LOS QUE IBAN montados en la carga, los niños y Connie y Rose of Sharon y el predicador sentían los miembros rígidos y acalambrados. Habían estado sentados bajo el sol delante de la oficina del forense de Bakersfield, mientras los padres y el tío John estaban dentro. Luego alguien sacó una cesta y bajaron del camión el largo fardo. Y permanecieron al sol mientras proseguía el examen, se averiguó la causa de la muerte y se firmó el certificado.
Al y Tom pasearon por la calle, mirando escaparates y observando la extraña gente que caminaba por las aceras.
Y al final Padre, Madre y el tío John salieron abatidos y callados. El tío John se subió en la carga, Padre y Madre montaron en el asiento. Tom y Al regresaron con calma y Tom se sentó al volante. Permaneció en silencio, esperando instrucciones. Padre miraba al frente, con el sombrero bien calado. Madre se frotaba los lados de la boca con los dedos y sus ojos parecían estar muy lejos y perdidos, muertos por el cansancio.
Padre suspiró hondamente.
—Era lo único que podíamos hacer —dijo.
—Lo sé —replicó Madre—. Pero a ella le hubiera gustado tener un buen funeral. Siempre lo quiso.
Tom les miró de soslayo.
—¿Del condado? —preguntó.
—Sí —Padre movió la cabeza rápidamente, como para volver a la realidad en alguna medida—. No teníamos suficiente. No podríamos haberlo pagado —se volvió hacia Madre—. No debes sentirte mal. No podíamos por más que hubiéramos intentado, por más que hubiéramos hecho. Simplemente, no nos llegaba; el embalsamamiento, y un ataúd y un pastor y una tumba en el cementerio. Habría costado diez veces lo que tenemos. Hemos hecho todo lo que hemos podido.
—Lo sé —dijo Madre—. Pero no puedo quitarme de la cabeza la ilusión que tenía por un buen funeral. Tengo que olvidarlo —dejó escapar un suspiro y se frotó a un lado de la boca—. Era muy buena persona ese que estaba dentro. Muy mandón, pero la mar de amable.
—Sí —reconoció Padre—. Y nos dijo las cosas tal como son.
Madre se echó el pelo hacia atrás con la mano y apretó la mandíbula.
—Tenemos que seguir —dijo—. Hay que encontrar un sitio donde quedarnos, conseguir trabajo e instalarnos. No tiene sentido dejar que los pequeños pasen hambre. Ésa nunca fue la filosofía de la abuela. Ella siempre se ponía bien de comer en un funeral.
—¿A dónde vamos? —preguntó Tom.
Padre se apartó el sombrero y se rascó entre el cabello.
—Vamos a acampar —decidió—. No vamos a gastar lo poco que nos queda hasta que no encontremos trabajo. Sal hacia el campo.
Tom puso en marcha el coche y salieron dejando atrás las calles hacia el campo. Cerca del puente vieron un grupo de tiendas y chabolas. Tom dijo:
—Éste es un sitio tan bueno como cualquiera. Podremos averiguar cómo va la cosa y dónde hay trabajo —bajó por un declive muy empinado de tierra y aparcó al borde del campamento.
No se había seguido ningún orden a la hora de acampar; pequeñas tiendas grises, chabolas, coches, estaban desparramados al azar. La primera casa era indescriptible. La pared sur estaba formada por tres láminas de hierro galvanizado, herrumbroso; la del este era un cuadrado de alfombra mohosa enganchada entre dos tablas; la fachada norte la formaban una tira de papel de techar y otra de lona hecha jirones, y la que daba a poniente era seis trozos de tela de saco. Sobre el marco cuadrado, encima de ramas de sauce sin desbastar, habían amontonado hierba formando un montículo bajo, pero sin haber intentado construir un techado. La entrada, en el lado de arpillera, estaba atestada de utensilios en desorden. Una lata de queroseno de cinco galones hacía las veces de fogón. Estaba apoyada en uno de sus lados, con una sección oxidada de tubo de estufa metida por un extremo. Un caldero de lavar descansaba sobre un lateral, apoyado en la pared; había también una colección de cajas desparramadas, cajas para sentarse, cajas para comer. Había un Ford modelo T y un remolque de dos ruedas aparcados al lado de la chabola, y sobre el campamento flotaba un aire de descuidada desesperación.
Después de la chabola venía una tienda pequeña, que la intemperie había pintado de gris, pero que estaba montada correctamente y con pulcritud; las cajas que había delante estaban pegadas a la pared de la tienda. El tubo de una estufa sobresalía por la puerta de lona y la tierra de delante de la tienda estaba barrida y salpicada con agua. Encima de una caja había un cubo lleno de ropa chorreante. Este campamento tenía un aire ordenado y vigoroso. Junto a la tienda había un turismo modelo A y un remolque pequeño de fabricación casera. Y junto a él había una tienda enorme, andrajosa, hecha jirones, con los desgarrones remendados con trozos de alambre. Las solapas estaban abiertas y en el interior eran visibles cuatro colchones anchos tirados en el suelo. De un tendedero instalado en uno de los lados colgaban vestidos rosa de algodón y varios pares de monos. Había cuarenta entre tiendas y chabolas, y alguna clase de vehículo junto a cada uno. Un poco más allá unos cuantos niños contemplaron el camión recién llegado y se acercaron, críos pequeños vestidos con petos y descalzos, con el pelo gris de polvo.
Tom se detuvo y miró a Padre.
—No es demasiado bonito —dijo—. ¿Vamos a otro sitio?
—No podemos ir a ningún otro sitio hasta no saber dónde estamos —replicó Padre—. Tenemos que preguntar lo del trabajo.
Tom abrió la puerta y se apeó. Los otros bajaron del camión y observaron el campamento con curiosidad. Ruthie y Winfield, con el hábito de la carretera, bajaron el cubo y se dirigieron hacia los sauces en busca de agua; la fila de chiquillos se abrió para que pasaran y se cerró tras ellos. Las solapas de la primera chabola se separaron y se asomó una mujer. Llevaba trenzado el cabello gris, y vestía una bata suelta, sucia, de flores. Tenía el rostro apergaminado y mortecino, grandes bolsas bajo ojos inexpresivos y una boca floja e insegura.
Padre, preguntó:
—¿Podemos parar y acampar en cualquier lado?
La cabeza se retiró al interior de la chabola. Después de un momento de silencio las solapas se abrieron a los lados y salió un hombre con barba en mangas de camisa. La mujer volvió a mirar afuera detrás de él, pero no llegó a salir.
El hombre barbudo les saludó:
—¿Cómo están? —y sus inquietos ojos oscuros saltaron de un miembro a otro de la familia y de ellos al camión y los bártulos.
—Le acababa de preguntar a su mujer si podemos instalarnos en cualquier parte —dijo Padre.
El hombre miró a Padre atentamente, como si hubiera dicho algo muy inteligente que exigiera reflexión.
—¿Instalarse en cualquier lado, aquí, en este sitio? —inquirió.
—Sí. ¿Hay alguien que sea el dueño, a quien haya que ver antes de acampar?
El hombre guiñó un ojo hasta casi cerrarlo y examinó a Padre.
—¿Quiere acampar aquí?
La irritación de Padre afloró. La mujer gris se asomó desde la chabola de arpillera.
—¿No es lo que estoy diciendo? —preguntó Padre.
—Bueno, pues si quiere acampar aquí, ¿por qué no se pone a ello? Yo no pienso impedírselo.
—Ya se ha enterado —se echó a reír Tom.
Padre recuperó la calma.
—Sólo quería saber si es propiedad de alguien, si hay que pagar.
El hombre de la barba adelantó la mandíbula.
—¿De quién es? —exigió saber.
Padre dio media vuelta.
—Al cuerno —dijo—. La cabeza de la mujer desapareció una vez más en el interior de la tienda.
El hombre avanzó unos pasos con aire amenazador.
—¿De quién es? —volvió a preguntar—. ¿Quién va a echarnos de aquí a patadas? Dígamelo usted.
Tom se puso delante de Padre.
—Será mejor que vaya usted a dormir un buen rato —aconsejó. El barbudo abrió la boca y apretó un dedo sucio contra las encías inferiores. Continuó un momento más mirando a Tom con prudencia, como especulando, y luego giró sobre los talones y se metió en la chabola detrás de la mujer gris.
Tom se volvió hacia Padre.
—¿Qué coño ha sido eso? —preguntó.
Padre se encogió de hombros. Estaba mirando enfrente, al otro lado del campamento. Delante de una tienda estaba estacionado un viejo Buick con el capó quitado. Un hombre joven limaba las válvulas y mientras se torcía a un lado y a otro sobre la herramienta, levantó la vista al camión de los Joad. Éstos pudieron ver cómo el hombre se reía para sí. Cuando el barbudo hubo desaparecido, el joven dejó su trabajo y se acercó con tranquilidad.
—¿Cómo están? —dijo, y sus ojos azules brillaban divertidos—. He visto que ya han conocido al alcalde.
—¿Qué rayos pasa con él? —exigió Tom.
El joven se rio entre dientes.
—Sólo que está chiflado, como usted y como yo. Quizá esté un poco más chiflado que yo, no lo sé.
—Sólo le pregunté si podíamos acampar aquí —explicó Padre.
El hombre joven se limpió las manos grasientas en los pantalones.
—Claro que pueden. ¿Por qué no? ¿Acaban ustedes de atravesar el desierto?
—Sí —contestó Tom—. Esta misma mañana.
—¿Nunca han estado antes en un Hooverville?
—¿Dónde está el Hooverville?
—Esto es un Hooverville.
—¡Ah! —dijo Tom—. Acabamos de llegar.
Winfield y Ruthie regresaron, acarreando un cubo de agua entre los dos.
Madre sugirió:
—Vamos a montar el campamento. Estoy agotada. A ver si podemos descansar todos. —Padre y el tío John subieron al camión para descargar la lona y las camas.
Tom caminó con calma hacia el joven y fueron juntos hacia el coche en el que había estado trabajando. El tirante de esmerilar válvulas yacía sobre el bloque descubierto y una latita amarilla de compuesto de esmeril estaba enganchada en la parte superior del depósito. Tom preguntó:
—¿Qué rayos le pasa al viejo de la barba?
El joven cogió el tirante y se puso a trabajar, retorciendo a uno y otro lado, limando la válvula contra la base de la misma.
—¿Al alcalde? Sabe Dios. Supongo que simplemente está sonado.
—¿Qué es eso?
—Creo que los policías le han ido echando de tantos sitios que ya no se aclara.
Tom preguntó:
—¿Qué sentido tiene perseguir así a la gente?
El joven interrumpió su trabajo y miró a Tom a los ojos.
—Dios sabrá —dijo—. Tú acabas de llegar. Quizá puedas descubrir la razón. Unos dicen una cosa y otros dicen otra. Pero si acampas en un sitio durante un tiempo ya verás lo pronto que aparece un ayudante del sheriff y te obliga a trasladarte —levantó una válvula y extendió el compuesto en la base.
—Pero ¿para qué cono lo hacen?
—Ya te digo que no lo sé. Algunos dicen que no quieren que votemos; que nos obligan a movernos continuamente para que no podamos votar. Otros dicen que es para que no podamos reclamar los subsidios ni las ayudas. Y otros que si nos estableciéramos en un sitio llegaríamos a organizamos. Yo no lo sé, lo único que sé es que hay que estar siempre en movimiento. Espera un poco y ya lo verás.
—No somos vagabundos —insistió Tom—. Buscamos trabajo y cogeremos cualquier cosa que haya.
El hombre interrumpió su actividad de ajustar el tirante a la ranura de la válvula. Miró con asombro a Tom.
—¿Buscáis trabajo? —repitió—. De modo que buscáis trabajo. ¿Qué te crees que buscamos todos los demás? ¿Diamantes? ¿Qué te crees que buscaba yo mientras me dejaba el culo? —movió el tirante arriba y abajo. Tom echó una ojeada a su alrededor, a las tiendas mugrientas, los utensilios que eran pura chatarra, los viejos coches, los colchones abultados tendidos al sol, las latas ennegrecidas sobre agujeros ennegrecidos por el fuego donde la gente cocinaba. Preguntó suavemente:
—¿No hay trabajo?
—No sé. Debe de haber. Aquí no hay ninguna cosecha en este momento. Hay uva y algodón, pero se recogen más adelante. Nosotros nos vamos tan pronto como tenga las válvulas esmeriladas. Yo, mi mujer y mis hijos. Hemos oído que al norte hay trabajo. Nos vamos hacia el norte, para la zona de Salinas.
Tom vio cómo el tío John, Padre y el predicador alzaban la lona sobre los palos de la tienda, y Madre, arrodillada en el interior, sacudía los colchones puestos en el suelo. Un círculo de chiquillos silenciosos observaba cómo se instalaba la nueva familia, críos callados, descalzos y con la cara sucia. Tom dijo:
—En nuestro pueblo distribuyeron unos papeles… de color naranja, que decían que hacía falta mucha gente para trabajar en la cosecha.
El joven se echó a reír.
—Dicen que estamos aquí trescientos mil y apuesto a que todas las familias han visto esos papeles.
—Sí, pero si no necesitaran gente, ¿para qué se iban a molestar en distribuirlos?
—¿Por qué no usas la cabeza?
—Sí, pero quiero saberlo.
