YA ERA TARDE cuando Tom Joad condujo por una carretera vecinal buscando el campamento de Weedpatch. Se veían pocas luces en el campo. Tan sólo una luminosidad en el cielo a sus espaldas mostraba la situación de Bakersfield. El camión botaba lentamente en su avance y los gatos cazadores dejaban el camino delante de él. En un cruce de caminos había un pequeño grupo de edificios blancos de madera.
Madre dormía en el asiento y Padre había estado en silencio y encerrado en sí mismo durante largo tiempo.
Tom dijo:
—No sé dónde estará. Quizá debamos esperar hasta que amanezca y preguntar a alguien —se detuvo junto al letrero de una avenida y otro coche frenó en el cruce. Tom se inclinó hacia afuera—. Eh, oiga, ¿sabe dónde está el campamento grande?
—Todo recto.
Tom volvió a arrancar y siguió por la carretera de enfrente, unos cuantos centenares de metros y entonces se paró. Delante de la carretera había una alta verja de alambre y a través de una entrada ancha aparecía la curva de una avenida. Un poco más allá de la entrada había una casita de cuya ventana salía luz. Tom siguió adelante. El camión entero saltó en el aire y volvió a caer con estruendo.
—¡Dios! —exclamó Tom—. Ni siquiera vi esa joroba de la carretera.
Un vigilante se levantó desde el porche y caminó hacia el coche. Se apoyó en el costado.
—Ibas demasiado deprisa —dijo—. La próxima vez entrarás más despacio.
—¿Qué es eso, por el amor de Dios?
El vigilante se echó a reír.
—Bueno, por aquí juegan muchos chiquillos. Si le dices a la gente que conduzca despacio, es probable que lo olvide. Pero si se dan contra esa joroba una vez no se vuelven a olvidar.
—Ah, sí. Espero no haber roto nada. Dígame… ¿tendrían algún espacio aquí para nosotros?
—Hay una plaza para acampar. ¿Cuántos son?
Tom fue contando con los dedos.
—Yo, Padre, Madre, Al, Rosasharn, el tío John, Ruthie y Winfield. Los últimos son críos.
—Bueno, creo que les podré acomodar. ¿Tienen material para acampar?
—Tenemos una lona grande y camas.
El vigilante se montó en el estribo.
—Sigue hasta el final de esa línea y gira a la derecha. Estarán en la Unidad Sanitaria número cuatro.
—¿Qué es eso?
—Servicios y duchas y pilas de lavar.
Madre quiso saber:
—¿Hay pilas de lavar…, agua corriente?
—Claro que sí.
—¡Ay! Alabado sea Dios —dijo Madre.
Tom condujo siguiendo la larga y oscura hilera de tiendas. En el edificio de los servicios ardía una luz baja.
—Pare aquí —indicó el vigilante—. Es una buena plaza. Los que la ocupaban acababan de marcharse.
Tom detuvo el coche.
—¿Aquí mismo?
—Sí. Ahora, mientras los demás descargan, ven conmigo a que te inscriba. Luego a dormir. El comité del campamento les visitará por la mañana y les dejarán organizados.
Tom bajó los ojos.
—¿Policías? —preguntó.
El vigilante se echó a reír.
—Nada de policías. Aquí tenemos nuestra propia policía, elegida por la misma gente. Ven conmigo.
Al saltó del camión y fue hacia la parte delantera.
—¿Vamos a quedarnos aquí?
—Sí —dijo Tom—. Tú y Padre podéis ir descargando mientras yo voy a la oficina.
—Procuren no hacer ruido —dijo el vigilante—. Hay mucha gente durmiendo.
Tom le siguió a través de la oscuridad y subió los peldaños de la oficina y entró en una habitación diminuta amueblada con un viejo escritorio y una silla. El guarda se sentó a la mesa y sacó un formulario.
—¿Nombre?
—Tom Joad.
—¿Ése era tu padre?
—Sí.
—¿Cómo se llama?
—Tom Joad también.
Las preguntas se sucedieron. De dónde venían, cuánto tiempo llevaban en el estado, qué trabajo habían conseguido. El vigilante levantó la mirada.
—No soy un entrometido. Tenemos que tener esta información.
—Sí, claro —dijo Tom.
—Sigamos…, ¿tienen dinero?
—Un poco.
—¿No están en la miseria?
—Tenemos un poco. ¿Por qué?
—Bueno, la plaza para acampar cuesta un dólar por semana, pero se puede pagar con trabajo, recogiendo la basura, manteniendo limpio el campamento…, cosas así.
—Pagaremos con trabajo —respondió Tom.
—Verán al comité mañana. Les enseñarán cómo usar el campamento y les informarán de las normas.
—Oiga… ¿qué es esto? —dijo Tom—. ¿Qué es eso de comité?
El vigilante se echó hacia detrás.
—Funciona muy bien. Hay cinco unidades sanitarias. Cada una elige un hombre para que forme parte del Comité Central. Y ese comité hace las leyes. Lo que ellos dicen debe acatarse.
—¿Y si se ponen puñeteros? —dijo Tom.
—Bueno, se les puede echar igual que se les elige, por votación. Han hecho un buen trabajo. Te diré lo que hicieron…, conocéis a los predicadores que llaman Santos Rodantes, que van siguiendo a la gente, predicando y haciendo colectas. Bueno, pues quisieron predicar en este campamento. Y entre la gente mayor muchos querían que lo hiciesen. Era cuestión de que decidiera el Comité Central, que se reunió y llegó a esta conclusión: dijeron «Cualquier predicador puede predicar en este campamento. Nadie puede hacer una colecta en este campamento». Y fue un poco triste para los ancianos, porque, desde entonces no ha parado por aquí ni un solo predicador.
Tom se rio y después preguntó:
—¿Me está diciendo que los que dirigen el campamento son simples personas que están aquí acampadas?
—Exacto. Y da resultado.
—Habló usted de policías…
—El Comité Central mantiene el orden y elabora las normas. Luego están las señoras. Le harán una visita a tu madre. Cuidan de los niños y se ocupan de las unidades sanitarias. Si tu madre no está trabajando, cuidará a los niños de las que trabajan, y cuando tenga un empleo…, bueno, ya habrá otras. Ellas cosen y hay una enfermera que viene a enseñarles. Toda clase de cosas así.
—¿Quiere decir que no hay policías?
—No, señor. Aquí no puede entrar ningún policía sin una orden judicial.
—Bueno, imagínese que hay algún tipo que sea una mala persona, o un borracho buscando bronca. ¿Qué pasa entonces?
El vigilante dejó caer varias veces el lápiz sobre el papel secante.
—Pues la primera vez el Comité Central le da un aviso. La segunda le advierten seriamente. A la tercera le expulsan del campamento.
¡Dios Todopoderoso!, apenas puedo creerlo. Esta noche los ayudantes del sheriff y los otros tíos de las gorritas hicieron arder el campamento que había a la orilla del río.
—Aquí no pueden entrar —le informó el vigilante. Algunas noches los muchachos montan guardia por las verjas, sobre todo las noches que hay baile.
—¿Noches de baile? ¡Cielo Santo!
—Tenemos los mejores bailes de todo el condado los sábados por la noche.
¡Por el amor de Dios! ¿Por qué no hay más lugares como éste?
La expresión del vigilante se tornó sombría.
—Tendrás que averiguarlo tú mismo. Vete ahora a dormir.
—Buenas noches —dijo Tom—. A Madre le va a gustar esto. Hace mucho que no se la trata con decencia.
—Buenas noches —dijo el vigilante—. Vayan a dormir. El campamento despierta temprano.
Tom recorrió la calle entre las filas de tiendas. Sus ojos se acostumbraron a la luz de las estrellas y pudo ver que las hileras eran rectas y que no había basura entre las tiendas. La tierra de la calle había sido barrida y regada. De las tiendas surgían los ronquidos de la gente dormida. El campamento entero zumbaba y resoplaba. Tom caminó lentamente. Al aproximarse a la Unidad Sanitaria número cuatro la contempló con curiosidad, un edificio sin pintar bajo y tosco. Bajo techado, pero abiertas a los lados, las filas de lavaderos. Vio su camión allí cerca y se dirigió silenciosamente hacia él. La tienda estaba montada y el campamento en silencio. Al acercarse, una figura salió de la sombra del camión y caminó hacia él.
—¿Eres tú, Tom? —preguntó Madre quedamente.
—Sí.
—¡Sh! —dijo—. Están todos durmiendo. Estaban agotados.
—Tú también deberías estar durmiendo —dijo Tom.
—Ya, pero quería verte. ¿Está todo bien?
—Muy bien —replicó Tom—. No te lo voy a contar ahora. Te lo dirán por la mañana. Te va a gustar.
—He oído que hay agua caliente —susurró Madre.
—Sí. Ahora ve a dormir. No sé cuándo fue la última vez que dormiste.
—¿Por qué no me lo cuentas? —suplicó Madre.
—No. Vete a dormir.
De pronto pareció una niña.
—¿Cómo puedo dormir si tengo que pensar en lo que no me quieres decir?
—No —dijo Tom—. Mañana a primera hora te pones el otro vestido y entonces te enterarás de todo.
—No puedo dormir estando pendiente de eso.
—Tendrás que hacerlo —rio Tom alegremente—. Has de conformarte.
—Buenas noches —dijo ella en voz baja; y se agachó y se deslizó bajo la oscura lona.
Tom trepó por la trasera del camión. Se tumbó de espaldas en el suelo de madera y apoyó la cabeza sobre sus manos cruzadas, sus antebrazos apretados contra las orejas. La noche iba refrescando. Tom se abotonó la chaqueta y volvió a echarse. Las estrellas brillaban nítidamente sobre su cabeza.
Aún era oscuro cuando despertó. Un leve ruido metálico le sacó del sueño. Tom escuchó y volvió a oír el chirriar del hierro contra hierro. Se movió rígido y tembló en el aire de la mañana. El campamento aún dormía. Tom se incorporó y se asomó por un lado del camión. Las montañas del este tenían un color negro azulado, y mientras las contemplaba, la luz emergió débilmente tras ellas, coloreó el filo de las montañas de un rojo desvaído, volviéndose más fría, gris y oscura conforme se acercaba a él hasta que en un punto cercano al horizonte en el oeste se fundió con la pura noche. Abajo, en el valle, la tierra tenía el color gris-lavanda de la aurora.
El ruido de hierro volvió a oírse. Tom miró la hilera de tiendas, de un gris apenas más claro que la tierra. Al lado de una tienda vio el parpadeo del fuego anaranjado que se filtraba a través de las grietas de un viejo fogón de hierro. Un humo gris ascendía por una chimenea achatada.
Tom se encaramó por el lado del camión y saltó al suelo. Se acercó despacio al fogón. Vio a una muchacha trajinando por allí, vio que sostenía en el brazo doblado un bebé que mamaba, su cabeza debajo de la blusa de la chica. Y ésta se movía, atizando el fuego, ajustando las oxidadas tapas del fogón para conseguir que tirara mejor al abrir la puerta del horno; mientras tanto el bebé mamaba sin cesar y la madre lo cambiaba hábilmente de un brazo al otro. El bebé no dificultaba su trabajo ni entorpecía sus movimientos rápidos y airosos. Y el fuego anaranjado sacaba sus lenguas por las grietas del fogón y arrojaba reflejos intermitentes sobre la tienda.
Tom se acercó un poco más. Percibió el olor de tocino frito y pan cociéndose. La luz creció rápida por el este. Tom se llegó hasta el fogón y alargó las manos hacia él. La muchacha le miró, le saludó con la cabeza y sus dos trenzas se agitaron.
—Buenos días —dijo, y dio la vuelta al tocino en la sartén.
La solapa de la tienda se apartó y salió un hombre joven seguido de otro mayor. Llevaban monos azules, nuevos y chaquetas de la misma tela, tiesos de almidón, con los botones de latón brillantes. Eran hombres de rostro afilado y se parecían mucho. El joven tenía una sombra de barba oscura y el hombre mayor una sombra blanca. Sus cabezas y caras estaban húmedas, el pelo les chorreaba, había gotas de agua en los pelos hirsutos de la barba. Sus mejillas brillaban de humedad. Contemplaron juntos y en silencio la luz naciente del este. Bostezaron al mismo tiempo mirando la luz en los bordes de las colinas. Y luego se volvieron y vieron a Tom.
—Buenos días —dijo el hombre mayor, y su rostro no mostraba cordialidad ni antipatía.
—Buenos días —contestó Tom.
Y «Buenos días», dijo el más joven.
El agua de sus semblantes se secaba lentamente. Se acercaron al fogón a calentarse las manos. La joven seguía con su trabajo. En una ocasión dejó al bebé y se ató las dos trenzas juntas a su espalda con una cuerda y las dos trenzas saltaban y oscilaban mientras trabajaba. Luego puso unas tazas de hojalata sobre una caja grande de embalar, platos, cuchillos y tenedores. Después sacó el tocino de la sartén y lo puso en una fuente de hojalata, y el tocino chirrió y susurró mientras se ponía crujiente. Abrió la puerta del horno y sacó una fuente cuadrada llena de galletas grandes.
