CUANDO EL camión hubo partido, cargado con utensilios, herramientas pesadas, camas y somieres, con todo lo que es posible mover que pudiera venderse, Tom erró por la granja. Se asomó por el granero, los establos vacíos, entró en el cobertizo de los aperos y apartó a patadas los trastos que quedaban, dio la vuelta con el pie a un diente roto de la segadora. Se acercó a los lugares que recordaba: la roja ribera donde anidaban las golondrinas, el sauce situado sobre el corral de los cerdos. Dos cerdos jóvenes gruñeron y se revolvieron a su paso por la cerca, cerdos negros, tomando el sol cómodamente. Entonces finalizó su peregrinar y fue a sentarse en el escalón de la puerta sobre el que ya caía una sombra. A su espalda, Madre se movía por la cocina, lavando ropas de niño en un cubo; y por sus fuertes y pecosos brazos resbalaba el agua jabonosa desde los codos. Interrumpió el restregar de ropas cuando él se sentó. Le contempló largo rato y luego su mirada siguió fija en la parte de detrás de su cabeza después de que él se volviera y mirara afuera a la abrasadora luz del sol. Luego volvió a frotar la ropa.
—Tom —dijo—, espero que las cosas estén bien en California.
Él se volvió y la miró.
—¿Qué te hace pensar que no sea así? —preguntó.
—Bueno…, nada. Es que parece demasiado bueno. He visto los panfletos que distribuyen y la cantidad de trabajo que hay, salarios altos y todo lo demás; he visto los anuncios de los periódicos que buscan gente que vaya a recoger uvas, naranjas y melocotones. Ése sería un buen trabajo. Tom, recoger melocotones. Incluso si no te dejaran comer ninguno, quizá se podría sisar alguno un poco picado de vez en cuando. Y se estaría bien bajo los árboles, trabajando a la sombra. Me asusta que todo sea tan bonito. No tengo fe. Temo que no sea tan bonito como dicen.
Tom replicó:
—No dejes a tu fe volar tan alto como un pájaro y no tendrás que arrastrarte con los gusanos.
—Sé que eso es verdad. Es de las Escrituras, ¿verdad?
—Eso creo —dijo Tom—. Nunca he podido acordarme bien de las Escrituras desde que leí un libro titulado La victoria de Barbara Worth.
Madre rio quedamente sumergiendo y sacando las ropas del cubo. Escurrió petos y camisas y los músculos de sus antebrazos se marcaron como cuerdas.
—El padre de tu padre solía citar las Escrituras continuamente. Se hacía unos líos tremendos. Las mezclaba con el Almanaque del doctor Miles. Solía leer en alto el almanaque completo: cartas de gente que no podía dormir o que tenía la espalda lisiada. Después se lo contaba a la gente como si fuera una lección y decía: «Eso es una parábola de las Escrituras». Se disgustaba cuando tu padre y el tío John se reían de lo que decía.
Amontonó en la mesa ropas escurridas, retorcidas como madera nudosa.
—Dicen que hay dos mil millas hasta nuestro destino. ¿Cuánta distancia crees que es, Tom? He visto un mapa, hay enormes montañas como las de una postal y tenemos que cruzarlas. ¿Cuánto crees que nos llevará ir tan lejos, Tommy?
—No sé —respondió—. Dos semanas, quizá diez días con suerte. Mira, Madre, deja de preocuparte. Te voy a decir una cosa que aprendí estando en la cárcel. No puedes dedicarte a pensar cuándo vas a salir. Te volverías loco. Tienes que pensar en el día que estás, luego en el día siguiente, en el partido del sábado. Es lo que hay que hacer. Los que llevan allí mucho tiempo hacen eso. Uno que acaba de llegar se da cabezazos contra la puerta de la celda porque piensa el tiempo que le queda de estar dentro. ¿Por qué no haces lo que te digo? Vive día a día.
—Es un buen sistema —concedió, y llenó su cubo con agua calentada sobre el fogón, introdujo ropas sucias y empezó a empujarlas dentro del agua jabonosa.
—Sí, es buen sistema. Pero me gusta pensar lo bien que estaremos, a lo mejor, en California, donde nunca hace frío y la fruta crece por todas partes. La gente vivirá en los lugares más hermosos, en casitas blancas levantadas entre los naranjos. Me pregunto…, es decir, si todos conseguimos un empleo y todos trabajamos, tal vez podamos comprar una de esas casitas blancas. Y los pequeños saldrán a recoger naranjas del mismo árbol. No podrán aguantarlo, gritarán como locos.
Tom la miró trabajar y sus ojos sonrieron.
—Ya estás mejor sólo de pensar en ello. Yo conocí a uno de California. No hablaba igual que nosotros. Con oírle hablar, ya sabías que debía ser de algún lugar lejano. Pero decía que ahora mismo hay demasiada gente buscando trabajo por allí. Y que los que recogen la fruta viven en viejos campamentos sucios y apenas sacan lo suficiente para comer. Que los salarios son bajos y es difícil encontrar trabajo.
Una sombra cruzó el rostro de su madre.
—No, no, no es así —dijo—. A tu padre le dieron un panfleto en papel amarillo que decía que hace falta gente para trabajar. No se tomarían tantas molestias si no hubiera trabajo en abundancia. Les cuesta su dinero hacer los panfletos. ¿Para qué querrían mentir, si encima les cuesta dinero?
Tom meneó la cabeza.
—No lo sé, Madre. Es difícil imaginarse por qué lo han hecho. Tal vez… —Miró el rojo sol brillando en la tierra roja.
—¿Tal vez qué?
—Tal vez sea hermoso, como tú dices. ¿Dónde ha ido el abuelo? ¿Y el predicador?
Madre salía de la casa llevando un montón alto de ropa en los brazos. Tom se apartó a un lado para dejarla pasar.
—El predicador dijo que iba a dar una vuelta. El abuelo está durmiendo aquí, en la casa. Durante el día viene aquí y a veces se acuesta. —Caminó hasta la cuerda y comenzó a colgar en el alambre téjanos descoloridos, camisas azules y calzoncillos largos de color gris.
Tom oyó detrás de él un arrastrar de pies y se volvió a mirar. El abuelo salía del dormitorio y, al igual que por la mañana, intentaba abrocharse los botones de la bragueta.
—Oí voces —dijo—. Hijos de puta que no dejan dormir a un viejo. Desgraciados, quizás cuando os hagáis viejos aprendáis a dejar dormir a uno. —Sus dedos furiosos acabaron por desabrochar los dos únicos botones de la bragueta que estaban abrochados. Su mano olvidó lo que había estado intentando hacer. Metió la mano y se rascó con satisfacción debajo de los testículos. Madre entró con las manos húmedas y las palmas arrugadas e hinchadas del agua caliente y el jabón.
—Creí que estabas durmiendo. Venga, déjame que te abroche la ropa. —Y, aunque intentó resistirse, ella lo agarró y le abrochó la camiseta, la camisa y la bragueta—. Ve a dar un paseo —dijo, y le soltó.
Él farfulló indignado:
—Uno se convierte en un… en un… cuando alguien le tiene que abrochar la ropa. Quiero que me dejen abrocharme mis propios pantalones.
Madre dijo con guasa:
—En California no permiten que la gente vaya por ahí con la ropa desabrochada.
—No, ¿eh? Bueno, yo les voy a enseñar. ¿Se creen que me van a enseñar cómo tengo que comportarme? Pues si me da la gana iré por ahí con los huevos colgando.
Madre dijo:
—Parece que cada año que pasa es más malhablado. Supongo que lo hace por llamar la atención.
El anciano adelantó la barbilla sin afeitar y examinó a Madre con ojos astutos, maliciosos y alegres.
—Sí señor —dijo—, dentro de poco emprenderemos viaje. Y estoy seguro de que allí hay uvas colgando junto a la carretera. ¿Sabéis lo que voy a hacer? Me voy a llenar una bañera de uvas, me voy a sentar dentro y voy a menearme hasta que el zumo me corra por todas partes.
Tom rio:
—Seguro que aunque llegue a tener doscientos años el abuelo nunca será disciplinado —dijo—. Estás decidido a ir, ¿verdad abuelo?
El viejo acercó una caja y se sentó pesadamente en ella.
