Capítulo XVIII

LOS JOAD viajaron despacio hacia el oeste, por las montañas de Nuevo México, más allá de las cimas y las pirámides de la altiplanicie. Una vez en las tierras altas de Arizona vieron abajo el desierto Pintado, a través de un desfiladero. Un policía de fronteras les detuvo.

—¿A dónde se dirigen?

—A California —dijo Tom.

—¿Cuánto tiempo piensan estar en Arizona?

—El tiempo justo de cruzarla.

—¿Llevan plantas?

—No, ninguna.

—Debería registrar el equipaje.

—Le digo que no llevamos plantas.

El policía pegó una pequeña etiqueta en el parabrisas.

—De acuerdo. Continúen, pero más vale que no paren.

—No se preocupe, no pensábamos hacerlo.

Subieron lentamente las pendientes cubiertas de árboles bajos y retorcidos. Holbroock, Joseph City, Winslow. Luego aparecieron los árboles altos y los coches arrojaron vapor y avanzaron trabajosamente por las cuestas. Llegaron a Flagstaff, el punto más alto, y de allí bajaron a las amplias mesetas, donde la carretera se perdía en la distancia. El agua escaseaba, debía comprarse a cinco, diez, quince centavos por galón. El sol secó la tierra árida y montañosa y delante de ellos vieron los picos mellados de las montañas al oeste de Arizona. Huyendo del sol y la sequía avanzaron durante toda la noche. Llegaron a las montañas, atravesaron penosamente las murallas dentadas mientras sus débiles luces parpadeaban en las paredes de piedra pálida de la carretera. Pasaron la cumbre en la oscuridad y lentamente descendieron durante las últimas horas de la noche, a través de las piedras quebradas de Datman. Y al amanecer vieron el río Colorado a sus pies. Llegaron a Topock y aparcaron en el puente mientras un policía quitaba la etiqueta del parabrisas. Tras cruzar el puente siguieron por el desierto de rocas fracturadas. Y aunque estaban muertos de cansancio y el calor de la mañana estaba aumentando, pararon.

Padre gritó:

—Estamos aquí, estamos en California —miraron aturdidos las rocas fracturadas que relumbraban bajo el sol y las terribles murallas de Arizona al otro lado del río.

—Aún nos queda el desierto —dijo Tom—. Tenemos que conseguir agua y descansar.

La carretera es paralela al río y la mañana estaba bien entrada cuando los motores ardientes llegaron a Needles, donde el río corre ligero entre las cañas.

Los Joad y los Wilson aparcaron junto al río, y sentados en los vehículos contemplaron el fluir del agua deliciosa y las cañas verdes agitadas con suavidad por la corriente. Había un pequeño campamento a la orilla del río, once tiendas cerca del agua, y la hierba del suelo estaba anegada. Tom sacó la cabeza por la ventana del camión:

—¿Le importa si paramos aquí un rato?

Una mujer corpulenta que restregaba ropas en un cubo levantó la vista.

—No es nuestro, oiga. Pare si quiere. Ahora bajará un policía para echarles una ojeada. —Y volvió a restregar la ropa bajo el sol.

Los dos vehículos se estacionaron en un claro de la hierba anegada. Sacaron las tiendas, montaron la de los Wilson, estiraron la lona encerada de los Joad sobre la cuerda.

Winfield y Ruthie caminaron despacio entre los sauces hacia el cañaveral.

Ruthie dijo con suave vehemencia:

—California. Esto es California y nosotros estamos aquí.

Winfield rompió una espadaña, la retorció hasta arrancarla, se metió la blanca pulpa en la boca y la mascó. Se metieron en el río y se quedaron de pie en silencio, con el agua por las pantorrillas.

—Aún nos queda el desierto —dijo Ruthie.

—¿Cómo es el desierto?

—No lo sé. Una vez vi unas fotos de un desierto. Había huesos por todas partes.

—¿Huesos de hombre?

—Supongo que algunos sí, pero la mayoría eran de vaca.

—¿Podremos ver los huesos?

—Puede. No sé. Vamos a cruzar el desierto de noche. Eso es lo que dijo Tom. Tom dice que nos podemos abrasar vivos si lo atravesamos de día.

—¡Qué buena está, está fresquita! —dijo Winfield, mientras enterraba los dedos de los pies en la arena del fondo.

Oyeron a Madre llamar:

—Ruthie, Winfield, venid para acá.

Dieron la vuelta y regresaron caminando lentamente a través de las cañas y los sauces.

Las otras tiendas estaban en silencio. Por un momento, al llegar los coches, algunas cabezas se habían asomado entre las lonas y luego se habían retirado. Ahora las tiendas de las familias estaban levantadas y los hombres reunidos.

Tom dijo:

—Voy a bajar a bañarme. Eso es lo que voy a hacer, antes de irme a dormir.

—¿Cómo está la abuela desde que la instalamos en la tienda?

—No lo sé —respondió Padre—. No conseguí despertarla. —Ladeó la cabeza hacia la tienda. Un balbuceo quejoso salía de la lona. Madre entró rápida en la tienda.

—Pues ahora ya lo creo que se ha despertado —dijo Noah—. Se pasó casi toda la noche refunfuñando en el camión. Se ha vuelto loca.

—Maldita sea —dijo Tom—. Está agotada. Si no consigue descansar pronto no va a durar mucho. Sólo está agotada. ¿Viene alguien conmigo? Me voy a lavar y voy a dormir a la sombra todo el día. —Se alejó, los demás hombres le siguieron. Se desnudaron en los sauces y después se metieron en el agua y se sentaron. Permanecieron así mucho rato, abrazándose las piernas, con los talones clavados en la arena y sólo la cabeza sobresaliendo por encima del agua.

—¡Dios!, cómo lo necesitaba —exclamó Al. Tomó un puñado de arena del fondo y se frotó con ella. Desde el agua miraron los agudos picos llamados Needles y las montañas de roca blanca de Arizona.

—Las hemos cruzado —dijo Padre asombrado.

El tío John metió la cabeza bajo el agua.

—Bueno, hemos llegado. Esto es California; y no tiene un aspecto tan próspero.

—Aún hay que cruzar el desierto —dijo Tom—. He oído que es una putada.

Noah preguntó:

—¿Lo intentamos esta noche?

—¿Tú qué piensas, Padre? —inquirió Tom.

—No sé. Nos vendría bien un poco de descanso, sobre todo a la abuela. Pero, por otro lado, querría estar ya al otro lado y empezar a trabajar. Sólo nos quedan unos cuarenta dólares. Estaré más tranquilo cuando todos trabajemos y ganemos algo de dinero.

Los hombres sentados sintieron la fuerza de la corriente. El predicador dejó que sus brazos y manos flotaran en la superficie. Los cuerpos estaban blancos hasta el cuello y las muñecas, y morenos, de color marrón oscuro, la cabeza y las manos y una uve entre las clavículas. Se restregaron con arena.

Noah dijo, perezoso:

—Me gustaría quedarme aquí eternamente. No volver a tener hambre ni tristeza. Dentro del agua toda la vida, emperezado como las crías de una cerda en el fango.

Y Tom, mientras miraba los picos mellados al otro lado del río y los de Needles río abajo:

—Nunca he visto montañas tan duras. Ésta es una región asesina. Esto es el esqueleto de un país. Me pregunto si alguna vez llegaremos a un sitio donde la gente pueda vivir sin tener que pelearse con las rocas. He visto fotografías de una tierra llana, verde, con casitas, como dice Madre, blancas. Madre desea sobre todo una casa blanca. A veces dudo que exista una tierra semejante. He visto fotos así.

Padre dijo:

—Espera que lleguemos a California. Entonces verás una tierra hermosa.

—¡Pero, por Dios, Padre, si esto ya es California!

Dos hombres vestidos con vaqueros y sudadas camisas azules llegaron por los sauces y miraron a los hombres desnudos. Les saludaron:

—¿Se nada bien?

—No sé —dijo Tom—. No lo hemos intentado. Pero da gusto estar aquí sentado.

—¿Les importa si vamos a sentarnos?

—El río no es nuestro. Les prestaremos una parte pequeña.

Los hombres se desprendieron de los pantalones y se despegaron las camisas y entraron en el río por un vado. El polvo cubría sus piernas hasta la rodilla; tenían los pies pálidos y blandos de sudor. Se acomodaron perezosamente dentro del agua y se lavaron con languidez los flancos. Estaban quemados por el sol los dos, el chico y su padre. Gruñeron y bufaron con el placer de sentir el agua.

Padre preguntó cortésmente:

—¿Van hacia el oeste?

—No. Venimos de allí. Regresamos a casa. No hay forma de ganarse la vida en el oeste.

—¿De dónde son? —preguntó Tom.

—De Panhandle, somos de cerca de Pampa.

—¿Y allí pueden ganarse la vida? —quiso saber Padre.

—No. Pero por lo menos podemos morirnos con la gente que conocemos. No nos moriremos con una panda de tipos que nos odian.

—¿Sabe?, es usted la segunda persona que nos ha dicho tal cosa. ¿Por qué les odian? —preguntó Padre.

—No lo sé —dijo el hombre. Cogió agua en las manos y se lavó la cara, bufando y haciendo burbujas. Agua llena de polvo salió de su cabello y le manchó el cuello.

—Cuénteme más cosas —pidió Padre.

—Yo también quiero enterarme —añadió Tom—. ¿Por qué les odia esa gente del oeste?

El hombre miró a Tom con viveza.

