Capítulo XXIV

EL SÁBADO por la mañana los lavaderos estaban llenos. Las mujeres lavaban vestidos de algodón rosa y floreados y los colgaban al sol y estiraban la tela para suavizarla. Al llegar la tarde el campamento entero se aceleraba y la gente comenzaba a excitarse. A los niños se les contagiaba la fiebre y se ponían más ruidosos de lo acostumbrado. Alrededor de media tarde empezaba el baño de los niños y, conforme cada uno era cogido, sometido y bañado, el ruido del campo de juegos remitía gradualmente. Antes de las cinco, los niños estaban bien fregados y advertidos de no volverse a ensuciar; y paseaban por ahí, rígidos en sus ropas limpias, tristes con tanto cuidado.

En la gran tarima de baile al aire libre se atareaba un comité. Todo el hilo eléctrico había sido recogido. Se había hecho una visita al basurero de la ciudad en busca de cable, todas las cajas de herramientas habían aportado cinta aislante. Y ahora el cable remendado y empalmado estaba extendido por la pista de baile con cuellos de botella como aislantes. Esta noche la pista estaría iluminada por primera vez. Para las seis volvían los hombres del trabajo o de buscar trabajo y empezaba una nueva ronda de baños. A las siete, las cenas ya concluidas, los hombres estaban vestidos con sus mejores ropas: monos recién lavados, camisas azules limpias, a veces las dignas camisas negras. Las muchachas estaban listas con sus vestidos estampados, estirados y limpios, sus cabellos trenzados y con lazos. Las preocupadas mujeres miraban a sus familias y fregaban los platos de la cena. En la tarima la banda practicaba, rodeada de un muro doble de niños. La gente se sentía resuelta y excitada.

En la tienda de Ezra Huston, presidente, se reunió el Comité Central, compuesto por cinco hombres. Huston, un hombre alto y enjuto, atezado por el viento, con ojos como pequeñas espadas, se dirigió a su comité, un hombre por cada unidad sanitaria.

—Ha sido una maldita suerte que nos enteráramos de que iban a intentar reventar el baile —dijo.

El rechoncho representante de la unidad tres habló.

—Creo que deberíamos darles una buena para que aprendieran.

—No —dijo Huston—. Eso es lo que quieren. No señor. Si consiguen que se organice una pelea entonces puede entrar la policía y decir que no mantenemos el orden. Lo han intentado antes… en otros sitios —se volvió hacia el chico triste y oscuro de la unidad dos—. ¿Has organizado a los hombres para que vigilen las vallas y que no se cuele nadie?

El chico triste asintió.

—¡Sí! Doce. Les dije que no pegaran a nadie. Que sólo les volvieran a echar fuera.

Huston dijo:

—¿Quieres salir y buscar a Willie Eaton? Es el presidente de entretenimientos, ¿no?

—Sí.

—Bien, dile que queremos verle.

El chico salió y volvió al cabo de un momento con un nervudo hombre de Tejas. Willie Eaton tenía la mandíbula larga y frágil y pelo de color castaño.

Sus brazos y piernas eran largos y desmadejados y tenía los ojos grises, quemados por el sol. Entró en la tienda y esperó, sonriendo, con las manos girando incesantes en las muñecas.

Huston dijo:

—¿Te has enterado de lo de esta noche?

—¡Sí! —Willie sonrió.

—¿Has hecho algo al respecto?

—Sí.

—Dinos lo que has hecho.

Willie Eaton sonrió con satisfacción.

—Bien, normalmente el comité de entretenimientos es de cinco hombres. Hoy tengo veinte más, todos chicos fuertes. Van a estar bailando con los ojos y los oídos abiertos. Al primer signo de discusión se cierran todos. Lo hemos planeado bien. Ni siquiera se ve nada. Ellos van como saliendo y el tipo saldrá con ellos.

—Diles que no debe haber heridos.

Willie rio alegremente.

—Ya se lo dije —respondió.

—Bueno, díselo y que quede claro.

—Ya lo saben. Tengo cinco hombres a la entrada para vigilar a los que entran. Para intentar localizarlos antes de que empiecen.

Huston se puso en pie. Sus ojos color acero eran severos.

—Mira, Willie. No queremos hacer daño a esos tipos. Va a haber ayudantes del sheriff en la puerta principal. Si los otros salen ensangrentados, los ayudantes irán por nosotros.

—Ya hemos pensado en eso —dijo Willie—. Los sacaremos por detrás, al campo. Algunos de los muchachos vigilaran que se marchen.