Cuando el aroma de las galletas inundó el aire los dos hombres inhalaron profundamente. El más joven dijo:
—Cristo —quedamente.
Entonces el otro se dirigió a Tom:
—¿Has desayunado?
—Pues no, aún no. Pero mi familia está allí. No se han levantado. Necesitaban dormir.
—Bueno, entonces siéntate con nosotros. Tenemos de sobra… gracias a Dios.
—Vaya, muchas gracias —dijo Tom—. Huele tan bien que no podría decir que no.
—¿Verdad que sí? —preguntó el hombre joven—. ¿Has olido algo tan rico en tu vida? —fueron hacia la caja de embalar y se acuclillaron alrededor.
—¿Estáis trabajando por aquí? —preguntó el joven.
—Es lo que pretendemos —respondió Tom—. Llegamos anoche. Aún no hemos tenido ocasión de echar un vistazo por los alrededores.
—Nosotros hemos trabajado doce días —dijo el joven.
La chica, trabajando al lado del fogón, dijo:
—Incluso se han comprado ropa nueva.
Los dos hombres se miraron las tiesas ropas azules y sonrieron ligeramente con timidez. Ella colocó la fuente de tocino, las galletas doradas, un cuenco de salsa y una cafetera y luego se acuclilló también junto a la caja. El bebé seguía mamando, con la cabeza asomando bajo la blusa de la muchacha.
Se sirvieron en los platos, echaron salsa del tocino por encima de las galletas y azúcar en el café.
El hombre mayor se llenó la boca, masticó un par de veces y tragó.
—¡Por Dios, sí que está bueno! —exclamó y volvió a llenarse la boca.
El más joven dijo:
—Llevamos ya doce días comiendo bien. Doce días sin tener que pasar sin una comida… ninguno de nosotros. Trabajando, cobrando el salario y comiendo.
Atacó de nuevo, casi frenéticamente y volvió a llenarse el plato. Bebieron el café hirviendo, arrojaron los posos al suelo y rellenaron las tazas.
La luz ya mostraba color, un destello rojizo. El padre y el hijo dejaron de comer. Miraban hacia el este y el alba iluminaba sus semblantes. La imagen de la montaña y de la luz que la iba cubriendo se reflejaba en sus ojos. Y entonces tiraron los posos de las tazas a la tierra y se pusieron en pie a la vez.
—Hay que ponerse en camino —dijo el mayor.
El joven se volvió hacia Tom.
—Oye —le dijo—. Estamos colocando algunas tuberías. Si quieres acercarte con nosotros quizá te podamos ayudar para que te den trabajo.
Tom dijo:
—Muy amable por tu parte. Y muchas gracias por el desayuno.
—Es un placer —dijo el mayor—. Intentaremos que te den trabajo si quieres.
—Esté seguro de que sí quiero —dijo Tom—. Es sólo un minuto. Voy a decírselo a mi familia —se alejó presuroso hacia la tienda de los Joad, se inclinó y se asomó al interior. En la penumbra bajo la lona vio los bultos de figuras dormidas. Pero un leve movimiento comenzó a notarse bajo las ropas de cama. Ruthie salió retorciéndose como una serpiente, con el pelo encima de los ojos y el vestido arrugado y torcido. Se arrastró con cuidado y se puso en pie. Sus ojos grises estaban límpidos y en calma después del sueño y no había en ellos expresión traviesa. Tom se apartó de la tienda y le hizo una seña para que le siguiera, y cuando se volvió ella levantó hacia él la mirada.
—Dios mío, te estás haciendo mayor —dijo él.
Ella apartó la vista súbitamente avergonzada.
—Escucha —dijo Tom—. No despiertes a nadie, pero cuando se levanten, diles que tengo una oportunidad de trabajar y voy a ver si lo consigo. Dile a Madre que desayuné con unos vecinos. ¿Has oído?
Ruthie asintió y miró hacia otro lado y sus ojos eran los de una niña pequeña.
—No les despiertes —advirtió Tom. Volvió con rapidez junto a sus nuevos amigos. Y Ruthie se aproximó cautelosa a la unidad sanitaria y curioseó por la entrada abierta.
Los hombres esperaban cuando Tom regresó. La joven había arrastrado afuera un colchón y puesto al niño en él mientras fregaba los platos.
Tom explicó:
—Quería decirle a mi familia dónde estaba. No estaban despiertos —los tres echaron a andar por la calle entre las tiendas.
El campamento había comenzado a volver a la vida. Las mujeres trabajaban junto a los fuegos recientes, cortando carne en lonchas, haciendo la masa para el pan de la mañana. Y los hombres hormigueaban entre las tiendas y los automóviles. El cielo estaba rosado ahora. Delante de la oficina un anciano enjuto rastrillaba la tierra cuidadosamente. Arrastraba el rastrillo de tal forma que dejaba pequeñas marcas rectas y profundas.
—Has madrugado, abuelo —dijo el hombre joven al pasar.
—Pues sí, sí. Tengo que pagarme el alquiler.
—¡Un cuerno el alquiler! —dijo el joven—. El sábado pasado se emborrachó y se pasó toda la noche cantando en su tienda. El comité le castigó a trabajar.
Caminaron por el borde de la carretera asfaltada; junto al camino crecía una hilera de nogales. El sol empezaba a asomar sobre las montañas.
Tom dijo:
—Es curioso. He estado comiendo con vosotros y no os he dicho mi nombre…, ni vosotros a mí. Me llamo Tom Joad.
El hombre mayor le miró y luego se sonrió levemente.
—¿No llevas mucho tiempo por aquí?
—No, qué va. Nada más que un par de días.
—Me lo imaginaba. Es curioso, pierde uno el hábito de mencionar su nombre. Hay tantísimos…, al final sólo son gente. Bien, señor…, yo soy Timothy Wallace y éste es mi hijo Wilkie.
—Encantado —dijo Tom—. ¿Lleváis mucho tiempo por aquí?
—Diez meses —contestó Wilkie—. Llegamos aquí justo después de las inundaciones del año pasado ¡Dios mío! ¡Menuda temporada pasamos! Estuvimos a punto de morirnos de hambre —sus pasos crujían en el camino asfaltado. Pasó un camión lleno de hombres, todos ellos embebidos en sí mismos. Se abrazaban a sí mismos en la trasera del camión y miraban hacia abajo con el ceño fruncido.
—Trabajan para la Compañía del Gas —dijo Timothy—. Es un buen empleo.
—Podría haber cogido nuestro camión —surgió Tom.
—No —Timothy se agachó y cogió una nuez verde. La palpó con el pulgar y luego se la tiró a un mirlo posado en el alambre de una cerca. El pájaro echó a volar hacia arriba, dejó pasar la nuez por debajo de él y volvió a posarse en el alambre y se alisó las relucientes plumas negras con el pico.
Tom preguntó:
—¿No tenéis coche?
Los dos Wallace se quedaron callados, y Tom, mirándoles a la cara, vio que estaban avergonzados.
Wilkie dijo:
—El sitio donde trabajamos está sólo a una milla.
Timothy habló malhumorado:
—No, no tenemos coche. Lo vendimos, no hubo más remedio. No nos quedaba comida, no nos quedaba nada. No encontrábamos trabajo. Todas las semanas venían unos a comprar coches. Si tenías hambre, pues nada, te compraban el coche. Y si estabas suficientemente hambriento, lo compraban por nada. Nosotros lo estábamos y nos dieron diez dólares por él —escupió en la carretera.
Wilkie dijo suavemente:
—Estuve en Bakersfield la semana pasada. Lo vi en un almacén de coches usados, allí mismo, con un letrero que ponía setenta y cinco dólares.
—Tuvimos que venderlo —dijo Timothy—. Se trataba de dejar que nos robaran el coche o de robarles nosotros. Aún no hemos tenido que robar, pero ¡maldita sea!, nos ha faltado muy poco.
Tom dijo:
—Ya ves, antes de dejar nuestro hogar oímos que aquí había trabajo en abundancia. Vimos anuncios que pedían gente que viniera a trabajar.
—Sí —dijo Timothy—. Nosotros también. Y no hay demasiado trabajo. Y los salarios bajan constantemente. Se cansa uno simplemente teniendo que ingeniárselas para comer.
—Ahora tenéis trabajo —sugirió Tom.
—Sí, pero no va a durar mucho. Trabajamos para un buen hombre. Tiene una propiedad pequeña y trabaja a nuestro lado. Pero, mierda, no va a durar eternamente.
Tom dijo:
—¿Para qué coño me lleváis? Si me acepta, el trabajo durará aún menos. ¿Por qué os cortáis vuestro propio cuello?
Timothy meneó la cabeza despacio.
—No lo sé. Supongo que no tiene sentido. Pensábamos comprarnos un sombrero cada uno. Parece que no va a poder ser. Ése es el sitio, allí, a la derecha. Es un trabajo agradable. Nos pagan treinta centavos por hora. El patrón es un hombre cordial, es un buen jefe.
Salieron de la carretera y enfilaron por un camino de grava, a través de un pequeño huerto familiar; después de pasar los árboles llegaron a una casa blanca, unos cuantos árboles para dar sombra y un granero; detrás del granero se extendía un viñedo y un campo de algodón. Al tiempo que los tres hombres pasaban junto a la casa una puerta se cerró con un golpe y un hombre algo rechoncho y atezado por el sol bajó los escalones de la puerta trasera. Llevaba un gorro de papel para protegerse del sol y venía subiéndose las mangas mientras cruzaba el patio. Sus cejas espesas y quemadas por el sol se juntaban en un gesto ceñudo. Sus mejillas estaban bronceadas de un color rojo intenso.
—Buenos días, señor Thomas —saludó Timothy.
—Buenos días —respondió el hombre con irritación.
Timothy dijo:
—Éste es Tom Joad. Pensamos que quizá podría usted emplearlo.
Thomas miró a Tom con el ceño fruncido y luego soltó una risa corta sin variar el gesto malhumorado de sus cejas.
—Ah, sí, claro. Le doy un empleo. Le daré un empleo a todo el que venga. Quizá hasta emplee a cien hombres.
—Nosotros pensamos que… —empezó Timothy en tono de disculpa.
Thomas le interrumpió.
—Sí, yo también he estado pensando —se dio la vuelta y se encaró con ellos—. Tengo algo que deciros. Os he estado pagando treinta centavos a la hora, ¿no es eso?
—Sí, desde luego… pero, señor Thomas…
—Y a cambio he obtenido treinta centavos de trabajo —juntó las manos endurecidas y pesadas.
—Intentamos hacer una buena jornada de trabajo.
—Bueno, maldita sea, pues esta mañana os pago veinticinco centavos por hora; lo tomas o lo dejas —la rabia que sentía hizo que el color rojo de su semblante se hiciera más intenso.
Timothy dijo:
—Hemos trabajado bien. Usted lo ha dicho.
—Ya lo sé. Pero la cosa es que al parecer ya no soy yo quien contrata a mis propios hombres —tragó saliva—. Mira —dijo—. Yo tengo sesenta y cinco acres. ¿Has oído alguna vez hablar de la Asociación de Granjeros?
—Pues claro que sí.
—Bueno, pues yo formo parte de ella. Anoche tuvimos una reunión. Ahora bien, ¿sabes quién dirige la Asociación? Te lo voy a decir. El Banco del Oeste. Ese banco posee la mayor parte de este valle y tiene acciones en todo lo que no es de su propiedad. Así que anoche el representante del banco me dijo, dice: «Usted está pagando treinta centavos por hora. Es mejor que lo reduzca a veinticinco». Yo le dije: «Tengo buenos hombres. Merecen que les pague treinta». Y él replicó: «No se trata de eso. El salario actual es de veinticinco centavos. Si usted paga treinta, provocará agitación. Y por cierto, ¿va usted a necesitar la cantidad acostumbrada del préstamo para la cosecha del año próximo?». —Thomas se interrumpió. Su respiración salía en jadeos entre sus labios—. ¿Entiendes? El salario es de veinticinco centavos… y tendrás que conformarte.
—Hemos trabajado bien —insistió Timothy en vano.
—Pero ¿es que no te das cuenta? El banco emplea dos mil hombres y yo tres. Tengo letras que pagar. Si eres capaz de encontrar una salida, estaré encantado de ponerla en práctica. Estoy en sus manos, me tienen por el cuello.
Timothy meneó la cabeza.
—No sé qué decir.