—¿Van ahora al oeste?

—Sí, vamos de camino.

—¿Nunca han estado en California?

—Nunca.

—Bueno, no me hagan caso. Vayan a ver ustedes mismos.

—Sí —replicó Tom—, pero a uno le gusta saber dónde se mete.

—Bueno, si de verdad les interesa, yo me he planteado algunas cuestiones y he reflexionado sobre ellas. California es una tierra hermosa. Pero la robaron hace mucho tiempo. Después de cruzar el desierto se llega a Bakersfield. Es una tierra preciosa, con huertas y vides, la tierra más hermosa que nunca hayan visto. Pasarán luego tierra llana y fértil, con agua a diez metros bajo la superficie, tierra que está en barbecho. Pero no podrán comprarla, es de la Compañía de Tierras y Ganado. Y si ellos no quieren que se trabaje, pues no se trabaja. Si coge una parcela para plantar un poco de maíz le meten en la cárcel.

—¿Dice que es buena tierra y está sin trabajar?

—Sí, señor. Buena tierra sin trabajar. Bueno, pues eso le cabreará un poco, pero aún no ha visto nada. La gente tiene una mirada en los ojos, le miran y sus rostros dicen: «No me gustas, hijo de puta». Hay ayudantes del sheriff que le avasallan a uno. Si acampas al borde de la carretera te dicen que sigas adelante. Se ve en las caras de la gente el odio que nos tienen. Déjenme que les diga, nos odian porque nos tienen miedo. Saben que un hombre hambriento va a conseguir comida aunque la tenga que robar. Saben que una tierra en barbecho es un pecado y que alguien la va a coger. ¡Qué diablos! A ustedes nadie les ha llamado todavía okie.

—¿Okie? —preguntó Tom—. ¿Qué es eso?

—Antes significaba que eras de Oklahoma. Ahora quiere decir que eres un cerdo hijo de perra, que eres una mierda. En sí no significa nada, es el tono con que lo dicen. Pero yo no les puedo explicar nada, tienen que ir allí. He oído que hay trescientas mil personas como nosotros, que viven como cerdos porque en California todo tiene propietario. No queda nada libre. Y los propietarios se van a agarrar a sus posesiones aunque tengan que matar hasta el último hombre para conservarlas. Tienen miedo y eso les pone furiosos. Ya lo verán. Ya lo oirán. Es la puñetera tierra más hermosa que hayan visto, pero su gente no les tratará bien. Tienen tanto miedo y están tan preocupados que ni siquiera se tratan bien entre ellos.

Tom bajó la vista al agua y clavó los talones en la arena.

—Si uno trabajara y ahorrara algo de dinero, ¿no podría comprar un poco de tierra?

El hombre se echó a reír y miró a su hijo, y el silencioso chico sonrió con expresión casi triunfante. Y el hombre respondió:

—No van a conseguir trabajo fijo. Van a tener que rascar cada día para poder cenar. Con gente que les mira con malicia. Si recogen algodón, estarán seguros de que los pesos estarán amañados. Algunos lo están y otros no, pero ustedes pensarán que todos les engañan, y no sabrán cuáles lo hacen. En cualquier caso, no podrán hacer nada.

Padre preguntó lentamente:

—¿No hay… no hay allí nada bueno?

—Sí, es bonito de ver, pero usted no podrá comprar nada. Si ve un naranjal de naranjas amarillas, verá un tío con una escopeta que tiene derecho a matarle si toca una sola. Hay uno, dueño de un periódico, cerca de la costa, que tiene un millón de acres…

Casy levantó la mirada con presteza.

—¿Un millón de acres? ¿Qué rayos puede hacer con un millón de acres?

—No lo sé. Simplemente son suyos. Cría algo de ganado. Hay guardas por todas partes para que la gente no entre. Viaja en un coche blindado. He visto fotografías suyas. Es un tipo gordo y blando, con ojos perversos y la boca igual que el agujero del culo. Tiene miedo de morir. Posee un millón de acres y tiene miedo a morirse.

—¿Qué demonios puede hacer con un millón de acres? —exigió Casy—. ¿Para qué los quiere?

El hombre sacó del agua las manos, que se le estaban quedando blancas y arrugadas, y las extendió, estiró el labio inferior e inclinó la cabeza sobre uno de los hombros.

—No sé —respondió—. Debe de estar loco. Tiene que estar loco. Vi una foto suya y tiene pinta de loco, de estar loco y de ser un mal bicho.

—¿Dice usted que tiene miedo a morir? —preguntó Casy.

—Es lo que he oído.

—¿Tiene miedo de que Dios le atrape?

—No sé. Miedo, simplemente.

—¿Qué más le da? —dijo Padre—. No parece pasarlo muy bien.

—El abuelo no tenía miedo —dijo Tom—. Cuanto mejor se lo pasaba más cerca estaba de la muerte. Aquella vez que el abuelo y otro tropezaron con una banda de navajos, por la noche, se lo pasaron como nunca, y al mismo tiempo cualquiera habría dicho que estaban perdidos, que no tenían la menor posibilidad.

—Parece que así es la cosa —dijo Casy—. A uno que se lo está pasando bien le importa un comino, pero un tipo retorcido, solitario y viejo y decepcionado… ese sí que tiene miedo de morir.

—¿Qué es lo que le decepciona teniendo un millón de acres? —preguntó Padre.

El predicador sonrió y pareció confuso. Empujó salpicando con la mano un insecto de agua que iba flotando.

—Si necesita un millón de acres para sentirse rico, me parece que es porque en su interior se encuentra muy pobre, y si es pobre en sí mismo, no hay acres suficientes que le vayan a hacer sentirse rico, y quizá esté decepcionado de que no hay nada que él pueda hacer que le haga sentirse rico… rico como lo fue la señora Wilson al ofrecer su tienda cuando murió el abuelo. No estoy intentando predicar un sermón, pero nunca he visto a nadie que se dedicara a juntar cosas, tan ocupado como un perro de la pradera, que no estuviera desilusionado. —Sonrió con picardía—. Parece un sermón, ¿verdad?

El sol llameaba con furia. Padre dijo:

—Más vale meterse bien bajo el agua. Nos va a achicharrar vivos. —Y se reclinó y dejó que el agua fluyera suavemente alrededor de su cuello—. Si uno está dispuesto a trabajar duro, ¿tiene alguna posibilidad? —preguntó.

El hombre se sentó derecho y le miró de frente.

—Mire, yo no lo sé todo. Puede que llegue usted y encuentre un trabajo fijo, y yo sería un mentiroso. O puede que nunca encuentre nada y tampoco sería lo que yo le advertí. Lo único que le puedo decir es que la mayoría de la gente vive en condiciones desastrosas. —Se reclinó de nuevo en el agua—. Uno no puede saberlo todo —sentenció.

Padre volvió la cabeza y miró al tío John.

—Nunca has sido de muchas palabras —dijo—, pero que me parta un rayo si has abierto la boca dos veces desde que partimos. ¿Qué opinas de esto?

El tío John respondió ceñudo.

—Yo no opino nada. Vamos a ir hasta allá, ¿no? No vamos a dejar de ir por más que hablemos. Cuando lleguemos, habremos llegado. Cuando encontremos un trabajo, trabajaremos y cuando no lo encontremos, nos quedaremos sentados. Esta charla no va a servir de nada en ningún caso.

Tom se echó para atrás, se llenó la boca de agua, que lanzó al aire y rompió a reír.

—El tío John no habla mucho, pero nunca dice tonterías. Sí, señor, sabe lo que dice. ¿Seguiremos viaje esta noche, Padre?

—¿Por qué no? A ver si acabamos de una vez.

—Bueno, entonces me iré para arriba a dormir un rato en la hierba.

Tom se puso en pie y vadeó el río hasta la orilla arenosa. Se puso la ropa sobre el cuerpo mojado y se estremeció por lo caliente que estaba la ropa. Los demás le siguieron.

En el agua, el hombre y su hijo vieron desaparecer a los Joad. Y el chico dijo:

—Me gustaría verles dentro de seis meses. ¡Dios Santo!

El hombre se limpió los ojos con el dedo índice.

—No debí haber hecho eso —dijo—. Uno siempre quiere hacerse el listo, decirles las cosas a la gente.

—Bueno, Padre, ellos preguntaron.

—Sí, ya lo sé. Pero, como dijo ese otro, van a ir en cualquier caso. Lo que yo les dije no va a cambiar nada, excepto que van a empezar a pasarlo mal antes de tiempo.

Tom caminó entre los sauces y se acomodó en una cueva de sombra para dormir. Noah le siguió.

—Voy a dormir aquí —dijo Tom.

—Tom.

—¿Sí?

—Tom, yo no sigo.

Tom se incorporó.

—¿Qué quieres decir?

—Tom, no pienso abandonar este río. Voy a caminar río abajo.

—Estás loco —dijo Tom.

—Buscaré un sedal y cogeré peces. Uno no se muere de hambre estando cerca de un buen río.

Tom dijo:

—¿Y qué pasa con la familia? ¿Qué pasa con Madre?

—No lo puedo evitar. No puedo abandonar esta agua. —Noah tenía los ojos, muy separados el uno del otro, medio cerrados—. Tú sabes lo que pasa, Tom. La familia me trata bien, pero en realidad no les importo.

—Estás loco.

—No, no estoy loco. Yo sé cómo soy. Sé que me tienen lástima. Pero… bueno, yo no voy. Díselo tú a Madre, Tom.

