LAS CASAS quedaron vacías en los campos y por ello también la tierra parecía estar vacía. Sólo estaban vivos los cobertizos de hierro galvanizado de los tractores, plateados y brillantes; estaban vivos con metal, gasolina y aceite, los discos refulgentes de los arados. Los faros de los tractores relucían porque para un tractor no existe ni el día ni la noche y los discos remueven la tierra en la oscuridad y centelleaban a la luz del día. Cuando un caballo acaba su trabajo y se retira al granero, queda allí energía y vitalidad, aliento y calor, y los cascos se mueven entre la paja, las mandíbulas se cierran masticando el heno y los oídos y los ojos están vivos. En el granero flota el calor de la vida, la pasión y el aroma de la vida. Pero cuando el motor de un tractor se apaga, se queda tan muerto como el mineral del que está hecho. El calor le abandona igual que el calor de la vida abandona a un cadáver. Luego se cierran las puertas de hierro galvanizado y el conductor se va a casa, a la ciudad, que quizá esté a veinte millas de distancia, y no necesita volver en semanas o meses, porque el tractor está muerto. Y esto resulta fácil y eficaz. Tan fácil que el trabajo pierde interés, tan eficaz que la tierra y trabajar el campo dejan de producir emoción y desaparecen también la comprensión profunda y la relación del hombre con la tierra. Dentro del conductor del tractor crece el desprecio que sólo es capaz de sentir un extraño que posee escasa comprensión y al que no une ninguna relación. Porque los nitratos no son la tierra, ni tampoco lo son los fosfatos; y la longitud de la fibra del algodón no es la tierra. El carbono no es un hombre, ni lo son la sal, el agua, el calcio. Él es todo eso, pero también mucho más, mucho más; y la tierra es mucho más que lo que revela su análisis. El hombre, que es más que sus reacciones químicas, caminando sobre la tierra torciendo la reja del arado para esquivar una piedra, soltando la esteva para dejarse resbalar por una roca que sobresale, arrodillándose en la tierra para almorzar; el hombre que es algo más que los elementos que lo componen conoce la tierra que es más que un análisis de componentes. Pero el hombre de la máquina, conduciendo un tractor muerto por un campo que ni conoce ni ama, sólo entiende la química, y siente desprecio por la tierra y por sí mismo. Cuando las puertas de hierro galvanizado se cierran él se va a su casa, y su casa no es el campo.
Las puertas de las casas vacías batían impulsadas por el viento. Bandas de críos iban desde los pueblos a romper las ventanas y a escarbar ente los despojos, buscando tesoros. Aquí hay un cuchillo con la hoja rota por la mitad. Eso está bien. Y… aquí huele a rata muerta. Y mira lo que Whitey escribió en la pared. Lo escribió también en los servicios de la escuela y el maestro le hizo borrarlo.
Cuando la gente se acababa de marchar, y la noche del primer día llegó, los gatos cazadores se acercaron perezosos desde los campos y maullaron en el porche. Y cuando vieron que no salía nadie, se deslizaron entre las puertas abiertas y caminaron maullando por las habitaciones vacías. Y después volvieron a los campos convertidos desde ese momento en gatos silvestres, que cazaban ardillas y ratones de campo y dormían durante el día en las zanjas. Al llegar la noche, los murciélagos, detenidos ante las puertas por miedo a la luz se precipitaron al interior de las casas y navegaron por las habitaciones vacías, y al cabo de un tiempo se quedaron por el día en los rincones oscuros de los cuartos, con las alas plegadas y colgando cabeza abajo de las vigas, y el olor de sus excrementos invadió las casas vacías.
Los ratones se mudaron a las casas y almacenaron semillas en los rincones, en cajas, detrás de los cajones de la cocina. Y las comadrejas entraron a cazar ratones mientras los búhos de plumas marrones volaban chillando, entraban y volvían a salir.
Luego cayó un pequeño chaparrón. Las hierbas brotaron ante la entrada, donde la gente nunca había permitido que crecieran, y subieron también entre las tablas del porche. Las casas estaban vacías, y una casa vacía se desmorona rápidamente. Las grietas aparecieron en los tablones de la cubierta, a partir de clavos roñosos. El polvo se posó en los suelos, una capa homogénea alterada sólo por las huellas de ratones, comadrejas y gatos.
Una noche el viento soltó una teja y la arrojó al suelo. El siguiente viento curioseó en el agujero que la teja había dejado y arrancó otras tres tejas, y el siguiente, una docena. El sol del mediodía ardió a través del agujero y dejó una señal luminosa en el suelo. Los gatos montaraces se acercaban por la noche desde los campos, pero ya no se conformaban con maullar a la puerta. Se movían como sombras de una nube que pone un velo a la luna, entraban a los cuartos a cazar ratones. Y en las noches ventosas las puertas golpeaban contra los marcos y las cortinas en jirones aleteaban en las ventanas sin cristales.