—Sí, señor —asintió—. Y ya va siendo hora, por cierto. Mi hermano se marchó para allá hace cuarenta años. No volví a saber nada de él. Era un escurridizo hijo de puta. Nadie le quería. Se largó llevándose un Colt de acción simple que era mío. Si alguna vez llego a encontrarle a él o a sus hijos, en el caso de que tenga alguno en California, les preguntaré por ese Colt. Pero le conozco, y si tuvo algún hijo, seguro que lo colocó como hacen los cucos y lo ha criado alguna otra persona. Me alegraré cuando lleguemos allí. Tengo el presentimiento de que hará de mí un hombre nuevo. Poder empezar de inmediato a trabajar en la fruta.
Madre asintió.
—Te aseguro que es lo que pretende —dijo—. Estuvo trabajando hasta hace tres meses, hasta la última vez que se desencajó la cadera.
—Exactamente —dijo el abuelo.
Tom miró hacia el exterior desde su asiento en el escalón del umbral de la puerta.
—Aquí viene el predicador, por detrás del granero.
Madre comentó:
—Esa bendición que nos echó esta mañana es la más rara que he oído en mi vida. En realidad no era tal. Sólo hablaba, pero sonaba como una bendición.
—Es un tipo curioso —dijo Tom—. Se pasa el rato diciendo cosas extrañas. Aunque parece estar hablando consigo mismo. No intenta engañar a nadie.
—Observa la mirada de sus ojos —dijo Madre—. Parece un iluminado. Tiene esa mirada que llaman de éxtasis. Ya lo creo que parece un iluminado. Caminando así con la cabeza gacha y sin ver siquiera el suelo. Eso es lo que yo llamo un iluminado. —Calló al aproximarse Casy a la puerta.
—Le va a dar una insolación si anda por ahí así —dijo Tom.
Casy replicó:
—Bueno, sí,… tal vez. —De repente encaró a los tres, Madre, el abuelo y Tom, con una expresión de ruego—. Tengo que ir al oeste. He de ir. Me pregunto si podría acompañarles. —Entonces se quedó inmóvil, avergonzado de sus propias palabras. Madre miró a Tom para que hablara él, porque era un hombre, pero Tom no habló. Respetó su derecho a hablar primero y luego dijo:
—Para nosotros sería un honor que viniera usted. Claro que yo no puedo decidir en este momento; Padre dijo que los hombres hablarían esta noche para determinar cuándo emprenderemos el viaje. Creo que es mejor que esperemos a que vengan los hombres. John y Padre, Noah, Tom, el abuelo, Al y Connie van a decidirlo tan pronto como regresen. Pero si hay sitio, estoy segura de que para ellos será motivo de orgullo que esté usted entre nosotros.
El predicador suspiró:
—Iré en cualquier caso —dijo—. Están ocurriendo cosas. Subí a una colina, a mirar: las casas están vacías, las tierras están vacías y toda esta región está vacía. No puedo quedarme aquí. He de ir donde va la gente. Trabajaré en los campos y quizá logre ser feliz.
—¿No va usted a predicar? —preguntó Tom.
—No voy a predicar.
—¿Y no va a bautizar? —preguntó Madre.
—No voy a bautizar. Voy a trabajar en los campos, en los campos verdes, y a estar cerca de la gente. No intentaré enseñarles nada. Voy a tratar de aprender, voy a aprender por qué la gente camina sobre la hierba, voy a oírles hablar y cantar. Voy a oír a los niños comiendo gachas, al marido y a la mujer haciendo el amor en un colchón por la noche. Voy a comer con ellos y a aprender. —Sus ojos se volvieron húmedos y brillantes—. Voy a hacer el amor sobre la hierba con quien quiera tenerme, abierta y honradamente. Voy a jurar y a soltar juramentos, a oír la poesía del habla de la gente. Antes no entendía que todo eso es sagrado, que son las cosas buenas.
—Amén —dijo Madre.
El predicador se sentó mansamente en el tajo de partir leña, junto a la puerta.
—Me gustaría saber qué es lo que puede haber reservado para un hombre tan solitario como yo.
Tom tosió con delicadeza.
—Para haber dejado de predicar… —comenzó.
—Ya sé que soy muy hablador —admitió Casy—. Eso no lo puedo evitar. Pero no es lo mismo que predicar. Predicar es contarle algo a la gente. Yo le estoy preguntando. Eso no es predicar, ¿no es cierto?
—No lo sé —respondió Tom—. Predicar es un cierto tono de voz y una forma de ver las cosas, es portarse bien con gente que quiere matarte por ello. La pasada Navidad vino a McAlester el ejército de salvación y nos hizo bien. Estuvimos sentados tres horas enteras escuchando cómo tocaban las cornetas. Eso era hacernos bien. Pero si uno de nosotros hubiera querido irse, se habría ido solo. Eso es predicar. Portarse bien con una persona que está hundida y que no puede vengarse partiéndole la boca. No, usted no es un predicador. Pero por si acaso no se le ocurra tocar la corneta cerca de mí.
Madre metió unos cuantos palos en el fogón.
—Ahora le voy a dar algo de comer, aunque no es mucho.
El abuelo llevó su caja afuera, se sentó y se apoyó contra la pared, y Tom y Casy se apoyaron en la pared dentro de la casa. Y la sombra de la tarde se extendió hacia afuera desde la casa.
A media tarde regresó el camión dando tumbos y traqueteando entre el polvo, y había en la caja del camión una capa de polvo, que también cubría el capó; una harina roja oscurecía los faros. Se estaba poniendo el sol cuando volvió el camión y la luz del crepúsculo daba a la tierra una apariencia sangrienta. Al se sentaba inclinado sobre el volante, orgulloso, serio y eficiente, y Padre y el tío John ocupaban los sitios de honor junto al conductor, como correspondía a los jefes del clan. De pie en la caja del camión, agarrados a las barras laterales, venían los demás, Ruthie, de doce años y Winfield de diez, con rostros mugrientos e indómitos, los ojos cansados, pero brillantes de excitación, los dedos y las comisuras de los labios negros y pegajosos de los palos de regaliz que habían conseguido sacarle a su padre en la ciudad a base de gimotear. Ruthie llevaba un vestido de muselina rosa por debajo de las rodillas y tenía un aspecto un poco serio en su papel de joven dama. Pero Winfield era todavía un mocoso, que pensaba diabluras detrás del granero, y un inveterado recolector y fumador de colillas. Y mientras Ruthie sentía el poder, la responsabilidad y la dignidad que le conferían sus pechos desarrollándose, Winfield seguía siendo un chaval silvestre como un animalillo. Junto a ellos, asida levemente a las barras, venía Rose of Sharon, balanceando y dejando oscilar su peso sobre las puntas de los pies y recibiendo así el traqueteo de la carretera en las rodillas y las nalgas. Porque Rose of Sharon estaba embarazada y extremaba la prudencia. Llevaba el pelo trenzado y enrollado alrededor de la cabeza, formando una corona de color rubio ceniza. Su rostro, redondo y suave, que pocos meses atrás había sido voluptuoso e incitante, mostraba ya la barrera del embarazo, la sonrisa de confianza en uno mismo y la perspicaz mirada de perfección; y su cuerpo rollizo de pechos y estómago llenos y suaves, caderas firmes y nalgas que habían oscilado libre y provocativamente hasta invitar a la caricia y la palmada, todo su cuerpo había adquirido recato y seriedad. Su pensamiento y sus actos se dirigían todos hacia su interior, hacia el bebé. Ahora se balanceaba apoyándose en los dedos de los pies, buscando el bien del niño. Para ella el mundo estaba embarazado; sólo pensaba en términos de reproducción y maternidad. Su marido, Connie, de diecinueve años, que se había casado con una rolliza muchacha bulliciosa y apasionada, aún estaba asustado y perplejo ante el cambio que ella había experimentado; se habían terminado las peleas de gatos en la cama, los mordiscos y arañazos acompañados de risas ahogadas, que acababan con lágrimas. En su lugar había una criatura equilibrada, cuidadosa y sabia que le sonreía con timidez, pero muy firme. Connie se enorgullecía de Rose of Sharon y la temía. Siempre que podía, ponía una mano encima de ella o permanecía a su lado, de manera que con el cuerpo se encontrara su cadera y su hombro y así creía conservar una relación que parecía estar escapándosele. Él era un joven enjuto de rostro afilado y origen tejano, y sus ojos de color azul pálido eran peligrosos algunas veces, otras veces mostraban afabilidad y otras temor. Trabajaba duro y sería un buen marido. Bebía lo bastante, pero nunca demasiado; peleaba cuando las circunstancias lo exigían y nunca presumía. En las reuniones solía permanecer callado y, sin embargo, lograba que los demás notaran su presencia y le tuvieran en cuenta.
