LOS FURGONES, que eran doce, estaban cada uno pegado al otro en una pequeña explanada junto al río. Había dos filas de seis cada una, y no tenían ruedas. Para llegar a las grandes puertas correderas unos tablones hacían las veces de pasarela. Servían bien de casas, a prueba de agua y de corrientes, y proporcionaban espacio para veinticuatro familias, una familia en cada extremo del furgón. No tenían ventanas, pero las anchas puertas estaban abiertas. En algunos colgaba en el centro una lona, mientras que en otros sólo la posición de la puerta marcaba la separación.
Los Joad tenían una mitad de un furgón del final. Algún ocupante anterior había ajustado un tubo de cocina a una lata de aceite y había hecho un agujero en la pared para el tubo. Incluso con la puerta abierta, el final del coche estaba oscuro. Madre colgó la lona en el centro del coche.
—Está bien esto —dijo—. Es casi lo mejor que hemos tenido excepto el campamento del gobierno.
Todas las noches ella desenrollaba los colchones en el suelo y cada mañana los volvía a enrollar. Y todos los días iban al campo y recogían algodón y todas las noches comían carne. Un sábado fueron a Tulare y compraron una cocina de latón y monos nuevos para Al, Padre, Winfíeld y el tío John, y le compraron un vestido a Madre y le dieron el mejor vestido de Madre a Rose of Sharon.
—Está tan gorda —dijo Madre— que comprarle ahora un vestido nuevo sería tirar el dinero.
Los Joad habían tenido suerte. Llegaron lo bastante pronto como para que les dieran un lugar en los furgones. Ahora las tiendas de los que habían llegado más tarde llenaban la pequeña explanada y aquellos que tenían furgón eran antiguos y en cierto modo aristócratas.
El angosto arroyo se deslizaba, salía de entre los sauces y volvía a entrar en ellos. De cada furgón partía un sendero apelmazado hasta el arroyo. Entre los furgones colgaban cuerdas de tender la ropa y todos los días las cuerdas se cubrían de ropa puesta a secar.
Al anochecer volvían caminando de los campos, llevando las bolsas de algodón dobladas debajo del brazo. Iban a la tienda, que estaba en el cruce de caminos, y había muchos recolectores en la tienda comprando suministros.
—¿Hoy cuánto?
—Nos va bien. Hoy ganamos tres y medio. Ojalá durara. Los niños están convirtiéndose en buenos recolectores. Madre les ha preparado una bolsa pequeña a cada uno. No podían arrastrar una bolsa de las grandes. Las vacían en las nuestras. Hizo las bolsas de un par de camisas viejas. Dan buen resultado.
Y Madre iba al mostrador de carne, con el índice puesto en los labios, soplándose en el dedo, muy pensativa.
—Podría comprar chuletas de cerdo —dijo—. ¿Cuánto?
—Treinta centavos la libra, señora.
—Bueno, deme tres libras. Y un buen trozo de temerá para cocer. Mi hija lo puede cocinar mañana. Y una botella de leche para mi hija. Le encanta la leche. Va a tener un niño. Una enfermera le dijo que tenía que tomar mucha leche. Veamos, ahora, tenemos patatas.
Padre se acercó, con una lata de almíbar.
—Podríamos comprar esto —dijo—. Podríamos comprar tortitas.
Madre frunció el ceño.
—Bueno…, bueno, bien. Nos llevamos esto. A ver…, tenemos manteca de sobra.
Ruthie se acercó con dos cajas de palomitas de maíz dulces, en sus ojos una pregunta triste que se convertiría en tragedia o alegre excitación según Madre asintiera o negara con la cabeza.
—¿Madre? —mantuvo las cajas en alto, las movió arriba para hacerlas atractivas.
—Pon esas cajas…
La tragedia comenzó a reflejarse en los ojos de Ruthie. Padre dijo:
—Sólo cuestan cinco centavos cada una. Los pequeños han trabajado bien hoy.
—Bueno… —la excitación comenzó a ocupar los ojos de Ruthie—. De acuerdo.
Ruthie dio media vuelta y salió corriendo. A mitad de camino hacia la puerta cogió a Winfield y se lo llevó apresuradamente fuera, al anochecer.
El tío John cogió un par de guantes de lona con cuero amarillo en las palmas, se los probó y se los quitó y los dejó. Se fue acercando poco a poco a las estanterías de licores y se quedó de pie estudiando las etiquetas de las botellas. Madre le vio.
—Padre —dijo, y señaló con la cabeza hacia el tío John.
Padre se acercó a él.
—¿Te está entrando la sed, John?
—No.
—Espera a que acabemos con el algodón —dijo Padre—. Entonces te puedes emborrachar como nunca.
—No me preocupa —replicó el tío John—. Estoy trabajando mucho y duermo bien. Ni sueños ni nada.
—Sólo me pareció que se te caía la baba ante las botellas.
—Apenas las he visto. Es curioso. Quiero comprar cosas. Cosas que no necesito. Me gustaría comprarme una cuchilla de ésas. También aquellos guantes. Son baratísimos.
—No se puede recoger algodón con guantes —dijo Padre.
—Ya lo sé. Y tampoco necesito una cuchilla. Todas estas cosas…, te dan ganas de comprarlas, tanto si las necesitas como si no.
Madre llamó:
—Venga, ya tenemos todo —ella cogió una bolsa. El tío John y Padre cogieron cada uno un paquete. Fuera estaban esperando Ruthie y Winfield con los ojos tensos y las mejillas hinchadas y llenas de palomitas.
—Apuesto a que no querrán cenar —dijo Madre.
La gente iba camino del campamento de furgones. Las tiendas estaban iluminadas. El humo salía de los tubos de las cocinas. Los Joad treparon por la pasarela y entraron en su mitad del furgón. Rose of Sharon estaba sentada en una caja junto a la cocina. Había encendido un fuego y la cocina de latón estaba de color vino por el calor.
—¿Has comprado leche? —quiso saber.
—Sí. Aquí la tienes.
—Dámela. No he tomado desde el mediodía.
—Se cree que es como medicina.
—Aquella enfermera lo dijo así.
—¿Tienes las patatas preparadas?
—Aquí están… peladas.
—Las freiremos —dijo Madre—. Hay chuletas de cerdo. Corta patatas en la sartén nueva. Y echa una cebolla. Vosotros salid a lavaros y traed un cubo de agua. ¿Dónde están Ruthie y Winfield? Tienen que lavarse. Les compré a los dos palomitas de maíz —le dijo Madre a Rose of Sharon—. Una caja cada uno.
Los hombres salieron a lavarse en el arroyo. Rose of Sharon cortó las patatas en rodajas, las metió en la sartén y las removió con la punta del cuchillo.
Súbitamente la lona fue apartada. Un rostro fuerte y sudoroso se asomó desde el otro extremo del furgón.
—¿Cómo le va, señora Joad?
Madre se volvió.
—Buenas tardes, señora Wainwright. Nos ha ido bien. Tres y medio. Tres con cincuenta y siete, para ser exactos.
—Nosotros hemos ganado cuatro dólares.
—Bueno —dijo Madre—. Ustedes son más.
—Sí. Joñas está creciendo. Veo que tienen chuletas de cerdo.
Winfield se coló por la puerta.
—¡Madre!
—Calla un momento. A los hombres de mi casa les encantan las chuletas de cerdo.
—Yo estoy haciendo tocino —dijo la señora Wainwright—. ¿Puede olerlo?
—No, no puedo oler nada con estas cebollas con patatas.
—Se está quemando —gritó la señora Wainwright, y su cabeza desapareció.
