Capítulo XVI

LOS JOAD y los Wilson continuaron juntos hacia el oeste: El Reno y Bridgeport, Clinton, Elk City, Sayre y Texola. Allí alcanzaron la frontera y dejaron atrás Oklahoma. Ese día los coches avanzaron sin pausa por el Panhandle de Texas. Shamrock y Alanreed Groom y Yarnell. Pasaron por Amarillo al final de la tarde, siguieron adelante demasiado y cuando acamparon ya anochecía. Estaban cansados, polvorientos, muertos de calor. La abuela tuvo convulsiones causadas por la alta temperatura y se encontraba débil cuando se detuvieron. Esa noche Al robó un tablón de una cerca y lo colocó como una viga sobre el camión, enganchándolo a ambos extremos. Esa noche no comieron más que unas galletas, duras y frías, que habían guardado del desayuno. Cayeron como muertos en los colchones y durmieron con la ropa puesta. Los Wilson ni siquiera montaron la tienda de campaña.

Los Joad y los Wilson volaron por el Panhandle, de campos grises y ondulantes, señalados y atravesados por las huellas de viejas inundaciones. Volaron saliendo de Oklahoma y a través de Texas. Las tortugas avanzaban lentas entre el polvo y el sol azotaba la tierra, que despedía una ola de calor de sí misma cuando en el crepúsculo el calor abandonaba el cielo.

Durante dos días, las dos familias corrieron sin cesar pero al llegar el tercer día las distancias se hicieron demasiado grandes y les obligaron a adoptar una nueva técnica de vida; la carretera se transformó en su hogar y el movimiento en su medio de expresión. Poco a poco se fueron acomodando a una vida distinta. Primero Ruthie y Winfield, después Al, luego Connie y Rose of Sharon y, por último, los mayores. La tierra oscilaba como si de un oleaje inmóvil se tratara. Wildorado, Vega, Bosie y Glenrio: fin de Texas. Al frente Nuevo México y las montañas, que se elevaban, en la lejanía, contra el cielo. Y las ruedas de los coches rechinaban al tomar las curvas, los motores se recalentaban y el vapor salía despedido por los bordes de las tapas de los radiadores. Llegaron penosamente al río Pecos y lo cruzaron por Santa Ana. Y siguieron otras veinte millas.

Al Joad conducía el turismo, y junto a él viajaban su madre y Rose of Sharon. Delante de ellos se arrastraba el camión. El cálido aire se plegaba en olas encima de la tierra y las montañas se estremecían en el calor. Al conducía lánguidamente, acurrucado en el asiento, la mano relajada encima de la barra que cruzaba el volante; llevaba el sombrero gris inclinado sobre un ojo, dándole un aire increíblemente presumido; mientras conducía, se volvía y escupía por el lado de vez en cuando.

Madre, a su lado, había juntado las manos en su regazo y se había retirado a un lugar desde el que poder resistir el cansancio. Con el cuerpo relajado, dejaba a éste y a la cabeza oscilar libremente con el movimiento del coche. Entrecerraba los ojos fijos en las montañas. Rose of Sharon se abrazaba contra el movimiento del coche, con los pies apretados contra el suelo y su codo derecho apoyado con firmeza en la puerta. Su rostro rollizo se tensaba ante el bamboleo y su cabeza oscilaba bruscamente porque los músculos del cuello estaban tensos. Trataba de arquear todo su cuerpo hasta formar un recipiente rígido en el que proteger al feto de los golpes. Volvió la cabeza hacia su madre.

—Madre —dijo. Los ojos de Madre recobraron su luz y ella dirigió su atención a Rose of Sharon. Contempló el rostro tenso, cansado, lleno, y sonrió—. Madre —dijo la muchacha—, cuando lleguemos, vais a recoger fruta todos y a vivir como en el campo, ¿verdad?

Madre sonrió con un poco de sarcasmo.

—Aún no hemos llegado —dijo—. No sabemos cómo va a ser. Hay que esperar a verlo.

—Yo y Connie no queremos vivir en el campo —dijo la joven—. Ya tenemos pensado lo que vamos a hacer.

Por un momento una leve preocupación asomó en el semblante de Madre.

—¿No os quedáis con nosotros, con la familia? —preguntó.

—Bueno, Connie y yo hemos estado hablando de todo esto. Madre, queremos vivir en una ciudad —continuó excitada—: Connie conseguirá trabajo en una tienda o quizá en una fábrica. Y va a estudiar en casa, puede que radio, hasta convertirse en un experto y poder tener más adelante su propia tienda. E iremos al cine siempre que nos apetezca. Y Connie dice que cuando yo vaya a tener el niño vendrá un médico; y que según cómo vaya la cosa, iré a un hospital. Vamos a tener un coche, uno pequeño. Y después de que él estudie por la noche, pues… será bonito, Connie arrancó una página de un Historias de amor del Oeste y va a pedir que le envíen información para hacer un curso, porque mandar la hoja no cuesta nada. Lo dice allí, en el cupón. Yo lo he visto. Y, fíjate, cuando haces ese curso hasta te consiguen un trabajo, es un curso de radio un trabajo limpio y agradable, y con futuro. Vamos a vivir en la ciudad para ir al cine cuando queramos y… bueno, yo tendré una plancha eléctrica y las cosas para el bebé serán todas nuevas. Connie dice que será todo nuevo, blanco y… Bueno, ya has visto las cosas que hay para bebés en el catálogo. Quizá justo al principio, mientras Connie tenga que estudiar en casa, no será tan fácil, pero… bueno, para cuando llegue el niño, quizá haya terminado de estudiar y tengamos una casa, pequeñita. Nada lujoso, pero queremos que esté bien para el niño… —Su rostro brillaba de entusiasmo—. Y pensé… bueno, pensé que quizá podríamos todos ir a vivir a la ciudad y cuando Connie tenga la tienda… a lo mejor Al podría trabajar para él.

Los ojos de Madre no habían abandonado ni un instante la cara sonrojada. Madre vio crecer la estructura y la siguió.

—No queremos que estés lejos de nosotros —dijo—. No es bueno que las familias se separen.

—¿Yo, trabajar para Connie? —bufó Al—. ¿Qué tal si Connie trabaja para mí? ¿Se cree que es el único cabrón que puede estudiar por la noche?

De pronto, Madre pareció comprender que todo era un sueño. Volvió la cabeza de nuevo hacia adelante y relajó el cuerpo, pero la leve sonrisa quedó flotando alrededor de sus ojos.

—Me pregunto cómo se encontrará hoy la abuela —dijo.

Al se puso tenso al volante. El motor había empezado a vibrar ligeramente. Aumentó la velocidad y la vibración creció al tiempo. Retardó el encendido y escuchó y luego aceleró un momento y escuchó. La vibración creció hasta convertirse en un golpeteo metálico. Al tocó el claxon y sacó el coche de la carretera. Delante, el camión frenó y dio marcha atrás lentamente. Tres coches pasaron a toda velocidad, hacia el oeste, los tres hicieron sonar la bocina y el último conductor se inclinó hacia afuera y gritó: ¿Se creen que este es sitio para parar?

Tom acercó el camión, se bajó y se dirigió al turismo. Desde la parte trasera del cargado camión varias cabezas miraron hacia abajo. Al retardó el encendido y escuchó el motor al ralentí.

—¿Qué ocurre, Al? —preguntó Tom.

Al aceleró el motor.

—Escucha.

El golpeteo se hizo más audible.

Tom lo escuchó.

—Adelanta el encendido y sube el ralentí —dijo—. Él abrió el capó y metió la cabeza dentro.

—Ahora acelera. —Escuchó un segundo y luego cerró el capó.

—Sí, Al, creo que tienes razón —dijo.

—El cojinete de la biela, ¿verdad?

—Eso parece —dijo Tom.

—Le puse aceite en abundancia —protestó Al.

—Bueno, pues no le ha llegado. Ahora está más seco que una mona. Mira, lo único que se puede hacer es sacarla. Yo voy a seguir un poco hasta encontrar algún lugar llano donde acampar. Tú sígueme muy despacio. Que no se vaya a romper el cárter.

—¿Es serio? —preguntó Wilson.

—Mucho —respondió Tom y, tras subir al camión, se puso en marcha y avanzó lentamente.

—No sé por qué se ha salido —dijo Al—. Yo le puse bien de aceite. —Al sabía que la culpa era suya. Sintió que les había fallado.

—No ha sido culpa tuya —dijo Madre—. Tú lo has hecho todo bien. —Y luego preguntó un poco tímidamente—: ¿Es de verdad tan grave?

—Bueno, es difícil sacarla y necesitamos una biela nueva o un antifriccionante para ésta. —Lanzó un profundo suspiro—. Te aseguro que me alegro de que Tom esté aquí. Yo nunca he ajustado un cojinete. Espero que Tom lo haya hecho.

Había junto a la carretera un enorme cartel de anuncio rojo, un poco más adelante, que proyectaba una gran sombra rectangular. Tom desvió el camión, salió de la carretera y pasó la cuneta, poco profunda y se estacionó a la sombra. Bajó y esperó que llegara Al.

—Ahora ve con cuidado —aconsejó—. Ve despacio o le romperás también una ballesta.

El rostro de Al se tornó rojo de furia. Estranguló el motor.

—¡Maldita sea! —gritó—, yo no he quemado ese cojinete. ¿Qué quieres decir con eso de que también me cargaré una ballesta?

Tom sonrió.

—No eches las patas por alto —dijo—. No he querido decir nada. Sólo que llevaras cuidado con la cuneta.

Al masculló mientras llevaba muy poco a poco el coche hasta abajo y remontaba la cuneta por el otro lado.

—No se te ocurra darle a nadie la idea de que he sido yo el que he quemado ese cojinete. —El motor hacía ya un ruido escandaloso. Al aparcó a la sombra y apagó el motor.

Tom levantó el capó y lo enganchó para que quedara abierto.