—Mira —dijo el joven—. Suponte que tú ofreces un empleo y sólo hay un tío que quiera trabajar. Tienes que pagarle lo que pida. Pero pon que haya cien hombres —dejó descansar la herramienta. Sus ojos se endurecieron y su voz se volvió más penetrante—. Supón que haya cien hombres interesados en el empleo; que tengan hijos y estén hambrientos. Que por diez miserables centavos se pueda comprar una caja de gachas para los niños. Imagínate que con cinco centavos, al menos, se pueda comprar algo para los críos. Y tienes cien hombres. Ofréceles cinco centavos y se matarán unos a otros por el trabajo. ¿Sabes lo que pagaban en el último empleo que tuve? Quince centavos la hora. Diez horas por un dólar y medio y no puedes quedarte allí. Tienes que quemar gasolina para llegar —jadeaba de furia y sus ojos llameaban llenos de odio—. Por eso repartieron los papeles. Se pueden imprimir una burrada de papeles con lo que se ahorra pagando quince centavos a la hora por trabajo en el campo.
—Es asqueroso, apesta —dijo Tom.
—Quédate un tiempo y si hueles alguna vez rosas, avísame para que pueda olerías yo también —el hombre se rio ásperamente.
—Pero tiene que haber trabajo —insistió Tom—. Santo Cielo con la cantidad de cultivos que hay: huertos, uvas, hortalizas…, lo he visto. Necesitarán hombres. Yo he visto todos esos cultivos.
Un niño lloró dentro de la tienda que había al lado del coche. El hombre entró en la tienda y se oyó su voz quedamente a través de la lona. Tom cogió el tirante, lo metió en la ranura de la válvula y empezó a esmerilarla, moviendo la mano de arriba abajo. El llanto del niño cesó. El joven salió y contempló a Tom.
—Lo haces muy bien —dijo—. Es buena cosa. Te hará falta.
—¿Qué hay de lo que dije? —insistió Tom—. Hay cantidad de cultivos.
El otro se acomodó en cuclillas.
—Te lo voy a explicar —dijo con calma—. Yo he trabajado en una huerta de melocotones, una gigantesca putada. Allí trabajan nueve hombres todo el año —hizo una pausa para crear tensión—. Pero cuando los melocotones están maduros hacen falta tres mil hombres durante dos semanas. Son necesarios para evitar que se pudran los melocotones. Entonces, ¿qué hacen? Mandan esos papeles hasta al infierno. Necesitan tres mil hombres y se presentan seis mil. Contratan a los hombres por lo que quieran pagarles. Si no te interesa el salario, maldita sea, hay mil hombres que quieren tu empleo. Así que recoges y recoges y entonces se acaba. Toda la zona es de melocotón y todo madura al mismo tiempo. Cuando acabas de recoger, ya no queda ni uno. Y no hay ninguna otra cosa que hacer en esa puñetera zona. Y entonces los propietarios ya no te quieren allí y estáis tres mil. El trabajo está acabado. Podríais robar, emborracharos, simplemente montar bronca. Y además, no tenéis buena pinta, viviendo en tiendas viejas; es una bonita región, pero vosotros la apestáis. No os quieren por allí. Os echan a patadas, os obligan a marchar. Así funciona la cosa.
Tom, que miraba hacia la tienda de su familia, vio a su madre, pesada y lenta por el cansancio, hacer una pequeña fogata de hojarasca y poner al fuego las ollas. El círculo de niños se acercó más y los ojos abiertos y en calma de los niños controlaron todos los movimientos de las manos de Madre. Un hombre muy viejo, encorvado, salió como un tejón de una tienda y se puso a fisgar, husmeando el aire conforme se acercaba. Con los brazos a la espalda se unió al círculo de niños para observar a Madre. Ruthie y Winfield, cerca de su madre, dirigían miradas beligerantes a los extraños.
Tom preguntó airado:
—Hay que recoger los melocotones rápidamente, ¿verdad? Justo cuando están maduros.
—Por supuesto.
—Bueno, supón que esa gente se une y dice «Que se pudran». Seguro que los salarios subían enseguida.
El hombre joven levantó la mirada de las válvulas y miró a Tom con expresión de sarcasmo.
—Vaya, qué idea has tenido. ¿La has pensado tú solito?
—Estoy cansado —dijo Tom—. Estuve conduciendo toda la noche. No quiero empezar una discusión. Y estoy tan cansado que podría empezar una fácilmente. No te hagas el gracioso conmigo. Te estoy preguntando.
—Era una broma —sonrió el otro—. Tú no has estado aquí. A alguno ya se le ocurrió lo mismo. Y a los de la huerta de melocotones también. Están atentos a ver si los hombres se reúnen, a ver si surge el líder, tiene que haber uno, el que hable. Pues bien, en cuanto a éste se le ocurre abrir la boca, lo agarran y lo encierran. Y si aparece otro líder, pues también lo meten en la cárcel.
—Bueno, en la cárcel uno come por lo menos —dijo Tom.
—Pero los hijos no. Imagínate que estuvieras dentro y tus hijos se estuvieran muriendo de hambre.
—Sí —dijo Tom lentamente—. Ya.
—Y otra cosa. ¿Has oído hablar de la lista negra?
—¿Y eso qué es?
—Que se te ocurra abrir la boca para hablar de unión y ya verás. Cogen tu fotografía y la mandan a todas partes. Entonces no te dan trabajo en ningún lado. Y si tienes hijos…
Tom se quitó la gorra y la retorció entre las manos.
—Así que cogemos lo que hay, ¿no?, o a morirse de hambre; si se nos ocurre gritar también morimos de hambre.
El hombre describió un círculo con la mano que incluía las tiendas mugrientas y los coches herrumbrosos.
Tom volvió a mirar a su madre, que estaba sentada pelando patatas. Los niños estaban cada vez más cerca. Él dijo:
—No pienso resignarme. Maldita sea, mi familia y yo no somos borregos. Voy a matar a palos a alguien.
—¿Un policía, por ejemplo?
—Cualquiera.
—Estás como una cabra —dijo su interlocutor—. Te pillarán inmediatamente. No tienes nombre ni ninguna propiedad. Te encontrarán en una zanja con sangre seca en la boca y la nariz. Saldrá en el periódico una breve línea… ¿Sabes qué pondrá? «Vagabundo encontrado muerto». Nada más. Se ven muchas notas de esas, de «Vagabundo encontrado muerto».
Tom dijo:
—Justo al lado de este vagabundo encontrarán muerto a alguien más.
—Estás chalado —replicó el joven—. No servirá de nada.
—Bueno, ¿pues tú qué piensas hacer? —miró al rostro manchado de grasa. Los ojos del hombre joven se cubrieron con un velo.
—Nada. ¿De dónde sois?
—¿Nosotros? De cerca de Sallisaw, de Oklahoma.
—¿Acabáis de llegar?
—Hoy mismo.
—¿Pensáis quedaros por aquí mucho tiempo?
—No lo sé. Nos quedaremos en donde encontremos trabajo. ¿Por qué?
—Por nada —el velo volvió a caer.
—He de recuperar sueño —dijo Tom—. Mañana saldremos a buscar trabajo.
—Podéis probar.
Tom dio media vuelta y se encaminó hacia la tienda.
El otro cogió la lata de compuesto para válvulas y hundió el dedo dentro.
—¡Eh! —llamó.
Tom se volvió.
—¿Qué quieres?
—Quiero decirte una cosa —le hizo una señal con el dedo cubierto de sustancia—. Sólo quiero advertirte. No vayas buscando bronca. ¿Recuerdas el aspecto del tío ese que está sonado?
—¿El de la tienda de allí?
—Sí. Parecía tonto, ¿no?, ¿como si estuviera gilipollas?
—¿Qué pasa con él?
—Bueno, cuando vengan policías, y vienen continuamente, más te vale simular que eres así: lelo…, tú no sabes nada. No entiendes nada. Así les gusta a los policías que seamos. No le pegues a un policía. Eso es igual que suicidarse. Hazte el loco.
—¿Dejar que esos policías desgraciados me atropellen sin hacer nada?
—No, atiende. Iré a buscarte esta noche. Quizá me equivoque. Hay chivatos por todas partes. Voy a correr el riesgo; y eso que también tengo un hijo. Pero vendré a por ti. Y si ves a un policía, eres un okie imbécil, ¿entiendes?
—Si hacemos algo, de acuerdo —dijo Tom.
—No te preocupes. Estamos haciendo algo, pero sin jugarnos el cuello. Un niño se muere de hambre muy deprisa. En dos o tres días —volvió a su trabajo, extendió la pasta por la base de la válvula y movió con rapidez la mano por el tirante, y su rostro se volvió apagado y estúpido.
Tom regresó con calma a su campamento.
—Sonado —dijo para sus adentros.
Padre y el tío John se acercaban al campamento cargados con palos de sauce que dejaron al lado del fuego. Luego se acuclillaron.
—Recogimos toda la leña que había —dijo Padre—. Hemos tenido que ir bastante lejos para encontrarla —levantó los ojos al círculo de niños que miraban fijamente—. ¡Dios Todopoderoso! —exclamó—. ¿De dónde salís vosotros? —los niños se miraron los pies con timidez.
—Habrán olido la comida —dijo Madre—. Winfield, quítate de en medio. —Le empujó fuera de su camino—. Tengo que guisar un poco de estofado —dijo—. No hemos comido un buen guiso desde que salimos de casa. Padre, ve a la tienda aquella y compra algo de carne de pescuezo. Vamos a hacer un estofado sabroso. —Padre se puso en pie y se alejó tranquilamente.
Al había levantado el capó y miraba el motor grasiento. Levantó la mirada al acercarse Tom.
—Pareces tan feliz como un buitre —comentó Al.
—Estoy tan contento como un sapo bajo la lluvia de primavera —replicó Tom.
—Échale un vistazo al motor —señaló Al—. Tiene buen aspecto ¿eh?
Tom lo miró de cerca.
—No está mal.
—¿Que no está mal? ¡Dios, si está perfecto! No se ha salido ni aceite ni nada —desenroscó una bujía y metió el índice en el agujero—. Está un poco sucio, pero está seco.
—Lo escogiste bien —dijo Tom—. ¿Es eso lo que quieres que te diga?
—Bueno, te aseguro que he venido todo el camino asustado, pensando que iba a estallar y yo tendría la culpa.
—No, lo has hecho bien. Vamos a dejarlo a punto, porque mañana saldremos a buscar trabajo.
—Tirará —aseguró Al—. No te preocupes por eso —sacó una navaja y rascó las puntas de la bujía.
Tom rodeó la tienda y encontró a Casy sentado en el suelo, contemplándose un pie descalzo como un erudito en la materia. Tom se sentó pesadamente a su lado.
—¿Cree que funcionarán?
—¿El qué? —preguntó Casy.
—Esos dedos suyos del pie.
—¡Ah! Sólo estoy pensando.
—Siempre se pone usted cómodo para pensar —dijo Tom.
Casy agitó el dedo gordo y lo levantó y bajó el segundo dedo y sonrió silenciosamente.
—Ya es bastante difícil pensar. Más vale enroscarse y ponerse cómodo.
—Hace días que no le oigo ni una palabra —siguió Tom—. ¿Ha estado pensando todo el tiempo?
—Sí, he estado pensando todo el tiempo.
Tom se quitó la gorra de tela, que ya estaba sucia, hecha una ruina, con la visera curvada como el pico de un pájaro. Volvió del revés la tira que recogía el sudor y metió una tira larga de papel de periódico doblado.
—Sudo tanto que se ha encogido —dijo. Miró los dedos en movimiento del pie de Casy—. ¿Podría dejar de pensar un momento y escucharme?
Casy giró la cabeza sobre su cuello que semejaba una caña.
—Yo escucho continuamente. Por eso he estado pensando. Oigo hablar a la gente y al poco puedo oír lo que sienten. Incesantemente. Los oigo y los siento; y están aleteando como un pájaro en un desván. Se van a quebrar las alas contra una ventana polvorienta intentando salir.
Tom le miró con los ojos muy abiertos y luego se volvió a mirar la tienda gris, unos siete metros más allá. Los vaqueros y camisas y un vestido lavados colgaban secándose de las cuerdas de la tienda. Dijo quedamente:
—De eso era de lo que quería hablar con usted. Y usted ya lo ha visto.
—Lo he visto —asintió Casy—. Somos un ejército sin mandos —inclinó la cabeza y se pasó la mano extendida por la frente y el pelo, lentamente—. Lo llevo viendo desde el principio —dijo—. En cada lugar en que hemos hecho un alto. Gente con hambre de tocino, y luego, cuando se lo comen, no se quedan satisfechos. Y cuando tenían tanta hambre que no lo podían soportar, me pedían que rezara por ellos y alguna vez lo he hecho —juntó las manos alrededor de las rodillas encogidas y recogió las piernas—. Yo solía pensar que así arreglaba algo —continuó—. Yo soltaba una plegaria y los problemas se pegaban a ella como las moscas al papel pringoso. La plegaria se iba navegando y se llevaba con ella las preocupaciones. Pero ya no funciona.
Tom dijo:
—Las oraciones nunca han traído tocino. Hace falta un puerco para tener carne de cerdo.
—Sí —dijo Casy—. Y Dios todopoderoso nunca sube los salarios. Esta gente quiere vivir y criar a sus hijos con decencia. Y cuando son viejos, poder sentarse a la puerta a contemplar la puesta de sol. Y si son jóvenes quieren bailar y cantar y acostarse juntos. Quieren comer, emborracharse y trabajar. No hay más que eso, sólo quieren ejercitar sus puñeteros músculos y cansarse. ¡Por Dios! ¿Qué estoy diciendo?
