LOS COCHES de los emigrantes que salían de las carreteras secundarias fueron desembocando en la gran carretera que atravesaba el país y tomaron la ruta migratoria hacia el oeste. Durante el día corrían como insectos en dirección oeste; y cuando la oscuridad les alcanzaba, se reunían como insectos, refugiándose junto al agua. Se arrimaban juntos porque todos estaban solos y confusos, porque todos provenían de un lugar de tristeza y preocupación y derrota y porque todos se dirigían a un sitio nuevo y misterioso; hablaban juntos; compartían sus vidas, su comida y las esperanzas que tenían puestas en su destino. Así, se daba el caso de que una familia acampaba a la orilla de un arroyo, y otra acampaba allí por el arroyo y por la compañía, y una tercera lo hacía porque dos familias habían sido pioneras en la acampada y habían encontrado que era un buen lugar. Y al ponerse el sol, quizá se hubieran reunido allí veinte familias con sus veinte coches.
Al atardecer ocurría algo extraño: las veinte familias se convertían en una sola, los niños acababan siendo hijos de todos. La pérdida del hogar se transformaba en una única pérdida y el sueño dorado del oeste era un solo sueño. Y podía ser que la enfermedad de un niño llenara de desesperanza los corazones de veinte familias, de un centenar de personas; que un parto en una tienda tuviera aturdidas y calladas a cien personas a lo largo de la noche y les invadiera por la mañana la dicha del nacimiento. Una familia que la noche anterior se sentía perdida y atemorizada rebuscaría entre sus pertenencias para encontrar un regalo para el recién nacido. A la caída de la tarde, sentadas alrededor de las hogueras, las veinte llegaban a ser una. Se integraban en las unidades de los campamentos, de los atardeceres y de las noches. Aparecía una guitarra envuelta en una manta… y las canciones, que eran de todos, sonaban en las noches. Los hombres cantaban las letras y las mujeres tarareaban las melodías.
Todas las noches se creaba un mundo, completo, con todos los elementos: se hacían amistades y se juraban enemistades, un mundo completo con fanfarrones y cobardes, con hombres tranquilos, hombres humildes, hombres bondadosos. Todas las noches se establecían las relaciones que conforman un mundo; y todas las mañanas el mundo se desmontaba como un circo.
Al principio las familias levantaban y desmantelaban los mundos con timidez, pero paulatinamente hicieron suya la técnica de construir mundos. Entonces surgieron líderes, se hicieron leyes y aparecieron los códigos. Y conforme los mundos se movían hacia el oeste, eran más completos y estaban mejor equipados, porque los constructores tenían más experiencia.
Las familias aprendieron los derechos que debían respetar: el derecho a la intimidad en la tienda; a mantener los pasados negros ocultos en sus corazones; el derecho a hablar y a escuchar; a rehusar o aceptar ayuda, a ofrecerla o no; el derecho de un hijo a cortejar y de una hija a ser cortejada; el derecho del hambriento a recibir alimento; los derechos de las mujeres embarazadas y de los enfermos, que trascendían todos los demás derechos.
Y las familias aprendieron, aunque nadie se lo dijo, que hay derechos monstruosos que hay que destruir; el derecho a invadir la intimidad, a hacer ruido mientras el campamento dormía, a seducir o violar, al adulterio, el robo y el asesinato. Estos derechos eran aplastados porque los pequeños mundos no podrían existir ni una noche con semejantes derechos vigentes.
Y conforme los mundos avanzaban en dirección al oeste, las normas se convirtieron en leyes, aunque nadie se lo dijo a las familias. Va contra la ley ensuciar cerca del campamento; es ilegal contaminar de cualquier forma el agua potable; es ilícito comer buenos alimentos cerca de uno que tiene hambre, a menos que se le ofrezca compartirlos.
Y con las leyes venían los castigos, y sólo había dos: una lucha rápida y a muerte o el ostracismo; y éste era el peor. Porque si uno infringía las leyes, su nombre y su rostro iban con él y ya no había sitio para él en ningún mundo, cualquiera que fuese el lugar en el que se crease.
En los mundos, la conducta social se volvió rígida y fija; así, un hombre debía decir «Buenos días» cuando se le saludara; un hombre podía tener una chica que estuviera dispuesta si se quedaba con ella, si se portaba como un padre con sus hijos y los protegía. Pero un hombre no podía tener una chica una noche, y otra la noche siguiente, porque esto haría peligrar los mundos.