—Parece un buen plan —dijo Huston preocupado—. Pero no dejes que pase nada, Willie. Tú eres responsable. No les hagáis daño. No uséis palos ni cuchillos o cualquier otra arma.

—No, señor —dijo Willie—. No les quedarán marcas.

Huston recelaba.

—Ojalá supiera que puedo confiar en ti, Willie. Si hay que atizarles, atízales donde no sangren.

—¡Sí, señor! —dijo Willie.

—¿Estás seguro de los hombres que has escogido?

—Sí.

—De acuerdo. Si se nos va de las manos estaré en el rincón de la derecha, a ese lado de la pista.

Willie saludó en plan de broma y salió.

Huston dijo:

—No sé. Sólo espero que los muchachos de Willie no maten a nadie. ¿Para qué diablos quieren los ayudantes del sheriff hacer daño al campamento? ¿Por qué no nos dejan en paz?

El chico triste de la unidad dos dijo:

—Yo viví en el campamento de la Compañía de Tierras y Ganados de Sunland. Había un policía por cada diez personas, de verdad. Y un grifo de agua para doscientos.

El hombre rechoncho intervino:

—Dios, Jeremy. No hace falta que me lo digas. Yo estuve allí. Hay un bloque de chabolas, treinta y cinco en una fila y quince de fondo. Y tienen diez cagaderos para todo el tinglado. Y ¡por Dios!, podías olerlos a una milla de distancia. Uno de los ayudantes me dijo la razón. Estaba allí sentado y me dice: Esos malditos campamentos del gobierno. Les dan agua caliente y la gente quiere agua caliente. Si les das retretes también los querrán. Dales a esos okies cosas y querrán todo. En esos campamentos hacen reuniones de rojos. Planean cómo conseguir los subsidios.

Huston preguntó:

—¿Nadie le atizó?

—No. Había un tipo pequeño que le preguntó, ¿qué es eso de subsidios?

—Subsidios, lo que los contribuyentes pagamos y os lleváis vosotros, malditos okies.

—Nosotros pagamos impuestos en lo que compramos, en la gasolina y el tabaco, dice el pequeño. Y dijo: A los granjeros les da cuatro centavos por libra de algodón el gobierno. ¿No es eso subsidio? ¿Y no tienen subsidio las compañías de ferrocarril y transportes?

—Ésos hacen cosas que hay que hacer —dice el ayudante.

—Bueno —dice el otro—, ¿cómo se iban a recoger las cosechas si no fuera por nosotros? —el hombre rechoncho miró a su alrededor.

—¿Qué dijo el ayudante? —preguntó Huston.

—Se puso furioso. Y dijo: malditos rojos, todo el día causando agitación. Mejor será que vengas conmigo. Así que se llevó al hombre y le echaron sesenta días por vagancia.

—¿Cómo hicieron eso si tenía trabajo? —preguntó Timothy Wallace.

El hombre rechoncho se echó a reír.

—Ya lo sabes —dijo—. Sabes que un vago es cualquiera que no le cae bien a un policía. Y por eso odian este campamento. La policía no puede entrar. Esto es los Estados Unidos, no California.

Huston suspiró.

—Ojalá pudiéramos quedarnos. Nos tendremos que ir pronto. Yo estoy a gusto aquí. La gente se lleva bien; y Dios Todopoderoso, ¿por qué no nos dejan hacerlo en lugar de tratarnos mal y metemos en la cárcel? Juro que nos van a empujar a luchar si no nos dejan en paz —entonces su voz se apaciguó—. Tenemos que seguir siendo pacíficos —se recordó a sí mismo—. El comité no tiene derecho a echarlo a perder.

El hombre de la unidad tres dijo:

—Cualquiera que piense que ser del comité es coser y cantar debería probarlo. Hubo una pelea hoy en mi unidad: mujeres. Se pusieron a insultarse y luego empezaron a tirarse basura. El comité de señoras no pudo con ellas y me llamaron. Querían que tratáramos la pelea en este comité. Les dije que debían ocuparse ellas mismas de los problemas entre mujeres. Este comité no va a ensuciarse con peleas de basura.

Huston asintió.

—Hiciste bien —decidió.

Ahora caía el atardecer, y al hacerse la oscuridad más profunda, las prácticas de la banda parecieron crecer en volumen. Las linternas parpadearon y dos hombres inspeccionaron el cable remendado de la pista de baile. Los niños se amontonaban alrededor de los músicos. Un chico con una guitarra cantó Down home Blues, escuchando con delicadeza los acordes y en el segundo estribillo tres armónicas y un violín se le unieron. La gente acudió de las tiendas a la tarima, los hombres en sus vaqueros azules y limpios y las mujeres con sus vestidos de algodón. Se acercaron a la tarima y permanecieron silenciosamente en pie, esperando, sus rostros brillantes y resueltos bajo la luz.