—Madre —dijo Winfield.
—¿Qué? ¿Estás enfermo de tantas palomitas?
—Madre…, Ruthie lo ha dicho.
—¿El qué?
—Lo de Tom.
Madre se quedó mirándole.
—¿Dicho? —entonces se arrodilló delante de él—. Winfield, ¿a quién se lo ha dicho?
La vergüenza embargó a Winfield. Dio un paso atrás.
—Bueno, sólo dijo un poquito.
¡Winfield! Dime lo que ha dicho.
—Ella…, ella no se comió todas las palomitas. Guardó algunas y se las comía una a una, despacio, como siempre hace y dijo: apuesto que querrías que te quedaran algunas.
¡Winfield! —exclamó Madre—. Dilo ya —miró nerviosamente a la cortina—. Rosasharn, ve a hablar con la señora Wainwright para que no nos oiga.
—¿Y qué pasa con las patatas?
—Yo las vigilaré. Vete ya. No la quiero escuchando detrás de la cortina.
—La joven se alejó arrastrando los pies y rodeó la lona colgada.
Madre dijo:
—Venga, Winfield, dímelo.
—Como te dije, se las comía una a una y algunas las partía en dos para que duraran más.
—Venga, rápido.
—Bueno, vinieron unos niños y por supuesto intentaron que les diera palomitas, pero Ruthie seguía comiendo y no les quiso dar. Así que se enfadaron. Y un niño le arrebató la caja de palomitas.
—Winfield, di lo otro deprisa.
—Ya lo hago —dijo él—. De modo que Ruthie se enfadó y los persiguió y pegó a uno y a otro y entonces una niña mayor le sacudió. Le dio una buena. Entonces Ruthie se puso a llorar y dijo que iba a llamar a su hermano mayor y que él mataría a esa niña. Y ésta dijo ¿Ah, sí? Dijo que también tenía un hermano mayor —Winfield se quedaba sin resuello contándolo—. Entonces se siguieron pegando y esa chica le dio un buen golpe a Ruthie y ella dijo que su hermano mataría al hermano de la otra. Y la chica dijo que qué pasaría si su hermano matara al nuestro. Y entonces… y entonces Ruthie dijo que nuestro hermano ya había matado a dos hombres. Y… y la chica dijo: Seguro. No eres más que una mentirosa. Y Ruthie dijo: Ah ¿sí? Bueno, pues nuestro hermano está escondido ahora mismo por haber matado a uno y puede matar a tu hermano también. Entonces se insultaron y Ruthie tiró una piedra y esa niña mayor la persiguió y yo me vine a casa.
—¡Dios mío! —dijo Madre cansadamente—. ¡Mi dulce Jesús dormido en el pesebre! ¿Qué vamos a hacer ahora? —apoyó la frente en la mano y se frotó los ojos—. ¿Qué vamos a hacer ahora? —el olor a patatas quemadas vino de la cocina ardiente. Madre se movió automáticamente y les dio la vuelta.
—¡Rosasharn! —gritó Madre. La muchacha apareció alrededor de la cortina—. Ven a vigilar la cena. Winfield, sal, encuentra a Ruthie y tráela.
—¿Le vas a pegar, Madre? —preguntó esperanzado.
—No. Esto ya no tiene arreglo. Me pregunto por qué tuvo que hacerlo. No. No servirá de nada pegarle. Corre a buscarla y tráela.
Winfield salió corriendo hacia la puerta del furgón y se encontró con los tres hombres que subían por la pasarela y se quedó a un lado mientras entraban.
Madre dijo quedamente:
—Padre, tengo que hablar contigo. Ruthie les dijo a unos niños que Tom está escondido.
—¿Qué?
—Que lo dijo. Se peleó con ellos y lo dijo.
—¡Pero qué niña más perra!
—No, no sabía lo que hacía. Mira, Padre, quiero que te quedes aquí. Yo voy a salir a ver si encuentro a Tom y se lo digo. Tengo que decirle que lleve cuidado. Quédate aquí, Padre, y supervisa las cosas. Me llevo algo de cena para Tom.
—De acuerdo —aceptó Padre.
—Ni le menciones a Ruthie lo que ha hecho. Yo se lo diré.
En ese momento entró Ruthie, seguida de Winfield. La niña estaba sucia. Tenía la boca pringosa y de la nariz aún le goteaba un poco de sangre de la pelea. Parecía avergonzada y asustada. Winfield la seguía con aire de triunfo. Ruthie miró fieramente a su alrededor, pero se fue a un extremo del furgón y apoyó la espalda en el rincón. Su vergüenza y su fiereza estaban mezcladas.
—Le dije lo que has hecho —dijo Winfield.
Madre estaba poniendo dos chuletas y patatas fritas en un plato de hojalata.
—Calla, Winfield —dijo—. No hay necesidad de herir sus sentimientos más todavía. Ruthie corrió por el furgón. Agarró a Madre por la cintura y escondió el rostro en su estómago y sus sollozos estrangulados sacudían todo su cuerpo. Madre intentó soltarla, pero los sucios dedos estaban bien cogidos. Madre le atusó el pelo de detrás de la cabeza con suavidad y le dio palmaditas en los hombros.
—Calla —dijo—. No lo sabías.
Ruthie levantó su rostro sucio de lágrimas y sangre.
—¡Me robaron mis palomitas! —gritó—. Esa gran hija de puta me dio con el cinturón —volvió a sollozar con fuerza.
—Calla —dijo Madre—. No hables así. Venga, suelta. Ahora tengo que irme.
—¿Por qué no le pegas, Madre? Si no hubiera presumido tanto con las palomitas no habría pasado nada. Venga, dale una paliza.
—Tú métete en tus asuntos —dijo Madre fieramente—. Si no, te la vas a cargar tú. Ahora suéltame, Ruthie.
Winfield se retiró a uno de los colchones enrollados y contempló a la familia con expresión cínica y apagada. Y se puso en una buena posición de defensa, porque Ruthie le atacaría a la primera oportunidad que tuviera y él lo sabía. Ruthie, silenciosa y acongojada, se fue al otro lado del furgón.
Madre puso una hoja de papel de periódico sobre el plato.
—Ahora me voy —dijo.
—¿No vas a comer nada? —preguntó el tío John.
—Más tarde. Cuando vuelva. Ahora no podría comer nada —Madre se dirigió a la puerta abierta: se afirmó en la pasarela empinada, de listones.
En la orilla del río de los furgones las tiendas estaban montadas cerca unas de otras, sus cuerdas cruzándose y las estacas de una pegadas a la zona de la siguiente. Las luces brillaban a través de las lonas y de todas las cocinas salía humo. Los hombres y las mujeres se paraban en las puertas para hablar. Los niños correteaban enfebrecidos alrededor. Madre caminó majestuosamente por delante de las tiendas. Aquí y allá la reconocían al pasar.
—Buenas tardes, señora Joad.
—Buenas tardes.
—¿Lleva algo, señora Joad?
—A unos amigos. Les devuelvo un poco de pan.
Por fin llegó al final de la fila de tiendas. Se detuvo y miró atrás. Había sobre el campamento un resplandor de luces y las voces amortiguadas de muchas conversaciones. De vez en cuando una voz más dura se dejaba oír. El olor del humo llenaba el aire. Alguien tocaba la armónica suavemente, buscando un efecto, la misma frase una y otra vez.