Las familias se movían hacia el oeste y la técnica de levantar mundos mejoró para que la gente se sintiera segura en ellos; y el patrón era tan fijo que una familia que se atuviera a las normas, sabía que podía sentirse segura.
Se desarrolló en los mundos un gobierno, con líderes, con ancianos respetados por todos. Un hombre sabio se dio cuenta de que su sabiduría era necesaria en todos los campamentos; la estupidez de un tonto era la misma en todos los mundos. Y una especie de seguro surgió en estas noches. Uno que tenía comida alimentaba a un hambriento y así se aseguraba contra el hambre. Y cuando un bebé moría un montón de monedas crecía a la puerta de la tienda, porque un niño debe tener un buen entierro, ya que no ha tenido nada más de la vida. A un viejo se le puede enterrar en la fosa común, pero a un bebé no.
Es necesario un patrón físico determinado para levantar un mundo: agua, la orilla de un río, un arroyo, un riachuelo, incluso un grifo sin guardar. Y se necesita suficiente tierra llana para montar las tiendas, algo de maleza o leña para alimentar las fogatas. Si hay un basurero no muy lejos, tanto mejor; porque en un basurero se encuentran utensilios: tapaderas de ollas, un guardabarros curvado para resguardar el fuego, y latas donde cocinar y en las que comer.
Y los mundos se levantaban al final de la tarde. La gente, dejando la carretera, los hacía con sus tiendas y sus corazones y sus cerebros.
Por la mañana se desmontaban las tiendas, se plegaba la lona y se ataban los palos en los estribos, las camas se colocaban en su sitio en los coches, las ollas en el suyo. La técnica de levantar un lugar por la noche y desmantelarlo al amanecer se convirtió en una rutina al ir acercándose las familias al oeste; la lona plegada iba a un sitio, se contaban las ollas en su caja. Cada miembro de la familia encontró su puesto, aceptó sus deberes; cada uno, viejos y jóvenes, tenía su lugar en el coche; en los cálidos atardeceres, cansados, cuando los coches se detenían en los campamentos, cada miembro debía cumplir una tarea y se ponía a ello sin necesidad de instrucciones: los niños a recoger leña, a acarrear agua; los hombres a levantar las tiendas y bajar las camas; las mujeres a preparar la cena y vigilar mientras la familia se alimentaba. Y esto se hacía sin órdenes. Las familias, que habían sido unidades cuyos límites eran una casa por la noche, una granja durante el día, cambiaron esos límites. Durante los días largos y calurosos permanecían silenciosos en los coches, avanzando lentamente al oeste; pero por la noche se integraban en cualquier grupo que encontraran.
De esta forma su vida social cambió: cambió como sólo es capaz de hacerlo el hombre entre todas las criaturas del universo. Dejaron de ser granjeros para convertirse en emigrantes. Y la reflexión, el planear, los largos silencios de mirada fija que habían ido a los campos, se dirigieron ahora a las carreteras, a la distancia, al oeste. El hombre cuya mente había estado ligada a los acres, vivía con estrechas millas de asfalto. Y sus pensamientos y preocupaciones no tenían ya como objeto la lluvia, el viento y el polvo, el crecimiento de las cosechas. Los ojos miraban los neumáticos, los oídos escuchaban los ruidosos motores y las mentes luchaban con aceite, gasolina, con la goma que se iba adelgazando entre el aire y la carretera. Entonces un engranaje roto equivalía a una tragedia. Por la noche, el agua y comida sobre un fuego eran el anhelo. Entonces lo necesario era la salud para poder continuar, y la fuerza y el ánimo. Las voluntades viajaban hacia el oeste delante de ellos y los temores una vez asociados con la sequía o la inundación, se cernían ahora sobre cualquier cosa que pudiera detener el largo viaje hacia el oeste.
Los campamentos fueron haciéndose fijos: cada uno a distancia de la corta jornada diaria del anterior.
Y en la carretera el pánico se apoderaba de algunas familias, de modo que viajaban día y noche, paraban a dormir en los coches y seguían en dirección oeste, huyendo de la carretera y el movimiento. En éstos, el deseo de llegar y establecerse era tan grande que dirigieron sus rostros hacia el oeste y viajaron hacia allá, forzando quejumbrosos motores, sin dejar la carretera.
Pero la mayoría de las familias cambiaban y se hacían rápidamente a su nueva vida. Y al ponerse el sol…
Es hora de buscar un sitio para acampar.
Y… allí delante hay unas tiendas.
El coche salía de la carretera y se detenía, y como había gente que había llegado antes, ciertas fórmulas de cortesía se hacían necesarias. El hombre, el jefe de la familia, se asomaba por la ventana.
