Capítulo IX

EN LAS PEQUEÑAS casas los arrendatarios seleccionaron entre sus pertenencias, y entre las de sus padres y sus abuelos. Escogieron entre ellas para su viaje hacia el oeste. Los hombres eran implacables porque el pasado se había echado a perder, pero las mujeres sabían que el pasado les llamaría en días venideros. Los hombres se ocuparon de los graneros y los cobertizos.

El arado, la grada, ¿recuerdas cuando plantamos mostaza durante la guerra? ¿Recuerdas aquel tipo que quería que plantásemos ese arbusto de goma que llaman guayule? Os haréis ricos, dijo. Saca esas herramientas, nos darán por ellas unos cuantos dólares. Dieciocho dólares costó el arado, más el flete… Sears Roebuck.

Arreos, carros, sembradoras, esas azadas. Sácalas. Apílalos. Cárgalos en el carro. Llévalos a la ciudad. Véndelos por lo que te den. Vende también el carro y el tiro. Ya no nos van a servir.

Cincuenta centavos no es suficiente por un buen arado. Esa sembradora me costó treinta y ocho dólares. Dos dólares no es bastante. No podemos volvernos con todo… Bueno, quédeselo y quédese otro poco de amargura con ello. Quédese la bomba y el arnés. Quédese con los ronzales, los collares, los arneses y los tiradores. Quédese también los pequeños objetos de bisutería, rosas rojas bajo el cristal. Los compré para el bayo castrado. ¿Recuerdas cómo levantaba los cascos al trotar? Chatarra acumulada en un patio.

Ya no puedo vender un arado de mano. Le doy cincuenta centavos por el peso del metal. Ahora interesan los discos y los tractores.

Bueno, cójalo todo, toda la chatarra y deme cinco dólares. No compra sólo desperdicios, está comprando vidas desperdiciadas. Aún más, ya lo verá, está comprando amargura. Comprando un arado que pasará por encima de sus propios hijos, y los brazos y las almas que le podrían haber salvado. Cinco dólares, no cuatro. No puedo llevármelo todo otra vez… Bueno, quédeselo por cuatro. Pero le advierto que está comprando algo que pasará sobre sus hijos. Y usted no se da cuenta. No puede verlo. Tómelo por cuatro. ¿Qué me da por el carro y el tiro? Esos hermosos bayos están conjuntados, en color y en la forma de andar, paso a paso. En el tirón, tensando grupas, sincronizados al segundo. Y por la mañana, cuando les da la luz, bayos de color claro. Miran por encima de la cerca mientras huelen el aire buscándonos, y las orejas tiesas se giran para oírnos, ¡y esas crines negras! Yo tengo una niña a la que le gusta trenzarles las crines y las guedejas y ponerles lacitos rojos. Le gusta hacerlo. Pero ya no lo hará más. Le podría contar cierta divertida historia de esa niña y el bayo de allí. Le haría gracia. El caballo de allí tiene ocho años y éste de aquí diez, pero por la forma de trabajar juntos que tienen podrían haber sido potros gemelos. ¿Ve? Los dientes. Todos en buen estado. Pulmones hondos. Cascos finos y limpios. ¿Cuánto? ¿Diez dólares? ¿Por los dos? Y el carro… ¡Por Dios santo! Antes los mato y que sean comida para perros. ¡Bueno, cójalos! Quédeselos deprisa. Está comprando una niñita trenzando guedejas, quitándose la cinta del pelo para hacer lazos, de pie, con la cabeza ladeada, frotando los suaves belfos con la mejilla. Está comprando años de trabajo, de esfuerzo bajo el sol; está comprando una pena que no puede hablar. Pero espere y verá. Con este montón de chatarra y estos bayos, tan bonitos, va una prima, un paquete de amargura que crecerá en su casa y florecerá algún día. Le podíamos haber salvado, pero usted nos ha derribado, y pronto usted será derribado y no quedará ninguno de nosotros para salvarle.

Y los arrendatarios regresaron caminando, con las manos en los bolsillos y los sombreros calados hondos. Algunos compraban una pinta de licor y la bebían deprisa para recibir un impacto fuerte que les aturdiera. Pero no reían, ni bailaban. No cantaban ni cogían la guitarra. Caminaron de vuelta a las granjas, las manos en los bolsillos y la cabeza gacha, levantando el polvo rojo con los zapatos.

Tal vez podamos volver a empezar en la nueva tierra rica, en California, donde crece la fruta. Volveremos a empezar.