—Espera aquí —Thomas caminó con premura hacia la casa. La puerta se cerró de golpe tras él. Volvió al cabo de un momento con un periódico en la mano—. ¿Has visto esto? Yo te lo leo: «Ciudadanos enfurecidos contra los agitadores rojos queman un campamento de emigrantes. Anoche un grupo de ciudadanos, encolerizados por las agitaciones que se estaban produciendo en un campamento local de emigrantes, redujeron las tiendas de campaña a cenizas y advirtieron a los agitadores que abandonaran el condado».
Tom comenzó:
—Pero si yo… —y después cerró la boca y se quedó callado.
Thomas dobló el periódico pulcramente y se lo metió en el bolsillo. Había recuperado el control de sí mismo una vez más. Dijo quedamente:
—Esos hombres fueron enviados por la Asociación. Ahora les estoy delatando. Si llegan a enterarse, el año que viene no tendré granja.
—Es que no sé qué decir —dijo Timothy—. Si había agitadores, comprendo que estuvieran furiosos.
Thomas dijo:
—Llevo mucho tiempo observándolo. Siempre hay agitadores rojos justo antes de una reducción de los salarios. Maldita sea, me tienen en una trampa. Bueno, ¿qué vais a hacer? ¿Veinticinco centavos?
Timothy clavó los ojos en el suelo.
—Yo lo tomo, trabajo —dijo.
—Yo también —dijo Wilkie.
Tom dijo:
—Parece que he dado con algo interesante. Yo desde luego que lo tomo. Necesito trabajar.
Thomas sacó un pañuelo de su bolsillo delantero y se secó la boca y la barbilla. —No sé cuánto tiempo se va a poder seguir así. No sé cómo podéis alimentar a la familia con lo que ganáis ahora.
—Podemos hacerlo mientras trabajamos —dijo Wilkie—. El problema surge cuando no conseguimos trabajo.
Thomas echó una mirada a su reloj.
—Bien, vamos a cavar alguna zanja. ¡Qué cono!, os voy a decir algo —dijo—. Vosotros vivís en ese campamento del gobierno, ¿no?
—Sí, señor —Timothy se puso rígido.
—Y tenéis baile todos los sábados por la noche.
—Y tanto que sí —sonrió Wilkie.
—Pues estadal tanto el próximo sábado por la noche.
Timothy se puso derecho súbitamente. Caminó hasta ponerse al lado de su jefe.
—¿Qué quiere decir? Yo formo parte del Comité Central. He de saberlo.
—No se te ocurra decir nunca que te lo he dicho yo —Thomas le miró aprensivo.
—¿De qué se trata? —exigió saber Timothy.
—Mira, a la Asociación no le gustan los campamentos del gobierno, donde no puede colarse ningún ayudante del sheriff. He oído que la gente hace sus propias leyes y no se puede arrestar a nadie sin una orden. Pero si se organiza una pelea a lo grande y hubiera tiros…, unos cuantos ayudantes podrían entrar y desmantelar el campamento.
Timothy había cambiado. Había echado los hombros para atrás y sus ojos eran fríos.
—¿Qué significa todo eso?
—No digas nunca dónde lo has oído —dijo Thomas nerviosamente—. Va a haber una pelea en el campamento el sábado por la noche. Y habrá representantes de la ley preparados para entrar.
—Pero ¿por qué, por el amor de Dios? —se exaltó Tom—. Esa gente no está molestando a nadie.
—Te voy a decir por qué —replicó Thomas—. La gente que vive en el campamento se está acostumbrando a que se la trate como a seres humanos. Cuando vuelvan a los otros campamentos ya no será fácil manejarles —se secó la cara de nuevo—. Ahora a trabajar. Dios, espero que no vaya a perder mi granja por haber hablado demasiado. Pero vosotros me caéis bien.
Timothy se paró delante de él y alargó sa mano dura y delgada y Thomas la estrechó.
—Nadie sabrá quién me lo dijo. Le damos las gracias. No habrá pelea el sábado.
—Al trabajo —dijo Thomas—. Y son veinticinco centavos por hora.
—Lo tomamos —dijo Wilkie—, por ser usted.
Thomas se alejó hacia la casa.
—Saldré dentro de un rato —dijo—. Vosotros empezad a trabajar —la puerta de tela metálica se cerró de golpe detrás de él.
Los tres hombres siguieron andando, dejaron atrás el pequeño granero encalado y caminaron por el borde del campo. Llegaron a una larga zanja estrecha junto a la que descansaban secciones de tuberías de hormigón.
—Aquí es donde estamos trabajando —dijo Wilkie.
Su padre abrió el granero y sacó dos picos y tres palas. Y le dijo a Tom:
—Aquí tienes a tu belleza.
Tom sopesó el pico.
—¡Caramba! Me sienta bien volver a coger un pico.
—Espera a que lleguen las once —sugirió Wilkie—. Ya verás lo bien que te sienta entonces.
Fueron hasta el final de la zanja. Tom se quitó la chaqueta y la dejó caer sobre el montón de tierra. Empujó su gorra hacia arriba y se metió en la zanja. Entonces escupió en sus manos. El pico se elevó en el aire y cayó como un rayo. Tom gruñó suavemente. El pico subió y bajó y el gruñido se oía en el momento en que la herramienta se hundía en el suelo y soltaba la tierra.
Wilkie dijo:
—Pues sí, Padre, aquí tenemos un picador de primera clase. Este chico parece estar casado con esa excavadora en miniatura.
Tom dijo:
—Tengo experiencia (umf). Sí, señor, (umf), he pasado años haciéndolo (umf). Casi me gusta este trabajo (umf) —la tierra se desmigaba conforme él avanzaba. El sol daba a los árboles frutales ahora un color más claro y las hojas de las vides eran de un verde dorado. Tras avanzar unos doscientos metros Tom se apartó y se secó la frente. Wilkie iba detrás de él. La pala subía y volvía a caer y la tierra volaba e iba a amontonarse al lado de la zanja cada vez más larga.
—He oído algo de ese Comité Central —dijo Tom—. ¿Así que tú eres miembro?
—Sí —replicó Timothy—. Y es una responsabilidad, toda esa gente… Hacemos todo lo que está en nuestra mano. Lo mismo que toda la gente del campamento. Ojalá esos granjeros poderosos no nos persiguieran de esa forma. Daría algo por que no lo hicieran.
Tom volvió a la zanja y Wilkie permaneció a su lado. Tom dijo:
—¿Y qué hay de esa pelea (umf) en el baile de la que te habló (umf)? ¿Para qué la quieren provocar?
Timothy iba siguiendo a Wilkie y con la pala igualaba el fondo de la zanja y lo dejaba liso y dispuesto para poner la tubería.
—Parece que no quieren que nos establezcamos en un sitio fijo —dijo Timothy—. Temen que lleguemos a organizamos, supongo. Y quizá tengan razón. Este campamento es una organización. La gente cuida allí de ella misma. Tenemos la mejor banda de cuerda de estos contornos. Tenemos una pequeña cuenta en la tienda para la gente que tiene hambre. Cinco dólares…, puedes comprar comida por ese valor y el campamento lo respalda. Nunca hemos tenido ningún lío con la ley. Creo que a los grandes granjeros eso les asusta. No nos pueden meter en la cárcel… y les da miedo. Quizá se imaginan que si podemos gobernarnos a nosotros mismos, tal vez nos dé por hacer otras cosas.
Tom salió de la zanja y se quitó el sudor de los ojos.
—¿Oísteis lo que decía aquel periódico sobre «agitadores al norte de Bakersfield?».
—Claro —dijo Wilkie—. Dicen cosas así continuamente.
—Bueno, yo estaba allí. No había agitadores ni por casualidad. Lo que ellos llaman rojos. ¿Qué coño son rojos de todas formas?
Timothy aplanó un pequeño promontorio del fondo de la zanja. El sol hacía brillar su blanca barba hirsuta.
—Hay muchos que quisieran saber lo que son rojos —rio—. Uno de nuestros chicos lo averiguó —aplanó suavemente con la pala la tierra amontonada—. Un tipo llamado Hiñes… tiene unos treinta mil acres, melocotones y uvas, una conservera y un lagar. Estaba todo el tiempo hablando de «esos condenados rojos». «Esos rojos de mierda están llevando el país a la ruina» —decía—, y «tenemos que echar a estos rojos cabrones de aquí». Un día le estaba oyendo un joven recién llegado al oeste. Se rascó la cabeza y le dijo: «Señor Hines, yo llevo por aquí poco tiempo. ¿Qué son los malditos rojos?». Pues bien, Hines le contestó: «¡Un rojo es un hijo de puta que pide treinta centavos por hora cuando lo que pagamos son veinticinco!». El joven se lo pensó, se rascó la cabeza y dijo: «Bueno, señor Hines, yo no soy un hijo de puta, pero si eso es lo que es un rojo… pues yo quiero treinta centavos por hora. Todo el mundo lo quiere. Diablos, señor Hines, todos somos rojos». —Timothy pasó la pala a lo largo del suelo de la zanja y la tierra sólida brilló en los puntos en que la paja cortaba.
Tom se echo a reír.
—Supongo que yo también —su pico dibujó un arco hacia arriba y cayó y la tierra se agrietó bajo el golpe. El sudor le caía por la frente y los lados de la nariz y brillaba en su cuello—. Maldita sea —dijo—, un pico es una buena herramienta (umf), si no te peleas con ella (umf). Tú y el pico (umf) tenéis que trabajar juntos (umf).
Los tres hombres trabajaban en fila y la zanja fue abriéndose palmo a palmo mientras el sol brillaba cada vez más caliente sobre ellos en la mañana que avanzaba.
Cuando Tom se fue, Ruthie estuvo un tiempo asomándose a la puerta de la unidad sanitaria. Su valor no era mucho si Winfield no estaba allí para poder presumir ante él. Puso un pie descalzo en el suelo de cemento y luego lo retiró. Un poco más allá una mujer salió de una tienda y encendió un fuego en un hornillo de latón. Ruthie dio unos cuantos pasos en esa dirección, pero no podía alejarse. Se acercó furtivamente a la entrada de la tienda de su familia y se asomó al interior. En uno de los lados, tumbado en el suelo, yacía el tío John con la boca abierta, sus ronquidos burbujeando en la garganta. Madre y Padre estaban tapados con un edredón hasta la cabeza, ocultándose de la luz. Al estaba en el lado opuesto al tío John y tenía un brazo cubriéndole los ojos. Cerca de la parte delantera de la tienda yacían Rose of Sharon y Winfield y era visible el hueco que había ocupado Ruthie, al lado de Winfield. Ella se puso en cuclillas y escudriñó el interior. Fijó los ojos en la cabeza de estopa de Winfield, y mientras le observaba, el pequeño abrió los ojos y la miró con una expresión solemne en la mirada. Ruthie se llevó el dedo a los labios y le hizo una señal con la otra mano. Winfield giró los ojos hacia Rose of Sharon, cuyo rostro encendido, con la boca ligeramente abierta, estaba cerca de él. Winfield aflojó con cuidado la manta y se deslizó fuera. Salió de la tienda cauteloso y se reunió con Ruthie.
—¿Cuánto tiempo llevas levantada? —susurró.
Ella le guió hasta apartarse un poco con cautela exagerada, y cuando estuvo a una distancia prudencial le contestó:
—No me he acostado. Estuve levantada toda la noche.
—Sí que te acostaste —dijo Winfield—. Es una mentira podrida.
—Vale —dijo ella—. Si soy una mentirosa no pienso decirte nada de lo que ha pasado. No te voy a decir cómo murió el hombre acuchillado ni cómo llegó un oso y se llevó a un niño pequeño.
—No vino ningún oso —dijo Winfield inquieto. Se alisó el pelo con los dedos y tiró hacia abajo de su mono entre las piernas.
—Muy bien…, no vino ningún oso —dijo ella en tono sarcástico—. Ni tampoco hay cosas blancas hechas de ese material, como las de los catálogos.
Winfield la contempló con seriedad. Señaló a la unidad sanitaria.
—¿Están allí? —preguntó.
—Soy una mentirosa —dijo Ruthie—. No me va a servir de nada decirte cosas.
—Vamos a ver —dijo Winfield.
—Yo ya he ido —replicó Ruthie—. Ya me he sentado en ellos. Incluso he meado en uno.
—No me lo creo —dijo Winfield.
Se encaminaron al edificio de la unidad y esta vez Ruthie no estaba asustada. Abrió la marcha con audacia al interior del edificio. Los retretes se alineaban en uno de los lados de la amplia habitación y cada uno tenía un compartimiento con una puerta delante. La porcelana blanca relucía. Los lavabos se alineaban en la otra pared mientras que en la tercera pared había cuatro compartimientos con duchas.
—Ahí lo tienes —dijo Ruthie—. Ésos son los retretes. Los he visto en el catálogo —los niños se acercaron a uno de los retretes. Ruthie, en un arranque de valor, se levantó la falda y se sentó—. Ya te dije que había estado aquí —dijo. Y como prueba se oyó un tintineo de agua en la taza.
