EN EL CAMPAMENTO de Weedpatch, una noche en que hilachas de nubes largas colgaban sobre la puesta del sol, que incendiaba sus extremos, la familia Joad se entretuvo después de cenar. Madre vaciló antes de empezar a fregar los platos.
—Tenemos que hacer algo —dijo. Y señaló a Winfield—. Miradle —insistió. Y cuando miraron al niño—, tiembla y se retuerce en el sueño. Mirad qué color tiene —los miembros de la familia volvieron la vista a la tierra avergonzados—. Color de masa frita —dijo Madre—. Hemos estado aquí un mes. Tom ha trabajado cinco días y los demás habéis salido todos los días para no encontrar trabajo. Os da miedo hablar. Y no hay ya dinero. Tenéis miedo de decirlo. Todas las noches nada más cenar os vais por ahí. No podéis resistir el hablar. Pues tenéis que hacerlo. A Rosasharn no le queda mucho y mirad qué color tiene. Tenéis que hablar de ello. Que nadie se levante hasta que pensemos algo. Nos queda grasa para un día, harina para dos y diez patatas. Sentaos aquí y poneos a pensar.
Ellos miraban al suelo. Padre se limpió las recias uñas con la navaja. El tío John arrancó una astilla de la caja en la que estaba sentado. Tom se pellizcó el labio inferior y tiró de él apartándolo de los dientes. Soltó el labio y dijo suavemente:
—Hemos estado buscando, Madre. Hemos salido a pie desde que se nos acabó la gasolina. Hemos entrado por todos los portones, llegado a todas las casas, incluso cuando sabíamos que no habría nada. Uno acaba agobiándose cuando sale a buscar algo que sabe que no va a encontrar.
Madre contestó con fiereza:
—No tenéis derecho a desanimaros. Esta familia se está yendo abajo. Y no tenéis derecho.
Padre se inspeccionó la uña limpia.
—Tenemos que irnos —dijo—. No queríamos, se está bien aquí y la gente es amable. Tenemos miedo de tener que ir a vivir a uno de esos Hoovervilles.
—Bueno, si tenemos que hacerlo, lo haremos. Pero lo primero es que hay que comer.
Al la interrumpió.
—El depósito de gasolina del camión está lleno. No dejé que nadie lo usara.
Tom sonrió.
—Este Al tiene buen juicio, además de buen humor.
—Ahora pensad —dijo Madre—. No pienso seguir viendo cómo esta familia se muere de hambre. Queda grasa para un día. Es lo que hay. Cuando llegue el momento tendremos que alimentar bien a Rosasharn. Ya podéis poneros a pensar.
—Aquí hay agua caliente y servicios —empezó Padre.
—Pero los servicios no se comen.
Tom dijo:
—Hoy vino por aquí un tipo buscando hombres para ir a Marysville. A recoger fruta.
—Bien, ¿por qué no vamos a Marysville? —exigió Madre.
—No sé —respondió Tom—. Por alguna razón tenía mala pinta. El tipo estaba muy ansioso y no quiso decir cuánto iban a pagar. Dijo que no lo sabía exactamente.
Madre dijo:
—Nos vamos a Marysville. No me importa cuánto paguen. Nos vamos.
—Está demasiado lejos —replicó Tom—. No tenemos dinero para la gasolina. No sé cómo vamos a llegar. Madre, dices que tenemos que pensar, yo no he hecho otra cosa en todo el tiempo.
El tío John dijo:
—Me ha dicho uno que hay algodón en el norte, cerca de un lugar llamado Tulare. Dijo que no está muy lejos.
—Bueno, tenemos que movernos y movernos pronto. No pienso quedarme sentada aquí por muy bonito que esto sea —Madre cogió el cubo y fue a los servicios por agua caliente.
—Madre se vuelve dura —comentó Tom—. Ya la he visto enfadarse un montón de veces y explotar.
Padre dijo aliviado:
—Bueno, de todas formas ella ha sacado el tema. He estado estrujándome los sesos por las noches. Ahora por lo menos podemos hablarlo.
Madre regresó con el cubo lleno de agua humeante.
—Bien —insistió—, ¿se os ha ocurrido algo?
—Estamos dándole vueltas —contestó Tom—. Podríamos hacer el equipaje y viajar hacia el norte, a donde está ese algodón. Ya hemos estado aquí y sabemos que aquí no hay nada. Podríamos recoger los bártulos y largarnos al norte. Para estar allí cuando el algodón esté a punto. No me importaría volver a trabajar en el algodón. ¿Tienes el depósito lleno, Al?
—Casi lleno, menos unos cinco centímetros.
—Supongo que bastará para llegar hasta allí.
Madre mantuvo un plato suspendido sobre el cubo.
—¿Bien? —preguntó.
Tom dijo:
—Tú ganas. Creo que debemos movernos. ¿Eh, Padre?
—Parece que no hay más remedio —dijo Padre.
Madre fijó la vista en él.
—¿Cuándo?
—Bueno…, no hay porqué esperar. Podríamos irnos por la mañana.
—Tenemos que irnos por la mañana. Ya te he dicho lo que nos queda.
—Mira, Madre, no pienses que no quiero marchar. Hace dos semanas que no me lleno la barriga con gusto. Claro que me he llenado, pero sin sacar nada bueno de ello.
Madre dejó caer el plato en el cubo.
—Nos iremos por la mañana —dijo.
Padre respiró haciendo ruido.
—Parece que los tiempos están cambiando —dijo con sarcasmo—. En otros tiempos era el hombre el que decidía qué hacer. Parece que ahora lo deciden las mujeres. Me da la impresión de que va siendo hora de sacar el palo.
Madre puso el plato limpio y chorreante en una caja. Sonrió con la vista fija en su trabajo.
—Saca el palo, Padre —dijo—. En tiempos en que hay comida y un lugar donde sentarse quizá puedas usar el palo y conservar la piel. Pero no estás haciendo tu parte, ni pensando ni trabajando. Si lo estuvieras haciendo podrías usar tu palo y las mujeres iríamos por ahí llorando, escondiéndonos como ratones. Pero coge el palo ahora y no te creas que vas a zurrar a ninguna mujer; vas a pelear porque yo también tengo mi palo preparado.
Padre hizo una mueca de vergüenza.
—No es bueno que los pequeños te oigan hablar así —dijo.
—Tú ocúpate de llenar con un poco de tocino a los pequeños antes de venir diciendo lo que es bueno para ellos —dijo Madre.
Padre se levantó disgustado y se alejó y el tío John le siguió.
Las manos de Madre siguieron moviéndose en el agua, pero contempló cómo se iban y le dijo orgullosamente a Tom:
—Él está bien. No está vencido. Estaba a punto de pegarme una bofetada.
Tom se echó a reír.
—¿Sólo estabas viendo hasta dónde podía aguantar?
—Claro —dijo Madre—. Mira, un hombre se puede preocupar y preocupar hasta consumirse y al poco se echará y se dejará morir con el corazón seco. Pero si lo coges, le haces enfurecerse, entonces se pondrá bien. Padre no ha dicho nada, pero ahora está enfadado. Y me lo va a demostrar. Eso es que está bien.
Al se puso en pie.
—Voy a caminar un poco por ahí —dijo.
—Más te vale revisar el camión a ver si está a punto —le advirtió Tom.
—Está a punto.
—Si no lo está, te echaré encima a Madre.
—Está a punto. —Al paseó con garbo a lo largo de la fila de tiendas.
Tom suspiró.
—Me estoy cansando, Madre. ¿Qué tal si me enfureces a mí un poco?
—Tú tienes más juicio, Tom. A ti no necesito enfadarte. Tengo que apoyarme en ti. Estos otros… son una especie de extraños, todos menos tú. Tú no te rindes, Tom.
El deber cayó sobre él.
—No me gusta —dijo—. Quiero salir como Al. Y enfadarme como Padre y quiero emborracharme como el tío John.
Madre meneó la cabeza.
—No puedes, Tom. Lo supe desde que eras un crío. No puedes. Hay algunos que son ellos mismos y nada más. Ahí tienes a Al, no es más que un joven detrás de una muchacha. Tú nunca fuiste así, Tom.
—Claro que sí —rebatió Tom—. Y lo sigo siendo.
—No es verdad. Todo lo que haces va más allá de ti. Lo supe cuando te metieron en la cárcel. Tú estás comprometido.
—Venga, Madre, déjalo ya. Eso no es verdad. Son imaginaciones tuyas.
Madre amontonó los cuchillos y los tenedores encima de los platos.
—Tal vez, tal vez son imaginaciones. Rosasharn, seca éstos de aquí y guárdalos.
La joven se levantó sin aliento, con la panza hinchada colgando delante de ella. Se dirigió perezosamente hacia la caja y cogió un plato lavado.
Tom dijo:
—Está poniéndose tan tensa que se le abren los ojos.
—No empieces a molestar —dijo Madre—. Lo está llevando bien. Tú lárgate a despedirte de quien quieras.
—De acuerdo —accedió él—. Voy a enterarme a cuánto está aquello.
Madre le dijo a la muchacha:
—No dice esas cosas para hacer que te sientas mal. ¿Dónde están Ruthie y Winfield?
—Se escabulleron detrás de Padre. Les vi irse.
—Bueno, que vayan.
Rose of Sharon hacía su trabajo con calma. Madre la inspeccionó cuidadosamente.
—¿Te encuentras bien? Parece que te cuelgan las mejillas.
—Me dijeron que debía tomar leche y no he tomado.
—Ya lo sé. Simplemente es que no teníamos leche.
Rose of Sharon dijo en tono apagado:
—Si Connie no se hubiera marchado, ahora ya tendríamos una casita y él estaría estudiando. Habría podido tomar la leche que debía. Habría tenido un hermoso bebé. Este niño no va a estar bien. Tenía que haber tomado leche —se llevó la mano al bolsillo del delantal y se metió algo en la boca.
Madre dijo:
—Te he visto mordisqueando algo. ¿Qué comes?
—Nada.
—Venga, dime qué comes.
—Un poco de cisco. Encontré un trozo grande.
—Pero si eso es comer suciedad…
—Me siento como si me apeteciera.
Madre se quedó silenciosa. Abrió las rodillas y se estiró la falda.
—Te entiendo —dijo finalmente—. Una vez que estaba embarazada comí carbón. Un gran pedazo de carbón. La abuela me dijo que no debía. No digas esas cosas del niño. No tienes derecho a pensarlo.
—¡No tengo marido! ¡No tomo leche!
Madre dijo:
—Si estuvieras bien te daría una bofetada. En toda la cara. —Se puso en pie y entró en la tienda. Salió y se puso delante de Rose of Sharon y alargó la mano—. ¡Mira! —tenía los pequeños pendientes de oro en la mano—. Son para ti.
Durante un momento los ojos de la muchacha se iluminaron y luego desvió la mirada.
—No tengo agujeros.
—Bueno, pues te los voy a hacer —Madre volvió a entrar presurosa en la tienda. Regresó con una caja de cartón. Rápidamente enhebró una aguja, puso el hilo doble y ató en él una serie de nudos. Enhebró una segunda aguja y anudó el hilo. En la caja encontró un trozo de corcho.
—Me va a doler. Me va a doler.
Madre llegó a su lado, puso el corcho en la parte de detrás del lóbulo de la oreja y empujó la aguja a través de la oreja hasta que se clavó en el corcho. La joven se crispó.
—Me pincha. Me va a doler.
—No más de lo que te ha dolido.
—Sí, seguro que sí.
—Bueno. Entonces veamos primero la otra oreja —colocó el corcho y agujereó la otra oreja.
—Me va a doler.
—Venga, ya está —dijo Madre—. Ya está todo hecho.
Rose of Sharon la miró con asombro. Madre sacó las agujas y pasó un nudo de cada hilo a través de los lóbulos.
—Ya está —dijo—. Cada día pasaremos un nudo y dentro de dos semanas estará listo y podrás ponértelos. Aquí los tienes…, ahora son tuyos. Guárdalos tú.
Rose of Sharon se tocó las orejas con delicadeza y miró las manchitas de sangre de sus dedos.
—No me ha dolido. Sólo pincha un poco.
—Debía haberte hecho los agujeros hace mucho —dijo Madre. Contempló el rostro de la joven y sonrió satisfecha—. Ahora acaba de recoger esos platos. Tu niño va a ser un buen bebé. Estuve a punto de dejarte tener el niño sin agujeros en las orejas. Pero ya estás a salvo.
—¿Es que significa algo?
—Pues claro —dijo Madre—. Por supuesto que sí.
Al paseó por la calle hacia la pista de baile. Junto a una tienda pequeña y pulcra silbó suavemente y luego siguió calle abajo. Caminó hasta la linde del campamento y se sentó en la hierba.
Las nubes que colgaban por el oeste habían perdido sus bordes rojos y en el centro estaban negras. Al se rascó la pierna y contempló el cielo del anochecer.
Al cabo de unos momentos se acercó caminando una joven rubia; era guapa y de rasgos marcados. Se sentó en la hierba junto a él, sin hablar. Al le puso la mano en la cintura y movió los dedos por alrededor.
—No hagas eso —dijo ella—. Me haces cosquillas.
—Mañana nos marchamos —dijo Al.
Ella le miró sorprendida.
—¿Mañana? ¿A dónde?
—Hacia el norte —dijo él a la ligera.
—Pero nosotros vamos a casarnos, ¿no es eso?
—Claro que sí, con el tiempo.
—¡Tú dijiste que sería muy pronto! —gritó ella enfadada.
—Bueno, pronto es cuando pronto llega.
—Me lo has prometido —él movió los dedos más allá.
—Quita —gritó ella—. Me dijiste que nos íbamos a casar.
—Pero si es verdad.
—Y ahora te marchas.
Al exigió:
—¿Qué te pasa? ¿Es que estás embarazada?
—No.
Al se echó a reír.
—No he hecho más que perder el tiempo, ¿eh?
Ella sacó la barbilla. Se puso en pie de un salto.
—Apártate de mí, Al Joad. No quiero volver a verte.
—Venga ya. ¿Qué es lo que pasa?
—Te crees que eres… lo más duro que corre por ahí.
—Espera un momento.
—No, señor…, quita ya.
Al arremetió de repente, la cogió por un tobillo y le hizo tropezar. La aprisionó cuando ella cayó y la sujetó y le puso una mano sobre la boca furibunda. Ella intentó morderle la palma, pero él la ahuecó sobre su boca y la sujetó con el otro brazo. Después de un momento ella se quedó inmóvil y un poco más tarde los dos reían juntos sobre la hierba seca.
—Mira, estaré de vuelta dentro de nada —dijo Al—. Y con el bolsillo lleno de pasta. Iremos a Hollywood a ver películas.
Estaba tumbada de espaldas. Al se inclinó sobre ella. Y vio la brillante estrella de la tarde reflejada en sus ojos, al igual que la negra nube.
—Iremos en tren —dijo.
—¿Cuánto tiempo estarás fuera? —preguntó ella.
—Bah, puede que un mes —respondió él.
La oscuridad del anochecer cayó y Padre y el tío John se acuclillaron con los cabezas de familia al lado de la oficina. Estudiaban la noche y el futuro. El pequeño director, con sus ropas blancas, deshilachadas y limpias, apoyó los codos en el pasamanos del porche. Su rostro mostraba tensión y cansancio.
Huston levantó la mirada hacia él.
—Más le valdría dormir un poco.
—Es lo que debería hacer. Anoche nació un niño en la unidad tres. Me estoy convirtiendo en una buena comadrona.
—Uno tiene que saber de todo —dijo Huston—. Los casados deberían saber.
Padre dijo:
—Nos marchamos por la mañana.
—¿Sí? ¿En qué dirección?
—Pensamos subir un poco hacia el norte. Intentar coger el primer algodón. No hemos encontrado trabajo. No nos queda comida.
—¿Sabéis si hay trabajo? —preguntó Huston.
—No, pero estamos seguros de que aquí no hay nada.
—Habrá trabajo un poco más adelante —dijo Huston—. Nosotros vamos a aguantar.
—No queremos irnos —explicó Padre—. La gente de aquí ha sido muy amable… y las instalaciones y todo lo demás. Pero hay que comer. Tenemos el depósito de gasolina lleno. Eso bastará para subir un poco hacia el norte. Aquí nos bañábamos todos los días. Nunca he estado tan limpio en toda mi vida. Es curioso…, antes sólo me bañaba una vez por semana y no parecía apestar. Pero ahora si no me baño cada día ya huelo. Me pregunto si es consecuencia de bañarse tan a menudo.
—Tal vez es que antes no podías olerte —dijo el director.
—Tal vez. Ojalá pudiéramos quedarnos.
El pequeño director se sujetó las sienes con las palmas de las manos.
—Creo que esta noche va a haber otro nacimiento —dijo.
—En nuestra familia habrá uno dentro de poco —dijo Padre—. Me gustaría que naciera aquí. De verdad que me gustaría.
