Capítulo XIX

HUBO UN TIEMPO en que California perteneció a Méjico y su tierra a los mejicanos; y una horda de americanos harapientos la invadieron. Y su hambre de tierra era tanta, que se la apropiaron: se robaron la tierra de Sutter, la de Guerrero, se quedaron las concesiones y las dividieron y rugieron y se pelearon por ellas, aquellos hambrientos frenéticos; y protegieron con rifles la tierra que habían robado. Levantaron casas y graneros, araron la tierra y sembraron cosechas. Estos actos significaban la posesión y posesión equivalía a propiedad. Los mejicanos estaban débiles y hartos. No pudieron resistir, porque no tenían en el mundo ningún deseo tan salvaje como el que los americanos tenían de tierra. Luego, con el tiempo, los invasores dejaron de ser tales para convertirse en propietarios; y sus hijos crecieron y tuvieron sus hijos en esa tierra.

Y el hambre, aquella hambre salvaje, que les corroía y les desgarraba, el hambre de tierra, de agua y campo y buen cielo cubriendo todo, acabó por dejarles, hambre de hierba verde en continuo empuje hacia arriba, de raíces engrosadas. Poseían estas cosas tan completamente, que ya no pensaban en ellas. Ya no tenían ese deseo vehemente que les desgarraba el estómago, de tener un acre fértil y una reja brillante para ararlo, simiente y un molino agitando sus aspas en el aire. Ya no se levantaban en la oscuridad para oír el primer piar de los pajarillos adormilados, y el viento de la mañana alrededor de la casa, a la espera de la llegada de la primera luz que cayera sobre los preciosos acres. Estas cosas se perdieron, las cosechas se calcularon en dólares y la tierra se valoraba en capital más interés, las cosechas eran compradas y vendidas antes de estar plantadas. Entonces, la pérdida de la cosecha, la sequía y la inundación dejaron de ser pequeñas muertes en vida y se convirtieron sencillamente en pérdidas monetarias. El dinero fue mermando el amor de aquellas gentes y su carácter indómito se disolvió gota a gota en los intereses hasta que de ser granjeros pasaron a ser pequeños tenderos de cosechas, pequeños fabricantes que debían vender antes de hacer. Entonces los agricultores que no eran buenos comerciantes perdieron su tierra, que fue a parar a manos de comerciantes competentes. Por más inteligente que fuera un hombre, por más ternura que sintiera por la tierra y los cultivos, si además no era buen comerciante, no podía sobrevivir. Y conforme pasó el tiempo, los hombres de negocios se fueron quedando las fincas y éstas se hicieron más extensas, pero al propio tiempo hubo un menor número de ellas.

La explotación de una finca pasó a ser industrial y los propietarios imitaron a Roma, aunque sin ser conscientes. Importaron esclavos, aunque no les dieron ese nombre: chinos, japoneses, mejicanos, filipinos. Se alimentan de arroz y judías, dijeron los hombres de negocios. No necesitan demasiado. No sabrían qué hacer cobrando buenos salarios. Si no hay más que ver cómo viven, lo que comen. Y si empiezan a espabilar, se les deporta.

Las fincas se hicieron cada vez más extensas y el número de propietarios disminuyó. Y los granjeros eran tan pocos que daba lástima. Y los siervos de importación fueron golpeados, amedrentados y muertos de hambre hasta que algunos regresaron a sus lugares de origen y otros se volvieron feroces y les mataron o les expulsaron de la región. Las fincas siguieron extendiéndose y los propietarios fueron cada vez menos.

Los cultivos cambiaron. Los árboles frutales ocuparon el lugar de los campos de gramíneas y el cultivo de verduras y hortalizas que habían de alimentar al mundo proliferó en las vaguadas: lechuga, coliflor, alcachofas, patatas…, cultivos para encorvarse. Un hombre puede estar derecho manejando una guadaña, un arado o una horca: pero debe arrastrarse como un insecto entre las hileras de lechugas, debe doblar la espalda y arrastrar el saco largo entre las hileras de algodón, debe arrodillarse como un penitente en un bancal de coliflores.