—Ni siquiera podemos empezar a trabajar hasta que se enfríe —dijo. Los demás fueron saliendo de los vehículos y se reunieron alrededor del turismo.

Padre preguntó:

—¿Cómo es de grave? —Y se puso en cuclillas.

—¿Alguna vez has ajustado uno? —Se volvió Tom hacia Al.

—No —respondió—, nunca. Pero sí que he sacado el cárter.

—Bueno, hay que romper el cárter y sacar la biela —dijo Tom—. Luego tenemos que comprar la pieza, afilarla, igualarla y ajustarla. Es trabajo para un día. Tenemos que volver al último sitio que pasamos, a Santa Rosa, para comprar la pieza. Albuquerque está a unas setenta y cinco millas… ¡Vaya por Dios!, mañana es domingo. No podremos hacer nada. —La familia quedó en silencio. Ruthie se acercó sin hacer ruido y miró el motor, esperando ver la pieza rota. Tom continuó quedamente—: Mañana es domingo. El lunes compraremos la pieza y probablemente no la podremos poner hasta el martes. No tenemos herramientas que nos faciliten el trabajo. Va a ser complicado.

La sombra de un buitre pasó sobre la tierra y todos miraron al negro pájaro que surcaba el cielo.

—Lo que me da miedo es que nos quedemos sin dinero y no podamos llegar —dijo Padre—. Hemos de comer y comprar gasolina y aceite. Si se acaba el dinero no sé lo que vamos a hacer.

—Me parece que es culpa mía —intervino Wilson—. Este maldito cacharro me ha dado problemas desde el principio. Ustedes se han portado bien con nosotros. Deberían recoger sus cosas y seguir adelante. Sairy y yo nos quedamos, ya se nos ocurrirá algo. No queremos fastidiarles los planes.

—No vamos a hacer eso —dijo Padre lentamente—. Somos casi de la familia. El abuelo murió en su tienda.

—No les hemos causado más que molestias, hemos sido un estorbo —dijo Sairy con cansancio.

Tom lió despacio un cigarrillo, lo observó y lo encendió. Se quitó la estropeada gorra y se enjugó la frente.

—Tengo una idea —dijo—. Quizá no le guste a nadie, pero ahí va: cuanto más cerca lleguemos de California, más pronto empezará a correr el dinero. Este coche puede ir dos veces más deprisa que el camión. Ésta es mi idea. Sacamos algunas cosas del camión y os vais todos menos el predicador y yo. Yo y Casy nos quedamos aquí, arreglamos el coche y continuamos, día y noche y ya os alcanzaremos, o si no nos encontramos en la carretera, de todas formas ya estaréis trabajando. Si tenéis avería, no tenéis más que acampar junto a la carretera hasta que lleguemos. Peor no puede ser, y si conseguís llegar, tendréis trabajo y todo será más fácil. Casy puede echarme una mano con el coche y podremos ir muy deprisa.

La familia consideró la propuesta reunida. El tío John se acuclilló al lado de Padre.

—¿No necesitas que te ayude con esa biela? —preguntó Al.

—Tú mismo has dicho que nunca has arreglado ninguna.

—Eso es verdad —admitió Al—. Lo único que necesitarás es una espalda fuerte. Quizá el predicador no quiera quedarse.

—Bueno, quien sea, a mí me da igual —dijo Tom.

Padre rascó la tierra seca con el dedo índice.

—Me da la impresión de que Tom tiene razón —dijo—. No sirve de nada que nos quedemos todos aquí. Podríamos avanzar cincuenta, cien millas antes de que anochezca.

—¿Cómo nos vais a encontrar? —preguntó Madre, preocupada.

—Estaremos en la misma carretera —la tranquilizó Tom—. Es la 66 hasta el final. Hasta un lugar llamado Bakersfield. Lo he visto en el mapa que tenemos. Hay que seguir la carretera recta hasta allí.

—Sí, pero cuando lleguemos a California y tengamos que coger alguna otra carretera…

—No te preocupes —le aseguró Tom—. Os encontraremos. California no es el mundo.

—Pues en el mapa parece muy grande —insistió Madre.

—John, ¿ves alguna razón en contra? —le pidió consejo Padre.

—No —contestó John.

—Wilson, es su coche. ¿Tiene alguna objeción a que mi hijo lo arregle y venga después con él?

—Nada en absoluto —respondió Wilson—. Parece que ustedes ya nos han ayudado todo lo que podían. No veo por qué no puedo echarle un cable a su hijo.

—Podéis estar trabajando y consiguiendo algo de dinero si no os alcanzamos antes —dijo Tom—. Imaginad que nos quedamos todos aquí. No hay agua cerca y el coche no podemos moverlo. Pero si conseguís llegar y encontráis trabajo, pues tendréis dinero o quizá una casa donde vivir. ¿Qué le parece, Casy? ¿Quiere quedarse conmigo y echarme una mano?

—Yo quiero hacer lo que sea mejor para ustedes —dijo Casy—. Ustedes me acogieron y me han traído hasta aquí. Haré lo que mejor les parezca.

—Bueno, si se queda, tendrá que tumbarse de espaldas y llenarse la cara de grasa —advirtió Tom.

—No hay ningún problema.

—Bien, si es esto lo que vamos a hacer, más vale que nos pongamos en marcha —opinó Padre—. Podemos apurar quizá unas cien millas antes de detenernos.

—Yo no voy —se plantó Madre delante de él.

—¿Qué quieres decir con eso? Tienes que venir y cuidar de la familia. —Padre estaba asombrado ante esta insubordinación.

Madre se acercó al turismo y se agachó al suelo del asiento trasero. Sacó una barra de hierro y la balanceó en la mano con facilidad.

—No voy a ir —repitió.

—Te digo que tienes que venir. Hemos tomado una decisión.

Madre adquirió una expresión resuelta. Dijo quedamente:

—De la única forma que conseguirás que vaya es a golpes. —Volvió a mover levemente la barra—. Y te pondré en evidencia, Padre, porque no pienso estarme quieta mientras me pegas, llorando y suplicando. Me voy a defender. De todas formas, no estés tan seguro de poder darme una paliza. Y si me vences, juro por Dios que esperaré a que me des la espalda o estés sentado y te abriré la cabeza con un cubo. Juro por Jesucristo que lo haré.

Padre miró al grupo sin saber qué hacer.

—Es una descarada —dijo—. Nunca la había visto tan deslenguada.

Ruthie soltó una risita aguda.

La barra osciló provocativamente de un lado a otro, en la mano de Madre.

—Venga —dijo Madre—. Has tomado una decisión. Vamos, ven a pegarme. Inténtalo siquiera. Pero yo no me voy; y si lo hago, no vas a volver a dormir porque estaré continuamente esperando y en el momento que se te cierren los ojos, te atizaré con un madero.

—Maldita descarada —murmuró Padre—. Y eso que ni siquiera es joven.

El grupo completo observaba la revuelta. Contemplaron a Padre, esperando que estallara toda su furia. Miraron sus manos relajadas para verlas transformarse en puños. Y la cólera de Padre no creció y sus manos permanecieron colgando a sus lados. Al cabo de un momento, todos supieron que Madre había ganado. Y Madre también lo supo.

—Madre, ¿qué es lo que te preocupa? —preguntó Tom—. ¿Por qué haces esto? ¿Qué pasa contigo? ¿Te vas a volver contra nosotros?

El rostro de Madre perdió algo de su dureza, pero sus ojos seguían mostrándose fieros.

—Habéis decidido esto sin pensarlo demasiado —explicó Madre—. ¿Qué nos queda en el mundo? Nada sino nosotros mismos, nada sino la familia. Partimos y el abuelo se fue derecho a la tumba. Y ahora, en un momento, queréis dividir a la familia…

—Madre, os íbamos a alcanzar —gritó Tom—. No íbamos a separarnos mucho tiempo.

Madre balanceó la barra.

—Imagínate que estuviéramos acampados y pasarais de largo, que nosotros continuáramos…, ¿dónde podríamos dejar recado, cómo sabríais dónde preguntar? Tenemos por delante un camino amargo. La abuela está enferma. Está ahí arriba en el camión pidiendo ya una pala para su tumba. Está agotada. Nos enfrentamos a un camino largo y difícil.

—Pero podríamos estar ganando dinero —dijo el tío John—. Podríamos tener algo ahorrado para cuando llegara el resto.

Los ojos de todos se volvieron hacia Madre de nuevo. Ella tenía la fuerza y había tomado el control.

—El dinero que ganáramos no serviría de nada —dijo—. Lo único que tenemos de valor es la familia sin dividir. Igual que las vacas de un rebaño se agrupan juntas cuando los lobos andan al acecho. No temo a nada mientras estemos aquí todos los que seguimos con vida, pero no pienso consentir que nos separemos. Los Wilson están con nosotros y el predicador también. No puedo decir nada si se quieren marchar, pero si alguno de mi familia quiere dividirnos lo impediré, con esta barra y todas mis fuerzas. —Su tono era frío y no admitía discusión.

—Madre, no podemos acampar todos aquí —intentó calmarla Tom—. No hay agua, ni siquiera hay sombra. La abuela necesita estar a la sombra.

—De acuerdo —concedió Madre—. Seguiremos adelante. Pararemos en el primer lugar donde haya agua y sombra. Y… el camión regresará, te llevará a la ciudad a comprar la pieza y te volverá a traer. No vas a ir andando bajo el sol y no permito que vayas solo. Si tienes cualquier problema, habrá alguien de tu familia para ayudarte.

Tom estiró los labios sobre los dientes y luego los separó con un chasquido. Extendió las manos en un gesto de impotencia y las dejó caer a sus lados.

—Padre —dijo—, si tú la cogieras rápidamente por un lado y yo por el otro y todos los demás se le tiraran encima y la abuela saltara en lo alto del montón, quizá podríamos reducir a Madre sin que matara a más de dos o tres de nosotros con esa barra. Pero si no estás dispuesto a que te aplaste la cabeza, creo que Madre nos tiene cogidos. ¡Dios una persona decidida puede hacer lo que quiera con un montón de gente! Tú ganas, Madre. Suelta ya esa barra antes de que le hagas daño a alguien.