—No lo sé —respondió Tom—. Suena bonito. ¿Cuándo cree que puede ponerse a trabajar y dejar de pensar una temporada? Tenemos que trabajar. Prácticamente no queda dinero. Padre dio cinco dólares para que pusieran una lápida a la abuela, una simple tabla pintada. No nos queda casi nada.
Un flaco perro mestizo de color marrón se acercó olfateando por el costado de la tienda. Estaba nervioso y preparado para echar a correr. Se dio cuenta de que estaban los hombres cuando ya estaba muy cerca, y entonces al levantar los ojos los vio, saltó hacia un lado y huyó con las orejas hacia detrás y la huesuda cola recogida en ademán protector. Casy le vio irse esquivando una tienda para perderse de vista. Casy suspiró.
—No le estoy haciendo a nadie ningún bien —dijo—. Ni a mí ni a nadie más. Estaba pensando en seguir mi camino solo. Estoy comiéndome vuestra comida y ocupando espacio, sin dar nada a cambio. Quizá pudiera encontrar un trabajo fijo y devolveros parte de lo que me habéis dado.
Tom abrió la boca y adelantó la mandíbula inferior y se dio unos golpecitos en los dientes de abajo con un trozo seco de caña de mostaza. Sus ojos recorrieron el campamento, las tiendas grises y las chabolas de maleza, hojalata y papel.
—Daría cualquier cosa por tener una bolsa de tabaco Durham —dijo—. Hace una barbaridad de tiempo que no me fumo un cigarrillo. En McAlester nos daban tabaco. Casi desearía estar allí —se golpeó de nuevo los dientes y se volvió hacia el predicador súbitamente—. ¿Ha estado alguna vez en la cárcel?
—No —dijo Casy—. Nunca.
—No se vaya todavía —dijo Tom—. No se vaya ahora mismo.
—Cuanto antes me ponga a buscar trabajo, antes lo encontraré.
Tom le observó con los ojos entornados y se volvió a poner la gorra.
—Mire —dijo—, esto no es la tierra de leche y miel, como dicen los predicadores. Aquí hay algo maligno. La gente de aquí tiene miedo de los que venimos; así que sueltan policías para que nos amedrenten y nos demos la vuelta.
—Sí —dijo Casy—. Ya lo sé. ¿Para qué me has preguntado si he estado en la cárcel?
Tom replicó lentamente:
—Estando en prisión… llegas a sentir las cosas. A los presos no se les permite hablar demasiado, ni con mucha gente…, dos quizá, pero no una multitud. Así que te vuelves como más sensitivo. Si algo se está cociendo…, si por ejemplo a uno le da la chaladura y va a atizarle a un guarda con el palo de la fregona, pues lo sabes antes de que ocurra. Y si va a haber una fuga o una revuelta, nadie te lo tiene que decir. Lo sientes. Lo sabes.
—¿Sí?
—Quédese —dijo Tom—. De todas formas quédese hasta mañana. Aquí va a suceder alguna cosa. Estuve hablando con un chico un poco más allá. Estuvo tan escurridizo y precavido como un coyote, pero demasiado reservado. Cuando un coyote está a lo suyo, inocente, dulce, pasándolo bien sin hacer daño a nadie, es que hay un gallinero cerca.
Casy le miró atentamente, empezó a hacer una pregunta y entonces cerró la boca con decisión. Agitó lentamente los dedos y, dejando libre la rodilla, estiró la pierna para poder ver el pie.
—Sí —dijo—. No me iré inmediatamente.
Tom dijo:
—Cuando un montón de gente, de gente tranquila y amable, no sabe nada acerca de nada, es que se está cociendo algo.
—Me quedaré —dijo Casy.
—Y mañana saldremos con el camión en busca de trabajo.
—Sí —dijo Casy, movió los dedos arriba y abajo y los examinó con seriedad. Tom se recostó de nuevo apoyando el codo y cerró los ojos. De la tienda salía el murmullo de Rose of Sharon y la voz de Connie contestando.
La lona encerada dibujaba una silueta oscura y por los dos extremos entraba una luz dura e intensa en forma de cuña. Rose of Sharon yacía en un colchón y Connie estaba acuclillado junto a ella.
—Debería ayudar a Madre —dijo Rose of Sharon—. Lo he intentado, pero cada vez que me movía empezaba a vomitar.
Los ojos de Connie mostraban una expresión malhumorada.
—Si llego a saber que iba a ser así, no hubiera venido. Habría estudiado por las noches, tractores, sin salir de casa y me habría conseguido un empleo de tres dólares por día. Con ese sueldo se puede ivir muy bien e incluso ir al cine todas las noches.
Rose of Sharon le miró aprensiva.
—Vas a estudiar radio por las noches —dijo. Él tardaba en responder—. ¿No es eso? —exigió ella.
—Pues claro. Tengo que organizarme. Ganar algo de dinero. Tal vez habría sido mejor quedarnos en casa y estudiar tractores. Ganan tres dólares al día y también se saca algo de dinero extra. —Rose of Sharon reflejó en los ojos sus cálculos. Al mirarla él, vio cómo sus ojos lo calibraban y hacían cálculos sobre él.
—Pero voy a estudiar —añadió—. En cuanto me organice.
Ella dijo amenazadora:
—Hemos de tener una casa antes de que llegue el niño. No pienso tener este hijo en ninguna tienda de campaña.
—Claro —dijo él—. En cuanto me organice. —Salió de la tienda y bajó la vista hacia Madre, agachada sobre la hoguera de maleza. Rose of Sharon se tumbó de espaldas y clavó la mirada en el techo de la tienda. Y entonces se metió el pulgar en la boca para ahogar el sonido y se echó a llorar silenciosamente.
Madre estaba arrodillada al lado del fuego, partiendo leña menuda para mantener la llama alta bajo la olla de estofado. El fuego llameaba y decaía, una y otra vez. Los niños, que eran quince, permanecían de pie callados y expectantes. Cuando el olor del estofado hirviendo llegó hasta ellos, sus narices se arrugaron levemente. La luz del sol relucía en los cabellos con mechas de polvo. Los niños estaban avergonzados de estar allí, pero no se iban. Madre se dirigió con voz suave a una niña que estaba en el interior del ansioso círculo. Era mayor que los demás. Estaba a la pata coja, acariciándose la pantorrilla con el empeine desnudo. Tenía los brazos enlazados a la espalda. Miró a Madre con sus firmes ojillos grises. Sugirió:
—Podría traerle alguna leña si quiere.
Madre levantó la vista de su trabajo.
—Quieres que te invite a comer, ¿verdad?
—Sí, señora —respondió, imperturbable, la niña.
Madre empujó las ramitas bajo la olla y la llama chisporroteó.
—¿No has desayunado?
—No, señora. Por aquí alrededor no hay trabajo. Padre está intentando vender algunas cosas para comprar gasolina y poder seguir.
Madre les miró.
—¿Ninguno de éstos ha podido desayunar?
Los chiquillos en círculo se removieron nerviosos y apartaron los ojos de la olla burbujeante. Un niño pequeño dijo con acento jactancioso:
—Yo sí, y mi hermano, y esos dos también, que les he visto yo. Nosotros comimos bien. Esta noche nos vamos hacia el sur.
Madre sonrió.
—Entonces no tienes hambre. Aquí no hay bastante para todos.
El niñito sacó el morro.
—Comimos bien —dijo, y dio media vuelta, echó a correr y desapareció dentro de una tienda. Madre se quedó mirando detrás de él tanto rato que la niña más mayor le recordó:
—La llama está baja, señora. Si quiere yo se la vigilo para que esté alta.
Ruthie y Winfield estaban dentro del círculo, comportándose con la frialdad y dignidad adecuadas. Se mostraban reservados y al propio tiempo posesivos. Ruthie fijó sus ojos fríos y airados en la niña y se puso en cuclillas para partir las ramitas para Madre.
Madre levantó la tapa de la olla y revolvió el estofado con un palo.
—Me alegro mucho de que algunos no tengáis hambre. Ese pequeño no tenía, al menos.
La niña hizo una mueca de burla.
—Ése ¡qué va!, ése es un fardero. De marca mayor. Si no tiene cena… ¿Sabe lo que hizo? Anoche salió y dijo que tenían pollo para cenar. Pues yo me asomé mientras comían y no tenían más que masa frita como todo el mundo.
—¡Vaya! —y Madre miró hacia la tienda en la que había entrado el crío. Miró de nuevo a la niña—. ¿Cuánto tiempo llevas en California? —le preguntó.
—Unos seis meses. Vivimos un tiempo en un campamento del gobierno, luego nos fuimos hacia el norte y cuando volvimos estaba lleno. Ese es un sitio majo para vivir, se lo aseguro.
—¿Dónde queda? —preguntó Madre. Cogió los palitos de la mano de Ruthie y alimentó el fuego. Ruthie miró con odio a la otra niña.
—Cerca de Weedpatch. Hay aseos y baños, se puede lavar la ropa en pilas y hay agua al alcance de la mano, agua potable muy buena; por las noches la gente toca música y el sábado por la noche hay baile. Es el sitio más bonito que haya visto. Hay una parte para que jueguen los niños, y papel en los servicios. Se tira de un chismito y el agua cae directamente al water, y los policías no pueden venir a curiosear a la tienda cuando les apetece, y el tipo que dirige el campamento es muy educado, va a visitar a la gente, a hablar con ella y no va por ahí creyéndose un dios. Ojalá pudiéramos volver a vivir allí.
Madre dijo:
—Nunca había oído hablar de ese sitio. Me vendría pero que muy bien una pila para lavar ropa, te lo aseguro.
La niña continuó excitada:
—Pero si hay hasta agua caliente en las cañerías, y te puedes dar una ducha con el agua que sale caliente. Seguro que nunca ha visto un sitio tan bonito.
—¿Y dices que ahora está lleno? —dijo Madre.
—Sí. La última vez que preguntamos estaba lleno.
—Debe de ser muy caro —siguió Madre.
—Bueno, sí que cuesta, pero si no tienes dinero, te dejan que lo pagues con trabajo, un par de horas por semana, limpiando, ocupándose de la basura y cosas así. Por la noche hay música y la gente se reúne a hablar y el agua caliente corre por las cañerías. Seguro que nunca ha visto un sitio tan bonito.
—Me encantaría poder ir allí —dijo Madre.
Ruthie no pudo aguantar más. Estalló agresivamente:
—La abuela murió en el mismo camión —la niña la miró con expresión interrogante—. Sí, se murió —dijo Ruthie—. Y el forense se la quedó —apretó los labios y se puso a partir los palos con los que había formado un pequeño montón.
Winfield parpadeó ante la osadía del ataque.
—En el camión mismo —repitió como un eco—. El forense la metió en una cesta grande.
Madre avisó:
—Callaos los dos ahora mismo si no queréis que os obligue a iros —y empujó más ramitas dentro del fuego.
Al se alejó paseando hacia el campamento del hombre que esmerilaba las válvulas.
—Ya casi has terminado —comentó.
—Dos más.
—¿Hay alguna chica en este campamento?
—Yo tengo mujer —dijo el hombre joven—. No tengo tiempo para chicas.
—Yo siempre tengo tiempo para chicas —dijo Al. Es para lo único que tengo tiempo.
—Espera a tener hambre y verás cómo cambias.
Al se echó a reír.
—Puede ser. Pero todavía no he cambiado nunca ese principio.
—Ese con el que hablé hace un rato está con vosotros, ¿verdad?
—Sí. Es mi hermano Tom. Más vale no tontear con él. Mató a un tipo.
—¿Ah, sí? ¿Por qué?
—En una pelea. El tío le sacó una navaja. Tom se lo cargó con una pala.
—Vaya, eso hizo, ¿eh? ¿Y la justicia qué hizo?
—Le dejaron libre porque había sido una pelea —dijo Al.
—No tiene pinta de pendenciero.
—No, si no lo es. Pero Tom no deja que nadie le avasalle —la voz de Al reflejaba un timbre de orgullo—. Tom es muy tranquilo. Pero ¡ándate con ojo!
—Estuve hablando con él. No me pareció mala persona.
—No es mala persona. Es suave como un gato hasta que se excita, y entonces ya puedes llevar cuidado —el hombre esmeriló la última válvula—. ¿Quieres que te ayude a colocar las válvulas y poner la cabeza?
—Claro…, si no tienes ninguna otra cosa que hacer.
—Debería dormir un poco —dijo Al—. Pero, mierda, es que no puedo apartar las manos de un coche medio destripado. Simplemente tengo que meter las manos.
—Te lo agradecería mucho —dijo el hombre—. Me llamo Floyd Knowles.
—Yo soy Al Joad.
—Encantado de conocerte.
—Igualmente —dijo Al—. ¿Vas a usar la misma junta?
—No me queda más remedio —respondió Floyd.
Al sacó su navaja y raspó el bloque del motor.
—¡Dios! —exclamó—. No hay nada que me guste tanto como las tripas de un motor.
—¿Qué hay de las chicas?
