A LO LARGO de la carretera 66 proliferan las hamburgueserías: Al and Susy's Place, Carl's Lunch, Joe and Minnie, Will's Eats. Barracas de madera. Dos surtidores de gasolina delante, una puerta de tela metálica, una larga barra, taburetes y una barra para los pies a lo largo del mostrador. Cerca de la puerta tres máquinas tragaperras, mostrando a través del cristal la riqueza en monedas de cinco centavos que prometen las tres barras. Y junto a ellas el fonógrafo que funciona con cinco centavos, con los discos amontonados como pasteles, dispuestos a caer sobre el plato y hacer sonar música bailable. «Ti-pi-ti-pi-tin», Gracias por el recuerdo, Bing Crosby, Benny Goodman. En un extremo del mostrador un recipiente tapado; pastillas dulces para la tos, sulfato de cafeína llamado «sin sueño», «Para no dormir»; caramelos, cigarrillos, cuchillas de afeitar, aspirinas, bromoseltzer, Alkaseltzer. Las paredes decoradas con posters, chicas en bañador, rubias de grandes pechos y caderas esbeltas y rostros de cera, con trajes de baño blancos, que sujetan una botella de Coca-Cola al tiempo que sonríen: vea lo que puede tener con una Coca-Cola. En la larga barra saleros, pimenteros, botes de mostaza y servilletas de papel. Grifos de cerveza tras la barra y detrás, las máquinas de café, relucientes y humeantes, sus indicadores de cristal señalando el nivel del café. Pasteles en recipientes de alambre y naranjas dispuestas en pirámides de a cuatro. Montones pequeños de Post Toasties, copos de maíz apilados formando figuras. Los carteles escritos en tarjetas con mica brillante: Pasteles como los que solía hacer Madre; el crédito hace enemigos, seamos amigos; las señoras pueden fumar, pero cuidado con las colillas[2]; coma aquí y mime a su mujer. En un extremo las cazuelas, las ollas de estofado, patatas, asado, carne al horno, cerdo asado, de color gris, listo para hacer lonchas.
Minnie o Susy o Mae, alcanzando una edad madura tras la barra, el pelo rizado, colorete y polvos sobre el rostro sudoroso. Preguntando qué va a ser en voz baja y suave, pasándole luego el encargo al cocinero con un chillido de pavo real. Limpiando la barra con movimientos circulares, sacando brillo a las grandes máquinas de café relucientes. El cocinero se llama Joe o Carl o Al, está acalorado con la chaqueta blanca y el delantal, las gotas de sudor brillan en la frente blanca, bajo el blanco gorro de cocinero; su humor es inestable, habla rara vez, levanta la vista un segundo cada vez que entra alguien. Limpia la parrilla, aplasta una hamburguesa contra ella. Repite suavemente lo que le dice Mae, rasca la parrilla, la limpia con un trozo de arpillera. Cambiante y silencioso.
Mae es el contacto, sonriendo, irritada, cercana a la explosión, sonriendo, pero con los ojos ausentes, a menos que se trate de camioneros. Ellos son la espina dorsal del establecimiento. Los clientes van a los sitios donde paran los camiones. A los camioneros no se les puede tomar el pelo, ya se sabe. Ellos traen la clientela, saben lo que hacen. Dales una taza de café amargo y no volverán a parar ahí. Trátalos bien y regresarán. Mae sonríe realmente a los camioneros con toda su alma. Levanta la cabeza coqueta, se arregla el pelo de la nuca para que sus pechos suban al levantar los brazos, charla para pasar el rato, hace referencia a grandes cosas, grandes tiempos, grandes bromas. Al nunca habla. Él no es ningún contacto. A veces sonríe un poco al oír un chiste, pero nunca se ríe. Alguna vez levanta la vista ante la vivacidad plasmada en la voz de Mae, y luego rasca la parrilla con una espátula, rasca la grasa y la deja en el borde de hierro de una fuente. Aplasta una hamburguesa silbante con la espátula. Coloca el bollo abierto sobre la fuente para que se tueste y se caliente. Recoge unas rodajas de cebolla y las amontona encima de la carne y las plancha con la espátula. Pone la mitad del bollo encima de la carne, unta la otra mitad con mantequilla derretida, con un insulso aderezo de vinagre. Sujetando el bollo sobre la hamburguesa, desliza la espátula bajo el fino trozo de carne, le da la vuelta, coloca encima la mitad que lleva mantequilla y deja caer la hamburguesa en un plato pequeño. Un cuarto de pepinillo en vinagre y dos olivas negras junto al bocadillo. Al lanza el plato por la barra como si fuera un tejo. Y rasca la parrilla con la espátula y observa taciturno la olla del estofado.
