ahora nuestro coche está muerto.
—¿Se cree que el nuestro está corriendo por la carretera?
—Voy a entrar.
La voz de Al era fría.
—Va a tener que pelear para entrar.
Padre se puso lentamente en pie y se dirigió hacia la puerta.
—Está bien, Al. Voy a salir. Ya vale, Al —Padre se deslizó por la pasarela.
Madre le oyó decir: —Tenemos una persona enferma. Vamos allí abajo.
Ahora unas pocas gotas que una brisa recién levantada llevaba en oleadas caían aquí y allá, sobre el tejado. La señora Wainwright dejó la cocina y fue a mirar a Rose of Sharon.
—El amanecer llegará pronto, señora Joad. ¿Por qué no duerme un poco? Yo me sentaré con ella.
—No —replicó Madre—. No estoy cansada.
—Pues lo parece —dijo la señora Wainwright—. Venga, acuéstese un poco.
Madre abanicó el aire lentamente con el cartón.
—Se ha portado bien —dijo—. Le estamos muy agradecidos.
La robusta mujer sonrió.
—No hay necesidad de dar las gracias. Todos estamos en la misma carreta. Imagínese que estuviéramos enfermos. Nos habrían echado una mano.
—Sí —dijo Madre—. Lo hubiéramos hecho.
—O cualquiera.
—O cualquiera. Antes la familia era lo primero. Ya no es así. Es cualquiera. Cuanto peor estemos, más tenemos que hacer.
—No hubiéramos podido salvarlo.
—Lo sé —dijo Madre.
Ruthie suspiró profundamente y se quitó el brazo de los ojos. Miró ciegamente a la lámpara un momento y luego volvió la cabeza y miró a Madre.
—¿Ha nacido? —preguntó—. ¿Ha salido ya el niño?
La señora Wainwright cogió un saco y lo extendió sobre la caja de manzanas del rincón.
—¿Dónde está el bebé? —quiso saber Ruthie. Madre se humedeció los labios.
—No hay ningún bebé. Nunca hubo bebé. Nos equivocamos.
—¡Vaya! —bostezó Ruthie—. Me hubiera gustado tener un bebé.
La señora Wainwright se sentó al lado de Madre, le cogió el cartón y abanicó el aire. Madre cruzó las manos sobre el regazo y sus ojos cansados no dejaron nunca el rostro de Rose of Sharon, que dormía exhausta.
—Venga —dijo la señora Wainwright—. Túmbese. Estará a su lado. Se despertaría sólo con que respirara un poco más fuerte.
—De acuerdo —Madre se estiró en el colchón al lado de la muchacha dormida. Y la señora Wainwright se sentó en el suelo y las veló.
Padre, Al y el tío John estaban sentados a la puerta del furgón y miraban la llegada de una aurora acerada. La lluvia había parado, pero el cielo estaba lleno de nubes grises que parecían ser sólidas. Cuando hubo luz, ésta se reflejó en el agua. Los hombres pudieron ver la corriente del arroyo, resbalando ligero, arrastrando ramas negras de árboles, cajas, tablas. El agua se arremolinaba en la explanada donde estaban los furgones. No quedaba ni rastro del terraplén. En la explanada la corriente se interrumpía. Los márgenes de la riada estaban bordeados de espuma amarilla. Padre se asomó por la puerta y puso un palito en la pasarela, justo encima del nivel del agua. Los hombres contemplaron el agua que iba subiendo, levantó el palo y se lo llevó flotando. Padre puso otra ramita dos centímetros por encima del agua y volvió atrás a mirar.
—¿Crees que entrará en el furgón? —preguntó Al.
—No lo sé. Todavía queda mucha agua por bajar de las montañas. No sé. Podría empezar a llover otra vez.
Al dijo:
—He estado pensando. Si el agua entra, todo se va a empapar.
—Sí.
—Bueno, no entrará más de un metro o metro y medio en el furgón porque antes pasará a la carretera y se extenderá.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Padre.
—Le eché una ojeada desde el extremo del furgón —puso la mano—. Llegará hasta esta altura.
—Bueno —dijo Padre—. ¿Y qué? No estaremos aquí.
—Tenemos que quedarnos. El camión está aquí. Nos llevará una semana sacarle toda el agua cuando baje la riada.