Madre miró sorprendida la barra de hierro. Su mano tembló. Dejó caer su arma al suelo y Tom, con un cuidado exagerado, la recogió y la metió de nuevo en el coche.

—Padre, ponte de pie —dijo—. Al, llévate a la familia y cuando hayáis acampado vuelve aquí con el camión. Yo y el predicador iremos quitando el cárter. Luego, si nos da tiempo, podemos ir corriendo a Santa Rosa y tratar de comprar una biela. Quizá podamos, siendo sábado por la noche. Ahora moveos deprisa a ver si nos da tiempo a ir. Déjame que saque la llave inglesa y los alicates del camión. —Tocó por debajo del coche y sintió el grasiento cárter—. Ah, sí, déjame una lata, ese cubo viejo para recoger el aceite, no vayamos a perderlo.

Al le pasó el cubo y Tom lo colocó bajo el coche y aflojó el tapón del aceite con unos alicates. El aceite negro corrió por su brazo mientras desenroscaba el tapón con los dedos y luego el negro río cayó silenciosamente al cubo. Al tenía a la familia apilada en el camión para cuando el cubo estuvo medio lleno. Tom, con el rostro manchado ya de aceite, se asomó entre las ruedas.

—¡Vuelve rápido! —gritó.

Cuando el camión cruzó suavemente la cuneta poco profunda y se alejó arrastrándose, él estaba aflojando los tornillos del cárter. Tom giraba cada tornillo una sola vez, soltándolos con regularidad para que no se rompiera la junta.

El predicador se puso de rodillas al lado de las ruedas.

—¿Qué puedo hacer?

—En este momento nada. En cuanto haya salido todo el aceite y todos los tornillos estén sueltos me puede ayudar a sacar el cárter. —Se revolvió bajo el coche, aflojando los tornillos con una llave inglesa y girándolos luego con los dedos. Los dejó enganchados para que el cárter no se cayera, pero muy sueltos.

—El suelo aún está caliente aquí debajo —dijo Tom. Y añadió—: Casy, ha estado usted muy callado estos últimos días. ¿Cómo es eso? Al principio de encontrarnos hacía usted un discurso cada media hora más o menos. Y este último par de días no ha llegado a decir ni diez palabras. ¿Qué le pasa, se está quemando?

Casy estaba estirado sobre el estómago, mirando debajo del coche. Descansaba en el dorso de una mano la barbilla erizada con una barba rala. Tenía el sombrero echado hacia atrás de manera que le cubría la nuca.

—Cuando era predicador hablé suficiente para el resto de mi vida —replicó.

—Sí, pero también decía cosas sensatas.

—Estoy muy preocupado —dijo Casy—. Cuando iba por ahí predicando ni siquiera me daba cuenta, pero la verdad es que tenía bastantes mujeres. Si ya no voy a predicar tengo que casarme. Tommy, lo que me pasa es que necesito estar con una mujer con urgencia.

—Yo también —confesó Tom—. Mire, el día que salí de McAlester estaba que echaba humo. Perseguía a una chica, a una putilla, como si fuera un conejo. No le voy a decir lo que pasó, no puedo decírselo a nadie.

—Ya sé lo que pasó —se echó a reír Casy—. Una vez fui al desierto a ayunar y cuando volví, me pasó exactamente la misma puñetera cosa.

—¡Y un cuerno! —dijo Tom—. Bueno, en cualquier caso me ahorré el dinero y le di una carrera a aquella chica. Pensó que estaba loco. Debía haberle pagado, pero sólo tenía cinco dólares. Ella dijo que no quería dinero. Ahora métase aquí debajo y sujételo. Yo lo aflojo. Luego usted saca ese tornillo y yo saco éste de mi lado y lo bajamos despacio. Cuidado con una junta. ¿Ve?, sale de una pieza. Estos Dodge viejos sólo tienen cuatro cilindros. Una vez desmonté uno. Los cojinetes principales son tan grandes como melones. Ahora… hacia abajo…, sujételo. Súbala y tire de esa junta que se ha enganchado, despacio, con cuidado. ¡Ya está! —El grasiento cárter quedó en el suelo entre los dos, aún con un poco de aceite en los recovecos. Tom metió la mano en una de las cavidades anteriores y sacó algunos trozos rotos de antifriccionante—. Aquí está —dijo. Hizo girar el antifriccionante entre sus dedos—. El cigüeñal está subido. Mire atrás y coja la manivela. Gírela hasta que yo le diga.

Casy se puso en pie, encontró la manivela y la ajustó.

—¿Preparado? Agarre, despacio, un poco más, un poco más, ahí.

Casy se arrodilló y volvió a mirar por debajo. Tom hizo sonar el cojinete de la biela contra el cigüeñal.

—Ahí está.

—¿Por qué crees que ha pasado esto? —preguntó Casy.

—¡Y yo qué sé! Este coche lleva trece años en la carretera. En el cuentakilómetros pone sesenta mil millas. Eso significa ciento sesenta, y Dios sabe cuántas veces habrán retrasado los números. Se calienta —a lo mejor alguien dejó que el nivel de aceite bajara— y simplemente se sale.

Sacó los pasadores y ajustó la llave inglesa en un tornillo del cojinete. Hizo fuerza y la llave se le resbaló. Un desgarrón largo apareció en el dorso de su mano. Tom lo miró: la sangre fluía sin pausa de la herida y se juntaba con el aceite y caía en el cárter.

—Qué mala suerte —dijo Casy—. ¿Quieres que yo haga eso mientras te vendas la mano?

—¡Ni hablar! Nunca he arreglado un coche en mi vida sin cortarme. Ahora que me he cortado, ya no tengo que preocuparme más. —Volvió a ajustar la llave—. Ojalá tuviera una llave de media luna —dijo, y aporreó la llave con el canto de la mano hasta que los tornillos se aflojaron. Los sacó y los puso en el cárter junto con los tornillos de éste y los pasadores. Aflojó los tornillos del cojinete y tiró del pistón hasta sacarlo. Colocó el pistón y la biela en el cárter—. ¡Ya está, por fin! —Se retorció para salir de debajo del coche y tiró a la vez del cárter. Se limpió la mano con un trozo de arpillera e inspeccionó el corte—. Sangrando como un hijo de puta —dijo—. Bueno, yo sé cómo pararlo. —Orinó en la tierra, cogió un poco del barro resultante y lo aplicó sobre la herida. La sangre siguió manando un momento y luego el flujo se cortó—. Es lo mejor que hay en el mundo para cortar la sangre —dijo.

—También son buenas las telas de araña —dijo Casy.

—Ya lo sé, pero aquí no hay telarañas y, en cambio, siempre puedes conseguir pis.

Tom se sentó en el estribo y examinó el cojinete roto.

—Para dejarlo bien, sólo hemos de encontrar un Dodge de 1925, comprar una biela de segunda mano y algunas piezas de relleno. Al debe haber ido bien lejos.

La sombra del cartel se extendía ya unos veinte metros más allá. La tarde se prolongaba. Casy tomó asiento en el estribo y miró hacia el oeste.

—Dentro de nada vamos a estar en las altas montañas —dijo, y quedó en silencio unos minutos. Luego exclamó—: ¡Tom!

—¿Sí?

—Tom, he estado controlando los coches en la carretera, los que adelantamos y los que nos han adelantado. Los he ido contando.

—¿Qué ha ido contando?

—Tom, hay cientos de familias como nosotros, todas yendo al oeste. Me he fijado. Nadie va hacia el este, nadie entre todos esos cientos. ¿Te habías dado cuenta?

—Sí, ya me he fijado.

—Pero si es como… como si huyeran de los soldados. Parece que el país entero se traslada.

—Sí —contestó Tom—. El país entero está en marcha. Nosotros también.

—Bueno, imagínate que estas familias y todos los demás…, imagínate que no haya trabajo allí para ellos.

—Maldita sea —gritó Tom—, ¿qué quiere que le diga? Yo me limito a poner un pie delante del otro. Es lo que hice durante cuatro años en McAlester, nada más que celda adentro, celda afuera y comedor adentro y comedor afuera. ¡Qué barbaridad, pensé que sería distinto cuando saliera! Allí dentro no te podías permitir el lujo de pensar en nada, para que no te diera un ataque de alegría y ahora tampoco te lo puedes permitir. —Se volvió hacia Casy—. Ese cojinete se ha salido. No sabíamos que se estaba saliendo, así que estábamos tranquilos. Ahora está fuera y lo vamos a arreglar. Y le juro que es igual para todo lo demás. No pienso preocuparme. No puedo. Ese trozo pequeño de hierro y antifriccionante, ¿lo ve?, ¿lo ve bien?, pues es la única puñetera cosa que tengo en la cabeza. ¿Dónde diablos estará Al?

Casy dijo:

—Mira, Tom. ¡Qué mierda! Es tan difícil decir cualquier cosa…

Tom levantó la plasta de barro de su mano y la arrojó al suelo. Los bordes de la herida estaban llenos de tierra. Miró de soslayo al predicador.

—Se está preparando para soltar un sermón —dijo Tom—. Venga, adelante. Me gustan los sermones. Había un celador que se pasaba la vida soltando sermones. A nosotros no nos hacía daño y él se quedaba la mar de satisfecho. ¿Qué está intentando decir?

Casy se pellizcó el dorso de los dedos, largos y nudosos.

—Están sucediendo cosas y la gente está haciendo cosas. Esa gente que va poniendo un pie delante del otro, como tú dices, no piensan a dónde van, como tú dices, pero todos llevan la misma dirección, exactamente la misma. Y si te paras a escuchar, podrás oír un movimiento, un deslizarse, un roce y… una inquietud. Están sucediendo cosas de las que la gente que las provoca no tiene ni la menor idea… todavía. Algo va a salir de toda esta gente yendo al oeste, de dejar las granjas abandonadas. Algo va a surgir, que cambiará todo el país.