Alrededor de la reserva había una alta valla de alambre, y a lo largo de la misma, a intervalos de dieciséis metros los guardas estaban sentados en la hierba esperando.

Empezaron a llegar los coches de los invitados, pequeños granjeros y sus familias, emigrantes de otros campamentos. Y al pasar por la entrada cada uno mencionaba el nombre del que le había invitado.

La banda tocó una danza escocesa, bien alto, porque ya no estaban practicando. Delante de sus tiendas los amantes de Jesús escuchaban sentados, sus rostros duros y despectivos. No hablaban unos con otros, vigilaban buscando el pecado y sus rostros condenaban todo lo que pasaba a su alrededor.

En la tienda de los Joad, Ruthie y Winfield habían comido a toda prisa la escasa cena y habían marchado hacia la tarima. Madre les hizo regresar, sujetó sus caras altas con una mano bajo la barbilla y les miró las narices, tiró de sus orejas y miró el interior y los mandó a la unidad sanitaria a lavarse las manos una vez más. Le dieron esquinazo por la parte de atrás del edificio y salieron disparados hacia la tarima, para unirse a los niños, apretados alrededor de la banda.

Al terminó de cenar y se pasó media hora afeitándose con la cuchilla de Tom. Al llevaba un traje de lana ajustado y una camisa a rayas, y se había bañado y lavado, y peinado su cabello liso hacia atrás. Y cuando el servicio se quedó vacío un momento se sonrió de forma encantadora en el espejo y se volvió y trató de verse de perfil mientras sonreía. Se puso las bandas violetas en los brazos y la ajustada chaqueta. Y frotó sus zapatos amarillos con un trozo de papel higiénico. Un rezagado que iba a bañarse entró y Al se apresuró a salir y caminó temerario hacia la tarima, ojo avizor a las muchachas. Cerca de la pista de baile vio a una bonita chica rubia sentada delante de una tienda. Se aproximó y abrió su chaqueta para mostrar la camisa.

—¿Vas a bailar esta noche? —preguntó.

La muchacha miró a otro lado y no contestó.

—¿No se te puede dirigir la palabra?, ¿qué tal si bailamos tú y yo? —y dijo con aplomo—: Sé bailar el vals.

La chica levantó los ojos con timidez y dijo:

—Vaya cosa…, todo el mundo sabe.

—No como yo —dijo Al. Surgió la música y él siguió el ritmo con un pie—. Venga —animó.

Una mujer muy gorda asomó la cabeza por la tienda y le puso mal gesto.

—Sigue adelante —dijo con fiereza—. Esta chica está comprometida. Va a casarse y su novio va a venir por ella.

Al le dirigió un guiño achulado y echó a andar, los pies siguiendo la música y ondulando los hombros y girando los brazos. La muchacha se quedó mirándole con expresión resuelta.

Padre dejó su plato y se levantó.

—Vamos, John —dijo; y le explicó a Madre—: Vamos a hablar con algunos hombres sobre el trabajo —y Padre y el tío John se alejaron hacia la casa del director.

Tom metió un trozo de pan de la tienda de comestibles en la salsa del estofado de su plato y comió el pan. Le alargó el plato a Madre y ella lo metió en el cubo de agua caliente y lo lavó y se lo alcanzó a Rose of Sharon para que lo secara.

—¿No vas al baile? —preguntó Madre.

—Claro —contestó Tom—. Estoy en un comité. Vamos a entretener a unos tipos.

—¿Ya estás en un comité? —dijo Madre—. Supongo que es porque tienes trabajo.

Rose of Sharon se volvió para guardar el plato. Tom la señaló.

—Dios mío, se está poniendo gorda —dijo.

Rose of Sharon se ruborizó y le cogió otro plato a Madre.

—Claro que sí —dijo Madre.

—Y más guapa —dijo Tom.

La muchacha se puso más colorada y bajó la cabeza.

—Déjalo ya —dijo suavemente.

—Pues claro —dijo Madre—. Una chica esperando siempre se pone más guapa.

Tom se echó a reír.

—Si se sigue hinchando así va a necesitar una carretilla para llevarlo.

—Déjame ya— dijo Rose of Sharon, y entró en la tienda, fuera de su vista.

Madre se rio.

—No deberías molestarla.

—A ella le gusta— dijo Tom.

—Ya lo sé, pero también le molesta. Y está triste por Connie.

—Bueno, debería olvidarse de él. Seguramente a estas alturas estará estudiando para presidente de los Estados Unidos.