—Sí, las chicas también. Me encantaría deshacer un Rolls y volverlo a montar. Una vez vi el motor de un Cadillac 16; ¡Dios Todopoderoso!, era lo más dulce que he visto en mi vida. Fue en Sallisaw, allí estaba el Cadillac 16 estacionado delante de un restaurante, y yo fui y levanté el capó. Enseguida salió uno y me dijo: «¿Qué diablos haces?». Y yo le dije: «Sólo estoy mirando. Es magnífico, ¿verdad?». Y el otro se quedó ahí parado. No creo que nunca hubiera mirado el motor antes. Era un tío rico con un sombrero de paja y una camisa de rayas, y llevaba gafas. No decíamos nada, sólo mirábamos. Al poco va y me dice: «¿Quieres conducir un poco?».
—¡La leche! —dijo Floyd.
—Pues sí… «¿Quieres conducir un poco?». Yo llevaba los vaqueros, bastante sucios. Le dije: «Se lo mancharía». «Venga ya», dijo. «Date una vuelta a la manzana». Sí, señor, me senté al volante y di ocho vueltas a la manzana, y ¡qué maravilla!
—¿Te gustó? —preguntó Floyd.
—¡Dios! —exclamó Al—. Habría dado cualquier cosa por poder desmontarlo.
Floyd aflojó el ritmo de los movimientos de su brazo. Levantó la última válvula de su base y la examinó.
—Más te vale acostumbrarte a estos cacharros —dijo—, porque no vas a conducir ningún Cadillac 16 —dejó el tirante en el estribo y cogió un cincel para rascar la costra del bloque del motor. Dos mujeres robustas, con la cabeza descubierta y descalzas, pasaron acarreando un cubo de agua lechosa entre las dos. Cojeaban por el peso del cubo y ninguna de las dos levantó los ojos del suelo. El sol estaba a medio camino en el cielo.
Al dijo:
—No te entusiasmas por nada, tú.
Floyd rascó con más energía con el cincel.
—Llevo aquí seis meses —dijo—. He recorrido este estado de arriba abajo tratando de trabajar lo suficiente y de moverme con la rapidez necesaria para conseguir carne y patatas para mí, mi mujer y mis hijos. He corrido como una liebre y… no lo he logrado. Nunca tenemos bastante de comer haga lo que haga. Me estoy cansando, eso es todo. He sobrepasado el punto del cansancio cuando el sueño aún te descansa. Sencillamente no sé que hacer.
—¿No hay manera de que uno encuentre trabajo fijo? —preguntó Al.
—No, no hay trabajo fijo —separó con el cincel la costra del bloque y frotó el metal apagado con un trapo grasiento.
Un turismo herrumbroso entró en el campamento. En él iban cuatro hombres de rostros morenos y duros. El coche disminuyó mientras cruzaba por el campamento.
Floyd les llamó:
—¿Habéis tenido suerte?
El coche se detuvo. El conductor dijo:
—Hemos cubierto una buena cantidad de terreno. No hay trabajo ni para un alma en estas tierras. Hay que marchar.
—¿A dónde? —preguntó Al.
—Dios sabe. Pero aquí ya no queda nada por hacer —soltó el embrague y se alejó lentamente.
Al miró cómo se alejaban.
—¿No sería mejor que fuera cada uno por su lado? Si hay para uno, uno trabajaría.
Floyd dejó de mover el cincel y sonrió agriamente.
—No entiendes el asunto —explicó—. Para recorrer la zona hace falta gasolina, que cuesta quince centavos por galón. Esos cuatro no pueden ir en cuatro coches. Cada uno pone diez centavos y compran gasolina. Tienes que aprender.
—¡Al!
Al bajó la mirada hacia Winfield, que se había puesto a su lado dándose importancia.
—Al, Madre está sirviendo el estofado. Dice que vengas a por él.
Al se limpió las manos en los pantalones.
—Hoy no hemos comido —le dijo a Floyd—. Cuando coma vengo a echarte una mano.
—Si no te apetece, no es necesario.
—Claro que me apetece —siguió a Winfield camino del campamento de los Joad. Había mucha gente allí. Estaban aquellos niños extraños cerca de la olla del estofado, tan cerca que Madre les rozaba con los codos mientras trajinaba. Tom y el tío John estaban a su lado.
Madre dijo indecisa:
—No sé qué hacer. Tengo que dar de comer a la familia. ¿Qué voy a hacer con todos estos? —los niños seguían mirándola, rígidos, con rostros inexpresivos y tiesos, mientras sus ojos iban mecánicamente de la olla al plato de hojalata que ella sujetaba. Seguían con los ojos a la cuchara de la olla al plato y cuando ella le pasó el plato humeante al tío John, los ojos subieron tras él. El tío John hundió la cuchara en el estofado y los ojos en bloque subieron con la cuchara. John se llevó un trozo de patata a la boca, y los ojos, todos juntos, se clavaron en su rostro, esperando su reacción. ¿Estaría rico? ¿Le gustaría?
Entonces el tío John pareció verles por primera vez. Masticó despacio.
—Toma tú este plato —le dijo a Tom—. Yo no tengo hambre.
—No has comido nada hoy —dijo Tom.
—Ya, pero me duele el estómago. No tengo hambre.
—Llévate el plato a la tienda y cómetelo allí —dijo Tom en voz baja.
—No tengo hambre —insistió John—. Aunque entre en la tienda, los seguiré viendo.
Tom se volvió hacia los chiquillos.
—Largo —dijo—. Venga, marchaos —la fila de ojos dejó el estofado y descansó en Tom con expresión de perplejidad—. Venga, largo. No os va a servir de nada. No hay bastante para vosotros.
Madre sirvió el estofado en platos de hojalata, en pequeñas cantidades, y puso los platos en el suelo.
—No puedo echarles —dijo—. No sé qué hacer. Coged los platos y meteos en la tienda. Les daré lo que queda. Toma, llévale un plato a Rosasharn. —Sonrió desde el suelo a los niños—. Mirad, pequeños —dijo—, id a por un palo plano cada uno y os daré lo que queda. Pero no quiero ninguna pelea. —El grupo se deshizo con una rapidez mortal y en silencio. Los niños corrieron a buscar palos o a sus propias tiendas a por cucharas. Antes de que Madre hubiera acabado de servir los platos ya estaban de regreso, callados y con expresión lobuna. Madre meneó la cabeza—. No sé qué hacer. No puedo robarle a la familia. Primero tengo que alimentar a mi propia familia. Ruthie, Winfield, Al —gritó fieramente—, coged vuestros platos. Deprisa. Meteos rápido en la tienda. —Miró a los niños que aguardaban como pidiéndoles disculpas—. No hay suficiente —dijo con humildad—. Voy a dejaros aquí fuera la olla para que todos lo probéis, pero no os va a servir de nada —vaciló—. No puedo remediarlo. No os puedo privar de lo poco que haya. —Levantó la olla y la dejó en el suelo—. Esperad un poco. Está demasiado caliente —dijo, y entró rápidamente en la tienda para no ver. Su familia estaba sentada en el suelo, cada uno con su plato; podían oír a los niños metiendo en la olla sus palos, cucharas y trozos de hojalata oxidada. Un montón de niños ocultaba la olla de la vista. No hablaban, no peleaban ni discutían; pero todos ellos tenían una callada resolución, una fiereza inflexible. Madre les dio la espalda para no ver—. No podemos volver a hacer eso —decidió—. Tenemos que comer solos —se oyó cómo rebañaban la olla y luego el montón de críos se disolvió y los niños se fueron, dejando la olla rebañada en el suelo. Madre miró los platos vacíos—. Ninguno de vosotros ha comido bastante.
Padre se puso en pie y salió de la tienda sin contestar. El predicador sonrió para sí y se tumbó en el suelo con las manos juntas debajo de la cabeza. Al se levantó.
—Tengo que echarle una mano a uno con el coche.
Madre recogió los platos y los sacó para lavarlos.
—Ruthie —llamó—, Winfield. Id a llenarme un cubo de agua ahora mismo —les alcanzó el cubo y ellos se encaminaron hacia el río.
Una mujer fuerte y ancha se aproximó. Llevaba el vestido lleno de polvo y con manchas de aceite de coche. Mantenía la barbilla alta en un gesto orgulloso. Se detuvo a corta distancia y midió beligerante a Madre. Al final se acercó.
—Buenas tardes —saludó con frialdad.
—Buenas tardes —contestó Madre, y se puso en pie y le ofreció una caja—. ¿Quiere sentarse?
La mujer se llegó junto a Madre.
—No, no quiero sentarme.
Madre le dirigió una mirada interrogante.
—¿Le puedo ayudar en alguna cosa?
La mujer se colocó las manos en las caderas.
—Me puede ayudar ocupándose de sus propios hijos y dejando en paz a los míos.
Madre abrió unos ojos como platos.
—Yo no he hecho nada… —empezó.
La mujer la miró con el ceño fruncido.
—Mi pequeño ha vuelto oliendo a estofado. Usted se lo dio, me lo ha dicho. No vaya usted jactándose y presumiendo de tener estofado. No se le ocurra. Ya tengo bastantes problemas para que usted me cause más. Me viene y dice: ¿Por qué no tenemos estofado nosotros? —su voz temblaba de furia.
Madre se le acercó.
—Siéntese —dijo—. Siéntese y hablemos un poco.
—No pienso sentarme. Estoy intentando dar de comer a mi familia y va y aparece usted con su estofado…
—Siéntese —dijo Madre—. Ése era el último estofado que vamos a comer hasta que encontremos trabajo. Imagínese que está usted guisando y aparecen un puñado de chiquillos dando vueltas a su alrededor. ¿Qué haría usted? Nosotros no comimos lo suficiente, pero no puedes dejar de darles un poco cuando te están mirando así —las manos de la mujer dejaron las caderas y quedaron colgando. Sus ojos se clavaron inquisitivos en Madre, un momento, y después la mujer se volvió y se alejó presurosa, entró en una tienda y cerró la lona detrás de ella. Madre se quedó mirándola y luego volvió a arrodillarse junto a la pila de platos de hojalata.
Al llegó presuroso.
—Tom —llamó—, ¿Tom está dentro?
Tom sacó la cabeza.
—¿Qué quieres?
—Ven conmigo —le conminó Al excitado.
Se alejaron caminando juntos.
—¿Qué es lo que te pasa? —le preguntó Tom.
—Ya te enterarás. Espera un momento —precedió a Tom en dirección al coche destripado—. Éste es Floyd Knowles —dijo.
—Sí, ya he hablado con él. ¿Cómo estás?
—Poniéndolo a punto —replicó Floyd.
Tom pasó el dedo por encima del bloque del motor.
—¿Qué clase de mosca te ha picado, Al?
—Floyd me acaba de decir algo. Díselo, Floyd.
Floyd dijo:
—No sé si debería, pero… sí, te lo voy a decir. Ha venido uno que dice que va a haber trabajo más al norte.
—¿Al norte?
—Sí, un lugar llamado el valle de Santa Clara, en el quinto pino y todo hacia el norte.
—¿Sí? ¿Qué tipo de trabajo?
—Recogida de ciruelas y peras y trabajo para las conserveras. Dice que está casi a punto.
—¿A qué distancia? —preguntó Tom.
—Dios sabrá. Tal vez unas doscientas millas.
—Eso son muchas millas —dijo Tom—. ¿Cómo sabemos que vamos a tener trabajo cuando lleguemos?
—La verdad es que no lo sabemos —replicó Floyd—. Pero aquí sí que no hay nada y este tío dice que se lo dice su hermano en una carta y él se ha puesto en marcha. Me dijo que no se lo dijera a nadie o habrá demasiada gente. Hemos de salir por la noche. Hay que llegar allí y conseguir algo de trabajo.
Tom le miró con suspicacia.
—¿Por qué tenemos que irnos a escondidas?
—Porque si todo el mundo va para allá no va a haber trabajo para nadie.
—Está muy lejos —dijo Tom.
Floyd pareció dolido.
—Yo me limito a darte la información. Haz con ella lo que quieras. Tu hermano Al me ha ayudado y yo te digo esa información.
—¿Estás seguro de que aquí no hay trabajo?
—Mira, llevo tres semanas recorriendo los alrededores hasta bien lejos y no he encontrado ni una muestra de trabajo, ni lo más mínimo. Si quieres echar una ojeada por aquí y quemar gasolina mientras tanto, adelante. No te estoy suplicando. Cuantos más vayan, menos posibilidades tengo yo.
Tom dijo:
—No me estoy quejando. Es sólo que se trata de mucha distancia. Y teníamos la esperanza de encontrar trabajo por aquí y alquilar una casa.
—Ya sé que acabáis de llegar —dijo Floyd con paciencia—. Hay cosas que tenéis que aprender. Si me dejaras decírtelas, te ahorrarías disgustos. Si no me dejas, tendrás que aprenderlas por la fuerza. No os vais a instalar definitivamente porque no hay trabajo que os lo permita. Y el estómago tampoco os va a dejar. Eso es lo que hay.
—Me gustaría poder echar un vistazo primero —dijo Tom incómodo.
Un coche atravesó el campamento y se detuvo en la tienda de al lado. Se apeó un hombre vestido con un mono y una camisa azul. Floyd se dirigió a él:
—¿Has tenido suerte?
—En toda la maldita región no hay trabajo en absoluto hasta la recogida del algodón —y se metió en la andrajosa tienda.
—¿Lo ves? —dijo Floyd.
—Sí, ya lo veo. Pero, por Dios, doscientas millas.
—Bueno, podéis contar con que no os vais a instalar en ningún sitio en una temporada. Más valdría que os fuerais haciendo a la idea.
—Deberíamos irnos —dijo Al.
—¿Cuándo habrá trabajo por esta zona? —preguntó Tom.