—Atiende un momento —empezó Tom.

—No. No servirá de nada. He estado metido en esa agua y no pienso alejarme de ella. Ahora me voy, Tom…, río abajo. Cogeré peces y cosas, pero no lo puedo abandonar. No puedo. —Se arrastró fuera de la cueva de los sauces—. Díselo a Madre, Tom. —Echó a andar alejándose.

Tom le siguió hasta la orilla del río.

—Escucha, maldito idiota…

—No hay nada que hacer —dijo Noah—. Estoy triste, pero no puedo hacer otra cosa. He de irme. —Se volvió bruscamente y echó a andar por la ribera siguiendo la corriente. Tom empezó a seguirle, pero luego se detuvo. Vio a Noah desaparecer entre la maleza y volver a aparecer después, siguiendo la orilla del río, haciéndose cada vez más pequeño hasta desaparecer finalmente entre los sauces. Y Tom se quitó la gorra y se rascó la cabeza. Regresó a la cueva formada por sauces y se tumbó a dormir.

Bajo la lona estirada la abuela yacía en un colchón, y Madre estaba sentada a su lado. El aire era sofocante y las moscas zumbaban en la sombra de la lona. La abuela estaba desnuda, tapada con una cortina rosa. Movía la vieja cabeza incesantemente a un lado y al otro, murmuraba y se ahogaba. Madre, sentada en el suelo a su lado, espantaba las moscas con un trozo de cartón y al mismo tiempo provocaba una corriente de aire cálido que se movía sobre el viejo rostro en tensión. Rose of Sharon, sentada al otro lado, observaba a su madre.

La abuela llamó imperiosamente:

¡Will, Will! Ven aquí, Will. —Sus ojos se abrieron y miraron a su alrededor amenazantes—. Le dije que viniera aquí —dijo—. Ya le pillaré y le voy a arrancar el pelo. —Cerró los ojos, volvió a mover la cabeza a un lado y a otro y murmuró algo incomprensible.

Madre la abanicó con el cartón. Rose of Sharon miró desamparada a la anciana. Dijo quedamente:

Está terriblemente enferma.

Madre dirigió la mirada al rostro de la muchacha. Los ojos de Madre eran pacientes, pero en su frente estaban las arrugas de la tensión. Madre abanicaba sin cesar y mantenía a las moscas alejadas con el cartón.

—Cuando eres joven, Rosasharn, todo lo que pasa es una cosa en sí misma. Es un hecho aislado. Lo sé, lo recuerdo, Rosasharn. —Su boca pronunció con amor el nombre de su hija—. Vas a tener un hijo, Rosasharn, y para ti es algo aislado y lejano, te dolerá y el dolor será un dolor aislado y esta tienda está sola en el mundo, Rosasharn. —Golpeó un momento el aire para impulsar un moscardón zumbante, y la gran mosca brillante dibujó dos círculos alrededor de la tienda y salió zumbando a la luz cegadora del sol. Madre continuó—: Hay un tiempo de cambio, y cuando llega, una muerte se convierte en un trozo del morir, y un parto en un trozo de todos los nacimientos, y dar a luz y morir son dos partes de la misma cosa. Entonces los hechos dejan de estar aislados. Entonces un dolor ya no duele tanto, porque ya no es un dolor aislado, Rosasharn. Ojalá pudiera explicártelo para que lo supieras, pero no puedo. —Y su voz era tan suave, estaba tan llena de amor, que los ojos de Rose of Sharon se inundaron de lágrimas que fluyeron y la cegaron.

—Toma esto y abanica a la abuela —dijo Madre mientras le daba el cartón a su hija—. Hacer esto es bueno. Ojalá pudiera explicártelo para que lo entendieras.

La abuela, frunciendo el ceño sobre sus ojos cerrados, berreó:

—¡Will! Estás sucio. Nunca vas a llegar a estar limpio. —Sus pequeñas zarpas arrugadas subieron y arañaron sus mejillas.

Una hormiga roja corrió por la tela de la cortina y escaló entre los pliegues de piel floja del cuello de la anciana. Madre alargó la mano con rapidez, la cogió y la aplastó entre el pulgar y el índice y se sacudió los dedos en el vestido. Rose of Sharon meneó el abanico de cartón. Levantó la vista hacia Madre.

—¿Se va a…? —y las palabras se le secaron en la garganta.

—¡Sacúdete los pies, Will…, que eres un cerdo asqueroso! —le gritó la abuela.

Madre respondió:

—No lo sé. Quizá si podemos llevarla a un sitio donde no haga tanto calor… pero no lo sé. No te preocupes, Rosasharn. Toma aire cuando lo necesites y expúlsalo cuando sea necesario.

Una enorme mujer con un vestido negro destrozado se asomó a la tienda. Tenía ojos legañosos y desenfocados y la piel le pendía desde las mejillas en pequeños colgajos. Sus labios eran blandos, el superior le colgaba como una cortina sobre los dientes, y el inferior se doblaba hacia fuera por su propio peso, mostrando la encía inferior.

—Buenos días, señora —dijo—. Buenos días y demos gracias a Dios por la victoria.

Madre se volvió.

—Buenos días —dijo.

La mujer se inclinó dentro de la tienda y bajó la cabeza encima de la abuela.

—Hemos oído que tiene usted aquí un alma lista para reunirse con Jesús. ¡Alabado sea Dios!

El rostro de Madre se tensó y sus ojos se agudizaron.

—Está cansada, no es más que eso —explicó—. Está agotada por la carretera y el calor. Está agotada simplemente. Se pondrá bien en cuanto descanse un poco.

La mujer se inclinó sobre el rostro de la abuela, y casi pareció olfatearlo. Luego se volvió hacia Madre y asintió rápidamente, y sus labios oscilaron y sus mejillas temblaron.

—Un alma querida que se va a reunir con Jesús —dijo.

Madre gritó:

—¡No es verdad!

La mujer asintió, despacio esta vez y puso una mano hinchada en la frente de la abuela. Madre alargó la mano para apartar la de la señora, y rápidamente se contuvo.

—Sí que es verdad, hermana —dijo la mujer—. En nuestra tienda tenemos seis en estado de gracia. Iré a por ellos y celebraremos un servicio… con oraciones y la bendición. Somos todos jehovitas. Seis, contándome a mí. Voy a buscarles.

Madre se puso rígida.

—No… no —dijo—. No, la abuela está cansada. No podría aguantar un servicio.

La mujer dijo:

—¿No puede aguantar la gracia? ¿No puede aguantar el dulce aliento de Jesús? ¿Qué estás diciendo, hermana?

—No, aquí no —dijo Madre—. Está demasiado cansada.

—¿No son creyentes, señora? —La mujer miró con reproche a Madre.

—Siempre hemos sido fieles —respondió Madre—, pero la abuela está cansada y hemos estado de viaje toda la noche. No se molesten.

—No es molestia, y aunque lo fuera, nos gustaría hacerlo por un alma que sube en busca del Cordero.

Madre se enderezó de rodillas.

—Les damos las gracias —dijo con frialdad—. En esta tienda no se va a celebrar ningún servicio.

La mujer la miró durante largo rato.

—Bueno, no vamos a dejar que una hermana se vaya sin decir unas oraciones. Celebraremos el servicio en nuestra tienda, señora. Y le perdonaremos a usted por su corazón de piedra.

Madre se sentó de nuevo y volvió el rostro hacia la abuela, un rostro aún duro y resuelto.

—Está cansada —dijo Madre—. Sólo está cansada.

La abuela movió la cabeza y murmuró en voz baja apenas audible.

La mujer salió muy estirada de la tienda. Madre siguió contemplando el rostro de la anciana.

Rose of Sharon abanicó con el cartón y movió una corriente de aire caliente. Exclamó:

—¡Madre!

—¿Sí?

—¿Por qué no les has dejado celebrar el servicio?

—No sé —contestó Madre—. Los jehovitas son buena gente. Aúllan y saltan. No lo sé. Tuve una impresión extraña. Pensé que no podría soportarlo, que me vendría abajo.

Llegó de no muy lejos el sonido del inicio de un servicio, el canto monótono de la exhortación. Las palabras no se distinguían, pero el tono era claro. La voz subía y bajaba y a cada subida alcanzaba un tono más agudo. Ahora la respuesta llenaba la pausa y la exhortación se elevó triunfal y la reverberación del poder inundó la voz. Se hinchó e hizo una pausa y un bramido llegó en respuesta. Entonces, gradualmente, las frases de la exhortación se acortaron y adquirieron presteza, como órdenes; y en las respuestas apareció una nota de queja. El ritmo se aceleró. Las voces masculinas y femeninas habían estado todas en el mismo tono, pero ahora, en el medio de una respuesta, la voz de una mujer se elevó en un grito quejumbroso, salvaje y fiero, como el grito de una bestia; y una voz más grave de mujer se elevó al lado de la otra, como un ladrido, mientras una voz de hombre trepaba una escala con un aullido de lobo. La exhortación llegó a su fin y de la tienda salió sólo el aullido salvaje acompañado de un golpeteo sobre la tierra. Madre se estremeció. La respiración de Rose of Sharon era corta y jadeante, y el coro de aullidos se prolongó tanto que pareció que los pulmones fueran a estallar.

Madre dijo:

—Me pone nerviosa. Me ha pasado algo.

