Capítulo VIII

EN EL CIELO, gris entre las estrellas, brillaba una pálida luna tardía en cuarto creciente, etérea y fina. Tom Joad y el predicador caminaban rápidamente por un camino abierto por las huellas de ruedas y de tractores a través de un campo de algodón. Solamente el desigual cielo mostraba la llegada de la aurora, marcando el horizonte en el este con una línea inexistente en el oeste. Los dos hombres avanzaron en silencio oliendo el polvo que sus pasos levantaban en el aire.

—Espero que estés completamente seguro del camino —dijo Jim Casy—. Me haría poca gracia que al amanecer nos encontráramos perdidos y yendo en dirección equivocada.

El campo de algodón vibraba con la vida que despertaba, con el veloz aleteo de pájaros mañaneros buscando alimento en la tierra y el correteo sobre los terrones de conejos a los que alborotaban a su paso. El golpeteo sordo de los pies de los hombres en el polvo, el crujido de la tierra bajo sus zapatos resonaban entre los ruidos secretos del alba.

Tom dijo:

—Podría llegar con los ojos cerrados. La única forma de que me equivoque es si me pongo a pensar demasiado en el camino. Deje de pensar en él y llegaremos sin problemas. Hombre, por Dios, yo nací aquí y corrí por aquí de pequeño. Allí hay un árbol, mire, ya se distingue. Una vez mi padre colgó de ese árbol un coyote muerto. Estuvo colgando hasta que se fundió, o algo así, y cayó al suelo. Se quedó como seco. Espero que Madre esté cocinando algo. Tengo el estómago encogido.

—Yo también —afirmó Casy—. ¿Quieres mascar un poco de tabaco? Ayuda a engañar algo el hambre. Habría sido mejor no salir tan temprano. Se hace mejor si hay luz —se interrumpió para morder un trozo de tabaco—. Estaba bien a gusto durmiendo.

—Ha sido culpa del chiflado de Muley —se disculpó Tom—. Me ha puesto nervioso. Me despierta y me dice: «Adiós, Tom. Yo ya me voy. Tengo que ir a varios sitios. Mejor será que vosotros os pongáis también en camino; así estaréis lejos de esta tierra cuando amanezca». Se está volviendo más loco que una cabra, viviendo de esa manera. Cualquiera diría que le persiguieran los indios. ¿Cree que está loco?

—La verdad es que no lo sé. Ya viste venir aquel coche cuando estábamos en la hoguera, anoche, y lo destrozada que está la casa. Aquí está pasando algo muy desagradable. Pero, desde luego, Muley está loco: arrastrándose por ahí como un coyote es imposible que no le dé la chaladura. Seguro que dentro de poco mata a alguien y le echan los perros. Lo estoy viendo igual que una profecía. Cada vez va a estar peor. ¿Dices que no quiso acompañarnos?

—No —dijo Joad—. Creo que ahora le asusta ver gente. Me extraña que se acercara a nosotros. Estaremos en casa del tío John a la salida del sol.

Caminaron un rato en silencio mientras los últimos búhos rezagados volaban hacia los graneros, los árboles huecos y los depósitos de agua para esconderse de la luz del día. El cielo aclaró por el este y las plantas de algodón y la tierra gris se hicieron visibles.

—No logro imaginarme cómo pueden estar todos durmiendo en casa del tío John. No había más que una habitación, un cobertizo que hacía de cocina y un granero diminuto. Ahora deben ser una multitud.

El predicador dijo:

—No recuerdo que John tuviera familia. Está solo, ¿no? No recuerdo gran cosa de él.

—Es el hombre más solitario del mundo —respondió Joad—. También está bastante chiflado, algo así como Muley, sólo que en algunas cosas peor. Se le veía por todas partes: en Shawnee, borracho, o visitando a una viuda que vivía a veinte millas de distancia, o trabajando en su tierra a la luz de un farol. Como una cabra. Todo el mundo pensaba que no viviría mucho tiempo. Un hombre así, tan solo, no dura demasiado. Pero el tío John es mayor que Padre. Lo único es que cada año está más flaco y es más retorcido. Es peor que el abuelo.