¿Podríamos detenernos aquí a dormir?
Pues claro, nos alegra que se queden. ¿De qué estado proceden?
Venimos desde Arkansas.
Hay gente de Arkansas allí abajo, la cuarta tienda.
Ah, ¿sí?
Y la pregunta más importante. ¿Qué tal es el agua? Vaya, no sabe demasiado bien, pero es abundante. Bueno, pues gracias.
No hay de qué.
Pero las fórmulas debían recitarse. El coche se arrastraba hasta la última tienda y se detenía. Entonces bajaba la gente exhausta y estiraban los rígidos miembros. La nueva tienda se levantaba; los niños iban por agua y los chicos mayores cortaban maleza o leña. Los fuegos ardían y se ponía la cena a cocer o a freír. Los que habían llegado antes se acercaban, se intercambiaban los estados de procedencia y se descubrían amigos y a veces parientes.
De Oklahoma, ¿eh? ¿De qué condado?
Cherokee.
¡Vaya!, pero si yo tengo familia allí. ¿Conoce a los Alien? Hay miembros de la familia Alien por todo el condado de Cherokee. ¿Conoce a los Willis?
Pues claro.
Y una nueva unidad se había formado. Llegaba el crepúsculo, pero antes de que la oscuridad lo cubriera todo la nueva familia pertenecía al campamento. Se había pasado la voz entre las familias. Eran gente conocida… buena gente.
Conozco a los Alien de toda la vida. Simón Alien, el viejo Simón, tuvo algún problema con su primera mujer. Ella tenía sangre cherokee, en parte. Era tan bonita como un potro azabache.
Sí, y Simón hijo se casó con una Rudolph, ¿no es eso? Esa idea tenía. Se fueron a vivir a Enid y les fue bien… pero que muy bien.
Es el único Alien al que le ha ido bien. Tiene un garaje.
Cuando el agua hubo sido acarreada y la leña cortada, los niños paseaban tímidos y cautelosos entre las tiendas. Y hacían elaborados gestos para hacer amigos. Un niño se paraba cerca de otro y estudiaba una piedra, la recogía, la examinaba con atención, escupía encima, la frotaba para limpiarla y la inspeccionaba hasta que el otro se veía forzado a preguntar. ¿Qué tienes ahí? Y como si nada. Nada, una roca.
Bueno, ¿y por qué la miras de esa forma?
Pensé que había visto oro en ella.
¿Cómo lo sabes? El oro no es oro, en la piedra es negro.
Ya lo sé, todo el mundo lo sabe.
Seguro que es pirita y te has creído que era oro.
Mentira. Mi padre ha encontrado mucho oro y me ha enseñado cómo buscarlo.
Te gustaría encontrar un pedazo grande de oro, ¿verdad?
¡Y tanto! Me compraría el puto caramelo más grande que has visto en tu vida.
A mí no me dejan decir tacos, pero los digo de todas formas.
Yo también. Vamos al arroyo.
Las muchachas jóvenes se juntaban y presumían tímidamente de su popularidad y sus perspectivas. Las mujeres trabajaban encima del fuego, apresurándose para que la familia comiera, cerdo si había dinero de sobra, cerdo y patatas y cebollas. Galletas cocidas en una olla hermética, a fuego lento, o pan de maíz, y salsa en abundancia para cubrirlo todo. Tocino o chuletas y una lata de té, negro y amargo. Masa frita en tiras si el dinero escaseaba, masa frita crujiente y dorada, chorreando grasa.
Las familias que eran muy ricas o que gastaban su dinero en presumir, comían judías y melocotones de lata, pan de paquetes y pastel comprado; pero comían como en secreto, en sus tiendas, porque no habría estado bien comer semejantes manjares delante de todos. Aun así, los niños que comían masa frita podían oler las judías puestas a calentar y se ponían tristes.
Después de cenar, de fregar y secar los platos, la oscuridad se había extendido. Y entonces, los hombres se ponían a hablar en cuclillas.
Hablaban de la tierra que habían dejado atrás. No sé a dónde vamos a llegar, decían. El país está echado a perder.
Pero se recuperará; lo único que nosotros no estaremos aquí para verlo.
Tal vez, pensaban, tal vez cometimos algún pecado sin saberlo.
