Capítulo XIII

EL VIEJO Hudson cargado en exceso crujió y gruñó en dirección a la carretera de Sallisaw y allí giró hacia el oeste, bajo un sol cegador. Pero en la carretera asfaltada Al aumentó la velocidad porque las forzadas ballestas ya no corrían peligro. De Sallisaw a Gore hay veintiuna millas y el Hudson avanzaba a treinta y cinco millas por hora. De Gore a Warner la distancia era de trece millas, de Warner a Checotah catorce millas, de Checotah a Henderla una buena tirada, treinta y cuatro millas, pero al menos al final se llega a una ciudad de verdad. De Henrietta a Cartle diecinueve millas, con el sol de plano, y los campos rojos, calentados por el sol, hacían vibrar el aire.

Al, sentado al volante, con expresión determinada en el rostro, escuchaba el camión con todo el cuerpo, sus ojos inquietos yendo incesantes de la carretera al salpicadero. Al era uno con su motor, cada uno de sus nervios a la busca de puntos débiles, de vibraciones o chirridos, de zumbidos y ronroneos que pudieran indicar un cambio capaz de provocar una avería. Se había transformado en el alma del camión.

La abuela, sentada a su lado, medio dormida, se quejó en sueños, abrió los ojos para mirar adelante y luego volvió a quedarse traspuesta. Madre iba al lado de la abuela, con un codo fuera de la ventana, y su piel se enrojecía bajo el fiero sol. Madre también miraba al frente, pero sus ojos no tenían expresión y no veían la carretera, ni los campos, ni las estaciones de servicio, ni los graneros donde se servían comidas. No los miraba al pasar. Al cambió de postura en el asiento destrozado y acomodó las manos en el volante. Y suspiró:

—Es muy escandaloso, pero creo que va bien. Dios sabe cómo va a responder si hay que subir alguna colina con la carga que llevamos. ¿Hay alguna colina de aquí a California, Madre?

Ella volvió lentamente la cabeza y sus ojos recobraron vida.

—Me parece que hay colinas —respondió—. En realidad no lo sé. Pero me parece haber oído que hay colinas e incluso montañas. Muy altas.

La abuela dio un largo suspiro lastimero en el sueño.

—Esto va a arder si tenemos que subir alto —dijo Al—. Tendremos que tirar algunas cosas. Quizá no deberíamos haber traído al predicador.

—Te alegrarás de que haya venido antes de que finalice el viaje —dijo Madre—. Ese predicador nos va a ayudar. —Y volvió a mirar al frente, a la radiante carretera.

Al sujetó el volante con una mano y puso la otra en la vibrante palanca de cambios. Le costaba hablar. Formó las palabras con la boca, silenciosamente antes de decirlas en voz alta.

—Madre… —Ella se volvió despacio hacia él, la cabeza temblando ligeramente por el movimiento del coche—. Madre, ¿te da miedo marchar? ¿Ir a un sitio nuevo?

Sus ojos se volvieron pensativos y dulces.

—Un poco —contestó—. Pero que no es tanto como miedo. Me limito a estar aquí sentada y esperar. Cuando pase algo que exija una reacción por mi parte, me moveré.

—¿No piensas en qué pasará cuando lleguemos? ¿No temes que quizá no sea tan bonito como pensamos?

—No —replicó con rapidez—. No lo temo. No debes hacer eso. Yo tampoco. Es demasiado, es vivir demasiadas vidas. Delante de nosotros hay mil vidas distintas que podríamos vivir, pero cuando llegue, sólo será una. Si voy adelante en todas ellas, es excesivo. Tú vives por delante porque eres muy joven, pero yo vivo en el momento. Lo más lejos que llego es a calcular lo que tardarán en pedir más huesos de cerdo. —Su rostro se tensó—. Es lo más que puedo hacer. No llego a más. Todos los demás se disgustarían si hiciera más. Todos confían en que yo piense en esas cosas.

La abuela bostezó con estridencia y abrió los ojos. Miró a su alrededor desesperada.

—Tengo que salir, por Dios —dijo.

—En la primera mata de arbustos —dijo Al—. Hay una allí delante.

—Con arbusto o sin arbusto tengo que bajar, te lo estoy diciendo. —Y comenzó a gimotear—. Tengo que salir, tengo que salir.

Al aceleró y, al llegar a la mata, frenó bruscamente. Madre abrió la puerta de un empujón y medio arrastró a la anciana al borde de la carretera hasta los arbustos. Y la sujetó para que no cayera al agacharse.

En el remolque, los demás se removieron volviendo a la vida. Sus rostros brillaban rojos por el sol del que no podían guarecerse. Tom, Casy, Noah y el tío John se bajaron con aire de cansancio. Ruthie y Winfield se descolgaron por los laterales y desaparecieron tras los arbustos. Connie ayudó con delicadeza a Rose of Sharon a bajar. El abuelo estaba despierto, asomando la cabeza por encima de la lona, pero en sus ojos, llorosos e inexpresivos, se veía que aún estaba drogado. Miró a los demás, pero en su mirada no había ninguna señal de reconocimiento.

—¿Quieres bajar, abuelo? —llamó Tom.

Los viejos ojos se volvieron hacia él con indiferencia.

—No —respondió el abuelo. Por un momento la fiereza volvió a sus ojos—. No iré, lo juro. Me voy a quedar, igual que Muley. —Y luego volvió a perder el interés. Madre regresó, ayudando a la abuela a subir el terraplén de la carretera.

—Tom —pidió—, saca el plato de huesos, allí detrás, debajo de la lona. Hemos de comer algo.

Tom cogió el plato y lo fue pasando, y la familia comió la carne crujiente adherida a los huesos, de pie junto a la carretera.

—Fue una buena idea traer estos huesos —dijo Padre—. Allí arriba se queda uno tan rígido que apenas se puede mover. ¿Dónde está el agua?

—¿No la llevabais detrás? —preguntó Madre—. Yo dejé fuera el jarro de un galón.

Padre se encaramó a las barras y buscó bajo la lona.

—Aquí no está. Lo hemos debido olvidar.

Al instante la sed se apoderó de ellos. Winfield gimió:

—Quiero beber. Quiero beber.

Los hombres se humedecieron los labios, súbitamente conscientes de que tenían sed. Y todos sintieron algo de pánico.

Al sintió crecer el miedo.

—Conseguiremos agua en la primera estación de servicio que encontremos. También necesitamos gasolina.

Los que viajaban detrás treparon por los laterales; Madre ayudó a la abuela a subir a la cabina y después subió ella. Al puso en marcha el motor y siguieron viaje. De Castle a Paden veinticinco millas, el sol pasó el cenit y empezó a bajar. Y la tapa del radiador empezó a saltar de arriba abajo y el vapor comenzó a surgir silbando. Cerca de Paden había una choza junto a la carretera y dos surtidores de gasolina delante de ella; al lado de la cerca un grifo de agua y una manguera. Al se dirigió hacia la manguera y aparcó con el morro pegado a ella. Mientras aparcaban, un hombre corpulento, con la cara y los brazos rojos, se levantó de una silla colocada detrás de los surtidores y se acercó a ellos. Llevaba un pantalón de pana de color marrón, tirantes y una camisa polo; y se cubría la cabeza con una especie de casco de cartón, pintado de color plata, para protegerse del sol. Tenía gotas de sudor en la nariz y debajo de los ojos, que se convertían en arroyuelos en las arrugas del cuello. Se dirigió con calma hacia el camión, con aspecto truculento y severo.

—Oigan, ¿piensan comprar algo? ¿Gasolina o alguna otra cosa? —preguntó.

Al ya se había bajado y estaba desenroscando la humeante tapa del radiador con las puntas de los dedos, retirando la mano con rapidez, intentando evitar el chorro que saldría despedido cuando la tapa quedara suelta.

—Necesitamos gasolina.

—¿Tienen dinero?

—Pues claro. ¿Se cree que mendigamos?

El rostro del gordo perdió la truculencia.

—Bien, en ese caso no hay problema. Cojan el agua que necesiten. —Y se apresuró a darles una explicación—. La carretera rebosa gente, y algunos paran, usan agua, ensucian los servicios y luego, encima, roban alguna cosa y no compran nada. No tienen ningún dinero para comprar. Vienen suplicando que les regale un galón de gasolina para poder seguir adelante.

Tom saltó al suelo enfadado y fue hacia el gordo.

—Nosotros pagamos lo que compramos —le dijo fieramente—. No tiene ningún derecho a inspeccionarnos de esa forma. No le hemos pedido nada.

—No les estaba inspeccionando —replicó el gordo muy deprisa. El sudor empezó a empapar su camisa polo de manga corta—. Cojan el agua y vayan a usar los servicios si quieren.

Winfield había agarrado la manguera. Bebió del extremo y luego dirigió el chorro por la cabeza y la cara y emergió chorreando.

—No está fría —dijo.