Tom dijo:

—Yo sigo poniendo un pie cada vez.

—Sí, pero cuando tengas delante una cerca, la vas a saltar.

—Yo salto cercas cuando hay cercas que saltar —replicó Tom.

—Es el mejor sistema —suspiró Casy—. Tengo que admitirlo. Pero hay distintas clases de cercas. Hay gente como yo que salta cercas que aún no se han tendido. Y no lo puede evitar.

—¿No es Al que viene? —preguntó Tom.

—Sí, eso parece.

Tom se puso en pie y envolvió la biela y las dos mitades del cojinete en un trozo de saco.

—Quiero asegurarme de que la que compremos sea igual —dijo.

El camión se detuvo al borde de la carretera y Al se asomó a la ventana.

—Has tardado un montón —dijo Tom—. ¿Hasta dónde habéis ido?

Al suspiró.

—¿Has sacado la biela?

—Sí —Tom levantó el saco—. El antifriccionante se quebró por las buenas.

—Vaya, no ha sido culpa mía —dijo Al.

—No. ¿A dónde has llevado a los otros?

—Se organizó un lío tremendo —dijo Al—. La abuela empezó a berrear y eso desquició a Rosasharn, que también berreó lo suyo. Escondió la cabeza debajo de un colchón y se echó a llorar. Pero la abuela dejó caer la mandíbula y se puso a aullar como podenco a la luz de la luna. Parece que ha perdido el juicio. Igual que una criatura. No habla con nadie y no parece reconocer a nadie. Pero no para de hablar, como si le hablara al abuelo.

—¿Dónde los dejaste? —insistió Tom.

—Bueno, llegamos a un campamento. Hay sombra y agua corriente. Cuesta medio dólar acampar. Pero estaban todos tan cansados y derrengados y se encontraban tan mal que nos quedamos. Madre dijo que había que parar porque la abuela estaba agotada. Levantaron la tienda de los Wilson y sacaron nuestra lona para que haga las veces de tienda. Creo que la abuela se ha vuelto loca.

Tom observó el sol poniente.

—Casy —dijo—, alguien tiene que quedarse con el coche si no queremos que se lo lleven en trozos. ¿Le importaría?

—Claro que no. Yo me quedaré.

Al cogió una bolsa de papel que había en el asiento.

—Aquí hay algo de pan y carne que manda Madre, y yo tengo un jarro de agua.

—Ella no se olvida de ninguno —dijo Casy.

Tom se sentó al lado de Al.

—Mire —le dijo—, volveremos tan pronto como nos sea posible. Pero no le puedo decir cuánto vamos a tardar.

—Aquí estaré.

—Muy bien. No se suelte sermones a sí mismo. En marcha, Al. —El camión se alejó cuando la tarde empezaba a caer—. Es un buen hombre —dijo Tom—. Se pasa el día dando vueltas a las cosas.

—Qué menos… si has sido predicador, creo que lo normal es eso. Padre se puso muy furioso de que cobraran cincuenta centavos sólo por acampar debajo de un árbol. No le cabe en la cabeza. Se puso a lanzar juramentos, a decir que en cuanto te descuides te van a vender el aire en pequeños tanques. Pero Madre dijo que tenían que estar cerca de la sombra y el agua por la abuela.

El camión traqueteaba por la carretera y ahora que iba descargado, todas sus piezas vibraban y resonaban. Los laterales de la caja del camión, el coche partido, ahora iba fuerte y ligero. Al aceleró hasta treinta y ocho millas por hora y el motor sonó ruidosamente y un humo azul de aceite ardiendo se escapó entre las tablas del suelo.

—Reduce un poco —dijo Tom—. Vas a quemar hasta los cubos de las ruedas.

—¿Qué le preocupa a la abuela?

—No lo sé. Ya has visto que los dos últimos días ha estado como ida, sin hablar una palabra con nadie. Pues ahora grita y habla por los codos, sólo que se dedica a hablar con el abuelo. Le grita a él. Da un poco de miedo. Casi le puedes ver ahí sentado riendo entre dientes, riéndose de ella como siempre hacía, manoseándose y haciendo muecas. Parece que ella lo esté viendo allí y le esté echando la bronca. Oye, Padre me ha dado veinte dólares para ti. No sabe cuánto puedes necesitar. ¿Alguna vez habías visto a Madre plantarle cara como hoy?

—No que yo recuerde. Sí que escogí un buen momento para que me dieran la libertad bajo palabra. Pensé que iba a vaguear, levantarme tarde y comer mucho cuando volviera a casa. Planeaba ir a bailar y salir con mujeres… y aún no he tenido tiempo de hacer nada de eso.

Al dijo:

—Se me había olvidado. Madre me dio un montón de recomendaciones para ti. Dijo que no bebieras nada, que no te metieras en discusiones y que no te pelees con nadie. Porque dice que teme que te vuelvan a mandar a prisión.

—Ella tiene un montón de cosas por las que ponerse nerviosa sin necesidad de meterse en mi vida —replicó Tom.

—Bueno, podríamos tomarnos un par de cervezas ¿no? Me muero por beberme una cerveza.

—No sé —dijo Tom—. Si compramos cerveza a Padre se lo llevarán los demonios.

—Bueno, mira, Tom, yo tengo seis dólares. Podríamos comprar un par de pintas de cerveza y pasarlo bien un rato. Nadie sabe que tengo esos seis dólares. Dios, podríamos corrernos los dos una buena juerga.

—Guárdate esa pasta —dijo Tom—. Cuando lleguemos a la costa la cogemos y nos vamos a armar una buena. Quizá cuando estemos trabajando… —Se volvió en el asiento—. No pensé que eras un juerguista. Pensaba que más bien te dedicabas a redimir putas.

—Pero es que aquí no conozco a nadie. Si sigo viajando mucho, me casaré. Cuando lleguemos a California me lo voy a pasar de miedo.

—Eso espero —dijo Tom.

—Tú ya no estás seguro de nada.

—No, de nada.

—Cuando mataste a aquél… ¿alguna vez soñaste con ello? ¿Te preocupaba?

—No.

—¿Y nunca pensaste sobre ello?

—Claro que sí. Sentía que hubiera muerto.

—¿No te culpaste a ti mismo?

—No. Cumplí la condena que me impusieron y mi propia condena.

—¿Fue… muy terrible?

Tom contestó, nervioso:

—Mira, Al. Cumplí la condena y ahora se ha terminado. No quiero volver sobre ello continuamente. Allí delante está el río y allí la ciudad. A ver si conseguimos una biela y a la mierda todo lo demás.

—Madre es muy parcial hacia ti —dijo Al—. Estuvo de duelo cuando te llevaron. Pero todo para ella misma. Como si llorara hacia dentro. Sin embargo, sabíamos en qué pensaba.

Tom tiró de la gorra para protegerse los ojos.

—Atiende, Al. ¿Qué tal si hablamos de otro tema?

—Sólo te estaba diciendo lo que hizo Madre.

—Ya, ya lo sé. Pero… prefiero que no me digas nada. Prefiero limitarme a ir poniendo un pie delante del otro.

Al se refugió en un silencio ofendido.

—Sólo intentaba explicártelo —dijo, transcurrido un momento.

Tom le miró y Al mantuvo la vista fija al frente. El camión aligerado avanzaba ruidosamente dando botes. Los largos labios de Tom se replegaron desde los dientes y él rio quedamente.

—Ya lo sé. Al. Quizá yo esté desquiciado. Puede que alguna vez te hable de todo aquello. Date cuenta, no es más que algo que te gustaría saber, que parece interesante. Pero yo tengo la curiosa noción de que lo mejor para mí sería olvidarlo todo durante una temporada. Quizá cuando pase algo de tiempo lo veré de otra manera. Ahora mismo, si pienso en ello se me revuelven las tripas. Mira, Al, te voy a decir una cosa…, la cárcel no es más que una forma de volverle a uno loco lentamente. ¿Entiendes? Se vuelven locos, los ves y los oyes y al poco ya no sabes si tú estás chalado o no. Cuando les da por ponerse a chillar por la noche a veces te parece que eres tú el que chilla… y a veces es así.

Al dijo:

—No volveré a hablar de ello, Tom.

—Treinta días se aguantan —prosiguió Tom—. Y ciento ochenta también. Pero más de un año, no sé. Tiene algo único en el mundo, es retorcido, es una perversión la idea de encerrar a la gente. Bueno ¡al cuerno todo! No quiero hablar de ello. Mira cómo reluce el sol en esas ventanas.

El camión se acercó al área de la estación de servicio; a la derecha de la carretera había un almacén de chatarra, un solar de un acre rodeado por una cerca alta de alambre espinoso, un cobertizo de hierro galvanizado delante, con neumáticos usados amontonados al lado de las puertas y con el precio puesto. Tras el cobertizo había una pequeña chabola construida a base de retales, trozos de madera y pedazos de lata. Las ventanas eran parabrisas empotrados en las paredes. En el solar cubierto de hierba yacían las ruinas, coches con el morro retorcido y metido hacia adentro, coches heridos yaciendo de lado y sin ruedas. Motores oxidándose en el suelo y apoyados en el cobertizo. Un enorme montón de chatarra, guardabarros y laterales de camiones, ruedas y ejes; por encima de todo ello un aire de decadencia, de moho y óxido; hierro retorcido, motores medio destripados, una masa de despojos.

Al condujo el camión por el suelo cubierto de aceite hasta el cobertizo.

Tom bajó y se asomó a la entrada oscura.

—No veo a nadie —dijo, y llamó—: ¿Hay alguien?

—¡Dios!, espero que tengan un Dodge de 1925.

Por detrás del cobertizo golpeó una puerta. El espectro de un hombre se aproximó a través del oscuro cobertizo. Delgado, sucio, la piel manchada de aceite, tensa sobre músculos vigorosos. Le faltaba un ojo, y en la cuenca, descarnada y al descubierto, se movían músculos oculares cuando el ojo sano se movía. Los vaqueros y la camisa estaban tiesos y brillantes de la grasa acumulada y tenía las manos agrietadas, marcadas con líneas profundas, y llenas de cortes. Su labio inferior, pesado y colgante, mostraba una expresión malhumorada.