Winfield estaba avergonzado. Su mano torció la palanca de la cisterna. El agua cayó con un rugido. Ruthie brincó en el aire y se alejó de otro salto. Ella y Winfield se quedaron parados en el centro de la habitación y miraron al retrete. El silbido del agua continuaba.
—Has sido tú —dijo Ruthie—. Vas y lo rompes. Te he visto.
—Yo no he sido. Te juro que yo no he sido.
—Te he visto —dijo Ruthie—. Simplemente no se te puede dejar acercarte a las cosas finas.
Winfield hundió la barbilla. Levantó la vista hacia Ruthie y sus ojos estaban llenos de lágrimas. Le empezó a temblar la barbilla. E inmediatamente Ruthie se arrepintió.
—No te apures —le dijo—. No te voy a delatar. Haremos como si ya hubiera estado roto. Como si ni siquiera hubiéramos estado aquí —le condujo fuera del edificio.
El sol asomaba ya por encima de las montañas, refulgía en los tejados de hierro galvanizado de las cinco unidades sanitarias, brillaba en las tiendas grises y en el suelo barrido de las calles que separaban las tiendas. Y el campamento comenzaba a despertar. Los fuegos ardían en los fogones portátiles, hechos de latas de queroseno y láminas de metal. El olor del humo llenaba el aire. Las solapas de las tiendas se retiraban hacia detrás y la gente empezaba a moverse por las calles. Delante de su tienda, Madre miraba a un lado y a otro de la calle. Vio a los niños y se dirigió hacia ellos.
—Me estaba empezando a preocupar —les dijo—. No sabía dónde estabais.
—Estábamos echando un vistazo por ahí —dijo Ruthie.
—Bueno, ¿dónde está Tom? ¿Le habéis visto?
Ruthie adoptó una actitud de importancia.
—Sí. Tom me despertó y me dijo qué tenía que decirte —hizo una pausa para que su importancia se hiciera evidente.
—Bueno… ¿qué? —se impacientó Madre.
—Dijo que te dijera… —volvió a parar y miró a Winfield para cerciorarse de que éste apreciaba su posición.
Madre levantó la mano con el dorso apuntando a Ruthie.
—¿Qué?
—Consiguió trabajo —dijo Ruthie rápidamente—. Se fue a trabajar —vigiló con aprensión la mano alzada de Madre. Ésta bajó de nuevo la mano y luego la alargó hacia Ruthie. Le rodeó los hombros en un abrazo rápido y tembloroso y después la soltó.
Ruthie fijó la vista en el suelo, avergonzada, y cambió de tema.
—Allí hay retretes —dijo—. Son blancos.
—¿Habéis estado allí? —preguntó Madre.
—Yo y Winfield —dijo ella; y luego, a traición—, Winfield se cargó un retrete.
Winfield se puso rojo. Miró a Ruthie.
—Y ella ha meado en uno —dijo con rencor.
—¿Qué es lo que hiciste? —dijo Madre recelosa—. Enséñamelo —les empujó hasta la puerta y les hizo entrar—. Ahora dime lo que hiciste.
Ruthie señaló el retrete.
—Era como un silbido. Ahora ha parado.
—Enséñame lo que hiciste —exigió Madre.
Winfield se acercó reacio al retrete.
—No lo empujé muy fuerte —dijo—. Sólo agarré esto de aquí y… —el silbido del agua se repitió. Él dio un salto hacia atrás.
Madre echó la cabeza para atrás y rompió a reír, mientras Ruthie y Winfield la contemplaban ofendidos.
—Así es como funcionan —explicó Madre—. Ya los he visto antes de ahora. Cuando has terminado, has de apretar la palanca.
La vergüenza de su ignorancia fue demasiado profunda para los niños. Salieron y bajaron por la calle y se quedaron mirando cómo desayunaba una gran familia.
Madre les contempló mientras salían. Y luego dio una vuelta por la habitación. Fue a las cabinas de las duchas y se asomó dentro. Se acercó a los lavabos y pasó el dedo por la blanca porcelana. Abrió un grifo y puso un dedo bajo el chorro, y apartó bruscamente la mano al salir el agua caliente. Consideró durante un momento el lavabo y luego, tras colocar el tapón, lo llenó con un poco de agua caliente y otro poco de fría. Y entonces se lavó la cara y las manos en el agua tibia. Se estaba mojando el pelo con los dedos cuando oyó un paso en el piso de cemento a su espalda. Madre se volvió al oír el ruido. Un hombre mayor la miraba, inmóvil, con expresión de justo asombro.
—¿Cómo ha entrado aquí? —preguntó con aspereza.
Madre tragó saliva y sintió el agua escurriéndole por la barbilla y empapando su vestido.
—No lo sabía —se disculpó—. Pensé que los servicios eran para que los usara la gente.
El hombre le dedicó una mirada de desaprobación.
—Es para hombres —dijo muy serio. Fue hasta la puerta y señaló un letrero que había en ella: CABALLEROS—. ¿Lo ve? —dijo—. Eso lo demuestra. ¿Es que no lo ha visto?
—No —dijo Madre avergonzada—, no lo vi. ¿No hay otro lugar donde yo pueda ir?
El enfado del hombre se desvaneció.
—¿Acaba usted de llegar? —le preguntó ya más amable.
—A media noche llegamos —respondió Madre.
—Entonces no habrá hablado aún con el Comité.
—¿Qué Comité?
—¿Cuál va a ser? El Comité de las señoras.
—No, no he hablado con nadie.
Él le explicó orgulloso:
—El Comité le hará una visita bien pronto y la pondrá al corriente de todo. Nos ocupamos de la gente recién llegada. Ahora, si quiere el servicio de las mujeres no tiene más que dar la vuelta al edificio. Aquel lado es el suyo.
Madre preguntó inquieta:
—¿Y dice usted que un comité de señoras va a venir a mi tienda?
Él asintió.
—Supongo que dentro de nada.
—Gracias —dijo Madre. Salió a toda prisa y medio corrió hasta la tienda—. Padre —llamó—. ¡John, levántate! Tú, Al. Levántate y ve a lavarte —ojos sobresaltados y soñolientos la miraron—. Todos —gritó Madre—, arriba y a lavarse la cara. Y peinaros también.
El tío John estaba pálido y desencajado. Tenía en la barbilla la señal roja de una contusión.
—¿Qué pasa? —preguntó Padre impaciente.
—El Comité —gritó Madre—. Hay un comité… de señoras, que va a venir a visitarnos. Levantaos e id a lavaros. Y mientras nosotros dormíamos roncando, Tom salió y consiguió trabajo. Arriba todos, venga.
Fueron saliendo medio dormidos de la tienda. El tío John se tambaleó un poco y su rostro mostró una expresión de dolor.
—Ve a ese edificio y lávate —le ordenó Madre—. Tenemos que desayunar y estar preparados para recibir al Comité —ella se dirigió hacia un montón pequeño de leña partida que había dentro de su plaza de camping. Encendió una fogata y colocó sus utensilios de cocinar—. Pan de maíz —dijo para sí—. Pan de maíz y salsa. Eso es rápido. Tenemos poco tiempo —siguió hablando para sí mientras Ruthie y Winfield la contemplaban con perplejidad.
El humo de las fogatas de la mañana se elevaba por todo el campamento y el murmullo de voces se oía por todas partes.
Rose of Sharon, desaliñada y con ojos adormilados, reptó fuera de la tienda. Madre se volvió olvidando un momento el maíz que estaba midiendo a puñados. Miró el vestido arrugado y sucio de su hija y su cabello alborotado y sin peinar.
—Tienes que arreglarte —dijo enérgicamente—. Ve ahora mismo y lávate. Tienes un vestido limpio. Te lo he lavado. Cepíllate el pelo y quítate las legañas de los ojos —Madre rebosaba nerviosismo.
Rose of Sharón respondió malhumorada.
—No me encuentro bien. Ojalá viniera Connie. No me apetece hacer nada estando sin Connie.
Madre se volvió en redondo para encararse con ella. El maíz amarillo se adhería a sus manos y muñecas.
—Rosasharn —dijo seriamente—, tienes que serenarte. Ya has estado lamentándote bastante. Va a venir un comité de señoras y no estoy dispuesta a que mi familia esté impresentable cuando lleguen.
—Pero es que no me encuentro bien.
Madre se acercó a ella con las manos pringosas extendidas.
—Muévete —dijo Madre—. Hay veces en que aunque te encuentres mal tienes que guardártelo para ti misma.
—Voy a vomitar —gimoteó Rose of Sharon.
—Bueno, pues ve a vomitar. Claro que tienes náuseas. Como todo el mundo. Vomita, y luego te aseas, te lavas las piernas y te pones los zapatos —le dio la espalda—. Y trénzate el pelo —añadió.
La grasa de la sartén borboteó sobre el fuego y salpicó y silbó cuando Madre dejó caer una cucharada de masa de pan de maíz. Luego ella mezcló harina con grasa en una cazuela y añadió agua y sal y removió la salsa. El café empezó a hervir en la lata de galón y de ella surgió su aroma.
Padre volvió calmoso de la unidad sanitaria y Madre levantó la vista con ánimo crítico. Padre dijo:
—¿Dices que Tom ha encontrado trabajo?
—Sí, señor. Salió mientras dormíamos. Busca en esa caja y coge un mono limpio y una camisa. Y, Padre, estoy de lo más ocupada. Ocúpate de las orejas de Ruthie y Winfield. Hay agua caliente. ¿Me harías ese favor? Límpiales bien las orejas y el cuello. Que queden rojos y brillantes.
—Nunca te he visto tan excitada —comentó Padre.
—Ahora es el momento en que la familia debe tener un aspecto decente —gritó Madre—. Durante el viaje no hubo oportunidad. Pero ahora sí podemos. Tira el mono sucio dentro de la tienda y ya te lo lavaré.
Padre entró en la tienda y al cabo de un momento emergió con un mono azul pálido, descolorido y una camisa. Y condujo a los niños tristes y anonadados hacia la unidad sanitaria.
—Ráscales bien alrededor de las orejas —gritó Madre cuando ya se alejaban.
El tío John se asomó por la puerta de los hombres y luego se volvió dentro y estuvo largo rato sentado en el retrete sujetándose la dolorida cabeza entre las manos.
Madre había sacado ya una bandeja de pan de maíz dorado y estaba metiendo más masa en la sartén para una segunda bandeja cuando una sombra cayó en la tierra a su lado. Miró por encima del hombro. Había un hombrecillo todo vestido de blanco detrás de ella, un hombre con el rostro delgado, moreno y lleno de líneas y unos ojos alegres. Era tan delgado como una estaca. Sus blancas ropas limpias estaban deshilachadas por las costuras. Le sonrió a Madre.
—Buenos días —saludó.
Madre miró las ropas blancas y su semblante se endureció con suspicacia.
—Buenos días —respondió.
—¿Es usted la señora Joad?
—Sí.
—Yo soy Jim Rawley. Soy el director del campamento. Quise pasar sólo un momento para ver si todo estaba en orden. ¿Tienen todo lo que necesitan?
Madre le estudió aún sospechando.
—Sí —dijo.
Rawley siguió:
—Estaba dormido cuando llegaron ustedes anoche. Fue una suerte que hubiera una plaza libre —su voz era cálida.
Madre dijo simplemente:
—Esto está bien. Sobre todo los lavaderos.
—Espere a que las mujeres empiecen a lavar. Dentro de poco ya. Arman un alboroto tremendo. Como si fuera una asamblea. ¿Sabe lo que hicieron ayer, señora Joad? Organizaron un coro. Cantaban un himno al tiempo que restregaban la ropa. Le aseguro que fue algo digno de oírse.
La suspicacia iba desapareciendo de la expresión de Madre.
—Debe haber sido hermoso. ¿Es usted el jefe?
—No —dijo él—. La gente de aquí me quitó el empleo con su propio trabajo. Ellos limpian el campamento, mantienen el orden, hacen todo. Nunca había visto gente semejante. Están haciendo ropa en el salón de reuniones. Y están fabricando juguetes. Nunca había visto gente como ésta.
Madre bajó los ojos a su sucio vestido.
—Todavía no estamos limpios —dijo—. Mientras estás viajando es sencillamente imposible estar limpio.
—Dígamelo a mí —dijo él. Olfateó el aire—. Oiga… ¿ese café que huele tan bien es el suyo?
Madre sonrió.
—Huele bien, ¿verdad? Al aire libre siempre huele bien —y añadió con orgullo—: Sería un honor para nosotros si quisiera usted compartir nuestro desayuno.
Él se aproximó al fuego y se acuclilló, y el último resto de reticencia de Madre se vino abajo.
—Nos encantaría que nos acompañara —dijo ella—. No tenemos nada del otro mundo, pero es usted bienvenido.
El hombrecillo hizo una mueca.
—Ya he desayunado. Pero le aceptaría con gusto una taza de ese café que huele tan bien.