—No sé a dónde va a llegar este país —continuó el gordo. Su queja tenía ahora otro objeto y ya no hablaba a los Joad, ni de ellos—. Cada día pasan cincuenta y seis coches de gente que va al oeste, con niños y utensilios de la casa. ¿A dónde van? ¿A qué van?

—Hacen lo mismo que nosotros —respondió Tom—. Buscan algún sitio donde vivir. Para ir tirando. No es más que eso.

—Bueno, no sé a dónde va a llegar este país. Es que no lo sé. Aquí estoy yo, también trato de ir tirando, y ¿qué creen, que los cochazos nuevos paran aquí? ¡Ni hablar! Van a las estaciones de la ciudad, pintadas de amarillo, las de las grandes compañías. No paran en sitios como éste. La mayoría de la gente que para aquí no tiene absolutamente nada.

Al le dio otra vuelta a la tapa del radiador y ésta saltó por el aire empujada por un chorro de vapor, y un borboteo sordo salió del radiador. Subido en el camión, el desgraciado podenco se llegó tímidamente al borde de la carga y miró al agua, lloriqueando. El tío John subió y lo bajó sujetándolo por la piel de la nuca. Durante un momento el perro vaciló apoyado en sus patas rígidas y luego fue a lamer el barro que se había formado debajo de la tapa. En la carretera los coches zumbaban al pasar, relucientes en el calor, y el cálido viento que producían a su paso se desparramaba en el patio de la estación de servicio. Al llenó el radiador con la manguera.

—No es que intente hacer negocio a costa de los ricos —siguió el gordo—. Sólo intento hacer yo algo de negocio. Fíjense, los que paran aquí mendigan gasolina y quieren hacer trueques. Podría enseñarles las cosas que dejan a cambio de gasolina y aceite, las tengo en la habitación trasera: camas, carricoches de niño, cacerolas, sartenes. Una familia cambió la muñeca de la cría por un galón. ¿Y qué puedo yo hacer con todo eso, abrir una chatarrería? Un tipo quiso hasta darme sus zapatos, a cambio de un galón. Y si fuera de otra forma, apuesto a que les podría sacar… —Miró a Madre y se calló.

Jim Casy se había mojado la cabeza, las gotas aún le corrían por la frente despejada, y su musculoso cuello estaba mojado, lo mismo que su camisa. Se acercó a Tom.

—La gente no tiene la culpa —dijo—. ¿Acaso le gustaría a usted tener que vender la cama en la que duerme por un depósito de gasolina?

—Ya sé que no tienen la culpa. Toda la gente con la que he hablado tienen buenas razones para estar en la carretera. Pero ¿adónde va a llegar el país? Eso es lo que me gustaría saber. ¿A dónde? Uno ya no puede ganarse la vida. La gente ya no se gana la vida trabajando la tierra. Les pregunto, ¿a dónde vamos a llegar? No me lo puedo imaginar. Nadie a quien yo he preguntado se lo imagina. Un tío quiere quedarse sin zapatos por poder avanzar otras cien millas. No lo puedo entender. —Se quitó el sombrero plateado y se enjugó la frente con la palma de la mano. Tom se quitó la gorra y se enjugó la frente con ella. Fue a la manguera, mojó la gorra, la escurrió y se la volvió a poner. Madre sacó una taza de hojalata por entre los barrotes laterales del camión y llevó agua a la abuela y al abuelo, que se mojó los labios y luego negó con la cabeza indicando que no quería más. Los ojos del anciano miraron a Madre con dolor y perplejidad por un momento, antes de que la conciencia desapareciera una vez más.

Al puso en marcha el motor y se acercó marcha atrás al surtidor de gasolina.

—Llénelo. Le caben unos siete —dijo Al—. Le pondremos seis para asegurarnos de que no se derrama ni una gota.

El gordo metió la manga en el depósito.

—No, señor —dijo—. Sencillamente no sé a dónde va a llegar este país. Ayuda social incluida.

Casy intervino:

—He estado recorriendo la región. Todo el mundo se pregunta eso. ¿A dónde vamos a llegar? A mí me parece que nunca llegamos a ninguna parte. Siempre estamos en camino, siempre yendo. ¿Por qué no piensa la gente en eso? Ahora hay movimiento, gente moviéndose. Sabemos por qué y también cómo. Porque se ven obligados a ello. Ésa es siempre la causa. Porque aspiran a algo mejor de lo que tienen. Y ésa es la única forma de conseguirlo. Lo quieren y lo necesitan, así se mueven y se lo cogen. Que le hieran es lo que hace que la gente se enfurezca hasta el punto de luchar. Yo he estado caminando por el campo y he oído a la gente hablar como usted.

El gordo bombeó la gasolina y la aguja del surtidor fue girando al registrar la cantidad.

—Sí, pero a dónde va a llegar todo esto. Eso es lo que quisiera saber.

Tom interrumpió irritado:

—Bueno, pues nunca lo sabrá. Casy intenta explicárselo y usted simplemente vuelve a hacer la misma pregunta. Ya he conocido antes a gente como usted. No es que pregunte nada; usted se limita a cantar una especie de canción: ¿a dónde vamos a llegar? Usted no quiere saberlo. La gente se está moviendo, yendo a distintos lugares. Hay gente muriendo a su alrededor. Quizás usted muera pronto, pero no sabrá nada. He visto demasiados tipos como usted. No quiere saber nada. Lo único que quiere es cantarse una nana para quedarse dormido: «¿A dónde vamos a parar?».

Miró el surtidor de gasolina, oxidado y viejo, y una choza que había detrás, hecha de leña vieja, con los agujeros de los primeros clavos que le pusieron aún visibles a través de la pintura que había sido chillona, pintura amarilla que había tratado de imitar las estaciones de servicio de las grandes compañías, en la ciudad. Pero la pintura no había podido cubrir los agujeros de clavos antiguos ni las viejas grietas de la madera, y la pintura no se podía renovar. La imitación no había conseguido su propósito y el propietario lo sabía. En el interior de la choza, a través de la puerta abierta, Tom vio barriles de aceite, sólo dos, y el mostrador de los caramelos, con chucherías rancias y palos de regaliz volviéndose marrones a fuerza de tiempo, y cigarrillos. Vio la silla rota y la mosquitera de metal con un agujero oxidado. Y el patio de chatarra que debería haber tenido gravilla, y detrás, el campo de maíz secándose y muriendo al sol. Al lado de la casa las existencias, pocas, de neumáticos usados y recauchutados. Y vio por vez primera los pantalones baratos, lavados muchas veces, del gordo y su polo barato y su sombrero de cartón. Dijo.

—No pretendía hablar tan bruscamente. Es culpa de este calor. Usted no tiene nada. Dentro de poco usted mismo estará en la carretera. Y no son los tractores los que le van a poner allí. Son esas estaciones amarillas de la ciudad, tan bonitas. La gente se está moviendo —dijo avergonzado—. Usted también tendrá que ponerse en marcha.

La mano del gordo disminuyó el bombeo de gasolina y se detuvo mientras Tom hablaba. Le miró con preocupación.

—¿Cómo lo ha sabido? —preguntó desamparado—. ¿Cómo ha sabido que ya hemos estado hablando de liar el petate y marcharnos al oeste?

—Somos todos —le respondió Casy—. Yo, por ejemplo, que solía luchar con todas mis fuerzas contra el diablo porque pensaba que él era el enemigo. Pero algo peor que el diablo se ha apoderado del país y no lo va a soltar hasta que lo arranquen a hachazos. ¿Ha visto alguna vez agarrarse a una de esas salamandras venenosas? Se agarra, y aunque se la corte en dos, la cabeza sigue enganchada. Se le corta el cuello y la cabeza no suelta lo que tenga apresado. Hay que coger un destornillador y abrirle la cabeza haciendo palanca para conseguir que suelte. Y mientras está enganchada, el veneno se introduce gota a gota, sin pausa, por el agujero que ha abierto con los dientes. —Calló y miró de lado a Tom.

El gordo miraba al frente desesperanzado. Sus manos comenzaron a girar la manivela lentamente.

—No sé a dónde vamos a llegar —dijo quedamente.

Junto a la manguera del agua, Connie y Rose of Sharon hablaban juntos, como en secreto. Connie enjuagó la taza de hojalata y probó el agua con el dedo antes de llenarla de nuevo. Rose of Sharon miraba pasar los coches por la carretera. Connie le alargó la taza.

—Esta agua no está fría, pero moja —dijo.

Ella le miró y dibujó una de sus sonrisas secretas. Era toda secretos ahora que estaba embarazada, secretos y cortos silencios que parecían tener significados. Estaba satisfecha consigo misma y se quejaba de cosas en realidad sin importancia. Y exigía de Connie unos servicios muy tontos, y ambos sabían que eran tontos. Connie también estaba contento con ella y lleno de asombro de que estuviera embarazada. Le gustaba pensar que él formaba parte de los secretos que ella tenía. Cuando ella sonreía con aquella expresión enigmática, él sonreía del mismo modo y los dos intercambiaban confidencias en murmullos. El mundo se había cerrado en torno a ellos, que estaban en el centro, o más bien Rose of Sharon era el centro mientras Connie describía una pequeña órbita a su alrededor. Todo lo que decían tenía algo de secreto.