Si no hubiera tenido cincuenta años, hecho que le convertía en uno de los jefes naturales de la familia, el tío John habría preferido no ocupar el sitio de honor junto al conductor. Le hubiera gustado que Rose of Sharon se sentara en su lugar. Eso era imposible porque ella era joven y era una mujer. No obstante, el tío John se sentía incómodo, sus solitarios ojos atormentados no estaban en calma y el cuerpo delgado y fuerte no estaba relajado. Casi todo el tiempo la barrera de la soledad mantenía al tío John apartado de la gente y de los deseos normales de los demás. Comía poco, no bebía en absoluto y era célibe. Pero en su interior los apetitos crecían y presionaban hasta encontrar salida. Entonces comía alguna comida por la que sentía un antojo hasta ponerse enfermo; o bebía jake o whisky hasta no ser más que un paralítico tembloroso con los ojos húmedos y enrojecidos; o se consumiría de lascivia por alguna prostituta de Sallisaw. Se decía de él que en una ocasión se fue derecho a Shawnee, alquiló tres putas en una sola cama y se pasó una hora resoplando como un animal en celo encima de los cuerpos impasibles. Pero cuando al fin saciaba uno de sus apetitos, volvía una vez más a sentirse triste, avergonzado y solo. Se escondía de la gente e intentaba, por medio de regalos, compensar por sí mismo a todo el mundo. A veces se deslizaba al interior de las casas y dejaba bajo las almohadas chicle para los niños; otras veces cortaba leña sin dejar que le pagasen. Entonces regalaba cualquier cosa que le perteneciera: una silla de montar, un caballo, un par de zapatos nuevos. En esas ocasiones nadie podía hablar con él, porque huía, o si alguien le abordaba se escondía en sí mismo y miraba furtivamente con ojos asustados. La muerte de su mujer, seguida de meses de estar solo, le había marcado con culpa y vergüenza y le había dejado una soledad indestructible.
Pero había ciertas cosas que no podía eludir. Por ser uno de los cabezas de familia tenía que mandar; y ahora debía sentarse en el sitio de honor junto al conductor.
Los tres hombres que ocupaban el asiento tenían un aspecto sombrío mientras se acercaban a casa por la polvorienta carretera. Al, inclinado sobre el volante, movía los ojos continuamente de la carretera al salpicadero, observando la aguja del amperímetro, que oscilaba bruscamente de forma sospechosa, vigilando el indicador del aceite y el de la temperatura. Su mente catalogaba puntos débiles y peculiaridades del funcionamiento del camión que le parecían sospechosas. Escuchaba el silbido, que podría provenir del tubo de escape, por estar seco y los alzaválvulas subiendo y bajando. Con la mano quieta en la palanca de cambios comprobaba cómo entraban las marchas. Y había dejado el embrague forcejeando contra el freno para comprobar si patinaba. Podría comportarse a veces como una cabra loca, pero el camión, su funcionamiento y el mantenimiento del mismo eran responsabilidad suya. Si algo fallara sería culpa suya y, aunque nadie iba a decirlo, todos, Al el primero, sabrían que él era el culpable. Así que estaba pendiente del camión, lo vigilaba y escuchaba. Su rostro se mostraba serio y responsable. Y todos le respetaban, a él y a su responsabilidad. Incluso Padre, que era el jefe, cogería una llave inglesa y aceptaría órdenes de Al.
Todos en el camión estaban cansados. Ruthie y Winfield estaban cansados por haber visto demasiado movimiento, demasiados rostros, por haber tenido que pelear para conseguir sus palos de regaliz; cansados también de la alegría de que el tío John hubiera metido secretamente chicle en sus bolsillos.
Y los hombres, que iban sentados, estaban cansados, enfadados y tristes, porque les habían dado dieciocho dólares por todo lo de la granja que habían podido transportar: los caballos, el carro, los utensilios y todos los muebles de la casa. Dieciocho dólares. Habían acometido al comprador, habían discutido; pero habían sido vencidos cuando el interés del comprador pareció enfriarse y les dijo que no le interesaban las cosas a ningún precio. Entonces, derrotados, le habían creído y habían aceptado vender por dos dólares menos de lo que había ofrecido en principio. Y ahora se sentían agotados y temerosos porque habían ido contra un sistema que no entendían y éste les había vencido. Sabían que el tiro de caballos y el carro valían mucho más. Sabían que los compradores obtendrían mucho más, pero ellos no sabían cómo hacerlo. El comerciar era un secreto para ellos.
Al, con los ojos moviéndose con rapidez de la carretera al salpicadero, dijo:
—Ese tío no era de aquí. Hablaba de otra forma. Y la ropa que llevaba también era distinta.
Padre explicó:
—Mientras estaba en la ferretería, estuve hablando con unos hombres que conozco. Dicen que viene gente de fuera sólo para comprar las cosas que tenemos que vender antes de irnos. Dicen que se están quedando con todo. Pero nosotros no podemos hacer nada. Quizá debía haber ido Tommy. Tal vez lo habría hecho mejor.
—Pero ese tipo no quería comprar en absoluto —justificó John—. No podíamos volver a traer todo.
—Esos que conozco me explicaron el sistema —dijo Padre—. Dicen que el comprador siempre hace lo mismo. Así asusta a la gente. Lo que pasa es que nosotros no sabemos qué hay que hacer. Madre se va a decepcionar. Se va a poner furiosa, y estará decepcionada.
—¿Cuándo crees que podemos salir, Padre? —preguntó Al.
—No sé. Esta noche lo hablaremos y tomaremos una decisión. Estoy muy contento de que Tom haya vuelto, me hace sentir bien. Tom es un buen chico.
—Padre, oí a unos que hablaban de Tom —dijo Al—, y dicen que está en libertad bajo palabra. Por lo visto, eso significa que no puede salir del Estado y, que si lo hace y le pillan, le mandan otros tres años a la cárcel.
Padre se sorprendió.
—¿Eso dicen? ¿Tú crees que sabían lo que decían o estaban hablando por hablar?
—No lo sé —respondió Al—. Estaban allí hablando, y yo no dije que es mi hermano. Me quedé parado escuchando.
Padre exclamó:
—¡Dios mío! Espero que no sea cierto. Necesitamos a Tom. He de preguntarle sobre eso. Ya tenemos bastantes preocupaciones para que encima nos vayan a perseguir: espero que no sea verdad. Tenemos que hablarlo abiertamente.
—Tom debe saber si es cierto o no —dijo el tío John.
Se quedaron en silencio mientras el camión seguía traqueteando. El motor era ruidoso, lleno de sonidos metálicos y las varillas de los frenos levantaban un continuo estrépito. Las ruedas producían un crujido como de madera y un fino chorro de vapor escapaba por un agujero de la tapa del radiador. El camión levantaba tras él una alta columna de polvo rojo que giraba como un torbellino. Pasaron con estruendo por la última loma mientras todavía se veía media esfera solar por encima del horizonte y llegaron a la casa cuando acababa de desaparecer. Los frenos rechinaron al detenerse y el ruido se grabó en la cabeza de Al: las zapatas estaban completamente gastadas.
Ruthie y Winfield se encaramaron gritando por los lados y saltaron al suelo. Gritaron:
—¿Dónde está? ¿Dónde está Tom?
Y entonces le vieron, de pie junto a la puerta y se detuvieron, vergonzosos, y se acercaron a él lentamente mirándole con timidez.
Y cuando él les dijo:
—Hola, chavales, ¿cómo estáis?
Ellos respondieron quedamente:
—Hola. Bien.
Se apartaron y le miraron a hurtadillas, al gran hermano que había matado a un hombre y había estado en prisión. Recordaron cómo habían jugado a las cárceles en el gallinero y habían luchado por su derecho a ser prisioneros.
Connie Rivers quitó la puerta trasera del camión, se bajó y ayudó a bajar a Rose of Sharon; y ella aceptó dignamente, dedicándole una sonrisa de las suyas, sonrisa de satisfacción consigo misma, los extremos de la boca ladeados, dándole una expresión ligeramente fatua.
Tom dijo:
—Pero si es Rosasharn. No sabía que venías con ellos.
—Veníamos caminando —dijo ella—. El camión nos alcanzó y nos recogió. —Después añadió—. Éste es Connie, mi marido. —Al decir eso, Rosasharn reflejaba grandeza.
Los dos hombres se estrecharon la mano, midiéndose mutuamente, la mirada de cada uno penetrando profundamente en el otro; en un momento los dos quedaron satisfechos y Tom dijo:
—Vaya, ya he oído que no habéis perdido el tiempo.