Y llegó el día en que los propietarios dejaron de trabajar sus fincas; cultivaron sobre el papel, olvidaron la tierra, su olor y su tacto, y sólo recordaron que era de su propiedad, sólo recordaron lo que les suponía en ganancias y pérdidas. Algunas de las fincas llegaron a ser tan extensas que no cabían en la imaginación, tan enormes que se hizo necesaria una compañía de contables para poder llevar la cuenta de intereses, ganancias y pérdidas; químicos que analizaran el suelo, que repusieran las sustancias que se habían agotado; jefes de paja para asegurar que los hombres encorvados se movieran a lo largo de las hileras tan rápidamente como la materia de sus cuerpos pudiera resistir. Entonces, un granjero tal se convertía en tendero y se ocupaba de una tienda. Pagaba a los hombres y les vendía comida y recuperaba el dinero. Y después dejó de pagarles en absoluto y se ahorró contabilidad. En las fincas se daba la comida a crédito. Un hombre podía trabajar y alimentarse; y se daba el caso de que, al acabar el trabajo, este hombre debía dinero a la compañía. Y los propietarios no sólo no trabajaban las fincas, sino que muchos de ellos ni siquiera las habían visto.

Entonces el oeste atrajo a los desposeídos, de Kansas, Oklahoma, Tejas, Nuevo Méjico; de Nevada y Arkansas, familias, tribus, expulsadas por el polvo y los tractores. Cargas, remolques, gentes hambrientas sin hogar; veinte mil, cincuenta mil y cien mil y doscientos mil. Fluyeron por las montañas, hambrientos e inquietos…, inquietos igual que hormigas, buscando a toda prisa trabajo: levantar, empujar, arrastrar, recolectar, cortar, cualquier cosa, cualquier peso que aguantar, por comida. Los niños tienen hambre. No tenemos dónde vivir. Como hormigas corriendo a por trabajo, a por comida y sobre todo a por tierra.

No somos extranjeros. Siete generaciones americanas y antes de eso irlandeses, escoceses, ingleses, alemanes. Uno de nuestros antepasados luchó en la Revolución y muchos de ellos en la Guerra Civil, en ambos bandos. Americanos.

Tenían hambre y eran fieros. Esperaban encontrar un hogar y sólo encontraron odio. Okies…, los propietarios los detestaban porque sabían que ellos eran débiles y los okies fuertes, que ellos estaban tan satisfechos como los okies hambrientos; y tal vez los propietarios habían oído contar a sus abuelos lo fácil que es robarle la tierra a un hombre débil si posees fiereza, y estás hambriento y armado. Los propietarios los detestaban. Los tenderos de las ciudades no los podían ver porque no tenían dinero que gastar. No hay camino más corto para encontrarse con el desprecio de un comerciante, al tiempo que su admiración se dirige exactamente en dirección contraria. Los hombres importantes de los pueblos, pequeños banqueros, no resistían a los okies porque de ellos no podían sacar ganancia alguna. No tenían nada. Y los trabajadores detestaban a los okies porque un hombre hambriento debe trabajar, y si debe trabajar, si tiene que trabajar, automáticamente se le paga un salario más bajo; y entonces nadie puede ganar más.

Y los desposeídos, los emigrantes, se dirigieron a California, doscientos cincuenta mil, trescientos mil. Detrás de ellos, los tractores invadían más tierras y echaban a los arrendatarios. Y nuevas olas se ponían en camino, olas de desposeídos y de gentes sin hogar, endurecidos, resueltos y peligrosos.

Y mientras que los californianos querían muchas cosas, acumulación, éxito social, entretenimiento, lujo y una curiosa seguridad bancaria, los nuevos bárbaros no tenían más que dos deseos: tierra y comida; y para ellos, los dos eran sólo uno. Y mientras que los deseos de los californianos eran nebulosos y poco definidos, los de los okies estaban al lado de las carreteras, allí quietos, visibles y codiciados: los campos fértiles con agua que se podía sacar de la tierra, los campos verdes y feraces, tierra para desmigar experimentalmente en la mano, hierba para oler, tallos de avena que mascar hasta que el dulzor penetrante llenara la garganta. Un hombre miraba un campo en barbecho y podía ver con la imaginación cómo su propia espalda doblada y sus brazos fuertes hacían crecer los repollos, el maíz dorado, los nabos y las zanahorias.

Y un hombre hambriento y sin hogar, recorriendo las carreteras con su mujer a su lado y los delgados hijos en el asiento trasero, miraba los campos en barbecho que podían producir comida, pero no beneficios, y ese hombre sabía que un campo en barbecho es un pecado y la tierra sin explotar un crimen contra esos niños flacos. Y un hombre tal avanzaba por las carreteras y sentía la tentación en cada campo, y el deseo vehemente de apropiarse de los campos y hacerlos producir energía para sus hijos y algunas comodidades para su mujer. La tentación estaba siempre delante de él. Los campos le aguijoneaban y las acequias de la compañía llenas de buen agua fluyente eran una provocación para él.