Ella retiró los ojos de la carretera.

—No tengo demasiada sed —dijo delicadamente—. Pero quizás debiera beber. —Y él asintió, porque sabía bien lo que ella había querido decir. Rose of Sharon cogió la taza, se enjuagó la boca, escupió y luego bebió la taza entera de agua tibia.

—¿Quieres otra? —ofreció él.

—Sólo media.

Así que él llenó la taza por la mitad y se la dio. Un Lincoln Zephyr, plateado y bajo, pasó a toda velocidad. Ella se volvió a ver dónde estaban los demás y los vio reunidos junto al camión. Tranquilizada, preguntó:

—¿Qué te parecería viajar en ese coche?

Connie suspiró:

—Quizá… más adelante. —Ambos sabían el significado de sus palabras—. Y si sobra trabajo en California, podremos comprar nuestro propio coche. Pero esos —indicó el Zephyr que desaparecía de su vista—, los de esa clase cuestan tanto como una casa grande. Y prefiero tener la casa.

—Yo querría tener la casa y uno de esos —dijo ella—. Pero desde luego la casa debe ser lo primero porque… —Y los dos supieron a qué se refería. Estaban muy emocionados con el embarazo.

—¿Te encuentras bien? —preguntó Connie.

—Cansada. Estoy algo cansada de viajar bajo el sol.

—Tenemos que hacerlo o nunca llegaremos a California.

—Ya lo sé —dijo ella.

El perro vagó, olfateando, más allá del camión, llegó trotando al charco formado bajo la manguera y lamió el agua embarrada. Luego se alejó con la nariz baja y las orejas colgando. Fue olfateando entre la maleza polvorienta de la orilla de la carretera hasta llegar al borde del asfalto. Levantó la cabeza y miró al otro lado, y después comenzó a cruzar. Rose of Sharon dejó escapar un chillido agudo. Un coche grande y veloz llegó muy deprisa, los neumáticos chirriaron. El perro intentó en vano esquivarlo y, con un grito estridente, fue a parar debajo de las ruedas, cortado por la mitad. El enorme coche disminuyó por un momento la velocidad y, desde dentro, unos rostros se volvieron para mirar; después aceleró de nuevo y desapareció. Y el perro reducido a un borrón de sangre e intestinos reventados y enmarañados, sobre la carretera, movió las patas lentamente.

Los ojos de Rose of Sharon estaban muy abiertos.

—¿Crees que le hará daño? —imploró—. ¿Crees que le hará daño?

Connie la rodeó con un brazo.

—Ven a sentarte —animó—. No ha sido nada.

—Pero sentí que le hacía daño. Noté una especie de sacudida al gritar.

—Ven a sentarte. No ha sido nada. No va a tener ninguna consecuencia. —La llevó a un lado del camión, alejándola del perro agonizante y la sentó en el estribo.

Tom y el tío John se acercaron a la carnicería. El cuerpo destrozado se estremecía por última vez. Tom agarró las patas y lo arrastró hasta el borde de la carretera. El tío John parecía avergonzado, como si hubiera sido culpa suya.

—Debía haberlo tenido atado —dijo.

Padre miró al perro un momento y luego se dio la vuelta y se alejó.

—Vámonos —dijo—. No sé cómo hubiéramos podido alimentarle de todas formas. Quizá haya sido lo mejor.

El gordo se acercó por detrás del camión.

—Lo siento por ustedes —dijo—. Un perro cerca de una carretera no dura nada. En un año me atrepellaron a tres perros. Ahora ya no tengo perro.

Añadió:

—No se preocupen por él. Yo me ocupo de todo. Lo enterraré en el campo de maíz.

Madre se acercó a Rose of Sharon, que estaba sentada en el estribo, estremecida aún.

—¿Te encuentras bien, Rosasharn? —inquirió—. ¿Es que estás mal?

—Vi eso. Me ha sobresaltado.

—Te oí gritar —dijo Madre—. Venga, contrólate.

—¿Crees que ha podido hacerle daño?

—No —dijo Madre—. Lo que le puede hacer daño es que sigas contemplándote y compadeciéndote y envolviéndote en algodón en rama. Ponte ya en pie y ayúdame a acomodar a la abuela. Olvídate un minuto de ese bebé. Él cuidará de sí mismo.

—¿Dónde está la abuela? —preguntó Rose of Sharon.

—No sé. Por aquí cerca debe estar. Quizás esté en los servicios.

La muchacha caminó hacia el lavabo y en un instante salió ayudando a la abuela a moverse.

—Se había quedado dormida ahí dentro —dijo Rose of Sharon.

La abuela sonrió.

—Se está bien allí —explicó—. Hay un water y el agua baja. Me gusta el servicio —comentó con satisfacción—. Me habría dormido una buena siesta si no me hubieran despertado.

—No es un buen sitio para dormir —opinó Rose of Sharon mientras ayudaba a la abuela a subir al coche. Ésta se acomodó alegremente.

—Quizá no sea un sitio elegante, pero es cómodo —dijo.

Tom dijo:

—Vámonos. Tenemos muchas millas por delante.

Padre soltó un silbido estridente.

—¿Dónde se habrán metido esos críos? —Volvió a silbar poniendo los dedos en la boca.

Al momento aparecieron por el maizal, Ruthie delante, Winfíeld tras ella.

—Huevos —gritó Ruthie—. Tengo huevos blandos —se acercó apresuradamente con Winfield siguiéndola de cerca. ¡Mirad! —Traía una docena de huevos blandos, de color blanco-grisáceo, en la sucia mano. Y mientras levantaba la mano, sus ojos cayeron sobre el perro muerto junto a la carretera—. ¡Anda! —exclamó.

Ruthie y Winfield se acercaron despacio al perro y lo inspeccionaron. Padre les llamó:

—Venid ya si no queréis que os dejemos.

Dieron media vuelta solemnemente y caminaron hacia el camión. Ruthie miró una vez más los grises huevos de reptil que guardaba en la mano y luego los arrojó. Se encaramaron por el lado del camión.

—Tenía todavía los ojos abiertos —dijo Ruthie en tono muy bajo.

Winfield, por el contrario, se regodeaba en la escena. Dijo con atrevimiento:

—Tenía todas las tripas desparramadas por ahí…, por todas partes… —se quedó silencioso un momento—, desparramadas… por todas partes —dijo, y entonces se movió con rapidez y vomitó por el lateral del camión. Cuando se sentó de nuevo tenía los ojos llenos de lágrimas y le goteaba la nariz.

—No es como matar un cerdo —dijo, a modo de explicación.

Al levantó el capó del Hudson y comprobó el aceite. Sacó una lata de un galón que había en el suelo de la cabina y vertió una cantidad de aceite barato y negro por el tubo y luego volvió a comprobar el nivel.

Tom fue a su lado.

—¿Quieres que conduzca yo un rato? —preguntó.

—No estoy cansado —replicó Al.

—Bueno, anoche no dormiste nada. Yo eché una cabezada esta mañana. Sube atrás. Yo conduciré.

—Bueno —dijo Al, aún reacio—. Pero debes estar muy atento al indicador del aceite. Y ve despacio. He estado esperando el corto. Vigila de vez en cuando la aguja. Si salta a descarga, es un corto. Y ve despacio, Tom, llevamos carga de más.

Tom se echó a reír.

—Estaré al tanto —dijo—. Descansa tranquilo.

La familia volvió a hacinarse en el camión. Madre se acomodó junto a la abuela en el asiento y Tom ocupó su puesto y encendió el motor.

—Sí que está flojo —dijo, y metió la marcha y condujo hacia la carretera.

El motor zumbó monótono y el sol empezó a bajar en el cielo, delante de ellos. La abuela dormía de forma continuada, e incluso Madre dejó caer la cabeza hacia adelante y dormitó. Tom se bajó la gorra para evitar que el sol cegador le diera en los ojos.

De Paden a Meeker hay trece millas; de Meeker a Harrah son catorce; y después viene Oklahoma City, la gran ciudad. Tom atravesó la ciudad sin detenerse. Madre despertó y miró las calles al pasar. Y los otros, subidos en el camión, contemplaron las tiendas, las grandes casas, los edificios de oficinas. Y luego los edificios y las tiendas fueron haciéndose más pequeños. Chatarrerías, puestos de perros calientes, salas de baile de las afueras.

Ruthie y Winfield vieron todo aquello; los enormes tamaños y lo extraño que era todo les avergonzó y sintieron miedo de aquella gente tan bien vestida. No hablaron de eso entre ellos. Más tarde… hablarían, pero ahora no. Vieron las torres de perforación de petróleo, en el límite de la ciudad; torres negras, y el olor de petróleo y gasolina en el aire. Pero no lanzaron exclamaciones. Era tan grande y tan extraño que les asustaba.