Ella agachó la vista.
—No se ve, todavía no se nota.
—Me lo ha dicho Madre. ¿Para cuándo esperas?
—Uy, aún falta mucho. Hasta el invierno que viene.
Tom se echó a reír.
—Va a nacer en un rancho de naranjos, ¿eh? En una de esas casas blancas rodeadas de naranjos.
Rose of Sharon se tocó el estómago con las dos manos.
—Aún no se nota —dijo, y sonrió con sonrisa complacida y entró en casa.
La noche era cálida, y sobre el horizonte, por el oeste, aún flotaba un rayo de luz. Sin necesidad de ninguna señal la familia se reunió junto al camión, y el congreso, el gobierno familiar, puso en marcha la sesión.
La película de luz del crepúsculo daba a la tierra roja una transparencia que hacía que las dimensiones parecieran más profundas, de forma que una piedra, un poste o una casa tuvieran más profundidad y más solidez que a la luz del día. Y estos objetos curiosamente veían aumentada su individualidad: un poste era más en esencia un poste, destacándose de la tierra en la que se hundía y del campo de maíz contra el que se dibujaba. Y cada planta era un individuo concreto, no sólo parte de la masa del cultivo; y el descarnado sauce se alzaba independientemente de todos los demás sauces. La tierra aportó una luz al ocaso. La fachada de la casa gris, sin pintar, que miraba al oeste, tenía la luminosidad de la luna. El polvoriento camión gris, parado en el patio ante la puerta de la casa, sobresalía en esa luz como algo mágico, como bajo la perspectiva exagerada de una linterna mágica.
Las personas también eran distintas al anochecer, más reposadas. Parecían formar parte de una organización de lo inconsciente. Obedecían impulsos que la parte consciente del cerebro apenas registraba. Sus ojos en calma estaban dirigidos a su interior y también los ojos parecían transparentes en la noche, transparentes en los rostros cubiertos de polvo.
La familia se reunió en el lugar más importante, cerca del camión. La casa estaba muerta, al igual que los campos; pero el camión era algo activo, el principio viviente. El viejo Hudson, con la pantalla del radiador combada y rayada, con grasa en los glóbulos de polvo de los extremos gastados de toda parte móvil, con los tapacubos sustituidos por tapas de polvo rojo… Éste era el nuevo hogar, el centro de vida de la familia; mitad coche y mitad camión, de lados altos, desgarbado.
Padre caminó alrededor del camión, observándolo, y después se acuclilló en el polvo y cogió un palo con el que dibujar. Un pie se apoyaba plano sobre el suelo y el otro se apoyaba en la punta un poco retrasado, de forma que una rodilla quedaba más alta que la otra. El antebrazo izquierdo descansaba en la rodilla izquierda, más baja, el codo derecho en la rodilla derecha y el puño derecho sujetando la barbilla. Padre se acuclilló allí, mirando el camión, con la barbilla apoyada en el puño. Y el tío John se acercó a él y se agachó en cuclillas a su lado. Los ojos de ambos eran cavilosos. El abuelo salió de la casa, vio a los dos agachados lado a lado y avanzó bruscamente y se sentó en el estribo del camión, frente a ellos. Ése era el núcleo. Tom, Connie y Noah se acercaron calmosos y se pusieron en cuclillas, formando un semicírculo delante del abuelo. Y entonces Madre salió de la casa, la abuela con ella, seguidas de Rose of Sharon caminando delicadamente. Ocuparon sus puestos detrás de los hombres acuclillados, en pie y con las manos en las caderas. Los niños, Ruthie y Winfield, saltaban sobre un pie y sobre el otro junto a las mujeres, hundían los dedos de los pies en el polvo rojizo sin producir ningún sonido. Sólo faltaba el predicador que, por delicadeza se había quedado detrás de la casa, sentado en el suelo. Era un buen predicador y conocía a su gente.
La luz del crepúsculo se hizo más débil y la familia permaneció en silencio un rato. Luego, Padre, sin dirigirse a ninguno en particular, sino al grupo, hizo su informe.
—Nos han despellejado en la venta. El otro sabía que no podíamos esperar. Sólo sacamos dieciocho dólares.
Madre se revolvió inquieta, pero mantuvo la calma.
Noah, el hijo mayor, preguntó:
—¿Cuánto tenemos, juntando todo?
Padre dibujó cifras en el polvo y murmuró para sí mismo un momento.
—Ciento cincuenta y cuatro —respondió—. Pero Al dice que necesitamos neumáticos que estén mejor. Éstos no van a durar mucho.
Al participó por primera vez en la reunión. Siempre antes había permanecido detrás con las mujeres. Ahora dio su informe con solemnidad.
—Es viejo y muy corriente —empezó seriamente—. Le eché un buen vistazo antes de que lo compráramos. Hice caso omiso del vendedor diciendo que menuda ganga era. Metí el dedo en el diferencial y vi que no había serrín. Abrí la caja de cambios y tampoco tenía serrín. Comprobé el embrague e hice girar las ruedas para ver cómo estaban de dibujo. Miré debajo del chasis y vi que el chasis no tenía golpes. Nunca ha sido arreglado. Vi que la batería estaba agrietada y le hice poner una nueva al fulano. Los neumáticos están mal, pero son de una buena medida. Fácil de encontrar. Corre como un novillo, pero no se traga el aceite. La razón por la que aconsejé comprarlo es que es un coche muy popular. Los almacenes de chatarra están llenos de Hudsons super-seis y las piezas de recambio se pueden comprar baratas. Podíamos haber comprado uno más grande o más bonito por el mismo precio, pero es difícil encontrar piezas de recambio y es demasiado caro. Así es como razoné, en cualquier caso. —Lo último era la prueba de su sumisión a la familia. Dejó de hablar y esperó a que opinaran.
El abuelo era aún el cabeza de familia titular, pero ya no daba órdenes. Su puesto era honorario y cuestión de costumbre. Pero tenía derecho a comentar el primero, aunque de su viejo cerebro no salieran más que tonterías. Los hombres agachados y las mujeres en pie esperaron a que hablara.
—Eres un buen chico, Al —dijo el abuelo—. Yo solía ser un fanfarrón igual que tú, enseñando los dientes por ahí como un perro lobo. Pero cuando había algo que hacer, lo hacía. Ya estás hecho un hombre, un hombre como es debido —terminó con tono de bendición, y Al se ruborizó ligeramente de satisfacción.
Padre dijo:
—A mí me suena bien. Si se tratara de caballos no tendría que ser Al el único responsable. Pero es el único que entiende de automóviles.
Tom dijo:
—Yo también sé algo. Trabajé en McAlester un poco. Al tiene razón y ha hecho un buen trabajo. —Al se volvió a sonrojar con el cumplido.
Tom prosiguió:
—Me gustaría decir…, ese predicador… quiere acompañarnos. —Calló y sus palabras flotaron sobre el grupo, que permaneció en silencio—. Es un buen hombre —añadió Tom—. Le conocemos desde hace mucho tiempo. A veces dice cosas un tanto estrafalarias, pero no son tonterías. —Dejó que la familia estudiara la propuesta.
La luz iba desapareciendo de forma paulatina. Madre abandonó el grupo y entró en casa, y el sonido metálico del fogón les alcanzó desde dentro. Al cabo de un momento regresó al consejo meditabundo.
El abuelo dijo:
—Hay dos modos de verlo. Algunos pensaban que un predicador traía la peor suerte.
Tom le rebatió:
—Este hombre dice que ya no es predicador.
El abuelo movió la mano de un lado a otro, como desestimando lo anterior.
—Una vez que uno es predicador, sigue siendo predicador. Eso es algo que no se puede evitar. Otros pensaban que ir con un predicador les hacía más respetables. Si uno se moría, el predicador lo enterraba. Si llegaba la hora de casarse, o incluso se pasaba esa hora, ahí estaba el predicador. Llega un niño y ahí tienes quien te lo bautice, bajo tu mismo techo. Yo siempre he dicho que hay predicadores y predicadores. Hay que escogerlos. Este hombre me cae bien. No es un estirado.
Padre clavó el palo en el suelo y lo hizo girar entre los dedos hasta hacer un agujero pequeño.