Los coches pasan a toda velocidad por la carretera 66. Matrículas de Massachusetts, Tennessee, Rhode Island Nueva York, Vermont, Ohio, todos hacia el oeste. Coches buenos, avanzando a 65 millas por hora.
Allí va un Cord. Parece un ataúd sobre ruedas.
Sí, ¡pero cómo tiran!
¿Ves ese La Salle? A mí que me den ése. No pretendo ser el rey de la carretera. Me daría por satisfecho con un La Salle.
Hablando de cochazos, ¿qué te parece un Cadillac? Es sólo un poco más grande y un poco más rápido.
Lo que es yo, me quedaría con un Zephyr. No es muy caro, pero tiene clase y velocidad. Yo me quedo con el Zephyr.
Pues mira, aunque te parezca gracioso, yo me quedaría con Buick-Puick. A mí me basta con ése.
Pero hombre, el precio anda como el del Zephyr, pero no tiene el mismo nervio.
A mí eso me da igual. Yo no quiero saber nada con ningún coche de Henry Ford. No me cae bien, nunca me gustó. Un hermano mío trabajaba en la planta de automóviles. Tendrías que oír lo que dice.
Bueno, el Zephyr tiene nervio.
Los cochazos de la carretera. Señoras lánguidas, vencidas por el calor, pequeños núcleos en torno a los que giran miles de bártulos: cremas, ungüentos con los que hidratarse, sustancias colorantes en ampollas —negro, rosa, rojo, blanco, verde, plata— para teñir el pelo, cambiar el color de los ojos, los labios, las uñas, cejas, pestañas, párpados. Aceites, semillas y píldoras laxantes. Una bolsa llena de botellas, jeringuillas, píldoras, polvos, fluidos, distintas clases de gel que permiten tener relaciones sexuales con tranquilidad, con la seguridad de que serán inodoras e improductivas. Todo esto además de la ropa. ¡Menudo incordio!
Líneas de cansancio alrededor de los ojos, líneas de descontento que bajan de la boca, pechos que descansan pesadamente en pequeñas hamacas, estómagos y muslos reventando dentro de cubiertas de goma. Y las bocas jadeantes, los ojos hoscos; les disgustan el sol, el viento y la tierra, agraviadas por la comida y el cansancio, odiando el tiempo que rara vez las muestra hermosas y siempre las envejece.
A su lado, hombrecillos panzones con trajes claros y sombreros panamá; hombres limpios, rosados, de ojos confusos y preocupados, ojos inquietos. Preocupados porque las fórmulas no dan resultado; ansiosos de seguridad y, sin embargo, sintiendo que ésta está desapareciendo de la tierra. En sus solapas, insignias de lugares donde se alojan y de clubs, sitios donde pueden ir y, mediante la suma de un número de hombrecillos preocupados, asegurarse a sí mismos que los negocios son algo noble y no el curioso robo ritual que saben que es; que los hombres de negocios son inteligentes a pesar de las pruebas patentes de su estupidez; que son amables y caritativos a pesar de los principios por los que se rigen los negocios rentables, que sus vidas son ricas en lugar de las aburridas y sosas rutinas que conocen; y que llegará el tiempo en el que dejarán de tener miedo.
Y estos dos, de camino a California; van a ir a sentarse en el vestíbulo del hotel Beverly-Wilshire, a ver a la gente que envidian yéndose a contemplar las montañas —montañas, entérate y árboles enormes— él con su expresión preocupada y ella pensando que el sol le resecará la piel. Van a ir a ver el océano Pacífico y te apuesto cien mil dólares a que él dirá: No es tan grande como yo pensaba que sería. Y ella envidiará los cuerpos regordetes y jóvenes en la playa. En realidad van a California para volver a casa. Para decir: Fulana estaba en la mesa de al lado en el Trocadero. Está hecha un auténtico desastre, pero la verdad es que viste bien. Y él: He hablado con hombres de negocios respetables. Dicen que no hay nada que hacer hasta que nos libremos del tipo ese que está en la Casa Blanca. Y: Me lo dijo uno que estaba enterado: figúrate que ella tiene sífilis. Salió en esa película de la Warner. Aquél me dijo que ha conseguido trabajar en el cine durmiendo con todo el que la convenía. Oye, ella se lo ha buscado. Pero los ojos preocupados nunca están en calma y la boca de hacer pucheros nunca se muestra contenta. El cochazo que avanza a sesenta millas por hora.