Tom y Willie y Jule el mestizo estaban sentados en el borde de la pista de baile con los pies colgando.
—Tengo un saco de tabaco Durham —dijo Jule—. ¿Queréis un cigarrillo?
—Pues sí me gustaría —dijo Tom—. Hace un montón de tiempo que no me fumo uno —lió el cigarrillo marrón cuidadosamente para reducir al mínimo la pérdida de tabaco.
—Vaya, sentiremos que te vayas —dijo Willie—. Sois buena gente.
Tom encendió su cigarrillo.
—He estado pensándolo mucho. Dios mío, ojalá pudiéramos establecernos en un sitio fijo.
Jule recogió su Durham.
—No está bien —dijo—. Tengo una niña pequeña. Pensé que cuando llegáramos aquí podría ir a la escuela. Pero, maldita sea, apenas estamos en cada sitio el tiempo suficiente. La marcha continúa y nosotros nos seguimos arrastrando hacia adelante.
—Espero que no acabemos en otro Hooverville —dijo Tom—. Allí me asusté de verdad.
—¿Los ayudantes del sheriff te acosaron?
—Tenía miedo de matar a alguien —dijo Tom—. Estuvimos allí poco tiempo, pero estuve constantemente hirviendo. Uno de los ayudantes vino y se llevó a un amigo sólo por hablar cuando no le tocaba. Yo estaba hirviendo todo el tiempo.
—¿Has estado alguna vez en una huelga? —preguntó Willie.
—No.
—Bueno, he estado pensando mucho. ¿Por qué no entran aquí los ayudantes y montan la bronca como en todos los demás sitios? ¿Creéis que ese pequeñín de la oficina es el que los detiene? No, señor.
—Ya. ¿Qué es lo que les detiene? —preguntó Jule.
—Te lo voy a decir. Es porque trabajamos todos juntos. Un ayudante no puede meterse con uno que viva en este campamento, se mete con todo el maldito campamento. Y no se atreve. Sólo tenemos que dar un giro y allí hay doscientos hombres. Un organizador del sindicato estuvo hablando en la carretera. Decía que podríamos hacer eso en cualquier parte. No pueden montar bronca con doscientos hombres. Se meten con personas sueltas.
—Sí —dijo Jule—, y supón que tienes un sindicato. Necesitas líderes. Se limitarán a llevarse a los líderes, y ¿dónde queda tu sindicato?
—Bueno —replicó Willie—, alguna vez habrá que planearlo. Llevo aquí un año y los jornales bajan sin cesar. Uno no puede dar de comer a su familia con su trabajo ahora, y cada vez está peor. No va a servir de nada quedarse sentado y morirse de hambre. No sé qué hacer. Si uno tiene un tiro de caballos no pone el grito en el cielo si los tiene que alimentar cuando no están trabajando. Pero si uno tiene hombres trabajando para él, le importa un comino. Los caballos valen mucho más que los hombres. No lo entiendo.
—Se pone tan feo que no quiero ni pensar en ello —dijo Jule—. Y tengo que pensar. Tengo una niña pequeña. Ya sabéis lo guapa que es. Una semana le dieron un premio en este campamento por lo guapa que es. Bueno, ¿y qué le va a pasar a ella? Está adelgazando. No lo voy a soportar. Es tan guapa… Voy a explotar.
—¿Cómo? —preguntó Willie—. ¿Qué vas a hacer…, robar y acabar en la cárcel? ¿Matar a alguien y que te cuelguen?
—No sé —dijo Jule—. Me vuelve loco pensarlo. Me vuelve loco del todo.
—Voy a echar de menos esos bailes —dijo Tom—. Algunos han sido los más bonitos que he visto nunca. Bueno, me retiro. Hasta otra. Nos veremos en algún otro lugar —se estrecharon las manos.
—Claro que volveremos a vernos —dijo Jule.
—Bueno, hasta pronto —Tom se alejó en la oscuridad.
En la oscuridad de la tienda de los Joad, Ruthie y Winfield estaban acostados en su colchón y Madre estaba echada a su lado. Ruthie susurró:
—¡Madre!
—¿Sí? ¿Aún no te has dormido?
—Madre…, en el sitio a donde vamos ¿habrá cróquet?
—No lo sé. Duérmete. Queremos salir temprano.
—Bueno, ojalá pudiéramos quedarnos aquí, donde estamos seguros de que hay cróquet.
—Shh —acalló Madre.
—Madre, Winfield le pegó a un niño esta noche.
—No debía haberlo hecho.
—Ya lo sé. Se lo dije, pero le dio al niño en toda la nariz y, Jesús, cómo le corría la sangre.
—No hables así. No es una forma bonita de hablar.
Winfield se dio la vuelta.
—Ese niño dijo que éramos okies —dijo indignado—. Dijo que él no era okie porque viene de Oregón. Que nosotros éramos unos malditos okies. Le zurré.
—Shh. No debías haberle pegado. No te puede hacer daño llamándote nombres.
—Bueno, pues no pienso dejarle que lo haga —dijo Winfield ferozmente.
—Shh. Duérmete.
Ruthie dijo:
—Tenías que haber visto la sangre chorreándole… por toda la ropa.
Madre sacó una mano de debajo de la manta y le dio a Ruthie en la mejilla con un dedo. La chiquilla se puso rígida un instante y luego dejó oír la respiración entrecortada de un llanto silencioso.
En la unidad sanitaria, Padre y el tío John se sentaron en compartimientos adyacentes.
—¿Por qué no hacerlo cómodamente por última vez? —dijo Padre—. Es realmente cómodo. ¿Te acuerdas cómo se asustaron los pequeños cuando tiraron de la cadena por primera vez?
—Yo mismo tampoco me encontraba tan cómodo —dijo el tío John. Tiró de su mono y lo recogió con esmero por encima de las rodillas—. Me estoy poniendo mal —dijo—. Siento el pecado.
—No puedes pecar —replicó Padre—. No tienes dinero. Siéntate quieto y tranquilo. Te cuesta por lo menos dos dólares pecar, y no los juntamos entre todos.
—¡Sí! Pero yo estoy pensando en el pecado.
—Muy bien. Es gratis pensar en el pecado.
—Es igual de malo —dijo el tío John.
—Pero mucho más barato —dijo Padre.
—No te tomes el pecado a la ligera.
—No lo hago. Tú continúa así. Siempre te pones pecaminoso cuando el infierno se está desatando.
—Lo sé —dijo el tío John—. Siempre fue así. Nunca he contado ni la mitad de lo que he hecho.
—Bueno, guárdatelo para ti.
—Estos servicios tan bonitos me ponen pecaminoso.
—Entonces sal a los arbustos. Venga, súbete los pantalones y vamos a dormir —Padre se ajustó los tirantes del mono y cerró la hebilla con un chasquido seco. Tiró de la cadena y se quedó mirando pensativo mientras el agua giraba como un torbellino en la taza.
Estaba todavía oscuro cuando Madre puso en pie a su campamento. Las luces bajas de la noche brillaban a través de las puertas abiertas de las unidades sanitarias. De las tiendas que formaban las calles llegaban los ronquidos variados de los campistas.
Madre dijo:
—Venga, fuera. Tenemos que ponernos en marcha. El día ya está próximo —levantó la pantalla chirriante del farol y prendió la mecha—. Venga, moveos todos.
El suelo de la tienda empezó a bullir con lenta actividad. Mantas y edredones se apartaron y ojos somnolientos guiñaron ciegamente a la luz. Madre se deslizó el vestido sobre la ropa interior que llevaba para dormir.
—No tenemos café —dijo—. Tengo unas pocas galletas. Podemos comerlas en camino. Ahora levantaos y cargaremos el camión. Venga. No hagáis ruido. No hay que despertar a los vecinos.
Tardaron unos minutos en despertarse por completo.
—Ahora no os escapéis —advirtió Madre a los niños. La familia se vistió. Los hombres bajaron la lona y cargaron el camión.
—Ponedlo bien plano —avisó Madre. Apilaron los colchones encima de la carga y ataron la lona en su sitio sobre el madero.
—Bien, Madre —dijo Tom—, ya está listo.
Madre sostuvo un plato de galletas frías en la mano.
—De acuerdo. Aquí tenéis. Una para cada uno. Es todo lo que hay.
Ruthie y Winfield agarraron sus galletas y treparon encima de la carga. Se taparon con una manta y se volvieron a dormir, sujetando todavía las duras galletas en la mano. Tom subió al asiento del conductor y pisó el estárter. Zumbó un poco y luego se detuvo.
—¡Maldita sea, Al! —gritó Tom—. Has dejado que la batería se descargue.
Al se defendió:
—¿Y cómo diablos lo iba a evitar si no había gasolina para moverlo?
De pronto Tom se echó a reír.
—Bueno, no sé cómo, pero es culpa tuya. Tienes que darle tú a la manivela.
—Te digo que no ha sido culpa mía.
Tom bajó y cogió la manivela de debajo del asiento.
—Es culpa mía —dijo.
—Dame esa manivela —Al se la cogió—. Atrasa el encendido para que no me lleve la mano.
—De acuerdo. Gírala.
Al le dio con esfuerzo a la manivela, vueltas y más vueltas. El motor prendió, chisporroteó y rugió mientras Tom ahogaba el coche con delicadeza. Adelantó el encendido y redujo el gas.
Madre se encaramó a su lado.
—Habremos despertado a todo el campamento —dijo.
—Se volverán a dormir.
Al subió por el otro lado.
—Padre y el tío John han subido atrás —dijo—. Van a volverse a dormir.
Tom condujo hacia la entrada principal. El vigilante salió de la oficina y enfocó con su linterna al camión.
—Esperen un momento.
—¿Qué quiere?
—¿Se marchan?
—Claro.
—Vale, tengo que tacharles.
—De acuerdo.
—¿Saben en qué dirección van?
—Bueno, vamos a probar suerte hacia el norte.
—Bien, buena suerte —deseó el vigilante.
—Igualmente. Hasta pronto.
El camión pasó lentamente sobre la gran joroba y salió a la carretera. Tom volvió sobre la misma carretera por la que había conducido antes, pasando Weedpatch, y hacia el oeste hasta llegar a la 99 y luego en dirección norte por la gran carretera asfaltada, hacia Bakersfield. Se estaba haciendo de día cuando llegó a las afueras de la ciudad.
Tom dijo:
—En cada sitio que miras hay un restaurante. Y en todos tienen café. Mira ese que abre toda la noche. ¡Apuesto a que tienen diez galones de café, todo caliente!
—Bah, cállate —dijo Al.
Tom le sonrió.
—Vaya, veo que te buscaste rápidamente una chica.
—Bueno, ¿y qué pasa?
—Está de mal humor esta mañana, Madre. No resulta buena compañía.
Al dijo con irritación:
—Me voy a largar muy pronto. Uno puede buscarse la vida mucho más fácilmente si no tiene una familia.
Tom replicó:
—Al cabo de nueve meses ya tendrías familia. Te he visto tontear.
—Estás loco —dijo Al—. Me conseguiría un empleo en un garaje y comería en restaurantes.
—Y tendrías mujer e hijo en nueve meses.
—Te digo que no.
Tom dijo:
—Eres un sabihondo, Al. Te van a dar buenos palos. —¿Quién me los va a dar?
—Siempre habrá alguien que lo haga —dijo Tom.
—Te crees que sólo porque tú…
—Dejadlo ya —intervino Madre.
—Es culpa mía —dijo Tom—. Le estaba haciendo rabiar. No quería molestarte, Al. No sabía que esa chica te gustara tanto.
—Ninguna chica me gusta tanto.
—Vale, entonces no te gusta tanto. No pienso discutir.
El camión llegó hasta el extremo de la ciudad.
—Mira esos puestos de perros calientes… los hay a cientos —dijo Tom.
Madre ofreció.
—¡Tom! Tengo un dólar guardado. ¿Tienes tanta gana de café como para gastarlo?
—No, Madre. Estoy de broma.
—Te lo puedo dar si te apetece tanto.
—No te lo cogería.
Al dijo:
—Entonces deja ya de hablar de café.
Tom permaneció en silencio durante un tiempo.
—Parece que siempre pongo el pie en el mismo sitio —dijo—. Allí está la carretera por la que fuimos aquella noche.
—Espero que no volvamos a pasar nada parecido —dijo Madre—. Fue una mala noche.
—A mí tampoco me gustó nada.
El sol se levantó por la derecha y la gran sombra del camión corrió junto a ellos, oscilando sobre los postes de las vallas al lado de la carretera. Pasaron el Hooverville reconstruido.
—Mira —dijo Tom—. Ya hay gente nueva ahí. Parece el mismo sitio.
Al salió despacio de su hosquedad.
—Uno me dijo que a alguna de esa gente le han incendiado el campamento unas quince o veinte veces, que se esconden entre los sauces y luego salen y se reconstruyen otra chabola de hierba. Igual que ardillas de tierra. Están tan acostumbrados que ya ni siquiera se enfurecen, decía ese tío. Sólo piensan que es como el mal tiempo.
—Pues aquella noche sí que fue mal tiempo para mí —dijo Tom. Ascendieron por la amplia carretera. Y el calor del sol les hizo estremecerse.
—Se está poniendo fresco por las mañanas —dijo Tom—. El invierno está en camino. Sólo espero que podamos ganar algún dinero antes de que llegue. La tienda no será agradable en invierno.
Madre suspiró y luego enderezó la cabeza.
—Tom —le dijo— hemos de tener una casa en el invierno. Te digo que es necesario. Ruthie está bien, pero Winfield no es demasiado fuerte. Hemos de tener una casa para cuando lleguen las lluvias. He oído que por aquí llueve a cántaros.
—Tendremos una casa, Madre. Descansa tranquila. Vas a tener una casa.
—Con que tenga un tejado y un suelo es suficiente. Para que los pequeños no estén sobre la tierra.
—Lo intentaremos, Madre.
—No te quiero preocupar ahora.
—Lo intentaremos, Madre.
—A veces me dejo llevar por el pánico —dijo ella—. Simplemente pierdo el ánimo.
—Nunca te he visto perderlo.
—Por las noches, a veces, lo pierdo.
Salió un silbido agudo de la parte delantera del camión. Tom agarró con fuerza el volante y pisó el freno hasta el suelo. El camión dio un bote y se detuvo. Tom dejó escapar un suspiro.
—Bueno, ya estamos —se apoyó en el asiento. Al saltó fuera y corrió hacia el neumático derecho.
—¡Un clavo enorme! —anunció.
—¿Tenemos parches para neumáticos?
—No —dijo Al—. Lo gastamos todo. Tenemos parche, pero no cola.
Tom se volvió y sonrió tristemente a Madre.
—No deberías haber dicho lo de ese dólar —le dijo—. De alguna forma lo habríamos arreglado —salió del coche y fue hasta la rueda pinchada.
Al señaló un clavo que sobresalía de la cubierta plana.
—Si hay un clavo por la región, nosotros lo hemos atropellado.
—¿Está muy mal? —preguntó Madre.
—No, no mucho, pero hay que arreglarlo.
La familia bajó de la trasera del camión.
—¿Un pinchazo? —preguntó Padre y entonces vio el neumático y calló.
Tom hizo que Madre se moviera y sacó la lata de parches de debajo del cojín del asiento. Desenrolló el parche de goma y sacó el tubo de cola y lo apretó suavemente.
—Está seco —dijo—. Tal vez haya suficiente. Bien, Al. Bloquea las ruedas traseras. Vamos a levantarlo con el gato.
Tom y Al trabajaban bien juntos. Pusieron piedras detrás de las ruedas y el gato debajo del eje delantero y quitaron el peso de la cubierta flácida. Sacaron la cubierta. Encontraron el agujero, hundieron un trapo en el depósito de gasolina y limpiaron la cámara alrededor del agujero. Y después, mientras Al sujetaba la cámara tensa sobre la rodilla, Tom rompió en dos el tubo de cola y extendió el escaso fluido en una capa delgada sobre el caucho con su navaja. Rascó la goma con delicadeza.
—Ahora vamos a dejar que se seque mientras corto un parche.
Recortó y biseló el borde del parche azul. Al sujetó la cámara mientras Tom ponía cuidadosamente el parche en su sitio.
—Ya está. Ahora tráelo al estribo mientras yo le doy con el martillo.
Golpeó el parche con cuidado, luego estiró la cámara y miró los bordes del parche.
—Ya está. Va a aguantar. Ponía en el neumático y vamos a hincharla. Parece que vas a poder guardarte tu dólar, Madre.
Al dijo:
—Ojalá tuviéramos una de repuesto. Tenemos que comprar una, Tom, y tenerla en el neumático e hinchada. Entonces podríamos arreglar un pinchazo de noche.
—Cuando tengamos dinero para una rueda de repuesto, compraremos en su lugar café y carne —dijo Tom.
El tráfico ligero de la mañana zumbaba en la carretera y el sol se fue volviendo cálido y brillante. Un viento suave y murmurador soplaba en rachas desde el suroeste y las montañas a ambos lados del amplio valle se difuminaban en una niebla perlada.