—No la molestes —dijo Madre—. No lo tiene nada fácil.

Willie Eaton se acercó y sonrió y dijo:

—¿Tú eres Tom Joad?

—Sí.

—Yo soy presidente del comité de entretenimientos. Te vamos a necesitar. Uno me ha hablado de ti.

—Sí, jugaré con vosotros —dijo Tom—. Ésta es Madre.

—¿Cómo está? —saludó Willie.

—Encantada de conocerte.

Willie dijo:

—Te voy a poner a la entrada para empezar y luego en la pista. Quiero que te fijes en los que entren e intentes localizarlos. Estarás con otro. Luego quiero que bailes y vigiles.

—De acuerdo. Eso lo puedo hacer —dijo Tom.

Madre preguntó con aprensión:

—¿Hay algún problema?

—No, señora —respondió Willie—. No va a haber ningún problema.

—Nada en absoluto —dijo Tom—. Bueno, voy contigo. Te veré en el baile, Madre —los dos jóvenes se dirigieron con rapidez a la entrada principal.

Madre apiló los platos lavados en una caja.

—Sal de ahí —llamó, y al no recibir respuesta—. Rosasharn, sal ya.

Su hija salió de la tienda y continuó secando platos.

—Tom sólo te estaba tomando el pelo.

—Ya lo sé. No me importa; es sólo que detesto que la gente me mire.

—Eso no tiene remedio. La gente te va a mirar. Pero la gente se alegra de ver a una muchacha embarazada, les pone sonrientes y contentos. ¿No vas a ir al baile?

—Iba a ir…, pero no sé. Ojalá estuviera Connie aquí —su voz subió de tono—. Madre, ojalá estuviera él aquí. Apenas puedo resistirlo.

Madre la miró con atención.

—Lo sé —dijo—. Pero, Rosasharn…, no avergüences a tu familia.

—No lo pretendo, Madre.

—Bien, no te avergüences tú. Ya tenemos demasiado, sin vergüenzas que añadir.

Los labios de la joven empezaron a temblar.

—No voy a ir al baile. No podría… ¡Madre, ayúdame! —se sentó y ocultó la cabeza en los brazos.

Madre se secó las manos en el trapo de los platos y se acuclilló delante de su hija y puso las dos manos en el cabello de Rose of Sharon.

—Eres una buena chica —dijo—. Siempre lo has sido. Yo te cuidaré. No te preocupes —puso interés en el tono de su voz—. ¿Sabes lo que vamos a hacer tú y yo? Vamos a ir al baile y nos vamos a sentar a mirar. Si viene alguien que quiera bailar contigo, pues le diré que no estás fuerte. Diré que te encuentras mal. Y puedes oír la música y todo eso.

Rose of Sharon levantó la cabeza.

—¿No me dejarás bailar?

—No, no te dejaré.

—Y no dejes que nadie me toque.

—No.

La joven suspiró. Dijo en tono desesperado:

—No sé lo que voy a hacer, Madre. Es que no lo sé. No sé.

Madre le dio unos golpecitos en la rodilla.

—Mira —dijo—. Mírame. Yo te lo voy a decir. Dentro de algún tiempo no será tan malo. Dentro de poco. Es la verdad. Venga. Vamos a lavarnos y a ponernos los vestidos bonitos y nos sentaremos en el baile —llevó a Rose of Sharon hacia la unidad sanitaria.

Padre y el tío John estaban con un grupo de hombres acuclillados en el porche de la oficina.

—Hoy estuvimos a punto de conseguir trabajo —dijo Padre—. Llegamos unos minutos tarde. Ya tenían a otros dos. Y, vaya, fue curioso. Había allí un hombre de paja que dijo: sólo tenemos unos pocos hombres baratos. Claro que nos vendrían bien hombres de veinte centavos. Muchos hombres. Decid en el campamento que damos trabajo a muchos por veinte centavos.

Los hombres acuclillados se removieron nerviosos. Un hombre de anchos hombros con el rostro completamente ensombrecido por un sombrero negro, se dio en la rodilla con la palma de la mano.

¡Lo sé, maldita sea! —exclamó—. Y conseguirán hombres. Hombres hambrientos. No se puede alimentar a la familia con veinte centavos la hora, pero se coge cualquier cosa. Te llevan por donde quieren. Subastan los trabajos sin más. Dios mío, dentro de nada nos harán pagar por trabajar.

—Nosotros lo habríamos tomado —dijo Padre—. No hemos tenido ningún empleo. Lo hubiéramos cogido sin dudarlo, pero había allí unos que miraban de tal forma que nos dio miedo.