Madre anduvo entre los sauces junto al arroyo. Salió del sendero y esperó en silencio, escuchando para oír alguien que la siguiera. Un hombre bajó por el sendero, en dirección al campamento, subiéndose los tirantes y abotonando los vaqueros según subía. Madre se sentó muy quieta y él pasó sin verla. Ella esperó cinco minutos y luego se puso en pie y siguió el sendero junto al arroyo. Se movía silenciosamente, tanto que podía oír el murmullo del agua sobre sus pasos suaves en las hojas de sauce. Sendero y arroyo siguieron a la izquierda y de nuevo a la derecha hasta acercarse a la carretera. En la luz gris de las estrellas pudo ver el terraplén y el agujero negro de la alcantarilla donde siempre dejaba la comida de Tom. Avanzó cautelosamente, puso su paquete en el agujero y cogió el plato vacío que había allí. Volvió entre los sauces, se escondió entre la maleza y se sentó a esperar. A través de la maraña podía ver el agujero negro de la alcantarilla. Se abrazó las rodillas y se sentó en silencio. Al cabo de unos minutos los arbustos volvieron a la vida. Los ratones de campo se movieron con cautela sobre las hojas. Una mofeta caminó como si tuviera almohadillas, pesadamente y sin miedo, llevando con ella un leve efluvio.
Y entonces el viento movió los sauces delicadamente, como si los probara, y una lluvia de hojas doradas cayó a la tierra. De pronto hirvió una ráfaga y meneó los árboles y cayó una ducha crujiente de hojas. Madre podía sentirlas en su pelo y sus hombros. Una nube grande y negra se movió en el cielo, borrando las estrellas. Las gotas gordas de lluvia cayeron aquí y allá, salpicando ruidosamente las hojas caídas y la nube continuó y desveló de nuevo las estrellas. Madre se estremeció. El viento pasó y dejó los arbustos en calma, pero los árboles que bordeaban el arroyo siguieron susurrando. Del campamento llegó el tono agudo y penetrante de un violín buscando una melodía.
Madre oyó pasos furtivos entre las hojas, a lo lejos a su izquierda, y se puso tensa. Soltó las rodillas y enderezó la cabeza para oír mejor. El movimiento se interrumpió y después de un momento volvió a empezar. Una parra raspó ásperamente en las hojas secas. Madre vio aparecer una figura oscura, que se acercó a la alcantarilla. El redondo agujero negro se oscureció durante un instante y luego la figura se movió hacia detrás. Ella llamó quedamente:
—Tom —la figura se quedó quieta, tan quieta y tan pegada al suelo que habría podido pasar por un tocón. Ella llamó de nuevo—: Tom, Tom —entonces la figura se movió.
—¿Eres tú, Madre?
—Estoy aquí —ella se levantó y fue a su encuentro.
—No debías haber venido —dijo él.
—Tengo que verte, Tom. Tengo que hablar contigo.
—Está cerca el sendero —dijo Tom—. Podría pasar alguien.
—¿No tienes un sitio, Tom?
—Sí…, pero si…, bueno, supon que alguien te ha visto conmigo…, meteríamos en un lío a toda la familia.
—Tengo que hablarte, Tom.
—Entonces vamos. Ven en silencio —cruzó el pequeño arroyo, vadeando sin cuidado por el agua, y Madre le siguió. Él se movió por entre los arbustos hasta llegar a un campo al otro lado de los matorrales y siguiendo los surcos del arado. Los tallos ennegrecidos del algodón eran ásperos contra la tierra y algunas pelusas de algodón estaban adheridas a los tallos. Siguieron por la orilla del campo un cuarto de milla y luego él volvió a entrar en la maleza. Se acercó a un gran matorral de zarzas, se inclinó y apartó a un lado una maraña de vides—. Hay que entrar reptando —dijo él.
Madre se puso a cuatro patas. Sintió arena bajo ella y entonces dejó de rozarla la maraña y sintió la manta de Tom en el suelo. Él volvió a colocar las vides en su sitio. No había luz en la cueva.
—¿Dónde estás, Madre?
—Aquí. Estoy aquí. Habla bajo, Tom.
—No te preocupes. Llevo algún tiempo viviendo como un conejo.
Le oyó destapar el plato de hojalata.
—Chuletas de cerdo —dijo ella—. Y patatas fritas.
—Dios Todopoderoso, y aún está caliente.
Madre no podía verle en absoluto en aquella oscuridad, pero le oía masticando, desgarrando la carne y tragando.
—Es un escondite muy bueno —dijo él.
Madre dijo incómoda:
—Tom…, Ruthie ha contado lo tuyo —le oyó tragar saliva.
—¿Ruthie? ¿Para qué?
—No fue culpa suya. Se peleó con una niña y dijo que su hermano le iba a sacudir al hermano de la otra. Ya sabes cómo es. Y ella dijo que su hermano había matado a un hombre y estaba escondido.
Tom se estaba riendo.
—Yo siempre decía que iba a llamar al tío John, pero él nunca quiso perseguirles. No es más que charla de críos, Madre. No pasa nada.
—No —dijo Madre—. Esos niños lo dirán por ahí y sus familias les oirán y lo dirán, y dentro de nada mandarán hombres en tu busca, sólo por si acaso. Tom, tienes que irte.
—Es lo que dije desde el principio. Siempre temí que alguien te viera poner las cosas en la alcantarilla y se quedara a mirar.
—Lo sé. Pero te quería cerca. Estaba asustada por ti. No te he visto. Ahora no te puedo ver. ¿Cómo tienes la cara?
—Se me está curando rápidamente.
—Acércate, Tom. Deja que la toque. Acércate —él se aproximó. La mano de ella encontró su cabeza en la oscuridad y sus dedos bajaron a la nariz y luego fueron a la mejilla izquierda.
—Tienes una mala cicatriz, Tom. Y la nariz toda torcida.
—Tal vez sea una buena cosa. Quizá nadie me reconozca. Si no tuvieran mis huellas estaría contento —volvió a ponerse a comer.
—Calla —dijo ella—. ¡Escucha!
—Es el viento, Madre. Sólo es el viento —la ráfaga de viento continuó río abajo y los árboles susurraron a su paso.
Ella se acercó al lugar del que procedía la voz.
—Quiero tocarte una vez más, Tom. Está tan oscuro que parece que fuera ciega. Quiero recordar, incluso aunque sean mis dedos los que recuerden. Tienes que irte, Tom.
—Sí. Lo supe desde el principio.
—Nos ha ido bien —dijo ella—. He estado guardando dinero. Alarga la mano, Tom. Tengo aquí siete dólares.
—No pienso coger tu dinero —replicó él—. Ya me las arreglaré.
—Alarga la mano, Tom. No voy a poder dormir si te vas sin dinero. Quizá tengas que coger un autobús o alguna cosa así. Querría que te fueras lejos, a trescientas o cuatrocientas millas.
—No pienso cogerlo.
—Tom —dijo ella con severidad—. Coge este dinero, ¿has entendido? No tienes derecho a causar dolor.
—No juegas limpio —dijo Tom.
—He pensado que quizá podrías ir a una ciudad grande. Los Ángeles, tal vez. Nunca te buscarán allí.
—Hmm —dijo él—. Mira, Madre. He estado todo el día y toda la noche escondido solo. Adivina en quién he estado pensando. ¡En Casy! Él hablaba mucho. Antes me molestaba. Pero ahora he estado pensando en lo que decía y puedo recordarlo… todo. Decía que una vez se fue al desierto a encontrar su propia alma y descubrió que no tenía un alma que fuese suya. Que descubrió que él sólo tenía un pedacito de una enorme alma. Decía que el desierto no servía de nada porque su pedacito de alma no servía, a menos que estuviera con el resto, y estuviera entera. Es curioso lo que recuerdo. Ni siquiera me daba cuenta de que estuviera escuchando. Pero ahora sé que un hombre no sirve para nada si está solo.