Tom estaba hinchando el neumático cuando un turismo que venía del norte se detuvo al otro lado de la carretera. Un hombre de rostro moreno, vestido con un traje gris claro, salió y cruzó en dirección al camión. Llevaba la cabeza descubierta. Sonrió y mostró unos dientes muy blancos contra la piel marrón. Llevaba una enorme alianza de oro en el dedo corazón de la mano izquierda. Una pelotita de fútbol de oro colgaba de una cadena delgada delante del chaleco.
—Buenos días —dijo con afabilidad.
Tom dejó de hinchar la rueda y levantó la vista.
—Buenos días.
El hombre se pasó los dedos por el cabello corto y áspero que estaba encaneciendo.
—¿Buscan trabajo?
—Desde luego. Buscamos hasta debajo de las piedras.
—¿Pueden recoger melocotones?
—Nunca lo hemos hecho —dijo Padre.
—Podemos hacer cualquier cosa —dijo Tom con premura—. Podemos recoger cualquier cosa.
El hombre jugueteó con la pelota de oro.
—Bueno, hay trabajo en abundancia para ustedes a unas cuarenta millas hacia el norte.
—Estaríamos muy agradecidos —dijo Tom—. Díganos cómo llegar e iremos a paso ligero.
—Bien, vayan al norte, a Pixley, eso está a treinta y cinco o treinta y seis millas y luego hacia el este, unas seis millas. Pregunten a cualquiera dónde está el rancho Hooper. Allí hay trabajo de sobra.
—Seguro que sí.
—¿Saben dónde hay más gente buscando trabajo?
—Claro —replicó Tom—. Hacia el sur, en el campamento de Weedpatch hay un montón de gente que busca trabajo.
—Me acercaré por allí. Necesitamos bastantes. Recuerden, en Pixley tuerzan hacia el este y derechos hasta el rancho Hooper.
—Sí —dijo Tom—. Y le damos las gracias. Necesitamos trabajo con urgencia.
—De acuerdo. Vayan en cuanto puedan —volvió a cruzar la carretera, subió a su turismo abierto y se alejó hacia el sur.
Tom apoyó su peso en la bomba.
—Veinte cada uno —dijo—. Uno, dos tres, cuatro… —al llegar a veinte Al cogió la bomba y luego Padre y después el tío John. El neumático se llenó y se volvió suave. Repitieron la ronda tres veces.
—Vamos a bajarla a ver qué tal —dijo Tom.
Al quitó el gato y bajó el coche.
—Tiene de sobra —dijo—. Quizá un poco de más.
Tiraron las herramientas dentro del camión.
—Venga, vámonos —dijo Tom—. Por fin vamos a tener trabajo.
Madre se volvió a sentar en el centro. Esta vez condujo Al.
—Llévalo con calma. No lo quemes, Al.
Continuaron por los soleados campos mañaneros. La niebla se levantó en las cumbres de las colinas, que eran claras y marrones, con pliegues morados y negros. Las palomas silvestres echaban a volar desde las cercas al pasar el camión. Al aumentó la velocidad de forma inconsciente.
—Tranquilo —advirtió Tom—. Si lo fuerzas, va a reventar. Tenemos que llegar allí. Quizá incluso podamos hacer hoy algún trabajo.
Madre dijo excitada:
—Con cuatro hombres trabajando puede que me den algún crédito inmediatamente. Lo primero que voy a comprar es café, porque es lo que echáis de menos, y luego algo de harina y levadura en polvo y un poco de carne. Mejor será no comprar costillar ahora mismo y dejarlo para más adelante. Puede que el sábado. Y jabón. Hay que comprar jabón. A ver dónde podemos quedarnos —siguió parloteando—. Y leche. Compraré algo de leche porque Rosasharn debe tomarla. La enfermera lo dijo.
Una serpiente culebreó por la caliente carretera. Al pasó como un rayo, la atropello y volvió a su carril.
—Una serpiente ardilla —dijo Tom—. No debías haberlo hecho.
—No las puedo ver —respondió Al alegremente—. Detesto todos los tipos de serpientes. Me dan dolor de estómago.
El tráfico de antes del mediodía se incrementó en la carretera, viajantes en cupés relucientes con las insignias de sus compañías pintadas en las puertas, camiones rojos y blancos de gasolina arrastrando tintineantes cadenas tras ellos, grandes camionetas de puertas cuadradas de almacenes de venta al por mayor, repartiendo productos agrícolas. A lo largo de la carretera el campo era fértil. Había huertas, en todo su esplendor, cubiertas de hojas, y viñedos con las largas y verdes enredaderas alfombrando el suelo entre hilera e hilera. Había parcelas de melones y campos de cereales. Entre el verdor había casas blancas, con rosas creciendo encima. Y el sol era de oro y cálido.
En el asiento delantero del camión a Madre, Tom y Al les inundaba la dicha.
—Hace mucho tiempo que no me siento tan bien —dijo Madre—. Sí recogemos muchos melocotones podríamos comprar una casa, o pagar incluso alquiler por un par de meses. Tenemos que tener una casa.
Al dijo:
—Yo voy a ahorrar. Y cuando haya ahorrado me iré a la ciudad y me emplearé en un garaje. Voy a vivir en una habitación y a comer en restaurantes. Iré al cine todas las malditas noches. No cuesta demasiado. A ver películas del oeste —sus manos se tensaron sobre el volante.
El radiador borboteó y arrojó siseante vapor.
—¿Lo llenaste? —preguntó Tom.
—Sí. Llevamos el viento detrás. Eso es lo que le hace hervir.
—Es un día precioso —dijo Tom—. Cuando estaba en McAles-ter trabajando solía pensar en las cosas que haría. Me iba a ir lejísi-mos en línea recta sin parar nunca. Parece que hace mucho tiempo. Parece que hace años que salí. Había allí un guarda que nos lo ponía difícil. Yo quería acecharle y atacarle. Supongo que eso es lo que me hace enfurecerme ante los policías. Me parece que todos tienen su misma cara. Éste se solía poner muy rojo en la cara. Parecía un cerdo. Tenía un hermano en el oeste, decían. Solía mandarle gente en libertad condicional que tenía que trabajar por nada. Si decían algo, les enviaba de vuelta por violar la libertad bajo palabra. Eso es lo que decían aquéllos.
—No pienses en ello —le rogó Madre—. Voy a poner un montón de cosas para comer. Mucha harina y manteca.
—Quizá debiera pensar en ello —replicó Tom—. Si intento olvidarlo, se me va a revolver. Había un tipo muy estrafalario. Nunca os he contado nada de él. Parecía Happy Hooligan. Era un tipo inofensivo. Siempre iba a escaparse. Todos le llamaban Hooligan —Tom se rio para sí mismo.
—No pienses en ello —rogó Madre.
—Sigue —pidió Al—. Cuéntame algo de ése.
—No hace daño, Madre —dijo Tom—. Este tipo estaba siempre diciendo que se iba a escapar. Hacía un plan; pero no se lo podía callar, y al poco todo el mundo lo sabía, incluso el vigilante. Se escapaba y lo cogían de la mano y lo volvían a llevar. Pues bien, una vez trazó un plan que incluía escapar saltando la valla. Por supuesto, se lo enseñó a todo el mundo y todos se callaron. Se escondió y todos callaron. Había conseguido una cuerda en algún sitio y por fin saltó el muro. Había afuera seis guardas con un saco grande y Hooligan iba bajando silenciosamente por la cuerda y ellos sujetaron el saco y él se fue directamente adentro. Ataron la boca del saco y lo volvieron a entrar. Los otros casi se mueren de risa. Pero eso acabó con el espíritu de Hooligan. Se puso a llorar sin parar y a gimotear y cayó enfermo. De tanto como habían herido sus sentimientos. Se cortó las venas con un alfiler y se murió desangrado porque estaba dolido. No había malicia en él. Hay toda clase de tipos raros en la trena.
—No hables de eso —dijo Madre—. Yo conocí a la madre de Floyd Niño Bonito. No era mal muchacho. Sólo que le acosaron en un rincón.
El sol se movió hacia el mediodía y las sombras del camión adelgazaron y se metieron bajo las ruedas.
—Eso debe ser Pixley, allí delante —dijo Al—. He visto un cartel hace poco.
Entraron en la pequeña ciudad y se desviaron al este por una carretera más estrecha. Y las huertas flanqueaban el camino y marcaban un pasillo.
—Espero que lo encontremos con facilidad —dijo Tom.
Madre intervino:
—Ese hombre habló del rancho Hooper. Que cualquiera nos podría informar. Espero que allá haya una tienda cerca. Podría conseguir algún crédito, con cuatro hombres trabajando. Puedo preparar una cena rica si me dan algo a crédito. Tal vez haga un gran estofado.
—Y café —dijo Tom—. Puede que hasta me compre una bolsa de tabaco Durham. Hace mucho tiempo que no tengo tabaco propio.
A lo lejos la carretera estaba bloqueada de coches y había una fila de motos blancas al lado de la carretera.
—Debe de haber habido un accidente —dijo Tom.
Mientras se acercaban, un policía federal, con botas y cinturón de cartuchera, rodeó el último coche aparcado. Puso la mano en alto y Al frenó. El policía se apoyó con aire confidencial en el lado del camión.
—¿A dónde se dirigen?
Al dijo:
—Un hombre nos dijo que por esta carretera había un lugar donde hay trabajo recogiendo melocotones.
—Quieren trabajar, ¿no es eso?
—Exacto —dijo Tom.
—De acuerdo. Esperen un minuto —se fue a la orilla de la carretera y llamó hacia adelante—. Uno más. Éste hace el sexto coche. Será mejor pasar ya a este grupo.
Tom llamó:
—¡Eh! ¿Qué es lo que pasa?
El hombre se volvió con lentitud.
—Hay un pequeño problema más adelante. No se preocupen. Podrán pasar. Simplemente siga la línea.
Surgió el ruido de explosiones del encendido de las motos. La fila de coches se puso en movimiento, el camión de los Joad en último lugar. Dos motos abrían la marcha y otras doce les seguían.
—Me pregunto qué es lo que pasa.
—Quizá la carretera esté cortada —sugirió Al.
—No necesitaríamos cuatro policías que nos lo muestren. No me gusta.
Las motos que iban al frente aceleraron. La fila de coches viejos aceleró. Al pisó para mantenerse junto al último coche.
—Esta gente es de los nuestros, todos ellos —dijo Tom—. Esto no me gusta.
Repentinamente los policías a la cabeza salieron de la carretera a una entrada amplia de gravilla. Los viejos coches corrieron tras ellos. Los motores de las motos rugieron. Tom vio una fila de hombres de pie en la cuneta junto a la carretera, vio que sacudían los puños y sus rostros mostraban furia, vio sus bocas abiertas como si estuvieran gritando. Una mujer robusta corrió hacia los coches, pero una moto rugiente se puso en su camino. Una alta puerta de alambre oscilaba abierta. Los seis coches viejos la cruzaron y la puerta se cerró tras ellos. Las cuatro motos dieron la vuelta y marcharon velozmente por donde habían venido. Ahora que el ruido de las motos había desaparecido, se podía oír el distante griterío de los hombres de la cuneta. Había dos hombres junto a la carretera de grava, cada uno llevaba una escopeta.
Uno gritó:
—Adelante, adelante. ¿A qué diablos esperan?
Los seis coches continuaron, doblaron una curva y se encontraron de pronto con el campamento de melocotones.
Había cincuenta cajitas de tejado plano, cada una con una puerta y una ventana y todo el grupo formando un cuadrado. Un depósito de agua sobresalía en un extremo del campamento. Y al otro lado había una tiendecita de comestibles. Al final de cada hilera de casas cuadradas había dos hombres armados con escopetas, que llevaban estrellas grandes y plateadas prendidas en las camisas.
Los seis coches se detuvieron. Dos contables iban de coche en coche.
—¿Quieren trabajar?
Tom preguntó:
—Claro, pero ¿qué es esto?
—No es asunto suyo. ¿Quieren trabajar?
—Claro que sí.
—¿Nombre?
—Joad.
—¿Cuántos hombres?
—Cuatro.
—¿Mujeres?
—Dos.
—¿Niños?
—Dos.
—¿Pueden trabajar todos?
—Pues… creo que sí.
—De acuerdo. Encuentren la casa sesenta y tres. El jornal es cinco centavos por caja. La fruta que no esté estropeada. Bien, ahora muévanse. Tienen que ponerse a trabajar en este momento.
Los coches se movieron. Había un número pintado en la puerta de cada casa roja.
—Sesenta —dijo Tom—. Ésa es la sesenta. Debe estar por ahí. Allí, sesenta y uno, sesenta y dos…, allí está.
Al aparcó el camión cerca de la puerta de la casita. La familia bajó del camión y miró alrededor con asombro. Dos ayudantes del sheriff se acercaron. Se fijaron en cada rostro.
—¿Nombre?
—Joad —respondió Tom con impaciencia—. Oiga, ¿qué es esto?
Uno de los ayudantes sacó una larga lista.
—No están aquí. ¿Alguna vez les has visto por aquí? Mira la matrícula. No. No los tenemos. Supongo que estarán en regla.
—Miren. No queremos problemas con ustedes. Limítense a hacer su trabajo y ocúpense de sus asuntos y no habrá problema —los dos se volvieron abruptamente y se marcharon. Al final de la calle polvorienta se sentaron en dos cajas y supervisaron la calle en toda su longitud desde sus posiciones.
Tom se quedó mirándoles.
—Está claro que quieren que nos sintamos como en casa.
Madre abrió la puerta de la casa y entró. El suelo estaba salpicado de grasa. En la única habitación había una oxidada cocina de latón y nada más. La cocina descansaba sobre cuatro ladrillos y su tubo herrumbroso salía por el tejado. La habitación olía a sudor y a grasa. Rose of Sharon se quedó de pie junto a Madre.
—¿Vamos a vivir aquí?
Madre permaneció en silencio un momento.
—Pues claro —dijo finalmente—. No estará tan mal una vez que la limpiemos. Hay que fregarla.
—Prefiero la tienda —dijo la muchacha.
—Esto tiene suelo —sugirió Madre—. No habrá goteras si llueve —se volvió hacia la puerta—. Podríamos descargar —dijo.
Los hombres descargaron el camión silenciosamente. El miedo había caído sobre ellos. El gran cuadrado de cajas estaba en silencio. Una mujer pasó a su lado en la calle pero no les miró. Llevaba la cabeza gacha y su sucio vestido de algodón tenía el bajo deshilachado y formaba pequeñas banderas.
La tristeza del ambiente había afectado a Ruthie y Winfield. No salieron corriendo a inspeccionar el lugar. Permanecieron cerca del camión, cerca de la familia. Miraron con aspecto triste la calle arriba y abajo. Winfield encontró un trozo de alambre de embalar y lo torció a uno y otro lado hasta que se rompió. Hizo una manivela pequeña del trozo más corto y le dio vueltas y vueltas en las manos. Tom y Padre estaban llevando los colchones a casa cuando llegó un empleado. Llevaba pantalones color caqui y una camisa azul y corbata negra. Llevaba gafas con montura de plata, y sus ojos, a través de las gruesas lentes, se veían débiles y rojos y las pupilas eran como pequeños centros de diana que miraran. Se inclinó hacia adelante para mirar a Tom.
—Quiero inscribirles —dijo—. ¿Cuántos van a trabajar?
Tom dijo:
—Hay cuatro hombres. ¿Es trabajo duro?
—Recoger melocotones —dijo el empleado—. Trabajo cuidadoso. Son cinco centavos por caja.
—No hay razón para que no trabajen los pequeños, ¿verdad?
—Claro que no, si son cuidadosos.
Madre salió a la entrada.
—En cuanto me organice saldré a ayudar. No tenemos qué comer. ¿Nos pagan de inmediato?
—Bueno, no con dinero. Pero en la tienda le pueden dar crédito.
—Venga, deprisa —dijo Tom—. Quiero meterme algo de pan y carne en el cuerpo esta noche. ¿Dónde tenemos que ir?
—Yo voy ahora para allá. Vengan conmigo.
Tom, Padre, Al y el tío caminaron con él por la calle polvorienta hasta llegar a la huerta, entre los melocotoneros. Las hojas estrechas empezaban a tornarse de un amarillo pálido. Los melocotones eran pequeños globos de rojo y oro en las ramas. Entre los árboles había montones de cajas vacías. Los recolectores se movían a toda prisa, llenando sus cubos de las ramas, poniendo los melocotones en las cajas, acarreando las cajas hasta la estación de recogida; y en las estaciones, donde los montones de cajas llenas esperaban a los camiones, esperaban también empleados que ponían marcas junto a los nombres de los recolectores.
—Aquí hay cuatro más —le dijo el guía a un empleado.
—De acuerdo. ¿Han recogido antes?