—Dentro de un mes empieza el algodón. Si andáis bien de dinero podéis esperar al algodón.
—Madre no querrá que volvamos a marcharnos —dijo Tom—. Está muy cansada.
Floyd se encogió de hombros.
—Yo no intento obligaros a ir al norte. Hacer lo que os parezca. Yo sólo te he dicho lo que he oído —cogió la junta grasienta del estribo, la ajustó cuidadosamente sobre el bloque y apretó hacia abajo.
—Si quieres —le dijo a Al—, me puedes ayudar ahora con la cabeza del motor.
Tom los contempló mientras colocaban la pesada cabeza suavemente sobre los tornillos y la dejaban caer de una vez.
—Tendremos que hablarlo —dijo.
—No quiero que se entere nadie más que vosotros —dijo Floyd—. Sólo vosotros. Y no os lo habría contado si tu hermano no me hubiera ayudado.
—Bueno, te agradezco mucho que nos lo hayas dicho —dijo Tom—. Tenemos que pensarlo. Quizá vayamos.
—Dios mío, yo creo que iré tanto si van los demás como si no. Iré a dedo.
—¿Dejarías a la familia? —preguntó Tom.
—Desde luego. Y volvería con los vaqueros repletos de pasta. ¿Por qué no?
—A Madre no le gustaría semejante cosa —replicó Tom—. Y a Padre tampoco.
Floyd metió las tuercas y las apretó todo lo que pudo con los dedos.
—Yo y mi mujer salimos con unos parientes —dijo—. Antes nunca hubiéramos pensado en separarnos. Ni pensarlo siquiera. Pero, ya ves, estuvimos todos una temporada más al norte, y yo me vine para acá y ellos siguieron y Dios sabe por dónde andarán. Desde entonces estamos buscándoles y preguntando por ellos —ajustó la llave inglesa a los tornillos de la cabeza del motor y la fue apretando a la vez, un giro a cada tuerca, siempre en el mismo orden.
Tom se acuclilló junto al coche y levantó los ojos entornados a la hilera de tiendas. Un poco de hierba latía en la tierra entre las tiendas.
—No, señor —dijo—. A Madre no le va a gustar que te largues.
—Bueno, a mí me parece que uno sólo tiene más posibilidades de encontrar trabajo.
—Quizá sí, pero a Madre no le gustará nada.
Llegaron al campamento dos coches cargados con hombres desconsolados. Floyd levantó la mirada, pero no les preguntó cómo les había ido. Sus semblantes polvorientos mostraban tristeza y disposición a resistir. El sol empezaba a hundirse y su luz amarilla cayó sobre el Hooverville y los sauces que había detrás. Los niños comenzaron a salir de las tiendas, a vagabundear por el campamento. Y de las tiendas emergieron las mujeres para encender pequeñas hogueras. Los hombres se reunieron en grupos y hablaron entre ellos, en cuclillas todos. Un Chevrolet coupé nuevo dejó la carretera y se dirigió al campamento. Se detuvo en el mismo centro. Tom dijo:
—¿Quiénes son éstos? No son de aquí.
—No sé —replicó Floyd—, policías, a lo mejor.
La puerta del coche se abrió y de él salió un hombre que se quedó de pie, quieto al lado del coche. Su acompañante permaneció sentado. Los hombres acuclillados observaron a los recién llegados y la conversación se interrumpió. Las mujeres, que encendían hogueras, miraron a hurtadillas el coche reluciente. Los niños se fueron acercando siguiendo elaborados circuitos, avanzando hacia el centro describiendo largas curvas.
Floyd dejó descansar su llave inglesa. Tom se puso en pie. Al se limpió las manos en los pantalones. Los tres se acercaron calmosos al Chevrolet. El hombre que había salido del coche llevaba unos pantalones de color caqui y una camisa de franela. Se cubría la cabeza con un sombrero Stetson de ala plana. Una pequeña cerca formada por plumas y lápices amarillos contenía un fajo de papeles en el bolsillo de su camisa; y del bolsillo del pantalón sobresalía una libreta con tapas de metal. Se movió hacia uno de los grupos de hombres acuclillados, que levantaron los ojos hacia él, suspicaces y tranquilos. Le miraron sin moverse, sin levantar la cabeza y el blanco de los ojos era visible debajo del iris. Tom, y Al y Floyd se acercaron con aire distraído.
El hombre dijo:
—¿Quieren trabajar? —siguieron mirándole en silencio, con suspicacia. Y los hombres se fueron aproximando desde todos los puntos del campamento.
Uno de los hombres agachados se decidió por fin a hablar.
—Pues claro que queremos trabajar. ¿Dónde hay trabajo?
—En el condado de Tulare. La fruta está madurando. Hacen falta muchas manos para recogerla.
—¿Usted se encarga de contratar personal? —dijo Floyd.
—Bueno, yo tengo el contrato del terreno.
Los hombres habían formado un grupo compacto. Un hombre vestido con un mono se quitó el sombrero negro y echó hacia atrás su largo cabello negro con los dedos.
—¿Cuánto van a pagar? —preguntó.
—Pues aún no lo sé exactamente. Supongo que unos treinta centavos.
—¿Por qué no lo sabe? Usted tiene el contrato, ¿no es eso?
—Es cierto —dijo el hombre de caqui—. Pero está ligado al precio. Podría ser algo más o algo menos.
Floyd dio un paso adelante. Dijo quedamente:
—Yo voy. Usted es contratista y tiene licencia. No tiene más que enseñar su licencia y luego nos hace una oferta de trabajo que diga dónde, cuándo y cuánto cobramos, lo firma e iremos todos.
El contratista se volvió, frunciendo el ceño.
—¿Intenta decirme cómo debo llevar mis asuntos?
—Si vamos a trabajar para usted, también es asunto nuestro —replicó Floyd.
—Bueno, pues no me va usted a decir cómo lo tengo que hacer. Ya le he dicho que necesito hombres.
—No ha dicho cuántos hombres —dijo Floyd colérico—, ni cuánto va a pagar.
—Maldita sea, aún no lo sé.
—Sí no lo sabe no tiene derecho a contratar a los hombres.
—Tengo derecho a llevar mis asuntos como me plazca. Si quieren quedarse aquí sentados, muy bien, me voy a buscar hombres que quieran ir al condado de Tulare. Van a hacer falta muchos hombres.
Floyd se volvió hacia los hombres. Estaban ya de pie, mirando en silencio de un interlocutor al otro. Floyd dijo:
—Dos veces he caído ya en lo mismo. Quizá este hombre necesite mil hombres. Reunirá allí a cinco mil y pagará a quince centavos la hora. Y vosotros, pobres desgraciados, lo tendréis que tomar porque tenéis hambre. Si quiere contratarnos, que lo haga por escrito y diga lo que va a pagar. Que nos muestre su licencia. No está permitido contratar personal sin tener licencia.
El contratista se volvió hacia el Chevrolet y gritó:
—¡Joe! —su acompañante miró hacia afuera y luego abrió la puerta y salió. Llevaba pantalones de montar y botas de cordones. Una funda pesada de revólver colgaba de una cartuchera abrochada a su cintura. Sobre su camisa marrón había prendida una estrella de ayudante del sheriff. Caminó hacia la multitud pesadamente. Su rostro llevaba impresa una sonrisa desteñida.
—¿Qué quieres? —la funda se balanceaba adelante y atrás sobre la cadera.
—¿Has visto alguna vez a este tipo, Joe?
—¿Cuál de ellos? —preguntó el ayudante.
—Ése —el contratista señaló a Floyd.
—¿Qué ha hecho? —el ayudante del sheriff sonrió a Floyd.
—Habla como un rojo, causando agitación.
—Mmm —el ayudante se dio la vuelta despacio para ver el perfil de Floyd, y al rostro de éste afloró el color lentamente.
—¿Veis? —gritó Floyd—. Si este tío fuera honrado, ¿vendría acompañado de un policía?
—¿Le has visto alguna vez? —insistió el contratista.
—Mmm, me parece que sí. La semana pasada, cuando dieron aquel golpe en el almacén de coches de segunda mano. Me parece haber visto a este hombre por allí dando vueltas. Sí. Juraría que es el mismo —la sonrisa abandonó su rostro abruptamente—. Sube al coche —dijo, y desenganchó la tira que cubría la culata de la pistola automática.
Tom dijo:
—No tienen ningún motivo para llevárselo.
El ayudante se dio la vuelta y se encaró con él.
—Si quieres acompañarle no tienes más que abrir el pico una vez más. Había dos tipos merodeando por aquel almacén.
—La semana pasada ni siquiera estaba en este estado —dijo Tom.
—Bueno, puede que estés reclamado en algún otro sitio. Mantén la boca cerrada.
El contratista se volvió hacia los hombres.
—No les conviene a ustedes hacer caso de estos rojos de mierda. Son unos agitadores y les meterán en líos. Hay trabajo para todos ustedes en el condado de Tulare.
Los hombres no contestaron.
El ayudante los miró.
—Podría ser una buena idea que fuerais —dijo. La sonrisa desteñida se dibujaba una vez más en su cara—. La Junta de Sanidad dice que hay que despejar este campamento. Y si se corre la voz de que tenéis rojos entre vosotros… alguien podría resultar herido. Sería una buena idea que fuerais hacia Tulare. Por aquí no hay absolutamente nada que hacer. Esto es una forma amistosa de informaros. Si no os vais vendrán unos cuantos hombres por aquí, con picos a lo mejor.
—Os he dicho que necesito hombres —insistió el contratista—. Si no queréis trabajar, bueno, eso es asunto vuestro.
El ayudante sonrió.
—Si no quieren trabajar, no hay lugar para ellos en esta región. Nos libraremos de ellos rápidamente.
Floyd permaneció rígido junto al ayudante del sheriff, con los pulgares enganchados en el cinturón. Tom le echó una mirada furtiva y luego miró al suelo fijamente.
—Eso es todo —dijo el contratista—. Hacen falta hombres en el condado de Tulare; hay trabajo en abundancia.
Tom levantó la vista poco a poco hasta encontrar las manos de Floyd y vio los nervios en las muñecas, marcándose bajo la piel. Tom subió sus manos y enganchó los pulgares en el cinturón.
—Sí, eso es todo. No quiero que mañana por la mañana quede ni uno solo de vosotros.
El contratista subió al Chevrolet.
—Tú —el ayudante se dirigió a Floyd—, sube al coche —alargó una mano grande y agarró el brazo izquierdo de Floyd. Éste se retorció y asestó el golpe en un sólo movimiento. Su puño se aplastó contra el rostro ancho del otro y sin detenerse ni un segundo echó a correr esquivando las tiendas en fila. El ayudante se tambaleó y Tom adelantó el pie y le puso la zancadilla. El otro cayó pesadamente y rodó intentando sacar el revólver. Floyd aparecía y desaparecía continuamente mientras seguía la hilera de tiendas. El ayudante disparó desde el suelo. Una mujer que estaba delante de una tienda gritó y luego se miró una mano que ya no tenía nudillos. Los dedos colgaban de los nervios contra la palma de la mano y la carne estaba blanca y sin sangre. Bastante más abajo Floyd se hizo visible, corriendo a toda velocidad hacia los sauces. El ayudante, sentado en el suelo, levantó de nuevo el revólver y entonces el reverendo Casy se adelantó súbitamente saliendo del grupo de hombres. Le dio una patada en el cuello al ayudante y luego se retiró hacia detrás mientras el pesado hombre se derrumbaba inconsciente.
El motor del Chevrolet rugió y partió como un rayo revolviendo el polvo. Llegó a la carretera y siguió a toda velocidad. Delante de la tienda la mujer continuaba mirando su mano destrozada. Pequeñas gotas de sangre comenzaron a manar de la herida. Y una risa histérica empezó a formarse en su garganta, una risa como un lamento que crecía en intensidad y altura con cada inspiración.
El ayudante yacía de lado, con la boca abierta encima del polvo.
Tom recogió la automática, sacó el cargador y lo arrojó a los arbustos, y sacó los cartuchos cargados de la recámara.
—Semejante tipejo no tiene derecho a llevar un revólver —dijo; y dejó caer la automática al suelo.
Una multitud se había congregado alrededor de la mujer de la mano rota, y su histeria se agudizó, y la risa adquirió un timbre de chillido.
Casy se aproximó a Tom.
—Tienes que irte —dijo—. Vete a los sauces y espera. No me vio pegarle la patada, pero a ti sí te ha visto ponerle la zancadilla.
—No quiero irme —dijo Tom.
Casy juntó la cabeza y susurró:
—Te van a tomar las huellas digitales. Has violado la libertad bajo palabra. Te meterán de nuevo en la prisión.
Tom aspiró aire lentamente.
—¡Dios mío! Lo había olvidado.
—Lárgate deprisa —aconsejó Casy—. Antes de que vuelva en sí.
—Me gustaría llevarme su revólver —dijo Tom.
—No. Si puedes regresar sin peligro, te llamaré con cuatro silbidos agudos.
Tom se fue alejando como si tal cosa, pero en cuanto estuvo fuera del grupo apresuró sus pasos y desapareció entre los sauces que flanqueaban el río.
Al se acercó al ayudante caído.
¡Dios! —dijo admirativamente—, lo ha dejado usted bien tieso.