—Era un buen hombre —dijo Madre.
Tom prosiguió:
—Una vez recitó una parte de las Escrituras y no sonaba al fuego del infierno. La dijo dos veces y la recuerdo. Dice que es del Predicador.
—¿Cómo era, Tom?
—Va así: «Dos son mejor que uno, porque tienen una buena recompensa por su trabajo. Porque si caen, el uno levantará a su compañero, pero desgracia para aquel que esté solo cuando caiga porque no tiene otro que le ayude». Esto es una parte.
—Continúa —dijo madre—. Sigue, Tom.
—Sólo un poco más: «De nuevo, si dos yacen juntos, entonces tendrán calor: pero ¿cómo se puede calentar uno solo? Y si uno le derrota, dos se le unirán y una cuerda entre tres es difícil de romper».
—¿Y eso es de las Escrituras?
—Casy así lo dijo. Le llamó el Predicador.
—Calla…, escucha.
—Es sólo el viento, Madre. Conozco el viento. Y me ha dado por pensar. Madre… La mayoría de los sermones son acerca del pobre que siempre tenemos con nosotros y si no tienes nada, junta las manos y a la mierda, vas a comer helado en platos de oro cuando estés muerto. Y entonces el Predicador este dice que dos consiguen mayor recompensa por su trabajo.
—Tom —dijo ella—. ¿Qué piensas hacer?
Él permaneció callado largo rato.
—He estado pensando en el campamento del gobierno, cómo nuestra gente se cuidaban unos a otros, y si había pelea la arreglaban ellos mismos; y no había policías moviendo sus armas, pero había más orden del que los policías podrían haber proporcionado nunca. He estado preguntándome por qué no podríamos hacerlo por todas partes. Echar a los policías, que no son nuestra gente. Trabajar juntos por nuestra propia causa…, trabajar todos nuestra propia tierra.
—Tom —repitió Madre—, ¿qué vas a hacer?
—Lo que hacía Casy —respondió él.
—Pero le mataron.
—Sí —dijo Tom—. No lo esquivó con la suficiente rapidez. No hacía nada que fuera contra la ley, Madre. He estado pensando mucho, pensando en nuestra gente viviendo como cerdos y la buena tierra fértil en barbecho, o quizá un tipo con un millón de acres, mientras cien mil buenos granjeros se mueren de hambre. Y he pensado que si todos nos juntamos a gritar, como hacían aquéllos, sólo unos pocos en el rancho Hooper…
Madre dijo:
—Tom, te van a acosar y a destrozarte como hicieron con el joven Floyd.
—Me van a acosar de todas maneras. Están acosando a toda nuestra gente.
—No pretendes matar a nadie, ¿verdad, Tom?
—No lo pretendo. He estado pensando que mientras siga fuera de la ley, quizá podría… Mierda, no lo tengo bien pensado, Madre. No me preocupes ahora. No me preocupes.
Siguieron sentados en silencio en la cueva de vides, negra como el carbón. Madre dijo:
—¿Cómo voy a saber de ti? Podrían matarte y yo no me enteraría. Podrían herirte. ¿Cómo lo voy a saber?
Tom se echó a reír incómodo.
—Bueno, quizá es como dice Casy, uno no tiene un alma suya, sino un trozo de la gran alma… y entonces…
—¿Entonces qué, Tom?
—Entonces no importa. Entonces estaré en la oscuridad. Estaré en todas partes…, donde quiera que mires. En donde haya una pelea para que los hambrientos puedan comer, allí estaré. Donde haya un policía pegándole a uno, allí estaré. Si Casy sabía, por qué no, pues estaré en los gritos de la gente enfurecida y estaré en la risa de los niños cuando están hambrientos y saben que la cena está preparada. Y cuando nuestra gente coma los productos que ha cultivado y viva en las casas que ha construido, allí estaré, ¿entiendes? Dios, estoy hablando como Casy. Es por pensar tanto en él. A veces me parece verlo.
—Yo no lo entiendo —dijo Madre—. En realidad no sé.
—Yo tampoco —dijo Tom—. Son sólo cosas sobre las que he estado pensando. Se piensa mucho cuando uno no puede moverse. Tienes que volver, Madre.
—Coge el dinero, entonces.
Durante un momento, él estuvo callado.
—De acuerdo —dijo.
—Y, Tom, más adelante…, cuando haya pasado, volverás. ¿Nos encontrarás?
—Claro que sí —la tranquilizó—. Ahora más vale que te vayas. Dame la mano —él la guió hacia la salida. Los dedos de ella se aferraban a la muñeca de Tom. Él retiró las vides a un lado y la siguió fuera—. Ve por ese campo hasta llegar a un sicomoro que hay al borde y luego cruza el arroyo. Adiós.
—Adiós —dijo ella y se alejó rápidamente. Tenía los ojos húmedos y ardientes, pero no lloró. Sus pasos eran ruidosos y descuidados sobre las hojas mientras atravesaba la maleza. Y conforme seguía caminando, la lluvia empezó a caer del sombrío cielo, gotas grandes y escasas, salpicando pesadas en las hojas secas. Madre se detuvo y se paró en la chorreante maleza. Se volvió…, volvió tres pasos hacia la maraña de vides; y luego se volvió con rapidez y regresó al campamento de los furgones. Fue derecha hacia la alcantarilla y trepó hasta la carretera. La lluvia había pasado, pero el cielo estaba cubierto. Detrás de ella oyó pasos y se volvió nerviosa. El parpadeo de una débil luz de linterna jugueteaba sobre la carretera. Madre se volvió y se dirigió hacia su casa. Al cabo de un momento la alcanzó un hombre. Cortésmente mantuvo la luz en el suelo y no se la enfocó a la cara.
—Buenas tardes —dijo él.
Madre respondió:
—¿Qué tal está?
—Parece que tenemos un poco de lluvia.
—Espero que no. Se acabaría la recogida. Necesitamos trabajar.
—Yo también. ¿Vive en el campo ese?
—Sí, señor —los pasos de ambos iban al mismo tiempo por la carretera.
—Tengo veinte acres de algodón. Un poco tardío, pero ahora está a punto. Pensé ir para allá y conseguir algunos recolectores.
—Los conseguirá. La temporada casi ha concluido.
—Eso espero. Mi propiedad está sólo a una milla por ese camino.
—Somos seis —dijo Madre—. Tres hombres, yo y dos pequeños.
—Pondré un letrero. A dos millas, esta carretera.
—Estaremos allí por la mañana.
—Espero que no llueva.
—Yo también —dijo madre—. Veinte acres no durarán mucho.
—Cuanto menos duren, más contento estaré. Mi algodón es tardío. No lo planté hasta tarde.
—¿Cuánto va a pagar?
—Noventa centavos.
—Recogeremos. He oído decir a la gente que el próximo año pagarán setenta y cinco e incluso sesenta.
—Es lo que he oído.
—Habrá problemas —dijo Madre.
—Claro. Lo sé. Un pequeño granjero como yo no puede hacer nada. La Asociación fija el precio y tenemos que acatarlo. Si no…, nos quedamos sin granja. Los pequeños granjeros siempre tenemos problemas.
Llegaron al campamento.
—Estaremos allí —dijo Madre—. Aquí no queda demasiado que recoger —ella fue al furgón último y subió por la pasarela de tablas. La luz baja del farol proyectaba sombras lóbregas en el furgón. Padre y el tío John y un hombre mayor estaban en cuclillas contra la pared del furgón.