—No, nunca —dijo Tom.
—Bueno, recojan con cuidado. Nada de fruta estropeada ni fruta caída. Si estropean la fruta no cuenta. Allí hay algunos cubos.
Tom cogió un cubo de tres galones y lo miró.
—Está lleno de agujeros en el fondo.
—Claro —dijo el empleado corto de vista—. Eso evita que la gente los robe. Bien, por aquella sección. Muévanse.
Los cuatro Joad cogieron sus cubos y fueron a la huerta.
—No pierden el tiempo —comentó Tom.
—Dios Todopoderoso —dijo Al—. Prefiero trabajar en un garaje.
Padre les había seguido dócilmente hacia el campo. De pronto se volvió hacia Al.
—Para ya —dijo—. Has estado suspirando, protestando y quejándote. Ponte a trabajar. Todavía no eres tan grande que no pueda zurrarte.
El rostro de Al se puso rojo de ira. Empezó a defenderse. Tom se acercó a él.
—Venga, Al —dijo quedamente—. Pan y carne. Tenemos que comprarlo.
Cogían la fruta y la dejaban en los cubos. Tom trabajaba corriendo. Un cubo lleno, dos cubos. Los vació en una caja. Tres cubos. La caja estaba llena.
—Acabo de ganar cinco centavos —anunció. Cogió la caja y se apresuró hacía la estación—. Ahí van cinco centavos de melocotón —le dijo al que lo apuntaba.
El hombre miró en la caja, volvió uno o dos melocotones.
—Ponlo allí. No sirve —dijo—. Te dije que no valían estropeados. Los tiraste del cubo a la caja, ¿verdad? Todos los malditos melocotones están rozados. No te puedo apuntar ésta. Ponlos en la caja con calma o estarás trabajando para nada.
—Pero… maldita sea…
—Tómatelo con calma. Te avisé antes de empezar.
Tom bajó los ojos torvamente.
—De acuerdo —dijo—. De acuerdo —volvió rápidamente junto a los demás—. Ya podéis tirar lo que tenéis —les dijo—. Está igual que lo mío. No lo van a coger.
—¡Qué diablos! —empezó Al.
—Hay que recogerlos con tranquilidad. No se pueden dejar caer al cubo. Hay que ponerlos con cuidado.
Volvieron a empezar, y esta vez manejaron la fruta con delicadeza. Las cajas se llenaban más despacio.
—Creo que podemos organizar algo —dijo Tom—. Si Ruthie y Winfield y Rosasharn se limitaran a ponerlos en las cajas, podríamos trabajar con un sistema —llevó su última caja a la estación—. ¿Vale ésta cinco centavos?
El empleado le echó un vistazo, rebuscó varias capas abajo.
—Esto está mejor —dijo. Anotó la caja—. Tómatelo con calma.
Tom regresó apresurado.
—Tengo cinco centavos —dijo—. Tengo cinco centavos. Sólo hay que hacer lo mismo veinte veces para ganar un dólar.
Trabajaron sin parar toda la tarde. Ruthie y Winfíeld los encontraron al cabo de un rato.
—Tenéis que trabajar —les dijo Padre—. Tenéis que poner los melocotones con cuidado en las cajas. Así, uno cada vez.
Los niños se acuclillaron y cogieron los melocotones del cubo extra, y una fila de cubos les esperaba preparada. Tom llevaba las cajas llenas a la estación.
—Ésa es la séptima —dijo—. Esa la octava. Tenemos cuarenta centavos. Se puede comprar un buen trozo de carne por cuarenta centavos.
La tarde pasó. Ruthie intentó escaparse.
—Estoy cansada —gimoteó—. Tengo ganas de descansar.
—Tienes que quedarte exactamente donde estás —dijo Padre.
El tío John recogía despacio. Llenaba un cubo por cada dos de Tom. Su ritmo no cambiaba.
A media tarde Madre llegó andando penosamente.
—Habría venido antes, pero Rosasharn se desmayó —dijo—. Simplemente se desmayó.
—Habéis estado comiendo melocotones —les dijo a los niños—. Bueno, pues os harán reventar. —El cuerpo rechoncho de Madre se movía con rapidez. Abandonó enseguida el cubo y recogió en su delantal. A la caída del sol habían recogido veinte cajas.
Tom llevó la caja número veinte.
—Un dolar —dijo—. ¿Hasta cuándo trabajamos?
—Hasta la noche, siempre que podáis ver.
—Bueno, ¿podemos conseguir crédito ya? Madre debería ir a comprar alguna cosa para comer.
—Claro. Ahora te doy un vale por un dólar —escribió en una tira de papel y se lo alargó a Tom.
Él se lo llevó a Madre.
—Aquí tienes. Puedes comprar en la tienda por valor de un dólar.
Madre dejó su cubo en el suelo y enderezó los hombros.
—Se nota, la primera vez, ¿eh?
—Claro. Nos acostumbraremos enseguida. Vete ya y compra algo de comida.
Madre preguntó:
—¿Qué os gustaría comer?
—Carne —dijo Tom—. Carne y una cafetera grande con azúcar. Un trozo bien grande de carne.
Ruthie se quejó:
—Madre, estamos cansados.
—Entonces más vale que vengáis conmigo.
—Estaban cansados cuando empezaron —dijo Padre—. Se están volviendo silvestres como conejos. No van a servir para nada a menos que los atemos corto.
—En cuanto nos instalemos, irán a la escuela —dijo Madre. Se alejó cansadamente y Ruthie y Winfield la siguieron con timidez.
—¿Tenemos que trabajar todos los días? —preguntó Winfield.
Madre se detuvo y esperó. Le cogió de la mano y caminaron juntos cogidos.
—No es un trabajo duro —dijo—. Os hará bien. Y así ayudáis. Si todos trabajamos, muy pronto viviremos en una buena casa. Todos hemos de ayudar.
—Pero es que me canso mucho.
—Lo sé. Yo también. Todos se agotan. Hay que pensar en otras cosas. Piensa en cuando vayas a la escuela.
—Yo no quiero ir a ninguna escuela. Ruthie tampoco quiere. Hemos visto a esos niños que van a la escuela, Madre. ¡Mocosos! Nos llaman okies. Les hemos visto. Yo no pienso ir.
Madre miró con pena su pelo pajizo.
—No nos des problemas ahora —suplicó ella—. En cuanto nos hayamos recuperado un poco puedes portarte mal. Pero ahora no. Ya tenemos demasiado, ahora.
—Me he comido seis melocotones —dijo Ruthie.
—Pues tendrás diarrea. Y no estamos cerca de ningunos servicios.
La tienda de la compañía era una larga nave de hierro galvanizado. No tenía escaparate. Madre abrió la puerta de tela metálica y entró. Había un hombre diminuto detrás del mostrador. Estaba completamente calvo y su cabeza era blanquiazul. Unas pobladas cejas marrones le cubrían los ojos en un arco tal que su rostro parecía sorprendido y un poco asustado. Su nariz era larga y delgada y curvada como el pico de un ave y con los orificios bloqueados con vello castaño claro. Sobre las mangas de su camisa azul llevaba manguitos de raso negro. Se apoyaba con los codos en el mostrador cuando Madre entró.
—Buenas tardes —dijo ella.
El la inspeccionó con interés. El arco sobre sus ojos se hizo más alto.
—¿Cómo está?
—Tengo aquí un vale por un dólar.
—Puede comprar por valor de un dólar —dijo él y se rio agudamente—. Sí, señor, por valor de un dólar, de un dólar —movió la mano mostrando las existencias—. De lo que quiera —tiró de los manguitos hacia arriba con pulcritud.
—Pensaba comprar un trozo de carne.
—Tengo de todas clases —respondió él—. Carne de hamburguesa, ¿le apetece? Veinte centavos la libra.
—¿No es muy caro? Me parece que la última vez que compré estaba a quince centavos.
—Bueno —rio él suavemente—, sí, es caro y al mismo tiempo no es caro. Si va a la ciudad por un par de libras de carne le cuesta un galón de gasolina. De modo que, ya ve, esto no es realmente caro porque usted no tiene ese galón de gasolina.
Madre dijo severamente:
—A ustedes no les ha costado un galón de gasolina traerlo hasta aquí.
Él rio encantado.
—Lo está mirando al revés —dijo—. Nosotros no compramos, vendemos. Si lo compráramos, pues claro, sería diferente.
Madre se llevó dos dedos a la boca y arrugó el entrecejo mientras pensaba.
—Parece que está llena de grasa y cartílagos.
—No le garantizo que no vaya a cocerse —dijo el tendero—. No le garantizo que yo me lo comiera; pero hay muchas cosas que yo no haría.
Madre levantó la vista un momento y le miró con ferocidad. Controló su voz.
—¿No tiene alguna clase de carne más barata?
—Huesos para sopa —respondió él—. Diez centavos la libra.
—Pero no son más que huesos.
—No son más que huesos —replicó—. Puede hacer una buena sopa. Sólo huesos.
—¿Tiene ternera para cocer?
—Sí, por supuesto. Eso es a veinte centavos la libra.
—Tal vez no pueda comprar carne —dijo Madre—. Pero quieren carne. Dijeron que querían carne.
—Todo el mundo quiere carne…, necesita carne. Esa carne de hamburguesa es buena. Puede usar la grasa que desprende como salsa. Muy rica. No hay desperdicio. No tirará ningún hueso.
—¿A cuánto es el costillar?
—Bueno, eso es irse a lo exquisito. Cosa de Navidad. O de Acción de Gracias. Treinta y cinco centavos la libra. Le podría vender pavo más barato, si tuviera pavo.
Madre suspiró:
—Déme dos libras de carne para hamburguesa.
—Sí, señora —puso con una cuchara la pálida carne en un trozo de papel encerado—. ¿Y qué más?
—Algo de pan.
—Aquí lo tiene. Una barra grande, quince centavos.
—Eso es una barra de doce centavos.
—Claro que sí. Vaya a la ciudad y cómprela por doce centavos. Un galón de gasolina. ¿Qué más quiere, patatas?
—Sí, patatas.
—Cinco libras de patatas por veinticinco centavos.
Madre se movió amenazadora hacia él.
—Ya he oído bastante de usted. Sé lo que cuestan en la ciudad.
El hombrecillo cerró fuertemente la boca.
—Entonces vaya a comprarlas a la ciudad.
Madre se miró los nudillos.
—¿Qué es esto? —preguntó en voz baja—. ¿Esta tienda es suya?
—No, sólo trabajo aquí.
—¿Hay alguna razón por la que tiene que hacer burla? ¿Eso le ayuda en algo? —ella se contempló las manos brillantes y arrugadas. El hombrecillo seguía callado—. ¿De quién es esta tienda?
—De Ranchos Hooper, Inc., señora.
—¿Y ellos deciden los precios?
—Sí, señora.
Ella levantó los ojos sonriendo levemente.
—¿Todo el que entra aquí se enfada, como yo?
Él vaciló un momento.
—Sí, señora.
—Y ¿es por eso por lo que se ríe?
—¿Qué quiere decir?
—Hacer trabajo sucio como este le avergüenza, ¿no es cierto? Tiene que actuar con ligereza, ¿eh? —su voz era afable. El empleado la miraba fascinado. No respondió—. Así es como es —dijo Madre finalmente—. Cuarenta centavos por la carne, quince por el pan, veinticinco por las patatas. Eso hacen ochenta centavos. ¿Café?
—A veinte centavos el más barato, señora.
—Y eso hace el dólar. Siete hemos estado trabajando y ahí va la cena —se estudió la mano—. Envuélvamelo —añadió con premura.
—Sí, señora —respondió él—. Gracias —puso las patatas en una bolsa y dobló la parte de arriba con cuidado. Sus ojos se deslizaron hacia Madre y luego volvieron a ocultarse en el trabajo. Ella le miró y sonrió un poco.
—¿Cómo consiguió un empleo como éste? —preguntó ella.
—Uno tiene que comer —empezó él; y luego con beligerancia—: Uno tiene derecho a comer.
—¿Qué uno? —preguntó Madre.
Él puso los cuatro paquetes en el mostrador.
—Carne —dijo—. Patatas, pan, café. Un dólar justo —ella le alargó la tira de papel y le miró mientras él anotaba el nombre y la cantidad en el libro—. Aquí tiene —dijo—. Ahora estamos en paz.
Madre recogió las bolsas.
—Oiga —dijo—. No tenemos azúcar para el café. Mi hijo Tom quiere azúcar. Mire —dijo—. Están trabajando ahí fuera. Déme un poco de azúcar y le traigo el vale luego.
El hombrecillo desvió la mirada…, movió los ojos tan lejos de Madre como pudo.
—No puedo hacerlo —dijo quedamente—. Es la norma. No puedo. Me metería en un lío. Me meterían en la cárcel.
—Pero están allí, trabajando en el campo. Van a ganar más de diez centavos. Déme diez centavos de azúcar. Tom quería azúcar en el café. Habló de ello.
—No puedo hacerlo, señora. Es la norma. Si no hay vale, no hay comida. El encargado me lo dice continuamente. No, no puedo hacerlo. No puedo. Me pillarían. Siempre pillan a la gente. Siempre. No puedo.
—¿Por diez centavos?
—Por lo que sea, señora —la miró suplicante. Y entonces su rostro perdió el miedo. Tomó diez centavos de su bolsillo y los metió en la caja—. Así —dijo con alivio. Sacó una bolsita de debajo del mostrador, la sacudió para abrirla y metió algo de azúcar, pesó la bolsa y añadió un poco más de azúcar—. Aquí tiene —dijo—. Ahora está bien. Usted traiga el vale y yo recuperaré mis diez centavos.
Madre le miró estudiándole. Alargó ciegamente la mano y puso la bolsita de azúcar en el montón de paquetes que llevaba en el brazo.
—Le doy las gracias —dijo quedamente. Fue hacia la puerta y al llegar se volvió—. Estoy aprendiendo una cosa nueva —dijo—. Continuamente, todos los días. Si tienes problemas o estás herido o necesitado… acude a la gente pobre. Son los únicos que te van a ayudar…, los únicos —la puerta se cerró con un golpe detrás de ella.
El hombrecillo apoyó los codos en el mostrador y se quedó mirándola con ojos sorprendidos. Un gato rollizo de pelaje color concha de tortuga saltó al mostrador y se acercó perezoso hacia él. Se frotó de lado contra sus brazos y él alargó la mano y se lo acercó a la mejilla. El gato ronroneó ruidosamente y la punta de su cola osciló de un lado a otro.
Tom, Al, Padre y el tío John volvieron de la huerta cuando la noche estaba entrada. Notaban los pies algo pesados contra la carretera.
—No pensaría uno que de estirarse y coger se te resentiría la espalda —dijo Padre.
—Estarás bien en un par de días —dijo Tom—. Oye, Padre, después de comer voy a salir a ver qué era aquel lío a la entrada. Me lo he estado preguntando. ¿Quieres venir?
—No —replicó Padre—. Quiero un poco de tiempo en que me limite a trabajar sin pensar en nada. Me parece haber estado devanándome los sesos un montón de tiempo. No, me voy a sentar un rato y luego me iré a la cama.
—¿Y tú, Al?
Al apartó la mirada.
—Creo que primero echaré un vistazo por aquí —dijo.
—Bueno, ya sé que el tío John no va a venir. Creo que iré solo. Tengo curiosidad.
Padre dijo:
—Yo sé que tiene que picarme mucho más la curiosidad para hacer algo… con todos esos policías ahí fuera.
—A lo mejor por la noche no están —sugirió Tom.
—Bueno, no pienso averiguarlo. Y será mejor que no le digas a Madre a dónde vas. Se moriría de preocupación.
Tom se volvió hacia Al.
—¿No sientes curiosidad?
—Creo que echaré una ojeada por este campamento —replicó Al.— Buscando chicas, ¿eh?
—Ocupándome de mis asuntos —dijo Al con acritud.— Pues yo voy a ir —decidió Tom.
Salieron de la huerta a la calle polvorienta entre las chabolas rojas. La baja luz amarilla de los faroles de queroseno brillaba en algunas puertas, y dentro, en la penumbra, se movían las siluetas negras de la gente. Al fondo de la calle seguía sentado un guarda, la escopeta descansando en la rodilla.
Tom hizo una pausa al pasar junto al guarda.
—¿Hay algún sitio donde uno pueda darse un baño?
El guarda le estudió a media luz. Por último dijo:
—¿Ve el depósito de agua?
—Sí.
—Allí hay una manguera. —¿Hay agua caliente?
—Oiga, ¿quién se cree que es, J. P. Morgan?
—No —dijo Tom—. No, le aseguro que no. Buenas noches.
El guarda gruñó con desprecio.
—Agua caliente, por el amor de Dios. Y querrán bañeras, lo siguiente —siguió con la mirada sombría a los cuatro Joad.
Un segundo guarda llegó por detrás de la última casa.
—¿Qué ocurre, Mack?