Los hombres habían seguido mirando al hombre inconsciente. De muy lejos llegaba ahora el sonido de una sirena recorriendo la escala de arriba abajo, cada vez más cercana. Al momento los hombres se pusieron nerviosos, se balancearon sobre los pies un instante y luego se fueron apartando, cada uno hacia su propia tienda. Sólo se quedaron Al y el predicador.
Casy se volvió hacia Al.
—Fuera —dijo—. Vamos, vete a la tienda. Tú no sabes nada.
—¿Sí? ¿Y qué pasa con usted?
Casy le hizo una mueca.
—Alguien tiene que cargar con la culpa. Yo no tengo hijos. Se limitarán a meterme en la cárcel, y de todas formas no hago nada más que estar sentado por ahí…
—Ésa no es ninguna razón —dijo Al.
—Vete ya —dijo Casy ásperamente—. No te metas en esto.
Al se encrespó.
—A mí nadie me da órdenes.
Casy dijo suavemente:
—Si te metes en esto toda tu familia va a estar metida en el lío. Tú no me preocupas, pero tu madre y tu padre van a tener problemas. Y quizá manden a Tom de nuevo a McAlester.
Al lo pensó durante un momento.
—De acuerdo —dijo—. Sin embargo, creo que es usted un estúpido.
—Bueno —replicó Casy—, ¿por qué no?
La sirena chilló una vez más, y otra, cada vez más cerca. Casy se arrodilló junto al ayudante del sheriff y le dio la vuelta. El hombre gruñó y parpadeó y trató de enfocar la vista. Casy le limpió el polvo de los labios. Las familias se habían recogido en las tiendas y las solapas de la lona estaban bajadas; el sol poniente tiñó el aire de rojo y las tiendas grises parecieron de bronce.
Unos neumáticos chirriaron en la carretera y un coche descubierto llegó veloz al campamento. Cuatro hombres salieron presurosos, armados con rifles. Casy se puso en pie y caminó hacia ellos.
—¿Qué diablos pasa aquí?
—Dejé k.o. a ese hombre —explicó Casy.
Uno de los hombres armados fue hasta el ayudante del sheriff, que ya estaba consciente e intentaba débilmente sentarse.
—¿Qué es lo que ha pasado?
—Mire —dijo Casy—, se puso chulo y le di un golpe y él empezó a disparar…, le dio a una mujer un poco más allá. Así que le volví a atizar.
—Bueno, y ¿qué había hecho usted en primer lugar?
—Le contesté —dijo Casy.
—Suba al coche.
—No faltaba más —replicó Casy, y se sentó en el asiento trasero. Dos hombres ayudaron al herido a ponerse en pie. Él se palpó con prevención.
Casy dijo:
—Un poco más allá hay una mujer que puede desangrarse por culpa de su mala puntería.
—Ya nos ocuparemos luego. Mike, ¿es éste el que te pegó?
El aludido, aturdido y con cara de encontrarse mal, miró a Casy con fijeza.
—No me parece que sea él.
—Pues claro que fui yo —le contradijo Casy—. A mí no se me pone chulo nadie.
Mike movió despacio la cabeza.
—No me parece que seas el mismo. ¡Dios!, creo que voy a vomitar.
—No voy a resistirme —dijo Casy—. Deberían ir a ver si es grave la herida de la mujer.
—¿Dónde está?
—En aquella tienda de allí.
El jefe de los ayudantes caminó hacia la tienda rifle en mano. Habló desde fuera y luego entró. Al cabo de un momento salió y regresó. Y aseguró, con un deje de orgullo:
—¡Menudas carnicerías hace un 45! Le han puesto un torniquete. Mandaremos a un médico.
Dos ayudantes flanquearon a Casy en el asiento. El jefe tocó el claxon. No había en el campamento la más mínima actividad. Las tiendas estaban bien cerradas y la gente permanecía en su interior. El motor encendió y el coche dio la vuelta y salió del campamento. Casy se sentaba orgulloso entre sus guardianes, con la cabeza alta, y los músculos del cuello se marcaban visiblemente. En sus labios había una vaga sonrisa y en su rostro un curioso aire de victoria.
Cuando los ayudantes del sheriff se hubieron ido, la gente fue saliendo de las tiendas. El sol estaba bajo y la suave luz azul del atardecer cubría el campamento. Hacia el este las montañas seguían aún bañadas por la luz amarilla. Las mujeres volvieron a las fogatas que habían dejado morir. Los hombres se reunieron a hablar en voz baja.
Al salió reptando de la tienda y se dirigió hacia los sauces para avisar a Tom. Madre dejó también la tienda y encendió la hoguera de ramitas.
—Padre —dijo—, no vamos a comer gran cosa. Ya comimos bastante tarde.
Padre y el tío John se quedaron cerca viendo cómo Madre pelaba patatas, las cortaba y las metía en la sartén llena de grasa. Padre dijo:
—¿Para qué diablos habrá hecho eso el predicador?
Ruthie y Winfield se acercaron y se agacharon a oír la conversación.
El tío John escarbó en la tierra con un largo clavo oxidado.
—Él sabía lo que es el pecado. Yo se lo pregunté y me lo explicó: pero no sé si está en lo cierto. Dice que uno ha pecado si él cree que ha pecado —los ojos del tío John mostraban cansancio y tristeza—. Toda la vida he tenido secretos —dijo—. He hecho cosas que nunca he contado.
Madre se volvió desde el fuego.
—Pues no empieces ahora, John —pidió Madre—. Díselas a Dios. No abrumes a los demás con tus pecados. No es decente.
—Me están corroyendo —dijo John.
—Bueno, no nos los digas. Vete al río, mete la cabeza bajo el agua y murmúraselos a la corriente.
Padre asintió tras las palabras de Madre.
—Tiene razón —dijo—. A uno le alivia hablar, pero eso simplemente es esparcir los propios pecados.
El tío John contempló las montañas doradas, que se reflejaron en sus ojos.
—Me gustaría poder expulsarlos —dijo—, pero no puedo. Me están mordiendo las entrañas.
A su espalda Rose of Sharon salió de la tienda con aspecto de estar mareada.
—¿Dónde está Connie? —preguntó irritada—. Hace mucho rato que no le veo. ¿Dónde ha ido?
—Yo no le he visto —dijo Madre—. Si le veo le diré que le andas buscando.
—No me encuentro bien —se quejó Rose of Sharon—. Connie no debería haberme dejado sola.
Madre observó el rostro hinchado de la joven.
—Has estado llorando —dijo.
Las lágrimas surgieron de nuevo de los ojos de Rose of Sharon.
Madre continuó hablando con firmeza:
—Haz el favor de controlarte. Aquí estamos muchos. Contrólate. Ven acá a pelar patatas. Sientes lástima de ti misma.
La muchacha empezó a volver a la tienda. Trató de evitar los ojos severos de Madre, pero se sintió atrapada por ellos y fue lentamente hacia la hoguera.
—No debería haberse ido —dijo, pero ya sin llanto.
—Debes trabajar —opinó Madre—. Sentada todo el día en la tienda te da por compadecerte de ti misma. No he tenido tiempo de cogerte por mi cuenta, pero ahora voy a empezar. Toma este cuchillo y ponte con las patatas.
La muchacha se puso de rodillas y obedeció. Dijo amenazadora:
—Espera a que le eche la vista encima. Se va a enterar.
Madre sonrió despacio.
—Quizá te zurre. Te lo estás buscando, gimoteando todo el día y mimándote a ti misma. Si te mete algo de cordura a base de cachetes, le voy a dar mi bendición —los ojos de Rose of Sharon brillaron de resentimiento, pero permaneció en silencio.
El tío John hundió el clavo oxidado en la tierra empujándolo con su ancho pulgar.
—Necesito hablar —dijo.
—Bueno, pues habla ya, maldita sea —estalló Padre—. ¿A quién has matado?
El tío John rebuscó con el pulgar en el bolsillo pequeño de los vaqueros y sacó un sucio billete doblado. Lo extendió y se lo mostró.
—Cinco dólares —dijo.
—¿Lo has robado? —preguntó Padre.
—No, era mío. Lo tenía guardado.
—Era tu dinero, ¿no es eso?
—Sí, pero no tenía ningún derecho a guardármelo.
—No veo que sea un pecado —dijo Madre—. Es tuyo.
—No es sólo que me lo guardara —siguió John hablando lentamente—. Me lo guardé para emborracharme. Sabía que llegaría un momento en que necesitaría pillar una curda para calmar el dolor de mis entrañas. Necesito emborracharme. Pensaba que aún no había llegado el momento y entonces… va el predicador y se entrega para salvar a Tom.
Padre asintió y ladeó la cabeza para oír mejor. Ruthie se aproximó como un cachorrillo, arrastrándose con los codos y Winfield la siguió. Rose of Sharon sacó un ojo profundo de una patata con la punta del cuchillo. La luz del atardecer se oscureció y tomó una tonalidad más azul.
Madre dijo en un tono que no admitía discusión:
—No veo que porque él le haya salvado, tú tengas que emborracharte.
—No puedo explicarlo —dijo John con tristeza—. Me siento fatal. Lo ha hecho con esa tranquilidad; da un paso adelante y dice: «He sido yo». Y se lo han llevado. Y yo voy a emborracharme.
Padre volvió a asentir.
—No veo por qué lo tienes que pregonar —dijo—. Si yo fuera tú, simplemente me iría a emborracharme si lo necesitara.
—Llega el momento en que yo podría haber hecho algo y librar a mi alma del gran pecado —dijo el tío John apesadumbrado—. Y se me escapó. No estuve vivo y pasó. ¡Oye! —exclamó—. Tú tienes el dinero. Dame dos dólares.
Padre rebuscó reacio en su bolsillo y sacó el monedero de cuero.
—No vas a necesitar siete dólares para emborracharte. No hay necesidad de que bebas champán.
El tío John le ofreció su billete.
—Coge esto y dame dos dólares. Puedo cogerme una buena curda con dos dólares. No quiero añadir el pecado de derroche. Me gastaré lo que tenga. Como siempre.
Padre cogió el sucio billete y le dio al tío John dos dólares de plata.
—Aquí tienes —dijo—. Cada uno tiene que hacer lo que tiene que hacer. Nadie sabe lo suficiente para decirle lo que debe hacer a otro.
El tío John se guardó las monedas.
—¿No te vas a enfadar? Sabes que he de hacerlo, ¿verdad?
—Sí, por Dios —dijo Padre—. Tú Sabrás lo que tienes que hacer.
—No podría pasar esta noche de ninguna otra forma —dijo. Se volvió hacia Madre—. ¿No me vas a recriminar?
Madre no levantó la mirada.
—No —respondió quedamente—. No…, vete tranquilo.
Él se puso en pie y se alejó con aire desamparado en el atardecer. Llegó a la carretera de asfalto y cruzó el piso hasta la tienda de comestibles. Delante de la puerta de tela metálica se quitó el sombrero, lo dejó caer en el polvo y lo pisoteó con el tacón en señal de autodegradación. Dejó allí el sombrero negro, roto y manchado. Entró en la tienda y se dirigió a los estantes donde estaban las botellas de whisky colocadas tras un enrejado de alambre.
Padre, Madre y los niños contemplaron al tío John mientras se alejaba. Los ojos llenos de resentimiento de Rose of Sharon permanecieron fijos en las patatas.
—Pobre John —dijo Madre—. Me pregunto si hubiera servido de algo…, no…, supongo que no. Nunca he visto un hombre tan empeñado.
Ruthie se giró de lado en el polvo. Puso la cabeza junto a la de Winfield y tiró de la oreja de su hermano para acercarla a su boca. Susurró:
—Voy a emborracharme —Winfield resopló y cerró la boca con decisión. Los dos chiquillos se alejaron reptando, conteniendo la respiración, con los rostros morados de aguantar la risa. Se arrastraron hasta la parte trasera de la tienda, se pusieron en pie de un salto y echaron a correr chillando. Corriendo hacia los sauces y una vez a cubierto, rieron con grandes carcajadas. Ruthie cruzó los ojos y aflojó las articulaciones; se tambaleó, tropezando como si fuera de goma, con la lengua colgando—. Estoy borracha —anunció.
—Mira —gritó Winfield—. Mírame, aquí estoy, soy el tío John —aleteó con los brazos resoplando y dio vueltas hasta estar mareado.
—No —dijo Ruthie—. Es así. Es así. Yo soy el tío John. Estoy borracho perdido.
Al y Tom, que caminaban tranquilamente entre los sauces, tropezaron con los niños tambaleándose por ahí como locos. Habían conseguido levantar un polvo denso. Tom se detuvo y escudriñó.
—¿No son esos Ruthie y Winfield? ¿Qué diablos les pasa? —siguieron acercándose—. ¿Estáis locos? —preguntó Tom.
Los niños se interrumpieron avergonzados.
—Estábamos… jugando —contestó Ruthie.
—Vaya tontería de juego —dijo Al.
—No es más tonto que muchas otras cosas —replicó Ruthie con descaro.
Al siguió caminando. Le dijo a Tom:
—Ruthie está ganándose a pulso una patada en el culo. Lleva ya tiempo pidiéndola. Está casi a punto para ganársela.
Ruthie le hizo una mueca a la espalda, se estiró la boca con los dedos índices, le sacó la lengua, le insultó de todas las formas que conocía, pero Al no se volvió a mirarla. Ella miró a Winfield para recomenzar el juego, pero ya se había echado a perder. Ambos lo sabían.
—Vamos al agua a meter la cabeza dentro —sugirió Winfield. Caminaron entre los sauces; estaban furiosos con Al.