Al sur veía las naranjas doradas colgando de los árboles, pequeñas naranjas como oro en los árboles verde oscuro; y guardas con rifles patrullando los bancales para evitar que un hombre cogiera una naranja para un niño flaco, naranjas que tirarían a la basura si el precio era bajo.

El hombre llegaba hasta un pueblo con su viejo coche. Recorría todas las granjas en busca de trabajo. ¿Dónde podemos dormir esta noche?

Bueno, hay un Hooverville a la orilla del río. Allí hay un montón de okies. Conducía hasta el Hooverville. No volvía a preguntar nunca, porque había un Hooverville a las afueras de todos los pueblos.

La aldea de andrajosos se levantaba cerca del agua; las casas eran tiendas de campaña y recintos con techado de maleza, casas de papel, un enorme montón de basura. El hombre entraba con su familia y se convertía en un ciudadano de Hooverville…, siempre se llamaban Hoovervilles. El hombre montaba su propia tienda tan cerca del agua como le era posible; y si no tenía tienda, hacía una incursión al basurero de la ciudad y regresaba con cartones y construía una casa de papel ondulado. Y al llegar las lluvias, la casa se fundía y se deshacía. Él se establecía en el Hooverville y recorría la comarca buscando trabajo, y el poco dinero que tenía se iba en gasolina con que seguir buscando trabajo. A la caída de la tarde, los hombres se reunían y hablaban juntos. Agachados en cuclillas hablaban de la tierra que habían visto.

Saliendo de aquí hacia el oeste hay treinta mil acres. Ahí tirados. Dios, y lo que yo podría hacer con eso, con cinco acres de esa tierra. ¡Mierda!, y vaya si no tendría de todo para comer.

¿Lo habéis notado? En las granjas no hay hortalizas, ni pollos, ni cerdos. Sólo tienen un cultivo: o algodón, por ejemplo, o melocotones o lechugas. A lo mejor en otra no hay más que gallinas. Compran cosas que podrían cultivar en el patio. Dios, lo que yo podría hacer con un par de cerdos.

Bueno, pues ni son tuyos ni lo van a ser.

¿Qué vamos a hacer? Los niños no pueden crecer de esta forma.

A los campamentos llegaba el rumor. Hay trabajo en Shafter. Cargaban los coches por la noche y se amontonaban en las carreteras: una fiebre del oro, sólo que por trabajo. En Shafter se acumulaba la gente, cinco veces más personas de las necesarias para el trabajo. La fiebre del oro por trabajar. Se escabullían por la noche, como locos por trabajar. Y junto a las carreteras yacían las tentaciones, los campos capaces de dar comida.

Es propiedad de alguien. No es nuestro.

Bueno, quizá pudiéramos comprar una parcela pequeña. Tal vez… una pequeña. Justo allí abajo…, un bancal. Ahora está invadido de estramonio. ¡Dios!, podría obtener de ese pequeño bancal patatas suficientes para dar de comer a toda mi familia.

No es nuestro. Debe tener estramonio.

De vez en cuando un hombre lo intentaba; entraba furtivamente en la tierra y abría un pequeño claro, tratando como un ladrón de robar algo de riqueza de la tierra. Jardines secretos ocultos entre la maleza. Un paquete de simiente de zanahorias y unos cuantos nabos. Plantaba pieles de patata, se deslizaba en secreto al anochecer para trabajar con la azada la tierra robada.

Deja la maleza alrededor… así nadie podrá ver lo que estamos haciendo. Deja algunas hierbas, altas y grandes, en el medio. Cuidando un jardín secreto al anochecer, y acarreando agua en una lata herrumbrosa.

Y luego, un día, un ayudante del sheriff: Vaya, ¿qué está usted haciendo?

No hago daño a nadie.

Ya le tenía yo el ojo echado a usted. Esta tierra no es suya. No tiene derecho a entrar aquí.

La tierra no está arada y yo no la estoy perjudicando.

Malditos intrusos. Dentro de nada estarían convencidos de que era suya. Se enfadarían de mala manera. Se creería que es de su propiedad. Ahora largo de aquí.

Y las pequeñas zanahorias verdes eran arrancadas a patadas y las hojas de los nabos aplastadas a pisotones. El estramonio se volvió a instalar. Pero la policía tenía razón. Cultivar una cosecha da la propiedad. Tierra abierta con la azada y las zanahorias comidas…, un hombre puede luchar por la tierra de la que ha sacado alimento. Hay que echarle con rapidez o se creerá que es suya. Podría llegar a morir luchando por su pequeño claro entre el estramonio.