Ahora la voz aguda alcanzó el histerismo, los gritos atropellados de una hiena, y el golpeteo en intensidad. Las voces se quebraban y cascaban y entonces todo el coro se disolvió en su sonido suave rezongón y sollozante, y la carne golpeada y el golpeteo en la tierra; los sollozos se transformaron en un gimoteo como el de una camada de cachorros frente a un plato de comida.

Rose of Sharon lloraba quedamente de nerviosismo. La abuela se destapó las piernas que parecían palos grises y nudosos. Y la abuela gimió con el lamento lejano. Madre la volvió a tapar. Entonces la abuela suspiró profundamente y su respiración se hizo regular y tranquila, y sus párpados cerrados dejaron de agitarse. Cayó en un sueño hondo, roncando a través de la boca medio abierta. El lamento se fue haciendo cada vez más suave hasta que no fue posible percibirlo.

Rose of Sharon miró a Madre con ojos inexpresivos por las lágrimas.

—Le ha hecho bien —dijo Rose of Sharon—. A la abuela le ha hecho bien. Está dormida.

Madre mantuvo la cabeza baja, avergonzada.

—Quizá me haya portado mal con esa gente. La abuela se ha dormido.

—¿Por qué no le preguntas a nuestro predicador si has pecado? —sugirió la muchacha.

—Lo haré… pero es un hombre extraño. Tal vez haya sido él el que me hizo decirles a esa gente que no podían venir. Ese predicador está llegando a la conclusión de que lo que la gente hace, está bien hecho. —Madre se contempló las manos y luego dijo—: Rosasharn, tenemos que dormir. Si vamos a salir esta noche, necesitamos dormir. —Se estiró en el suelo, al lado del colchón.

—¿No abanico a la abuela? —preguntó Rose of Sharon.

—Ahora está dormida. Échate y descansa.

—¿Dónde estará Connie? —protestó la joven—. Hace un buen rato que no le veo.

—Sí —dijo Madre—. Duerme un poco.

—Madre, Connie va a estudiar por las noches para llegar a ser alguien.

—Sí, ya me lo has contado. Ahora descansa.

La muchacha se tumbó en el borde del colchón de la abuela.

—Connie tiene un plan nuevo. Está siempre pensando. Cuando sea un experto en electricidad pondrá su propia tienda, y entonces, adivina lo que vamos a tener.

—¿Qué?

—Hielo…, todo el hielo que queramos. Tendremos una caja de hielo. Llena de cosas. Con hielo no se echa a perder nada.

—Connie no para de pensar. —Madre rio entre dientes—. Ahora más vale que descanses.

Rose of Sharon cerró los ojos. Madre se dio la vuelta hasta quedar tumbada de espaldas y cruzó las manos debajo de la cabeza. Escuchó la respiración de la abuela y la de su hija. Movió una mano para quitarse una mosca de la frente. El campamento permanecía silencioso bajo el calor cegador, pero los sonidos de la hierba caliente, de grillos, el zumbido de las moscas, estaban próximos al silencio. Madre suspiró profundamente y después bostezó y cerró los ojos. Oyó en su duermevela pasos que se aproximaban, pero fue una voz de hombre la que la despertó con un sobresalto.

—¿Quién hay aquí?

Madre se sentó con presteza. Un hombre de rostro moreno se inclinó y miró en el interior. Llevaba botas, pantalones caqui y una camisa del mismo color con charreteras. Una funda de pistola colgaba del cinturón y en el lado izquierdo de la camisa había prendida una estrella plateada. Una gorra militar flexible descansaba sobre el cogote. Golpeó con la mano la lona y la tensa lona vibró como un tambor.

—¿Quién está aquí? —repitió.

—¿Qué es lo que desea usted? —preguntó Madre.

—¿Y usted qué cree? Quiero saber quién está aquí.

—Pues nosotras tres. Yo y la abuela y mi hija.

—¿Dónde están los hombres?

—Bajaron a lavarse. Estuvimos de viaje toda la noche.

—¿De dónde vienen?

—De cerca de Sallisaw, en Oklahoma.

—Bueno, pues aquí no se pueden quedar.

—Pensamos salir esta noche y cruzar el desierto.

—Más vale. Si mañana a esta hora siguen aquí los meto en la cárcel. No queremos que gente como ustedes se establezca por aquí.

El rostro de Madre se oscureció de cólera. Se puso lentamente en pie. Se inclinó y sacó de la caja de cacharros la sartén de hierro.

—Oiga usted —dijo—, tiene una chapa de hojalata y un revólver. En mi tierra, usted no levantaría la voz. —Fue avanzando hacia él con la sartén. Él aflojó el revólver en su funda—. Adelante —dijo Madre—. Asustando mujeres… Doy gracias de que los hombres no estén aquí. Lo dejarían hecho pedazos. En mi tierra uno tiene cuidado con lo que dice.

El hombre dio dos pasos hacia atrás.

—Pues ahora no está usted en su tierra. Está en California y no queremos que se establezcan aquí, malditos okies.

Madre interrumpió su avance y mostró una expresión perpleja.

—¿Okies? —dijo quedamente—. Okies.

—¡Sí, okies! Si cuando venga mañana están aquí, los meteré presos. —El hombre dio media vuelta, se dirigió a la siguiente tienda y golpeó en la lona con la mano.

—¿Quién hay aquí? —preguntó.

Madre entró en la tienda con calma. Dejó la sartén en la caja de los cacharros. Se sentó lentamente. Rose of Sharon la observó a hurtadillas. Y cuando vio el rostro en lucha de su madre, cerró los ojos y simuló estar dormida.

El sol fue descendiendo a lo largo de la tarde, pero el calor no pareció disminuir. Tom despertó bajo su sauce; tenía la boca seca y el cuerpo húmedo de sudor. Su cabeza parecía no haber descansado lo suficiente. Se puso en pie titubeante y se encaminó al agua. Se desprendió de sus ropas y entró vadeando la corriente. En cuanto estuvo rodeado de agua, su sed desapareció. Se acostó donde el agua era poco profunda y dejó su cuerpo flotar. Clavó los codos en la arena para que no lo arrastrara la corriente y contempló los dedos de sus pies, meneándose suavemente sobre la superficie.

Un niño pálido y flaco se arrastró como un animal por entre las cañas y se quitó la ropa. Se metió en el agua serpenteando como una rata almizclera y se impulsó igual que una rata almizclera, sólo que con los ojos y la nariz fuera del agua. De pronto vio la cabeza de Tom y a este que le observaba. Interrumpió su juego y se sentó.

Tom dijo:

—Hola.

—Hola.

—Jugabas a ser una rata almizclera, ¿no?

—Sí, a eso. —Se fue acercando poco a poco a la orilla; se movía como por casualidad, y entonces, salió de un salto, recogió su ropa con un movimiento del brazo y desapareció entre los sauces.

Tom se echó a reír silenciosamente. Y entonces oyó una voz estridente que gritaba su nombre.

—¡Tom, eh, Tom!

Se sentó dentro del agua y dio un silbido por entre los dientes, un silbido penetrante con un rizo al final. Los sauces temblaron y apareció Ruthie, mirándole.

—Madre te llama —dijo—. Quiere que vayas enseguida.

—De acuerdo.

Se puso en pie y se dirigió hacia la orilla; y Ruthie contempló con interés y asombro su cuerpo desnudo.

Tom, viendo la dirección en que miraban sus ojos, dijo:

—Vete corriendo. ¡Pero ya!

Y Ruthie salió corriendo. Mientras se alejaba la oyó llamar a Winfield con excitación. Se puso las ardientes ropas sobre el cuerpo fresco y húmedo y subió con calma entre los sauces hacia la tienda.

Madre había encendido una fogata con ramitas secas de sauce y tenía una olla de agua puesta a calentar. Pareció aliviada al verle.

—¿Qué sucede, Madre? —preguntó él.

—Tenía miedo —contestó ella—. Vino un policía a decir que no podíamos quedarnos. Temía que hubiera hablado contigo, que le pegaras si se dirigía a ti.

Tom dijo:

—¿Para qué iba yo a pegarle a un policía?

—Bueno —sonrió Madre—, tenía muy malos modos; yo misma estuve a punto de pegarle…

Tom la agarró del brazo y la sacudió con fuerza, como a un pelele, mientras se reía. Se sentó en el suelo, riendo todavía.

—Por Dios, Madre. Yo te conocía como una persona apacible. ¿Qué es lo que te ha pasado?

La expresión de ella se tornó seria.

—No lo sé, Tom.

—Primero nos mantienes a raya con una barra de hierro y ahora intentas atizarle a un poli. —Él se rio por lo bajo y alargó una mano y palmeó con ternura los pies descalzos de su madre—. Menudo genio sacas —dijo.

—Tom.

—¿Sí?

Ella vaciló largamente.

—Tom, ese policía que vino… nos llamó… okies. Dijo: «No queremos que os quedéis aquí, malditos okies».

Tom la observó con atención, con la mano descansando aún suavemente sobre el pie desnudo de ella.

—Uno nos habló de eso —dijo—, de cómo lo dicen. Madre, ¿dirías que soy un mal hombre? ¿Que debería estar encerrado?

—No —respondió ella—. Has sido juzgado… No. ¿Por qué me lo preguntas?

—Vaya, no sé, le habría atizado con gusto a ese poli.

Madre sonrió divertida.

—Quizá yo debería hacerte la misma pregunta, porque estuve a punto de pegarle con la sartén de hierro.

—Madre, ¿por qué dijo que no podíamos parar aquí?