El del sombrero negro dijo:

—¡Es de locos! He trabajado para uno que no puede recoger su cosecha. Le cuesta más recogerla de lo que le darán por ella y no sabe qué hacer.

—A mí me parece… —Padre se interrumpió. El círculo en silencio esperando—. Bueno, pensaba que teniendo un acre… Vaya, mi mujer podría cultivar un huerto y criar un par de cerdos y algunas gallinas. Nosotros podríamos salir, encontrar trabajo y volver. Los chicos podrían quizá ir a la escuela. Nunca he visto escuelas tan buenas como éstas.

—Nuestros hijos no son felices en esas escuelas —dijo el del sombrero negro.

—¿Por qué no? Tienen muy buena pinta.

—Bueno, un crío andrajoso, sin zapatos, al lado de esos otros con calcetines y buenos pantalones, que les gritan okie. Mi hijo fue a la escuela. Se peleaba todos los días. Pero bien. Es un pequeño muy duro. Todos los días se peleaba. Volvía a casa con las ropas hechas jirones y la nariz sangrando. Y su madre le daba palizas. La hice parar. No hacía falta que todo el mundo le sacudiera, pobre pequeño. ¡Dios! Pero les pegaba buenas palizas a algunos de aquellos hijos de puta con buenos pantalones. No sé. No sé.

Padre exigió:

—Bueno, ¿qué diablos voy a hacer yo? No nos queda dinero. Uno de mis hijos consiguió un trabajo por poco tiempo, pero con eso no comemos. Pienso ir y coger veinte centavos. No me queda otro remedio.

El del sombrero negro levantó la cabeza y en su barbilla sobresalió la barba a la luz y en su cuello nervudo se veía la barba pegada al pellejo como si fuera la piel de un animal.

—Sí —dijo con amargura—. Eso harás. Y yo soy un hombre barato. Te llevarás mi empleo por veinte centavos. Y luego estaré hambriento y lo recuperaré por quince. Sí. Adelante. Hazlo.

—Bueno, ¿qué diablos puedo hacer? —dijo Padre—. Yo no me puedo morir de hambre para que tú ganes tu miseria.

El otro volvió a hundir la cabeza y su barbilla volvió a las sombras.

—No sé —dijo—. Es que no lo sé. Ya es bastante malo trabajar doce horas al día y acabar sólo con un poco de hambre para encima tener que estar pensando todo el tiempo. Mi hijo no se alimenta lo suficiente. ¡No puedo pensar continuamente, maldita sea! Se vuelve uno loco —en el círculo, los hombres movieron los pies nerviosamente.

Tom permaneció a la puerta viendo llegar gente al baile. La luz de un foco brillaba en sus rostros. Willie Eaton dijo:

—Mantén los ojos abiertos. Voy a mandar para acá a Jule Vitela. Es medio cherokee. Un buen tipo. Mantén los ojos abiertos. Mira a ver si localizas a los que buscamos.

—De acuerdo —dijo Tom. Vio a las familias de las granjas llegar, las niñas con el pelo trenzado, los chicos acicalados para el baile. Jule llegó y se detuvo junto a él.

—Estoy contigo —dijo.

Tom miró la nariz aguileña y los altos pómulos tostados y la fina y pequeña barbilla.

—Dicen que eres medio indio. A mí me pareces indio entero.

—No —dijo Jule—. Sólo medio. Ojalá fuera todo indio. Tendría mi tierra en la reserva. Algunos de esos indios lo tienen muy bien.

—Mira a esa gente —dijo Tom.

Los invitados pasaban por la entrada, familias de granjeros, emigrantes de los campamentos a orillas de las carreteras. Niños luchando porque les soltaran, padres sujetándolos con calma.

Jule dijo:

—Estos bailes tienen efectos curiosos. Nuestra gente no tiene nada, pero el poder invitar a sus amigos a venir al baile los eleva y los enorgullece. Y la gente les respeta por estos bailes. Yo trabajé para uno que tenía una pequeña propiedad. Vino a un baile aquí. Yo mismo le invité y vino. Dijo que nuestro baile era el único decente de todo el condado, donde un hombre puede traer a sus hijas y su mujer. ¡Eh! Mira.

Tres hombres jóvenes estaban entrando…, jóvenes trabajadores en vaqueros. Caminaban juntos. El guarda a la entrada les preguntó, ellos contestaron y pasaron.

—Míralos atentamente —dijo Jule. Se acercó al guarda—. ¿Quién ha invitado a esos tres? —preguntó.

—Uno llamado Jackson, unidad cuatro.