Rose of Sharon vio en la calle a un hombre con un traje ligero. Llevaba zapatos blancos y un sombrero plano de paja. Ella tocó a Connie y señaló al hombre con los ojos y entonces Connie y Rose rieron por lo bajo para sí mismos y la risa se fue apoderando de ellos. Se taparon la boca. Y se sentían tan a gusto que buscaron otra gente de la que poder reírse. Ruthie y Winfield les vieron reír y parecían pasarlo tan bien que también ellos lo intentaron… pero no pudieron. No les daba la risa. Sin embargo, Connie y Rose of Sharon estaban sin aliento y colorados y rígidos de tanto reír antes de que pudieran parar. Llegaron al punto de que nada más mirarse volvían a empezar las carcajadas.

Las afueras estaban muy extendidas. Tom condujo lentamente y con cuidado entre el tráfico y entonces estuvieron en la carretera 66…, la gran ruta hacia el oeste, y el sol se hundía tras la línea de la carretera. El parabrisas brillaba de polvo. Tom se bajó tanto la gorra sobre los ojos que, para ver, tuvo que inclinar la cabeza hacia atrás. La abuela seguía durmiendo con el sol en sus párpados cerrados, y las venas de las sienes eran azules, las venillas brillantes de las mejillas tenían el color del vino y las manchas marrones de su rostro se volvieron más oscuras.

Tom dijo:

—Seguiremos en esta carretera hasta el final.

Madre había estado silenciosa largo rato.

—Quizá debiéramos buscar un sitio para acampar antes de la puesta de sol —sugirió ahora—. Tengo que poner carne a cocer y hacer un poco de pan. Eso lleva tiempo.

—Es buena idea —asintió Tom—. No vamos a hacer este viaje de un salto. Nos vendrá bien estirarnos un poco.

De Oklahoma City a Bettany hay catorce millas.

Tom volvió a hablar:

—Creo que será mejor parar antes de que el sol se ponga. Al tiene que construir ese invento del camión. Si no, el sol va acabar con los que vayan detrás.

Madre había vuelto a dormitar. Enderezó la cabeza bruscamente.

—Hay que cocinar algo de cena —dijo. Y prosiguió:

—Tom, tu padre me ha dicho que si cruzas la frontera del estado…

Él se tomó un buen rato antes de responder.

—¿Sí? ¿Qué pasa con eso, Madre?

—Bueno, es que estoy asustada. Será como si te hubieras fugado. A lo mejor te cogen.

Tom puso la mano como una visera encima de los ojos para protegerse del sol poniente.

—No te preocupes —dijo—. Ya lo tengo pensado. Hay muchos fuera en libertad bajo palabra y continuamente están saliendo más. Si me cogen por alguna otra razón en el oeste, bien, mi foto y mis huellas están en Washington. Me mandarán de nuevo a prisión. Pero si no cometo ningún delito, les trae sin cuidado lo que haga.

—Pues yo estoy asustada. A veces cometes un delito y ni siquiera sabes que es malo. Quizá haya delitos en California que ni siquiera sabemos que lo son. Tal vez hagas algo que no tiene nada de malo y resulte que en California sí que lo tiene.

—Sería lo mismo que si no estuviera en libertad bajo palabra —razonó—. Lo único es que si me pillan, me la cargo más que otros. Deja ya de preocuparte —dijo—. Ya tenemos bastantes preocupaciones para que encima tú te dediques a buscar más motivos de preocupación.

—No lo puedo remediar —dijo Madre—. En el momento que cruces la frontera habrás cometido un delito.

—Bueno, pues eso es mejor que quedarme quieto en Sallisaw y morirme de hambre —replicó Tom—. Más vale que busquemos un sitio donde acampar.

Atravesaron Bettany y continuaron. Al lado de la acequia por la que una alcantarilla pasaba bajo la carretera, un viejo turismo estaba aparcado junto a la carretera y había una tienda pequeña al lado, de la que salía el tubo de un fogón que echaba humo.

Tom señaló al frente.

—Hay gente acampada. Parece el mejor sitio que hemos visto hasta ahora.

Redujo velocidad y acabó de frenar a la orilla de la carretera. El capó del viejo turismo estaba abierto y un hombre de mediana edad se inclinaba observando el motor. Llevaba un sombrero barato de paja, una camisa azul, un chaleco negro lleno de manchas y unos vaqueros, tiesos y brillantes de puro sucios. Tenía un rostro enjuto, con arrugas como surcos hondos que destacaban los pómulos y la barbilla nítidamente. Levantó los ojos para mirar el camión, unos ojos sorprendidos y furiosos.

Tom se asomó por la ventana.

—¿Hay alguna ley que prohíba acampar aquí para pasar la noche?

El hombre sólo había visto el camión. Enfocó ahora los ojos en Tom.

—No lo sé —respondió—. Nosotros paramos simplemente porque no podíamos continuar.

—¿Hay agua por aquí?

El hombre señaló a la barraca de una estación de servicio, como un cuarto de milla más adelante.

—Allí hay agua. Le dejarán coger un cubo.

Tom vaciló.

—¿Le importa si acampamos un poco más allá?

El hombre delgado le miró con extrañeza.

—No es nuestro —replicó—. Nosotros paramos porque esta mierda de coche no tira más.

—En cualquier caso, ustedes llegaron antes —insistió Tom—. Tiene derecho a elegir si quiere tener vecinos o no.

El llamamiento a la hospitalidad tuvo un efecto inmediato. El semblante enjuto se distendió en una sonrisa.

—Pues claro, no faltaba más, dejen ya la carretera. Es un placer que se queden con nosotros —llamó a gritos—: Sairy, hay aquí una gente que se va a quedar con nosotros. Sal de ahí y ven a saludar. Sairy no se encuentra bien —añadió.

Las solapas de la tienda se separaron y de ella emergió una mujer apergaminada, un rostro arrugado como una hoja seca y ojos que parecían llamear, ojos negros que parecían asomarse al exterior desde un pozo de espanto. Era menuda y temblaba. Se enderezó agarrada a una de las solapas, y la mano que se asía a la lona era como la de un esqueleto cubierto de piel arrugada.

Cuando habló, todos apreciaron el hermoso timbre grave de su voz, suave y modulada y, sin embargo, con armonías resonantes.

—Dales la bienvenida —dijo—. Diles que son bienvenidos.

Tom se apartó de la carretera y metió el camión en el campo y lo aparcó paralelo al turismo. La gente salió rodando del camión; Ruthie y Winfield con demasiada prisa, de manera que las piernas no les respondieron y se quejaron a gritos del hormiguillo que les corría por los miembros. Madre se puso a trabajar sin perder un segundo. Desató el cubo de tres galones de la parte trasera del camión y se aproximó a las escandalosas gallinas.

—Ve a por agua… allí delante. Pídela bien. Di: «Por favor, ¿podemos llenar un cubo de agua?» y luego da las gracias. Después la traéis entre los dos sin derramar ni una gota. Y si veis maderitas para quemar, traedlas aquí.

Los chiquillos se alejaron a la carrera hacia la barraca.

Alrededor de la tienda todos estaban un poco cohibidos y la conversación se había detenido antes de empezar. Padre intentó empezar un intercambio:

—¿Ustedes no son de Oklahoma?

Y Al, cerca del coche, miró la matrícula.

—Kansas —dijo.

—Galena, cerca de allí más o menos —informó el hombre enjuto—. Me llamo Ivy Wilson.

—Nosotros Joad —siguió Padre—. Venimos de cerca de Sallisaw.

—Es un placer conocerles —replicó Ivy Wilson—. Sairy, estos son los Joad.

—Sabía que no eran de Oklahoma. Hablan raro, como si… pero no es nada malo, no me malinterpreten.

—Todo el mundo habla de distinta forma —dijo Ivy—. Los de Arkansas de un modo, distinto de los de Oklahoma… Y vimos a una mujer de Massachusetts que hablaba más raro que nadie. Apenas entendíamos lo que decía.

Noah, el tío John y el predicador empezaron a descargar el camión. Ayudaron a bajar al abuelo y lo sentaron en el suelo, donde se quedó desmadejado, mirando al frente.

—¿Estás enfermo, abuelo? —preguntó Noah.

—Claro que sí —respondió el abuelo débilmente—. Estoy muy mal.

Sairy Wilson se le acercó andando despacio y con cuidado.

—¿Le gustaría venir a nuestra tienda? —ofreció—. Puede tumbarse en nuestro colchón y descansar.

Él levantó la mirada hacia Sairy, atraído por su dulce voz.

—Venga conmigo —dijo ella—. Podrá descansar. Le ayudaremos a llegar a la tienda.

Sin previo aviso el abuelo rompió a llorar. Su barbilla tembló y estiró los labios sobre la boca y sollozó roncamente. Madre acudió presurosa y le rodeó con sus brazos. Lo puso en pie, con su espalda ancha en tensión y medio lo llevó en volandas, medio lo ayudó a entrar en la tienda de campaña.

El tío John dijo:

—Debe estar enfermo de verdad. Nunca había hecho eso antes. No le había visto llorar así en toda mi vida. —Subió de un salto al camión y arrojó al suelo un colchón.