—Hay que tener otras cosas en cuenta, aparte de si nos traerá suerte o si es un buen hombre —dijo Padre—. Tenemos que estudiarlo cuidadosamente, aunque sea triste. Veamos. Están el abuelo y la abuela, van dos; yo, John y Madre, hacemos cinco, ocho con Noah, Tommy y Al. Rosasharn y Connie suman diez y con Ruthie y Winfield somos doce. Tenemos que llevar a los perros, no podemos hacer otra cosa. No se le puede pegar un tiro a un buen perro y aquí no queda nadie a quien podérselo regalar. Con ellos somos catorce.
—Sin contar las gallinas que quedan y dos cerdos —dijo Noah.
—Creo que los cerdos debemos salarlos para tener comida para el viaje —dijo Padre—. Vamos a necesitar carne y tenemos que llevarnos los barriles de sal. Pero me pregunto si cabremos todos, incluido el predicador. ¿Y podemos alimentar una boca más? —Sin volver la cabeza, preguntó—: ¿Podemos, Madre?
Madre se aclaró la voz.
—No se trata de si podemos, sino de si estamos dispuestos —contestó con firmeza—. Lo que es «poder», no podemos hacer nada, ni ir a California ni ninguna otra cosa; pero lo que queramos hacer…, vamos, que haremos lo que nos propongamos. Y en cuanto a si estamos dispuestos, en todo el tiempo que nuestras familias han estado aquí y también antes, cuando aún vivían en el este, nunca he oído decir que ni los Joad ni los Hazlett negaran comida o refugio o no echaran una mano en el camino a quien lo pidiera. Ha habido algún Joad tacaño, pero nunca ha llegado a tanto.
Padre interrumpió:
—Pero ¿y si no hubiera sitio material? —Había torcido el cuello para mirarla y estaba avergonzado. El tono de voz empleado por ella le había hecho sentir vergüenza—. ¿Y si no cupiéramos todos en el camión?
—Tampoco cabemos ahora —respondió ella—. No hay espacio más que para seis y somos ya doce que vamos seguro. Por uno más…; y un hombre, fuerte y sano, nunca es una carga. Y preguntarnos si podemos alimentar a una persona teniendo dos cerdos y más de cien dólares… —Se detuvo y Padre se volvió, con el espíritu maltrecho por la reprimenda.
La abuela opinó:
—Es buena cosa llevar un predicador con nosotros. Esta mañana nos echó una bonita bendición.
Padre miró el rostro de cada uno para ver si alguno mostraba desacuerdo y luego dijo:
—¿Quieres decirle que venga, Tommy? Si va a venir, debe estar aquí presente.
Tom se puso en pie y se dirigió hacia la casa, llamando:
—Casy, ¡eh!, Casy.
Una voz amortiguada replicó desde la parte trasera de la casa. Tom llegó a la esquina y vio al predicador sentado con la espalda apoyada en la pared mirando el parpadeante lucero vespertino visible en el claro cielo.
—¿Me llamas a mí? —preguntó Casy.
—Sí. Pensamos que, puesto que va usted a venir con nosotros, debe estar allí y ayudarnos a pensar todos los detalles.
Casy se puso en pie. Conocía el modo de gobernarse las familias y sabía que había sido incorporado a ella. Se le dio incluso una posición eminente, pues el tío John se movió hacia un lado y dejó sitio para el predicador entre él mismo y Padre. Casy se acuclilló como los demás, frente al abuelo, entronizado en el estribo.
Madre volvió a entrar en casa. Se oyó el chirrido de la tapa de un farol y la luz amarillenta parpadeó en la oscura cocina. Cuando levantó la tapadera de la enorme olla, el olor de carne de cerdo hirviendo y hojas de remolacha flotó en el aire. Esperaron a que regresara cruzando el patio, cada vez más oscuro, porque Madre era poderosa dentro del grupo.
Padre dijo:
—Tenemos que decidir cuándo nos vamos. Cuanto antes mejor. Lo que hay que hacer antes de partir es matar los cerdos y salarlos, y empaquetar las cosas. Cuanto más deprisa acabemos, mejor.
Noah se mostró de acuerdo:
—Si nos ponemos a ello y trabajamos bien, lo podemos hacer todo mañana y estar listos para salir pasado mañana.
El tío John objetó:
—No se puede enfriar la carne con el calor del día. No es buena época para hacer matanza. La carne se quedará blanda si no podemos enfriarla.
—Bueno, pues lo haremos esta noche. Luego se enfriará un poco la noche. Todo lo fría que puede ser en esta época. Lo haremos después de cenar. ¿Hay sal?
Madre contestó.
—Sí, hay sal en abundancia. Tenemos dos buenos barriles llenos.
—Bien, pues entonces hagámoslo —dijo Tom.
El abuelo comenzó a tantear alrededor intentando encontrar apoyo para levantarse.
—Está oscureciendo —dijo—. Me está entrando hambre. Cuando estemos en California tendré constantemente un gran racimo de uvas en la mano, y estaré dándole mordiscos todo el día. —Se levantó y los hombres le imitaron. Ruthie y Winfield brincaban excitados sobre el polvo, como locos. Ruthie, con la voz ronca, le susurró a Winfield:
—Matar cerdos y partir a California. Matar cerdos y partir…, todo al mismo tiempo.
Winfield estaba completamente enloquecido. Rodeó su cuello con los dedos, hizo una mueca espantosa y se tambaleó al tiempo que chillaba débilmente.
—Soy un cerdo viejo. ¡Mira! Soy un cerdo viejo. ¡Mira la sangre, Ruthie!
Vaciló y cayó al suelo, donde agitó los brazos y las piernas débilmente.
Pero Ruthie era mayor y se daba cuenta de la importancia tremenda del momento.
—Y partir a California —repitió. Y supo que era la ocasión más importante de su vida hasta el momento.
Los adultos fueron hacia la cocina iluminada a través del oscuro crepúsculo, y Madre les sirvió verduras y carne de cerdo en platos de hojalata. Antes de empezar a comer Madre puso el cubo de lavar grande sobre el fogón y atizó el fuego hasta conseguir que ardiera furiosamente. Acarreó cubos de agua hasta llenar el cubo grande y luego agrupó los pequeños alrededor del grande, llenos de agua. La cocina se convirtió en un pantano de calor y la familia comió a toda prisa y fueron saliendo y sentándose a la puerta esperando a que el agua estuviera caliente. Sentados penetraron la oscuridad con la mirada y contemplaron el cuadrado de luz que el farol de la cocina proyectaba sobre el suelo delante de la puerta, con la sombra encorvada del abuelo en el medio. Noah se escarbaba los dientes concienzudamente con una paja de escoba. Madre y Rose of Sharon lavaron los platos y los apilaron en la mesa.
Y entonces, repentinamente, la familia se puso a funcionar. Padre se levantó y encendió otro farol. Noah sacó de una caja de la cocina el cuchillo de carnicero de hoja curvada y lo afiló con una piedra de carborundo, pequeña y gastada. Dejó el rascador sobre el tajo, y el cuchillo junto a él. Padre trajo dos palos fuertes, cada uno de un metro de largo y afiló los extremos con el hacha, y luego ató cuerdas gruesas por el centro de los palos pasando dos veces la cuerda alrededor de éstos y luego alrededor de la propia cuerda sacando el extremo por el lazo.
—No debimos vender las barras de los arneses, al menos no todas —refunfuñó.
El agua de los cubos humeaba y bullía.
Noah preguntó:
—¿Vamos a llevar el agua allí o a traer los cerdos aquí?
—Los cerdos aquí —contestó Padre—. Si se te cae un cerdo no te escaldas como si se te derrama agua hirviendo. ¿Está ya el agua?
—Está casi a punto —dijo Madre.
—Muy bien. Noah, Tom y Al, venid conmigo. Yo llevaré la luz. Vamos a matarlos allí y luego los traeremos para acá.
Noah cogió su cuchillo y Al el hacha, y los cuatro hombres se alejaron hacia la pocilga, sus piernas vibrando a la luz del farol. Ruthie y Winfield se unieron ligeros, saltando como grillos. Al llegar a la pocilga, Padre se inclinó sobre la cerca, sujetando el farol. Los soñolientos cerdos pugnaron por ponerse en pie, gruñendo como si sospecharan. El tío John y el predicador se acercaron para echar una mano.
—Bien —dijo Padre—. Matadlos y luego los llevamos a casa para desangrarlos y escaldarlos.