—Vale…, ¿qué idea has tenido?
—Podemos quitarle al camión los tablones laterales y construir una especie de plataforma aquí para poner las cosas y sentarnos.
—¿Sí? ¿Cómo vamos a cocinar, y a comer?
—Bueno, las cosas quedarán secas.
La luz se hizo intensa en el exterior, una luz de color gris metálico. El segundo palo flotó y dejó la pasarela. Padre puso otro más arriba.
—Ya lo creo que sube —dijo—. Creo que deberíamos hacer eso.
Madre se movió inquieta en el sueño. Sus ojos se abrieron como platos. Gritó un aviso de forma estridente: «¡Tom, oh Tom, Tom!».
La señora Wainwright le habló dulcemente. Los ojos se volvieron a cerrar y Madre se revolvió bajo su sueño. La señora Wainwright se levantó y fue a la puerta.
—Eh —llamó quedamente—. No vamos a irnos pronto —señaló el rincón del furgón donde estaba la caja de manzanas—. Eso no está haciendo nada bueno. Causa problemas y lástima. ¿No podrían sacarlo y enterrarlo?
Los hombres callaron. Finalmente Padre dijo:
—Creo que tiene razón. No hace más que provocar lástima. Enterrarlo va contra la ley.
—Hay muchas cosas que van contra la ley y que no tenemos más remedio que hacer.
—Sí.
Al dijo:
—Debemos quitar esos tablones antes de que el agua suba demasiado.
Padre se volvió hacía el tío John.
—¿Lo llevas a enterrar mientras Al y yo metemos esas tablas?
El tío John dijo, hosco:
—¿Por qué tengo que hacerlo yo? ¿Por qué no vosotros? No me gusta —y luego—: Claro. Yo lo haré. Claro que sí. Venga, dádmelo —empezó a subir el tono de voz—. ¡Venga! Dádmelo.
—No las despiertes —dijo la señora Wainwright. Llevó la caja de manzanas a la puerta y estiró el saco con esmero sobre ella.
—La pala está a tu lado —dijo Padre.
El tío John cogió la pala en una mano. Salió al agua que se movía despacio y que le llegó casi hasta la cintura antes de que tocara fondo. Se volvió y se aseguró la caja de manzanas en el otro brazo.
Padre dijo:
—Venga, Al. Vamos a meter esa madera.
En la luz gris de la aurora el tío John caminó alrededor del extremo del furgón, más allá del camión de los Joad; y trepó por el resbaladizo terraplén de la carretera. Fue por ésta, más allá de la explanada de los furgones, hasta llegar a un lugar donde el arroyo hirviente corría cercano al camino, bordeado por los sauces. Dejó la pala en el suelo y, llevando la caja delante de él, rodeó los arbustos hasta llegar a la orilla del veloz arroyo. Estuvo un rato viendo cómo se arremolinaba, dejando la espuma amarilla entre los troncos de los sauces. Sujetó la caja contra su pecho. Y entonces se agachó y puso la caja en el arroyo y la equilibró con la mano. Dijo fieramente: ve río abajo y díselo. Ve hasta la calle y púdrete y díselo de ese modo. Ésa es tu manera de hablar. Ni siquiera sabemos si eras niño o niña. No lo averiguaremos. Baja ahora y yace en la calle. Quizá entonces se den cuenta —giró la caja con suavidad hacia la corriente y la soltó. Se quedó baja en el agua, fue de lado, la cogió un remolino y lentamente se dio la vuelta. El saco se alejó flotando y la caja, atrapada por el agua veloz, se fue flotando, fuera de la vista, tras los arbustos. El tío John cogió la pala y volvió apresurado a los furgones. Chapoteó en el agua y vadeó hacia el camión, donde Padre y Al trabajaban, quitando los tablones de uno por seis.
Padre le miró.
—¿Ya lo has hecho?
—Sí.
—Oye —dijo Padre—. Si tú ayudas a Al, yo me acerco a la tienda a por algo de comida.
—Compra tocino —dijo Al—. Necesito carne.
—Bueno —dijo Padre. Bajó del camión de un salto y el tío John tomó su puesto.
Cuando estaban entrando las tablas por la puerta del furgón, Madre despertó y se sentó.
—¿Qué estáis haciendo?
—Vamos a construir una plataforma para no mojarnos.