Jule regresó junto a Tom.

—Creo que ésos son los nuestros.

—¿Cómo lo sabes?

—No lo sé, Sólo lo presiento. Parecen como asustados. Síguelos y dile a Willie que se fije en ellos y que le pregunte a Jackson, de la unidad cuatro. A ver si los ve y da el visto bueno. Yo me quedaré aquí.

Tom fue como paseando tras los jóvenes. Se acercaron a la pista de baile y tomaron posiciones en silencio al borde de la multitud. Tom vio a Willie cerca de la banda y le hizo un gesto.

—¿Qué quieres? —preguntó Willie.

—¿Ves a esos tres?

—Sí.

—Dicen que un tal Jackson de la unidad cuatro les ha invitado.

Willie alargó el cuello y vio a Huston y le llamó para que se acercara.

—Esos tres —dijo—. Será mejor llamar a Jackson, de la unidad cuatro, y averiguar si les ha invitado.

Huston dio media vuelta y echó a andar; al cabo de unos instantes volvió con uno de Kansas, delgado y huesudo.

—Éste es Jackson —dijo Huston—. Mira, Jackson, ¿ves a esos tres jóvenes de allí?

—Sí.

—¿Les has invitado?

—No.

—¿Les habías visto antes?

Jackson se fijó en ellos.

—Claro. Trabajé con ellos en la propiedad de Gregorio.

—Así que sabían tu nombre.

—Claro. He trabajado a su mismo lado.

—De acuerdo —dijo Huston—. No te acerques a ellos. No les vamos a echar si se portan bien, Gracias, señor Jackson.

—Buen trabajo —le dijo a Tom—. Creo que van a ser ésos.

—Jule los descubrió —dijo Tom.

—No me extraña —dijo Willie—. Su sangre india les habrá olido. Bueno, se los mostraré a los chicos.

Un chaval de dieciséis años llegó corriendo por entre la multitud. Se detuvo, jadeante, delante de Huston.

—Señor Huston —dijo—. He ido donde me dijo. Hay un coche con seis hombres aparcado en los eucaliptos y uno con cuatro hombres por esa carretera del norte. Les pedí una cerilla. Tienen armas. Las he visto.

Los ojos de Huston se tornaron duros y crueles.

—Willie —dijo—, ¿estás seguro de que tienes todo listo?

Willie sonrió alegremente.

—Se lo aseguro, señor Huston. No va a ser ningún problema.

—Bueno, no quiero heridos. Recuérdalo. Si puedes, en silencio y sin alboroto, me gustaría verles. Estaré en mi tienda.

—Veré lo que se puede hacer —dijo Willie.

El baile no había empezado formalmente, pero ahora Willie subió a la tarima.

—Elegid vuestras parejas —gritó. La música se interrumpió. Muchachos y muchachas, hombres y mujeres jóvenes corrieron de un lado a otro hasta que se formaron ocho cuadrados en la gran pista, listos y esperando. Las chicas tenían las manos delante de ellas y retorcían los dedos. Los muchachos golpeaban incesantemente con los pies. Alrededor de la pista se sentaban los viejos, sonriendo levemente, sujetando a los niños para que no entraran en la pista. Y en la distancia, los amantes de Jesús, sentados, con rostros duros y condenatorios, miraban el pecado.

Madre y Rose of Sharon se sentaron en un banco a mirar. Y a cada chico que pedía bailar a Rose of Sharon, Madre le decía: «No, no se encuentra bien». Y Rose of Sharon se ruborizaba y tenía los ojos brillantes.

El cantor saltó al centro de la pista y puso las manos en alto.

—¿Todos listos? ¡Pues adelante!

La música arrancó con la Danza del pollo, aguda y clara, el violín como una gaita, armónicas nasales y definidas y los bordones de las guitarras. El cantor decía los giros, los cuadrados se movían. Y bailaron adelante y atrás, las manos en círculo, gira a tu pareja. El cantor, en un frenesí, marcaba el ritmo con los pies, se contoneaba de un lado a otro, mostraba las figuras mientras las decía.

—Giren a las señoras y a dol ce do. Junten las manos y sigamos —la música subía y bajaba y los pies, golpeando al ritmo en la tarima, sonaban como tambores—. A la derecha y a la izquierda; sueltos ahora, espalda con espalda —cantaba el cantor, un tono monocorde agudo y brillante.

Ahora se despeinaba el cabello de las muchachas. Ahora transpiraban los muchachos por la frente. Ahora los expertos mostraban los engañosos pasos interiores. Y los viejos al borde de la pista se llenaban del ritmo, daban palmas suavemente y se acompañaban rítmicamente con los pies; y sonreían con dulzura, se encontraban con los ojos de los otros y asentían.