Noah y Tom saltaron la cerca. Los mataron deprisa y con eficacia. Tom golpeó dos veces con la cabeza sin afilar del hacha, y Noah, agachado sobre los cerdos caídos, encontró la arteria principal con su cuchillo curvo y desató ríos de sangre que aún latía. Luego se llevaron a los cerdos que soltaban chillidos agudos. El predicador y el tío John arrastraron a uno tirando de las patas traseras, Tom y Noah llevaron el otro. Padre caminaba a su lado con el farol y la negra sangre dejaba dos regueros en el polvo. Ya en la casa, Noah deslizó el cuchillo entre el tendón y el hueso de las patas traseras; los palos afilados sujetaron las patas separadas y los cuerpos fueron colgados de las vigas que sobresalían de la casa. Entonces los hombres acarrearon el agua hirviente y la dejaron caer encima de los negros cuerpos. Noah abrió los cerdos en canal y tiró las entrañas al suelo. Padre afiló otros dos palos para mantener los cuerpos abiertos al aire, mientras Tom con un cepillo duro y Madre con un cuchillo romo raspaban la piel para arrancar las cerdas. Al acercó un cubo, metió dentro las entrañas, y lo vació en el suelo, lejos de la casa, y dos gatos le fueron siguiendo, maullando escandalosamente, y los perros siguieron a los gatos gruñendo suavemente.
Padre se sentó en el umbral y miró los cerdos colgando a la luz del farol. La piel estaba limpia y sólo alguna gota de sangre caía de cuando en cuando de los cuerpos a la negra laguna que se había formado en el suelo. Padre se puso de pie, se acercó a los cerdos y los tocó con la mano, y luego se volvió a sentar. El abuelo y la abuela se fueron al granero a dormir, el abuelo con una vela en la mano. Los demás se sentaron en silencio a la entrada, Connie, Al y Tom en el suelo, con la espalda apoyada en la pared de la casa, el tío John en una caja, Padre en la puerta. Sólo Madre y Rose of Sharon continuaron en movimiento. Ruthie y Winfield luchaban ya contra el sueño, peleándose soñolientos en la oscuridad. Noah y el predicador se acuclillaron uno al lado del otro, frente a la casa. Padre se rascó nerviosamente, se quitó el sombrero y pasó los dedos entre el pelo.
—Mañana salamos el cerdo temprano, luego cargamos el camión, excepto las camas y podemos partir a la mañana siguiente. Apenas es trabajo ni para un día —dijo, inquieto.
Tom interrumpió:
—Vamos a estar todo el día dando vueltas, buscando algo que hacer. —El grupo se removió con desasosiego—. Podríamos acabar de hacer lo que nos falta al amanecer y salir sin más —sugirió Tom. Padre se frotó la rodilla con la mano. La inquietud les invadió a todos.
Noah dijo:
—Seguramente a esa carne no le vendría mal que la saláramos ahora mismo. Si la cortamos se enfriará más rápido de todas maneras.
Fue el tío John el que estalló, sin poder soportar más la tensión.
—¿Y a qué esperamos? Quiero acabar con esto cuanto antes. Si estamos a punto de irnos, ¿por qué no nos vamos ya?
La reacción se extendió al resto de la familia.
—¿Por qué no nos vamos? Podemos dormir en el camino. —Un sentimiento de urgencia les invadió.
Padre dijo:
—Dicen que son dos mil millas. Eso es un montón de carretera. Debemos partir. Noah, tú y yo podemos cortar esa carne y poner todos los trastos en el camión.
Madre asomó la cabeza por la puerta.
—¿Y si nos olvidamos algo que no veamos en esta oscuridad?
—Podemos echar una última ojeada en cuanto amanezca —dijo Noah.
Permanecieron sentados e inmóviles, pensando en ello. Pero al momento Noah se puso en pie y comenzó a afilar el cuchillo de hoja curva en la piedra pequeña y gastada.
—Madre —llamó—, despeja la mesa. —Se acercó a un cerdo, hizo un corte hacia abajo a un lado del espinazo y empezó a despegar carne hacia adelante, separándola de las costillas.
Padre se levantó excitado.
—Hemos de poner toda la carga junta —dijo—. Venga, vamos a movernos.
Ahora que se habían decidido a marchar, se sentían invadidos de esa sensación de premura. Noah llevaba las tajadas de carne a la cocina y la cortaba en tacos pequeños para salarla. Madre los cubría de sal gorda y los colocaba pieza a pieza en los barriles, con cuidado de que una pieza no tocara a ninguna otra. Colocaba las tajadas como si fueran ladrillos y llenaba de sal los huecos entre una y otra. Noah cortó la carne de los lados y de las patas. Madre cuidó que el fuego siguiera ardiendo y, mientras Noah limpiaba las costillas, el espinazo y los huesos de las patas de carne, ella los metió en el horno para que se asaran y comerlos.
En el patio y en el granero, los círculos de luz de los faroles se movían de aquí para allá, mientras los hombres ponían juntas todas las cosas que pensaban llevar y las apilaban junto al camión. Rose of Sharon sacó toda la ropa de la familia, los monos, zapatos de suela gruesa, botas de goma, gastados vestidos de domingo, jerseys y pellizas. Empaquetó todo bien apretado en una caja de madera, se subió encima de ella y apisonó todo con fuerza. Entonces sacó los vestidos estampados y chales, las medias negras de algodón y la ropa de los niños —pequeños petos y vestidos estampados baratos—, metió todo en la caja y la volvió a apisonar.
Tom se dirigió al cobertizo de herramientas y volvió con las que quedaban, una sierra manual, un juego de llaves inglesas, un martillo, una caja de clavos de distintos tamaños, un par de alicates, una lima plana y un juego de limas de cola de rata.
Y Rose of Sharon sacó la gran pieza de tela encerada y la extendió en el suelo, detrás del camión. Luchó con los colchones para sacarlos por la puerta, tres colchones dobles y uno pequeño. Los amontonó sobre la tela y luego trajo montones de raídas mantas, dobladas, y las puso encima.
Madre y Noah estaban muy atareados con los cadáveres; de la cocina salía el olor a huesos de cerdo asándose. Los niños habían sucumbido al sueño. Winfield yacía encogido sobre el polvo a la puerta de la casa; y Ruthie, sentada en una caja en la cocina, donde había ido a observar la carnicería, apoyaba la cabeza en la pared. Respiraba con tranquilidad en el sueño y sus labios se abrían sobre los dientes. Tom terminó con las herramientas y entró en la cocina con el farol, seguido del predicador.
—¡Santo Cielo! —dijo Tom—. ¡Cómo huele esa carne! Y hay que ver cómo cruje.
Madre metió los ladrillos de carne en un barril, puso sal alrededor y por encima de ellos y cubrió toda la capa con sal apelmazada. Levantó la vista hacia Tom y le dedicó una ligera sonrisa, pero sus ojos estaban serios y cansados.
—Os gustará tener huesos de cerdo para desayunar —dijo.
El predicador se puso a su lado.
—Déjeme salar esta carne —dijo—. Yo sé hacerlo. Usted tiene otras cosas que hacer.
Ella interrumpió su trabajo y le inspeccionó con extrañeza, como si le hubiera sugerido algo raro. Sus manos estaban cubiertas con una costra de sal, y de color rosa, teñidas por el fluido del cerdo fresco.
—Es trabajo de mujeres —replicó finalmente.
—Es trabajo —arguyó el predicador—. Hay demasiado trabajo como para dividirlo en trabajo para mujeres y para hombres. Usted tiene mucho que hacer. Deje que yo sale la carne.
Aún le volvió a mirar un momento y luego pasó agua de un cubo a la jofaina de hojalata y se lavó las manos. El predicador cogió lonchas de carne y las saló mientras ella le observaba. Las colocó en el barril igual que ella había hecho. Solamente cuando hubo acabado una capa y la hubo cubierto cuidadosamente de sal, se dio ella por satisfecha. Se secó las manos descoloridas e hinchadas.
Tom dijo:
—Madre, ¿qué nos vamos a llevar de aquí?
Ella miró con rapidez por la cocina.
—El cubo —respondió—. Todo lo que sirve para comer: platos, tazas, cucharas, tenedores y cuchillos. Mételos todos en ese cajón y llévatelo. La sartén y la olla grandes, la cafetera. Cuando se enfríe, coge la parrilla del horno. Es útil para una hoguera. Me gustaría llevar el cubo grande de lavar, pero no creo que haya sitio. Lavaré la ropa en un cubo normal. Los cacharros pequeños no son útiles. Se puede cocinar poca cantidad en una olla grande, pero no al revés. Coge las bandejas de hacer el pan, todas. Se meten unas dentro de las otras. —Volvió a mirar por la cocina—. Llévate esas cosas que te he dicho, Tom. Yo prepararé lo demás, la lata grande de pimienta, la sal, la nuez moscada y el rallador. Esas cosas no las sacaré hasta el último momento. —Cogió un farol y caminó pesadamente hacia el dormitorio y sus pies descalzos no hicieron ningún ruido en el suelo.