Madre salió de la tienda y fue hacia Casy.

—Usted ha estado con enfermos —empezó—. El abuelo está enfermo. ¿Le importaría ir a echarle un vistazo?

Casy se dirigió con rapidez a la tienda y entró. En el suelo había un colchón doble, las mantas extendidas con pulcritud; un pequeño hornillo de hojalata se apoyaba en sus patas de hierro y en él ardía un fuego desigual. Aparte de esas cosas, no había más que un cubo de agua, una caja de madera de provisiones y otra caja que hacía de mesa. La luz de la puesta de sol se veía rosa a través de las paredes de la tienda. Sairy Wilson estaba de rodillas en el suelo, junto al colchón y el abuelo yacía boca arriba. Tenía los ojos abiertos, mirando para arriba y las mejillas encendidas. Respiraba con dificultad.

Casy cogió la delgada muñeca del anciano entre los dedos.

—¿Se encuentra cansado, abuelo? —preguntó. Los ojos se movieron hacia la voz, pero no le encontraron a él. Los labios dibujaron unas palabras, pero no llegó a pronunciarlas. Casy le tomó el pulso, dejó la muñeca y puso la mano sobre la frente del abuelo. Una batalla comenzó a desatarse en el cuerpo del anciano, que movía las piernas sin cesar y agitaba las manos. Dejó escapar una ristra de sonidos imprecisos que no eran palabras; bajo los pelos blancos y erizados, la cara estaba roja.

Sairy Wilson habló en voz baja a Casy.

—¿Tiene idea de lo que le pasa?

Él levantó la vista hacia el rostro arrugado y los ojos ardientes.

—¿Y usted? —preguntó.

—Creo… creo que sí.

—¿Qué es? —inquirió Casy.

—Podría estar equivocada. Prefiero no decirlo.

Casy volvió a mirar la cara crispada del anciano.

—¿Diría usted…, puede ser que… esté incubando una apoplejía?

—Yo diría que sí —dijo Sairy—. He visto ya tres casos.

Del exterior llegaban los sonidos de estar montando un campamento, cortando leña, el golpeteo de sartenes. Madre se asomó entre las lonas.

—La abuela quiere entrar. ¿O es mejor que no?

—Se va a inquietar si no la dejamos —opinó el predicador.

—¿Cree que el abuelo está bien? —preguntó Madre.

Casy negó lentamente con la cabeza. Madre miró el viejo semblante en plena lucha, con la sangre latiendo en él. Se retiró y su voz llegó desde fuera.

—No le pasa nada, abuela. Está descansando un poco.

La abuela replicó de mal humor.

—Bueno, pues quiero verle. Es más tramposo que el diablo y no permitiría que nadie se enterase. —Y se escabulló a toda prisa entre las lonas. Miró abajo, al colchón.

—¿Qué es lo que te pasa? —exigió saber del abuelo. De nuevo sus ojos persiguieron la voz y sus labios se estremecieron.

—Está de mal humor —dijo la abuela—. Ya os dije que era un tramposo. Esta mañana quería esconderse para no venir. Y luego le empezó a doler la cadera —dijo con tono de disgusto—. Se lo está comiendo el mal humor. Ya le he visto otras veces que no quería hablar con nadie.

—No está enfadado, abuela —dijo Casy suavemente—. Está enfermo.

—¿Sí? —Miró de nuevo al anciano—. ¿Pero cree que está muy mal?

—Bastante mal, abuela.

Por un momento la abuela vaciló sin saber qué hacer.

—Bueno —dijo rápidamente—, y ¿qué hace que no está rezando? Es un predicador, ¿no?

Los fuertes dedos de Casy tropezaron con la muñeca de la abuela y se cerraron con fuerza en torno a ella.

—Ya se lo dije, abuela. Yo ya no soy predicador.

—Rece de todas formas —le ordenó—. Se lo tiene que saber de memoria.

—No puedo —replicó Casy—. No sé por qué ni a quién rezarle.

Los ojos de la abuela vagaron por la tienda y fueron a posarse en Sairy.

—No quiere rezar —dijo—. ¿Le he contado alguna vez cómo rezaba Ruthie cuando era una mocosa? Decía: «Ahora me acuesto a dormir. Ruego a Dios que me proteja. Y cuando llegó, el armario estaba vacío así que el pobre perro se quedó sin nada. Amén». Así rezaba.

La sombra de alguien caminando entre la tienda y el sol cruzó la lona. El abuelo parecía estar luchando; todos sus músculos temblaban. Y repentinamente se estremeció como si le hubieran dado un tremendo golpe. Se quedó inmóvil, sin respirar. Casy, miró el rostro del anciano y vio que se volvía morado oscuro. Sairy tocó a Casy en el hombro. Susurró:

—La lengua, la lengua.

Casy asintió.

—Póngase delante de la abuela.

Separó las mandíbulas apretadas y metió la mano en la garganta del anciano buscando la lengua. Al sacarla, escapó una expiración ruidosa y luego el anciano volvió a inspirar como si sollozara. Casy cogió un palo del suelo y sujetó la lengua con él y los estertores irregulares continuaron, inspiración, expiración. La abuela brincaba alrededor como una gallina.

—Rece —dijo—. Rece, le digo que rece. —Sairy intentó sujetarla—. Rece, maldito sea —gritó la abuela.

Casy la miró un segundo. La respiración entrecortada hacía más ruido cada vez y era cada vez más irregular.

—Padre Nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre…

—¡Gloria! —exclamó la abuela.

—… venga a nosotros tu reino, hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo.

—Amén.

Un largo suspiro jadeante salió de la boca abierta y luego el aire escapó en un grito.

—El pan nuestro de cada día, dánosle hoy… y perdónanos… —La respiración había cesado. Casy miró los ojos del abuelo y los vio claros, profundos y penetrantes y en ellos había una serena expresión de clarividencia.

—Aleluya —cantó la abuela—. Siga.

—Amén —dijo Casy.

Entonces la abuela se inmovilizó. Fuera de la tienda todo el ruido había cesado. Un coche pasó silbando por la carretera. Casy seguía arrodillado en el suelo junto al colchón. Los de fuera escuchaban, silenciosos y atentos a los sonidos de la agonía. Sairy tomó a la abuela del brazo y la llevó afuera, y la anciana caminó con dignidad manteniendo la cabeza alta. Caminó y llevó la cabeza alta para su familia. Sairy la llevó hasta un colchón tirado en el suelo y la sentó en él. Y la abuela miró al frente, orgullosamente, porque éste era su momento. La tienda estaba en silencio; finalmente, Casy separó las solapas de lona con las manos y salió.

—¿Qué ha sido? —preguntó Padre quedamente.

—Apoplejía —dijo Casy—. Un ataque fulminante.

La vida comenzó de nuevo a hacerse notar. El sol tocó el horizonte y se aplanó sobre él. Por la carretera pasó una larga fila de enormes camiones de carga con los lados rojos. Retumbó la tierra a su paso, como en un ligero terremoto, y los tubos de escape erguidos arrojaron el humo azul de los motores Diesel. En cada camión había dos hombres, uno al volante y el relevo durmiendo en una litera cerca del techo. Pero los camiones nunca se detenían; tronaban día y noche y la tierra temblaba bajo su pesada marcha.

La familia se convirtió en una unidad. Padre se acuclilló en el suelo, con el tío John a su lado. Padre era ahora el jefe de la familia. Madre se puso de pie junto a él. Noah, Tom y Al se agacharon en cuclillas, y el predicador se sentó y luego se reclinó apoyado en un codo. Connie y Rose of Sharon caminaban a cierta distancia. Ruthie y Winfield, acompañados por el ruido metálico del cubo de agua que acarreaban entre los dos, sintieron un cambio en la atmósfera, se detuvieron, dejaron el cubo y se acercaron callados a Madre. La abuela estuvo sentada orgullosa y fríamente hasta que el grupo estuvo formado, hasta que no quedó nadie mirándola, y luego se tumbó y cubrió su rostro con un brazo. El rojo sol se puso y el crepúsculo refulgió sobre la tierra, de manera que los rostros brillaban en el atardecer y los ojos relucían reflejando el cielo. El atardecer recogió toda la luz que pudo.

—Fue en la tienda de Wilson —dijo Padre.

El tío John asintió.

—Prestó su tienda.

—Buena gente, amable —dijo Padre con suavidad.

Wilson permanecía junto a su coche averiado y Sairy había ido al colchón a sentarse con la abuela, teniendo cuidado de no tocarla.

—¡Señor Wilson! —llamó Padre.

El hombre se acercó arrastrando los pies y se acuclilló, y Sairy se quedó de pie a su lado. Padre dijo:

—Les estamos muy agradecidos.

—Es un honor poder ayudar —replicó Wilson.

—Estamos en deuda con ustedes —siguió Padre.

—No hay deuda en la hora de una muerte —dijo Wilson, y Sairy le imitó como un eco:

—Nada de estar en deuda.