—Sólo dijo que no quería que los okies se establecieran. Que nos iba a encerrar a todos si mañana seguíamos aquí.

—Pero no estamos acostumbrados a que ningún poli nos avasalle.

—Eso le dije —replicó Madre—. Me contestó que ahora no estamos en nuestra tierra. Estamos en California y ellos pueden hacer lo que quieran.

Tom dijo, incómodo:

—Madre, tengo que decirte una cosa. Noah… se ha ido río abajo. No quiere seguir.

Madre necesitó un momento para entenderlo.

—¿Por qué? —preguntó suavemente.

—No sé. Dijo que tenía que quedarse, que te lo dijera.

—¿Qué comerá? —preguntó ella.

—No lo sé. Dice que lo que pesque.

Madre estuvo callada un buen rato.

—La familia se está deshaciendo —dijo—. No sé, parece que ya no puedo pensar. Simplemente no puedo. Hay demasiadas cosas.

—No le pasará nada, Madre —dijo Tom sin convicción—. Es una persona curiosa.

Madre volvió sus ojos anonadados hacia el río. —Parece que simplemente ya no puedo pensar. Tom siguió la hilera de tiendas con la mirada y vio a Ruthie y Wíntield de pie a la puerta de una tienda manteniendo una seria conversación con alguien que estaba dentro. Ruthie se retorcía la falda en las manos, mientras que Winfield hacía un agujero en el suelo con el pie Tom les llamó—: ¡Eh, Ruthie! —Ella levantó los ojos, le vio y corrió hacia él con Winfield en sus talones. Cuando llegó a su lado, Tom dijo:

—Tú ve a por tu padre y los otros. Están abajo, durmiendo en los sauces. Diles que vengan. Y tú, Winfield, di a los Wilson que vamos a marcharnos cuanto antes.

Los niños dieron media vuelta y salieron a la carrera.

—Madre, ¿cómo está ahora la abuela? —preguntó Tom.

—Hoy ha dormido. Quizás esté mejor. Aún está durmiendo.

—Eso es bueno. ¿Cuánta carne nos queda?

—No mucha. Un cuarto de cerdo.

Bueno, habrá que llenar de agua ese otro barril. Tenemos que llevar agua.

Podían oír los agudos gritos de Ruthie llamando a los hombres, en los sauces.

Madre empujó palos de sauce dentro de la hoguera e hizo crepitar el fuego alrededor de la olla negra. Dijo:

—Ruego a Dios que alguna vez podamos descansar, que vayamos a parar a un lugar hermoso.

El sol descendió hacia las colinas abrasadas y melladas al oeste. La olla que había al fuego borboteó con furia. Madre entró en la tienda y salió con el delantal lleno de patatas, que dejó caer dentro del agua hirviendo.

—Ruego a Dios que podamos lavar algo de ropa. Nunca hemos ido tan sucios. Ni siquiera lavamos las patatas antes de cocerlas. ¿Por qué será? Parece que nos han quitado el ánimo.

Los hombres venían de los sauces en tropel, con los ojos llenos de sueño y los semblantes rojos e hinchados de dormir durante el día.

—¿Qué ocurre? —preguntó Padre.

—Nos vamos —respondió Tom—. Un poli ha dicho que hemos de irnos. Cuanto antes lo hagamos, antes llegaremos. Si salimos con tiempo, quizá podamos hacer lo que nos queda de un tirón. Nos faltan cerca de trescientas millas hasta nuestro destino. Padre dijo:

—Pensé que íbamos a tomarnos un descanso.

—Pues no. Tenemos que irnos. Padre —dijo Tom—. Noah no viene. Se fue andando río abajo.

—¿Que no viene? ¿Qué diablos pasa con él? —Y entonces se rectificó—. Es culpa mía —dijo tristemente—. Todo lo que le pasa a ese chico es culpa mía.

—No.

—No quiero hablar más de ello —dijo Padre—. No puedo…, yo tengo la culpa.

—Bueno, tenemos que irnos —insistió Tom.

Wilson, que se acercaba, llegó a tiempo de oír las últimas palabras.

—Nosotros no podemos ir —dijo—. Sairy está exhausta. Necesita descansar. No va a sobrevivir al cruce del desierto.

Ante sus palabras quedaron silenciosos; luego Tom dijo:

—El policía dijo que si mañana estábamos aquí, nos encerraría.

Wilson meneó la cabeza. Sus ojos estaban vidriosos de preocupación y a través de su piel oscura se podía ver la palidez.

—Pues entonces tendrá que hacerlo. Sairy no puede seguir. Si nos encierran, pues a la cárcel. Ella necesita descansar y reponer fuerzas.

Padre dijo:

—Quizá sea mejor que esperemos y vayamos todos juntos.

—No —dijo Wilson—. Ustedes se han portado bien con nosotros; son muy amables, pero no pueden quedarse aquí. Deben seguir y encontrar empleos y trabajar. No permitiremos que se queden.

—Pero ustedes no tienen nada —se acaloró Padre.

—Tampoco lo teníamos cuando nos unimos a ustedes. —Wilson sonrió—. Eso no es asunto suyo. No me hagan enfadar. Si no se van me voy a enfadar, y mucho.

Madre le hizo un gesto a Padre para que se acercara, a cubierto bajo la lona, y le habló en voz baja.

Wilson se volvió hacia Casy.

—Sairy querría que fuera usted a verla.

—Por supuesto —dijo el predicador. Caminó hasta la tienda de los Wilson, diminuta y gris, apartó la lona a los lados y entró. Dentro hacía calor y estaba oscuro. El colchón estaba en el suelo y había diversos utensilios esparcidos, tal y como habían quedado tras descargarlos por la mañana. Sairy yacía en el colchón, con los ojos bien abiertos y brillantes. Él la miró, con la gran cabeza inclinada y los marcados músculos del cuello tensos a los lados. Y se quitó el sombrero, que sostuvo en la mano.

Ella dijo:

—¿Les ha dicho mi marido que no podemos seguir?

—Eso es lo que dijo.

Prosiguió con voz hermosa y tenue:

—Yo querría que siguiéramos. Sabía que no habría llegado viva al otro lado, pero al menos él habría cruzado. Pero no quiere. No se da cuenta. Cree que me voy a poner bien. No se da cuenta.

—Dice que no se va.

—Ya lo sé —dijo ella—. Y es obstinado. Le pedí que viniera para que rezara una oración.

—No soy predicador —dijo él suavemente—. Mis oraciones no sirven para nada.

Ella se humedeció los labios.

—Yo estaba presente cuando murió el anciano. Entonces dijo usted una plegaria.

—No fue una plegaria.

—Sí que lo fue —replicó ella.

—No fue una oración de predicador.

—Pero fue una buena oración. Me gustaría que dijese una por mí.

—No sé qué decir.

Ella cerró los ojos un minuto y luego los volvió a abrir.

—Entonces diga una para sí mismo. No diga las palabras. Con eso bastaría.

—Yo no tengo Dios —dijo él.

—Usted tiene un Dios. Da lo mismo que no sepa usted qué aspecto tiene —el predicador agachó la cabeza. Ella le contempló con aprensión. Cuando alzó la cabeza de nuevo ella respiró aliviada—. Muy bien —dijo—. Es lo que necesitaba. Alguien que se sintiera tan cerca de mí como… para rezar.

Él agitó la cabeza como para despertar.

—No lo entiendo —dijo.

—Sí, sí que lo sabe, ¿no es verdad? —replicó ella.

—Lo sé, lo sé, pero no lo entiendo. Quizá puedan seguir después de unos días de descanso.

Ella negó lentamente con la cabeza.

—No soy más que un dolor cubierto de piel. Yo sé lo que es, pero no se lo voy a decir a él. Se apenaría demasiado. De todas formas, no sabría qué hacer. Tal vez por la noche, mientras duerma… cuando despierte, no será tan duro para él.

—¿Quiere que me quede con ustedes y no siga?

—No —dijo ella—. No. Cuando era pequeña solía cantar. Los vecinos solían decir que cantaba tan bien como Jenny Lind. Venían a oírme cuando cantaba. Y, cuando venían, y yo cantaba, nos sentíamos más juntos de lo que usted pueda imaginar. Yo estaba agradecida. No hay mucha gente que se pueda sentir tan llena, tan cercana, como aquellos allí de pie y yo cantando. Alguna vez pensé en cantar en teatros, pero nunca lo hice. Y me alegro. No habría habido ningún lazo entre ellos y yo. Y… por eso le pedí que rezara. Quería sentirme cerca de alguien, una vez más. Cantar y rezar es lo mismo, exactamente lo mismo. Me gustaría que me hubiera oído usted cantar.

Él la miró a los ojos.

—Adiós —dijo.

Ella movió la cabeza despacio a un lado y a otro y cerró con fuerza los labios. Y el predicador salió de la penumbra de la tienda y a la luz deslumbrante.

Los hombres estaban cargando el camión, el tío John arriba y los demás pasándole los bultos. Él colocaba todo con cuidado, manteniendo la superficie nivelada. Madre pasó el cuarto de carne salada de un barril a una fuente, y Tom y Al llevaron ambos barrilitos al río y los lavaron. Los ataron a los estribos y acarrearon cubos de agua para llenarlos. Luego los taparon con lonas para que el agua no se derramara. Sólo quedaban por cargar la lona de la tienda y el colchón de la abuela.

Tom dijo:

—Con la carga que llevamos, este cacharro va a hervir como loco. Tenemos que llevar agua en abundancia.