¿Viste su cara cuando arrancamos los nabos? Esa mirada era de las que matan. Hay que mantener a esta gente a raya o se apoderarán de la tierra. Se harán dueños de la región.

Forasteros, extraños.

Sí, claro que hablan el mismo idioma, pero son distintos. Mira qué forma de vivir. ¿Te imaginas a alguno de nosotros viviendo así? ¡Ni hablar!

Al final de la tarde, los hombres se acuclillaban y hablaban. Y un hombre excitado proponía: ¿Por qué no nos cogemos un trozo de tierra entre veinte? Tenemos armas. Vamos a empuñarlas y a decir: «Líbrense de nosotros si pueden». ¿Por qué no lo hacemos?

Nos dispararían como a las ratas.

Bueno, ¿qué prefieres?, ¿estar muerto o estar aquí? ¿Bajo tierra o en una casa hecha de sacos de arpillera? ¿Qué prefieres, que tus hijos se mueran ahora o dentro de dos años, de eso que llaman desnutrición? ¿Sabes lo que hemos comido toda la semana? ¡Ortigas cocidas y masa frita! ¿Sabes de dónde sacamos la harina para hacer la masa? De barrer el suelo de un camión.

Conversaciones en los campamentos, y los ayudantes del sheriff, hombres fondones con revólveres colgando de gordas caderas, contoneándose por ahí: Hay que darles algo en qué pensar; tenerlos a raya; si no, sólo Dios sabe de lo que serán capaces. ¡Pero si son tan peligrosos como los negros en el sur! Si alguna vez llegan a juntarse, nada podrá detenerlos.

Cita: En Lawrenceville un ayudante del sheriff desahució a un emigrante, éste se resistió, obligando al oficial a hacer uso de la fuerza. El hijo de once años del emigrante disparó contra el ayudante con un rifle calibre 22 y lo mató.

¡Serpientes de cascabel! No te arriesgues; si discuten, dispara primero. Si un chiquillo mata a un policía, ¿qué no harán los hombres? Lo que hay que hacer es ponerse más duro que ellos. Tratarlos sin contemplaciones. Tenerlos asustados.

¿Y qué pasa si no se amedrentan? ¿Qué si plantan cara y disparan a su vez? Estos hombres han estado armados desde que eran niños. Un revólver es una extensión de ellos mismos. ¿Qué hacemos si no se amilanan? ¿Qué si en algún momento marchan como un ejército igual que los lombardos lo hicieron sobre Italia, los germanos sobre la Galia y los turcos en Bizancio? Aquéllas también eran hordas mal armadas y ansiosas de territorio, y las legiones no pudieron detenerlas. Ni las matanzas ni el terror pusieron fin a su avance. ¿Cómo se puede asustar a un hombre que carga con el hambre de los vientres estragados de sus hijos además de la que siente en su propio estómago acalambrado? No se le puede atemorizar, porque este hombre ha conocido un miedo superior a cualquier otro.

En el Hooverville hablaban los hombres: el abuelo cogió su tierra de los indios.

No, no está bien esto que hablamos. Tú estás hablando de robar. Yo no soy un ladrón.

Ah, ¿no? Anteanoche robaste una botella de leche de un porche.

Y tú robaste alambre de cobre y lo vendiste por un poco de carne.

Sí, pero mis hijos tenían hambre.

Sigue siendo robar.

¿Sabéis cómo se fundó el rancho Fairfield? Os lo voy a decir… Eran tierras del gobierno, cualquiera podía quedárselas. El viejo Fairfield se fue a San Francisco, recorrió los bares y se llevó trescientos vagabundos borrachos. Los vagabundos ocuparon las tierras del gobierno. Fairfield les proveyó de comida y whisky, y luego, una vez que hubo pasado el tiempo establecido por el gobierno para la tierra, Fairfield se la quitó. Solía decir que la tierra le había costado una pinta de licor barato por acre. ¿Dirías que aquello fue robar?

Bueno, no estuvo bien, pero él nunca fue a la cárcel.

No, no fue a la cárcel. Y aquel que colocó una barca en una carreta e hizo el informe como si todo estuviera cubierto de agua porque él iba en barca, ése tampoco fue a la cárcel. Y los que sobornaron a los congresistas y legisladores tampoco fueron nunca a la cárcel.

De un extremo al otro del estado se oían estas charlas atropelladas en los Hoovervilles. Y luego las redadas, las incursiones súbitas de oficiales armados en los campamentos de emigrantes. Fuera. Órdenes del Departamento de Sanidad. Este campamento es una amenaza para la salud.