—Mira qué luz sale —dijo el predicador—. Luz plateada. ¿John nunca ha tenido familia?

—Sí, sí que tuvo. Lo que le pasó demuestra la clase de hombre que es: convencido de que tiene razón e incapaz de escuchar a nadie. Padre suele contarlo. El tío John llevaba cuatro meses casado. Su mujer era joven y estaba embarazada. Una noche le dio un dolor en el estómago y le dijo: «Tienes que ir a por un médico». Pero John permaneció sentado y contestó: «No es más que un dolor de estómago. Has comido demasiado. Toma un poco de medicina calmante. A uno le duele el estómago cuando come en exceso», dijo. Al mediodía siguiente ella empezó a delirar y hacia las cuatro de la tarde murió.

—¿De qué? —preguntó Casy—. ¿Comió algo en mal estado?

—No, algo se le reventó por dentro. Ap… apéndice o algo parecido. Bueno, el caso es que el tío John siempre había sido una persona amable, de buen trato y se lo tomó muy mal. Se creyó que era el castigo por algún pecado suyo. Estuvo un montón de tiempo sin hablar con nadie. Iba por ahí como si no viera nada a su alrededor y a veces rezaba. Tardó dos años en salir de aquello y luego ya no fue el mismo. Se volvió algo estrafalario y se puso de lo más pesado. Cada vez que uno de los niños teníamos lombrices o dolor de tripa, el tío John iba a por un médico. Al final Padre le dijo que ya estaba bien. Los niños tienen a menudo dolor de tripa. Cree que fue culpa suya que su mujer muriera. Es un tipo curioso. Está siempre haciendo regalos, les da cosas a los niños, deja una bolsa de comida en el porche de alguien. Da todo lo que tiene y aun así no está demasiado contento. Algunas veces le da por vagar por ahí, él solo. Sea como fuere, es un buen granjero. Cuida bien su tierra.

—Pobre hombre —dijo el predicador—. Pobre hombre solitario. ¿Fue a la iglesia cuando su mujer murió?

—No. Nunca quiso acercarse demasiado a la gente. Prefería estar solo. Todos los críos le adoran. A veces venía a casa por la noche y sabíamos que había venido porque siempre dejaba un paquete de chicles en la cama junto a cada uno de nosotros. Creíamos que era Jesucristo Todopoderoso.

El predicador siguió caminando con la cabeza gacha. No contestó. La luz de la mañana naciente hacía brillar su frente, y las manos, balanceándose a los lados, recibían intermitentemente la claridad.

Tom también callaba, como si hubiera dicho algo demasiado íntimo y estuviera avergonzado. Aligeró el paso y el predicador se acomodó al nuevo ritmo. Ahora veían un poco en la distancia gris frente a ellos. Una serpiente se deslizó lentamente por la carretera tras salir de entre una hilera de algodón. Tom se detuvo a poca distancia de ella y la observó.

—Una serpiente ardilla —dijo—. Déjela seguir.

Caminaron alrededor de la serpiente y continuaron. Por el este un poco de color tiñó el cielo y casi inmediatamente la solitaria luz de la aurora se extendió sobre la tierra. El verde apareció en el algodón y la tierra fue gris y marrón. Los rostros de los hombres perdieron el brillo grisáceo. La cara de Joad pareció oscurecerse bajo la luz creciente.

—Éste es el mejor momento —dijo con suavidad—. Cuando era pequeño solía levantarme y pasear, yo solo, a esta hora. ¿Qué es aquello de delante?

Un comité de perros se había reunido en la carretera en honor a una perra. Cinco machos, pastores alemanes y collies escoceses mestizos, perros de raza indefinida como resultado de la libertad de su vida social, se dedicaban a requebrar a la perra. Pues cada perro olfateaba con delicadeza, luego caminaba con paso majestuoso y las piernas rígidas hacia una planta de algodón, levantaba una pata trasera ceremoniosamente, meaba y después volvía para olfatear de nuevo. Joad y el predicador se detuvieron a mirar y de pronto Joad se echó a reír alegremente.