—¿Por qué? —preguntó Madre—. Esto está seco.
—Pero no lo estará. El agua está subiendo.
Madre se levantó con esfuerzo y se acercó a la puerta.
—Tenemos que irnos de aquí.
—No podemos —replicó Al—. Todas nuestras cosas están aquí. El camión también. Todo lo que tenemos.
—¿Dónde está Padre?
—Fue a comprar cosas para el desayuno.
Madre bajó la vista y observó el agua. Sólo estaba ya a quince centímetros del suelo del furgón. Volvió al colchón y miró a Rose of Sharon. La muchacha le devolvió una mirada fija.
—¿Cómo te encuentras? —preguntó Madre.
—Cansada. Muy cansada.
—Te voy a dar algo de desayunar.
—No tengo hambre.
La señora Wainwright se puso al lado de Madre.
—Parece que está bien. Ha salido bien del paso.
Los ojos de Rose of Sharon interrogaron a Madre, y Madre intentó eludir la pregunta. La señora Wainwright se acercó a la cocina.
—Madre.
—¿Sí? ¿Qué quieres? —¿Está bien?
Madre desistió. Se puso de rodillas en el colchón.
—Podrás tener más —dijo—. Hicimos todo lo que pudimos.
Rose of Sharon pugnó por levantarse.
—¡Madre!
—Tú no tienes la culpa.
La joven volvió a recostarse y se tapó los ojos con el brazo. Ruthie se acercó y la miró con expresión reverente. Susurró con voz ronca:
—¿Está enferma, Madre? ¿Se va a morir?
—Claro que no. Se va a poner bien. Muy bien.
Padre entró cargado de paquetes.
—¿Cómo está?
—Bien —dijo Madre—. Se va a poner bien.
Ruthie informó a Winfield:
—No se va a morir. Lo ha dicho Madre.
Y Winfield, hurgándose en los dientes con una astilla de tal manera que parecía un adulto, dijo:
—Ya lo sabía. Es lo que yo pensaba.
—¿Cómo lo sabías?
—No te lo pienso decir —dijo Winfield, y escupió un trozo de astilla.
Madre hizo el fuego con lo que quedaba de leña menuda y preparó el tocino e hizo salsa. Padre había traído pan de la tienda. Madre frunció el ceño al verlo.
—¿Nos queda dinero?
—No —dijo Padre—, pero tenemos tanta hambre…
—Y se te ocurre comprar pan de tienda —dijo Madre acusadora.
—Bueno, tenemos un hambre de lobo. Estuvimos trabajando toda la noche.
Madre suspiró.
—¿Qué vamos a hacer ahora?
Mientras comían, el agua siguió subiendo. Al engulló su comida y él y Padre construyeron la plataforma. Un metro y medio de ancho, dos metros de largo. A un metro treinta del suelo. El agua llegó al borde del furgón, pareció vacilar un buen rato y lentamente entró y mojó el suelo. Y fuera la lluvia empezó de nuevo a caer, como antes, gotas grandes y pesadas, salpicando el agua, golpeando sordamente el techo.
Al dijo:
—Venga, vamos a subir los colchones. Y las mantas, que no se mojen.
Amontonaron sus pertenencias en la plataforma mientras el agua iba avanzando por el suelo. Padre y Madre, Al y el tío John, cada uno en una esquina, levantaron el colchón de Rose of Sharon, con la muchacha acostada, y lo colocaron encima de las cosas.
Y ella protestó:
—Puedo andar. Estoy bien —y el agua fue avanzando en una fina película sobre el suelo. Rose of Sharon le susurró a Madre, y ésta puso la mano en su pecho y asintió.
En el otro extremo del furgón, los Wainwright daban martillazos, construyendo una plataforma para ellos. La lluvia se hizo intensa y luego paró. Madre miró a sus pies. El agua llegaba ya a un centímetro.
—Tú, Ruthie —llamó distraída—. Subios encima del montón. Vais a coger frío —les ayudó a subir y los dejó sentados y sintiéndose violentos al lado de Rose of Sharon.
Madre dijo repentinamente:
—Tenemos que irnos.
—No podemos —dijo Padre—. Como dice Al, todo lo que tenemos está aquí. Quitaremos la puerta del furgón y haremos más sitio para sentarse.