—¿Es usted el dueño? —preguntó Tom.

El ojo se clavó en él.

—Trabajo para el dueño —respondió, torvo—. ¿Qué quiere?

—¿Tiene restos de algún Dodge de 1925? Necesitamos una biela.

—No lo sé. Si el jefe estuviera aquí, se lo podría decir… pero no está. Se fue a casa.

—¿Podemos buscar a ver si encontramos algo?

El hombre se sonó la nariz en la palma de la mano y se limpió la mano a los pantalones.

—¿Son de por aquí cerca?

—Venimos del este, vamos hacia el oeste.

—Bueno, echen un vistazo. Por mí, como si queman el maldito solar entero.

—No parece que aprecie mucho a su jefe.

El hombre se acercó arrastrando los pies, con el ojo que le quedaba llameando.

—Le odio —dijo en voz baja—. Odio a ese hijo de puta. Ahora se ha ido a casa, a descansar a su casa. —Las palabras le salían a golpes—. Tiene un modo…, tiene un modo de meterse con una persona y destrozarla… el muy hijo de puta. Tiene una hija de diecinueve años, guapa. Me dice: «¿Qué te parecería casarte con ella?». Me lo dice a mí. Y esta noche me dice: «Hay un baile; ¿te gustaría ir?». ¡A mí, me lo dice a mí! —Las lágrimas se formaron en sus ojos y cayeron de la roja cuenca vacía—. Juro que algún día, un día me voy a guardar una llave inglesa en el bolsillo. Cuando me dice esas cosas, me mira al ojo. Voy a arrancarle la cabeza del cuello con esa llave, a trozos, poco a poco —jadeó con furia—. Poco a poco, hasta sacársela del cuello.

El sol se ocultó tras las montañas. Al miró los coches destrozados que había en el solar.

—Mira allí, Tom. Ese parece de 1925 o 1926.

Tom se volvió hacia el tuerto.

—¿Le importa si echamos una ojeada?

—Pues claro que no. Llévense cualquier cosa que les interese.

Caminaron abriéndose paso entre los automóviles muertos hasta llegar a un sedán oxidado que descansaba sobre sus ruedas pinchadas.

—Sí que es de 1925 —exclamó Al—. Oiga, ¿podemos quitar el cárter?

Tom se arrodilló y miró debajo del coche.

—Ya lo han quitado. Falta una biela. Parece que se han llevado una —se retorció para meterse debajo del coche—. Coge una manivela y gírala, Al. —Él empujó la biela contra el cigüeñal—. Está bloqueado de grasa. —Al giró la manivela lentamente—. Despacio —indicó Tom—. Cogió una astilla de madera del suelo y rascó la capa de grasa del cojinete y de sus tornillos.

—¿Cómo está de tenso? —preguntó Al.

—Está un poco flojo, pero no demasiado.

—¿Está muy gastado?

—Tiene bastante relleno. No se lo han llevado todo. Sí, está en buen estado. Dale la vuelta despacio. Bájala, despacio, ¡ya está! Corre al camión y trae las herramientas.

El tuerto dijo:

—Yo les daré una caja de herramientas.

Se alejó arrastrando los pies entre los coches oxidados y al cabo de un momento regresó con una caja de herramientas de hojalata. Tom buscó hasta dar con una llave fija y se la pasó a Al.

—Sácalo tú. No pierdas relleno ni los tornillos y no te olvides de los pasadores. Date prisa. Ya se está yendo la luz.

Al reptó bajo el coche.

—Tenemos que comprarnos llaves de estas de agujero fijo —le gritó—. Con la llave inglesa no vamos a ninguna parte.

—Dame un grito si necesitas que te eche una mano —dijo Tom.

El tuerto se quedó por allí, con su aire de desamparo.

—Si quieren, les ayudo —ofreció—. ¿Sabe lo que ha hecho ese hijo de puta? Viene aquí con pantalones blancos y me dice: «Venga, vámonos al yate». Juro que un día le voy a abrir la cabeza. —Respiró pesadamente—. No he salido con una mujer desde que perdí el ojo. Y él me dice cosas así. —Los lagrimones abrían canales en la suciedad a los lados de la nariz.

Tom dijo con impaciencia:

—¿Por qué no deja esto? Nadie le vigila para que no se vaya.

—Sí, eso es fácil decirlo. Conseguir trabajo no es tan fácil… para un tuerto.

Tom se encaró con él.

—Mira, tío, llevas ese ojo abierto de par en par. Y estás sucio, apestas. Tú te lo buscas. Es lo que te gusta, te permite sentir compasión por ti mismo. Pues claro que no hay mujer que vaya contigo con ese ojo vacío aleteando a su aire. Tápalo y lávate la cara. Tú no vas a atizarle a nadie con una llave.

—Te digo que un tuerto lo tiene difícil —insistió el hombre—. No puede ver las cosas como las ven los demás. No se calcula la distancia a la que están las cosas. Todo está en un solo plano.

Tom replicó:

—Eres un cuentista. Mira, yo conocí a una puta que sólo tenía una pierna. ¿Te crees que lo hacía por dos perras en un callejón? Te aseguro que no. Al contrario, cobraba medio dólar extra. Ella decía: ¿Con cuántas mujeres que sólo tuvieran una pierna te has acostado? Con ninguna. Vale, decía, pues aquí tienes algo muy especial y te va a costar medio dólar extra. Y se lo daban, faltaría más, y los que se lo daban salían satisfechos pensando que eran tíos con suerte. Ella decía que daba buena suerte. Y conocí a un jorobado en… en un sitio donde estuve. Se ganaba la vida dejando que la gente le tocara la joroba para que le diera suerte. ¡Dios mío!, a ti sólo te falta un ojo.

El hombre dijo vacilante:

—Es que cuando ves a la gente apartarse de ti, eso puede contigo.

—Tápalo, maldita sea. Lo vas pregonando, lo paseas como el culo de una vaca. Te gusta compadecerte. A ti no te pasa nada. Cómprate unos pantalones blancos. Apuesto a que te dedicas a emborracharte y a llorar en la cama. ¿Necesitas ayuda, Al?

—No —respondió—. Ya está suelto el cojinete. Estoy intentando bajar el pistón.

—No te vayas a dar un golpe —dijo Tom.

El tuerto preguntó quedamente:

—¿Crees que… le podría gustar a alguien?

—Pues claro —respondió Tom—. Diles que te ha crecido el pito desde que perdiste el ojo.

—¿A dónde os dirigís vosotros?

—A California. Toda la familia. Vamos a buscar trabajo por allí.

—¿Crees que un tipo como yo podría conseguir trabajo? ¿Con un parche negro en el ojo?

—¿Por qué no? No estás tullido.

—¿Podría ir con vosotros?

—¡No! Vamos tan cargados que no podemos movernos. Vete de otra forma. Arregla una de estas ruinas y vete solo.

—Sí, quizá lo haga —dijo el tuerto.

Se oyó un ruido de metal chocando.

—Ya lo tengo —anunció Al.

—Sácalo, vamos a ver cómo está.

Al le alcanzó el pistón y la biela y la mitad inferior del cojinete.

Tom limpió la superficie del antifriccionante y lo observó por el lado.

—A mí me parece que está bien —dijo—. Oye, si tuviéramos un farol podríamos montarlo esta noche.

—Escucha, Tom —dijo Al—. No tenemos abrazaderas. Será difícil poner los anillos, sobre todo por debajo.

Tom replicó:

—Una vez me dijo uno que no hay más que atar alambre fino de latón alrededor del anillo para sujetarlo.

—Sí, y ¿cómo sacas luego el alambre?

—No se saca. Se funde y no le perjudica.

—El alambre de cobre sería mejor.

—No es lo bastante fuerte —dijo Tom. Se volvió hacia el tuerto—. ¿Tienes alambre fino de latón?

—No sé. Creo que hay un carrete por algún lado. ¿De dónde crees que puedo sacar un parche de esos que llevan algunos?

—No sé —respondió Tom—. Mira a ver si encuentras el alambre.

En el cobertizo de hierro rebuscaron en las cajas hasta encontrar el carrete. Tom colocó la biela en un torno y enrolló el alambre cuidadosamente alrededor de los anillos del pistón, forzándolos hasta que se encajaron hasta el fondo en las ranuras, y golpeó el alambre con el martillo hasta aplanarlo en donde se retorcía; luego giró el pistón y golpeó el alambre todo alrededor hasta alisar los lados del pistón. Pasó el dedo arriba y abajo asegurándose de que los anillos y el alambre quedaban parejos con los lados. Apenas se veía en el cobertizo. El tuerto cogió una linterna y dirigió su luz al trabajo.

—Ya está —dijo Tom—. Oye, ¿cuánto por esa linterna?

—No es gran cosa. Tiene pilas nuevas que costaron quince centavos. Te la dejo por… venga, treinta y cinco centavos.

—Bien. ¿Y qué te debemos por la biela y el pistón?

El tuerto se rascó la frente con los nudillos y una franja de porquería se le desprendió.

—La verdad es que no lo sé. Si el jefe estuviera aquí, habría ido a mirar un catálogo de piezas para averiguar lo que vale una nueva, y mientras trabajabas, se habría enterado de hasta qué punto la necesitabais y cuánta pasta tienes, y luego —pon que en el catálogo pusiera ocho dólares— te pediría cinco dólares. Si montaras un escándalo, te la llevarías por tres. Tú te quejas de mí, pero te juro que él es un hijo de puta. Se entera de cuánta falta os hace. Le he visto sacar más por una palanca de diferencial de lo que paga por un coche entero.

—Sí, sí. Pero ¿cuánto te doy por esto?

—Bueno, dame un dólar.