—Hola —saludó Madre—. Buenas noches, señor Wainwright.
Él levantó un rostro delicado y bien dibujado. Sus ojos eran profundos bajo una cejas muy pobladas. Tenía el pelo de color blanquiazul y fino. Una pálida barba plateada le cubría las mandíbulas y la barbilla.
—Buenas noches, señora —respondió él.
—Mañana hay recogida —observó madre—. A una milla hacia el norte. Veinte acres.
—Será mejor llevar el camión —dijo Padre—. Para poder recoger más tiempo.
Wainwright levantó la cabeza con ilusión.
—¿Cree que nosotros también podremos?
—Pues claro. Caminé un rato con el hombre. Venía a buscar recolectores.
—El algodón casi se ha terminado ya. La segunda vuelta va a ser escasa. Va a ser difícil ganar el jornal en la segunda vuelta. La primera vez ya quedó bastante limpio.
—Su gente quizá podría venir con nosotros —dijo Madre—. Repartir el gasto de gasolina.
—Vaya, muy amable por su parte, señora.
—Así ahorraremos todos —dijo Madre.
Padre dijo:
—El señor Wainwright… tiene una preocupación y ha venido a hablarla con nosotros. Estábamos dándole vueltas.
—¿Qué es lo que pasa?
Wainwright miró al suelo.
—Nuestra Aggie —dijo—, es mayor… Tiene casi dieciséis años y está crecida.
—Aggie es una muchacha guapa —dijo Madre.
—Escúchale —dijo Padre.
—Bueno, ella y su hijo Al están yendo a pasear todas las noches. Y Aggie es una chica guapa que debería tener un marido; de lo contrario podría tener problemas. Nunca hemos tenido esa clase de problemas en nuestra familia. Pero ahora con lo pobres que somos, a la señora Wainwright y a mí nos ha dado por preocuparnos. Imagínese que se quede embarazada.
Madre desenrolló un colchón y se sentó en él.
—¿Ahora han salido? —preguntó.
—Siempre salen —dijo Wainwright—. Todas la noches.
—Bueno, Al es un buen muchacho. Estos días se cree muy gallito, pero es un chico en quien se puede confiar. Yo no pediría un muchacho mejor.
—No, si no nos quejamos de Al como persona. Nos cae bien. Lo que tememos la señora Wainwright y yo…, bueno, ella es una mujercita crecida. Y ¿qué pasa si nosotros nos vamos o ustedes se van y descubrimos que Aggie está embarazada? No ha habido nunca esas vergüenzas en nuestra familia.
Madre dijo quedamente:
—Nosotros intentaremos no ponerles en vergüenza.
Él se levantó rápidamente.
—Gracias señora. Aggie es una mujercita crecida. Es una buena chica…, amable y buena. Le agradeceríamos mucho que no nos pusieran en vergüenza. No es culpa de Aggie. Está crecida.
—Padre hablará con Al —dijo Madre—. Y si no quiere, lo haré yo.
Wainwright dijo:
—Entonces buenas noches y muchas gracias —desapareció al otro lado de la cortina. Le podían oír hablando en voz baja en el otro extremo del furgón, explicando el resultado de su embajada.
Madre escuchó un momento y luego:
—Vosotros dos —dijo—. Venid a sentaros aquí.
Padre y el tío John se levantaron con esfuerzo. Se sentaron en el colchón junto a Madre.
—¿Dónde están los pequeños?
Padre señaló un colchón en el rincón.
—Ruthie saltó sobre Winfield y le mordió. Les hice acostarse. Supongo que estarán dormidos. Rosasharn se fue a sentarse un rato con una señora que conoce.
Madre dejó escapar un suspiro.
—Encontré a Tom —dijo suavemente—. Le dije que se fuera. Muy lejos.
Padre asintió despacio. El tío dejó caer la barbilla sobre el pecho.
—No podía hacer otra cosa —dijo Padre—. ¿Crees que podía, John?
El tío John levantó la mirada.
—No puedo pensar en nada —dijo—. Parece que ya apenas estoy despierto.
—Tom es un buen muchacho —dijo Madre; y entonces se disculpó—: No pretendía nada malo diciendo que hablaría con Al.
—Lo sé —dijo Padre en voz baja—. Ya no sirvo para nada. Me paso el día pensando en el pasado, pensando en nuestro hogar que no volveré a ver.
—Esto es más hermoso, la tierra es mejor —dijo Madre.
—Ya ni siquiera la veo, pensando en los sauces que perdían sus hojas ahora. A veces pensando cómo arreglar el agujero de la cerca del sur. ¡Curioso! Una mujer haciéndose con el control de la familia. Una mujer diciendo haremos esto, iremos allá. Y ni siquiera me importa.
—Una mujer puede cambiar mejor que un hombre —dijo Madre consoladora—. La mujer tiene la vida en los brazos. El hombre la tiene toda en la cabeza. No te importe. Quizá… bueno, quizá el año que viene tengamos una casa.
—No tenemos nada ahora —dijo Padre—. Va a venir una larga temporada sin trabajo ni cosechas. ¿Qué vamos a hacer entonces? ¿Cómo vamos a comprar comida? Y a Rosasharn no le falta mucho. Se pone tan mal que no soporto pensar. Me pongo a rebuscar en el pasado para evitar pensar. Parece que nuestra vida ha llegado a su fin.
—No —sonrió Madre—. No es así, Padre. Y eso es otra cosa que las mujeres saben, lo he notado. El hombre vive a sacudidas…, un niño nace y muere un hombre y eso es una sacudida…, compra una granja y pierde su granja y eso es una sacudida. La mujer fluye, como un arroyo, con pequeños remolinos y pequeñas cascadas, pero el río sigue adelante. La mujer lo ve así. No vamos a extinguirnos. La gente sigue adelante…, cambiando un poco, quizá, pero siempre adelante.
—¿Cómo lo puedes saber? —exigió el tío John—. ¿Qué es lo que va a impedir que todo se pare, que la gente se canse y se tumbe?
Madre lo consideró. Se frotó una mano brillante con la otra, empujó los dedos de la mano derecha entre los de la izquierda.
—Es difícil de decir —dijo—. Todo lo que hacemos me parece que está encaminado a seguir adelante. A mí me lo parece. Incluso estando hambrientos…, incluso estando enfermos; algunos mueren, pero los que quedan se hacen más fuertes. Intentad vivir al día, sólo al día.
El tío John dijo:
—Si ella no se hubiera muerto entonces…
—Vive al día —aconsejó Madre—. No te preocupes.
—Podría haber sido un buen año el año próximo, en casa —dijo Padre.
Madre dijo:
—¡Escuchad!
Había pasos furtivos por la pasarela y entonces apareció Al por la cortina.
—Hola —dijo—. Pensé que ya estaríais durmiendo.
—Al —dijo Madre—. Estamos hablando. Ven a sentarte aquí.
—Sí, de acuerdo. Yo también quiero hablar. Dentro de poco tendré que irme.
—No puedes. Te necesitamos aquí. ¿Por qué tienes que irte?
—Bueno, yo y Aggie Wainwright nos vamos a casar y yo voy a buscar empleo en un garaje y tendremos primero una casa alquilada… —levantó la vista con fiereza—. Vamos a hacerlo y no hay nadie que nos lo pueda impedir.
Los tres le contemplaron.
—Al —dijo Madre finalmente—. Nos alegramos. Nos alegramos mucho.
—¿De verdad?
—Pues claro que sí. Eres un hombres crecido. Necesitas una mujer. Pero no te vayas ahora mismo, Al.