Al y Tom avanzaron en silencio en el crepúsculo. Tom dijo:
—Casy no debía haber hecho eso. Aunque yo podría habérmelo imaginado. Me estuvo hablando de que no había hecho nada por nosotros. Es un tipo curioso, Al. Se pasa todo el tiempo pensando.
—Es por haber sido predicador —opinó Al—. Se acaban liando con todas esas cosas.
—¿A dónde crees que iba Connie?
—Supongo que iría a cagar.
—Pues sí que se iba lejos.
Anduvieron entre las tiendas, manteniéndose cerca de las paredes. Al pasar por la tienda de Floyd les detuvo un saludo en voz baja. Se acercaron a la solapa de la tienda y se pusieron en cuclillas. Floyd levantó ligeramente la lona.
—¿Os vais?
—No lo sé —dijo Tom—. ¿Crees que deberíamos?
Floyd dejó escapar una risa agria.
—Ya oísteis lo que dijo ese policía. Si no os marcháis vais a arder. Estás loco si crees que ese tío no va a volver después de la paliza que recibió. Los tíos de los billares vendrán esta noche a prendernos fuego.
—Entonces lo mejor va a ser largarse —se mostró de acuerdo Tom—. ¿A dónde vas a ir tú?
—Pues hacia el norte, como ya te dije.
—Oye, uno me ha hablado de un campamento del gobierno que hay cerca de aquí —dijo Al—. ¿Dónde está?
—Ah, creo que está completo.
—Bueno, pero ¿dónde está?
—Hacia el sur por la 99, unas doce o catorce millas y luego giras hacia el este hasta Weedpatch. Está muy cerca de allí. Pero creo que está completo.
—Lo que no puedo entender es por qué ese policía tenía tan mala leche —dijo Tom—. Parecía estar buscando bronca, como si estuviera pinchándonos para que se liara la cosa.
Floyd replicó:
—No sé aquí, pero cuando estaba más al norte conocí a uno, era buena gente. Me dijo que allí los ayudantes tienen que encerrar a gente. El sheriff recibe setenta y cinco centavos al día por cada prisionero y les da de comer por veinticinco centavos. Si no tienen presos, no saca beneficio. Aquel hombre me dijo que no había encarcelado a nadie en una semana y el sheriff le había advertido que o arrestaba a unos cuantos o tendría que devolver la placa. Este tío que ha venido hoy venía con la intención de llevarse a alguno como fuera.
—Tenemos que irnos —dijo Tom—. Hasta otra, Floyd.
—Hasta otra. Seguramente nos veremos. Eso espero al menos.
—Adiós —dijo Al. Recorrieron el campamento gris oscuro hasta la tienda.
La sartén de patatas friéndose silbaba y salpicaba sobre el fuego. Madre movía las gruesas rodajas con una cuchara. Padre estaba cerca, sentado y abrazándose las rodillas. Rose of Sharon estaba sentada bajo la lona encerada.
—Aquí está Tom —exclamó Madre—. Gracias a Dios.
—Tenemos que marcharnos de aquí —dijo Tom.
—¿Qué es lo que pasa ahora?
—Pues que Floyd dice que esta noche van a pegar fuego al campamento.
—¿Por qué diablos van a hacer eso? —preguntó Padre—. No hemos hecho nada.
—Nada excepto darle una paliza a un policía —replicó Tom.
—Bueno, no hemos sido nosotros.
—Por lo que dijo ese policía, quieren echarnos de aquí.
Rose of Sharon quiso saber:
—¿Habéis visto a Connie?
—Sí —respondió Al—. En el quinto pino río arriba. Iba hacia el sur.
—¿Se marchaba?
—No lo sé.
Madre se volvió hacia la muchacha.
—Rosasharn, has estado diciendo cosas raras y comportándote de forma curiosa. ¿Qué te dijo Connie?
Rose of Sharon respondió torvamente:
—Me dijo que habría hecho mejor quedándose en casa y estudiando tractores.
Todos permanecieron sumidos en profundo silencio. Rose of Sharon contempló el fuego, y sus ojos brillaron a la luz de la fogata. Las patatas chisporrotearon con intensidad en la sartén. La joven sorbió y se limpió la nariz con el dorso de la mano.
Padre dijo:
—Connie no servía para nada. Lo sé desde hace tiempo. No tenía lo que hay que tener, simplemente se lo creía.
Rose of Sharon se puso en pie y entró en la tienda. Se tumbó en el colchón boca abajo y escondió la cabeza entre sus brazos cruzados.
—Supongo que no serviría de nada ir a por él —dijo Al.
—No —replicó Padre—. Si no sirve para esto, más vale que no venga.
Madre se asomó a la tienda donde Rose of Sharon yacía en su colchón.
—Shh. No digas eso.
—Bueno, no servía para nada —insistió Padre—. No hacía más que decir todo el tiempo lo que iba a hacer y nunca hacía nada. No quise decir nada mientras estuvo aquí. Pero ahora que ha huido…
—Shh —dijo Madre suavemente.
—¿Por qué, por el amor de Dios? ¿Por qué tengo que callarme? Ha huido ¿no es eso?
Madre dio la vuelta a las patatas con la cuchara y la grasa hirvió y salpicó. Alimentó el fuego con ramitas y las llamas se elevaron e iluminaron la tienda. Madre dijo:
—Rosasharn va a tener una criatura y la mitad de ella es Connie. No está bien que un bebé crezca oyendo a su familia decir que su padre era un inútil.
—Es mejor decir eso que mentirle —dijo Padre.
—No, no es mejor —le interrumpió Madre—. Hazte a la idea de que ha muerto. No hablarías mal de Connie si estuviera muerto.
Tom intervino:
—Pero bueno, ¿qué es esto? No estamos seguros de que Connie se haya ido definitivamente. No hay tiempo para charlar. Tenemos que comer y ponernos en camino.
—¿En camino? Si acabamos de llegar aquí —Madre le miró a través de la oscuridad herida por la luz de la hoguera.
Él explicó con detenimiento:
—Madre, esta noche van a incendiar el campamento. Tú sabes que yo no soy capaz de quedarme mirando cómo se queman nuestras cosas, ni Padre lo es, ni el tío John. La pelea sería inevitable y, sencillamente, no puedo permitirme el lujo de que me detengan y me fotografíen para identificarme. Hoy me libré por los pelos, porque el predicador intervino.
Madre había estado dando vueltas a las patatas fritas en la grasa caliente. Ahora tomó una decisión.
—Venga —gritó—. Vamos a comer esto. Hemos de marchar con rapidez —sacó los platos de hojalata.
Padre dijo:
—¿Y qué hay de John?
—¿Dónde está el tío John? —preguntó Tom.
Padre y Madre callaron un momento y luego Padre respondió:
—Se fue a emborracharse.
—Dios —exclamó Tom—. Vaya un momento que ha ido a escoger. ¿A dónde fue?
—No lo sé —contestó Padre.
Tom se levantó.
—Mira —dijo—, vosotros comed y cargad todo. Yo voy a buscar al tío John. Debe de haber ido a la tienda al otro lado de la carretera.
Tom echó a andar con rapidez. Los pequeños fuegos donde se cocinaba ardían delante de las tiendas y las chabolas, y la luz caía sobre los semblantes de hombres y mujeres harapientos, de niños acurrucados. A través de la lona de unas pocas tiendas brillaba la luz de las lámparas de queroseno y mostraba a las gentes como enormes sombras en la tela.
Tom recorrió el camino polvoriento y cruzó la carretera asfaltada para llegar a la tiendecita. Se detuvo ante la puerta enrejada y miró al interior. El propietario, un hombrecillo gris con un bigote descuidado y ojos acuosos, se apoyaba en el mostrador mientras leía un periódico. Sus brazos delgados estaban desnudos y llevaba un largo delantal blanco. Amontonados a su alrededor y a su espalda había montones, pirámides, muros de productos enlatados. Levantó la vista al entrar Tom y entornó los ojos como si apuntara con una escopeta.
—Buenas tardes —dijo—. ¿Qué se le ofrece?
—Mi tío —respondió Tom—. Ha huido o algo así.
El hombre gris mostró una expresión confusa y preocupada al tiempo. Se tocó la punta de la nariz con delicadeza y la movió en círculos para mitigar un picor.
—Ustedes siempre están perdiendo a alguien —dijo—. Cada día diez o más veces entra alguien y dice: «Si ve usted a un hombre llamado fulano de tal con un aspecto así o asá, por favor dígale que nos hemos ido hacia el norte». Siempre dicen algo parecido.
Tom se echó a reír.
—Bueno, si ve usted a un mocoso que se llama Connie y tiene un poco cara de coyote, dígale que se vaya a la mierda. Que nos hemos ido al sur. Pero ése no es a quien busco. ¿Ha venido por aquí un hombre de unos sesenta años, con pantalones negros, pelo medio canoso, a por algo de whisky?
Los ojos del hombre gris se encendieron.
—Desde luego que sí. Nunca he visto nada igual. Se paró ahí fuera, tiró el sombrero y lo pisoteó. Mire, aquí tengo el sombrero —sacó el sombrero sucio y destrozado de debajo del mostrador.
Tom lo cogió.
—Es él, no hay duda.
—Bueno, pues compró un par de pintas de whisky y no dijo ni una palabra. Le quitó el corcho y empinó la botella. Aquí no se puede beber, yo no tengo licencia, así que voy y le digo: «Oiga, no puede beber aquí. Tiene que salir afuera». Pues bien, salió, se quedó justo al lado de la puerta y juraría que no empinó esa pinta más de cuatro veces antes de que estuviera vacía. Arrojó la botella y se apoyó en la puerta. Con los ojos como ausentes. Me dijo: «Gracias, señor», y se marchó. Nunca he visto a nadie beber de esa manera en toda mi vida.
—¿Se marchó? ¿En qué dirección? Tengo que encontrarle.
—Pues resulta que sí se lo puedo decir. Nunca había visto a nadie beber así, de modo que me quedé mirándole. Fue hacia el norte; y entonces pasó un coche, lo iluminó y él cayó a la cuneta. Las piernas se le empezaban a doblar un poco. Ya tenía la otra pinta abierta. No debe andar muy lejos, tal como iba.
—Gracias —dijo Tom—. Tengo que encontrarle.
—¿Quiere llevarse el sombrero?
—Sí, sí, le hará falta. Bueno, pues gracias.
—¿Qué le pasa? —inquirió el hombre gris—. No obtenía ningún placer bebiendo así.
—Es un poco… depresivo. Bien, buenas noches. Y si ve a ese fantasma de Connie, dígale que nos hemos ido al sur.
—Tengo que localizar y dar recados a tanta gente que ni siquiera me acuerdo de todos.
—No se esfuerce demasiado —aconsejó Tom. Salió por la puerta de tela metálica con el polvoriento sombrero negro del tío John. Cruzó la carretera asfaltada y caminó por el borde de la misma. A sus pies, en una depresión, yacía el Hooverville; y las pequeñas hogueras parpadeaban y faroles relucían a través de las tiendas. En algún lugar del campamento sonaba una guitarra, acordes lentos, tocados sin una secuencia, como practicando. Tom se detuvo y escuchó y luego caminó lentamente por el borde de la carretera, parándose cada pocos pasos para volver a escuchar. Había avanzado un cuarto de milla antes de oír lo que estaba esperando. Desde el fondo del terraplén el sonido de una voz desafinada, espesa, cantando monótona. Tom ladeó la cabeza para oír mejor.
Y la apagada voz cantaba: «He dado mi corazón a Jesús; Jesús llévame contigo. He dado mi alma a Jesús, Jesús es mi hogar». La canción fue desvaneciéndose hasta convertirse en un murmullo y desaparecer. Tom bajó presuroso por el terraplén, buscando el lugar del que provenía la canción. Al poco se detuvo y volvió a escuchar. Esta vez la voz era más cercana, la misma cantinela lenta y desafinada: «Oh, la noche que murió Maggie, ella me llamó a su lado y me dio aquellos calzones de franela roja que usaba. En las rodillas había bolsas…». Tom se movió hacia adelante con cautela. Vio la forma negra sentada en el suelo y se aproximó furtivamente y se sentó. El tío John empinó la pinta y el licor gorgoteó al pasar por el cuello de la botella.
Tom dijo en voz baja.
—¡Eh!, espera, ¿qué pasa contigo?
—¿Quién eres? —el tío John volvió la cabeza.
—¿Ya te has olvidado de mí? Te has bebido cuatro tragos por uno mío.
—No, Tom. No me vas a engañar. Estoy completamente solo. Tú no has estado aquí.
—Bueno, pues te aseguro que ahora sí que estoy. ¿Qué tal si me das un trago?
El tío John volvió a levantar la pinta y se oyó el glu-glu del whisky. Agitó la botella. Estaba vacía.
—No hay más —dijo—. Deseo tanto morir, tengo tantas ganas de morir, de morir un poquito. Lo necesito. Como estar dormido. Morir un poco. Tan cansado. Cansado. Tal vez… no volver a despertar —su voz canturreó como a lo lejos. «Llevaré una corona…, una corona de oro».
Tom dijo:
—Escúchame, tío John. Vamos a seguir camino. Ven conmigo y puedes ir a dormir directamente encima de la carga.
John meneó la cabeza.
—No. Seguid adelante. Yo no voy. Voy a descansar aquí. Es inútil que vuelva. No sería bueno para nadie… arrastrando mis pecados como calzoncillos sucios entre gente decente. Yo no voy.