El predicador comentó:
—Parece cansada.
—Las mujeres están siempre cansadas —dijo Tom—. Las mujeres son así, excepto alguna vez que hay reunión.
—Ya, pero quiero decir más cansada de lo normal. Cansada de verdad, como si estuviera enferma de cansancio.
Madre acababa de llegar a la puerta y oyó sus palabras. Lentamente, las líneas desaparecieron y su rostro musculoso y tenso se relajó y recuperó su expresión habitual de serenidad. Los ojos volvieron a brillar y los hombros se enderezaron. Echó un vistazo a la habitación desnuda, en la que no quedaba sino basura. Los colchones que habían ocupado el piso ya no estaban. Las cómodas se habían vendido. En el piso yacían un peine roto, un bote vacío de polvos de talco y unas pocas pelusas. Madre dejó el farol en el suelo. Alargó la mano por detrás de una de las cajas que habían servido de silla y sacó una caja de cartas, vieja, sucia y estropeada por las esquinas. Se sentó y la abrió. Dentro había cartas, recortes, fotografías, unos pendientes, un anillo de sello, de oro, y una cadena de reloj de cabello trenzado con eslabones de oro. Rozó las cartas con los dedos, delicadamente, y alisó un recorte de periódico que contenía la información sobre el juicio de Tom. Durante largo rato sostuvo la caja, mirando más allá de ella, desordenando las cartas con los dedos y volviéndolas a amontonar con esmero. Se mordía el labio inferior mientras pensaba y recordaba. Al final tomó una decisión. Sacó el anillo, la cadena del reloj, los pendientes, escarbó bajo el montón y encontró un gemelo de oro. Sacó una carta de su sobre y guardó en él las baratijas. Luego dobló el sobre y se lo metió en el bolsillo del vestido. Entonces, con mucho cuidado, tiernamente, cerró la caja y alisó la tapa con los dedos. Abrió un poco los labios. Después se levantó, agarró el farol y volvió a la cocina. Levantó la tapa del fogón y dejó la caja con delicadeza entre las brasas. El calor tiñó el papel de color marrón en un instante. Una llama creció y cubrió la caja. Dejó caer la tapa y al momento el fuego suspiró y envolvió la caja con su aliento.
Afuera, en el patio oscuro, trabajando a la luz del farol, Padre y Al cargaban el camión. Las herramientas al fondo, pero fáciles de encontrar en caso de avería. Seguidamente las cajas de ropa y los utensilios de cocina dentro de un saco de arpillera; los cubiertos y los platos en su caja. Después el cubo de galón atado detrás. Dispusieron el fondo de la carga tan regularmente como les fue posible y rellenaron los huecos entre las cajas con mantas enrolladas. Luego colocaron los colchones encima, cargando el camión en capas. Por último extendieron la tela encerada sobre la carga y Al practicó pequeños agujeros en el borde, separados unos sesenta centímetros, insertó cuerdas y las ató a los listones laterales del camión.
—Y si llueve —dijo—, la atamos a la barra más alta y los que vayan detrás se pueden refugiar debajo, y no mojarse. Los que vayamos delante no tendremos problema de todas formas.
Padre aplaudió:
—Qué buena idea.
—Pues eso no es todo —continuó Al—. En cuanto encuentre una planta alta, voy a hacer una especie de viga y a colocar la lona por encima, de forma que quede cubierto y los de detrás también puedan protegerse del sol.
—Es buena idea —asintió Padre—. ¿Por qué no lo pensaste antes?
—No he tenido tiempo —replicó Al.
—¿Que no has tenido tiempo? Pues sí lo tuviste para ir por ahí como un coyote en celo. Sabe Dios dónde habrás estado las dos últimas semanas.
—Ocupado en cosas que uno debe hacer antes de marchar —respondió Al. Y entonces perdió parte de su aplomo—. Padre —preguntó—, ¿te alegras de que nos vayamos?
—¿Eh? Bueno…, sí, claro. Por lo menos… sí. Aquí lo hemos pasado mal. Por supuesto que en California va a ser otra cosa: trabajo abundante, todo cubierto de verde y casitas blancas rodeadas de naranjos.
—¿Hay naranjos por todas partes?
—Quizá no haya por todas partes, pero sí en muchos lugares.
El primer brillo gris del amanecer apareció en el cielo. Todo estaba listo: los barriles de carne preparados, el gallinero listo para colocarlo encima de todo. Madre abrió el horno y sacó el montón de huesos asados, crujientes y de color marrón, con bastante carne adherida para mascar. Ruthie despertó a medias, resbaló de la caja y volvió a dormir. Pero los adultos, de pie en la puerta y temblando levemente, royeron la carne crujiente.
—Creo que deberíamos despertar a los abuelos —dijo Tom—. Falta poco para que se haga de día.
—Mejor esperar al último momento —dijo Madre—. Necesitan descansar. Ruthie y Winfield apenas han dormido como es debido tampoco.
—Bueno, pueden dormir todos encima de la carga —sugirió Padre—. Seguro que están cómodos ahí.
De pronto los perros se incorporaron y escucharon atentos; y luego, con un rugido, echaron a correr ladrando en la oscuridad.
—¿Qué demonios pasa ahora? —dijo Padre.
Al cabo de un momento pudieron oír una voz hablando tranquilizadora a los perros que ladraban y los ladridos perdieron fiereza. Luego oyeron pasos y un hombre acercándose. Era Muley Graves, con el sombrero calado hondo.
Se aproximó con timidez.
—Buenos días —saludó.
—Pero si es Muley. —Padre saludó moviendo el hueso de jamón que sostenía—. Entra y come un poco, Muley.
—No, no —protestó Muley—. No tengo demasiada hambre.
—Vamos, Muley, coge algo. Aquí tienes. —Padre entró en la casa y salió con un puñado de costillas.
—No he venido a comerme vuestra comida —dijo—. Andaba por ahí y pensé que os marchabais y que podía venir a despediros.
—Nos vamos dentro de un rato —dijo Padre—. Si llegas a venir una hora más tarde, ya no nos encuentras. Ya está todo el equipaje listo…, ¿ves?
—Todo empaquetado. —Muley miró el camión cargado—. A veces me dan ganas de partir y buscar a mi familia.
Madre preguntó:
—¿Tienes alguna noticia suya desde California?
—No —respondió Muley—. No he oído nada. Pero tampoco he ido a mirar a la oficina de correos. Debería acercarme por allí en algún momento.
Padre dijo:
—Al, ve a despertar a los abuelos. Diles que vengan a comer. No tardaremos mucho en irnos.
Y mientras Al se alejaba con tranquilidad hacia el granero:
—Muley, ¿quieres apretarte un poco y venir con nosotros? Si quieres te hacemos sitio.
Muley arrancó un pedazo de carne del borde de una costilla y lo masticó.
—A veces pienso que sí. Pero sé que no voy a ir —contestó—. Sé perfectamente que en el último minuto echaría a correr y me escondería como un maldito fantasma de cementerio.
Noah dijo:
—Algún día te vas a morir por ahí, en campo abierto, Muley.
—Lo sé. He pensado en ello. A veces me da una enorme sensación de soledad, otras no me parece tan malo y otras incluso creo que es bonito. La verdad es que me da lo mismo. Pero si os encontráis con mi familia —es lo que vine a deciros en realidad— si os tropezáis con ellos en California, decidles que me reuniré con ellos tan pronto como consiga el dinero.
—¿Lo harás? —preguntó Madre.
—No —respondió Muley, quedamente—. No lo haré. No soy capaz de marchar. He de quedarme. Hace algún tiempo habría podido irme, pero ahora ya no. Uno se pone a pensar y se da cuenta de las cosas. Yo no me iré nunca.
La luz de la aurora ya era un poco más brillante y hacía palidecer la luz de los faroles. Al regresó con el abuelo luchando y cojeando a su lado.
—No dormía —dijo Al—. Estaba sentado en la parte trasera del granero. Le pasa algo.
Los ojos del abuelo habían perdido viveza y en ellos no quedaba ni rastro de la antigua malicia.
—No me pasa nada —dijo—, lo único es que yo no me marcho.
—¿Cómo que no? —exigió Padre—. ¿Qué quieres decir con eso de que no te marchas? Pero si ya tenemos todo preparado. Debemos partir. Aquí no tenemos dónde estar.