—Pues claro, no faltaría más.
—No tenga prisa.
Madre sirvió el café en una taza de hojalata de la cafetera de galón. Dijo:
—Aún no tenemos azúcar, quizá compremos hoy. Si está acostumbrado al azúcar no le sabrá bien.
—Nunca le pongo azúcar —dijo él—. Echa a perder el sabor del buen café.
—Bueno, a mí me gusta con un poquito de azúcar —dijo Madre. Le miró de pronto con atención, para ver cómo había intimado tanto tan deprisa. Buscó un motivo en el rostro del hombre y no encontró nada más que cordialidad. Luego se fijó en las costuras deshilachadas de su chaqueta blanca y se convenció.
Tomó un sorbo de café.
—Supongo que las señoras vendrán a verla esta mañana.
—No estamos limpios —dijo Madre—. No deberían venir hasta que no nos aseáramos un poco.
—Pero ellas saben lo que pasa —dijo el director—. Ellas llegaron igual. No, señor. Los comités de este campamento son buenos porque han tenido la misma experiencia —terminó de beber el café y se puso en pie—. Bueno, he de irme. Para cualquier cosa que quiera, pásese por la oficina. Yo estoy siempre allí. Un café estupendo. Muchas gracias —puso la taza en la caja con las otras, saludó con la mano y se alejó siguiendo la línea de tiendas. Madre le oyó hablando con la gente conforme pasaba.
Madre bajó la cabeza y luchó contra el deseo de llorar.
Padre volvió seguido de los niños, que tenían aún los ojos húmedos del dolor del lavado de orejas. Venían sumisos y relucientes. La piel quemada de la nariz de Winfield estaba despellejada.
—Aquí los tienes —dijo Padre—. Tenían porquería en dos capas de piel. Casi los tuve que amarrar para que se estuvieran quietos.
Madre los examinó con atención.
—Están muy guapos —dijo—. Servios vosotros mismos pan de maíz y salsa. Tenemos que quitar trastos de en medio y poner la tienda en orden.
Padre sirvió los platos para los niños y para él mismo.
—Me pregunto dónde ha encontrado Tom trabajo.
—No sé.
—Bueno, si él puede, nosotros también.
Al llegó a la tienda muy excitado.
—¡Menudo sitio! —exclamó. Se sirvió comida y una taza de café—. ¿Sabéis lo que está haciendo un tipo? Está construyendo una casa rodante. Allí mismo, detrás de esas tiendas. Tiene camas y un fogón…, de todo. Viven ahí. ¡Dios!, así es como hay que vivir. Justo donde te pares, ahí está tu casa.
Madre dijo:
—Yo prefiero una casa pequeña. Tan pronto como podamos, quiero una casita.
Padre dijo:
—Al, cuando hayamos comido, tú y yo y el tío John saldremos en el camión a buscar trabajo.
—Muy bien —respondió Al—. Me gustaría encontrar un empleo en un garaje, si es que hay trabajo. Eso es lo que de verdad me gustaría. Y comprarme un viejo Ford puesto a punto. Lo pinto de amarillo para fardar por ahí. He visto una chica guapa un poco más allá. Y le dediqué un buen guiño. Era preciosa.
—Más te vale tener trabajo antes de dedicarte a hacer la cabra y perseguir chicas —dijo Padre con seriedad.
El tío John salió del servicio y se fue acercando con lentitud. Madre frunció el ceño al verle.
—No te has lavado… —empezó, y entonces vio lo enfermo que parecía y lo débil y triste—. Entra en la tienda y échate —dijo—. No estás bien.
Él meneó la cabeza.
—No —rechazó—. He pecado y debo aceptar mi castigo—. Se acuclilló con aire desconsolado y se sirvió una taza de café.
Madre sacó de la sartén los últimos trozos de pan de maíz. Dijo como si tal cosa:
—El director del campamento vino y se sentó a tomar una taza de café.
—¿Sí? —Padre la miró despacio—. ¿Qué es lo que quería? Empezamos pronto.
—Sólo vino a pasar un rato —dijo Madre delicadamente—. Se sentó y tomó un café. Dijo que no tomaba buen café muy a menudo y olió el nuestro.
—¿Qué quería? —preguntó Padre otra vez.
—No quería nada. Vino a ver cómo nos iba.
—No lo creo —replicó Padre—. Seguramente va por ahí presumiendo y husmeando.
—¡No era eso lo que hacía! —gritó Madre enfadada—. Yo sé cuándo va uno presumiendo tan bien como cualquiera.
Padre arrojó los posos del café fuera de la taza.
—Tienes que dejar de pensar así —dijo Madre—. Este es un sitio decente.
—Lleva cuidado de que no se vuelva tan decente que no pueda uno ni vivir en él —dijo Padre, celoso—. Date prisa. Al. Nos vamos a buscar trabajo.
Al se limpió la boca con la mano.
—Yo ya estoy —dijo.
Padre se volvió hacia el tío John.
—¿Tú te vienes?
—Sí. Voy.
—No tienes muy buen aspecto.
—No me encuentro muy bien, pero quiero ir.
Al subió al camión.
—Hay que poner gasolina —decidió. Puso en marcha el motor. Padre y el tío John montaron a su lado y el camión se alejó calle abajo.
Madre los vio irse. Luego cogió un cubo y se dirigió hacia las pilas que había bajo la parte descubierta de la unidad sanitaria. Llenó el cubo de agua caliente y lo acarreó hasta su campamento de nuevo. Y estaba lavando los platos en el cubo cuando Rose of Sharon regresó.
—Te dejé desayuno en un plato —dijo Madre. Y luego miró a la joven con atención. Llevaba el pelo chorreante y peinado y la piel brillante estaba sonrosada. Se había puesto el vestido azul estampado de florecillas blancas. En los pies calzaba los zapatos de tacón de su boda. Se ruborizó bajo el escrutinio de Madre—. Te has bañado —dijo Madre.
Rose of Sharon habló con voz ronca.
—Yo estaba allí cuando llegó una señora y se bañó. ¿Sabes cómo se hace? Te metes en una especie de caseta, giras las palancas y el agua empieza a caerte encima…, agua caliente o fría, como quieras…, y me he duchado.
—Yo también me voy a duchar —gritó Madre—. En cuanto acabe con esto. Tú me puedes enseñar.
—Me voy a duchar todos los días —dijo la muchacha—. Y esa señora… me ha visto, y que estoy esperando y ¿sabes lo que me ha dicho? Dice que hay una enfermera que viene todas las semanas. Que debo ir a verla y ella me dirá exactamente lo que debo hacer para que el niño sea fuerte. Dice que aquí todas las mujeres hacen eso. Y yo voy a hacerlo —las palabras salían a borbotones—. Y ¿sabes qué? La semana pasada nació un niño y el campamento entero hizo una fiesta y hubo ropas y se dieron cosas para el bebé, incluso un cochecito, de mimbre. No era nuevo, pero le dieron una mano de pintura rosa y quedó como nuevo. Y le pusieron nombre al bebé y comieron pastel. ¡Oh, Señor! —se fue calmando, respirando con agitación.
Madre dijo:
—Alabado sea Dios, hemos llegado a casa, a nuestra gente. Voy a darme una ducha.
—Sí, está muy bien —aseguró su hija.
Madre secó los cacharros de hojalata y los apiló. Dijo:
—Nosotros somos de la familia Joad. No tenemos que mirar hacia arriba a nadie. El abuelo del abuelo participó en la Revolución. Fuimos campesinos hasta empeñarnos. Y entonces… esa gente. Nos han hecho algo. Cada vez que venían era como si me estuvieran azotando…, como si nos azotaran a todos. Y en Needles, aquel policía. Me hizo algo, me hizo sentirme mala. Sentirme avergonzada. Y ahora no siento vergüenza. Esta gente es nuestra gente…, nuestra gente. El director este, vino y se sentó a tomar café y dijo: «señora Joad» esto y «señora Joad» lo otro… y ¿Cómo le va, señora Joad? —se interrumpió y suspiró—. ¡Pero si me he vuelto a sentir persona! —puso en el montón el último plato. Entró en la tienda y rebuscó entre la caja de ropa hasta dar con sus zapatos y un vestido limpio. Y encontró un paquetito de papel que contenía sus pendientes. Al pasar junto a Rose of Sharon, le dijo:
—Si vienen esas señoras, diles que vuelvo inmediatamente —desapareció por uno de los laterales de la unidad sanitaria.
Rose of Sharon se sentó pesadamente en una caja y contempló sus zapatos de boda, de charol negro y lazos negros, a medida. Limpió las puntas con el dedo y se limpió el dedo con la parte interior de la falda. Al agacharse sintió presión en su abdomen en crecimiento. Se sentó derecha y se palpó con dedos exploradores mientras sonreía ligeramente.
Por la calle caminaba una mujer robusta, cargando una caja de manzanas llena de ropa sucia hacia las pilas. Tenía el rostro atezado por el sol y sus ojos eran negros e intensos. Llevaba un delantal amplio, hecho de un saco de algodón, sobre el vestido de algodón y se calzaba con unos zapatos de hombre de cordones, de color marrón. Vio cómo Rose of Sharon se acariciaba y la leve sonrisa de su rostro.
—¡Vaya! —gritó y rio con satisfacción—. ¿Qué crees tú que va a ser?
Rose of Sharon se azoró y miró al suelo y luego se aventuró a levantar la vista y los brillantes ojillos negros de la mujer la cautivaron.
—No lo sé —farfulló.
La mujer dejó caer con un ruido la caja de manzanas al suelo.
—Tienes un tumor vivo —dijo, y cacareó como una gallina feliz—. ¿Qué preferirías? —exigió.
—No sé…, niño, supongo. Seguro…, niño.
—Acabáis de llegar, ¿no es eso?
—Anoche… muy tarde.
—¿Os vais a quedar?
—No lo sé. Si encontramos trabajo, supongo que sí.
Una sombra cruzó el rostro de la mujer y los ojillos negros mostraron fiereza.
—Si encontráis trabajo. Es lo que decimos todos.
—Mi hermano ya encontró trabajo esta mañana.
—Ah ¿sí? Quizá tengáis suerte. Ojo avizor con la suerte. No se puede confiar en ella —dio algunos pasos hacia Rose—. Sólo se puede tener una clase de suerte. Nada más. Sé buena chica —dijo con fiereza—. Sé buena. Si llevas algún pecado contigo, más te vale llevar cuidado con ese bebé —se acuclilló delante de Rose of Sharon—. En este campamento pasan cosas de escándalo —dijo misteriosamente—. Todos los sábados por la noche hay baile y no creas que es sólo baile de figuras. Algunos bailan agarrados. ¡Yo les he visto!
Rose of Sharon dijo con cautela:
—A mí me gusta bailar, la danza de figuras —y añadió con recato—. Nunca he bailado de esta otra forma.
La mujer morena asintió con tristeza.
—Pues algunas sí lo hacen. Y el Señor no lo va a dejar pasar así; eso sí que no lo creas.
—No, señora —respondió la joven quedamente.
La mujer puso una mano marrón y arrugada en la rodilla de Rose of Sharon, que se encogió bajo el contacto.
—Ahora déjame que te advierta. Sólo quedan unos pocos de los que realmente aman a Jesús. Cada sábado por la noche cuando esa banda empieza a tocar, himnos debieran tocar, ellos bailan como peonzas, sí, señor, como peonzas. Yo los he visto. Yo misma no me acerco a ellos, ni dejo a mi familia que se acerque. Hay baile agarrado ya te digo —hizo una pausa buscando el énfasis y luego dijo, con voz áspera—: Hacen más. Una obra de teatro —se apartó y ladeó la cabeza para observar cómo se tomaba Rose of Sharon semejante revelación.
—¿Actores? —preguntó la joven pasmada.
—¡No, señor! —explotó la mujer—. No son actores, esa gente que ya está condenada. Nuestra propia clase de gente. Nuestra propia gente. Y había niños pequeños, que no sabían lo que hacían, haciéndose pasar por lo que no eran. Yo no me acerqué. Pero les oí hablar de lo que hacían. El diablo se paseaba sencillamente por el campamento.
Rose of Sharon escuchaba, los ojos y la boca abiertos.
—Una vez en la escuela dimos una obra de Cristo Niño…, para Navidad.
—Bueno…, yo no digo que eso sea malo o bueno. Hay buena gente que cree que una obra así está bien. Pero…, bueno, yo no me atrevería a afirmarlo sin ninguna duda. Pero esto de aquí no era ningún Cristo Niño. Esto era pecado y engaño y mañas del diablo. Contoneándose y desfilando y hablando como si fueran alguien que no son. Y bailando, agarrado y abrazándose.
Rose of Sharon dejó escapar un suspiro.