Madre pasó las patatas cocidas y sacó el medio saco de la tienda y lo puso con la bandeja de carne. La familia comió de pie, moviendo los pies y bailando las patatas calientes entre las manos hasta enfriarlas.

Madre se llegó a la tienda de los Wilson, estuvo dentro diez minutos y después salió silenciosamente.

—Es hora de marchar —dijo.

Los hombres entraron en la tienda. La abuela seguía durmiendo con la boca abierta. Levantaron con cuidado el colchón entero y lo subieron al camión. La abuela recogió sus delgadas piernas y frunció el ceño dormida, pero no despertó.

El tío John y Padre ataron la lona sobre la viga, haciendo una pequeña tienda encima de la carga. La amarraron a los listones laterales. Entonces estuvieron listos. Padre sacó su monedero y extrajo dos arrugados billetes. Se acercó a Wilson y se los ofreció.

—Nos gustaría que aceptara esto y aquello otro —dijo, señalando la carne y las patatas. Wilson bajó la cabeza y negó con decisión.

—No lo voy a coger —dijo—. A ustedes no les queda mucho.

—Suficiente para llegar —replicó Padre—. No lo hemos dejado todo. Encontraremos trabajo de inmediato.

—No voy a aceptarlo —dijo Wilson—. Me enfadaré si lo intentan.

Madre cogió los dos billetes de la mano de su marido. Los dobló pulcramente, los dejó en el suelo y puso encima la bandeja de carne.

—Ahí se van a quedar —dijo—. Si no lo coge usted, algún otro lo hará —Wilson, todavía con la cabeza gacha, dio media vuelta y se fue a su tienda; entró y la lona cayó detrás de él.

La familia esperó unos minutos, y luego:

—Tenemos que irnos —decidió Tom—. Seguro que ya son cerca de las cuatro.

Fueron trepando al camión, Madre arriba, junto a la abuela, Tom, Al y Padre en el asiento y Winfield en las rodillas de Padre. Connie y Rose of Sharon se hicieron un nido contra la cabina. El predicador y el tío John y Ruthie se acomodaron entre el laberinto de la carga.

Padre llamó:

—¡Adiós, señores Wilson!

No hubo respuesta de la tienda. Tom encendió el motor y el camión comenzó a alejarse pesadamente. Mientras reptaban por la dura carretera hacia Needles y la carretera principal, Madre miró atrás. Wilson estaba delante de la tienda, mirándoles con fijeza y con el sombrero en la mano. El sol caía sobre su rostro. Madre le saludó con la mano, pero él no respondió.

Tom llevó el camión en segunda por la carretera tan mala, para proteger las ballestas. Al llegar a Needles paró en una estación de servicio, comprobó el aire de las gastadas ruedas y los neumáticos de repuesto atados en la trasera. Hizo que le llenaran el depósito de gasolina y compró dos latas de cinco galones de gasolina y una de dos galones de aceite. Llenó el radiador, pidió un mapa y lo estudió.

El chico de la estación de servicio, de uniforme blanco, pareció inquieto hasta que pagaron lo que debían. Dijo:

—Ustedes sí que tienen valor.

Tom levantó la vista del mapa.

—¿Qué quieres decir?

—Vaya, atreverse a cruzar en semejante cafetera.

—¿Tú has atravesado el desierto alguna vez?

—Claro, muchas veces, pero nunca en una ruina como ésta.

Tom dijo:

—Si tenemos avería, quizá alguien nos eche una mano.

—Bueno, a lo mejor. Pero la gente tiene miedo de parar por la noche. A mí no me gustaría nada. Hace falta más valor del que yo tengo.

Tom hizo una mueca.

—No se necesita valor para hacer una cosa cuando es lo único que puedes hacer. Bueno, gracias. Seguimos adelante —subió al camión y se alejó.

El chico de blanco entró en el edificio de hierro donde su ayudante se afanaba sobre un fajo de billetes.

—¡Dios! Esa pandilla tenía pinta de ser bien dura.

—¿Esos okies? Todos tienen ese aspecto.

—No me gustaría nada tener que viajar en un cacharro como ése.

—Bueno, tú y yo somos sensatos. Esos condenados okies no tienen sensatez ni sentimiento. No son humanos. Un ser humano no podría vivir como viven ellos. Un ser humano no resistiría tanta suciedad y miseria. No son mucho mejores que gorilas.

—Pues yo sigo alegrándome de no tener que atravesar el desierto en un Hudson super seis. Hace el mismo ruido que una trilladora.

El otro muchacho miró su fajo de billetes. Y un goterón de sudor rodó por su dedo y cayó en los billetes rosados.

—Mira, no tienen gran problema. Son tan estúpidos que no saben que es peligroso. Y, Dios Todopoderoso, no han conocido nada mejor de lo que tienen. ¿Para qué te vas a preocupar?

—No me preocupa. Sólo pensé que si estuviera en su lugar, no me gustaría nada.

—Eso es porque tú has conocido algo mejor. Ellos no. —Y secó con la manga el sudor que había caído en el billete rosa.

El camión cogió la carretera y subió la larga colina, a través de roca quebrada y podrida. El motor hirvió al poco rato y Tom disminuyó la velocidad y condujo con calma. Cuesta arriba, serpenteando y retorciéndose en medio de una tierra muerta, quemada, blanca y gris, en la que no había ni el más ligero rastro de vida. En una ocasión Tom se detuvo durante unos minutos para que el motor se enfriara, y luego continuó. Coronaron el paso mientras el sol aún estaba alto y contemplaron el desierto al pie…; montañas de ceniza negra en la lejanía y el amarillo sol reflejándose en el desierto gris. Los arbustos pequeños y raquíticos, salvia y tomillo, proyectaban sombras osadas sobre la arena y pedazos de roca. El deslumbrante sol estaba enfrente. Tom hizo una visera con la mano para poder ver. Pasaron la cima y bajaron en punto muerto para que el motor se enfriara. Se deslizaron por la larga cuesta hasta llegar al suelo del desierto y el ventilador giró para enfriar el agua del radiador. En el asiento del conductor, Tom, Al, Padre, y Winfield en sus rodillas, contemplaron el luminoso sol poniente, con ojos pétreos, y los semblantes morenos estaban húmedos de transpiración. La tierra abrasada y las colinas negras y cenicientas interrumpían la distancia uniforme, haciéndola parecer terrible a la luz rojiza del sol que se ocultaba.

Al exclamó:

—¡Dios, menudo sitio! ¿Y si tuvieras que cruzarlo a pie?

—Hay gente que lo ha hecho —replicó Tom—. Mucha gente lo ha hecho; y si ellos pudieron, nosotros también.

—Han debido morir muchos —dijo Al.

—Bueno, nosotros no hemos salido precisamente indemnes.

Al permaneció en silencio un rato y el desierto iba enrojeciendo mientras avanzaban.

—¿Crees que volveremos a ver a los Wilson? —preguntó Al.

Tom bajó los ojos y miró el indicador del aceite.

—Tengo la corazonada de que dentro de nada a la señora Wilson no la va a volver a ver nadie. Es sólo una corazonada que tengo.

Winfield dijo:

—Padre, quiero salir.

Tom dirigió la vista hacia él.

—Es un buen momento para que salgan todos antes de que nos acomodemos para viajar toda la noche —fue frenando hasta detener el camión. Winfield salió a toda prisa y orinó al borde de la carretera. Tom se asomó—. ¿Alguien más?

—Aquí arriba aguantamos bien —gritó el tío John.

Padre dijo:

—Winfield, súbete a la carga. Se me duermen las piernas si te llevo encima.

El chiquillo se abrochó el mono y trepó obedientemente por la parte trasera; pasó a cuatro patas por el colchón de la abuela y avanzó hacia Ruthie.

El camión siguió adelante en el atardecer, y el filo del sol hirió el árido horizonte y tiñó de rojo el desierto.

—No te han dejado ir delante, ¿eh? —dijo Ruthie.

—No he querido. No se está tan bien como aquí. No podía tumbarme.

—Bueno, pues no me molestes, chillando y hablando —dijo Ruthie—, porque yo pienso dormirme, y cuando despierte, habremos llegado. ¡Porque lo ha dicho Tom! Va a resultar extraño ver una tierra bonita.

El sol desapareció y dejó un gran halo en el cielo. Bajo la lona la oscuridad creció, una larga cueva con luz en ambos extremos…, un triángulo plano de luz.

Connie y Rose of Sharon iban apoyados contra la cabina y el aire caliente que rodaba por la tienda les golpeaba en la nuca, y la lona encerada se agitaba y tamborileaba encima de ellos. Hablaban juntos en tonos bajos, afinados con la lona tamborileante de manera que nadie pudiera oírles. Cuando Connie hablaba, torcía la cabeza para hablarle al oído, y ella hacía lo mismo. Rose of Sharon dijo:

—Parece que no vamos a hacer en la vida otra cosa que movernos. Estoy tan cansada…

Él volvió la cabeza hacia su oído.

—Tal vez por la mañana. ¿Te gustaría que estuviéramos solos ahora? —en la penumbra, su mano se separó y le acarició la cadera.

Ella dijo:

—No hagas eso. Me volverás loca. No lo hagas —y volvió la cabeza para oír su respuesta.

—Tal vez… cuando todos estén dormidos.

—Quizá —dijo ella—. Pero espera a que se duerman. Me vas a poner loca y a lo mejor ni siquiera se duermen.

—Apenas puedo contenerme —dijo Connie.