—Se lo he prometido a Aggie —dijo—. Lo tenemos que hacer. No podemos aguantar más tiempo.
—Sólo hasta la primavera —suplicó Madre—. ¿No te quedas hasta la primavera? ¿Quién va a conducir el camión?
—Bueno…
La señora Wainwright asomó la cabeza por un lado de la cortina.
—¿Lo han oído ya? —preguntó.
—Sí. Lo hemos oído ahora mismo.
—Dios mío…, ojalá tuviéramos un pastel. Ojalá tuviéramos… un pastel o algo.
—Pondré una cafetera y haré tortitas —dijo Madre—. Tenemos almíbar para ponerles.
—¡Dios mío! —dijo la señora Wainwright—. Vaya. Mire, yo traeré algo de azúcar. Se la pondremos a las tortitas.
Madre puso leña menuda en la cocina y las brasas de la cena la hicieron arder. Ruthie y Winfield salieron de su cama como los cangrejos ermitaños salen de sus conchas. Durante un momento mostraron cautela; miraron a ver si seguían siendo criminales. Al no notarles nadie se volvieron atrevidos. Ruthie fue saltando a la pata coja hasta la puerta y volvió sin tocar en la pared.
Madre estaba poniendo harina en un cuenco cuando Rose of Sharon subió la pasarela. Se estabilizó con cautela.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—Escucha la noticia —gritó Madre—. Vamos a hacer una pequeña fiesta por Al y Aggie Wainwright, que van a casarse.
Rose of Sharon se quedó completamente inmóvil. Miró lentamente a Al que estaba ruborizado y avergonzado.
La señora Wainwright gritó desde el otro extremo del furgón:
—Le estoy poniendo a Aggie un vestido limpio. Voy ahora mismo.
Rose of Sharon se volvió lentamente. Volvió a la amplia puerta y bajó la pasarela. Una vez en el suelo, se dirigió despacio hacia el arroyo y el sendero que iba junto a él. Tomó el mismo camino que había hecho antes Madre…, por entre los sauces. El viento soplaba ahora más regularmente y los arbustos silbaban sin pausa. Rose of Sharon se puso de rodillas y se arrastró entre la maleza. Los arbustos de bayas le arañaban la cara y le enganchaban el pelo, pero no le importaba. Sólo paró cuando notó que los arbustos la rodeaban por todas partes. Se estiró boca arriba. Y sintió el peso del hijo que llevaba dentro.
En el furgón sin luz, Madre se removió y luego apartó la manta y se levantó. La luz gris de las estrellas penetraba ligeramente por la puerta abierta. Madre caminó hasta la puerta y se quedó contemplando el exterior. Las estrellas iban palideciendo por el este. El una granja y pierde su granja y eso es una sacudida. La mujer fluye, como un arroyo, con pequeños remolinos y pequeñas cascadas, pero el río sigue adelante. La mujer lo ve así. No vamos a extinguirnos. La gente sigue adelante…, cambiando un poco, quizá, pero siempre adelante.
—¿Cómo lo puedes saber? —exigió el tío John—. ¿Qué es lo que va a impedir que todo se pare, que la gente se canse y se tumbe?
Madre lo consideró. Se frotó una mano brillante con la otra, empujó los dedos de la mano derecha entre los de la izquierda.
—Es difícil de decir —dijo—. Todo lo que hacemos me parece que está encaminado a seguir adelante. A mí me lo parece. Incluso estando hambrientos…, incluso estando enfermos; algunos mueren, pero los que quedan se hacen más fuertes. Intentad vivir al día, sólo al día.
El tío John dijo:
—Si ella no se hubiera muerto entonces…
—Vive al día —aconsejó Madre—. No te preocupes.
—Podría haber sido un buen año el año próximo, en casa —dijo Padre.
Madre dijo:
—¡Escuchad!
Había pasos furtivos por la pasarela y entonces apareció Al por la cortina.
—Hola —dijo—. Pensé que ya estaríais durmiendo.
—Al —dijo Madre—. Estamos hablando. Ven a sentarte aquí.
—Sí, de acuerdo. Yo también quiero hablar. Dentro de poco tendré que irme.
—No puedes. Te necesitamos aquí. ¿Por qué tienes que irte?
—Bueno, yo y Aggie Wainwright nos vamos a casar y yo voy a buscar empleo en un garaje y tendremos primero una casa alquilada… —levantó la vista con fiereza—. Vamos a hacerlo y no hay nadie que nos lo pueda impedir.
Los tres le contemplaron.
—Al —dijo Madre finalmente—. Nos alegramos. Nos alegramos mucho.
—¿De verdad?
—Pues claro que sí. Eres un hombre crecido. Necesitas una mujer. Pero no te vayas ahora mismo, Al.
—Se lo he prometido a Aggie —dijo—. Lo tenemos que hacer. No podemos aguantar más tiempo.
—Sólo hasta la primavera —suplicó Madre—. ¿No te quedas hasta la primavera? ¿Quién va a conducir el camión?
—Bueno…
La señora Wainwright asomó la cabeza por un lado de la cortina.
—¿Lo han oído ya? —preguntó.
—Sí. Lo hemos oído ahora mismo.
—Dios mío…, ojalá tuviéramos un pastel. Ojalá tuviéramos… un pastel o algo.
—Pondré una cafetera y haré tortitas —dijo Madre—. Tenemos almíbar para ponerles.
—¡Dios mío! —dijo la señora Wainwright—. Vaya. Mire, yo traeré algo de azúcar. Se la pondremos a las tortitas.
Madre puso leña menuda en la cocina y las brasas de la cena la hicieron arder. Ruthie y Winfield salieron de su cama como los cangrejos ermitaños salen de sus conchas. Durante un momento mostraron cautela; miraron a ver si seguían siendo criminales. Al no notarles nadie se volvieron atrevidos. Ruthie fue saltando a la pata coja hasta la puerta y volvió sin tocar en la pared.
Madre estaba poniendo harina en un cuenco cuando Rose of Sharon subió la pasarela. Se estabilizó con cautela.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—Escucha la noticia —gritó Madre—. Vamos a hacer una pequeña fiesta por Al y Aggie Wainwright, que van a casarse.
Rose of Sharon se quedó completamente inmóvil. Miró lentamente a Al que estaba ruborizado y avergonzado.
La señora Wainwright gritó desde el otro extremo del furgón:
—Le estoy poniendo a Aggie un vestido limpio. Voy ahora mismo.
Rose of Sharon se volvió lentamente. Volvió a la amplia puerta y bajó la pasarela. Una vez en el suelo, se dirigió despacio hacia el arroyo y el sendero que iba junto a él. Tomó el mismo camino que había hecho antes Madre…, por entre los sauces. El viento soplaba ahora más regularmente y los arbustos silbaban sin pausa. Rose of Sharon se puso de rodillas y se arrastró entre la maleza. Los arbustos de bayas le arañaban la cara y le enganchaban el pelo, pero no le importaba. Sólo paró cuando notó que los arbustos la rodeaban por todas partes. Se estiró boca arriba. Y sintió el peso del hijo que llevaba dentro.