Al ofreció:

—Les arreglaré el coche…, entre Tom y yo lo arreglaremos. —Al reflejaba el orgullo que sentía de poder pagar la deuda que había contraído su familia.

—Nos vendría muy bien un poco de ayuda. —Wilson admitió la deuda.

—Hay que pensar qué vamos a hacer —dijo Padre—. Cuando alguien muere la ley dice que hay que dar parte, y al hacerlo, o se llevan cuarenta dólares para el entierro o lo toman por un pobre.

El tío John intervino:

—En nuestra familia nunca ha habido pobres.

—Tal vez haya que empezar a aprender —dijo Tom—. Tampoco nos habían echado nunca de ningunas tierras.

—Siempre nos hemos comportado —dijo Padre—. Nadie nos puede culpar de nada. Nunca cogimos nada que no pudiésemos pagar; nunca tuvimos que depender de la caridad de nadie. Cuando Tom se metió en aquel lío pudimos ir con la cabeza bien alta. Sólo había hecho lo que cualquier hombre habría hecho.

—Entonces ¿qué vamos a hacer? —preguntó el tío John.

—Si vamos a dar parte como dice la ley vendrán aquí a buscarlo. Sólo tenemos ciento cincuenta dólares. Si se llevan cuarenta para enterrar al abuelo nosotros no llegamos a California; pero si no, lo entierran como a un pobre.

Los hombres se agitaron intranquilos, estudiando la tierra que iba oscureciéndose delante de sus rodillas.

Padre dijo quedamente:

—El abuelo enterró a su padre con sus propias manos, dignamente, y vació una buena tumba con su propia pala. Eso fue cuando un hombre tenía derecho a ser enterrado por su propio hijo y un hijo tenía derecho a enterrar a su propio padre.

—Ahora la ley manda otra cosa —dijo el tío John.

—A veces no se puede hacer caso a la ley —replicó Padre—. Sin perder la decencia, en cualquier caso. Hay montones de veces en que resulta imposible. Cuando Floyd andaba por ahí suelto, haciendo locuras, la ley decía que debíamos entregarlo…, nadie lo hizo. A veces uno tiene que matizar la ley. Estoy diciendo que enterrar a mi propio padre es mi derecho. ¿Alguien quiere decir algo?

El predicador se enderezó apoyado en el codo.

—La ley cambia —dijo—, pero siempre hay obligaciones. Tiene derecho a hacer lo que es su deber.

Padre se volvió hacia el tío John.

—También es tu derecho, John. ¿Tienes algo que objetar?

—Nada —respondió el tío John—. Sólo que es como esconderte en la noche. Padre no se escondía, sino que salía disparando.

Padre dijo avergonzado:

—No podemos ir como iba el abuelo. Hemos de llegar a California antes de que se nos acabe el dinero.

Tom intervino:

—Alguna vez trabajadores que estaban cavando han encontrado un hombre y se ha organizado una buena, se imaginan que lo han asesinado. El gobierno muestra mayor interés por un muerto que por un vivo. Remueven cielo y tierra intentando averiguar quién era y cómo murió. Sugiero que pongamos una nota dentro de una botella y la enterremos junto con el abuelo, que diga quién es, cómo murió y por qué está aquí enterrado.

Padre se mostró de acuerdo.

—Buena idea. Y que quede bien escrito. Así no se sentirá tan solo, sabiendo que su nombre está con él, que no es solamente un viejo solo bajo tierra. ¿Alguien tiene algo más que decir? —El círculo permaneció en silencio.

—¿Tú te ocupas de él? —Padre volvió la cabeza hacia Madre.

—Sí, yo me ocupo —dijo Madre—. ¿Pero quién va a hacer la cena?

—Yo la prepararé —dijo Sairy Wilson—. Usted ocúpese del abuelo. Su hija y yo haremos la cena.

—Le estamos muy agradecidos —dijo Madre—. Noah, abre los barriles y saca algo de cerdo. La sal aún no habrá penetrado profundamente, pero estará rica de todas formas.

—Nosotros tenemos medio saco de patatas —dijo Sairy.

Madre dijo:

—Dame dos monedas de medio dólar.

Padre hurgó en el bolsillo y le dio las monedas de plata. Ella cogió la palangana, la llenó de agua y entró en la tienda de campaña. Dentro, la oscuridad era casi total. Sairy entró encendió una vela y la encajó derecha en una caja. Luego salió. Por un momento, Madre miró al anciano muerto. Y entonces, llena de lástima, rasgó una tira de su propio delantal y le ató la mandíbula. Le estiró los miembros y le dobló las manos sobre el pecho. Le cerró los párpados y puso encima de cada uno una moneda. Le abotonó la camisa y lavó su rostro.

Sairy se asomó mientras ofrecía:

—¿Le puedo ayudar a algo?

Madre levantó la vista lentamente.

—Entre —dijo—. Me gustaría hablar con usted.

—Su hija es una buena muchacha —dijo Sairy—. Está pelando patatas. ¿Qué puedo hacer para ayudarla?

—Iba a lavar al abuelo entero —explicó Madre—, pero no tengo ninguna otra ropa que ponerle. Y por supuesto su colcha está echada a perder. No se le puede quitar a una colcha el olor a muerte. He visto a un perro gruñir y temblar junto al colchón en el que murió mi madre, dos años después de haber muerto. Le envolveremos en su colcha. Pero le daremos una nuestra para compensar.

—No debería decir esas cosas —dijo Sairy—. Estamos orgullosos de poder ser de ayuda. No me he sentido tan… segura en mucho tiempo. La gente necesita… ayudar.

Madre asintió.

—Es verdad —dijo. Miró largamente el viejo rostro sin afeitar, con la mandíbula atada y los ojos de plata brillando a la luz de la vela—. No va a tener un aspecto natural. Le envolveremos en la colcha.

—La anciana se lo tomó bien.

—Bueno, es muy vieja —razonó Madre—, quizá ni siquiera sepa muy bien lo que ha pasado. Quizá tarde bastante más en darse cuenta. Además, nosotros nos enorgullecemos de mantenernos enteros. Mi padre solía decir: «Cualquiera puede venirse abajo. Hace falta todo un hombre para no derrumbarse». Siempre intentamos mantenernos enteros. —Dobló la colcha con pulcritud alrededor de las piernas y los hombros del abuelo. Puso la esquina de la colcha sobre la cabeza, como una capucha y tiró de ella hasta que cubrió la cara. Sairy le pasó media docena de imperdibles y ella enganchó la colcha, tensa y con esmero a lo largo. Por último se puso en pie—. No será un mal entierro —dijo—. Tenemos un predicador que le bendiga y toda la familia estará a su alrededor. —De repente se tambaleó levemente y Sairy se acercó a ella y la sujetó—. Es el sueño… —dijo Madre en tono avergonzado—. No, estoy bien. Es que hemos tenido mucho trabajo preparándolo todo para partir.

—Salga a tomar el aire —sugirió Sairy.

—Sí, aquí ya he terminado.

Sairy apagó la vela de un soplo y las dos salieron. Una hoguera brillante ardía al fondo del pequeño barranco. Y Tom, con palos y alambre, había construido soportes de los que colgaban hirviendo furiosamente dos cazuelas, bajo cuyas tapaderas salían chorros de vapor. Rose of Sharon estaba arrodillada en tierra fuera del alcance del calor ardiente y tenía en la mano una larga cuchara. Vio a Madre salir de la tienda y se levantó y acercó a ella.

—Madre —dijo—, he de preguntarte una cosa.

—¿Estás otra vez asustada? —preguntó Madre—. Mira, no te puedes pasar nueve meses sin una sola pena.

—Pero ¿le afectará… al bebé?

—Solía haber un dicho —dijo Madre—, «un niño que nace de la pena será un niño feliz». ¿No es así, señora Wilson?

—Así lo he oído yo —afirmó Sairy—. Y también conozco otro: «el que nazca con demasiada felicidad, será un niño triste».

—Estoy muy nerviosa por dentro —dijo Rose of Sharon.

—Bueno, ninguno de nosotros salta de alegría —dijo Madre—. Tú vigila las cazuelas.

Los hombres se habían reunido en el límite del círculo de la luz de la fogata. Tenían por herramientas una pala y un azadón. Padre marcó en el suelo dos metros y medio de longitud por un metro de ancho. Fueron realizando el trabajo por turnos. Padre deshacía la tierra con el azadón y luego el tío John la apartaba con la pala. Al usaba el azadón. Tom la pala, Noah el azadón, Connie la pala. Y el hueco fue creciendo, pues la velocidad del trabajo no disminuía. Las paletadas de tierra volaban desde el hueco como un surtidor. Cuando el hoyo rectangular ocultaba hasta los hombros a Tom, éste preguntó:

—¿Cómo de profundo, Padre?

—Bien hondo. Unos sesenta centímetros más. Ahora sal de ahí, Tom, y escribe el papel.

Tom se alzó fuera del agujero y Noah ocupó su lugar. Tom se acercó a Madre, que atendía el fuego.

—¿Tienes un trozo de papel y un lápiz, Madre?