—Pues nada, esos malditos okies. ¿Hay agua caliente?, dice.
El segundo guarda apoyó la culata de la escopeta en el suelo.
—Son los campamentos del gobierno —explicó—. Apuesto a que ese tipo ha estado en un campamento del gobierno. No vamos a tener paz hasta que nos quitemos a esos campamentos de en medio. Antes de que nos demos cuenta querrán sábanas limpias.
Mack preguntó:
—¿Cómo va la cosa en la entrada principal? ¿Has oído algo?
—Han estado ahí fuera gritando todo el día. La policía federal lo controló. Están echando a esos listillos. He oído que hay un hijo de puta flaco y largo que atiza la cosa. Dijo uno que le cogerían esta noche y entonces se les derrumbará todo el tinglado.
—Si se pone demasiado fácil nos quedamos sin trabajo —dijo Mack.
—Vamos a tener trabajo, eso seguro. ¡Estos malditos okies! Hay que vigilarlos constantemente. Si la cosa se calma siempre les podemos presionar un poco.
—Habrá bronca cuando bajen aquí el jornal, supongo.
—Seguro que sí. No, no tienes que preocuparte de si vamos a tener trabajo, sobre todo con Hooper ocupándose de cerca.
El fuego ardía en casa de los Joad. Las hamburguesas salpicaban y siseaban en la grasa y las patatas burbujeaban. La casa estaba llena de humo y la luz amarilla del farol proyectaba sombras grandes y negras en las paredes. Madre trabajaba con rapidez alrededor del fuego mientras Rose of Sharon, sentada en una caja, reposaba su pesado abdomen en las rodillas.
—¿Ya te encuentras mejor? —preguntó Madre.
—El olor de la cocina me pone enferma. Y también tengo hambre.
—Ve a sentarte a la puerta —dijo Madre—. De todas formas, necesito esa caja para leña.
Los hombres entraron en tropel.
—¡Carne, por Dios! —dijo Tom—. Y café. Ya lo huelo. Dios, sí que tengo hambre. Comí un montón de melocotones, pero no sirvió de nada. ¿Dónde nos podemos lavar, Madre?
—Id al depósito de agua. Lavaos allí abajo. Acabo de mandar a Ruthie y Winfield a lavarse —los hombres volvieron a salir.
—Muévete, Rosasharn —ordenó Madre—. O te sientas en la cama o a la puerta. Tengo que romper esa caja.
La joven se levantó ayudándose con las manos. Se fue pesadamente hacia uno de los colchones y se sentó en él. Ruthie y Winfield entraron silenciosamente, intentando permanecer en la oscuridad no hablando y quedándose cerca de la pared.
Madre les miró.
—Tengo la sensación de que tenéis suerte de que no haya luz —dijo. Se precipitó sobre Winfield y palpó su cabello—. Bueno, mojaros os habéis mojado, aunque apuesto a que no estáis limpios.
—No había jabón —protestó Winfield.
—No, eso es verdad. No pude comprar jabón. Tal vez mañana pueda.
Volvió al fogón, sacó los platos y empezó a servir la cena. Dos hamburguesas por cabeza y una patata grande. Puso tres rebanadas de pan en cada plato. Cuando había sacado toda la carne de la sartén virtió un poco de grasa en cada plato. Los hombres regresaron, sus rostros chorreantes y el pelo brillando por el agua.
—A por ella —gritó Tom.
Cogieron los platos. Comieron en silencio, vorazmente y rebañaron la grasa con el pan. Los niños se retiraron a un rincón de la habitación, pusieron los platos en el suelo y se arrodillaron delante de la comida como animalillos.
Tom tragó el último trozo de pan.
—¿Hay más, Madre?
—No —contestó ella—. Eso es todo. Ganasteis un dólar y eso es lo que da de sí.
—¿Eso?
—Aquí cobran un extra. Tenemos que ir a la ciudad cuando podamos.
—No estoy lleno —dijo Tom.
—Bueno, mañana trabajaréis todo el día. Mañana por la noche habrá de sobra.
Al se limpió la boca en la manga.
—Creo que voy a dar una vuelta —dijo.
—Espera, voy contigo —Tom le siguió afuera. En la oscuridad Tom se acercó a su hermano—. ¿Estás seguro de que no quieres venir conmigo?
—No, voy a echar un vistazo como dije.
—De acuerdo —dijo Tom. Dio la vuelta y paseó calle abajo. El humo de las casas colgaba bajo, cerca de la tierra, y los faroles proyectaban sus imágenes de puertas y ventanas sobre la calle. A la puerta de las casas había gente sentada mirando en la oscuridad. Tom podía ver cómo sus cabezas giraban al seguirle con los ojos calle abajo. Al final de la calle el camino de tierra continuaba a través de un campo de hierba y las masas negras de los almiares eran visibles a la luz de las estrellas. Una hoja delgada de luna colgaba baja en el cielo, hacia el oeste, y la larga nube de la Vía Láctea dejaba una clara estela. Los pies de Tom sonaban poco en la carretera polvorienta, un parche oscuro contra la hierba amarilla. Se metió las manos en los bolsillos y continuó hacia la entrada principal. Un terraplén llegaba cercano a la carretera. Tom podía oír el murmullo del agua oscura y vio los reflejos estirados de las estrellas. La carretera estatal estaba al frente. Luces de coches a toda velocidad mostraban dónde estaba. Tom enfiló en esa dirección. Podía ver la alta puerta alambrada a la luz de las estrellas.
Una figura se movió al lado de la carretera. Una voz dijo:
—Hola… ¿quién va?
Tom se detuvo y se quedó quieto.
—¿Quién es?
Un hombre se puso de pie y se acercó. Tom pudo ver la pistola en la mano. Luego una linterna le enfocó la cara.
—¿A dónde va?
—Estaba dando un paseo. ¿Hay alguna ley que lo prohíba?
—Mejor sería que paseara por otro lado.
Tom preguntó:
—¿Ni siquiera puedo salir de aquí?
—No, esta noche no puede. ¿Quiere pasear de vuelta o prefiere que silbe y pida ayuda para llevarle?
—Diablos —dijo Tom—. A mí no me importa. Si va a causar problemas no me interesa. Me vuelvo yo solo, por supuesto.
La oscura figura se relajó. La linterna se apagó.
—Mire, es por su propio bien. Esos locos de los piquetes podrían atacarle.
—¿Qué piquetes?
—Los de esos malditos rojos.
—Ah —dijo Tom—. No sabía nada.
—Los vio al venir, ¿no?
—Bueno, vi a un grupo de gente, pero había tantos policías que no sabía. Pensé que era un accidente.
—Bien, será mejor que se dé la vuelta y regrese.
—Por mí, de acuerdo —dio media vuelta y se volvió por donde había venido. Caminó silenciosamente por la carretera unos cien metros y luego se detuvo y escuchó. La llamada gorjeante de un mapache sonó cerca de la acequia y, muy lejos, se oyó el aullido furioso de un perro atado. Tom se sentó junto a la carretera y escuchó. Oyó la alta risa suave de un halcón nocturno y el movimiento furtivo de un animal que se arrastraba por la hierba. Inspeccionó el horizonte en ambas direcciones, marcos oscuros ambos, nada contra lo que reflejarse. Entonces se levantó y caminó lentamente hacia el lado derecho de la carretera hasta entrar en el campo de hierbajos y avanzó inclinado, casi tan bajo como los montones de heno. Se movió despacio, parando de cuando en cuando a escuchar. Por fin llegó a la cerca de alambre, cinco hilos de tenso alambre de espinos. Junto a la cerca se tumbó de espaldas, movió la cabeza bajo el hilo más bajo, sujetó en alto el alambre con las manos y se deslizó por debajo, empujando contra el suelo con los pies.
Estaba a punto de levantarse cuando pasó un grupo de hombres al borde de la carretera. Tom esperó hasta que estuvieron lejos antes de levantarse y seguirlos. Escudriñó el lado de la carretera buscando tiendas. Pasaron unos pocos automóviles. Un arroyo cortaba a través de los campos y la carretera lo cruzaba por un pequeño puente de cemento. Tom se asomó por el lado del puente. Al fondo del profundo barranco vio una tienda y un farol que ardía en su interior. Lo miró un momento, vio las sombras de personas contra las paredes de lona. Tom saltó una cerca y bajó por el barranco entre arbustos y sauces enanos; y en el fondo, junto a un riachuelo, encontró un sendero. Un hombre se sentaba en una caja delante de la tienda.
—Buenas noches —dijo Tom.
—¿Quién eres?
—Bueno… Pues, vaya, voy de paso.
—¿Conoces a alguien aquí?
—No. Ya te digo que pasaba por aquí.
Una cabeza se asomó por la tienda. Una voz dijo:
—¿Qué es lo que pasa?
¡Casy! —gritó Tom—. ¡Casy! Por el amor de Dios, ¿qué hace aquí?
¡Pero, Dios mío, si es Tom Joad! Pasa, Tommy, pasa. —Le conoces, ¿no?— preguntó el hombre de fuera.
—¿Conocerle? Dios, sí. Le conozco desde hace años. Vine al oeste con él. Pasa, Tom —asió a Tom por el codo y tiró de él para que entrara en la tienda.
Otros tres hombres estaban sentados en el suelo y en el centro de la tienda ardía un farol. Los hombres levantaron recelosos la vista. Un hombre moreno con el ceño fruncido alargó la mano.
—Me alegro de conocerte —dijo—. He oído lo que ha dicho Casy. ¿Es éste el hombre de quien nos hablabas?
—Claro. Él mismo. Bien, ¡por el amor de Dios! ¿Dónde está tu familia? ¿Qué estás haciendo aquí?
—Bueno —dijo Tom—, oímos que había trabajo por aquí. Vinimos y un puñado de policías federales nos han metido en ese rancho y hemos estado recogiendo melocotones toda la tarde. Vi un grupo de gente gritando. No quisieron decirme nada, así que he salido a ver qué pasaba. ¿Cómo diablos ha llegado aquí, Casy?
El predicador se inclinó hacia adelante y la luz amarilla del farol cayó en su frente despejada y pálida.
—La cárcel es un sitio curioso —dijo—. Aquí me tienes a mí, que me había ido al desierto como Jesús a intentar encontrar algo. Algunas veces casi lo tuve. Pero fue en la cárcel donde de verdad lo encontré —sus ojos estaban brillantes y alegres—. En una celda grande, siempre llena. Unos que entraban y otros que salían. Y, por supuesto, yo hablaba con todos ellos.
—Le creo —dijo Tom—. Siempre hablando. Si estuviera en el patíbulo, pasaría el rato hablando con el verdugo. Nunca he visto a nadie que hablara tanto.
Los hombres que estaban en la tienda rieron entre dientes. Un hombrecillo marchito con el rostro arrugado se dio una palmada en la rodilla.
—Está siempre hablando —dijo—. Pero a la gente le gusta oírle.
—Solía ser un predicador —dijo Tom—. ¿Se lo había dicho?
—Claro que sí.
Casy sonrió.
—Pues sí, señor —prosiguió—. Empecé a darme cuenta de las cosas. Algunos de aquellos presos eran borrachos, pero la mayoría estaba allí por robar cosas; y, en la mayor parte de los casos, eran cosas que necesitaban y era la única forma de conseguirlas. ¿Entiendes? —preguntó.
—No —respondió Tom.
—Eran buena gente, ¿entiendes? Lo que les hacía malos era la necesidad. Y entonces empecé a ver. La necesidad causa los problemas. Aún no lo veía muy claro. Entonces, un día nos dieron unas alubias que estaban agrias. Uno empezó a gritar y no pasó nada. Se desgañitaba. El vigilante vino, se asomó y siguió su camino. Luego empezó a gritar otro y después todos nos pusimos a gritar. Todos en el mismo tono y, te diré, parecía que la cárcel empezaba a saltar y se hinchaba. ¡Por Dios! ¡Entonces mira lo que pasó! Vinieron corriendo y nos dieron otra cosa de comer…, nos lo dieron. ¿Lo ves?
—No —dijo Tom.
Casy puso la barbilla entre las manos.
—Tal vez no te lo pueda explicar —dijo—. A lo mejor lo tienes que encontrar tú mismo. ¿Dónde está tu gorra?
—Vine sin ella.
—¿Cómo está tu hermana?
—Diablos, gorda como una vaca. Apuesto a que tiene gemelos. Va a necesitar ruedas para llevar la tripa. Ahora se la sujeta con las manos. No me ha dicho lo que pasa.
El hombre arrugado dijo:
—Nos pusimos en huelga. Esto es una huelga.
—Bueno, cinco centavos por caja no es demasiado, pero se puede comer.
—¿Cinco centavos? —gritó el hombre arrugado—. ¡Cinco centavos! ¿Os pagan cinco centavos?
—Claro. Hoy ganamos un dólar y medio.
Un silencio pesado cayó en la tienda. Casy miró por la abertura de entrada a la negra noche.
—Mira, Tom —dijo finalmente—. Vinimos aquí a trabajar. Nos dijeron que iban a ser cinco centavos. Estábamos muchísimos. Fuimos allí y nos dijeron que pagaban dos y medio. Uno solo no puede comer con eso y si tiene hijos… Así que dijimos que no. Nos echaron. Y se nos vinieron encima todos los policías del mundo. Ahora os pagan cinco. Cuando revienten esta huelga… ¿Tú crees que pagarán cinco?
—No lo sé —dijo Tom—. Ahora pagan cinco.
—Mira —siguió Casy—. Intentamos acampar juntos y nos persiguieron como a cerdos. Nos dispersaron. Dieron de palos a la gente. Como a cerdos. A vosotros os metieron dentro también como a cerdos. No vamos a durar mucho más. Algunos llevan dos días sin comer. ¿Vas a volver esta noche?
—Eso pretendo —dijo Tom.
—Bueno…, diles a los de dentro lo que pasa, Tom. Diles que nos están matando de hambre y apuñalándose a ellos mismos por la espalda. Porque es seguro que en cuanto se libren de nosotros bajarán a dos y medio.
—Se lo diré —dijo Tom—. No sé cómo. Nunca he visto tantos tipos con escopetas. No sé si le dejarán a uno hablar siquiera. Y la gente no se habla. Van con la cabeza baja y ni siquiera saludan.
—Intenta decírselo, Tom. Les pagarán dos y medio en el mismo momento que nosotros no estemos. Sabes lo que es esto…, es una tonelada de melocotones recogidos y acarreados por un dólar —bajó la cabeza—. No, no se puede hacer. No puedes comer con eso. No se puede comer.
—Intentaré decírselo a la gente.
—¿Cómo está tu madre?
—Muy bien. Le gustaba aquel campamento del gobierno. Baños y agua caliente.
—Sí… ya lo he oído.
—Estaba muy bien aquello. Pero no pudimos encontrar trabajo. Tuvimos que irnos.
—Me gustaría ir a uno —dijo Casy—. Me gustaría verlo. Me dijo uno que no había policías.
—La gente era su propia policía.
Casy levantó la vista excitado.
—Y, ¿había algún problema? ¿Peleas, robos, borracheras?
—No —respondió Tom.
—¿Y si alguno se descarriaba…, entonces qué? ¿Qué hacían?
—Echarle del campamento.
—Pero ¿no había muchos?
—Diablos, no —replicó Tom—. Nosotros estuvimos allí un mes y sólo hubo un caso.
Los ojos de Casy brillaban de excitación. Se volvió hacia los demás hombres.
—¿Veis? —gritó—. Os lo dije. Los policías causan más problemas de los que evitan. Mira, Tom. Intenta que los que están dentro salgan. Pueden hacerlo dentro de un par de días. Esos melocotones están maduros. Díselo.
—No saldrán —dijo Tom—. Están ganando cinco centavos y todo lo demás les importa un comino.
—Pero en cuanto no estén rompiendo la huelga no ganaran cinco.
—No creo que se lo traguen. Ahora ganan cinco. Es lo único que importa.
—Bueno, díselo de todas maneras.
—Padre no lo haría —dijo Tom—. Le conozco. Diría que no es asunto suyo.
—Sí —dijo Casy desconsolado—. Creo que tienes razón. Le tendrán que dar el palo para que lo acepte.
—Nos habíamos quedado sin comida —dijo Tom—. Esta noche tuvimos carne. No mucha, pero la tuvimos. ¿Cree que Padre va a renunciar a su carne por otra gente? Y Rosasharn tiene que beber leche. ¿Crees que Madre va a dejar morir de hambre a ese niño sólo porque hay una panda de tíos gritando a la puerta?