—Y no son sólo unos pocos —continuó la mujer morena—. Esto se está poniendo de forma que puedes casi contar los verdaderos piadosos con los dedos de la mano. Y tampoco creas que esos pecadores le pasan a Dios desapercibidos. No, señor, Él va anotando pecado por pecado y tirará la línea para sumarlos uno a uno. Dios está vigilando y yo también. Ya ha sacado a la luz a dos de ellos.
Rose of Sharon dio un respingo:
—¿De verdad?
La voz de la mujer morena iba subiendo en intensidad.
—Yo lo he visto. Una chica que esperaba un hijo, igual que tú. Y participaba en la obra y bailaba agarrado. Y —la voz se volvió poco afable y ominosa— empezó a adelgazar y a adelgazar y… tuvo ese hijo muerto.
—¡Dios mío! —la muchacha estaba pálida.
—Muerto y sanguinolento. Por supuesto, nadie volvió a hablarle. Tuvo que marcharse. No se puede tocar el pecado y no pillarlo. No, señor. Y hubo otra, hacía las mismas cosas. Empezó a adelgazar y, ¿sabes qué? Una noche desapareció. Y al cabo de dos días estaba de vuelta. Dijo que había estado de visita. Pero… ya no tenía el bebé. ¿Sabes lo que yo creo? Creo que el director se la llevó para que soltara el niño. Él no cree en el pecado, él mismo me lo dijo. Dice que el pecado es estar hambriento y pasar frío. Dice —ya te digo, me lo dijo él mismo— que no puede ver a Dios en esas cosas. Que esas chicas adelgazaron porque no tenían comida suficiente. Bien, yo le puse en su sitio —se puso en pie y dio un paso atrás. Sus ojos brillaban con intensidad. Señaló al rostro de Rose of Sharon con un índice rígido—. Le dije: Atrás. Dije: Sabía que el diablo andaba desbocado por este campamento. Ahora sé quién es el diablo. Atrás, Satán, le dije. Y te juro que se volvió atrás. Temblando, todo escurridizo. Dijo: Por favor, por favor, no haga preocuparse a la gente. Y yo digo: ¿preocuparse? ¿Y qué hay de sus almas? ¿Qué hay de esos niños muertos y esos pocos pecadores echados a perder por culpa de las obras de teatro? Él se limitó a mirar, hizo una mueca enfermiza y se alejó. Sabía cuándo había tropezado con un verdadero testigo del Señor. Yo dije: Estoy ayudando a Jesús a vigilar lo que pasa por aquí. Y usted y esos otros pecadores no se van a salir con la suya —recogió su caja de ropa sucia—. Tú hazme caso. Te he advertido. Ten en cuenta a ese pobre hijo que llevas en el vientre y no cometas pecados —y se alejó a zancadas con aire de titán, sus ojos brillantes de virtud.
Rose of Sharon la vio irse y luego puso la cabeza entre las manos y gimió oculta en sus palmas. Una voz suave sonó a su lado. Levantó la vista, avergonzada. Era el pequeño director vestido de blanco.
—No te preocupes —dijo—. No te preocupes.
Los ojos de Rose se cegaron por las lágrimas.
—Pero es que yo lo he hecho —lloró ella—. He bailado agarrado. No se lo dije a ella. Lo hice en Sallisaw, con Connie.
—No te preocupes —dijo.
—Dice que perderé el niño.
—Ya sé lo que dice. La tengo más o menos vigilada. Es una buena mujer, pero hace desgraciada a la gente.
Rose of Sharon sorbió.
—Conoció a dos chicas que perdieron el niño en este campamento.
El director se acuclilló delante de ella.
—Mira —dijo—. Yo también las conozco. Tenían demasiada hambre y cansancio. Y trabajaron demasiado. Y fueron en un camión por caminos llenos de baches. Estaban enfermas. No fue culpa suya.
—Pero ella dijo…
—No te preocupes. A esa mujer le gusta liar a la gente.
—Pero dice que usted es el diablo.
—Ya lo sé. Porque no le permito que apene a la gente —le palmeó el hombro—. No te preocupes. No sabe lo que dice —y se marchó con rapidez.
Rose of Sharon se quedó mirándole; sus hombros enjutos se agitaban al andar. Estaba aún contemplando su figura delgada cuando volvió Madre, limpia y rosada, con el pelo peinado y húmedo y atado en un nudo. Llevaba su vestido estampado y los zapatos agrietados; y los pequeños pendientes colgaban de sus orejas.
—Lo he hecho —dijo—. Me puse allí y dejé que el agua caliente me cayera y bajara por mí. Y una señora me dijo que si quieres lo puedes hacer todos los días. Y… ¿ha venido ya el comité de señoras?
—No —respondió la joven.
—¡Y tú ahí sentada y sin preparar para nada el campamento! —madre reunió los platos de hojalata mientras hablaba—. Tenemos que poner orden —dijo—. Venga, ¡muévete! Coge el saco y dale un barrido al suelo —ella recogió los utensilios, puso las sartenes en su caja y la caja en la tienda—. Alisa esas camas —ordenó—. Te aseguro que nunca he sentido nada tan agradable como el agua esa.
Rose of Sharon siguió las órdenes con apatía.
—¿Crees que Connie volverá hoy?
—Quizá…, quizá no. No te puedo decir.
—¿Estás segura de que sabe a dónde venir?
—Claro.
—Madre…, ¿no crees… que pudieron haberle matado cuando quemaron…?
—A él no —dijo Madre con seguridad—. Él puede viajar cuando quiere, tan veloz como una liebre y escurridizo como un zorro.
—Ojalá viniera.
—Llegará cuando llegue.
—Madre…
—Me gustaría que empezaras a trabajar.
—Sí, ¿crees que bailar y actuar son pecados y me harán perder el niño?
Madre interrumpió su trabajo y puso las manos en las caderas.
—¿Qué estás diciendo? Tú nunca has actuado.
—Bueno, alguna gente de aquí lo ha hecho y una chica perdió el niño…, muerto… y sanguinolento, como si fuera el juicio.
Madre la miró fijamente.
—¿Quién te lo ha dicho?
—Una señora que pasó por aquí. Y ese hombrecillo de ropa blanca vino y dijo que esa no había sido la causa.
Madre frunció el ceño.
—Rosasharn —dijo—, deja de acosarte. Te estás provocando hasta llorar. No sé qué te ha pasado. Nuestra gente nunca hizo semejante cosa. Tomaron lo que les vino con los ojos secos. Apuesto a que fue Connie el que te metió esas ideas. Se creía demasiado grande para sus pantalones, sencillamente —y añadió con seriedad—:
Rosasharn, tú no eres más que una persona y hay otras muchas. Ponte en tu sitio. He conocido a gente rodearse de pecado hasta creerse grandes vainas de maldad frente al Señor.
—Pero Madre…
—No. Cállate y a trabajar. No eres bastante grande ni bastante mala para preocupar a Dios demasiado. Y te voy a calentar si no dejas de atormentarte —barrió las cenizas en el agujero y sacudió las piedras del borde. Vio al comité acercándose por la calle— a trabajar —dijo—. Aquí vienen las señoras. Ponte a trabajar para que pueda estar orgullosa —no volvió a mirar, pero era consciente de que el comité se aproximaba.
No cabía duda de que era el comité; tres señoras, lavadas, vestidas con sus mejores ropas: una mujer delgada de pelo fuerte y con gafas de montura de acero, una señora pequeña y robusta con el pelo gris rizado y una dulce boca pequeña, y una señora como un mamut, gruesa de pantorrilla y trasero, de pecho grande, musculosa como un caballo de tiro, poderoso y seguro. Y el comité caminó calle abajo con dignidad.
Madre se las arregló para darles la espada cuando llegaron. Ellas pararon, en círculo, luego en fila. Y la mujerona atronó:
—Buenos días. La señora Joad, ¿no es eso?
Madre se volvió como si la hubieran pillado desprevenida.
—Sí, sí. ¿Cómo saben mi nombre?
—Formamos el comité —dijo la mujer—. El Comité de Señoras de la Unidad Sanitaria número cuatro. Nos dijeron su nombre en la oficina.
Madre se aturulló:
—Todavía no tenemos muy buen aspecto. Me encantaría que vinieran a sentarse mientras hago algo de café.
La mujer más rolliza del comité dijo:
—Preséntanos, Jessie. Dile nuestros nombres a la señora Joad. Jessie es la presidenta —explicó.
Jessie dijo formalmente:
—Señora Joad, éstas son Annie Littlefield y Ella Summers y yo soy Jessie Bullitt.
—Encantada de conocerlas —respondió Madre—. ¿No se sientan? No hay dónde sentarse todavía —añadió—. Pero voy a hacer café.
—No, no —dijo Annie formalmente—. No se moleste. Sólo vinimos a presentarnos y ver cómo estaba, para que se sintiera como en casa.
Jessie Bullitt dijo severamente:
—Annie, te agradecería que recordaras que yo soy presidenta.
—Ah, claro, claro. Pero la semana que viene lo seré yo.
—Bueno, pues entonces espera a la semana que viene. Cambiamos todas las semanas —le explicó a Madre.
—¿Seguro que no quieren un poco de café? —preguntó Madre sin saber qué hacer.
—No, gracias —Jessie se hizo cargo—. Le informaremos primero sobre la unidad sanitaria y después, si quiere, la incluiremos en el Club de Señoras y le daremos un cometido. Claro que eso es voluntario.
—¿Es… muy caro?
—No cuesta sino trabajo. Y cuando la conozcan, quizá pueda ser elegida para este comité —interrumpió Annie—. Jessie está en el comité de todo el campamento. Es una señora importante de comité.
Jessie sonrió con orgullo.
—Elegida por unanimidad —dijo—. Bueno, señora Joad, creo que ya es hora de que le digamos cómo funciona el campamento.
Madre dijo:
—Ésta es mi hija, Rosasharn.
—¿Cómo estás? —saludaron.
—Mejor será que venga también con nosotras.
La enorme Jessie habló, con un aire lleno de dignidad y amabilidad y llevaba su discurso ensayado.
—No debe pensar que nos entrometemos en sus asuntos, señora Joad. En este campamento hay muchas cosas de uso común. Y tenemos normas que nosotros mismos hemos hecho. Ahora vamos a la unidad. Lo que hay allí lo usa todo el mundo y todos debemos cuidar todo —pasearon hasta la sección descubierta donde estaban los lavaderos, en un total de veinte. Había ocho en uso, las mujeres inclinándose, restregaban las ropas y las pilas de ropa escurrida estaban amontonadas en el limpio suelo de cemento—. Puede usarlos siempre que quiera —dijo Jessie—. La única condición es que los deje limpios.
Las mujeres que estaban lavando levantaron la vista con interés. Jessie dijo en voz alta:
—Éstas son la señora Joad y Rosasharn, han venido a vivir.
Saludaron a Madre a coro y Madre hizo una ligera reverencia:
—Encantada de conocerlas.
Jessie precedió al comité entrando a los servicios y las duchas.
—Ya he estado aquí —dijo Madre—. Incluso me he dado una ducha.
—Para eso están —replicó Jessie—. Y se aplica la misma norma. Hay que dejarlos limpios. Cada semana hay un comité nuevo para fregarlos una vez al día. Quizá le toque en ese comité. Tiene que traer su propio jabón.
—Tenemos que comprar algo de jabón —dijo Madre—. Se nos ha acabado por completo.
La voz de Jessie se tornó casi reverente.
—¿Alguna vez los ha usado de esta clase? —preguntó y señalo a los servicios.
—Sí. Esta misma mañana.
Jessie suspiró.
—Eso está bien.
Ella Summers dijo:
—La semana pasada sin ir más lejos…
Jessie interrumpió con severidad:
—Señora Summers, yo se lo diré.
Ella cedió terreno.
—Ah, de acuerdo.
Jessie dijo:
—La semana pasada, cuando eras presidenta, tú lo hiciste todo. Te agradeceré que esta semana te abstengas.
—Bueno, cuenta lo que hizo esa señora —contestó ella.
—Bien —dijo Jessie—, no es asunto de este comité ir cotilleando, pero no diré nombres. Una señora llegó la semana pasada y entró aquí antes de que la visitara el comité y había metido los pantalones de su marido en el water, y dijo: Es demasiado bajo y no lo bastante grande. Te revientas la espalda. ¿No han podido ponerlo un poco más alto? —el comité sonrió con superioridad.
Ella interrumpió.
—Dijo: No se puede meter suficiente de una vez —y soportó la mirada severa de Jessie.
Jessie dijo:
—Tenemos nuestros problemas con el papel higiénico. La norma dice que nadie se puede llevar papel de aquí —chasqueó la lengua con fuerza—. Todo el campamento contribuye para el papel higiénico. Calló durante un momento y luego confesó—. El número cuatro gasta más que ninguno. Hay alguien que lo está robando. Surgió en la asamblea general de señoras. «El lado de las mujeres, Unidad número cuatro, está usando demasiado». Surgió allí, en la propia asamblea.