Madre meneó la cabeza con lentitud.

—No. Una cosa que no trajimos. —Miró a Sairy.

Y la mujercita caminó rápidamente hacia la tienda. Volvió con una Biblia y medio lápiz.

—Toma —dijo—. Hay una hoja en blanco al principio. Úsala y luego la arrancas. —Ofreció a Tom el libro y el lápiz.

Tom se sentó junto al fuego, a la luz. Guiñó los ojos en un gesto de concentración y finalmente escribió lenta y cuidadosamente en letras claras y grandes: Aquí yace William James Joad, murió de un ataque, era muy, muy viejo. Su familia le enterró porque no tenía dinero para pagar un funeral. Nadie le mató. Le dio un ataque y se murió; se interrumpió—. Madre, escucha esto. —Se lo leyó despacio.

—Suena muy bien —dijo ella—. ¿No puedes meter algo de las Escrituras para que quede más religioso? Abre la Biblia y saca algún dicho, algo de las Escrituras.

—Ha de ser corto —dijo Tom—. Me queda poco espacio en la página.

—¿Qué te parece «que Dios se apiade de su alma»? —sugirió Sairy.

—No —replicó Tom—. Así parece que murió en la horca. Copiaré alguna otra cosa. —Fue pasando páginas, leyendo, moviendo los labios y diciendo las palabras en voz baja.— Aquí hay uno corto —dijo—. «Y Lot les dijo: Oh, así no, mi señor».

—No significa nada —objetó Madre—. Si vas a poner algo, mejor sería que tuviera significado.

—Pasa a los Salmos, más adelante —sugirió Sairy—. Siempre encontrarás algo en los Salmos.

Tom pasó las hojas y fue pasando los ojos por los versos.

—Aquí hay uno —dijo—. Éste es bonito, está lleno de religiosidad: «Bendito sea aquel cuya trasgresión es perdonada, cuyo pecado es cubierto».

—Muy bien —dijo Madre—. Escribe ése.

Tom lo escribió con cuidado. Madre enjuagó y secó un tarro de conserva y Tom le puso la tapa bien apretada.

—Quizá lo debía haber escrito el predicador —dijo.

Madre arguyó:

—No, el predicador no era familia suya.

Tomó el tarro de Tom y entró en la oscuridad de la tienda. Quitó algunos imperdibles y deslizó el tarro de fruta bajo las manos delgadas y frías, y volvió a sujetar bien tensa la colcha. Luego volvió junto al fuego.

Los hombres vinieron de la tumba, sus rostros brillantes de transpiración.

—Ya estamos —dijo Padre.

Él, John, Noah y Al entraron en la tienda y salieron sujetando el fardo largo y lleno de imperdibles entre los cuatro. Lo llevaron hasta la tumba. Padre saltó al hoyo, recogió en sus brazos el fardo y lo recostó con suavidad. El tío John alargó una mano y le ayudó a salir del agujero. Padre preguntó:

—¿Y la abuela?

—Voy a ver —respondió Madre. Se acercó al colchón y miró un momento a la anciana. Luego regresó a la tumba—. Está durmiendo —dijo—. Tal vez no me lo perdone, pero no pienso despertarla. Está cansada.

—¿Dónde está el predicador? —inquirió Padre—. Deberíamos decir una oración.

—Le vi caminando por la carretera —replicó Tom—. Ya no le gusta orar.

—No —dijo Tom—. Ya no es predicador. Cree que no está bien engañar a la gente actuando como un predicador cuando ya no lo es. Apuesto a que se alejó para que nadie se lo pidiera.

Casy se había acercado silenciosamente y oyó hablar a Tom.

—No huí —dijo—. Os ayudaré, pero no os voy a engañar.

—¿No quiere decir unas palabras? —preguntó Padre—. En nuestra familia nadie ha sido enterrado sin unas palabras.

—De acuerdo —dijo el predicador.

Connie llevó a Rose of Sharon, reacia, junto a la tumba.

—Has de ir —le dijo—. No estaría bien que no te acercaras. No es más que un momento.

La luz de la hoguera caía sobre la gente agrupada, mostrando sus semblantes y sus ojos, casi desapareciendo en sus ropas oscuras. Los hombres se habían descubierto. La luz bailaba, oscilando sobre la gente.

—Será corto —anunció Casy. Inclinó la cabeza y los demás le imitaron. Casy dijo solemnemente—: Este anciano vivió su vida y acaba de morir. Yo no sé si fue bueno o malo, pero no importa demasiado. Estaba vivo, y eso es lo que importa. Y ahora está muerto, pero eso no importa. Una vez oí a uno recitar un poema que decía: Todo lo que vive es sagrado. Me puse a pensar y muy pronto el significado fue más allá de las palabras. Yo no rezaría por un anciano que está muerto. Él está bien. Tiene una labor por delante, pero la ve clara y sólo hay un modo de hacerla. Sin embargo, nosotros tenemos un trabajo que hacer, pero hay delante mil caminos y no sabemos cuál debemos escoger. Y si rezara por algo, sería por la gente que no sabe qué camino tomar. El abuelo ya lo tiene fácil. Y ahora cubridle y dejad que comience su tarea. —Levantó la cabeza.

—Amén —dijo Padre.

Y los demás murmuraron:

—Amén.

Entonces Padre cogió la pala, la llenó a medias de tierra y esparció ésta suavemente por el agujero negro. Le pasó la pala al tío John y John dejó caer una paletada. Luego la pala pasó de mano en mano hasta que todos los hombres hubieran tenido su turno. Cuando ya todos habían cumplido con su deber y ejercido su derecho, Padre atacó el montón de tierra suelta y llenó el hoyo presuroso. Las mujeres volvieron al fuego a vigilar la cena. Ruthie y Winfield observaban absortos.

Ruthie dijo con gran seriedad:

—El abuelo está ahí debajo.

Y Winfield la miró con ojos llenos de terror. Luego corrió hacia la hoguera, se sentó en el suelo, y comenzó a sollozar. Padre llenó el hoyo hasta la mitad y luego se quedó de pie, jadeando por el esfuerzo, mientras el tío John terminaba. John estaba moldeando la tierra cuando Tom le interrumpió.

—Oye —dijo Tom—, si dejamos la tumba así, dentro de nada ya la habrán abierto. Tenemos que ocultarla. Aplana ya la tierra y la cubriremos con hierba seca. Hay que hacerlo.

Padre dijo:

—No había pensado en ello. No está bien dejar una tumba sin túmulo.

—No hay más remedio —replicó Tom—. Si la descubren, nos la cargamos por haber ido contra la ley. Ya sabes lo que me espera si voy contra la ley.

—Sí —dijo Padre—. Me había olvidado. —Cogió la pala de las manos del tío John y aplanó la tumba—. Cuando llegue el invierno se hundirá —dijo.

—No se puede evitar —dijo Tom—. Estaremos muy lejos para cuando llegue el invierno. Apisónala bien y nosotros la cubriremos con maleza.

Cuando el cerdo y las patatas estuvieron hechos, las dos familias se sentaron en el suelo y comieron; silenciosos, contemplaban el fuego. Wilson exhaló un suspiro de satisfacción mientras arrancaba una loncha de carne con los dientes.

—Está rico este cerdo —declaró.

—Pues sí —explicó Padre—, teníamos un par de cerdos jóvenes y pensamos que lo mismo daba si nos los comíamos. No nos iban a dar nada por ellos. Cuando nos acostumbremos a ir moviéndonos y Madre pueda hacer pan, será muy agradable, ir viendo el paisaje y dos barriles de cerdo en el camión. ¿Cuánto tiempo llevan ustedes en la carretera?

Wilson se limpió los dientes con la lengua y tragó.

—No hemos tenido suerte —dijo—. Salimos de casa hace tres semanas.

—Pero ¡Santo Dios!, si nosotros pretendemos llegar a California en diez días o menos.

Al intervino:

—No sé, Padre. Con la carga que llevamos, tal vez no lleguemos nunca. Sobre todo si hay que cruzar montañas.

Permanecieron en silencio alrededor del fuego. Con los rostros inclinados, los cabellos y las frentes brillaban con luz de la hoguera. Sobre la pequeña bóveda de claridad las estrellas del verano refulgían levemente, mientras el calor del día se retiraba poco a poco. La abuela, tumbada en el colchón, apartada del fuego, gimió quedamente como un cachorrillo. Todas las cabezas se volvieron en esa dirección.

—Rosasharn —dijo Madre—, sé una buena chica y ve a tumbarte con la abuela. Ahora necesita a alguien. Ahora se está dando cuenta.

Rose of Sharon se puso en pie y caminó hacia el colchón y se acostó junto a la anciana y el murmullo de sus voces quedas flotó hasta la hoguera. Rose of Sharon y la abuela susurraban juntas en el colchón.

—Lo curioso —dijo Noah— es que… no me siento nada diferente después de haber perdido al abuelo. No estoy más triste de lo que podía estar antes.