La familia se acurrucó en las plataformas, silenciosa y preocupada. El agua llegó hasta los trece centímetros antes de que la riada superara el terraplén de la carretera y se extendiera regularmente por el campo de algodón al otro lado. Durante ese día y esa noche los hombres durmieron empapados, uno junto al otro, en la puerta del furgón. Y Madre estaba acostada cerca de Rose of Sharon. A veces Madre le susurraba algo y a veces se sentaba silenciosamente, con expresión pensativa. Bajo la manta escondió lo que quedaba del pan de la tienda.
La lluvia caía ahora de forma intermitente: pequeños chubascos y luego la calma. En la mañana del segundo día, Padre chapoteó por el campamento y regresó con diez patatas en los bolsillos. Madre le contempló torvamente mientras él cortaba parte de la pared interior del furgón, encendía el fuego y llenaba una cazuela de agua. Todos comieron las patatas cocidas y humeantes con los dedos. Y cuando la comida se acabó miraron fijamente el agua gris, y por la noche tardaron largo rato en acostarse.
Cuando llegó la mañana despertaron nerviosos. Rose of Sharon le susurró algo a Madre.
Madre asintió.
—Sí —dijo—. Ya es hora —y entonces se volvió hacia la puerta del furgón, donde yacían los hombres—. Nos vamos de aquí —dijo con fiereza—, vamos a un lugar más alto. Y vosotros podréis venir o no, pero yo me llevo a los pequeños y a Rosasharn fuera de aquí.
—¡No podemos! —dijo Padre débilmente.
—Muy bien. Quizá puedas ayudar a llevar a Rosasharn hasta la carretera y luego te vuelves. Ahora no llueve y nos vamos.
—De acuerdo, vamos —dijo Padre.
Al intervino:
—Madre, yo no voy.
—¿Por qué no?
—Bueno…, Aggie, ella y yo…
Madre sonrió.
—Desde luego —dijo—. Tú quédate aquí, Al. Cuida las cosas. Cuando el agua baje, volveremos. Vamos deprisa antes de que llueva otra vez —le dijo a Padre—. Venga, Rosasharn. Nos vamos a un sitio seco.
—Puedo andar.
—Quizás un poco, en la carretera. Dobla la espalda, Padre.
Padre bajó al agua y se quedó esperando. Madre ayudó a Rose of Sharon a bajar de la plataforma y a cruzar el furgón. Padre la cogió en brazos y la sostuvo tan alto como le fue posible y caminó con cuidado sobre la profunda agua, alrededor del furgón y hacia la carretera. La dejó en el suelo y la sujetó. El tío John le siguió con Ruthie cogida. Madre bajó al agua y durante un momento sus faldas se hincharon a su alrededor.
—Winfield, siéntate en mis hombros. Al…, volveremos en cuanto baje el agua. Al… —hizo una pausa—. Si…, si Tom viene, dile que volveremos. Dile que tenga cuidado. ¡Winfield!, sube a mis hombros. Así. No muevas los pies —ella caminó tambaleándose por el agua, que le llegaba al pecho. En el terraplén de la carretera la ayudaron y le quitaron a Winfield de los hombros.
Pararon un momento en la carretera a mirar atrás, la manta de agua, los bloques rojo oscuro de los furgones, los camiones y coches bajo el agua lenta. Mientras miraban empezó a caer una lluvia ligera.
—Tenemos que movernos —dijo Madre—. Rosasharn, ¿crees que puedes andar?
—Estoy un poco mareada —dijo la joven—. Me encuentro como si me hubieran dado una paliza.
Padre protestó:
—Ahora nos vamos, pero ¿a dónde vamos?
—No lo sé. Venga, dale la mano a Rosasham —Madre la cogió por el brazo derecho y Padre por el izquierdo—. Vamos a algún sitio que esté seco. Tenemos que encontrar alguno. Hace dos días que vosotros tenéis la ropa mojada.
Avanzaron lentamente por la carretera. Podían oír el murmullo del agua en el arroyo que corría paralelo a la carretera. Ruthie y Winfield marchaban juntos chapoteando. Caminaron lentamente. El cielo se oscureció más y la lluvia creció en intensidad. No había ningún tráfico por la carretera.
—Tenemos que apresurarnos —dijo Madre—. Si esta muchacha se cala… No sé lo que le va a pasar.