—De acuerdo, y te voy a dar veinticinco centavos por esta llave fija. Hace el trabajo el doble de fácil —le dio el dinero—. Gracias. Y tápate ese puñetero ojo.

Tom y Al montaron en el camión. Era noche cerrada. Al puso en marcha el motor y encendió las luces.

—Hasta otra —gritó Tom—. Nos veremos en California, quizá.

Dieron la vuelta en la carretera y empezaron el camino de vuelta.

El tuerto los vio irse y después caminó a través del cobertizo hasta su chabola. El interior estaba oscuro. Llegó tanteando al colchón que estaba en el suelo, se estiró en él y se echó a llorar, y el silbido de los coches pasando por la carretera sólo sirvió para fortalecer los muros de su soledad.

Tom dijo:

—Si me hubieras dicho que esta noche tendríamos la pieza, y encima montada, habría dicho que estabas chalado.

—Seguro que la ponemos bien —dijo Al—. Pero tienes que hacerlo tú. A mí me daría miedo por si la pongo demasiado apretada y se quema, o demasiado floja y se sale.

—Yo la pondré —accedió Tom—. Si se vuelve a salir, se vuelve a salir y en paz. Yo no tengo nada que perder.

Al intentó ver en el crepúsculo. Las luces apenas atravesaban la oscuridad, pero delante, los ojos de un gato cazador relucieron verdes reflejados en las luces.

—Le echaste una buena bronca a ese tío —comenzó Al—, diciéndole lo que tiene que hacer con su vida.

—Maldita sea, lo estaba pidiendo a gritos. Allí consolándose a sí mismo porque sólo tiene un ojo, culpándole al ojo de todo. Es un vago, y un marrano. Tal vez pueda salir de eso si se entera de que se le ve el plumero.

Al continuó:

—Tom, yo no hice nada para que se quemara el cojinete.

Tom permaneció en silencio un momento; luego dijo:

—Te voy a hablar claro, Al. Te preocupas la leche, temiendo que alguien te eche la culpa de algo. Ya sé lo que te pasa. Un chico joven, lleno de energía, quieres ser todo el tiempo un tío cojonudo. Pero, Al, maldita sea, no te pongas en guardia si nadie te ataca, y no tendrás ningún problema.

Al no respondió. Miró fijo al frente. El camión traqueteaba y botaba ruidoso por la carretera. Un gato salió disparado de la orilla y Al viró para pillarlo, pero las ruedas fallaron y el gato saltó a la hierba.

—Casi lo pillo —dijo Al—. Oye, Tom, ¿has oído a Connie hablar de que va a estudiar por las noches? He estado pensando que quizá yo también podría estudiar. Ya sabes, radio, o televisión o motores Diesel. Uno puede empezar a abrirse camino así.

—Podría ser —dijo Tom—. Primero entérate de lo que te van a clavar por las lecciones. Y plantéate en serio si te las vas a estudiar. Había algunos en McAlester que tomaban lecciones por correspondencia. No conocí a ninguno que llegara a terminar. Se hartaban y lo dejaban correr.

—Dios Todopoderoso, nos olvidamos de comprar algo de comer.

—Bah, Madre te dio cantidad; el predicador no ha podido comérselo todo. Seguro que algo queda. Me pregunto cuánto vamos a tardar en llegar a California.

—No tengo ni puñetera idea. Tú dale caña.

Se quedaron callados y la oscuridad se extendió y las estrellas eran brillantes y blancas.

Casy salió del asiento trasero del Dodge y caminó calmoso hasta el borde de la carretera, donde se había detenido el camión.

—No pensaba que volveríais tan pronto —dijo.

Tom agrupó las piezas que traía en el saco en el suelo.

—Tuvimos suerte —dijo—. También compramos una linterna. Vamos a arreglarlo ahora mismo.

—Os dejasteis la cena —recordó Casy.

—Comeré cuando acabe. Al, apártate un poco más de la carretera y ven a sujetarme la linterna. —Tom se encaminó directamente al Dodge y se metió debajo de espaldas. Al se tumbó sobre el estómago y apuntó la luz de la linterna—. No me alumbres a los ojos. Súbela un poco. —Tom introdujo el pistón en el cilindro, torciéndolo y dándole vueltas. El alambre de latón se enganchó un poco en la pared del cilindro. Con un empujón brusco hizo pasar los anillos—. Es una suerte que esté flojo; de lo contrario, la compresión lo pararía. Creo que va a funcionar bien.

—Espero que el alambre no tapone los anillos —dijo Al.

—Bueno, para eso lo aplané a martillazos. No se saldrá. Creo que nada más ponerse en marcha se fundirá y dará a los lados un baño de latón.

—¿Crees que puede rayar los lados?

Tom se echó a reír.

—Esas paredes aguantarán. Ya traga más aceite que la madriguera de una ardilla. Un poco más no le hará daño. —Deslizó la biela por el cigüeñal y comprobó la mitad inferior—. Admite más relleno —llamó—: ¡Casy!

—Sí.

—Ahora voy a poner el cojinete. Saque esa manivela y gírela despacio cuando yo le diga. —Apretó los tornillos—. Ahora. Dele la vuelta lentamente. —Conforme el angular cigüeñal giraba apretó el cojinete contra él—. Demasiado relleno —dijo Tom—. Pare un momento, Casy. —Quitó los tornillos, sacó piezas finas de relleno de ambos lados y volvió a apretar los tornillos—. Pruebe otra vez, Casy. —Él volvió a colocar la biela—. Aún está un poco floja. No sé si quedaría demasiado prieta si saco más relleno… Voy a probar. —Una vez más quitó los tornillos y sacó otro par de láminas finas—. Inténtelo ahora, Casy.

—Tiene buen aspecto —dijo Al.

Tom gritó:

—¿Cuesta más girarlo ahora, Casy?

—No, creo que no.

—Bueno, creo que ha quedado bien. A ver si es verdad. No se puede afilar el antifriccionante sin herramientas. Esta llave de tuerca lo facilita un montón.

Al dijo:

—El dueño de aquel almacén va a ponerse bien furioso cuando busque una llave de esa medida de tuerca y no la encuentre.

—Ése es su problema —dijo Tom—. Nosotros no la hemos robado. —Empujó los pasadores y dobló los extremos hacia afuera—. Creo que así está bien. Oiga, Casy, sujete la linterna mientras yo y Al subimos el cárter.

Casy se puso de rodillas y cogió la linterna. Alumbró a las manos que ajustaban la junta en su sitio y llenaban los agujeros con los tornillos del cárter. Los dos hombres tensaron sus músculos ante el peso del cárter, apretaron los tornillos de los extremos y después los otros; y cuando estaban todos enganchados, Tom los fue apretando poco a poco hasta que el cárter se ajustó nivelado a la junta y los apretó fuerte contra las tuercas.

—Creo que ya está todo —dijo Tom. Apretó el tapón del aceite, observó cuidadosamente el cárter y cogió la linterna y alumbró el suelo—. Ya está. Vamos a ponerle el aceite.

Salieron de debajo y volcaron el cubo de aceite en el depósito del cigüeñal. Tom inspeccionó la junta por si había alguna pérdida.

—Vale, Al. Ponlo en marcha —dijo. Al se metió en el coche y apretó el estárter. El motor rugió. Un humo azul salió del tubo de escape—. Desacelera —gritó Tom—. Quemará aceite hasta fundir el alambre. Ya se está deshaciendo. —Escuchó con atención el rugido del motor—. Adelanta el encendido y déjalo al ralentí. —Volvió a escuchar—. Bien, Al, apágalo. Creo que lo hemos arreglado. ¿Dónde está esa carne?

—Eres un mecánico cojonudo —admiró Al.

—Es normal. Trabajé un año en un taller. Habrá que ir despacio unas doscientas millas para darle tiempo a que se amolde.

Se limpiaron las manos llenas de grasa con hierbajos y finalmente se las restregaron en los pantalones. Atacaron con hambre la carne cocida y bebieron tragos de agua de la botella.

—Estaba muerto de hambre —confesó Al—. ¿Qué hacemos ahora, seguir hasta el campamento?

—No sé —dijo Tom—. A lo mejor nos cobran medio dólar extra. Vamos a decírselo a los demás, que lo hemos arreglado. Luego si nos quieren clavar dinero extra nos vamos. Pero la familia querrá saber cómo vamos. Dios, me alegro de que Madre nos detuviera esta tarde. Mira con la linterna por alrededor, Al, que no nos dejemos nada. Mete la llave de tuerca. Podemos volver a necesitarla.

Al pasó la luz por el suelo.

—No veo nada.

—Bien. Yo conduciré el coche. Tú lleva el camión, Al.

Tom puso en marcha el motor. El predicador subió al coche. Tom condujo despacio, manteniendo el motor a poca velocidad y Al le siguió en el camión. Pasó la cuneta en primera. Tom dijo—: Estos Dodge pueden arrastrar una casa yendo en primera. Ha bajado la velocidad media. A nosotros nos va bien…, quiero suavizar ese cojinete con calma.

En la carretera el Dodge avanzó lentamente. Los faros de doce voltios arrojaban una pequeña mancha de luz amarillenta en el asfalto.

Casy se volvió a Tom.

—Es curioso cómo podéis arreglar un coche. No hay más que alumbrar y lo arregláis. Yo no podría, ni siquiera ahora después de haberte visto hacerlo.

—Hay que ir aprendiendo desde pequeño —explicó Tom—. No se trata sólo de saber, hay algo más. Los críos de ahora pueden destripar un coche sin pensar siquiera en ello.

Una liebre quedó prendida en la luz de los faros y avanzó a saltos por delante, corriendo cómodamente, con las grandes orejas botando en cada salto. De vez en cuando intentaba salir de la carretera, pero el muro de oscuridad la volvía a empujar al centro. A lo lejos, al frente, aparecieron unas luces brillantes que les taladraban. La liebre vaciló, titubeó y luego se volvió y se precipitó hacia las luces menos potentes del Dodge. Hubo una pequeña sacudida, un choque suave, al tiempo que desaparecía bajo las ruedas. El coche que venía en la otra dirección pasó al lado con un silbido.