En el furgón sin luz, Madre se removió y luego apartó la manta y se levantó. La luz gris de las estrellas penetraba ligeramente por la puerta abierta. Madre caminó hasta la puerta y se quedó contemplando el exterior. Las estrellas iban palideciendo por el este. El viento soplaba suavemente sobre los arbustos de los sauces, y del pequeño arroyo venía el murmullo calmoso del agua. La mayoría del campamento dormía, pero delante de una tienda ardía una hoguerita y había gente a su alrededor, calentándose. Madre los podía ver a la luz del danzante fuego nuevo mientras estaban frente a las llamas, frotándose las manos; después se dieron la vuelta y pusieron las manos a la espalda. Durante un buen rato Madre miró fuera, con las manos juntas delante de ella. El viento irregular sopló bruscamente y pasó, y el aroma de la escarcha llenó el aire. Madre tembló y se frotó las manos. Volvió adentro y tanteó las cerillas, al lado del farol. La pantalla chirrió. Ella prendió la mecha, vio cómo ardía, azul, y cómo levantaba el círculo de luz, amarillo y delicado. Llevó el farol a la cocina y lo dejó en el suelo mientras ella rompía las frágiles ramitas de sauce y las ponía en la caja de la lumbre. Al cabo de un momento el fuego ardía chimenea arriba.
Rose of Sharon rodó pesadamente y se sentó.
—Me levanto ahora mismo —dijo.
—¿Por qué no te tumbas un minuto hasta que se caliente? —preguntó Madre.
—No, me levanto ya.
Madre llenó la cafetera con agua del cubo y la puso en la cocina y puso a calentar la sartén, bien llena de grasa, para los panes de maíz.
—¿Qué te pasa? —preguntó quedamente.
—Voy afuera —dijo Rose of Sharon.
—¿Dónde afuera?
—A recoger algodón.
—No puedes —dijo Madre—. Estás demasiado avanzada.
—No. Y voy a ir.
Madre midió el café en el agua.
—Rosasharn, no estuviste ayer para las tortitas —la muchacha no contestó—. ¿Para qué quieres recoger algodón? —siguió sin responder—. ¿Es por Al y Aggie? —esta vez Madre miró con atención a su hija—. Ah. Bueno, no necesitas ir a recoger.
—Voy a ir.
—Bueno, pero no fuerces.
—Levanta, Padre. Despierta, levántate.
Padre parpadeó y bostezó.
—No he dormido lo suficiente —gimió—. Debían de ser más de las once cuando nos acostamos.
—Venga, levantaos todos y a lavarse.
Los ocupantes del furgón volvían lentamente a la vida, retiraban las mantas y se ponían la ropa. Madre cortó cerdo salado en lonchas en la segunda sartén.
—Salid a lavaros —ordenó.
Una luz surgió del otro extremo del furgón. Y llegó el sonido de cortar la leña de la parte de los Wainwright.
—Señora Joad —llegó la voz—. Nos estamos preparando. Estaremos listos.
Al gruñó:
—¿Para qué tenemos que levantarnos tan pronto?
—Son sólo veinte acres —dijo Madre—. Tenemos que llegar a tiempo. Ya no queda demasiado algodón. Tenemos que llegar antes de que lo recojan. —Madre les apremió a lavarse y a tomar un apresurado desayuno—. Venga, bébete el café —dijo—. Hay que salir ya.
—No se puede recoger algodón en la oscuridad, Madre.
—Podemos estar allí cuando salga el sol.
—Quizá esté húmedo.
—No llovió lo bastante. Venga, bébete el café. Al, en cuanto hayas acabado enciende el motor.
Ella llamó:
—¿Le falta mucho, señora Wainwright?
—Estamos comiendo. Dentro de un minuto estaremos listos.
Fuera, el campamento había vuelto a la vida. Las hogueras ardían delante de las tiendas. Los tubos de las cocinas de los furgones arrojaban humo.
Al apuró su café y se llenó la boca de posos. Bajó la pasarela escupiéndolos.
—Estamos preparados, señora Wainwright —llamó Madre. Se volvió hacia Rose of Sharon. Dijo:
—Tienes que quedarte.
La joven apretó las mandíbulas con decisión.
—Voy a ir —dijo—. Madre, tengo que ir.
—Pero si no tienes bolsa de algodón. No podrías arrastrar un saco.
—Recogeré en el tuyo.
—Preferiría que no lo hicieras.
—Voy a ir.
Madre suspiró.
—No te quitaré el ojo de encima. Ojalá pudiéramos tener un médico —Rose of Sharon se movió nerviosamente por el furgón. Se puso una chaqueta ligera y se la quitó—. Coge una manta —sugirió Madre—. Si quieres descansar, estarás caliente —oyeron rugir el motor del camión detrás del furgón—. Vamos a ser los primeros en llegar —dijo Madre exultante—. Venga, coged vuestros sacos. Ruthie, no os olvidéis de las camisas que os arreglé para recoger.
Los Wainwright y los Joad subieron al camión en la oscuridad. Ya llegaba la aurora, pero era lenta y pálida.
—Tuerce a la izquierda —le dijo Madre a Al—. Allí debe haber un letrero que anuncie el sitio a donde vamos —avanzaron por la oscura carretera. Y otros coches les siguieron, y detrás, en el campamento, los coches se ponían en funcionamiento con las familias apiñadas en ellos; y los coches salían a la carretera y torcían a la izquierda.
Un trozo de cartón estaba atado a un buzón a la derecha de la carretera y en él, escrito con tinta azul «Se necesitan recolectores de algodón». Al dobló para entrar y se dirigió hacia el corral. Y el corral estaba ya lleno de coches. Un globo eléctrico en un extremo del granero blanco iluminaba un grupo de hombres y mujeres que estaban cerca de la balanza con las bolsas enrolladas bajo el brazo. Algunas de las mujeres llevaban las bolsas por los hombros y cruzadas delante.
—No llegamos tan temprano como pensábamos —observó Al. Acercó el camión a una cerca y lo aparcó. Las familias bajaron y fueron a reunirse con el grupo que esperaba, y más coches llegaron de la carretera y aparcaron y más familias se unieron al grupo. Bajo la luz del extremo del granero el propietario les inscribía.
—Hawley —dijo. ¿H-A-W-L-E-Y? ¿Cuántos?
—Cuatro. Will…
—Will.
—Benton.
—Benton.
—Amelia…
—Amelia.
—Claire…
—Claire. ¿Quién es el siguiente? ¿Carpenter? ¿Cuántos?
—Seis.
El propietario los anotaba en el libro dejando un espacio libre para el peso.
—¿Tiene bolsa? Yo tengo unas cuantas. Cuestan un dólar —y los coches inundaban el corral. El propietario se ajustó a la garganta su chaqueta de cuero forrada de borrego. Miró al camino con aprensión.
—Con toda esta gente esos veinte acres se van a recoger en un momento.
Los niños treparon al remolque grande de algodón metiendo los dedos de los pies en los dos lados de la rejilla de alambre.
—Fuera de ahí —gritó el propietario—. Vais a romper el alambre —y los niños bajaron, avergonzados y en silencio. Llegó el amanecer gris—. Les tendré que rebajar una tara de peso por el rocío —dijo el propietario—. Lo cambiaré cuando salga el sol. Bien, salgan cuando quieran. Hay luz suficiente para ver.
Los recolectores se dirigieron rápidamente hacia el campo de algodón y se cogieron sus hileras. Se ataron la bolsa a la cintura e hicieron palmas para calentar los dedos rígidos que tenían que estar ágiles. La aurora coloreó las colinas del este y la ancha línea se movió entre las hileras. Y de la carretera seguían llegando coches y aparcando en el corral hasta que estuvo lleno y luego aparcaron a ambos lados de la carretera. El viento soplaba enérgicamente sobre el campo.
—No sé cómo todos ustedes se han enterado —dijo el propietario—. Debe haber una buena radio macuto. Los veinte acres no llegarán ni al mediodía. ¿Qué nombre? ¿Hume? ¿Cuántos?