Madre seguía la conversación sin respirar.
—Robándolo…, ¿para qué?
—Bueno —respondió Jessie—, ya ha habido problemas anteriormente. La última vez se trataba de tres niñitas que hacían muñecas de papel con él. Las cogimos. Pero esta vez no sabemos. Apenas da tiempo a poner un cascabel que suene cada vez que el rollo gira una vez. Así podríamos contar cuánto usa cada una —meneó la cabeza—. Simplemente no sé —dijo—. He estado preocupada toda la semana. Alguien roba papel higiénico de la Unidad cuatro.
De la entrada llegó una voz lastimera:
—Señora Bullit —el comité se volvió—. Señora Bullit, he oído lo que decían —había una mujer ruborizada y sudorosa en la entrada—. No me pude levantar en la asamblea, señora Bullit. Es que no pude. Se habrían echado a reír o algo así.
—¿De qué está hablando? —Jessie avanzó.
—Bueno, nosotros, quizá… seamos nosotros. Pero no estamos robando, señora Bullitt.
Jessie se acercó a ella y la transpiración afloró en la mujer que confesaba azorada.
—No podemos evitarlo, señora Bullit.
—Diga ya lo que quiera decir —dijo Jessie—. Esta unidad ha pasado vergüenza por culpa de ese papel higiénico.
—Toda la semana, señora Bullitt. No hemos podido evitarlo. Usted sabe que tengo cinco hijas.
—¿Qué han estado haciendo con él? —exigió Jessie en tono ominoso.
—Sólo usándolo. De verdad, usándolo nada más.
—¡No tienen derecho! Cuatro o cinco hojas es suficiente. ¿Qué es lo que les pasa?
La confesora se lamentó:
—Diarrea. Las cinco. Hemos andado mal de dinero y comieron uvas verdes. Las cinco tienen diarrea. Tienen que venir cada diez minutos —las defendió—: Pero no lo están robando.
Jessie suspiró.
—Debería haberlo dicho antes —dijo—. Hay que decirlo. Por no haberlo hecho la Unidad cuatro ha estado pasando vergüenza. Cualquiera puede tener diarrea.
La mansa voz gimoteó:
—Es sólo que no puedo hacer que dejen de comer uvas verdes. Y se ponen cada vez peor.
—La Ayuda —interrumpió Ella Summers—. Debe recibir la Ayuda.
—Ella Summers —dijo Jessie—, te lo digo por última vez, no eres la presidenta; se volvió hacia la abatida mujercita.
—¿No tiene ningún dinero, señora Joyce?
Ésta bajó la vista avergonzada.
—No, pero conseguiremos trabajo en cualquier momento.
—Venga, levante la cabeza —dijo Jessie—. Eso no es ningún crimen. Vaya derecha a la tienda de Weedpatch y compre algunas cosas. El campamento tiene allí un crédito de veinte dólares. Compre por valor de cinco dólares. Se lo puede devolver al Comité Central cuando tenga trabajo. Señora Joyce, usted lo sabía —añadió severamente—. ¿Cómo es que ha dejado que sus hijas pasen hambre?
—Nunca hemos aceptado caridad —respondió la señora Joyce.
—Esto no es caridad y usted lo sabe —se enfureció Jessie—. Creí que eso había quedado claro. En este campamento no hay caridad. No la admitimos. Ahora vaya a comprar algo de comer y tráigame el recibo a mí.
La señora Joyce preguntó tímidamente:
—Suponga que no podamos devolverlo nunca. Hace mucho tiempo que no tenemos trabajo.
—Lo devuelve si puede. Si no puede no es asunto nuestro ni es asunto suyo. Uno se fue y al cabo de dos meses mandó el dinero. En este campamento no tiene usted derecho a dejar que sus hijas pasen hambre.
—Sí, señora —dijo la señora Joyce intimidada.
—Compre un poco de queso para esas niñas —ordenó Jessie—. Eso les curará la diarrea.
—Muy bien —y la señora Joyce se escabulló a toda prisa por la puerta.
Jessie se volvió con furia hacia el comité.
—No tiene derecho a ser tan estirada. No tiene derecho, si está entre su propia gente.
Annie Littlefield adujo:
—Lleva aquí poco tiempo. Quizá no lo sabía. A lo mejor ha aceptado caridad en alguna ocasión. No —dijo Annie—, no intentes callarme, Jessie. Tengo derecho a hablar —se volvió a medias hacia Madre—. Cuando uno acepta caridad, eso deja una señal que no se va. Esto no es caridad, pero si alguna vez lo tienes que tomar, no se te olvide. Apuesto a que Jessie nunca lo ha hecho.
—No, es verdad —replicó Jessie.
—Pues yo sí —dijo Annie—. El invierno pasado; nos moríamos de hambre…, yo y Padre y los pequeños. Y llovía. Uno nos dijo que acudiéramos al Ejército de Salvación —sus ojos se tornaron fieros—. Teníamos hambre…, nos hicieron arrastrarnos por una cena. Se quedaron nuestra dignidad. Ellos…, ¡les detesto! Y… puede que la señora Joyce haya aceptado caridad. Quizá no sabía que esto no lo es. Señora Joad, en este campamento no dejamos que nadie se atrinchere de esa forma. Ni permitimos que nadie le dé nada a otra persona. Pueden darlo al campamento, y éste lo distribuye. No hay caridad aquí —su voz era ronca y amenazadora—. Los detesto dijo—. Nunca vi a mi hombre vencido antes, pero esos… del Ejército de Salvación lo consiguieron.
Jessie asintió.
—Ya lo había oído —dijo quedamente—, ya lo había oído. Tenemos que seguir informando a la señora Joad.
Madre dijo:
—Es realmente muy agradable.
—Vamos al cuarto de la costura —sugirió Annie—. Tenemos dos máquinas. Hay un grupo que está haciendo edredones y otro haciendo vestidos. Quizá le gustaría trabajar allí.
Cuando el comité fue a visitar a Madre, Ruthie y Winfield desaparecieron imperceptiblemente fuera del alcance.
—¿Por qué no vamos y nos enteramos? —preguntó Winfield.
Ruthie le agarró del brazo.
—No —dijo—. Nos lavamos para esas hijas de puta. No pienso ir con ellas.
Winfield dijo:
—Te chivaste de lo del servicio. Yo voy a decir lo que les has llamado a esas señoras.
Una sombra de miedo cruzó el rostro de Ruthie.
—No se te ocurra. Yo lo dije porque sabía que en realidad no lo habías roto.
—No es verdad —replicó Winfield.
Ruthie dijo:
—Vamos a echar un vistazo por ahí —pasearon siguiendo la línea de tiendas, asomándose en cada una, curioseando tímidamente. Al final de la unidad había una zona allanada donde se había organizado una pista de croquet. Media docena de niños jugaban muy serios. Delante de una tienda había una anciana sentada en un banco que los contemplaba. Ruthie y Winfield echaron a correr.
—Dejadnos jugar —gritó Ruthie—. Dejad que entremos en el juego.
Los niños levantaron la vista. Una niñita con trenzas dijo:
—Podéis jugar en la próxima partida.
—Quiero jugar ahora —gritó Ruthie.
—Bueno, pues no puedes. Hasta la próxima partida.
Ruthie entró en la pista con aire amenazador.
—Voy a jugar.
La de las trenzas agarró con fuerza su mazo. Ruthie se llegó a ella de un salto, la abofeteó, la empujó y le arrebató el mazo de las manos.
—Dije que iba a jugar —dijo triunfalmente.
La anciana se levantó y caminó por la pista. Ruthie frunció el ceño ferozmente y apretó con más fuerza el mazo. La señora dijo:
—Dejadla jugar… igual que hicisteis con Ralph, la semana pasada.
Los niños dejaron sus mazos en el suelo y salieron en tropel de la pista, en silencio. Se quedaron a cierta distancia mirando con ojos inexpresivos. Ruthie los miró alejarse. Entonces golpeó una bola y corrió tras ella.
—Venga, Winfield. Coge un palo —le gritó. Y luego le miró con asombro, Winfield se había unido a los niños que miraban y también él la miraba con ojos inexpresivos. Ella, como desafiándoles, volvió a golpear la bola. Levantó una gran polvareda. Simuló pasarlo bien. Y los niños quietos la miraron. Ruthie alineó dos bolas y golpeó ambas, volvió la espalda a los ojos observantes y luego se volvió. De pronto avanzó hacia ellos mazo en mano.
—Venid a jugar —exigió. Se fueron apartando en silencio conforme ella se aproximaba. Por un momento les miró, y luego arrojó el mazo y corrió llorando a casa. Los niños volvieron a entrar en la pista.
La niña de las trenzas le dijo a Winfield:
—Puedes jugar la próxima partida.
La señora les advirtió:
—Cuando vuelva la niña y quiera portarse bien, dejadla. Tú misma te portaste mal, Amy.
El juego siguió adelante mientras en la tienda de los Joad Ruthie sollozaba tristemente.
El camión se movía a lo largo de bellas carreteras, dejando atrás huertos en los que los melocotones empezaban a colorearse, viñedos con racimos pálidos y verdes, bajo hileras de nogueras cuyas ramas llegaban hasta el centro de la carretera. En todos los portones de entrada Al frenaba; y en cada uno había un cartel: no se necesitan empleados. Prohibido el paso.
Al dijo:
—Padre, habrá trabajo seguro cuando esa fruta esté a punto. Curioso lugar…, te dicen que no te necesitan antes de que les preguntes —siguió conduciendo lentamente.
Padre dijo:
—A lo mejor debíamos entrar de todas formas y preguntar si hay algo de trabajo. Podíamos probar.
Un hombre con mono y camisa azules caminaba por la orilla de la carretera. Al frenó junto a él.
—Eh, oiga —dijo Al—. ¿Sabe dónde hay trabajo?
El hombre se detuvo y sonrió, y en su boca faltaban los dientes delanteros. —No —contestó—. ¿Y ustedes? Llevo toda la semana andando y no he encontrado nada.
—¿Vive en el campamento del gobierno? —preguntó AL.
—Sí.
—Entonces suba atrás y buscamos todos —el hombre trepó por el lateral y se dejó caer en la parte de atrás.
Padre dijo:
—No tengo idea de dónde podremos encontrar trabajo. Pero supongo que hay que mirar. No sabemos ni dónde mirar.
—Debíamos haber hablado con los del campamento —dijo Al—. ¿Cómo te encuentras tío John?
—Me duele —dijo el tío John—. Me duele todo y lo que me queda. Debería marcharme para no atraer el castigo sobre mi propia gente.
Padre puso la mano en la rodilla de John.
—Mira —le dijo—, no te vayas. Estamos perdiendo gente continuamente: el abuelo y la abuela muertos, Noah y Connie, que se marcharon y el predicador en la cárcel.
—Tengo el presentimiento de que volveremos a ver a ese predicador —dijo John.
Al tanteó la bola de la palanca de cambios.
—No estás tan bien como para tener presentimientos —dijo—. A la mierda. Vamos a volver y a hablar y a enterarnos de dónde hay algo de trabajo. Vamos como mofetas cazando bajo el agua —frenó el camión, se asomó por la ventana y llamó—: ¡Eh! Mire. Volvemos al campamento a ver si nos enteramos dónde hay trabajo. No tiene sentido quemar gasolina así.
El hombre se asomó por un lado.
—Por mí bien —dijo—. Tengo los pies raídos hasta el tobillo. Y no tengo ni un bocado que llevarme a la boca.
Al dio la vuelta en mitad de la carretera y enfiló de regreso.
Padre dijo:
—Madre va a quedar dolida, sobre todo con Tom encontrando trabajo tan fácilmente.
—Quizá no lo haya conseguido —dijo Al—. A lo mejor ha ido a buscar también. Ojalá pudiera trabajar en un garaje. Aprendería y me gustaría.
Padre gruñó y regresaron al campamento en silencio.
Cuando el comité se marchó, Madre se sentó en una caja delante de la tienda y miró a Rose of Sharon sin saber qué hacer.
—Vaya… —dijo—, vaya, no he estado tan animada en años. ¿Verdad que eran agradables esas señoras?
—Yo voy a trabajar en la guardería —dijo Rose of Sharon—. Me lo han dicho. Puedo aprender cómo cuidar niños y así estaré preparada.
Madre asintió maravillada.
—Estaría muy bien que los hombres encontraran trabajo, ¿verdad? —preguntó—. Que trabajaran y tener algo de dinero —sus ojos se perdieron en el espacio—. Ellos trabajando y nosotras trabajando aquí y toda esta gente tan agradable. Lo primero que me voy a comprar en cuanto salgamos un poco adelante es una cocina, que esté bien. No valen mucho. Y luego una tienda, lo bastante grande y quizá somieres de segunda mano para las camas. Y podríamos usar esta tienda sólo para comer. Y el sábado por la noche iremos al baile. Dicen que puedes invitar gente si quieres. Ojalá tuviéramos amigos a quienes invitar. Quizá los hombres conozcan a alguien para invitar.