—No digo que os quedéis —explicó el abuelo—. Vosotros debéis iros. Pero yo me quedo. He estado pensando casi toda la noche. Ésta es mi región y yo debo estar aquí. Me importa un comino que allá haya uvas y naranjas para dar y vender. Yo no voy. Esta tierra no vale nada, pero es la mía. No, vosotros marchad. Yo me quedo aquí en mi sitio.
Se agruparon a su alrededor. Padre dijo:
—No es posible, abuelo. Dentro de nada los tractores pasarán por estas tierras. ¿Quién va a cocinar para ti? ¿Cómo vivirás? No te puedes quedar. Te morirás de hambre si no tienes a alguien que te cuide.
El abuelo exclamó:
—Maldita sea, soy viejo pero aún puedo cuidar de mí mismo. ¿Cómo se las arregla Muley? Yo lo puedo hacer tan bien como él. Te digo que no voy, ya te puedes ir haciendo a la idea. Llévate a la abuela si quieres, pero yo no voy, y punto.
Padre intentó en vano convencerle:
—Abuelo, escúchame un momento. Nada más que un minuto.
—No voy a escuchar. Ya te he dicho lo que pienso hacer.
Tom tocó a su padre en el hombro.
—Padre, ven a casa. Quiero decirte una cosa. —Conforme se acercaban a casa, llamó:
—Madre, ven un momento, ¿quieres?
En la cocina ardía un farol y aún quedaba un montón grande de huesos de cerdo en el plato. Tom dijo:
—Mirad, el abuelo tiene derecho a decir que no viene, pero no le podemos dejar quedarse. Estamos de acuerdo, ¿no?
—Claro que no puede quedarse —dijo Padre.
—Bueno, mira. Si tenemos que cogerlo y atarlo, podríamos hacerle daño y se pondrá además tan furioso que se hará daño él mismo. No podemos discutir con él; pero si conseguimos que se emborrache, no habrá problema. ¿Tenemos whisky?
—No —contestó Padre—. No hay ni una gota de whisky en casa. Y John tampoco tiene. Nunca tiene cuando no está bebiendo.
—Tom, tengo media botella de jarabe que compré para Winfield cuando le dio dolor de oído —dijo Madre—. ¿Crees que puede servir? A Winfield le dormía cuando tenía mucho dolor.
—Podría ser —dijo Tom—. Sácalo. Podemos intentarlo, de cualquier forma.
—Lo tiré en el montón de basura —recordó Madre. Cogió el farol y salió y enseguida volvió a entrar con una botella medio llena de medicina negra.
Tom la cogió y la probó.
—No sabe mal —dijo—. Haz una taza de café negro, muy cargado. Vamos a ver…, dice una cucharadita. Mejor será poner una buena cantidad, dos cucharadas soperas.
Madre abrió el fogón y puso agua a calentar, al lado de las brasas, y midió el café.
—Se lo tendré que dar en una lata —dijo—. Todas las tazas están ya guardadas.
Tom y su padre salieron.
—Uno tiene derecho a decir lo que quiere hacer. ¿Quién está comiendo costillas? —dijo el abuelo.
—Ya hemos comido —dijo Tom—. Madre te está preparando una taza de café y algo de carne.
Entró en la casa, se bebió el café y comió la carne. El grupo le observó silenciosamente a través de la puerta, a la luz del alba. Vieron cómo bostezaba y se tambaleaba y luego ponía los brazos en la mesa, descansaba la cabeza en los brazos y se dormía.
—En cualquier caso estaba cansado —dijo Tom—. Dejémosle que duerma.
Ahora ya estaban preparados. La abuela, aturdida y confusa, preguntó:
—¿Qué es esto? ¿Qué hacéis, tan temprano? —pero estaba vestida y dispuesta a colaborar. Y Ruthie y Winfield estaban despiertos, pero callados con la tensión del cansancio y aún como si estuvieran soñando. La luz tamizaba los campos. El movimiento de la familia se detuvo. Se mostraban reacios a dar el primer paso para ponerse en marcha. Estaban asustados, ahora que había llegado el momento…, de la misma forma que estaba asustado el abuelo. Vieron cómo el cobertizo se perfilaba contra la luz y los faroles palidecían hasta dejar de proyectar los círculos de luz amarillenta. Las estrellas iban desapareciendo, poco a poco, hacia el oeste. Y todavía se quedaron parados, como sonámbulos, los ojos enfocados para abarcar una vista panorámica, sin fijarse en los detalles, contemplando la aurora, el conjunto de los campos, la disposición de todo el entorno de una vez.
Sólo Muley Graves rondaba inquieto, mirando en el interior del camión a través de los listones, aporreando las ruedas de repuesto que colgaban de la parte trasera del camión. Por fin se acercó a Tom.
—¿Vas a cruzar la frontera del estado? —preguntó—. ¿Vas a violar la libertad bajo palabra?
Y Tom se estremeció para librarse del entumecimiento.
¡Dios!, el sol está a punto de salir —dijo en voz alta—. Tenemos que ponernos en movimiento. —Los demás salieron de su letargo y fueron hacia el camión.
—Venga —animó Tom—. Vamos a subir al abuelo.
Padre, el tío John, Tom y Al entraron en la cocina, donde dormía el abuelo con la frente apoyada en los brazos; en la mesa quedó una línea de café a medio secar. Le cogieron por debajo de los codos y le pusieron en pie, él gruñó y juró con la lengua espesa, igual que un borracho. Le fueron empujando y al llegar al camión, Tom y Al subieron e, inclinándose, lo levantaron con suavidad cogiéndolo por los sobacos y lo tumbaron encima de la carga. Al desató la lona, lo movieron hasta que estuvo debajo y pusieron una caja bajo la lona a su lado para que el peso de la lona no se apoyara en él.
—Tengo que preparar eso de la viga —dijo Al—. Lo haré esta noche cuando paremos —el abuelo gruñó y se removió débilmente a punto de despertar y cuando finalmente se tranquilizó volvió a hundirse en un sueño profundo.
Padre dijo:
—Madre, tú y la abuela sentaos delante con Al un rato. Iremos turnándonos para que no sea tan pesado, pero empezad vosotras.
Ellas se metieron en la cabina, y los demás se apelotonaron encima de la carga, Connie y Rose of Sharon, Padre y el tío John, Ruthie y Winfield, Tom y el predicador. Noah permaneció en tierra, contemplando la enorme carga que hacían ellos en lo alto del camión.
Al caminó alrededor, examinando las ballestas.
¡Dios mío! —exclamó—. Esas ballestas están completamente planas. Menos mal que las he bloqueado.
—¿Qué pasa con los perros, Padre? —dijo Noah.
—Me había olvidado —dijo Padre. Soltó un silbido estridente y un perro se acercó corriendo, pero sólo uno. Noah lo cogió y lo colocó arriba, donde el perro se sentó rígido y tembloroso, asustado por la altura.
—Tendremos que dejar los otros dos —decidió Padre—. Muley, ¿te ocuparás de ellos? ¿Cuidarás de que no se mueran de hambre?
—Sí —dijo Muley—. Estará bien tener un par de perros. Sí. Me los quedo.
—Quédate también con las gallinas —dijo Padre.
Al se encaramó al asiento del conductor. El motor de arranque zumbó, encendió y volvió a ronronear. Luego flotó el rugido de los seis cilindros y un humo azul por detrás.
—Adiós, Muley —gritó Al.
Y la familia gritó:
—Adiós, Muley.
Al metió la primera y soltó el embrague. El camión se estremeció y avanzó con esfuerzo por el patio. Y metió la segunda. Subieron reptando por la loma y el polvo rojo se levantó a su alrededor.
—¡Dios, vaya carga! —dijo Al—. En este viaje no vamos a marcar un récord de velocidad.
Madre trató de mirar atrás, pero la carga se lo impidió. Enderezó la cabeza y dirigió la vista hacia adelante, a la carretera de tierra. Y un enorme cansancio se reflejó en sus ojos.
Los que iban encima de la carga sí volvieron la vista atrás. Vieron la casa, el granero, y un poco de humo que aún salía por la chimenea. Vieron cómo las ventanas se teñían de rojo con la primera chispa de color del sol. Vieron a Muley, de pie, con aire de desamparo, mirando desde el patio cómo se alejaban. Y entonces la colina les cortó la visión. Los campos de algodón flanqueaban la carretera. Y el camión avanzó lentamente a través del polvo, hacia la carretera y hacia el oeste.