Casy dijo tristemente:
—Ojalá pudiera verlo. Ojalá pudiera ver la única forma que hay de que tengan su carne. ¡Bah, mierda! Algunas veces me canso. Me canso mucho. Conocí a un tipo que trajeron cuando estaba en la cárcel. Había estado intentando formar un sindicato. Tuvo uno empezado. Y entonces los vigilantes esos lo reventaron. Y, ¿ahora qué? Los mismos a los que había intentado ayudar le apartaron. No quisieron tener nada que ver con él. Tenían miedo de ser vistos en su compañía. Le dijeron: Lárgate. Eres un peligro para nosotros. Eso hirió mucho sus sentimientos. Pero entonces se dijo: no es tan malo si lo conoces. En la Revolución Francesa, todos los que la planearon acabaron degollados. Siempre igual. Tan natural como la lluvia. No lo hiciste por diversión. Lo haces porque lo tienes que hacer. Porque es tú mismo. Mira Washington. Hace la Revolución y luego unos hijos de puta se volvieron contra él. Y lo mismo pasó con Lincoln. Los mismos tipos gritando que les mataran. Tan natural como la lluvia.
—No parece divertido —dijo Tom.
—No, no lo parece. Éste de la cárcel decía: En cualquier caso, uno hace lo que puede. Y lo único que tienes que saber es que cada vez que se da un paso adelante se puede resbalar un poco hacia atrás, pero nunca será todo el paso. Eso lo puedes probar y es lo que hace que todo tenga sentido. Y eso significa que no fue perder el tiempo, aunque lo parezca.
—Hablando —dijo Tom—. Siempre hablando. Mira a mi hermano Al. Sale a buscar chica. Es lo único que le importa. En un par de días tendrá una chica. Se pasará todo el día pensándolo y toda la noche haciéndolo. Le importan un cuerno los pasos adelante o atrás o de lado.
—Claro —dijo Casy—. Claro. Él está haciendo lo que tiene que hacer. Todos somos así.
El hombre que estaba sentado fuera abrió del todo la solapa de la tienda.
—Maldita sea, esto no me gusta —dijo.
Casy miró afuera, hacia él.
—¿Qué es lo que pasa?
—No lo sé. Pero estoy inquieto. Nervioso como un gato.
—Bueno, ¿qué pasa?
—No lo sé. Parece que oigo algo y luego escucho y no hay nada que oír.
—Sólo estás intranquilo —dijo el hombre arrugado. Se levantó y salió. Y al cabo de un segundo volvió a mirar al interior de la tienda—. Hay una gran nube negra navegando por encima. Apuesto a que lleva trueno. Eso es lo que le pone nervioso, la electricidad —volvió a salir. Los otros dos se levantaron y salieron.
Casy dijo quedamente:
—Todos están nerviosos. Los policías han estado diciendo cómo nos van a sacudir y a perseguirnos fuera del condado. Se figuran que soy un líder porque hablo mucho.
El rostro arrugado apareció de nuevo.
—Casy, apaga ese farol y ven fuera. Hay algo.
Casy guió la tuerca. La llama bajó, hizo pop y se apagó. Casy salió a tientas y Tom le siguió.
—¿Qué es? —preguntó Casy en voz baja.
—No lo sé. ¡Escucha!
Había un muro de sonidos que se mezclaban con el silencio. Un agudo silbido de grillos. Pero a través de este fondo surgían otros sonidos —pasos apenas perceptibles en la carretera, el crujido de tierra arriba en la orilla, un ligero silbido de los arbustos junto al arroyo.
—No se puede en realidad decir si se oye. Te engaña. Te pone nervioso —le tranquilizó Casy—. Estamos todos nerviosos. No se puede decir. ¿Tú lo oyes, Tom?
—Lo oigo —dijo Tom—. Sí, lo oigo. Creo que viene gente por todas partes. Será mejor largarse de aquí.
El hombrecillo arrugado susurró:
—Bajo la arcada del puente…, salgamos por allí. No me gusta dejar mi tienda.
—Vámonos —dijo Casy.
Se movieron silenciosamente a la orilla del arroyo. La negra arcada era una cueva delante de ellos. Casy se inclinó y pasó por debajo. Tom le siguió. Sus pies resbalaron en el agua. Durante unos diez metros avanzaron con el eco de su respiración en el techo curvado. Entonces salieron por el otro lado y se enderezaron.
Un grito agudo:
—¡Ahí están! —las luces de dos linternas cayeron en los hombres, les cogieron, les cegaron—. Quedaos donde estáis —las voces salían de la oscuridad—. Es él. Ese cabrón reluciente. Es él.
Casy miraba ciegamente a la luz. Respiró con dificultad.
—Escuchad —dijo—. No sabéis lo que estáis haciendo. Ayudáis a matar de hambre a chiquillos.
—Cállate, rojo hijo de puta.
Un hombre bajo y pesado entró en el área de luz. Llevaba un mango de pico, blanco y nuevo.
Casy continuó:
—No sabéis lo que estáis haciendo.
El hombre hizo oscilar el mango. Casy intentó esquivar el golpe. El pesado palo se estrelló contra el lado de su cabeza con un crujido apagado del hueso y Casy cayó de lado fuera de la luz.
—Dios, George. Creo que lo has matado.
—Enfócale con la luz —dijo George—. Le está bien empleado al hijo de puta.
El rayo de luz cayó, buscó y encontró la cabeza aplastada de Casy.
Tom bajó la mirada hacia el predicador. La luz cruzaba las piernas del hombre pesado y el mango de pico blanco y nuevo. Tom saltó silenciosamente. Le arrebató el palo. La primera vez supo que había fallado y golpeó un hombro, pero la segunda vez su golpe aplastante encontró la cabeza y, mientras el hombre se hundía, tres golpes más encontraron su cabeza. Las luces bailaban alrededor. Había gritos, el sonido de pies que corrían, quebrando los arbustos. Tom estaba inmóvil junto al hombre postrado. Y entonces un palo alcanzó su cabeza en un golpe oblicuo. Sintió el golpe como un shock eléctrico. Y luego corrió siguiendo el arroyo, inclinado. Oyó el salpicar de los pasos que los seguían. De pronto se volvió y se metió en la maleza, dentro de un matorral de hiedra venenosa. Y se tumbó inmóvil. Los pasos se acercaron, los rayos de luz escudriñaron el fondo del arroyo. Tom se retorció a través de un matorral hasta llegar arriba. Salió a una huerta. Y aún podía oír los gritos, la persecución en el fondo del arroyo. Se inclinó y corrió sobre la tierra cultivada; los terrones resbalaban y rodaban bajo sus pies. Al frente vio los arbustos que limitaban el campo, arbustos a lo largo de un canal de riego. Se deslizó bajo la cerca y avanzó cuidadosamente entre viñas y arbustos de zarzamora. Y luego se quedó inmóvil, jadeando ruidosamente. Se palpó la cara y la nariz dormidas. La nariz estaba aplastada y un hilillo de sangre caía por la barbilla. Se quedó tumbado boca abajo, sin moverse, hasta que recuperó los sentidos. Después se arrastró despacio hasta el borde del canal. Se bañó el rostro en el agua fresca, arrancó el faldón de la camisa azul, lo mojó y lo sujetó contra su desgarrada mejilla y la nariz. El agua picaba y quemaba.
La nube negra había cruzado el cielo, una mancha oscura contra las estrellas. La noche estaba en calma de nuevo.
Tom se metió en el agua y sintió el fondo desaparecer bajo sus pies. En dos brazadas cruzó el canal y se izó pesadamente por la otra orilla. Sus ropas se le adhirieron. Se movió e hizo un ruido de chapoteo; sus zapatos chapalearon. Luego se sentó, se quitó los zapatos y los vació. Escurrió los bajos de los pantalones, se quitó la chaqueta y la escurrió.
Por la carretera vio las luces danzantes de las linternas, explorando las acequias. Tom se puso los zapatos y se movió cauteloso a través del campo de hierba. Sus zapatos ya no hacían ruido. Fue por instinto hacia el otro lado del campo y al final llegó a la carretera. Con mucho cuidado se aproximó al cuadrado de casas.
Un guarda, pensando que había oído un ruido, llamó:
—¿Quién está ahí?
Tom se dejó caer al suelo y se quedó inmóvil y la luz de la linterna pasó por encima de él. Se arrastró silencioso hasta la puerta de su casa. La puerta chirrió en sus goznes. Y la voz de Madre, tranquila, firme, completamente despierta:
—¿Quién es?
—Yo, Tom.
—Bueno, será mejor que duermas. Al no ha llegado todavía.
—Debe de haber encontrado una chica.
—Duérmete —dijo con suavidad—. Allí, debajo de la ventana.
Él encontró su sitio y se quitó la ropa. Yació temblando bajo la manta. Su rostro desgarrado despertó y su cabeza entera palpitó.
Pasó una hora más antes de que llegara Al. Se acercó cautelosamente y pisó la ropa húmeda de Tom.
—Shh —dijo Tom.
Al susurró:
—¿Estás despierto? ¿Cómo te mojaste?
—Sh —instó Tom—. Te lo diré por la mañana.
Padre se volvió de espaldas y sus ronquidos llenaron la habitación de boqueadas y bufidos.
—Estás frío —dijo Al.
—Shh. Duérmete —el pequeño cuadrado de la ventana se veía gris contra la negrura de la habitación.
Tom no durmió. Los nervios de su rostro herido volvieron a la vida y palpitaron, el pómulo le dolía y su nariz rota le latía con un dolor que parecía sacudirle. Miró la pequeña ventana cuadrada, vio las estrellas ir resbalando hasta desaparecer de su vista. A intervalos oía los pasos de los vigilantes.
Finalmente cantaron los gallos a lo lejos y poco a poco la ventana se fue llenando de luz. Tom palpó su rostro hinchado con las puntas de los dedos y, a su movimiento, Al gruñó y murmuró dormido.
La aurora llegó por fin. De las casas, muy juntas, surgieron los sonidos del movimiento, el crujido de la leña al partirse, un ligero tintineo de sartenes. En la penumbra gris, Madre se sentó de pronto. Tom pudo ver su rostro, hinchado de sueño. Ella miró a la ventana durante un momento. Y luego apartó la manta y cogió su vestido. Todavía sentada, se lo metió por la cabeza, puso los brazos en alto y dejó caer el vestido hasta la cintura. Se puso de pie y tiró del vestido hacia abajo. Después, descalza, se acercó con cuidado a la ventana y miró afuera y, mientras miraba a la luz creciente, con dedos rápidos destrenzó su cabello, lo alisó y lo volvió a trenzar. Entonces juntó las manos delante de sí y se quedó inmóvil un momento. La ventana iluminaba intensamente su rostro. Se volvió, andando con cuidado entre los colchones y cogió el farol. La pantalla chirrió y ella encendió la mecha.
Padre se dio una vuelta y la miró gruñendo. Ella dijo:
—Padre, ¿tienes más dinero?
—¿Eh? Sí. Un vale por sesenta centavos.
—Bien, levántate y ve a comprar algo de harina y manteca. Deprisa.
Padre bostezó.
—Quizá la tienda no esté abierta.
—Haz que la abran. Tenéis que comer algo. Hay que ir a trabajar.
Padre se puso el mono y la chaqueta de color de óxido. Fue perezosamente hacia la puerta, bostezando y estirándose.
Los niños despertaron y miraron desde debajo de la manta, como ratones. Una luz pálida llenaba ahora la habitación, pero luz sin color, antes del sol. Madre echó una ojeada a los colchones. El tío John estaba despierto. Al dormía profundamente. Sus ojos se movieron hacia Tom. Durante un instante le miró y luego se acercó con rapidez a él. Su rostro estaba inflamado y azul y había sangre seca y negra en los labios y la barbilla. Los bordes de la herida de la mejilla estaban juntos y tensos.
—Tom —susurró ella—, ¿qué ha pasado?
—Shh —dijo Tom—. No hables alto. Me metí en una pelea.
—¡Tom!
—No pude evitarlo, Madre.
Ella se arrodilló a su lado.
—¿Te has metido en líos?
Él tardó en contestar.
—Sí —dijo—. En líos. No puedo salir a trabajar. Tengo que esconderme.
Los niños se acercaron a cuatro patas, mirando con codicia.
—¿Qué le ha pasado, Madre?
—Shh —dijo Madre—. Id a lavaros.
—No tenemos jabón.
—Bueno, pues usad agua.
—¿Qué le pasa a Tom?
—Callaos. Y no se lo digáis a nadie.
Ellos se apartaron y se acuclillaron apoyados en la pared más alejada, sabiendo que no serían inspeccionados.
Madre preguntó:
—¿Es mucho?
—Tengo la nariz rota.
—Me refiero al problema.
—Sí. ¡Mucho!
Al abrió los ojos y miró a Tom.
—Vaya, ¡por el amor de Dios! ¿En qué te metiste?
—¿Qué pasa? —preguntó el tío John.
Padre llegó pisando fuerte.
—Estaba abierta —puso una bolsa muy pequeña de harina y un paquete de manteca en el suelo junto a la cocina—. ¿Qué es lo que pasa? —preguntó.
Tom se apoyó en un codo un momento y luego se recostó.
—Dios, sí que estoy débil. Os lo voy a contar una vez, a todos. ¿Qué hay de los niños?
Madre los miró, acurrucados contra la pared.
—Id a lavaros la cara.
—No —dijo Tom—. Tienen que oírlo. Tienen que saber. Sí no saben, se pueden ir de la lengua.
—¿Qué diablos es esto? —exigió Padre.
—Ya os lo digo. Anoche salí a ver qué eran esos gritos. Y me encontré con Casy.
—¿El predicador?
—Sí, padre. El predicador, que estaba de líder de la huelga. Fueron a por él. Padre exigió: —¿Quién fue a por él?
—No lo sé. La misma clase de tipos que nos hicieron dar la vuelta en la carretera aquella noche. Tenían mangos de picos —hizo una pausa—. Le mataron. Le abrieron la cabeza. Yo estaba allí. Me volví loco. Agarré el mango —volvió a ver la noche, la oscuridad, las linternas, mientras hablaba—. Le di con el palo a uno.
Madre se atragantó. Padre se puso rígido.
—¿Le mataste? —preguntó quedamente.
—No lo sé. Estaba loco. Lo intenté.
Madre preguntó:
—¿Te vieron?
—No lo sé. No lo sé. Supongo que sí. Nos tenían enfocados con las linternas.
Madre le miró a los ojos un instante.
—Padre —dijo—, rompe algunas cajas. Tenemos que desayunar. Ruthie, Winfield, si alguien os pregunta, Tom está enfermo, ¿entendido? Si decís algo, le meterán en la cárcel. ¿Habéis oído?
—Sí.
—Ten un ojo puesto en ellos, John. No les dejes hablar con nadie.
Ella encendió el fuego mientras Padre rompía las cajas que habían contenido los utensilios. Hizo la masa, puso una cafetera al fuego. La madera ligera prendió y creció la llama en la chimenea.
Padre terminó de romper las cajas. Se acercó a Tom.
—Casy… era un buen hombre. ¿Para qué se metió en esos líos?
Tom dijo en tono apagado:
—Vinieron a trabajar por cinco centavos por caja.
—Eso es lo que nos pagan.
—Sí. Lo que estamos haciendo es romper la huelga. A ellos les ofrecieron dos y medio.
—Con eso no se puede comer.
—Lo sé —dijo Tom cansadamente—. Por eso se pusieron en huelga. Bueno, creo que anoche reventaron esa huelga. Tal vez hoy nos paguen dos y medio.
—Hijos de puta…
—¡Sí! Padre, ¿te das cuenta? Casy seguía siendo un buen hombre. Maldita sea, no puedo quitarme esa imagen de la cabeza. Él tirado allí, con la cabeza aplastada y rezumando. ¡Dios! —se tapó los ojos con la mano.
—Bueno, ¿qué vamos a hacer? —preguntó el tío John.
Al se estaba levantando.
—Yo sé lo que hoy voy a hacer, por Dios. Voy a largarme.
—No, Al —dijo Tom—. Ahora te necesitamos. Yo soy el que debe irse. Ahora soy un peligro. En cuanto me pueda levantar, habré de marcharme.
Madre trabajaba en la cocina. Su cabeza estaba medio vuelta para oír. Puso grasa en la sartén y cuando chisporroteó caliente puso una cucharada de masa. Tom prosiguió:
—Tienes que quedarte, Al. Tienes que cuidarte del camión.
—No me gusta.
—No tienes más remedio, Al. Es tu familia. Les puedes ayudar. Yo soy un peligro para ellos.
Al refunfuñó enfadado.
—No veo por qué no permiten que me consiga un trabajo en un garaje.
—Más adelante, quizá —Tom miró más allá de él y vio a Rose of Sharon tumbada en el colchón. Sus ojos estaban enormes, abiertos como platos—. No te preocupes —le dijo—. No te preocupes. Hoy te compraremos algo de leche.
Ella parpadeó lentamente y no respondió.
Padre dijo:
—Tenemos que saberlo, Tom. ¿Crees que mataste a ese hombre?
—No lo sé. Estaba oscuro. Y alguien me golpeó. No lo sé. Eso espero. Espero haber matado a ese cabrón.
—¡Tom! —dijo Madre—. No hables así.
De la calle llegó el sonido de muchos coches moviéndose despacio. Padre se llegó hasta la ventana y miró fuera.