Pero tú no puedes empezar. Eso sólo lo puede hacer un bebé. Tú y yo… pero si somos lo que ha pasado. La ira de un momento, mil imágenes, eso somos nosotros. Somos esta tierra, esta tierra roja; y somos los años de inundación, y los de polvo y los de sequía. No podemos empezar otra vez. La amargura que le vendimos al chatarrero… sí que la tiene, pero nos queda todavía. Y cuando los hombres de los propietarios nos dijeron que nos fuéramos, eso somos nosotros; y cuando el tractor derribó la casa, eso somos hasta que muramos. A California o a cualquier parte… cada uno será el director de su propio desfile de dolor y agravios, marcharemos con nuestra amargura. Y un día los ejércitos de amargura desfilarán todos en la misma dirección. Caminarán todos juntos y de ellos emanará el terror de la muerte.

Los arrendatarios volvieron a las granjas arrastrando los pies entre el polvo rojo.

Cuando todo lo que podía venderse se hubo vendido, los fogones y armazones de camas, sillas y mesas, pequeños armarios rinconeras, bañeras y cisternas, aún quedaron montones de cosas; las mujeres se sentaron entre ellas, dándoles vueltas, mirando lejos y volviendo la vista a ellas, cuadros, vasos, aquí hay un jarrón.

Mira, sabes muy bien lo que podemos y no podemos llevar. Vamos a ir acampando: algunos recipientes para cocinas y lavar, y colchones y edredones, faroles y cubos, y un trozo de lona. Lo usaremos como tienda de campaña. Esa lata de queroseno. ¿Sabes lo que es eso? Es la cocina. Y la ropa…, coge toda la ropa. Y… ¿el rifle? No me iría sin el rifle. Cuando ya no tengamos zapatos, ropa y comida, cuando no nos quede ni esperanza, aún tendremos el rifle. Cuando el abuelo llegó —¿te lo he contado?— tenía pimienta, sal y un rifle. Nada más. Eso nos lo llevamos. Y una botella para el agua. Con eso más o menos tenemos todo lo que podemos llevar. Apilado en los lados del remolque, los niños se pueden sentar en el remolque y la abuela en un colchón. Herramientas, una pala y una sierra, llave inglesa y alicates. También un hacha. Hemos tenido esta hacha cuarenta años. Mira lo gastada que está. Y cuerdas, por supuesto. ¿Lo demás? Déjalo… o quémalo.

Y vinieron los niños.

Si Mary se lleva esa muñeca, esa asquerosa muñeca de trapo, yo me tengo que llevar mi arco indio. Lo tengo que llevar. Y este palo redondo, que es tan grande como yo. Podría necesitarlo. Lo tengo hace mucho tiempo, un mes o puede que un año. Me lo tengo que llevar. ¿Y cómo es California?

Las mujeres se sentaron entre las cosas descartadas, dándoles vueltas, mirando a lo lejos y de nuevo a sus cosas. Este libro. Era de mi padre. A él le gustaba tener un libro. El progreso del peregrino. Solía leerlo. Puso su nombre en él. Y su pipa… sigue oliendo a rancio. Y este cuadro… un ángel. Yo solía mirarlo antes de que llegaran los tres primeros…, parece que no me sirvió de gran cosa. ¿Crees que podríamos meter este perro de porcelana? Lo trajo la tía Sadie de la feria de San Luis. ¿Ves? Escrito en el mismo perro. No, creo que no. Aquí hay una carta que escribió mi hermano el día antes de morir. Aquí un sombrero antiguo. Estas plumas… nunca llegué a usarlas. No, no hay sitio. ¿Cómo podremos vivir sin nuestras vidas? ¿Cómo sabremos que somos nosotros si no tenemos pasado? No. Déjalo. Quémalo.

Sentadas miraron las cosas y se las grabaron a fuego en la memoria. ¿Cómo será no saber qué tierra hay tras la puerta? ¿Cómo será despertar por la noche y saber… saber que el sauce no está allí?, ¿puedes vivir sin el sauce? No, no puedes. El sauce eres tú. El dolor de ese colchón…, ese dolor espantoso…, eso eres tú.

Y los niños… Si Sam se lleva el arco indio y el palo largo yo me tengo que llevar dos cosas. Escojo el almohadón de plumas. Es mío.

De pronto estaban nerviosos. Hemos de irnos ya, rápidamente. No podemos esperar. Y amontonaron sus bienes en los patios y les prendieron fuego. En pie contemplaron cómo ardían, y luego cargaron frenéticos los coches y se marcharon, entre el polvo. El polvo permaneció suspendido en el aire mucho después de que los vehículos hubiesen pasado.