Madre inclinó la cabeza junto al oído de Rose of Sharon.

—Quizá no te lo imaginarías, pero tu padre era un gran bailarín cuando era joven —y Madre sonrió—. Me hace pensar en los viejos tiempos —dijo. Y en los rostros de los que miraban la sonrisa era de recuerdo.

—Cerca de Muskogee, hace veinte años, había un ciego con un violín…

—Una vez vi a un chico que podía tocarse cuatro veces los talones en un salto.

—Los suecos, en Dakota…, ¿sabes qué hacen a veces? Ponen pimienta en el suelo. Se sube por las faldas de las señoras y las pone tan vivas como una potrilla en celo. Los suecos hacen eso algunas veces.

En la distancia, los amantes de Jesús vigilaban a sus inquietos hijos.

—Mirad el pecado —decían—. Esa gente va al infierno montada en una escoba. Es una vergüenza que los temerosos de Dios tengan que verlo —y sus hijos permanecían en silencio y nerviosos.

—Una más y luego un pequeño descanso —entonó el cantor—. Dadle fuerte porque vamos a parar pronto.

Las chicas estaban sudorosas y encendidas y bailaban con la boca abierta y rostros serios y reverentes y los chicos se apartaban el pelo largo y saltaban, marcaban las puntas y chasqueaban los tacones. Adentro y afuera se movían los cuadrados, cruzándose, volviendo atrás, girando, y la música se estremecía.

Entonces de pronto se interrumpió. Los bailarines se quedaron quietos, jadeando de cansancio. Y los niños se soltaron, subieron a toda velocidad a la pista, se persiguieron unos a otros locamente, corrieron, resbalaron, quitaron gorras y tiraron del pelo. Los bailarines se sentaron y se abanicaron con las manos. Los miembros de la banda se levantaron y se estiraron y volvieron a sentarse. Y los guitarristas hicieron sonar suavemente las cuerdas.

Ahora Willie llamó:

—Elegid para otro cuadrado si podéis.

Los bailarines se pusieron en pie y otros nuevos se lanzaron a buscar pareja. Tom permaneció cerca de los tres jóvenes. Los vio meterse en la pista y en uno de los cuadrados en formación. Hizo un gesto con la mano a Willie y éste habló con el violinista. El violinista hizo chirriar el arco contra las cuerdas. Veinte jóvenes se desplegaron lentamente por la pista. Los tres alcanzaron el cuadrado. Y uno de ellos dijo:

—Yo bailaré con ésta.

Un muchacho rubio levantó la vista asombrado.

—Es mi pareja.

—Oye, hijo de puta…

En la oscuridad sonó un silbido estridente. Los tres hombres se vieron rodeados. Y cada uno sintió las manos que le asían. Y entonces el muro de hombres salió despacio de la pista.

Willie gritó:

—¡Vamos allá!

La música volvió a sonar aguda, el cantor entonó las figuras, los pies golpearon en la tarima.

Un turismo llegó a la entrada. El conductor llamó:

—Abrid. Hemos oído que hay disturbios.

El guarda mantuvo su posición.

—No hay ningún disturbio. Escuchad la música. ¿Quiénes sois?

—Ayudantes del sheriff.

—¿Tienen una orden?

—No nos hace falta si hay disturbios.

—Bueno, aquí no los hay —dijo el guarda de la entrada.

Los hombres del coche escucharon la música y el sonido del cantor y luego el coche se alejó lentamente y aparcó en un cruce de caminos a esperar.

En la escuadrilla que se movía, cada uno de los tres jóvenes estaba aprisionado y había una mano sobre cada boca. Cuando alcanzaron la oscuridad el grupo se abrió.

Tom dijo:

—Ha sido un buen trabajo —sujetaba ambos brazos de su víctima por detrás.

Willie llegó corriendo de la pista.

—Bien hecho —dijo—. Ahora sólo hacen falta seis. Huston quiere ver a estos tipos.

El propio Huston emergió de la oscuridad.

—¿Son éstos?

—Los mismos —dijo Jule—. Fueron derechos a empezar una buena. Pero no llegaron a dar ni una vuelta.

—Vamos a mirarles la cara —los prisioneros fueron dados la vuelta para que les pudiera ver. Tenían las cabezas gachas. Huston alumbró con la linterna cada rostro torvo—. ¿Por qué queríais hacerlo? —preguntó. No hubo respuesta—. ¿Quién os dijo que lo hicierais?

—Maldita sea, no hemos hecho nada. Sólo íbamos a bailar.