—Seguro que la hemos aplastado —dijo Casy.

Tom replicó:

—Hay algunos que van a por ellas. Me da escalofríos cada vez que lo veo. El coche suena bien. Los anillos deben haberse soltado ya y no humea demasiado.

—Has hecho un buen trabajo —le felicitó Casy.

Una pequeña casa de madera dominaba el terreno del campamento y, en el porche, un farol de gasolina silbaba y arrojaba su blanca luminosidad, delimitando un gran círculo. Había media docena de tiendas levantadas cerca de la casa, y coches junto a las tiendas. En las hogueras ya habían terminado de cocinar, pero las brasas aún brillaban en el suelo junto a los campamentos individuales. Unos cuantos hombres se habían reunido en el porche donde ardía el farol y sus rostros se veían fuertes y musculosos bajo la cruda luz blanca que proyectaba las sombras negras de sus sombreros sobre la frente y los ojos y hacía destacar las barbillas. Unos estaban sentados en los escalones, otros en el suelo, apoyando los codos en el suelo del porche. El propietario, un hombre larguirucho y hosco, se sentaba en una silla en el porche. Se echó hacia detrás, contra la pared, y tamborileó con los dedos en la rodilla. En el interior de la casa alumbraba una lámpara de queroseno, pero su tenue luz se encontraba disminuida por el resplandor silbante del farol de gasolina. El grupo de hombres rodeaba al propietario.

Tom condujo el Dodge hasta el borde de la carretera y aparcó. Al cruzó la entrada en el camión.

—No hace falta entrar el coche —dijo Tom. Salió y se encaminó hacia el resplandor blanco del farol.

El propietario puso las patas delanteras de la silla en el suelo y se inclinó hacia delante: —¿Quieren acampar aquí?

—No —respondió Tom—. Tenemos aquí a la familia. Hola, Padre.

Padre, sentado en el escalón más bajo, contestó:

—Pensé que tardaríais una semana en volver. ¿Lo habéis arreglado?

—Hemos tenido más suerte que un puerco —dijo Tom—. Conseguimos la pieza antes de que oscureciera. Podemos continuar a primera hora de la mañana.

—Eso está muy bien —aplaudió Padre—. Madre estaba preocupada. Tu abuela ha perdido la chaveta.

—Ya me ha dicho Al. ¿Está algo mejor?

—En cualquier caso, está dormida.

El propietario intervino:

—Si quiere detenerse aquí y acampar, le costará medio dólar. Hay sitio para acampar, agua y leña. Y nadie le molestara.

—¡Qué demonios! —exclamó Tom—. Podemos dormir en la cuneta al lado de la carretera y nos sale gratis.

El dueño tamborileó en la rodilla con los dedos.

—El encargado del sheriff suele pasar por la noche. Se lo puede poner difícil. En este estado la ley prohíbe dormir afuera. Hay una ley de vagabundos.

—Y si le pago a usted cincuenta centavos, ya no soy un vagabundo, ¿eh?

—Exactamente.

Los ojos de Tom brillaron con furia.

—¿El encargado del sheriff no será cuñado de usted por casualidad?

El dueño se inclinó hacia delante.

—Pues no. Y todavía no ha llegado el tiempo en que la gente de aquí tenga que tragarse las impertinencias de unos vagabundos de mierda.

—Usted no se corta a la hora de coger nuestro dinero. Y ¿desde cuándo somos vagabundos? No le hemos pedido nada. Vagabundos nosotros, ¿eh? Pues nosotros no andamos exigiéndole que nos pague por el privilegio de acostarse y descansar.

Los hombres del porche estaban rígidos, inmóviles, callados. Toda expresión había desaparecido de sus semblantes; y sus ojos, en la sombra proyectada por los sombreros, se enfocaron a hurtadillas en el rostro del propietario.

—Déjalo ya, Tom —gruñó Padre.

—Claro, ya lo dejo.

Los hombres del círculo estaban en silencio, sentados en los escalones, apoyados en el alto porche. Sus ojos relucían a la cruda luz del farol. La dura luz prestaba a sus rostros dureza; estaban muy quietos. Sólo sus ojos se movían de un interlocutor al otro, pero sus inexpresivos semblantes permanecían en calma. Una mariposa de la luz se estampó contra el farol y se quebró, cayendo luego a la oscuridad.

En una de las tiendas un chiquillo se quejó a gritos y una voz de mujer lo tranquilizó y luego empezó a cantar en voz baja: «Por la noche Jesús te quiere. Felices sueños, felices sueños. Jesús vela por la noche. Duerme, oh, duerme, oh».

El farol silbó en el porche. El dueño se rascó en el pico que dibujaba su camisa abierta, por donde asomaba una maraña de vello blanco. Se le veía vigilante y cercado por el problema. Miró a los hombres del círculo buscando una expresión. Y ellos no se movieron.

Tom permaneció en silencio largo rato. Sus oscuros ojos se movieron lentamente hasta quedar fijos en el propietario.

—No quiero causar molestias —dijo—. Es duro que le llamen a uno vagabundo. Yo no tengo miedo —continuó quedamente—. Me enfrentaría con usted y su encargado con los puños, aquí, ahora, que me caiga muerto si miento. Pero no tiene ningún sentido.

Los hombres se agitaron, cambiaron de postura y sus ojos relucientes se fijaron despacio en la boca del propietario, para verle mover los labios. Él se había tranquilizado. Sintió que había ganado, pero no con una victoria tan clara como para seguir atacándole.

—¿No tiene medio dólar? —preguntó.

—Sí que lo tengo. Pero lo voy a necesitar. No puedo soltarlo nada más que por dormir.

—Bueno, todos tenemos que ganarnos la vida.

—Sí —replicó Tom—. Pero preferiría que hubiera alguna forma de hacerlo que no fuera a costa de otro.

Los hombres volvieron a moverse. Y Padre dijo:

—Nos pondremos en marcha muy temprano. Oiga, mire, nosotros pagamos. Éste es un miembro de nuestra familia. ¿No puede quedarse? Hemos pagado.

—Medio dólar por coche —respondió el propietario.

—Aquí no hay ningún coche. El coche está fuera, en la carretera.

—Ha venido en coche —insistió el dueño—. Todo el mundo dejaría el coche fuera, y se instalaría en mi terreno por nada.

Tom decidió:

—Nos vamos. Nos encontraremos por la mañana, ya estaremos atentos a veros. Al puede quedarse y el tío John venir con nosotros… —Miró al propietario—. ¿Alguna objeción?

Él tomó una decisión rápidamente, que llevaba una concesión incluida.

—Si se queda el mismo número de personas que vino y pagó… no hay inconveniente.

Tom sacó su bolsa de tabaco, que era ya un trapo gris sin peso, con un poco de polvo de tabaco en el fondo. Lio un fino cigarrillo y tiró la bolsa.

—Nos vamos dentro de un momento —dijo.

Padre se dirigió al círculo general.

—Es muy duro tener que marcharse. Para gente como nosotros, que teníamos nuestra propia granja. No somos unos vagos. Hasta que nos echó el tractor, teníamos una granja.

Un hombre joven, con las cejas quemadas por el sol, amarillas, volvió la cabeza lentamente.

—¿Agricultores? —preguntó.

—Por supuesto. Y la granja era nuestra.

El joven miró de nuevo hacia adelante.

—Igual que nosotros —dijo.

—Tenemos suerte de que vaya a ser por poco tiempo —opinó Padre—. En el oeste tendremos trabajo y podremos comprar un pedazo de tierra de labor con agua.

Cerca del extremo del porche había un hombre andrajoso. De su chaqueta negra pendían jirones desgarrados. Llevaba un mono completamente roto por las rodillas y su rostro estaba negro de polvo, con líneas dejadas por el sudor a su paso. Torció la cabeza hacia Padre.

—Ustedes deben de tener buena bolsa de dinero.

—No, no tenemos dinero —replicó Padre—. Pero somos muchos a trabajar y todos hombres fuertes. Nos pagarán buenos salarios y, juntándolos, podremos salir adelante.

El hombre harapiento miró fijo a Padre mientras éste hablaba y luego rompió a reír, y su risa acabó siendo un agudo lamento. El círculo de rostros se volvió hacia él. Al final la risa se transformó en un ataque de tos. Tenía los ojos rojos y lacrimosos cuando logró controlar los espasmos.

—Van al oeste… ¡oh, Dios mío! —empezó de nuevo con su extraña risa—. Van al oeste a que les paguen… buenos salarios… ¡oh, Dios! —Se interrumpió y preguntó maliciosamente—: ¿Recogiendo naranjas, tal vez? ¿Van a recoger melocotones?

El tono de Padre mantuvo la dignidad.

—Vamos a tomar lo que haya. Hay muchas cosas distintas en que trabajar.

El hombre harapiento rio entre dientes.

Tom se volvió, irritado.

—¿Qué es lo que tiene tanta puñetera gracia?

El otro cerró la boca y miró torvamente las tablas del porche.

—Todos ustedes van a California, seguro.

—Ya se lo he dicho —replicó Padre—. No está descubriendo nada.

El hombre pronunció con lentitud.

—Yo… estoy de vuelta. He estado allí.

Los rostros se volvieron con rapidez hacia él. Los hombres se quedaron rígidos. El silbido del farol disminuyó hasta no ser más que un suspiro y el propietario apoyó las patas delanteras de la silla en el porche, se levantó y avivó el farol hasta que el silbido volvió a oírse alto y claro. Regresó a su silla, pero no la echó para atrás. El hombre de los andrajos encaró los rostros de los otros.

—Me vuelvo a morirme de hambre. Prefiero mil veces volver a estar medio muerto de hambre.

—¿De qué diablos habla? —preguntó Padre—. Yo tengo un papel que anuncia buenos salarios, y hace poco vi en un periódico un aviso de que necesitan gente para recoger la fruta.