Un tío va y me dice, uno del gobierno, va y dice, se te ha convertido en una torrentera. Uno del gobierno. Me dice: si la arases en diagonal al contorno, no se te inundaría. No me dio tiempo a probarlo. Y el nuevo capataz no se dedicó a arar en diagonal. Abrió un surco de cuatro millas de longitud que no se habría detenido ni desviado ni ante el mismísimo Jesucristo.
Y hablaban en voz baja de sus hogares: teníamos una fresquera pequeña bajo el molino. Solíamos dejar ahí la leche para que se hiciera nata, y también guardábamos las sandías. Se podía ir al mediodía, cuando el aire estaba más caliente que una vaquilla, y allí se estaba tan fresco. Si abrías allí un melón, estaba tan frío que te dolía la boca. Por el agua que goteaba del depósito.
Hablaban de sus tragedias: tenía un hermano, Charley, de pelo amarillo como el maíz, era un hombre hecho y derecho y tocaba muy bien el acordeón. Estaba trabajando un día con la grada y se adelantó a despejar los surcos. Bueno, una serpiente cascabel zumbó y los caballos salieron disparados y la grada pasó por encima de Charley, las puntas se le clavaron en el vientre y el estómago y le arrancaron de cuajo la cara y… ¡oh, Dios mío!
Hablaban del futuro: ¿Cómo será aquello?
Bueno, las fotos tienen muy buena pinta. Yo he visto una de un sitio cálido y agradable, con nogales y bayas; y justo detrás, tan cerca como la cruz y el culo de una mula, había una montaña altísima cubierta de nieve. Era un paisaje precioso de ver.
Si encontramos trabajo, no habrá problema. No pasaremos frío en el invierno y los críos no se congelarán camino de la escuela. Voy a cuidarme de que mis hijos no vuelvan a faltar a la escuela. Yo sé leer, pero para mí no es placer, como para el que está acostumbrado.
Y quizá un hombre sacará la guitarra a la puerta de su tienda. Sentado en una caja, atraería con su música a todo el campamento, que se iría acercando poco a poco. Muchos hombres saben tocar acordes en la guitarra, pero quizá éste supiera punteo. Allí ya hay algo: los graves acordes marcando, marcando, mientras la melodía corre por las cuerdas como pasos pequeños. Duros dedos marchando sobre los trastes. El hombre tocaba y la gente se iba acercando hasta formar un círculo cerrado y apretado, y entonces él cantaba Algodón de diez centavos y carne de cuarenta centavos. Y el círculo le acompañaba cantando suavemente. Él cantaba Niñas, ¿por qué os cortáis el pelo? El círculo cantaba como un lamento la canción Me voy de Tejas, esa canción misteriosa que ya se cantaba antes de que llegaran los españoles, sólo que entonces la letra era india.
Entonces el grupo se soldaba en una unidad, de forma que en la oscuridad los ojos de la gente miraban hacia adentro y sus mentes cantaban en otras épocas, y su tristeza era como descanso, igual que el sueño. Él cantaba McAlester Blues, y luego, para compensar a los más viejos, cantaba Jesús me llama a su lado. Los niños se adormecían con la música y se iban a las tiendas a dormir y las canciones penetraban en sus sueños.
Al cabo de un rato, el hombre de la guitarra se ponía de pie y bostezaba. Buenas noches a todos, decía.
Y ellos murmuraban: Buenas noches tenga usted.
Y todos deseaban poder puntear una guitarra, porque es algo delicado. Luego la gente se iba a sus camas y el campamento quedaba en silencio. Y los búhos volaban sin esfuerzo por encima de ellos, y los coyotes armaban un ruido incesante a lo lejos, y por el campamento paseaban las mofetas buscando restos de comida, mofetas que se contoneaban con arrogancia y no tenían miedo de nada.
La noche pasaba y con la primera luz del amanecer las mujeres emergían de las tiendas, encendían las hogueras y ponían el café a hervir. Y los hombres salían y hablaban quedamente en la madrugada.
Dicen que hay que cruzar el río Colorado y luego viene el desierto. Lleva cuidado con él, que no te quedes colgado por avería. Lleva agua en cantidad por si os quedáis detenidos.
Yo lo voy a pasar de noche.
Yo también. Pasar durante el día es una locura.
Las familias comían rápido y lavaban y secaban los platos. Desmontaban las tiendas. Había prisa por partir. Y cuando salía el sol, el campamento estaba vacío, no quedaba más que un poco de basura que había dejado la gente. Y el campamento estaba dispuesto para un nuevo mundo a la noche siguiente.
Pero, carretera adelante, los coches de los emigrantes avanzaban penosamente como insectos y las estrechas millas de asfalto se prolongaban en la distancia.