—Cielo santo —dijo—. Cielo santo.

Los perros se reunieron y sus pelos se erizaron, todos ellos gruñendo, cada uno esperando rígido que los demás empezaran la lucha. Uno de ellos montó a la perra y, ahora que uno lo había conseguido, los demás se apartaron y observaron con interés, las lenguas fuera y goteando. Los dos hombres siguieron adelante.

—Cielo santo —dijo Joad—. Creo que el perro que la ha montado es nuestro Flash. Pensé que ya estaría muerto. ¡Flash, ven, Flash! —volvió a reír—. Qué demonios, si alguien me llamara, yo tampoco lo oiría. Me recuerda una historia que se contaba de Willy Feeley cuando era un muchacho. Willy era tímido, terriblemente tímido. Pues bien, un día llevó una vaquilla al toro de Graves. Sólo estaba Elsie Graves, y Elsie no era tímida en absoluto. Willy se quedó parado poniéndose colorado y sin poder hablar siquiera. Elsie le dijo: «Ya sé a qué has venido; el toro está detrás del granero». Llevaron allí la novilla, y Willy y Elsie se sentaron en la cerca para mirar. Al poco rato Willy estaba bastante agitado. Elsie le miró, como si no lo supiera: «¿Qué te pasa, Willy?». Willy estaba tan cachondo, que apenas se podía quedar quieto. «Dios», dijo, «¡Dios mío, cómo me gustaría estar haciendo eso!». Elsie replicó: «¿Por qué no, Willy? La novilla es tuya».

El predicador rio suavemente.

—¿Sabes qué? —dijo—, está bien esto de haber dejado de ser predicador. Antes nadie me contaba historias o, si me las contaban, no me podía reír. Y no podía maldecir. Ahora maldigo todo lo que quiero, cada vez que me apetece; a un hombre le hace bien maldecir cuando tiene gana.

Un resplandor rojo se elevó desde el horizonte, por el este, y en la tierra los pájaros comenzaron a cantar con gorjeos agudos.

—¡Mire! —exclamó Joad—. Allí delante. Ése es el depósito del tío John. Aún no se puede ver el molino, pero ése es su depósito. ¿Lo ve, contra el cielo? —Aceleró el paso—. Me pregunto si toda la familia estará aquí. —El bulto del depósito se destacaba en un alto. Joad, apresurándose, levantó una nube de polvo a la altura de sus rodillas—. Me pregunto si Madre…

Vieron las patas del depósito y la casa, una cajita cuadrada, desnuda y sin pintar, y el granero como arrinconado, con su tejado bajo. Salía humo de la chimenea de hojalata de la casa. El patio estaba en desorden, con muebles amontonados, las aspas y el motor del molino, armazones de camas, sillas, mesas.

—Santo cielo, están preparándose para marchar —dijo Joad.

Había en el patio un camión de lados altos, un camión extraño, porque mientras la parte delantera era la de un coche, habían abierto un agujero en medio del techo y habían enganchado dentro la caja del camión. Conforme se acercaban, los hombres oyeron un golpeteo procedente del patio, y cuando el cerco del sol cegador se elevó sobre el horizonte y cayó sobre el camión, pudieron distinguir un hombre y el parpadeo del martillo al subir y bajar. El sol destellaba en las ventanas de la casa. Las tablas pulidas por la intemperie estaban brillantes. En el suelo, dos pollos rojos llamearon con el reflejo de la luz.

—No grite —dijo Tom—. Vamos a sorprenderles.