Quiero un refresco.
Bueno, allí delante hay un sitio. ¿Quieres parar?
¿Crees que estará limpio?
Todo lo limpio que puedes esperar en esta región dejada de la mano de Dios.
Bueno, supongo que algo embotellado estará bien.
El enorme coche chirría y frena hasta detenerse. El hombre gordo y preocupado ayuda a salir a su mujer.
Mae les echa un vistazo rápido según entran y luego desvía sus ojos. Al levanta la vista de la parrilla y vuelve a bajarla. Mae sabe. Se van a beber un refresco de cinco centavos y van a protestar de que no está suficientemente frío. La mujer usará seis servilletas de papel y las tirará al suelo. El hombre se atragantará y le intentará echar la culpa a Mae. La mujer olfateará como si oliera a carne podrida y luego se irán y pregonarán a partir de entonces que la gente del oeste es hosca. Y Mae les tiene reservado un nombre para cuando está a solas con Al: les llama parásitos.
Los camioneros, ésos son buena gente.
Aquí viene uno grande de transportes. Espero que paren; que me quiten el regusto de esos parásitos. Cuando yo trabajaba en aquel hotel de Albuquerque, Al, ya vi cómo roban: toallas, cubiertos, jaboneras. No lo puedo entender.
Y Al, taciturno:
¿Y de dónde crees que sacan esos cochazos y todo lo demás? ¿Crees que nacen así? Tú nunca tendrás nada.
El camión de transportes, con un conductor y un relevo.
¿Qué te parece si paramos a tomar un café? Conozco este garito.
¿Cómo vamos de tiempo?
Bah, llevamos adelanto.
Para, entonces. Hay ahí un viejo caballo de guerra que es la monda. Y tienen buen café.
El camión se detiene. Dos hombres vestidos con pantalones de montar color caqui, botas, chaquetillas cortas y gorras militares de visera brillante. La puerta de tela metálica se cierra con un golpe.
¿Qué hay, Mae?
Vaya, vaya, pero si es Bill el Rata. ¿Cuándo has vuelto a este recorrido?
Hace una semana.
El otro hombre introduce una moneda en el fonógrafo, mira cómo el disco se suelta y el plato sube para que caiga encima. La voz de Bing Crosby, dorada. «Gracias por el recuerdo, del calor del sol a la orilla; pudiste haber sido un incordio, pero nunca me aburriste…». Y el conductor del camión le canta a Mae «Pudiste haber sido un poco bruta, pero nunca fuiste una puta».
Mae se ríe. ¿Quién es tu colega, Bill? Es nuevo en el itinerario, ¿no?
El otro mete otra moneda en la tragaperras, gana cuatro fichas y las vuelve a meter. Se acerca a la barra.
Bueno, ¿qué va a ser?
Una taza de café. ¿Qué pasteles tienes?
Crema de plátano, de piña, de chocolate y tarta de manzana.
Uno de manzana. Espera… ¿de qué es ese grande y ancho?
Mae lo levanta y lo huele. De crema de plátano.
Córtame un pedazo; bien grande.
El hombre de la tragaperras dice: Que sean dos de todo.
Ahí van dos. ¿Sabes alguno nuevo, Bill?
Bueno, aquí va uno.
Lleva cuidado, hay una señora delante.
No, si éste no es muy fuerte. Un chiquillo llega tarde a la escuela. La maestra le pregunta: ¿por qué llegas tarde? El crío contesta: tuve que llevar una vaquilla a que la montaran. La maestra le dice: ¿no podía haberlo hecho tu padre? El niño responde: claro que sí, pero no tan bien como el toro.
Mae chilla de risa, carcajadas ásperas y escandalosas. Al, partiendo cebolla cuidadosamente sobre una tabla, levanta los ojos y sonríe y luego vuelve a mirar hacia abajo. Camioneros, buena gente. Van a dejar un cuarto de dólar cada uno de propina para Mae. Quince centavos por un café y un trozo de pastel y veinticinco para Mae. Y ni siquiera están intentando camelársela.