—Viene un montón de gente nueva —dijo.
—Supongo que habrán reventado la huelga —dijo Tom. Supongo que hoy empezáis a dos y medio.
—Pero con eso por mucho que uno corra, no se puede comer.
—Lo sé —dijo Tom—. Comed melocotones caídos. Eso os mantendrá.
Madre volvió la masa y removió el café.
—Escuchadme —dijo—. Hoy voy a comprar harina de maíz. Vamos a comer gachas. Y en cuanto tengamos para gasolina nos vamos. Éste no es un buen lugar. Y no pienso dejar que Tom se vaya solo. No, señor.
—No puedes hacer eso, Madre. Te digo que no soy más que un peligro para vosotros.
Su barbilla mostraba decisión.
—Eso es lo que vamos a hacer. Comeos esto y salid a trabajar. Yo iré en cuanto me lave. Tenemos que ganar dinero.
Comieron la masa frita tan caliente que les chisporroteó en la boca. Bebieron de un trago el café, llenaron las tazas y bebieron más café.
El tío John meneó la cabeza por encima de su plato.
—Parece que no vamos a sacar nada de aquí. Apuesto a que es por mi pecado.
—Bah, cállate —gritó Padre—. No tenemos tiempo para tu pecado. Venga, vamos, a trabajar. Niños, venid a ayudar. Madre tiene razón. Tenemos que irnos de aquí.
Cuando se hubieron ido, Madre llevó un plato y una taza a Tom.
—Te sentará bien comer algo.
—No puedo, Madre. Estoy tan dolorido que no puedo ni masticar.
—Inténtalo.
—No, no puedo, Madre.
Ella se sentó en el borde de su colchón.
—Tienes que decírmelo —dijo—. Tengo que tener una idea clara de cómo fue. ¿Qué hacía Casy? ¿Por qué lo mataron?
—Estaba de pie, quieto, con las linternas enfocadas sobre él.
—¿Qué dijo? ¿Recuerdas lo que dijo?
Tom dijo:
—Claro. Casy dijo: No tenéis derecho a matar de hambre a la gente. Entonces un tipo gordo le llamó rojo hijo de puta. Y Casy dijo: No sabéis lo que estáis haciendo. Y entonces el tipo aquel le pegó.
Madre bajó la vista. Se retorció las manos.
—¿Fue eso lo que dijo… No sabéis lo que estáis haciendo?
—¡Sí!
Madre dijo:
—Ojalá la abuela lo hubiera oído.
—Madre…, yo no supe lo que hacía, igual que cuando respiras no sabes lo que haces. Ni siquiera supe que lo iba a hacer.
—Está bien. Ojalá no lo hubieras hecho, ojalá no hubieras estado allí. Pero hiciste lo que tenías que hacer. No puedo culparte de nada —fue a la cocina y metió un trapo en el agua de fregar que se estaba calentando.
—Toma —dijo—. Póntelo en la cara.
Él se puso el trapo caliente sobre la nariz y la mejilla e hizo una mueca de dolor.
—Madre, me marcho esta noche. No puedo dejar que os arriesguéis por mí.
Madre dijo enfadada:
—¡Tom! Hay muchas cosas que no entiendo. Pero que te marches no nos va a solucionar nada. Nos va a pesar más bien —y prosiguió—: Hubo un tiempo en que estábamos en la tierra. Teníamos unos límites. Los viejos morían, y nacían los pequeños y éramos siempre una cosa…, éramos la familia…, una unidad delimitada.
Ahora no hay ningún límite claro. Al…, suspirando por marcharse solo. El tío John no hace más que dejarse llevar. Y Padre ha perdido su lugar. Ya no es el cabeza de familia. Nos resquebrajamos, Tom. Ahora no hay familia. Y Rosasharn… —miró detrás de ella y vio los ojos abiertos de par en par de la joven—. Va a tener su bebé y no habrá familia. No sé. He intentado mantener la familia. Winfield…, ¿qué va a ser de él, de esta forma? Se está volviendo salvaje y Ruthie también…, igual que animales. No queda nada en que confiar. No te vayas, Tom. Quédate y ayuda.
—De acuerdo —dijo él con cansancio—. Pero no debería. Lo sé.
Madre fue al cubo y fregó los platos de hojalata y los secó.
—No dormirse.
—No.
—Bueno, duérmete. He visto que tu ropa estaba húmeda. La colgaré junto a la cocina para que se seque —terminó su trabajo—. Ahora me voy a recoger fruta. Rosasharn, si viene alguien, Tom está enfermo, ¿oyes? No dejes entrar a nadie. ¿Entendido? —Rose of Sharon asintió—. Volveremos al mediodía. Duerme un poco, Tom. Quizá nos podamos ir esta noche —se le acercó con rapidez—. Tom, ¿no te vas a escapar?
—No, Madre.
—¿Estás seguro? ¿No te irás?
—No, Madre. Estaré aquí.
—De acuerdo. Acuérdate, Rosasharn —salió y cerró la puerta firmemente detrás de ella.
Tom yació inmóvil, y entonces una ola de sueño lo levantó hasta el límite de la inconsciencia y lo dejó caer lentamente y lo volvió a levantar.
—Tú… ¡Tom!
—¿Eh? ¡Sí! —se despertó de golpe. Miró a Rose of Sharon, cuyos ojos relampagueaban con resentimiento—. ¿Qué quieres?
—¡Mataste a un hombre!
—Sí. No lo digas tan alto. ¿Quieres que se entere alguien?
—¿A mí qué me importa? —gritó ella—. Aquella señora me lo dijo. Me dijo lo que el pecado haría. Me lo dijo. ¿Qué posibilidades tengo de tener un niño normal? Connie se ha ido y no estoy comiendo buena comida. No estoy bebiendo leche —su voz subió hasta el histerismo—. Y ahora tú matas a un hombre. ¿Qué posibilidades tiene ese niño de nacer bien? Yo sé que va a ser un monstruo…, ¡un monstruo! Yo nunca he bailado.
Tom se levantó.
—Shh —dijo—. Vas a atraer a la gente aquí.
—Me da igual. ¡Voy a tener un monstruo! Yo nunca bailé agarrado.
—Calla. —Tom se acercó a ella.
—Apártate de mí. Tampoco es el primero que has matado —su rostro se estaba poniendo rojo por la histeria. Sus palabras se hicieron indistintas—. No quiero mirarte —se tapó la cabeza con la manta.
Tom oyó los sollozos ahogados. Se mordió el labio inferior y estudió el suelo. Y luego fue hacia la cama de Padre. Bajo el borde del colchón estaba el rifle, un Winchester calibre 38, largo y pesado. Tom lo cogió y bajó la palanca para comprobar que en la cámara había un cartucho. Comprobó el percutor con el rifle medio amartillado. Y entonces volvió a su colchón. Dejó el rifle en el suelo a su lado.
La voz de Rose of Sharon se adelgazó hasta ser un murmullo. Tom se volvió a tumbar y se tapó. Tapó la mejilla herida con la manta y fabricó un pequeño túnel para respirar. Suspiró:
—Jesús, oh, Jesús.
Afuera pasó un grupo de coches y sonaron voces.
—¿Cuántos hombres?
—Sólo nosotros…, tres. ¿Cuánto pagan?
—Vayan a la casa veinticinco. El número está en la puerta.
—De acuerdo. ¿Cuánto pagan?
—Dos centavos y medio.
—¡Pero, maldita sea, si con eso no se puede comer!
—Pues es lo que pagamos. Hay doscientos hombres que vienen del sur, que se alegrarán de ganar eso.
—Pero ¡por Dios!, oiga.
—Muévase. O lo toman o se largan. No tengo tiempo para discutir.
—Pero…
—Mire. Yo no he fijado el precio. Sólo les inscribo. Si lo quieren, tómenlo. Si no, den media vuelta y lárguense.
—¿Veinticinco, dice usted?
—Sí, veinticinco.
Tom se adormiló en su colchón. Un ruido furtivo en la habitación le despertó. Su mano tocó el rifle y lo cogió con Fuerza. Se quitó la manta de la cara, Rose of Sharon estaba de pie junto al colchón.
—¿Qué quieres? —exigió Tom.
—Duerme —dijo ella—. Duérmete. Yo vigilo la puerta. Nadie entrará. El estudió su rostro un momento.
—De acuerdo —le dijo, y se volvió a cubrir la cara con la manta.
Al atardecer, Madre regresó a la casa. Se detuvo en la puerta, llamó y dijo: Soy yo, para no sobresaltar a Tom. Abrió la puerta y entró, llevando una bolsa.
Tom despertó y se sentó en el colchón. Su herida se había secado y la piel tensa sin romper estaba brillante. El ojo izquierdo estaba prácticamente cerrado.
—¿Ha venido alguien? —preguntó Madre.
—No —respondió él—. Nadie. Veo que bajaron el precio.
—¿Cómo lo sabes?
—Oí gente hablando fuera.
Rose of Sharon levantó su mirada apagada hacia Madre.
Tom la señaló con el pulgar.
—Me armó la bronca, Madre. Piensa que todo está contra ella. Si la voy a disgustar de esa forma, debo irme.
Madre se volvió hacia Rose of Sharon.
—¿Qué estás haciendo?
La chica dijo con resentimiento:
—¿Cómo voy a tener un niño normal con estas cosas?
Madre dijo:
—Calla. Cállate ahora. Sé cómo te sientes y sé que no puedes evitarlo, pero mantén la boca cerrada.
Ella se volvió de nuevo hacia Tom.
—No le hagas caso, Tom. Es muy duro y yo me acuerdo de cómo es. Eres el blanco de todo cuando vas a tener un niño, y todo lo que dicen es un insulto y todo está contra ti. No hagas caso. No puede evitarlo. Se siente así.
—No quiero herirla.
—Shh. No hables —puso la bolsa en la cocina fría—. Apenas ganamos nada —dijo—. Te lo dije, nos vamos de aquí. Tom, intenta hacer algo de leña. No…, no puedes. Toma, sólo nos queda esta caja. Rómpela. Les dije a los otros que cogieran algo de leña en el camino de vuelta. Vamos a tomar gachas con un poco de azúcar.
Tom se levantó y troceó la última caja a pisotones. Madre encendió el fuego con cuidado en un extremo de la cocina, conservando la llama bajo uno de los agujeros del fogón. Llenó un cazo de agua y lo puso sobre la llama. El cazo, puesto directamente sobre la llama, sonó y silbó.
—¿Cómo fue la recogida hoy? —preguntó Tom.
Madre hundió una taza en la bolsa de harina de maíz.
—No quiero hablar de ello. Hoy pensaba cómo solíamos bromear. No me gusta, Tom. Ya no bromeamos. Cuando alguien dice una broma, es una broma amarga y desagradable y no tiene gracia. Uno dijo hoy una broma: la Depresión ha pasado. He visto una liebre y no había nadie yendo a por ella. Y otro dijo: Ésa es la razón. Lo que pasa es que ya no podemos permitirnos matar liebres. Ahora se cogen, se las ordeña y se las suelta. La que viste probablemente se había quedado seca. Eso es lo que quiero decir. No tiene gracia en realidad. No es gracioso como aquella vez el tío John convirtió a un indio y le trajo a casa y el indio se comió todo lo que había y luego se escabulló con el whisky del tío John. Tom, ponte un trapo con agua fría en la cara.
El crepúsculo avanzó. Madre encendió el farol y lo colgó de un clavo. Alimentó el fuego y fue echando la harina de maíz poco a poco en el agua caliente.
—Rosasharn —dijo—, ¿puedes revolver las gachas?
Fuera hubo un ruido ligero de pasos. La puerta se abrió de un golpe y dio contra la pared. Ruthie entró corriendo.
—¡Madre! —gritó—. Madre. A Winfield le ha dado un ataque.
—¿Dónde? ¡Dímelo!
Ruthie jadeó:
—Se puso blanco y se cayó. Comió tantos melocotones que estuvo todo el día con diarrea. Se cayó redondo. ¡Blanco!
—Llévame —exigió Madre—. Rosasharn, vigila las gachas.
Salió con Ruthie. Corrió pesadamente por la calle detrás de la niña. Tres hombres caminaban hacia ella en el crepúsculo, y el del centro llevaba a Winfield en brazos. Madre corrió hasta ellos.
—Es mío —gritó—. Démelo.
—Yo lo llevaré, señora.
—No, démelo —cogió al pequeño y dio media vuelta; y entonces se acordó—. Muchas gracias —les dijo a los hombres.
—De nada, señora. El pequeño está muy débil. Parece que tiene lombrices.
Madre regresó presurosa, con Winfield, desmadejado y como muerto, en los brazos. Lo metió en casa, se arrodilló y lo tumbó en un colchón.
—Dime. ¿Qué pasa? —exigió. El abrió los ojos como mareado, meneó la cabeza y cerró los ojos de nuevo.
Ruthie dijo:
—Ya te lo he dicho, Madre. Estuvo todo el día con diarrea. Cada poco. Se ha comido demasiados melocotones.
Madre le tocó la cabeza.
—No tiene fiebre. Pero está blanco y consumido.
Tom se acercó y bajó el farol.
—Yo sé lo que tiene —dijo—. Hambre. No tiene fuerza. Cómprale una lata de leche y que se la beba. Hazle tomar leche con las gachas.
—Winfíeld —dijo Madre—. Dime lo que sientes.
—Mareo —dijo Winfíeld—, todo me da vueltas.
—Nunca habrás visto una diarrea semejante —dijo Ruthie, dándose importancia.
Padre, el tío John y Al entraron en casa. Iban cargados de palitos y de arbustos pequeños. Soltaron la carga al lado de la cocina.
—¿Qué pasa ahora? —exigió Padre.
—Es Winfield. Necesita leche.
—¡Dios Todopoderoso! Todos necesitamos cosas.
Madre preguntó:
—¿Cuánto ganamos hoy?
Un dólar cuarenta y dos.
—Bueno, ve ahora mismo a por una lata para Winfield.
—¿Por qué ha tenido que ponerse enfermo?
—No lo sé, pero está enfermo. ¡Ve! —Padre salió refunfuñando—. ¿Estás revolviendo esas gachas?
—Sí —Rose of Sharon aceleró el movimiento para probarlo.
Al protestó:
—¡Dios!, Madre. ¿No hay más que gachas después de trabajar hasta el anochecer?
—Al, sabes que tenemos que irnos. Todo lo que tenemos debe ir para gasolina. Lo sabes.
—Pero ¡Dios Todopoderoso! Madre. Un hombre necesita carne si va a trabajar.
—Siéntate y calla —dijo ella—. Hay que atender las cosas importantes primero. Y ya sabes cuál es esa cosa.
Tom preguntó:
—¿Tiene que ver conmigo?
—Hablaremos cuando hayamos comido —dijo Madre—. Al, hay gasolina para un poco, ¿no es eso?
—Alrededor de un cuarto de depósito —dijo Al.
—Me gustaría que me lo dijerais —dijo Tom.
—Después. Espera un poco.
—Tú sigue removiendo esas gachas. Déjame poner un poco de café. Podéis poner azúcar en las gachas o en el café. No hay suficiente para todo.
Padre volvió con una lata grande de leche.
—Once centavos —dijo en tono disgustado.
Madre cogió la lata y la abrió. Dejó resbalar el denso líquido en una taza y se lo alargó a Tom.
—Dáselo a Winfíeld.
Tom se arrodilló junto al colchón.
—Toma, bébete esto.
—No puedo. Lo vomitaría. Déjame en paz.
Tom se puso en pie.
—No se lo puede tomar ahora, Madre. Espera un poco.
Madre cogió la taza y la puso en el antepecho de la ventana.
—Que nadie lo toque —advirtió—. Eso es para Winfíeld.
—Yo no he tomado leche —dijo Rose of Sharon de mal humor—. Debería tomar alguna.
—Lo sé, pero todavía te mantienes en pie. El pequeño está por los suelos ¿Están las gachas bien espesas?
—Sí. Apenas puedo remover ya.
—De acuerdo, vamos a cenar. Aquí está el azúcar. Hay una cucharada para cada uno. Para las gachas o para el café.
Tom dijo:
—A mí me gustan las gachas con sal y pimienta.
—Ponle sal si quieres —dijo Madre—. Pimienta no nos queda.
Ya no tenían cajas. Se sentaron en los colchones a comer las gachas. Se sirvieron una y otra vez hasta que el cazo estuvo casi vacío.
—Dejad algo para Winfield —dijo Madre.
Winfíeld se sentó y bebió la leche y al momento tuvo muchísima hambre. Puso el cazo de gachas entre sus piernas y comió lo que quedaba y rebañó los lados. Madre vertió la leche que quedaba en una taza y se la pasó a Rose of Sharon para que la bebiera en secreto en un rincón. Sirvió el café, caliente y negro, en las tazas y las fue pasando.
—¿Me diréis ahora lo que pasa? —preguntó Tom—. Quiero oírlo.