Y echó a andar tan deprisa que el polvo subió hasta su cintura. Llegó al límite del campo de algodón. Se encontraron en lo que era el patio propiamente dicho, de tierra batida, apelmazada hasta relucir, con unas cuantas matas polvorientas por el suelo. Joad aminoró la marcha como si temiera seguir. El predicador, observándole, redujo su paso hasta igualarlo al de Tom, que se acercó lentamente al camión, furtivo y avergonzado. Era un Hudson super seis, cuyo techo había sido cortado en dos con un cortafrío. El viejo Tom Joad estaba en la caja del camión clavando las tablas de arriba de los lados. Su rostro, con la barba canosa, se inclinaba sobre su trabajo y de su boca sobresalían un puñado de clavos. Colocó uno de ellos y el martillo cayó sobre él con estruendo. De la casa salió el ruido metálico de la tapadera del fogón al cerrarse, y el llanto de un niño. Joad llegó hasta la caja del camión y se apoyó en ella. Su padre le miró, pero no le vio. Puso otro clavo y lo empujó con el martillo. Una bandada de palomas echó a volar desde el techo del depósito, dieron unas vueltas, regresaron al mismo sitio y se asomaron desde el borde, palomas blancas, azules y grises, de alas irisadas.

Joad enganchó los dedos en la tabla más baja del lado del camión. Miró al hombre del camión, vio que se iba haciendo viejo y estaba canoso. Humedeció sus gruesos labios con la lengua y dijo en voz baja: «Padre».

—¿Qué quieres? —masculló el viejo Tom con la boca llena de clavos.

Llevaba un sombrero negro y sucio, echado hacia adelante y una camisa de trabajo azul; sobre ella un chaleco sin botones; sujetaba los pantalones vaqueros un cinturón ancho de cuero de arnés, con una gran hebilla cuadrada de latón, cuero y metal pulidos por años de uso; los zapatos estaban agrietados, las suelas hinchadas y deformadas por el sol, la lluvia y el polvo de años. Las mangas de la camisa apretaban los antebrazos y se mantenían tirantes sobre los músculos abultados y poderosos. El estómago y las caderas eran planos y las piernas cortas, pesadas y fuertes. Su rostro, enmarcado por la barba erizada y entrecana, acababa en la enérgica barbilla, resaltaba, dándole firmeza y peso. La piel de los pómulos, sin pelo, estaba tostada, del color de espuma de mar y arrugada alrededor de los ojos, de tanto entrecerrarlos. Los ojos eran marrones, como el café, y cuando fijaba la vista en algo echaba toda la cabeza hacia adelante porque los brillantes ojos marrones empezaban a fallarle. Los labios, de los que sobresalían largos clavos, eran finos y rojos.

Mantuvo el martillo suspendido en el aire, a punto de golpear un clavo, y miró por encima del lado del camión a Tom, con expresión de haberse molestado por la interrupción. Entonces adelantó la barbilla y sus ojos se fijaron en el rostro de Tom y, poco a poco, su cerebro empezó a registrar lo que estaba viendo. El martillo bajó lentamente y, con la mano izquierda, sacó los clavos de la boca. Como si se lo dijera a él mismo, musitó perplejo: «Es Tommy…». Y luego, aun informándose a sí mismo: «Es Tommy que ha vuelto a casa».

Abrió la boca de nuevo y sus ojos mostraron miedo.

—Tommy —dijo quedamente—, ¿no te habrás escapado? ¿Te tienes que esconder? —Esperó tenso la respuesta.

—No —contestó Tom—. Tengo libertad bajo palabra, soy libre. Tengo los papeles. —Asió con fuerza los listones más bajos del camión y levantó la vista.

Su padre puso con cuidado el martillo en el suelo y metió los clavos en el bolsillo. Pasó la pierna por encima del camión y saltó ágilmente a tierra, pero una vez al lado de su hijo se sintió avergonzado y extraño.

—Tommy —dijo—, nos vamos a California. Pero íbamos a escribirte una carta para que lo supieras —dijo con acento de incredulidad—: Pero has vuelto, puedes venir con nosotros. ¡Puedes venir!

En la casa la tapa de una cafetera se cerró con ruido. El viejo Tom miró por encima de su hombro.