Sentados juntos en los taburetes, las cucharas sobresaliendo de las tazas de café. Pasando el rato. Y Al, restregando la parrilla, escucha sin hacer comentarios. La voz de Bing Crosby se interrumpe. El plato baja y el disco vuelve a su lugar en el montón. La luz violeta se apaga. La moneda, que ha puesto el mecanismo en marcha, que ha hecho que Bing cante y una orquesta toque, se desliza entre los puntos de contacto y va a caer a la caja donde se suman las monedas. Estos cinco centavos, al revés que la mayoría del dinero, han sido el responsable material de una reacción.
La válvula de la máquina de café arroja vapor. El compresor de la máquina del hielo resopla quedamente un rato y después calla. El ventilador eléctrico del rincón oscila su cabeza lentamente de un lado a otro, bañando la habitación con una brisa cálida. En la carretera, en la 66, los coches pasan veloces.
—Hace un rato paró un coche de Massachusetts —dijo Mae.
Bill el Rata cogió su taza por el borde de modo que la cuchara quedó apresada entre dos dedos. Aspiró una bocanada de aire junto con el café, para enfriarlo.
—Deberías estar por la 66. Hay coches de todo el país. Todos en dirección oeste. Nunca había visto tantos antes. Y se ven algunos preciosos.
—Hemos visto esta mañana un accidente —dijo su compañero—. Un coche grande, un Cadillac, modelo especial y precioso, bajo, de color crema, coche de lujo. Chocó contra un camión. Plegó completamente el radiador. Debía de ir a noventa millas por hora. El conductor se clavó el volante y se quedó meneándose como una rana colgando de un gancho. Una preciosidad de coche, muy bonito. Ahora se lo quedará cualquiera por una miseria. El conductor iba solo.
Al levantó la vista de su trabajo.
—¿Averió el camión?
—¡Dios! Si ni siquiera era un camión. Era uno de esos coches partidos por la mitad, lleno de fogones, sartenes, colchones, niños y gallinas. Iban al oeste. Aquél nos adelantó a noventa, se puso en dos ruedas para pasarnos y venía un coche, así que se desvió y arremetió contra el camión. Conducía como si estuviera borracho perdido. Dios, el aire se llenó de ropas de cama, de gallinas y niños. Mató a uno de ellos. Nunca he visto semejante barullo. Frenamos. El que conducía el camión se quedó de pie mirando al niño muerto. No se le podía sacar ni una palabra. Completamente ido. Dios Todopoderoso, la carretera está llena de esas familias yendo hacia el oeste. Nunca había visto tantas. Y va de mal en peor. Me gustaría saber de dónde diablos salen.
—Y a mí a dónde van —dijo Mae—. A veces paran aquí a poner gasolina, pero casi nunca compran nada más. La gente dice que roban. Nosotros no dejamos nada por en medio y nunca nos han robado.
Bill, masticando su pastel, miró a la carretera por la ventana tapada con tela metálica.
—Más vale que vigiles las cosas. Aquí llegan unos de esos.
Un Nash de 1926 salía de la carretera pesadamente. El asiento trasero estaba tapado casi hasta arriba con sacos, ollas y sartenes y encima de todo iban dos niños aplastados contra el techo. Sobre el coche había un colchón y una tienda de campaña plegada; los palos de la tienda iban atados a los estribos. El coche se estacionó junto a los surtidores de gasolina. Un hombre de pelo negro y el rostro como cortado con un hacha se apeó lentamente, y los dos críos resbalaron por la carga hasta llegar al suelo.
Mae rodeó la barra y se quedó en la puerta. El hombre llevaba pantalones grises de lana y una camisa azul, oscurecida por el sudor en la espalda y bajo los brazos. Los niños llevaban sólo unos monos, andrajosos y remendados. Tenían el pelo claro, de punta todo alrededor de la cabeza, casi cortado al cero. En el rostro mostraban churretes de polvo. Fueron directamente al charco barroso bajo la manguera y enterraron los pies en el barro.
El hombre preguntó:
—¿Podemos coger agua, señora?
Un gesto de irritación cruzó el rostro de Mae.
—Claro, sírvanse —habló quedamente por encima del hombro—. Voy a vigilar la manguera. —Clavó la vista en el hombre mientras éste desenroscaba la tapa del radiador y metía la manguera.
La mujer, que se había quedado en el coche, de cabello muy rubio, dijo:
—Mira a ver si lo puedes comprar aquí.
El hombre cerró el grifo de la manguera y volvió a colocar el tapón. Los chiquillos se apoderaron de la manga, apuntaron hacia debajo y bebieron sedientos. El hombre se quitó el sucio sombrero negro y se quedó, con una curiosa humildad, delante de la puerta.