—Ya lo sé. Tampoco yo. Hablemos de cuando lleguemos; y apártate antes de que me vuelva loca.

Él se apartó un poco.

—Bien. Empezaré a estudiar por las noches inmediatamente —dijo. Ella suspiró profundamente—. Voy a comprar uno de los libros donde lo anuncian y a mandar el cupón de inmediato.

—¿Cuánto tiempo crees que será necesario? —preguntó ella.

—¿Necesario para qué?

—Para que empieces a ganar mucho dinero y podamos tener hielo.

—No te sabría decir —dijo él, dándose importancia—. Realmente no sabría decirte. Seguro que antes de Navidad ya he estudiado un montón.

—En cuanto hayas estudiado todo, supongo que podremos comprar hielo y otras cosas.

Él rio entre dientes.

—Es este calor —dijo—. ¿Para qué quieres hielo en Navidad?

Ella soltó unas risitas.

—Es verdad. Pero yo quiero tener hielo en cualquier época. Estate quieto. ¡Me volverás loca!

El crepúsculo se transformó en oscuridad y las estrellas del desierto aparecieron en el cielo suave, estrellas penetrantes y luminosas, con pocos puntos y rayos, en un cielo aterciopelado. Y el calor cambió. Mientras el sol estuvo fuera, fue un calor que golpeaba y azotaba, pero ahora el calor surgía de debajo, de la tierra misma, y era denso y asfixiante. Los faros del camión se encendieron, e iluminaron una pequeña mancha en la carretera y una franja de desierto a cada lado. Algunas veces unos ojos relucían en las luces, delante y a lo lejos, pero ningún animal se dejó ver a las luces. Bajo la lona la oscuridad era ya intensa. El tío John y el predicador estaban encogidos en el centro del camión, con los codos apoyados y mirando por el triángulo trasero. Podían ver los dos bultos que eran Madre y la abuela recortados contra el exterior. Podían ver a Madre moviéndose de vez en cuando y el movimiento de su brazo era visible perfilado ante el exterior.

El tío John hablaba con el predicador.

—Casy —dijo—, usted debería saber qué hacer.

—¿Qué hacer con respecto a qué?

—No lo sé —respondió el tío John.

—Bueno, eso me facilita mucho las cosas —dijo Casy.

—Pero usted ha sido predicador.

—Mire, John, todo el mundo se ríe de mí porque he sido predicador. Un predicador no es más que un hombre.

—Sí, pero… es… de una clase de hombres, o si no, no sería un predicador. Quiero preguntarle…, bueno, ¿usted cree que alguien puede traer mala suerte?

—No lo sé —contestó Casy—. No lo sé.

—Es que mire…, yo estuve casado con una buena chica. Una noche le dio un dolor en el estómago. Y dijo: «Es mejor que me traigas un médico». Y yo le contesté: «Qué dices, es que has comido demasiado» —el tío John puso una mano en la rodilla de Casy y le miró en la oscuridad—. Me miró de una manera… Estuvo gimiendo toda la noche y murió a la tarde siguiente —el predicador musitó algo—. Entiende —continuó John—, yo la maté. Desde entonces intento compensarlo, con los niños más que nada. Y he intentado portarme bien, pero no puedo. Me emborracho y me descontrolo.

—Todo el mundo se descontrola —dijo Casy—. Yo también lo hago.

—Sí, pero usted no lleva un pecado en su alma como yo.

Casy replicó afablemente:

—Claro que llevo pecados. Todo el mundo los lleva. Un pecado es algo de lo que no estás seguro. Esas personas que están seguras de todo y no tienen ningún pecado…, vaya, con esos hijos de puta, si yo fuera Dios los echaba del cielo de una patada en el culo. No los aguantaría.

El tío John dijo:

—Tengo el presentimiento de que estoy trayendo mala suerte a mi propia familia. Tengo el presentimiento que debería largarme y dejarlos tranquilos. No estoy cómodo en esta situación.

Casy dijo rápidamente:

—Yo sé que un hombre debe hacer lo que tenga que hacer. Yo no le puedo responder, no puedo. No creo que haya buena suerte o mala suerte. De lo único que estoy seguro en este mundo es de que nadie tiene derecho a inmiscuirse en la vida de otro. Cada uno tiene que decidir por sí mismo. Se le puede ayudar, quizá, pero no decirle lo que debe hacer.

—Entonces, ¿no lo sabe? —preguntó el tío John decepcionado.

—No lo sé.

—¿Cree que fue un pecado dejar morir de aquella forma a mi mujer?

—Bueno —consideró Casy—, para los demás fue un error, pero si usted piensa que fue un pecado…, entonces es un pecado. Cada uno levanta sus propios pecados desde la misma tierra.

—He de pensar despacio en eso —replicó el tío John, y rodó para ponerse de espaldas con las rodillas encogidas.

El camión siguió avanzando sobre la tierra caliente y las horas pasaron. Ruthie y Winfield se durmieron. Connie desató una manta de la carpa y él y Rose of Sharon se taparon con ella, y lucharon juntos en el calor conteniendo el aliento. Después de un rato Connie apartó la manta y sintieron el cálido viento que corría por el túnel formado por la lona, como un aire fresco sobre sus cuerpos húmedos.

Al fondo del camión, Madre yacía en el colchón al lado de la abuela, y no podía ver con los ojos, pero sentía la pugna del cuerpo y del corazón; y la respiración sollozante pegada a su oído. Y Madre repetía una y otra vez: Tranquila. Te pondrás bien. Y decía con voz ronca: Sabes que es necesario…, la familia tiene que cruzar el desierto. Lo sabes.

El tío John preguntó:

—¿Estás bien?

Ella tardó un poco en contestar.

—Sí. He debido quedarme dormida —un poco después la abuela se quedó inmóvil y Madre permaneció tumbada, rígida, junto a ella.

Las horas nocturnas fueron pasando, con la oscuridad pegada al camión. A veces algún coche que iba hacia el oeste les adelantaba; y otras veces se cruzaban con camiones que venían del oeste y se alejaban rugiendo en dirección contraria. Las estrellas fluían como una lenta cascada sobre el horizonte, por el oeste. Era cerca de medianoche cuando se aproximaron a Dagget, donde estaba la estación de inspección. La carretera estaba anegada de luz y un letrero iluminado decía: Deténgase a la derecha. Los oficiales ganduleaban en la oficina, pero salieron y esperaron bajo el largo cobertizo cubierto cuando Tom paró allí. Un oficial anotó la matrícula y levantó el capó.

—¿Qué es eso? —preguntó Tom.

—Inspección agrícola. Tenemos que registrar el equipaje. ¿Llevan verduras o semillas?

—No —respondió Tom.

—Bueno, hay que registrar el equipaje. Tienen que descargar.

Entonces Madre bajó pesadamente del camión. Tenía el rostro hinchado y una expresión de dureza en los ojos.

—Oiga, tenemos una anciana enferma. Hay que llevarla al médico. No podemos esperar —pareció luchar contra la histeria—. No pueden hacernos esperar.

—Ah ¿sí? Pues hay que hacer el registro.

—Le juro que no llevamos nada —gritó Madre—. Se lo juro. Y la abuela está muy enferma.

—Usted tampoco tiene muy buen aspecto —dijo el oficial.

Madre se encaramó por la trasera del camión, alzándose con una fuerza tremenda.

—Mire —dijo.

El oficial enfocó la luz de la linterna en el viejo rostro consumido.

—Sí que está enferma —dijo—. ¿Jura que no llevan semillas, fruta, verduras, maíz ni naranjas?

—No, no ¡Se lo juro!

—Entonces continúen. Pueden encontrar un médico en Barstow. Está sólo a ocho millas. Sigan adelante.

Tom montó y siguió conduciendo.

El oficial se volvió a su compañero.

—No podía retenerlos.

—Quizá se hayan tirado un farol —dijo el otro.

—De eso nada. Deberías haber visto la cara de esa anciana. Aquello no era ningún farol.

Tom aceleró hasta Barstow y una vez en el pueblo, se detuvo, bajó y fue hacia la parte trasera del camión. Madre se asomó.

—No pasa nada —dijo ella—. No quería parar allí por si no podíamos cruzar.

—Ya. Pero ¿cómo está la abuela?

—Está bien…, bien. Sigue adelante. Tenemos que acabar de cruzar —Tom meneó la cabeza y regresó a la cabina.

—Al —dijo—, voy a llenarlo y después conduces tú un rato —llevó el camión hasta una gasolinera abierta toda la noche y llenó el depósito y el radiador y también el hueco de la manivela. Entonces Al se sentó al volante y Tom en la ventana, con Padre en el centro. Se alejaron en la oscuridad y dejaron atrás las pequeñas colinas cercanas a Barstow.

Tom comentó:

—No sé qué le pasa a Madre. Está tan desasosegada como un perro con una pulga en la oreja. Tampoco habrían tardado tanto en echarle un vistazo al equipaje. Primero dice que la abuela está enferma y ahora que está bien. No la entiendo. No está bien. ¿Se le habrá ablandado el cerebro en el viaje?

Padre dijo:

—Madre está casi igual que cuando era joven. Era una chica de lo más indómito. No le tenía miedo a nada. Pensé que los hijos y el trabajo la domarían, pero parece que no ha sido así. ¡Dios! Te aseguro que cuando agarró aquella barra de hierro, no me habría gustado ser el que se la tuviera que quitar.

—No sé qué mosca le ha picado —insistió Tom—. Quizá sólo esté extenuada.