¿Dónde vamos a ir?

Eso no es asunto nuestro. Tenemos órdenes de sacarles de aquí. Dentro de media hora vamos a prender fuego al campamento.

Un poco más abajo hay casos de tifus. ¿Quiere que se propague por todas partes?

Tenemos órdenes de sacarles de aquí. ¡Largo! El campamento estará ardiendo dentro de media hora.

Al cabo de media hora el humo de casas de papel, de cabañas con techumbre de maleza, se elevaba hacia el cielo y la gente se alejaba en sus coches por las carreteras, buscando otro Hooverville.

Y en Kansas y Arkansas, en Oklahoma y en Tejas y Nuevo Méjico, los tractores invadían más tierras y echaban a los arrendatarios.

Trescientos mil en California y más en camino. En California, carreteras repletas de gente frenética que corría como hormigas a arrastrar, empujar, levantar, trabajar. Por cada carga que pudiera levantar un hombre surgían cinco pares de brazos para levantarla, ante cada ración de comida que se podía conseguir se abrían cinco bocas.

Y los grandes propietarios, los que deben ser desposeídos de su tierra por un cataclismo, los grandes propietarios con acceso a la historia, con ojos para leer la historia y conocer el gran hecho: cuando la propiedad se acumula en unas pocas manos, acaba por serles arrebatada. Y el hecho que siempre acompaña: cuando hay una mayoría de gente que tiene hambre y frío, tomará por la fuerza lo que necesita. Y el pequeño hecho evidente que se repite a lo largo de la historia: el único resultado de la represión es el fortalecimiento y la unión de los reprimidos. Los grandes propietarios hicieron caso omiso de los tres gritos de la historia. La tierra fue quedando en menos manos, aumentó el número de los desposeídos y los propietarios dirigieron todos sus esfuerzos a la represión. El dinero se gastó en armas, y en gasolina para mantener la vigilancia en las enormes propiedades y se enviaron espías que recogieran las instrucciones susurradas para la revuelta, de forma que ésta pudiera ser sofocada. La economía en proceso de cambio fue ignorada, al igual que los planes del cambio; y sólo se consideraron los medios para extinguir la revuelta, mientras persistían las causas de la misma.

Se incrementó el número de tractores que dejan a la gente sin trabajo, de líneas de transporte que acarrean las cargas, de máquinas que producen; más y más familias corrieron por las carreteras, buscando las migajas de las grandes propiedades, ansiando las tierras a los lados de los caminos. Los grandes propietarios formaron asociaciones para protegerse y celebraron reuniones en las que discutían formas de intimidación, de asesinato, de gasearles. Y siempre temerosos de que surgiera un jefe…, trescientos mil…, si alguna vez se unen bajo un líder…, el fin. Trescientas mil personas, hambrientas y abatidas, si alguna vez llegan a tomar conciencia de ellos mismos, la tierra será suya. Y no habrá gas ni rifles suficientes para detenerlos. Y los grandes propietarios, que eran al mismo tiempo más o menos que hombres por causa de sus propiedades, se precipitaron hacia su propia destrucción y utilizaron todos los medios que a largo plazo se volverían contra ellos. Toda pequeña medida, todo acto de violencia, cada una de las redadas en los Hoovervilles, cada ayudante que se contoneaba por un campamento miserable, retrasaba un poco el día y consolidaba la inevitabilidad de ese día.

Los hombres se acuclillaban, hombres de rostros afilados, delgados y endurecidos por la continua resistencia contra el hambre, de ojos torvos y mandíbulas duras. Y la tierra fértil se extendía alrededor de ellos.

¿Has oído lo del niño ese de la cuarta tienda hacia abajo?

No, acabo de llegar.

Bueno, ese crío ha estado llorando y retorciéndose en el sueño. Sus padres pensaron que tenía lombrices, así que le dieron un purgante y se murió. El crío tenía eso que llaman lengua negra. Viene de no comer cosas alimenticias.

Pobre criatura.

Sí. Y su familia no lo puede enterrar. Tendrá que ir al cementerio del condado.

No, señor.

Las manos buscaron en los bolsillos y sacaron monedas pequeñas. Delante de la tienda creció un pequeño montón de monedas de plata. Y la familia lo encontró allí.

Nuestra gente es buena; nuestra gente es compasiva. Ruego a Dios que algún día las gentes bondadosas no sean todas pobres. Ruego a Dios que algún día un niño pueda comer.

Y las asociaciones de propietarios supieron que algún día las oraciones se acabarían.

Y eso sería el fin.