—No has dicho hacia dónde tenemos que apresuramos —le recordó Padre con sarcasmo.
La carretera torcía junto con el arroyo. Madre escudriñó los campos inundados. Lejos de la carretera, a la izquierda, en una colina ondulada y baja, había un granero ennegrecido por la lluvia.
—¡Mira! —dijo Madre—. ¡Mira allí! Apuesto a que a ese granero no pasa el agua. Vamos allí hasta que pare de llover.
Padre suspiró.
—Probablemente el dueño nos echará a patadas.
Delante, al lado de la carretera, Ruthie vio un punto rojo. Corrió hacia él: un esmirriado geranio silvestre, que tenía una flor azotada por la lluvia. Cogió la flor. Le quitó un pétalo con cuidado y se lo pegó en la nariz. Winfield se acercó corriendo.
—¿Me das uno? —preguntó.
—No señor. Es todo mío. Lo he encontrado yo —se pegó otro pétalo en la frente, un pequeño corazón brillante.
—Venga, Ruthie. Dame uno. Venga ya —lanzó una mano para quitárselo, pero falló, y Ruthie le dio una bofetada con la mano abierta en la cara. Se paró un momento, sorprendido, y luego sus labios temblaron y sus ojos se anegaron.
Los otros les alcanzaron.
—¿Qué habéis hecho ahora? —preguntó Madre—. ¿Qué habéis hecho ahora?
—Intentó quitarme la flor.
Winfield sollozó.
—Yo… sólo quería uno para pegármelo en la nariz.
—Dale uno, Ruthie.
—Que se encuentre él una. Ésta es mía.
—¡Ruthie! Dale uno.
Ruthie percibió la nota de amenaza en el tono de voz de Madre y cambió su táctica.
—Toma —dijo con amabilidad exagerada—. Te voy a pegar un pétalo —los mayores siguieron adelante. Winfield puso la nariz cerca de ella. Ella mojó un pétalo con la lengua y se lo clavó cruelmente en la nariz—. Hijo de puta —dijo quedamente. Winfield se llevó los dedos al pétalo y lo apretó en la nariz. Caminaron con premura siguiendo a los demás. Ruthie sintió que la diversión se había acabado.
—Toma —dijo—. Aquí tienes más. Pégate alguno en la frente.
De la derecha de la carretera llegó un agudo sonido silbante. Madre gritó:
—Deprisa. Viene una lluvia fuerte. Pasemos por la cerca. Es más corto. Venga, vamos. Sigue aguantando, Rosasham —llevaron a la joven medio a rastras a la cuneta y le ayudaron a pasar la cerca. Y entonces se desató la tormenta. Mantas de agua cayeron sobre ellos. Siguieron por el barro y subieron la pequeña inclinación. El granero negro estaba casi oscurecido por completo por la lluvia, que silbaba y salpicaba y avanzaba empujada por el viento. Rose of Sharon resbaló y se quedó colgando de sus padres.
¡Padre! ¿Puedes llevarla en brazos?
Él se inclinó y la cogió.
—Estamos calados hasta los huesos de todas formas —dijo—. Deprisa, Winfield, Ruthie, adelantaos corriendo.
Llegaron jadeantes al granero y entraron tambaleándose por el extremo abierto, que no tenía puerta. Algunos aperos de granja oxidados yacían aquí y allá, un arado de discos y un cultivador roto, una rueda de hierro. La lluvia martilleaba en el tejado y ponía una cortina a la entrada. Padre dejó cuidadosamente a Rose of Sharon sentada en una caja grasienta.
—¡Dios Todopoderoso! —exclamó.
Madre dijo:
—Puede que haya heno en el interior. Mira, aquí hay una puerta —abrió la puerta de goznes oxidados—. Hay heno —gritó—. Entrad.
Dentro estaba oscuro. Un poco de luz entraba a través de las grietas entre los tablones.
—Échate, Rosasham —dijo Madre—. Échate y descansa. Intentaré pensar alguna forma para que te seques.
Winfield dijo:
—¡Madre! —y la lluvia, rugiendo en el tejado, ahogó su voz—. ¡Madre!
—¿Qué pasa? ¿Qué es lo que quieres?
—¡Mira! En el rincón.