Padre dijo incómodo:
—Preferiría que Ruthie y Winfield no tuvieran que oírlo. ¿No pueden salir?
Madre dijo:
—No. Tienen que actuar como adultos aunque no lo sean. No hay más remedio. Ruthie…, tú y Winfield no tenéis que decir nunca lo que vais a oír, o nos destrozaréis.
—No lo diremos —dijo Ruthie—. Somos mayores.
—Bueno, pues silencio entonces —las tazas de café estaban en el suelo. La corta llama del farol, como el ala achaparrada de una mariposa, proyectaba una oscura luz amarilla en las paredes.
—Decidlo ya —dijo Tom.
Madre dijo:
—Padre, dilo tú.
El tío John sorbió el café. Padre dijo:
—Bueno, bajaron el precio, como tú dijiste. Y había un grupo de recolectores nuevos tan hambrientos que habrían trabajado por una barra de pan. Ibas por un melocotón y alguien lo cogía primero. Van a tener la cosecha recogida inmediatamente. Gente corriendo a un árbol nuevo. He visto peleas…, uno diciendo que era su árbol, el otro que quería coger de él. Han traído gente de muy lejos, hasta de El Centro. Hambrientos como lobos. Trabajan todo el día por un pedazo de pan. Le dije al que anota: No podemos trabajar por dos cincuenta la caja, y me dijo: Váyase entonces. Éstos sí pueden. Yo dije: Sólo hasta que se harten. Y él dijo: Pero los melocotones estarán recogidos antes de que se harten —Padre calló.
—Era un infierno —dijo el tío John—. Dicen que esta noche llegarán doscientos hombres más.
Tom dijo:
—Sí. Pero ¿qué hay del otro?
Padre permaneció en silencio un rato.
—Tom —dijo—, parece que la has hecho.
—Tenía esa impresión. No pude ver. Pero eso me pareció.
—La gente parece que no habla de otra cosa —dijo el tío John—. Han salido pelotones en su busca y hay gente hablando de linchamiento; cuando cojan al tipo, por supuesto.
Tom miró a los niños, que tenían los ojos muy abiertos. Apenas parpadeaban. Era como si temieran que algo pasara en el segundo de oscuridad. Tom dijo:
—Bueno…, el que lo hizo, lo hizo sólo después de que mataran a Casy.
Padre interrumpió:
—No es así como lo cuentan ahora. Dicen que lo hizo primero.
Tom dejó escapar un suspiro:
—Ah, ya.
—Están consiguiendo que se nos pongan todos en contra. Es lo que he oído. Ésos de la banda de tambores y las logias y todo eso. Dicen que van a coger al culpable.
—¿Saben cómo es? —preguntó Tom.
—Bueno, no exactamente, pero por lo visto piensan que fue golpeado. Piensan que tendrá…
Tom subió la mano lentamente y se tocó la mejilla magullada.
Madre gritó:
—No es cierto lo que dicen.
—Tranquila, Madre —dijo Tom—. Es su juego. Todo lo que dicen ésos es verdad si es contra nosotros.
Madre miró a través de la débil luz y se fijó en el rostro de Tom, sobre todo en sus labios.
—Lo prometiste —dijo.
—Madre yo…, quizá ese hombre debería marcharse. Si…, ese hombre hubiera hecho mal, quizá pensaría: de acuerdo. Que acaben pronto. He hecho mal y tengo que pagar. Pero ese hombre no hizo nada malo. No se siente peor que si hubiera matado a una mofeta.
Ruthie intervino:
—Madre, yo y Winfield lo sabemos. No tiene que seguir con «ese hombre» por nosotros.
Tom rio entre dientes.
—Bien, ese hombre no quiere que le cuelguen porque lo volvería a hacer. Y al mismo tiempo no quiere causar problemas a su familia. Madre…, he de irme.
Madre se tapó la boca con los dedos y tosió para aclararse la garganta.
—No puedes —dijo—. No te podrías esconder. No podrías confiar en nadie. Pero en nosotros sí que puedes. Podemos esconderte y ocuparnos de que tengas comida mientras se te cura la cara.
—Pero, Madre…
Ella se puso en pie.
—No te vas a ir. Te llevamos con nosotros. Al, pon la trasera del camión junto a la puerta. Lo tengo todo planeado. Pondremos un colchón abajo y que Tom se ponga encima y luego ponemos otro colchón doblado de forma que haga como una cueva y Tom esté dentro; y luego ponemos paredes. Puedes respirar por el extremo, ¿veis? No discutas. Eso es lo que vamos a hacer.
Padre protestó:
—Parece que el hombre no tiene ya nada que decir. Esta mujer es una liosa. Cuando nos instalemos fijos, le voy a dar una paliza.
—Cuando eso llegue, podrás —dijo Madre—. Muévete, Al. Ya hay oscuridad suficiente.
Al salió a por el camión. Maniobró y puso la parte de atrás junto a los escalones.
Madre dijo:
—Rápido. Meted ese colchón.
Padre y el tío John tiraron el colchón por encima de la puerta del camión.
—Ahora ese otro.
Arrojaron el segundo colchón.
—Ahora… Tom, salta y métete debajo. Deprisa.
Tom trepó rápidamente y se dejó caer. Estiró un colchón y se puso el otro encima de él. Padre lo dobló hacia arriba de modo que el arco cubriera a Tom. Podía ver el exterior entre los listones laterales del camión. Padre, Al y el tío John cargaron con rapidez, apilaron las mantas encima de la cueva de Tom, pusieron los cubos contra los lados, extendieron el último colchón detrás. Los cazos y sartenes, y la ropa fueron sueltos porque las cajas habían sido quemadas. Estaban a punto de terminar de cargar cuando un guarda se acercó, llevando la escopeta en el brazo doblado.
—¿Qué pasa aquí? —preguntó.
—Nos vamos —dijo Padre.
—¿Por qué?
—Nos han ofrecido un trabajo, un buen trabajo.
—¿Sí? ¿Y dónde es?
—Hacia el sur, en Weedpatch.
—Vamos a ver —enfocó la linterna a los rostros de Padre, el tío John y Al—. ¿No iba otro hombre con ustedes?
Al dijo:
—¿Se refiere al autostopista? ¿Un tipo pequeño de cara pálida?
—Sí, creo que era así.
—Lo recogimos al venir. Se marchó esta mañana cuando bajó el jornal.
—Dime otra vez cómo era.
—Un hombre bajo. Cara pálida.
—¿Estaba magullado esta mañana?
—Yo no vi nada —dijo Al—. ¿Está abierto el surtidor de gasolina?
—Sí, hasta las ocho.
—Arriba —gritó Al—. Si queremos llegar a Weedpatch antes de la mañana, tenemos que movernos. ¿Pasas delante, Madre?
—No, iré detrás —dijo ella—. Padre, ven tú también aquí detrás. Deja a Rosasharn delante con Al y el tío John.
—Dame el vale, Padre —dijo Al—. Pago la gasolina y a ver si queda algo de cambio.
El guarda los miró marchar y torcer a la izquierda hacia los surtidores de gasolina.
—Ponga dos —dijo Al.
—No irá muy lejos.
—No, no vamos lejos. ¿Puede darme el cambio de este vale?
—Bueno…, en teoría no.
—Mire —dijo Al—. Tenemos una oferta de trabajo si llegamos allí esta noche. Si no llegamos, lo perderemos. Háganos el favor.
—Bueno, de acuerdo. Fírmemelo a mi nombre.
Al salió y dio la vuelta al morro del Hudson.
—No faltaba más —dijo. Desenroscó el tapón del agua y llenó el radiador.
—¿Dos me ha dicho?
—Sí, dos.
—¿En qué dirección van?
—Al sur. Tenemos trabajo.
—¿Sí? El trabajo está escaso, el trabajo fijo.
—Tenemos un amigo —dijo Al—. El trabajo nos está esperando. Bueno, hasta otra —el camión dio la vuelta y fue dando botes por la calle de tierra hasta la carretera. La débil luz de los faros daba saltos en el camino y el faro derecho parpadeaba por una mala conexión. A cada salto los cazos y sartenes que iban sueltos en la caja del camión chocaban con estrépito.
Rose of Sharon gimió suavemente.
—¿Te encuentras mal? —preguntó el tío John.
—Sí. Me encuentro mal todo el tiempo. Me gustaría poderme sentar tranquila en un sitio agradable. Ojalá estuviéramos en casa y nunca hubiéramos venido. Connie no se habría marchado si estuviéramos en casa. Habría estudiado y llegado a ser algo —ni Al ni el tío John respondieron. Estaban avergonzados por Connie.
En la puerta pintada de blanco del rancho un guarda se acercó al lado del camión.
—¿Se van definitivamente?
—Sí —dijo Al—. Vamos al norte. Tenemos trabajo.
El guarda enfocó la linterna en el camión, miró en la parte de atrás, Madre y Padre le dirigieron miradas pétreas.
—De acuerdo —el guarda abrió la puerta. El camión giró a la izquierda y avanzó hacia la 101, la gran carretera norte-sur.
—¿Sabes dónde vamos? —preguntó el tío John.
—No —dijo Al—. Sólo sé que vamos, y ya me estoy hartando.
—A mí no me falta mucho —dijo Rose of Sharon amenazadora—. Más vale que vayamos a un buen sitio para mí.
El aire de la noche era frío y tenía el primer picor de la helada. Junto a la carretera las hojas de los árboles frutales empezaban a caer. Encima de la carga, Madre iba sentada con la espalda apoyada en el lado del camión y Padre frente a ella.
Madre llamó:
—¿Estás bien, Tom?
Recibió una respuesta amortiguada.
—Esto es un poco estrecho. ¿Ya hemos salido del rancho?
—Lleva cuidado —dijo Madre—. Podrían pararnos.
Tom levantó un lado de su cueva. En la oscuridad del camión sonaban las cazuelas.
—Puedo bajarlo rápidamente —dijo—. Además, no me gusta estar atrapado ahí —descansó apoyado en un codo—. Diablos, se está poniendo frío ¿verdad?
—Hay nubes —dijo Padre—. Dijo uno que habría un invierno temprano.
—¿Las ardillas parapetándose o las semillas de la hierba? —le preguntó Tom—. Se puede predecir el tiempo por cualquier cosa. Apuesto a que hay alguno que predice el tiempo con unos calzoncillos.
—No sé —dijo Padre—. A mí me parece que llega el invierno. Uno tendría que vivir aquí mucho tiempo para poder decir.
—¿En qué dirección? —preguntó Tom.
—No lo sé. Al giró a la izquierda. Parece que vamos por donde vinimos.
Tom dijo:
—No sé lo que será mejor. Parece que si nos quedamos en la carretera principal habrá más policías. Con la cara así, me cogerían en un momento. Quizá deberíamos ir por carreteras secundarias.
Madre dijo:
—Da unos golpes ahí detrás. Que Al pare.
Tom golpeó con el puño; el camión se detuvo a un lado de la carretera. Al salió y caminó hacia la parte de atrás. Ruthie y Winfield se asomaron por debajo de la manta.
—¿Qué queréis? —exigió Al.
Madre dijo:
—Tenemos que pensar qué vamos a hacer. Tal vez sea mejor que vayamos por carreteras secundarias. Eso dice Tom.
—Es por mi cara —agregó Tom—. Todo el mundo me reconocería. Cualquier policía sabría quién soy.
—Bueno, ¿a dónde vamos? He pensado que al norte. En el sur ya hemos estado.
—Sí —dijo Tom—, pero por carreteras secundarias.
Al preguntó:
—¿Qué tal si paramos, dormimos un poco y seguimos mañana?
Madre dijo rápidamente:
—Todavía no. Vamos a alejarnos más primero.
—Bien —Al volvió a su asiento y siguió conduciendo.
Ruthie y Winfield se taparon de nuevo la cabeza. Madre preguntó:
—¿Está bien Winfield?
—Sí, está bien —contestó Ruthie—. Ha estado durmiendo.
Madre volvió a apoyarse contra el lado del camión.
—Es un sentimiento curioso el ser perseguido. Me estoy volviendo mala.
—Todo el mundo se está volviendo malo —dijo Padre—. Todo el mundo. Ya has visto hoy esa pelea. Uno cambia. En el campamento del gobierno no éramos así.
Al cogió a la derecha una carretera de grava y las luces amarillas vibraron para dar paso a las plantas de algodón. Recorrieron veinte millas entre el algodón, torciendo por las carreteras secundarias. La carretera corría paralela a un riachuelo bordeado de matorrales y tras un puente de hormigón lo seguía por el otro lado. Y entonces, a la orilla de la corriente las luces mostraron una larga fila de furgones rojos sin ruedas. Y un gran letrero al borde de la carretera decía «Se necesitan recolectores de algodón». Al disminuyó la velocidad. Tom se asomó por entre las barras laterales del camión. Un cuarto de milla después de pasados los furgones Tom volvió a golpear en el coche. Al paró a un lado de la carretera y salió de nuevo.
—¿Qué quieres ahora?
—Apaga el motor y sube aquí —dijo Tom.
Al se montó, aparcó en la cuneta, apagó las luces y el motor. Trepó por la puerta trasera.
—Ya está —dijo.
Tom se arrastró entre los cazos y se arrodilló delante de Madre.
—Mira —dijo—. Dice que se necesitan recolectores de algodón. He visto el letrero. He estado pensando cómo voy a quedarme con vosotros sin causaros problemas. Cuando tenga bien la cara quizá pueda ser, pero ahora no. Habéis visto los coches de antes. Los recolectores viven en ellos. Tal vez haya trabajo allí. ¿Qué os parecería trabajar allí y vivir en uno de esos furgones?
—¿Y tú qué vas a hacer? —exigió Madre.
—Bueno, ¿has visto ese arroyo lleno de matorrales? Podría esconderme entre la maleza y permanecer oculto. Por la noche podrías traerme algo de comer. He visto una alcantarilla un poco antes. Tal vez podría dormir ahí.
—Sí que me gustaría poner las manos en el algodón —dijo Padre—. Ése es un trabajo que entiendo.
—Esos furgones son un buen sitio donde vivir —dijo Madre—. Y un sitio seco. ¿Crees que hay bastante maleza para ocultarte, Tom?
—Claro que sí. He estado mirando. Podría arreglarme un escondite. En cuanto se me cure la cara saldré.
—Te van a quedar cicatrices grandes —observó Madre.
—¡Diablos!, todo el mundo tiene cicatrices.
—Una vez recogí cuatrocientas libras —dijo Padre—. Claro que fue una buena cosecha. Si recogemos todos, podríamos ganar un buen dinero.
—Podríamos comprar algo de carne —dijo Al—. ¿Qué hacemos ahora?
—Volver allí y dormir en el camión hasta mañana —dijo Padre—. Por la mañana conseguiremos trabajo. Puedo ver las cápsulas de algodón hasta en la oscuridad.
—¿Qué hay de Tom? —preguntó Madre.
—Olvídate de mí, Madre. Me llevaré una manta en el camino de vuelta. Hay una alcantarilla. Puedes hacerme pan o patatas o gachas y dejarlo allí. Yo iré a buscarlo.
—¡Bien!
—A mí me parece una buena idea —dijo Padre.
—Es una buena idea —insistió Tom—. En cuanto tenga un poco mejor la cara saldré e iré a recoger algodón.
—Bueno, de acuerdo —aceptó Madre—. Pero no corras ningún riesgo. No dejes que nadie te vea durante un tiempo.
Tom se arrastró hacia la parte de atrás del camión.
—Me llevaré esta manta. Mira cuando volvamos a ver si ves la alcantarilla, Madre.
—Cuídate —le rogó ella—. Cuídate.
—Claro que sí —dijo Tom—. Claro que me cuidaré —trepó por el tablero posterior y bajó a la orilla—. Buenas noches —dijo.
Madre vio su figura desaparecer con la noche entre los arbustos junto al arroyo.
—Dios mío, espero que salga bien —dijo.
Al preguntó:
—¿Queréis volver ahora?
—Sí —respondió Padre.
—Ve despacio —pidió Madre—. Quiero asegurarme de que veo esa alcantarilla que dijo. Tengo que verla.
Al maniobró en la estrecha carretera hasta dar la vuelta. Condujo despacio hacia la fila de furgones. Las luces del camión mostraron las pasarelas que llevaban a las amplias puertas del furgón. Las puertas estaban oscuras. Nadie se movía en la noche. Al apagó los faros.
—Tú y el tío id a la parte de atrás —le dijo a Rose of Sharon—. Yo dormiré aquí en el asiento.
El tío John ayudó a la pesada joven a trepar por el tablero posterior. Madre apiló los cazos en un pequeño espacio. La familia se acostó muy junta en la trasera del camión.
Un bebé lloraba con largos sollozos espasmódicos en uno de los furgones. Un perro salió trotando, husmeando y bufando, y se movió lentamente alrededor del camión de los Joad. El tintineo del agua en movimiento venía del lecho del río.