Al intervino:

—No me voy a poner a llorar y a gimotear para llegar al otro lado. Llevo este maldito coche sobre la conciencia.

—Bueno, hiciste bien eligiéndolo —dijo Tom—. Apenas nos ha dado ningún problema.

Avanzaron toda la noche en medio de la cálida oscuridad, y las liebres se escabullían entre las luces y se alejaron a toda prisa con brincos largos. La aurora surgió por detrás de ellos cuando tenían delante las luces de Mojave. Y la aurora mostró las altas montañas al oeste. En Mojave pusieron agua y aceite, y luego penetraron con esfuerzo en las montañas y el alba lo inundaba todo a su alrededor.

Tom exclamó:

¡Dios, hemos cruzado el desierto! ¡Padre, Al, por el amor de Dios! El desierto ha quedado atrás.

—Me da igual. Estoy demasiado cansado —dijo Al.

—¿Quieres que conduzca yo?

—No, espera un rato más.

Pasaron por Techachapi a la luz viva de la mañana y el sol subió a sus espaldas, y luego…, de pronto, vieron el gran valle a sus pies. Al pisó el freno y se detuvo en mitad de la carretera y…

¡Cielo santo! ¡Mirad! —exclamó—. Los viñedos, las huertas, el extenso valle llano, verde y hermoso, los árboles dispuestos en hileras y las casas de las granjas.

¡Dios Todopoderoso! —dijo Padre. Las ciudades distantes, los pueblos en la tierra de las huertas y el sol matutino, dorado sobre el valle. Tras ellos pitó un coche. Al llevó el camión hasta un lado de la carretera y aparcó—. Quiero contemplarlo —los campos de trigo, dorados en la mañana, y las filas de sauces, las hileras de eucaliptos.

Padre suspiró:

—Nunca imaginé que hubiera nada parecido —los melocotoneros y las nogueras y los parches verde oscuro de la naranja. Y entre los árboles, tejados rojos, y graneros…, graneros ricos. Al se apeó y estiró las piernas. Llamó:

—Madre, ven a ver. Hemos llegado.

Ruthie y Winfield salieron deprisa del coche y luego se quedaron parados, en silencio y anonadados, avergonzados ante el gran valle. La distancia se adelgazaba en la calina y la tierra adquiría suavidad con la distancia. Un molino relució bajo el sol y sus aspas giratorias eran como un pequeño heliógrafo, a lo lejos. Ruthie y Winfield lo miraron y aquélla musitó:

—Es California.

Winfield movía los labios silenciosamente formando las sílabas.

—Hay fruta —dijo en voz alta.

Casy y el tío John, Connie y Rose of Sharon fueron bajando y quedándose callados. Rose of Sharon había empezado a cepillarse el pelo cuando su vista cayó sobre el valle y su mano descendió lentamente hasta quedar colgando junto a su costado.

Tom dijo:

—¿Dónde está Madre? Quiero que vea esto. ¡Mira, Madre! Ven aquí —Madre bajaba despacio, con rigidez, por la tabla trasera. Tom se quedó mirándola—. Por Dios, Madre ¿estás enferma? —ella tenía el rostro tenso y gris como la masilla y sus ojos parecían haberse hundido más en la cabeza, y los bordes estaban rojos de cansancio. Sus pies tocaron el suelo y se sujetó agarrándose al costado del camión.

Su voz sonó como un graznido.

—¿Dices que lo hemos atravesado?

Tom señaló al gran valle.

¡Mira!

Ella movió la cabeza hacia donde él indicaba y su boca se abrió ligeramente. Sus dedos volaron hacia su cuello y agarraron un pellizco de piel y lo retorcieron con suavidad.

¡Gracias a Dios! —exclamó—. La familia está aquí —le fallaron las rodillas y se sentó en el estribo.

—¿Estás enferma, Madre?

—No, cansada solamente.

—¿No dormiste nada?

—No.

—¿Estaba mal la abuela?

Madre se contempló las manos, abandonadas juntas en el regazo como amantes cansados.

—Ojalá pudiera esperar y no tuviera que decíroslo. Ojalá todo pudiera ser… hermoso, la felicidad pudiera ser completa.

Padre dijo:

—Entonces es que la abuela está mal.

Madre levantó la vista y contempló el valle.

—La abuela está muerta.

Todos la miraron, y Padre preguntó:

—¿Cuándo?

—Antes de que nos hicieran parar anoche.

—Así que por eso no querías que registraran.

—Temía que no pudiéramos llegar al otro lado —dijo ella—. Le dije a la abuela que no podíamos hacer nada por ella, que la familia tenía que atravesar el desierto. Se lo dije, se lo dije cuando se moría. No podíamos detenernos en el desierto. Estaban los pequeños… y el hijo de Rosasham. Se lo dije —se tapó la cara con las manos un momento—. Podemos enterrarla en algún sitio hermoso y verde —dijo Madre quedamente—. Un lugar bonito con árboles alrededor. Tiene que descansar en California. La familia miró a Madre, un poco asustados de su fuerza.

Tom dijo:

—¡Cielo santo! Y tú allí tumbada con ella toda la noche.

—La familia tenía que cruzar el desierto —dijo Madre, sobrecogida por la pena.

Tom se aproximó y fue a ponerle una mano en el hombro.

—No me toques —pidió ella—. Resistiré si no me tocas. Eso podría conmigo.

Padre dijo:

—Ahora hemos de continuar. Hay que seguir hasta abajo.

Madre levantó los ojos hacia él.

—¿Puedo sentarme delante? No quiero volver ahí detrás…, estoy cansada. Estoy terriblemente cansada.

Volvieron a trepar a la carga evitando la larga figura rígida cubierta y arropada con un edredón, la cabeza tapada también. Se fueron a sus sitios intentando mantener los ojos alejados de allí, del pequeño bulto marcado en el edredón que debía ser la nariz, y de la loma empinada en que sobresalía la barbilla. Intentaron mantener la vista apartada, pero no podían. Ruthie y Winfield, amontonados en uno de los rincones delanteros tan lejos del cuerpo como podían, miraban fijo la figura amortajada.

Y Ruthie murmuró:

—Ésa es la abuela y está muerta.

Winfield asintió solemnemente.

—No respira en absoluto. Está muerta del todo.

Y Rose of Sharon le dijo a Connie en voz baja: —Se estaba muriendo justo cuando nosotros…— ¿Y cómo íbamos a saberlo? —la tranquilizó él.

Al se encaramó encima de la carga para dejar sitio a Madre en el asiento. Y titubeó un poco porque se sentía triste. Se dejó caer pesadamente junto a Casy y el tío John.

—Bueno, era ya vieja. Supongo que le llegó la hora —dijo Al—. Todo el mundo tiene que morir.

Casy y el tío John le miraron con ojos inexpresivos, como si fuera un curioso arbusto parlante.

—¿No es verdad? —exigió Al.

Y los ojos se apartaron de él, dejándole hosco y estremecido.

Casy dijo con asombro:

—La noche entera y ella estaba sola —y continuó—: John, esa mujer está tan llena de amor… que me asusta. Me asusta y me hace sentirme vil.

—¿Fue un pecado? —preguntó John—. ¿Hay alguna parte de todo ello que pudiera considerar un pecado?

Casy se volvió hacia él estupefacto.

—¿Un pecado? No, ninguna parte fue pecado.

—Yo nunca he hecho nada que no tuviera alguna parte de pecado —dijo John, y miró el largo cuerpo envuelto.

Tom y sus padres subieron al asiento delantero. Tom dejó rodar el camión y empezó en compresión. Y el pesado camión se movió colina abajo, a sacudidas, bufando y haciendo sonar pequeñas detonaciones. Tenían el sol a la espalda y enfrente el valle dorado y verde. Madre movió la cabeza lentamente a un lado y a otro.

—Es hermoso —dijo—. Ojalá lo hubieran podido ver.

—Ojalá —dijo Padre.

Tom palmeó con la mano el volante.

—Eran demasiado viejos —dijo—. No habrían visto lo que hay. El abuelo habría visto indios y la tierra de las praderas de cuando era joven. Y la abuela habría recordado y visto la primera casa en la que vivió. Eran demasiado viejos. Los que de verdad lo están viendo son Ruthie y Winfield.

Padre dijo:

—Aquí está Tommy hablando como un hombre adulto, casi como un predicador.

—Es cierto —y Madre sonrió con tristeza—. Tommy ha crecido tanto, está tan alto que a veces no acierto a entenderle.

Descendían rápidamente por la montaña, por un camino que serpenteaba lleno de curvas, perdiendo de vista el valle y volviéndolo a encontrar luego. Y el aliento cálido del valle subió hasta ellos, con aromas verdes y cálidos, con olor a salvia resinosa. El cri-cri de los grillos les acompañaba a lo largo de la carretera. Una serpiente de cascabel salió reptando y Tom la atropello, la quebró y la dejó retorciéndose.

Tom dijo:

—Creo que tenemos que ir al forense, esté donde esté. Tenemos que darle un entierro decente. ¿Cuánto dinero queda, Padre?

—Unos cuarenta dólares —respondió Padre.

Tom rompió a reír.

—¡Dios, vamos a empezar como llegamos al mundo! No se puede decir que hayamos traído mucho con nosotros —rio entre dientes un momento y luego su rostro se volvió serio con rapidez. Se bajó la visera de la gorra sobre los ojos. Y el camión rodó montaña abajo hacia el gran valle.