—Eran la misma cosa —dijo Casy—. El abuelo y la vieja granja eran una cosa.

—Es una lástima, no hay derecho —opinó Al—. Él hablaba de lo que iba a hacer, cómo iba a estrujarse las uvas sobre la cabeza y dejar que el zumo le corriera por la cara, y todo eso.

—Estaba disimulando —replicó Casy— todo el tiempo. Yo creo que él lo sabía. Y el abuelo no ha muerto esta noche. Murió en el momento que lo sacasteis de su tierra.

—¿Está seguro de eso? —gritó Padre.

—No, no. Quiero decir que claro que respiraba —continuó Casy—, pero estaba ya muerto. Él era aquella tierra y lo sabía.

—¿Supo usted que se estaba muriendo? —preguntó el tío John.

—Sí —respondió Casy—, yo lo sabía.

John fijó en él la vista y el horror inundó su semblante.

—¿Y no nos lo dijo a nadie?

—¿De qué habría servido? —preguntó Casy.

—Nosotros… podíamos haber hecho algo.

—¿Como qué?

—No lo sé, pero…

—No —replicó Casy—, no habrían podido hacer nada. La decisión estaba tomada y el abuelo no podía participar en ella. No sufrió en absoluto, no después de esta mañana a primera hora. Simplemente se quedó en su tierra porque no fue capaz de abandonarla.

El tío John suspiró profundamente. Wilson dijo:

—Nosotros tuvimos que dejar a mi hermano Will. —Las cabezas se volvieron hacia él—. Teníamos las tierras, unos cuarenta acres cada uno, juntas, las unas al lado de las otras. Él es mayor que yo. Ninguno de los dos sabíamos conducir. Bueno, pues fuimos a la ciudad y lo vendimos todo. Will compró un coche y le dejaron un chiquillo para que le enseñara a conducir. La tarde anterior a marchar, Will y la tía Minnie fueron a hacer prácticas. Y al llegar a una curva de la carretera, Will gritó ¡Whoa!, como un energúmeno, pegó un tirón y se estrelló contra una cerca. Y luego volvió a gritar ¡Whoa, cabrón!, pisó a fondo el acelerador y se cayó por un barranco. Allí se quedó. No le quedaba nada que vender y no tenía coche. Pero todo fue culpa suya, a Dios gracias. Se encolerizó tanto que ni siquiera quiso venir con nosotros; se quedó allí sentado jurando sin parar.

—¿Y qué hará?

—No sé. Estaba demasiado furioso para pensar. Y nosotros no podíamos esperar. No teníamos más que ochenta y cinco dólares y no pudimos quedarnos o dividirlo, y aun así ya los hemos fundido. No habíamos recorrido ni cien millas cuando reventó un diente del diferencial y nos cobraron treinta dólares por arreglarlo, luego tuvimos que comprar un neumático, luego se rompió una bujía y Sairy se puso enferma. Tuvimos que detenernos diez días. Y ahora el maldito coche se ha vuelto a averiar y nos estamos quedando sin dinero. No sé cuándo lograremos llegar a California. Si yo supiera arreglarlo… pero no sé nada de coches.

—¿Qué le pasa al coche? —inquirió Al, dándose importancia.

—Bueno, pues que no quiere andar. Se enciende, suelta aire y se para. Al cabo de un minuto vuelve a encender y entonces, antes de que puedas ponerlo en marcha, se agota de nuevo.

—¿Va un minuto y luego se queda muerto?

—Exacto. Y no consigo que siga en marcha por más gasolina que le pongo. Se ha ido poniendo cada vez peor y ahora no consigo ni ponerlo en marcha.

Al se sintió entonces muy orgulloso y maduro.

—Creo que se le ha obstruido un conducto del combustible. Se lo limpiaré yo.

Y Padre también se sintió orgulloso.

—Tiene buena mano para los coches —dijo.

—Le agradezco mucho la ayuda, se lo aseguro. Se siente uno… como un crío cuando no puede arreglar nada. Cuando lleguemos a California pienso comprarme un buen coche. Tal vez uno bueno no tenga averías.

—Cuando lleguemos —dijo Padre—. Llegar allí es el problema.

—Sí, pero vale la pena —dijo Wilson—. He visto los papeles que reparten pidiendo gente para recoger la fruta, y son buenos salarios. Imagínese lo bien que se va a estar cogiendo la fruta a la sombra de los árboles, comiendo una de vez en cuando. Pero si ni siquiera les importa las que nos comamos de tanta como hay. Y con un buen salario tal vez uno pueda comprarse un terreno pequeño y trabajarlo para tener algún dinero extra. Seguro que en un par de años uno puede tener su propia tierra.

—Hemos visto esos papeles —dijo Padre—. Aquí tengo uno. —Sacó su cartera y de ella un papel doblado de color naranja. Decía en letras negras: se requiere gente para recoger guisante en California. Buenos salarios toda la temporada. Se necesitan ochocientos trabajadores.

—Sí, ése es el que yo leí, el mismo. ¿Cree usted… que quizá tengan ya los ochocientos?

Wilson miró el papel con curiosidad.

—Ésta es sólo una pequeña parte de California —dijo Padre—. Y California es el segundo estado más grande que tenemos. Aunque ya tengan los ochocientos que piden, hay muchos más sitios. De todas formas, yo prefiero recoger fruta. Como usted dice, recoger fruta bajo los árboles…, vaya, si eso les gusta a los niños.

De repente Al se levantó y se acercó al turismo de los Wilson. Lo observó un momento y luego regresó y se sentó.

—No lo puedes arreglar esta noche —dijo Wilson.

—Ya lo sé. Me pondré a ello por la mañana.

Tom contemplaba a su hermano menor con atención.

—Yo también estaba pensando algo parecido —dijo.

—¿De qué estáis hablando? —preguntó Noah.

Tom y Al callaban, cada uno esperando que hablara el otro.

—Díselo tú —dijo Al finalmente.

—Bueno, quizá no tenga sentido o puede que no sea lo mismo que Al está pensando. Sea como sea, se me ha ocurrido esto: nosotros llevamos una carga excesiva, pero no es el caso de los Wilson. Si algunos de nosotros pudiéramos ir en el coche y llevar en el camión algo ligero de su equipaje, no se nos romperían las ballestas y subiríamos las montañas. Tanto Al como yo entendemos de coches, así que podríamos mantener ése en buen estado. Podríamos viajar juntos; sería bueno para todos.

Wilson se puso en pie de un salto.

—¡Pues claro! Para nosotros sería un honor, desde luego que sí. ¿Has oído eso, Sairy?

—Es buena idea —concedió Sairy—. ¿No seríamos una carga para ustedes?

—Por supuesto que no —replicó Padre—. Nada de ser una carga. Nosotros también nos beneficiaríamos con su ayuda.

Wilson volvió a sentarse inquieto.

—Bueno, no sé.

—¿Qué pasa? ¿No le interesa?

—Mire, no me quedan más que treinta dólares y no pienso ser una carga para nadie.

—No tiene por qué ser así —dijo Madre—. Cada uno aportará su ayuda y así llegaremos todos a California. Sairy Wilson ayudó a amortajar al abuelo. —Se interrumpió. La relación que había surgido de ese hecho era obvia.

—En ese coche caben seis fácilmente —exclamó Al—. Pon que vaya yo conduciendo, Rosasharn, Connie y la abuela. Las cosas grandes y ligeras las ponemos en el camión. Y nos turnamos cada cierto tiempo —elevó el tono de voz habiéndose quitado un peso de encima.

Sonrieron con timidez y miraron al suelo. Padre manoseó la tierra polvorienta con las puntas de los dedos.

—Madre se inclina por una casa blanca rodeada de naranjos. Como la de una foto grande que vio en un calendario —dijo Padre.

—Si vuelvo a caer enferma —dijo Sairy—, habrán de continuar. No seremos una carga.

Madre miró con atención a Sairy y pareció ver por vez primera los ojos atormentados y el rostro encogido y rondado por el dolor. Y Madre dijo:

—Vamos a llegar todos hasta el final. Usted misma dijo que es un honor poder ayudar.

Sairy estudió sus manos arrugadas a la luz de la hoguera.

—Tenemos que dormir algo esta noche. —Se puso de pie.

—Abuelo… parece como si llevara muerto un año —dijo Madre.

Las familias se dirigieron perezosamente a sus lugares de descanso, bostezando con placer. Madre enjuagó un poco los platos de hojalata y les quitó la grasa frotándolos con un saco de harina. El fuego fue decayendo y las estrellas descendieron. Por la carretera pasaban pocos coches, pero los camiones de transporte tronaban a intervalos al pasar y ponían en la tierra pequeños terremotos. En la vaguada, los coches eran apenas visibles a la luz de las estrellas. Un perro atado aulló en la estación de servicio. Con las familias silenciosas y durmiendo, los ratones de campo recuperaron su audacia y corretearon por entre los colchones. Sólo Sairy Wilson permaneció despierta, con la mirada fija en el cielo y abrazando con firmeza su cuerpo para protegerse del dolor.