—Venga. No podemos irnos si no vienes.
—Marchaos. Yo no sirvo para nada, para nada. Lo único que hago es ir arrastrando mis pecados, manchando a todos a mi alrededor.
—No tienes más pecados que cualquier otro.
John acercó la cabeza y le guiñó un ojo sabiamente. Tom pudo ver débilmente su rostro a la luz de las estrellas.
—Nadie conoce mis pecados, excepto Jesús. Él sabe.
Tom se puso de rodillas. Colocó su mano en la frente del tío John y la notó caliente y seca. John le apartó la mano torpemente.
—Venga —suplicó Tom—. Vámonos ahora, tío John.
—Yo no pienso ir. Estoy cansado. Voy a descansar aquí mismo. Aquí mismo.
Tom estaba muy próximo. Puso su puño contra la barbilla del tío John. Trazó un par de veces un arco de prueba, para calcular la distancia; y entonces, haciendo un balanceo desde el hombro, dio en la barbilla un puñetazo limpio y perfecto. La barbilla de John se fue hacia arriba con un golpe seco y él cayó hacia detrás e intentó volver a sentarse. Pero Tom, que estaba arrodillado junto a él, le volvió a golpear mientras John levantaba un codo. El tío John permaneció inmóvil en la tierra.
Tom se levantó e, inclinándose, recogió el cuerpo relajado y flojo y lo impulsó hacia arriba hasta colocárselo sobre el hombro. Se tambaleó bajo el peso muerto. Las manos de John le palmeaban la espalda al andar, lentamente, resoplando mientras ascendía por el terraplén hasta la carretera. Una vez pasó un coche y le iluminó con el hombre desmayado sobre el hombro. El coche disminuyó la velocidad un instante y luego se alejó rugiendo.
Tom jadeaba cuando llegó al Hooverville, bajó por el camino y alcanzó el camión de su familia. John estaba volviendo en sí; se resistió débilmente. Tom lo dejó con cuidado en el suelo.
El campamento había sido levantado en su ausencia. Al pasaba los bultos al camión. La lona encerada esperaba lista para cubrir la carga.
Al dijo:
—No cabe duda de que decidió hacerlo por la vía rápida.
Tom se disculpó.
—Le tuve que dar un par de golpes para conseguir que viniera. Pobre hombre.
—¿No le habrás hecho daño? —preguntó Madre.
—No creo. Ya se está recuperando.
El tío John se encontraba débil y mareado, en el suelo. Tenía espasmos de vómitos en pequeños jadeos.
—Te guardé un plato de patatas, Tom —dijo Madre.
—En este momento no estoy precisamente de humor —rio Tom entre dientes.
—Venga, Al —llamó Padre—. Coloca la lona por la cuerda.
El camión estaba cargado y listo. El tío John se había quedado dormido. Tom y Al lo izaron y lo subieron encima de la carga mientras Winfield imitaba el sonido de arcadas detrás del camión y Ruthie se metía la mano en la boca para no soltar la carcajada.
—Todo listo —anunció Padre.
—¿Dónde está Rosasharn? —preguntó Tom.
—Allí —respondió Madre—. Vamos, Rosasharn. Es horade irnos.
La muchacha estaba sentada, inmóvil, con la barbilla hundida en el pecho. Tom se acercó a ella.
—Venga —le dijo.
—Yo no voy —dijo, sin levantar la cabeza.
—Tienes que venir.
—Quiero que venga Connie. No pienso irme hasta que regrese.
Tres coches salieron del campamento, camino adelante hacia la carretera, coches viejos cargados con los enseres de acampar y la gente. Llegaron con estruendo hasta la carretera y se alejaron, sus débiles luces alumbrando la ruta.
Tom dijo:
—Connie nos encontrará. Le dejé recado en la tienda de dónde estaríamos. Él nos encontrará.
Madre se llegó junto a ellos y se detuvo al lado de su hijo.
—Venga, Rosasharn. Vamos, cariño —dijo con dulzura.
—Quiero esperar.
—No podemos esperar —Madre se inclinó, tomó a su hija del brazo y la ayudó a ponerse de pie.
—Él nos encontrará —repitió Tom—. No te preocupes. Ya nos encontrará.
Caminaron flanqueando a la joven.
—Quizá haya ido a comprar los libros para estudiar —dijo Rose of Sharon—. Quizá quería darnos una sorpresa.
—Puede que eso sea justo lo que haya hecho —dijo Madre. La condujeron hasta el camión y la ayudaron a encaramarse en la carga y ella se arrastró bajo la lona y desapareció en la oscura cueva.
Entonces el barbudo de la chabola de maleza se acercó tímidamente al camión. Se quedó allí con las manos unidas detrás de la espalda.
—¿Van a dejar alguna cosa que uno pueda aprovechar? —preguntó al fin.
—No se me ocurre nada —replicó Padre—. No tenemos nada que podamos dejar.
—¿Es que no se van a ir? —preguntó Tom.
Durante largo rato el barbudo le miró fijamente.
—No —dijo por último.
—Pero si van a quemar el campamento.
Sus ojos huidizos se clavaron en la tierra.
—Ya lo sé. Ya lo han hecho otras veces.
—Bueno, y ¿por qué rayos no se largan?
Los ojos aturdidos miraron arriba un momento y luego volvieron a bajar y la luz agonizante de la hoguera tenía un resplandor rojizo.
—No lo sé. Se tarda mucho en volver a acumular cosas.
—No le quedará nada si todo arde.
—Lo sé. ¿No van a dejar nada aprovechable?
—Estamos limpios, pelados —dijo Padre. El hombre se alejó como ausente—. ¿Qué es lo que le pasa? —exigió Padre.
—Demasiada policía —explicó Tom—. Como me dijo uno, éste está sonado. Le han dado demasiados golpes en la cabeza.
Una segunda caravana en miniatura atravesó el campamento, trepó a la carretera y se alejó.
—Venga, Padre. Vámonos. Mira, tú, yo y Al vamos en el asiento. Madre puede viajar en la carga. No. Madre, tú siéntate en el medio. Al —Tom buscó debajo del asiento y sacó una gran llave inglesa—. Al, tú ve detrás. Llévate esto por si acaso. Si alguno intenta subir…, dale fuerte.
Al cogió la llave inglesa, trepó por el tablón trasero y se acomodó con las piernas cruzadas, llave inglesa en mano. Tom sacó la barra de hierro de debajo del asiento y la dejó en el suelo, bajo el pedal del freno.
—Bien —dijo—. Siéntate en el medio, Madre.
—Yo no tengo nada en la mano —dijo Padre.
—Puedes estirarte y alcanzar la barra de hierro —dijo Tom—. Espero, por Dios, que no haga falta —apretó el estárter y el ruidoso volante giró, el motor encendió y se quedó muerto y volvió a encenderse. Tom encendió las luces y salió del campamento en primera. Las débiles luces palpaban nerviosamente la carretera. Subieron a la carretera y enfilaron en dirección sur. Tom dijo:
—Llega un momento en que uno se pone furioso.
Madre le interrumpió:
—Tom…, me dijiste…, me prometiste que no te habías vuelto así. Me lo prometiste.
—Ya lo sé, Madre. Lo estoy intentando. Pero esos ayudantes del sheriff… ¿Has visto uno alguna vez que no tuviera el culo gordo? Y menean el culo y muestran su revólver por ahí. Madre —dijo—, si ellos estuvieran trabajando con la ley, lo podríamos soportar. Pero no es eso. Su trabajo es minarnos la moral. Intentan que estemos encogidos, arrastrándonos como una perra apaleada. Tratan de destrozarnos. Por Dios, Madre, llega un momento en que lo único que uno puede hacer para conservar la dignidad es atizarle a un policía. Nos están comiendo la dignidad.
—Me lo prometiste, Tom —insistió Madre—. Eso que dices es lo que hizo Floyd Niño Bonito. Yo conocía a su madre. A su hijo le hicieron daño.
—Lo estoy intentando, Madre. Te juro por Dios que lo intento. Pero no querrás que me arrastre como una perra apaleada, con el vientre por el suelo, ¿verdad?
—Estoy rezando. No puedes meterte en líos, Tom. La familia se viene abajo. Tienes que portarte bien.
—Lo intentaré, Madre. Pero cuando uno de esos culones se mete conmigo es que me cuesta un esfuerzo tremendo Sería distinto si se tratara de la ley. Pero pegar fuego al campamento no es la ley.
El camión traqueteó avanzando. Al frente, una pequeña línea de faroles rojos se extendía a través de la carretera.
—Creo que hay una desviación —dijo Tom. Frenó y el camión se detuvo e inmediatamente un montón de hombres rodearon el vehículo. Iban armados con mangos de picos y escopetas. Llevaban cascos de trinchera y algunos gorros de la Legión Americana. Un hombre se asomó a la ventana; le precedía el aroma cálido del whisky.
—¿A dónde tienen intención de ir? —acercó su rostro rojo junto al de Tom.
Tom se puso rígido. Su mano se movió furtivamente hacia el suelo buscando la barra de hierro. Madre le agarró el brazo y lo sujetó con fuerza. Tom dijo:
—Pues… —y entonces su voz adoptó un tono de servilismo lastimero—. Somos forasteros —dijo—. Oímos que había trabajo en un lugar llamado Tulare.
—Maldita sea, pues van en dirección contraria. No queremos ningún okie desgraciado en este pueblo.
Los hombros y los brazos de Tom estaban tensos y le recorrió un escalofrío. Madre se aferró a su brazo. Por delante el camión estaba rodeado de hombres armados. Algunos de ellos, para sugerir una apariencia militar, llevaban guerreras y cartucheras.
Tom preguntó plañidero:
—¿Por dónde se va, señor?
—Da la vuelta y dirígete al norte. Y no volváis hasta que el algodón esté a punto.
Tom se estremeció de la cabeza a los pies.
—Sí, señor —dijo. Metió la marcha atrás y giró. Volvió a conducir por donde había venido. Madre le soltó el brazo y le palmeó suavemente. Y Tom intentó contener los sollozos violentos y ahogados.
—No hagas caso —dijo Madre—. No hagas caso.
Tom se sonó la nariz por la ventana y se secó los ojos con la manga.
—Hijos de la gran puta…
—Has hecho bien —dijo Madre con ternura—. Lo que tenías que hacer.
Tom se desvió por un camino de tierra, avanzó cien metros y apagó las luces y el motor. Se apeó del coche con la barra de hierro.
—¿Dónde vas? —exigió Madre.
—Sólo voy a echar una ojeada. No vamos a ir hacia el norte —los faroles rojos se movían carretera delante. Tom los vio pasar por la entrada al camino de tierra y seguir avanzando. En unos instantes se oyó el sonido de gritos y chillidos y luego la luz de las llamas se elevó en la dirección del Hooverville. La luz creció y se extendió, y de la distancia llegó el crepitar del fuego. Tom volvió a subir al camión. Dio la vuelta y recorrió el camino sin poner las luces. Una vez en la carretera giró de nuevo hacia el sur y encendió los faros.
Madre preguntó con timidez:
—¿A dónde vamos, Tom?
—Al sur —respondió él—. No permito que esos desgraciados nos digan a dónde tenemos que ir. No podemos permitirlo. Vamos a intentar pasar por fuera de la ciudad, sin tener que atravesarla.
—Sí, pero ¿dónde vamos? —habló Padre por primera vez—. Eso es lo que yo quisiera saber.
—Vamos a buscar ese campamento del gobierno —reveló Tom—. Un tipo me dijo que allí no dejan entrar a los ayudantes del sheriff. Madre… tengo que alejarme de ellos. Tengo miedo de acabar matando a alguno.
—Tranquilo, Tom —le calmó Madre—. Tranquilo, Tommy. Ya has hecho lo que debías una vez. Puedes volver a hacerlo.
—Sí, y después de un tiempo no me va a quedar ni una pizca de dignidad.
—Tranquilo —dijo ella—. Debes tener paciencia. Mira, Tom…, nosotros, nuestra gente, seguirá viviendo cuando estos otros hayan desaparecido. Escucha, Tom, nosotros somos la gente que vive. No nos pueden borrar del mapa. Nosotros somos la gente, nosotros seguimos adelante.
—Nos apalean continuamente.
—Ya lo sé —Madre rio entre dientes—. Quizá es lo que nos hace fuertes. Los ricos van y se mueren y sus hijos no sirven para nada y van desapareciendo. Sin embargo, Tom, nosotros seguimos surgiendo. No te inquietes, Tom. Llegan nuevos tiempos, distintos.
—¿Cómo lo sabes?
—No sé cómo.
Entraron en el pueblo y Tom torció por una calle lateral para evitar el centro. A la luz de la calle contempló a su madre; su rostro estaba en calma y sus ojos tenían una extraña mirada, como los ojos intemporales de una estatua. Tom alargó la mano derecha y tocó el hombro de su madre. Tuvo que hacerlo. Y después retiró la mano.
—En mi vida te había oído hablar tanto —le dijo.
—Antes nunca hubo ninguna razón —replicó ella.
Tom condujo por las calles laterales, dejó el pueblo y volvió a la carretera. En un cruce vio la indicación de la carretera 99. Siguió por ella en dirección sur.
—Bueno, en cualquier caso no han conseguido echarnos hacia el norte —dijo—. Aún vamos a donde queremos aunque para ello tengamos que arrastrarnos.
Las débiles luces caían a lo largo de la ancha y negra carretera que tenían por delante.