La fila de gente avanzaba sobre el campo y el fuerte y firme viento del oeste les volaba la ropa. Sus dedos volaban a las desbordantes cápsulas y luego a los largos sacos que iban pesando cada vez más, detrás de ellos.
Padre habló con el hombre que iba por la hilera de su derecha.
—En casa un viento así podía traer lluvia. Parece que hay un poco de helada, no creo que llueva. ¿Cuánto tiempo lleva por aquí? —mantenía los ojos bajos fijos en su trabajo, mientras hablaba.
Su vecino no levantó la vista.
—Llevo casi un año.
—¿Diría que va a llover?
—No lo puedo decir y no es ninguna deshonra. Gente que ha vivido toda su vida no lo puede decir. Si la lluvia puede arruinar una cosecha, seguro que llueve. Eso es lo que dicen por aquí.
Padre miró rápidamente a la colinas del oeste. Grandes nubes grises volaban sobre las cumbres, cabalgando ligeras en el viento.
—Eso parecen nubes de lluvia —dijo.
Su vecino miró de soslayo.
—No podría decirlo —dijo. Y en todas las filas la gente miró a las nubes. Y luego se inclinaron más para realizar su trabajo y sus manos volaron al algodón. Competían al recoger, competían contra el tiempo y el peso del algodón, competían contra la lluvia y entre ellos mismos… Una cantidad limitada de algodón y una cantidad de dinero a ganar. Llegaron al otro lado del campo y corrieron por una hilera nueva. Ahora iban de cara al viento y podían ver nubes altas y grises moviéndose por el cielo hacia el sol naciente. Y más coches aparcaron al borde de la carretera y más recolectores llegaban a inscribirse. La fila de gente se movía frenéticamente a través del campo, pesaban al final, apuntaban su algodón, anotaban el peso de sus propios libros y corrían a por otra hilera.
A las once el campo estaba recogido y el trabajo hecho. Los remolques de laterales de alambre estaban enganchados a camiones de laterales de alambre y salieron a la carretera en dirección a la desmotadora. El algodón se escapaba a través del alambre y pequeñas nubes de algodón volaban por el aire, e hilachas de algodón se enganchaban y agitaban en las hierbas al lado de la carretera. Los recolectores se apiñaron con aire desconsolado en el corral y se pusieron en fila para recibir su paga.
—Hume, James, veintidós centavos. Ralph, treinta centavos. Joad, Thomas, noventa centavos, Winfield, quince centavos —el dinero estaba en montones, monedas de plata, de cinco centavos y de un centavo. Y todos los hombres miraban en su propio libro mientras le pagaban—. Wainwright, Agnes, veinticuatro centavos. To-bin, sesenta y tres centavos —la línea se movía lenta. Las familias volvían a sus coches en silencio. Y se iban lentamente.
Los Joad y los Wainwright esperaron en el camión a que se despejara el camino. Mientras esperaban, empezaron a caer las primeras gotas. Al sacó la mano de la cabina para notarlas. Rose of Sharon estaba sentada en medio y Madre al otro lado. Los ojos de la joven habían perdido de nuevo el lustre.
—No debías haber venido —dijo Madre—. No recogiste más de diez o quince libras —Rose of Sharon miró su vientre hinchado y no replicó. Se estremeció de repente y levantó la cabeza. Madre, que la observaba con atención, desenrolló su bolsa de algodón, la extendió por los hombros de Rose of Sharon y la abrazó.
Por fin el camino quedó despejado. Al encendió el motor y salió a la carretera. Las gotas grandes que caían de vez en cuando como lanzas salpicaban en la carretera y mientras el camión seguía su camino las gotas se hicieron más pequeñas y frecuentes. La lluvia golpeaba la cabina tan ruidosamente que se podía oír por encima del ruido del motor gastado y viejo. En la caja del camión los Wainwright y los Joad extendieron sus bolsas y se las pusieron sobre la cabeza y los hombros.
Rose of Sharon tembló violentamente contra el brazo de Madre y ésta gritó:
—Corre, Al. Rosasharn ha cogido frío. Tiene que meter los pies en agua caliente.
Al aceleró el ruidoso motor y al llegar al campamento se acercó lo más posible a los furgones rojos.
Madre estaba dando órdenes antes de estar parados del todo.
—Al —le ordenó—, tú y John y Padre id a los sauces y coged la leña que podáis. Tenemos que mantenernos calientes.
—Me pregunto si el techo tendrá goteras.
—No, no lo creo. Se estará seco, pero tenemos que tener madera, para estar calientes. Que vayan también Ruthie y Winfield. Que cojan leña menuda. Esta muchacha no está bien —Madre salió y Rose of Sharon intentó seguirla, pero le fallaron las rodillas y se sentó pesadamente en el estribo.
La gorda señora Wainwright la vio.
—¿Qué pasa? ¿Ha llegado el momento ya?
—No, creo que no —dijo Madre—. Tiene escalofríos. A lo mejor ha cogido frío. Écheme una mano, por favor —las dos mujeres sostuvieron a Rose of Sharon. Después de dar unos pasos recuperó las fuerzas y las piernas pudieron sostener su propio peso.
—Estoy bien, Madre —dijo—. Sólo fue un minuto allí.
Las dos mujeres mayores siguieron con las manos agarradas a los codos de la joven.
—Los pies en agua caliente —dijo Madre acertadamente. La ayudaron a subir la pasarela y a entrar en el furgón.
Madre levantó la vista.
—Gracias a Dios que tenemos un buen techo —dijo—. Las tiendas siempre gotean aunque sean buenas. Ponga sólo un poco de agua, señora Wainwright.
Rose of Sharon yacía inmóvil en un colchón. Les dejó que le quitaran los zapatos y le frotaron los pies. La señora Wainwright se inclinó sobre ella:
—¿Tienes dolor? —quiso saber.
—No, es solamente que no me encuentro bien. Me encuentro mal.
—Tengo calmantes y sales —dijo la señora Wainwright—. Si quiere algo, úselo. Es bienvenida.
La muchacha tembló violentamente.
—Tápame, Madre. Tengo frío. —Madre trajo todas las mantas y las apiló encima de ella. La lluvia caía rugiente en el tejado.
Entonces llegaron los buscadores de leña con muchas ramas y los sombreros y chaquetas chorreando.
—Dios, sí que está mojada —dijo Padre—. Te cala en un minuto.
Madre dijo:
—Será mejor que volváis y traigáis más. Se quema muy deprisa. Dentro de nada estará oscuro. —Ruthie y Winfield entraron goteando y arrojaron los palos en el montón. Dieron media vuelta para volver a salir—. Vosotros os quedáis —ordenó Madre—. Acercaos al fuego y secaos.
La tarde estaba plateada por la lluvia, las carreteras relucían de agua. Hora tras hora las plantas de algodón parecían ennegrecerse y arrugarse. Padre, Al y el tío John hicieron un viaje tras otro a la maleza y trajeron cargas de leña. La apilaron cerca de la puerta hasta que el montón casi llegó al techo y por fin lo dejaron y se acercaron a la cocina. Ríos de agua corrían de sus sombreros a los hombros. Los bordes de las chaquetas goteaban y los zapatos hacían un ruido de agua cuando caminaban.
—Muy bien, ahora quitaos esas ropas —dijo Madre—. Os tengo preparado un café. Y tenéis monos limpios para cambiaros. No os quedéis ahí.
La noche llegó pronto. En los furgones las familias se acurrucaron juntas escuchando el agua en los techos.