—¿Nos haría el favor de vendernos una barra de pan, señora?
—Esto no es una tienda de comestibles —dijo Mae—. Tenemos el pan para hacer bocadillos.
—Lo sé, señora —insistía con su humildad—. Necesitamos pan y nos han dicho que no hay ningún sitio más hasta bastante más lejos.
—Si le vendemos pan, nos va a faltar —el tono de Mae comenzaba a ser vacilante.
—Tenemos hambre —dijo el hombre.
—¿Por qué no compran bocadillos? Los tenemos muy buenos, de hamburguesa.
—Nos encantaría poder hacerlo, señora. Pero no podemos. Tenemos que comer todos por diez centavos. —Y añadió avergonzado—: Tenemos muy poco dinero.
—No puede comprar una barra por diez centavos. Sólo las tenemos de quince —dijo Mae.
Al gruñó a su espalda.
—Por Dios, Mae, dales el pan.
—Nos vamos a quedar sin pan antes de que llegue el camión.
—Bueno, pues que falte, maldita sea —dijo Al. Y miró hosco a la ensalada de patata que estaba preparando.
Mae encogió sus hombros regordetes y miró a los camioneros para mostrarles por lo que tenía que pasar.
Sujetó la puerta abierta y el hombre entró, trayendo consigo olor a sudor. Los chiquillos se colaron detrás de él, se acercaron inmediatamente al recipiente de caramelos y se quedaron mirando con fijeza, no con anhelo ni esperanza, ni siquiera con deseo, simplemente como asombrados de que semejantes cosas pudieran existir. Eran iguales de tamaño y sus rostros eran idénticos. Uno de ellos se rascó el tobillo polvoriento con las uñas de los dedos del otro pie. El otro le susurró algo quedamente y, entonces, los dos estiraron los brazos hasta que sus puños apretados, metidos en los bolsillos del mono, se marcaron a través de la fina tela azul.
Mae abrió un cajón y sacó una larga barra envuelta en papel encerado.
—Ésta es de quince centavos.
El hombre se colocó el sombrero en la cabeza de nuevo. Respondió con su humildad inflexible.
—¿Me haría el favor de cortarme un trozo de diez centavos?
Al dijo con un gruñido:
—Maldita sea, Mae. Dale la barra entera.
El hombre se volvió hacia Al.
—No, queremos comprar diez centavos de pan. Lo tenemos estrictamente calculado para llegar hasta California.
—Puede quedársela por diez centavos —dijo Mae, con acento resignado.
—Eso sería robarle, señora.
—Cójalo, venga… Al dice que se lo quede. —Empujó la barra envuelta por encima del mostrador. El hombre sacó de su bolsillo trasero una bolsa de cuero oscuro, desató las cuerdas y la abrió. Pesaba, llena de monedas grandes y billetes grasientos.
—Les parecerá extraño que sea tan agarrado —se disculpó—. Nos quedan mil millas por delante y no sabemos si conseguiremos llegar.
Hurgó en la bolsa con el dedo índice, encontró una moneda de diez centavos y la cogió. Al ponerla en el mostrador vio que había sacado un centavo al mismo tiempo. Estaba a punto de guardarlo de nuevo en la bolsa cuando su mirada cayó sobre los niños, paralizados ante el mostrador de los caramelos. Se acercó con calma a ellos. Señaló unos palos de menta, rayados, que había en la caja.
—¿Esos caramelos son de a centavo, señora?
Mae se acercó y miró.
—¿Cuáles?
—Ésos de ahí, de rayas.
Los pequeños levantaron los ojos hacia el rostro de Mae y dejaron de respirar; tenían la boca ligeramente abierta y rígidos los cuerpos medio desnudos.
—¡Ah!, ésos. No, no…, son dos por un centavo.
—Bien, déme dos, señora. —Depositó el centavo de cobre cuidadosamente sobre la barra. Los niños dejaron escapar el aliento contenido suavemente. Mae les ofreció los dos palos largos de caramelo.
—Cogedlos —animó el hombre.
Alargaron la mano con timidez, cada uno cogió un palo y los sujetaron pegados a sus lados sin mirarlos. Pero se miraron el uno al otro y las comisuras de sus labios mostraron, vergonzosos, una sonrisa rígida.
—Gracias, señora.
El hombre cogió el pan y salió, con los niños marchando estirados detrás de él, sosteniendo los palos a rayas rojas pegados estrechamente contra sus piernas. Saltaron como ardillas por encima del asiento delantero y se acomodaron encima de la carga, y desaparecieron de la vista como ardillas en una madriguera.