El hombre se volvió hacia Padre.

—¿Tiene algún sitio donde poder volver?

—No —contestó Padre—. Nos echaron. Metieron el tractor hasta en casa.

—Entonces, ¿no volvería?

—Desde luego que no.

—Entonces no le voy a inquietar —dijo el hombre.

—Pues claro que no me inquieta. Tengo un papel en el que se pide gente. No tendría sentido que lo distribuyeran si no fuera cierto. Hacer estos papeles cuesta dinero. No los sacarían si no necesitaran hombres.

—No le quiero inquietar.

Padre dijo enfadado:

—Ya ha metido bastante la pata. Ahora no se va a callar. Mi papel dice que hacen falta hombres. Usted se ríe y dice que no es verdad. Bueno, ¿quién es el mentiroso?

El andrajoso miró con lástima a los ojos furibundos de Padre.

—El papel es verdadero —dijo—. Necesitan hombres.

—Entonces, ¿por qué coño nos solivianta riéndose como un loco?

—Porque usted no sabe qué clase de hombres necesitan.

—¿Qué quiere decir?

El hombre tomó una decisión.

—Escuche —dijo—. ¿Cuántos hombres dicen necesitar en su papel?

—Ochocientos, y eso en una zona solamente.

—¿Es un papel anaranjado?

—Pues… sí.

—¿Dice el nombre del tío ese…, fulano de tal, contratista de mano de obra?

Padre buscó en su bolsillo y sacó el papel doblado.

—Exacto. ¿Cómo lo supo?

—Mire —dijo el hombre—. No tiene sentido. Este tío necesita ochocientos hombres. Va e imprime cinco mil papeles de esos y quizá los leen veinte mil personas. Y tal vez dos mil o tres mil se ponen en movimiento nada más que por esos papeles. Gente que está loca de preocupación.

—Pero eso no tiene sentido —gritó Padre.

—No, hasta que vea al tipo que hizo circular este papel. Le verá a él o a alguien que trabaje para él. Acampará en una cuneta con otras cincuenta familias. Él se asomará a su tienda para ver si le queda algo de comida. Si no le queda a usted nada, le dice: «¿quiere trabajar?». Y usted responderá: «Claro que sí. Le agradezco que me dé la oportunidad de trabajar». Entonces él dirá: «Me sirves», y usted: «¿Cuándo empiezo?». Le dirá a dónde ir, a qué hora, y seguirá su camino. Quizá necesite doscientos hombres, así que habla con quinientos, que se lo dirán a otra gente y cuando llega al sitio del trabajo, hay allí unos mil hombres. El jefe dice. «Pago veinte centavos por hora». Más o menos la mitad de los hombres se marcharán. Pero aún quedan quinientos y están tan muertos de hambre que trabajan aun por unas galletas. Bueno, este tipo tiene un contrato para recoger los melocotones, o cortar el algodón. ¿Lo entienden ahora? Cuanta más gente haya y más hambrienta esté, menos tendrá que pagar. Si puede, se queda con uno que tenga hijos, porque…, mierda, había dicho que no les iba a inquietar. —El círculo le miró fríamente. Los ojos calibraron sus palabras. El hombre se sintió cohibido—. Dije que no iba a inquietarles y, ¿qué es lo que estoy haciendo si no? Ustedes van a seguir adelante. No piensan regresar. —El silencio colgó sobre el porche. Y la luz siseó y un halo de polillas osciló dentro dando vueltas alrededor del farol. El hombre harapiento continuó, nervioso—: Déjenme que les diga lo que han de hacer cuando encuentren al que ofrece trabajo. Pregunten cuánto piensa pagar y pídanle que lo ponga por escrito. Que haga eso. Si no me hacen caso, les estafarán.

El propietario se inclinó en la silla para ver mejor al hombre sucio y andrajoso. Se rascó entre los pelos grises del pecho. Dijo con frialdad:

—¿No será usted uno de esos agitadores? ¿De esos charlatanes que rodean a los jornaleros?

Y el hombre gritó:

—Le juro por Dios que no.

—Hay muchos de esos —dijo el propietario—. Van de un sitio a otro montando bronca. Soliviantando a la gente. Metiéndoles mentiras en la cabeza. Son muchos los que hay. Llegará el día en que los atemos, a todos esos agitadores, y los echemos del país. Si uno quiere trabajar, bien. Si no, que se vaya al cuerno. Pero no le vamos a consentir que vaya mareando y causando problemas.

El hombre roto recuperó su sobriedad.

—He intentado advertirles —dijo—. De algo que tardé un año en comprender. Dos hijos y mi mujer tuvieron que morir para que me diera cuenta. Pero no se lo puedo contar a ustedes. Debí haberlo sabido. Nadie me pudo convencer a mí tampoco. No les puedo hablar de mis pequeños, acostados en la tienda con los vientres hinchados y nada más que piel cubriendo sus huesos; temblaban y gimoteaban como cachorrillos y yo corriendo como loco de aquí para allá, buscando trabajo, no por dinero, ¡no por salario! —gritó—. Dios mío, sólo por una taza de harina y una cucharada de manteca.

Y luego vino el forense. «Estos niños han muerto de un fallo cardíaco», dijo. Lo escribió en el papel. Ellos tiritaban con los vientres hinchados como la vejiga de un gorrino.

El círculo estaba en silencio, las bocas ligeramente entreabiertas. Los hombres respiraban agitados y observaban.

El hombre miró dando la vuelta al círculo y luego se volvió y se alejó rápidamente en la oscuridad. La negrura lo absorbió, pero sus pasos arrastrados se pudieron oír mucho tiempo después de que se hubiera ido, pasos por la carretera; un coche se acercó y sus faros iluminaron al hombre andrajoso que iba arrastrando los pies, con la cabeza colgando baja y las manos en los bolsillos de su chaqueta negra.

Los hombres estaban incómodos. Uno dijo:

—Bueno, se hace tarde. Habrá que ir a dormir un poco.

El propietario comentó:

—Seguramente era un vago. Hay por las carreteras un montón de vagos desgraciados. —Y luego calló. Y echó la silla atrás apoyándola en la pared y se tocó el cuello con los dedos.

Tom dijo:

—Voy un momento a ver a Madre y luego nos vamos. —Los Joad se alejaron.

Padre dijo:

—¿Creéis que decía la verdad el tipo ese?

El predicador respondió:

—Pues claro que decía la verdad. Lo que es la verdad para él. No se inventaba nada.

—¿Qué hay de nosotros? —exigió Tom—. ¿Es ésa la verdad para nosotros?

—No lo sé —contestó Casy.

—No lo sé —dijo Padre.

Caminaron hasta la tienda, la lona extendida encima de una cuerda. El interior estaba oscuro y silencioso. Al acercarse, una mancha gris se agitó junto a la puerta y adquirió estatura humana. Madre salió a recibirles.

—Todos duermen —dijo—. Por fin la abuela se quedó traspuesta. —Entonces vio que era Tom—. ¿Cómo has llegado aquí? —exigió saber ansiosamente—. ¿No os habréis metido en líos?

—Ya tenemos el coche arreglado —dijo Tom—. Estamos listos para salir cuando queráis.

—Doy gracias a Dios por eso —dijo Madre—. Estoy deseando seguir. Quiero llegar a la tierra rica y verde. Quiero llegar pronto.

Padre carraspeó.

—Había un tipo que estaba contándonos…

Tom le agarró del brazo y le dio un tirón.

—Es curioso lo que cuenta —interrumpió Tom—. Dice que hay muchísima gente en la carretera.

Madre intentó verles en la oscuridad. Dentro de la tienda Ruthie tosió y soltó un bufido en el sueño.

—Los he lavado —dijo Madre—. Es la primera vez que tenemos agua suficiente para darles un repaso. He dejado los cubos fuera para que os lavéis vosotros también. No hay manera de mantener nada limpio estando en la carretera.

—¿Todos están dentro? —preguntó Padre.

—Todos menos Connie y Rosasharn. Se fueron a dormir al raso: dicen que hace demasiado calor para dormir a cubierto.

—Esta Rosasharn se está volviendo la mar de asustadiza y quisquillosa.

—Espera el primero —disculpó Madre—. Ella y Connie están muy ilusionados. Tú estabas igual.

—Ahora nos vamos —dijo Tom—. Nos detendremos un poco más adelante. Estad atentos por si no os vemos. Estaremos a la derecha de la carretera.

—¿Al se queda?

—Sí. El tío John viene con nosotros. Buenas noches. Madre.

Se alejaron atravesando el campamento dormido. Delante de una tienda ardía un fuego bajo y caprichoso y una mujer vigilaba una olla donde se guisaba un desayuno temprano. El olor de judías cocidas era fuerte y agradable.

—Me gustaría comer un plato de eso —dijo Tom cortésmente al pasar.

La mujer sonrió.

—No están hechas aún; si no, serías bienvenido —dijo—. Pásate por aquí al alba.

—Gracias, señora —replicó Tom. Él, Casy y el tío John pasaron por delante del porche. El propietario seguía sentado en la silla y el farol silbaba y relucía. Les miró mientras pasaban—. Se está quedando sin gas —dijo Tom.

—Bueno, de todas formas ya es hora de cerrar.

—No más medios dólares por hoy, ¿no? —volvió a hablar Tom.

Las patas de la silla golpearon en el suelo.

—No te vayas de la lengua conmigo. Me acuerdo de ti. Eres uno de esos agitadores.

—Tiene toda la razón —replicó Tom—. Soy un bolchevique.

—Hay demasiados desgraciados como tú por aquí.

Tom se rio mientras cruzaban la puerta y subían al Dodge… Cogió un puñado de tierra y lo arrojó a la luz. Vieron cómo se estrellaba en la casa y el propietario se ponía en pie de un salto y escudriñaba en la oscuridad. Tom puso el coche en marcha y enfiló la carretera. Escuchó el rugido del motor con atención para detectar estallidos. La carretera se extendía difusa bajo las débiles luces del coche.