Madre miró. Había dos figuras en la penumbra; un hombre tumbado de espaldas y un niño sentado junto a él, con los ojos muy abiertos, mirando con fijeza a los recién llegados. Mientras miraba, el niño se puso lentamente de pie y se acercó a ellos. Su voz se rompió.
—¿Son los propietarios de esto?
—No —dijo Madre—. Sólo hemos venido a refugiarnos de la lluvia. Tenemos una muchacha enferma. ¿Tienes una manta que pudiéramos usar para quitarle la ropa mojada?
El niño volvió al rincón y trajo un sucio edredón que tendió a Madre.
—Gracias —dijo ella—. ¿Qué le pasa a ese hombre?
El niño hablaba con un graznido monótono.
—Primero estuvo enfermo, pero ahora se está muriendo de hambre.
—¿Qué?
—Muñéndose de hambre. Se puso enfermo en el algodón. Lleva seis días sin comer.
Madre fue al rincón y miró al hombre. Tenía alrededor de cincuenta años, su rostro estaba chupado y los ojos eran vagos y de expresión fija. El niño se llegó a su lado.
—¿Es tu padre? —preguntó Madre.
—¡Sí! Dice que no tiene hambre o que acaba de comer y me da la comida. Ahora está demasiado débil. Apenas se puede mover.
El golpeteo de la lluvia decreció hasta no ser más que un silbido tranquilizador en el tejado. El hombre consumido movió los labios. Madre se arrodilló a su lado y acercó la oreja. Sus labios se volvieron a mover.
—Claro —dijo Madre—. Estése tranquilo. Él está bien. Espere que le quite la ropa mojada a mi hija.
Madre se volvió hacia Rose of Sharon.
—Quítate la ropa —dijo. Utilizó el edredón como una pantalla para que no la vieran. Y cuando estuvo desnuda, Madre la tapó con el edredón. El niño estaba otra vez a su lado explicándole:
—Yo no lo sabía. Decía que había comido o que no tenía hambre. Anoche fui y rompí una ventana y robé un poco de pan. Le hice tragárselo. Pero lo vomitó todo y se quedó más débil todavía. Tiene que comer sopa o leche. ¿Tienen ustedes dinero para comprar leche?
Madre dijo:
—Calla. No te preocupes. Ya pensaremos algo.
De pronto el niño gritó:
—¡Se está muriendo, se lo digo yo! Se está muriendo de hambre, se lo digo yo.
—Calla —dijo Madre. Miró a Padre y al tío John que miraban al hombre enfermo sin saber qué hacer. Miró a Rose of Sharon envuelta en el edredón. Los ojos de Madre fueron más allá de los de Rose of Sharon y luego volvieron a ellos. Y las dos mujeres se miraron profundamente la una a la otra. La respiración de la muchacha era entrecortada.
Ella dijo:
—Sí.
Madre sonrió.
—Sabía que lo harías. ¡Lo sabía! —miró sus manos, entrelazadas en su regazo.
Rose of Sharon susurró:
—¿Podéis…, podéis saliros todos? la lluvia caía lentamente en el tejado.
Madre se inclinó hacia adelante y con la palma de la mano retiró de la frente de su hija el pelo en desorden y la besó en la frente. Madre se enderezó con presteza.
—Venga, vamos todos —llamó—. Vamos a salir al cobertizo de las herramientas.
Ruthie abrió la boca para hablar.
—Calla —dijo Madre—. Calla y ve —los hizo salir y llevó al niño consigo; cerró la puerta chirriante tras de sí.
Durante un minuto Rose of Sharon se quedó sentada inmóvil en el granero susurrante.
Luego levantó su cuerpo y se ciñó el edredón. Caminó despacio hacia el rincón y contempló el rostro gastado y los ojos, abiertos y asustados. Entonces, lentamente, se acostó a su lado. Él meneó la cabeza con lentitud a un lado y a otro. Rose of Sharon aflojó un lado de la manta y descubrió el pecho.
—Tienes que hacerlo —dijo. Se acercó más a él y atrajo la cabeza hacia sí—. Toma —dijo—. Así —su mano le sujetó la cabeza por detrás. Sus dedos se movieron con delicadeza entre el pelo del hombre. Ella levantó la vista y miró a través del granero, y sus labios se juntaron y dibujaron una sonrisa misteriosa.