—No es cierto —dijo Jule—. Ibas a atizarle a aquel chiquillo.

Tom dijo:

—Señor Huston, justo cuando éstos tomaron posiciones, alguien dio un silbido.

—Sí, lo sé. La policía llegó justo hasta la entrada —se volvió—. No os vamos a hacer daño. ¿Quién os mandó a reventar el baile? —esperó una réplica—. Sois nuestra propia gente —dijo Huston tristemente—. Sois de los nuestros. ¿Por qué vinisteis? Lo sabemos todo —añadió.

—Bueno, maldita sea, uno tiene que comer.

—Bien, ¿quién os mandó? ¿Quién os pagó para que vinierais?

—No nos han pagado.

—Ni os van a pagar. Si no hay pelea, no hay dinero, ¿no es eso?

Uno de los hombres aprisionados dijo:

—Haced lo que queráis. No vamos a decir nada.

La cabeza de Huston se hundió por un momento y luego él dijo quedamente:

—De acuerdo. No lo digáis. Pero mirad. No apuñaléis a vuestra propia gente. Tratamos de salir adelante, divirtiéndonos y manteniendo el orden. No lo destrocéis. Pensadlo. Os hacéis daño a vosotros mismos. Vale, chicos, sacadlos por la valla trasera. Y no les hagáis daño. No saben lo que hacen.

La escuadrilla se movió con lentitud hacia la parte de detrás del campamento y Huston se quedó mirándola.

Me dijo:

—Démosles tan sólo una buena patada.

—¡No se te ocurra! —exclamó Willie—. Dije que no lo haríamos.

—Sólo una patadita —rogó Jule—. Sólo arrojarlos por encima de la cerca.

—Ni hablar —insistió Willie.

—Oídme —dijo—, esta vez os vamos a dejar. Pero corred la voz. Si esto vuelve a pasar otra vez, naturalmente le daremos un paliza a quien venga; le romperemos todos los huesos del cuerpo. Decídselo a vuestros muchachos. Huston dice que sois como de los nuestros…, tal vez. Detestaría pensarlo.

Se aproximaron a la valla. Dos de los guardas sentados se levantaron y se acercaron.

—Aquí hay unos que se van a casa temprano —dijo Willie. Los tres hombres treparon la valla y desaparecieron en la oscuridad.

Los de la escuadrilla volvieron rápidos a la pista de baile. La banda tocaba como gimiendo la música de El viejo Dan Tucker.

Junto a la oficina los hombres seguían acuclillados y hablando y la aguda música les llegaba.

Padre dijo:

—Se aproxima un cambio. No sé qué es. Quizá no vivamos para verlo. Pero está viniendo. Hay un sentimiento de inquietud. Uno no puede pensar de lo nervioso que está.

El del sombrero negro volvió a levantar la cabeza y la luz cayó en su barba de punta. Reunió varias piedras pequeñas del suelo y las disparó como canicas, con el pulgar.

—No sé. Es cierto que se aproxima, como tú dices. Uno me dijo lo que había pasado en Akron, Ohio. Compañías de caucho. Tenían gente de las montañas porque trabajaban barato. Y estos montaneros se unieron al sindicato. Se desató el infierno. Todos esos tenderos y legionarios y gente de esa se pusieron a adiestrar y a gritar ¡Rojo! Y que iban a expulsar al sindicato de Akron. Los predicadores soltando sermones y los periódicos lanzando alaridos y las compañías sacaron matones con mangos de picos y compraron gases venenosos. Dios, uno pensaría que esos montañeros eran verdaderos diablos —calló y buscó más piedra para lanzar—. Sí, señor, fue el pasado marzo, un domingo cinco mil montañeros organizaron un tiro al pavo a las afueras de una ciudad. Cinco mil marcharon por el pueblo con sus rifles. Se llevó a cabo el tiro al pavo y marcharon de regreso. Eso fue todo. Pues a partir de ahí se acabaron los problemas. Los comités de ciudadanos devolvieron los mangos de los picos y los tenderos se dedicaron a sus tiendas y nadie resultó golpeado, ni emplumado, ni murió nadie —hubo un largo silencio y luego el del sombrero negro dijo:

—Aquí se están poniendo mal las cosas. Quemaron aquel campamento y se están dando palizas. He estado pensando. Todos nosotros tenemos armas. He estado pensando que tal vez debíamos organizar un club de tiro y hacer reuniones cada domingo.

Los hombres levantaron la vista hacia él y luego volvieron a mirar a la tierra, y sus pies se movieron con inquietud y cambiaron el peso de una pierna a la otra.