Rose of Sharon escudriñó por la carretera.
—Esa señora dice que perderé al niño… —empezó.
—No vuelvas con eso —le advirtió Madre.
Rose of Sharon dijo quedamente:
—La he visto. Viene hacia aquí, creo. ¡Sí! Aquí viene. Madre, no le dejes…
Madre se volvió y contempló la figura que se aproximaba.
—¿Cómo está? —dijo la mujer—. Soy la señora Sandry… Lis-beth Sandry. He conocido a su hija esta mañana.
—¿Cómo está? —dijo Madre.
—¿Es usted feliz en el Señor?
—Muy feliz —replicó Madre.
—¿Está usted salvada?
—Sí —el rostro de Madre estaba cerrado y expectante.
—Bien, me alegro —dijo Lisbeth—. Los pecados son muy fuertes por aquí. Ha venido usted a un sitio terrible. La maldad está por todas partes. Gente mala, cosas malas, un cristiano de verdad apenas puede soportarlo. Los pecadores nos rodean.
Madre se ruborizó un poco y cerró la boca con decisión.
—A mí me parece que son gente amable —dijo secamente.
Los ojos de la señora Sandry se clavaron en ella.
—¡Amable! —gritó—. ¿Cree usted que son buenos cuando hay baile agarrado? Se lo digo yo, su alma inmortal no tiene ni una posibilidad en este campamento. Anoche salí a un servicio en Weedpatch. ¿Sabe lo que dijo el predicador? Dijo: Hay maldad en este campamento. Los pobres intentan ser ricos. Hay bailes y abrazos donde debería haber llanto y gemir en pecado. Eso es lo que dijo. Todos los que no están aquí son negros pecadores, dijo. Le aseguro que oírle le deja a uno sintiéndose muy bien. Y sabíamos que estábamos salvados. Nosotros no hemos bailado.
El rostro de Madre estaba rojo. Se puso en pie lentamente y se encaró con la señora Sandry.
—¡Fuera! —dijo—. Váyase ahora, antes de que yo peque al decir dónde debe irse. Váyase a su llanto y su gemir.
La señora Sandry se quedó con la boca abierta. Dio un paso atrás. Y entonces se volvió furiosa.
—Pensé que eran cristianos.
—Es que lo somos —dijo Madre.
—No, no lo son. ¡Son pecadores que van arder en el infierno, todos ustedes! Y lo pienso mencionar en la reunión. Puedo ver su negra alma ardiendo. Puedo ver al niño inocente en el vientre de esta muchacha ardiendo.
Un gemido lastimero y apagado escapó de los labios de Rose of Sharon. Madre se agachó y cogió un palo.
¡Fuera! —dijo fríamente—. No se le ocurra volver. He visto antes gente como usted. Se complacen haciendo esto, ¿verdad? —Madre avanzó hacia la señora Sandry. La mujer empezó a retroceder, y luego, de pronto, echó la cabeza hacia atrás y aulló. Los ojos se le pusieron en blanco, los hombros y los brazos colgaban muertos a los lados y una línea espesa de saliva viscosa salió por la comisura de sus labios. Aulló una y otra vez, largos aullidos profundos y bestiales. Hombres y mujeres salieron corriendo de las tiendas y se quedaron cerca, asustados y en silencio. Lentamente la mujer cayó de rodillas y los aullidos decrecieron hasta ser un quejido estremecido y balbuciente. Cayó de costado, las piernas y los brazos agitándose. El blanco de los ojos aparecía bajo los párpados abiertos. Un hombre dijo en voz baja:
—El espíritu. Está poseída por el espíritu.
El pequeño director se acercó paseando como si nada pasara.
—¿Algún problema? —preguntó.
La multitud se apartó para dejarle pasar. Miró a la mujer en el suelo.
¡Vaya por Dios! —dijo—. ¿La podéis ayudar algunos a volver a su tienda?
La gente silenciosa removió los pies. Dos hombres se agacharon y la levantaron, uno sujetándola por debajo de los brazos y otro por los pies. Se la llevaron y la gente empezó despacio a moverse tras ellos. Rose of Sharon entró en la tienda y se acostó y se cubrió la cara con una manta.
El director miró a Madre y al palo que llevaba en la mano. Sonrió con cansancio.
—¿Le pegó? —preguntó.
Madre continuó con la vista fija en la gente en retirada. Meneó la cabeza despacio.
—No, pero me faltó poco. Hoy ha trastornado dos veces a mi hija.
—Intente no pegarle —dijo el director—. No se encuentra bien. Es sólo que no está bien —y añadió quedamente—. Ojalá se fuera y toda su familia. Da más problemas en el campamento que todos los demás juntos.
Madre se rehizo de nuevo.
—Si vuelve, a lo mejor no puedo evitar pegarle. No estoy segura. No le dejaré que preocupe a mi hija más.
—No se preocupe, señora Joad —dijo—. No la volverá a ver. Tantea a los recién llegados. No volverá más. Cree que usted es una pecadora.
—Bien, lo soy —dijo Madre.
—Claro, como todos, pero no de la forma que dice ella. Esa mujer no está bien, señora Joad.
Madre le miró agradecida y gritó:
—¿Has oído, Rosasharn? No está bien. Está loca —pero la muchacha no levantó la cabeza. Madre dijo:
—Mire, se lo advierto. Si vuelve por aquí, no respondo de mí misma. Le atizaré.
Él sonrió con sorna.
—Sé lo que siente —dijo—. Simplemente intente no darle. Es lo único que le pido…, que lo intente —caminó lentamente en dirección a la tienda donde habían llevado a la señora Sandry.
Madre entró en la tienda y se sentó junto a Rose of Sharon.
—Levanta la vista —dijo. La joven permaneció inmóvil. Madre apartó suavemente la manta de la cara de su hija—. Esa mujer está medio loca —dijo—. No te creas ninguna de esas cosas.
Rose of Sharon susurró aterrada:
—Cuando habló de arder, me… sentí arder.
—Eso no es verdad —le contradijo Madre.
—Estoy muy cansada —murmuró la joven—. Cansada de que pasen cosas. Quiero dormir. Quiero dormir.
—Bueno, entonces duerme. Éste es un lugar agradable. Puedes dormir.
—¿Y si vuelve?
—No va a volver —dijo Madre—. Voy a sentarme a la puerta y no la dejaré volver. Ahora descansa, que dentro de poco tendrás que trabajar en la guardería.
Madre se levantó con esfuerzo y fue a sentarse en la entrada de la tienda. Se sentó en una caja y puso los codos en las rodillas y la barbilla entre las manos. Vio el movimiento del campamento, oyó las voces de los niños, el golpeteo de un martillo contra un hierro; pero sus ojos miraban al frente. Padre, que venía por la carretera, la encontró allí y se acuclilló cerca de ella, que dirigió su mirada lentamente hacia él.
—¿Encontrasteis trabajo? —preguntó.
—No —dijo él avergonzado—. Estuvimos buscando.
—¿Dónde están John y Al y el camión?
—Al está arreglando algo. Tuvo que pedir prestadas algunas herramientas. El otro dijo que Al lo tenía que arreglar allí mismo.
Madre dijo tristemente:
—Éste es un sitio agradable. Durante un tiempo podríamos ser felices aquí.
—Si encontráramos trabajo.
—¡Sí! Si vosotros encontrarais trabajo.
Él sintió su tristeza y estudió su rostro.
—¿Por qué estás abatida? Si es un sitio tan agradable, ¿por qué tienes que estar deprimida?
Ella le miró y cerró los ojos con lentitud.
—Es curioso, ¿no te parece? Durante el tiempo que estuvimos en movimiento, avanzando, no pensé en nada. Y ahora esta gente se porta bien conmigo, me tratan muy bien; y ¿qué es lo que primero que hago? Vuelvo derecha a recordar las cosas tristes…, aquella noche que el abuelo murió y lo enterramos. Yo estaba hasta arriba de la carretera, de dar botes y del movimiento y no era para tanto. Pero ahora aquí, es peor.
Y la abuela… y Noah, ¡marchándose de aquella forma! Simplemente río abajo. Esas cosas son parte de todo y ahora me vienen todas juntas. La abuela como una pobre y enterrada como una ^ pobre. Eso me duele ahora. Me duele mucho. Y Noah marchándose río abajo. Él no sabe lo que hay allí, no lo sabe. Y nosotros tampoco. Nunca sabremos si está vivo o muerto. Nunca vamos a saberlo. Y Connie que se escabulló. Antes no les dejé sitio en el cerebro, pero ahora me vienen todas juntas.
Y debería estar contenta de que estemos en un sitio agradable —padre le miraba a la boca mientras hablaba. Ella tenía los ojos cerrados—. Recuerdo aquellas montañas, afiladas como dientes viejos, al lado del río por donde se fue Noah. Recuerdo la hierba de la tierra en la que descansa el abuelo. Recuerdo el tajo de casa con una pluma pegada, hecho trizas de los cortes y negro de la sangre de los pollos.
La voz de Padre siguió en el mismo tono.
—Hoy he visto a los patos —dijo—. Hacia el sur, en forma de cuña…, muy arriba. Parecían ser muy pequeñitos. Y he visto a los mirlos sentados en los alambres y las palomas estaban sobre las cercas —Madre abrió los ojos y le miró. Él continuó—: Vi un pequeño torbellino, como un hombre dando vueltas por un campo. Y los patos echaron a volar, en forma de cuña, en dirección al sur.
Madre sonrió.
—¿Te acuerdas? —dijo—. ¿Te acuerdas de lo que siempre decíamos en casa? El invierno llegará temprano, decíamos, cuando volaban los patos. Siempre lo dijimos y el invierno llegaba cuando era su momento. Pero siempre decíamos: Viene temprano. Me pregunto qué queríamos decir.
—He visto a los mirlos en los alambres —dijo Padre—. Sentados tan juntitos. Y las palomas. Nada se está tan quieto como una paloma sentada, en los alambres de las cercas, sentadas de dos en dos quizá. Y ese pequeño torbellino… del tamaño de un hombre, bailando por un campo. Siempre me gustaron esos bichos, grandes como hombres.
—Ojalá pudiera no pensar en casa —dijo Madre—. Ya no es nuestra casa. Ojalá pudiera olvidarla. Y a Noah.
—Nunca estuvo bien…, quiero decir…, bueno, fue culpa mía.
—Te dije que no dijeras eso nunca. Quizá no hubiera llegado a vivir.
—Pero yo debí haberlo hecho mejor.
—Calla ya —exigió Madre—. Noah era extraño. Quizá vive bien junto al río. Tal vez sea mejor así. No podemos permitirnos el preocuparnos. Este es un sitio agradable y puede que consigáis trabajo de inmediato.
Padre señaló al cielo.
—Mira… más patos. Una buena bandada. Y, Madre, el invierno llegará temprano.
Ella rio entre dientes.
—Hay cosas que se hacen sin saber por qué.
—Aquí está John —dijo Padre—. Ven aquí y siéntate, John.
El tío John se unió a ellos. Se acuclilló delante de Madre.
—No conseguimos nada —dijo—. Sólo dimos unas vueltas. Oye, Al quiere verte. Dice que tiene que comprar un neumático. Sólo le queda una capa de material a la rueda, dice.
Padre se puso en pie.
—Espero que la pueda comprar barata. No nos queda mucho. ¿Dónde está Al?
—Allí abajo, hasta el primer cruce de calles y gira a la derecha. Dice que va a estallar y quedar inservible una cubierta si no compra uno nuevo —Padre se alejó despacio, y sus ojos siguieron la uve gigante de patos por el cielo.
El tío John cogió una piedra del suelo, la dejó caer desde la palma y volvió a cogerla. No miró a Madre.
—No hay trabajo —dijo.
—No habéis mirado por todas partes —replicó Madre.
—No, pero hay carteles fuera.
—Bueno, Tom debe haber encontrado trabajo. No ha vuelto.
El tío John sugirió:
—Quizá se haya marchado…, igual que Connie y que Noah.
Madre le miró con intensidad y luego sus ojos se suavizaron.
—Hay cosas que sabes —dijo—. Cosas de las que estás segura. Tom tiene trabajo y volverá esta tarde. Eso es verdad —sonrió con satisfacción—. ¡Es un buen chico! —dijo—. Es un buen chico.
Los coches y camiones empezaron a llegar al campamento y los hombres acudieron en tropel a la unidad sanitaria. Y cada uno llevaba un mono limpio y una camisa en la mano.
Madre recuperó el control.
—John, ve a buscar a Padre. Id a la tienda. Quiero judías, azúcar, y… un trozo de carne de freír y zanahorias y… dile a Padre que compre algo rico, cualquier cosa, pero rico, para esta noche. Esta noche tendremos… algo rico.