El hombre se sentó, puso en marcha el coche y, con un motor rugiente y una nube de aceitoso humo azul, el viejo Nash volvió a la carretera y siguió adelante hacia el oeste.
Desde el interior del restaurante, los camioneros, Mae y Al les siguieron con los ojos. Bill fue el primero en reaccionar.
—Esos caramelos no eran dos por un centavo —dijo.
—¿Acaso es asunto tuyo? —replicó Mae torvamente.
—Cada uno vale cinco centavos —insistió Bill.
—Hay que ponerse en marcha —dijo al otro—. Se nos está yendo el tiempo. —Buscaron en sus bolsillos.
Bill dejó una moneda en la barra y su compañero la miró, volvió a buscar en su bolsillo y puso otra moneda. Se volvieron y caminaron hacia la puerta.
—Hasta otra —dijo Bill.
Mae le llamó:
—¡Eh! Espera un momento. Te dejas el cambio.
—Vete al cuerno —dijo Bill, y la puerta se cerró con un golpe.
Mae les contempló mientras montaban en el enorme camión, y éste empezaba a moverse lento en primera; luego oyó el chirrido al cambiar marchas y el camión alcanzó su velocidad de crucero.
—Al… —llamó suavemente.
Él levantó la vista de la hamburguesa que estaba aplastando y envolviendo entre papeles encerados.
—¿Qué pasa?
—Mira —ella señaló las monedas que habían quedado junto a las tazas: dos de medio dólar. Al se acercó y miró, y luego volvió a su trabajo.
—Camioneros —dijo Mae reverentemente— y después de ellos parásitos.
Las moscas daban pequeños topetazos contra la tela metálica y se alejaban zumbando. El compresor resopló un poco y luego calló. Por la 66 corría el tráfico, camiones, coches finos de línea aerodinámica y cacharros; y pasaban con un silbido ominoso. Mae recogió los platos y sacudió las migas de pastel en un cubo. Encontró un paño húmedo y limpió la barra con movimientos circulares. Sus ojos seguían en la carretera, por donde la vida pasaba silbando.
Al se secó las manos en el delantal. Miró un papel pegado en la pared, encima de la parrilla. Había en el papel tres líneas de marcas en columnas. Al contó la línea más larga. Caminó por detrás del mostrador hasta la caja, marcó la tecla de No Venta y sacó un puñado de monedas de cinco centavos.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó Mae.
—El número tres está a punto de soltar el premio —dijo Al. Se dirigió a la tercera máquina tragaperras y fue metiendo sus monedas y a la quinta vez que giraron las ruedas, las tres barras subieron y el fondo se disparó. Al reunió el gran puñado de monedas y volvió al mostrador. Las dejó caer en la caja registradora y la cerró de golpe. Entonces volvió a su sitio y tachó la línea de puntos.
—Juegan más en la número tres que en las otras —comentó—. Quizá debería irlas alternando. —Levantó una tapadera y removió el estofado que hervía a fuego lento.
—Me pregunto qué harán cuando lleguen a California —dijo Mae.
—¿Quiénes?
—Estos que acaban de pasar por aquí.
—Sabe Dios —replicó Al.
—¿Crees que encontrarán trabajo?
—¿Cómo diablos quieres que lo sepa? —preguntó Al.
Ella miró con fijeza hacia el este, a la carretera.
—Aquí viene uno de transportes, doble. ¿Pararán? Espero que sí.
Y mientras el gigantesco camión se salía pesadamente de la carretera y se detenía, Mae cogió el paño y limpió la barra en toda su longitud. También le dio un par de friegas a la reluciente máquina de café y subió el gas de la máquina. Al sacó un puñado de rabanitos y comenzó a pelarlos. El semblante de Mae expresaba alegría cuando la puerta se abrió y entraron los dos camioneros uniformados.
—¿Qué hay, hermana?
—Para ningún hombre soy yo una hermana —replicó Mae. Se echaron a reír y Mae también rio—. ¿Qué vais a tomar, muchachos?
—Una taza de café. ¿Qué pasteles tienes?
—Crema de piña, de plátano, de chocolate y tarta de manzana.
—Dame uno de manzana. No, espera, ¿de qué es eso grande y gordo?
Mae levantó el pastel y lo olió.
—De crema de piña —respondió.
—Bueno, córtame un trozo de ése.
Los coches corrían con un silbido siniestro por la carretera 66.