—Vamos a darles una sorpresa —dijo, con los ojos brillando de excitación—. Tu madre tenía el presentimiento de que no te iba a volver a ver. Mostraba la mirada tranquila que se le pone cuando alguien muere. Casi no quería ni ir a California, por miedo a no volver a verte. —La tapa del fogón volvió a resonar dentro de la casa.

—Démosle una sorpresa —repitió—. Entremos como si nunca hubieras estado fuera. Vamos a ver qué dice tu madre. —Por fin tocó a Tom, pero le tocó en el hombro, tímidamente y retiró la mano con rapidez. Miró a Jim Casy.

—¿Recuerdas al predicador, Padre? —dijo Tom—. Ha venido conmigo.

—¿También ha estado en prisión?

—No, le he encontrado de camino. Ha estado fuera.

Padre le dio la mano con seriedad.

—Aquí es usted bienvenido.

Casy respondió:

—Me alegro de estar aquí. Vale la pena ver la llegada de un hijo a casa. Vale la pena.

—A casa —dijo Padre.

—A su familia —se corrigió el predicador rápidamente—. Nosotros estuvimos anoche en las otras tierras.

Padre adelantó la barbilla y volvió a mirar un momento el camino. Luego se volvió hacia Tom.

—¿Cómo lo hacemos? —empezó excitado—. Podría entrar y decir: «Hay aquí una gente que querría desayunar», o ¿qué tal quedaría si entraras tú y te quedaras ahí de pie hasta que ella te viera? ¿Qué te parece? —Su rostro brillaba de excitación.

—No vayamos a asustarla —dijo Tom—. No quiero que le demos un susto.

Dos esbeltos perros pastores se acercaron trotando tranquilamente hasta que percibieron el olor de gente extraña y, entonces, volvieron atrás, con cautela, vigilantes, sus colas moviéndose en el aire lenta y tentativamente, pero con los ojos y la nariz vivos para adivinar hostilidad o peligro. Uno de ellos, con el cuello estirado, se movió con cautela, listo para echar a correr, y poco a poco se acercó a las piernas de Tom y las olfateó ruidosamente. Luego se apartó hacia detrás y miró a Padre esperando alguna señal. El otro cachorro no se mostraba tan valiente. Miró a su alrededor buscando algo que le permitiera desviar su atención con dignidad, vio un pollo rojo que pasaba con andares remilgados y corrió hacia él. Se oyó el chillido indignado de una gallina y ésta salió corriendo con una explosión de plumas rojas, batiendo las cortas alas para darse velocidad. El cachorro, orgulloso, volvió la vista a los hombres y después se dejó caer sobre el polvo y golpeó el suelo con el rabo con satisfacción.

—Venga —dijo Padre—, entra ya. Tiene que verte. Quiero ver su cara cuando te vea. Venga. Dentro de un minuto nos llamará a desayunar. Oí hace ya un buen rato cómo echaba el tocino en la sartén.

Echó a andar sobre la tierra cubierta de polvo fino. Esta casa no tenía porche, sólo un escalón seguido de la puerta y junto a ella un tajo de cortar leña con la superficie apelmazada y suave por años de uso. La fibra de la madera que formaba el revestimiento de la casa sobresalía porque el polvo había ido desmenuzando la madera más blanda. En el aire flotaba el olor a sauce quemado, al que se añadieron, conforme los hombres se aproximaban a la puerta, los olores del tocino frito, de galletas doradas y el aroma intenso del café hirviendo en la cafetera. Padre se adelantó y cubrió el umbral de la puerta con su cuerpo ancho y corto. Dijo:

—Madre, aquí hay dos personas que acaban de llegar y dicen si no habría algo de comer que podamos darles.

Tom oyó la voz de su madre, ese hablar tranquilo, lento y calmoso que recordaba, el tono amistoso y humilde.

—Que pasen —respondió—. Hay de sobra. Diles que han de lavarse las manos. El pan está a punto. Ahora mismo voy a retirar el tocino.

Y el chisporroteo airado de la grasa salió del fogón. Padre entró dejando libre la puerta y Tom miró a su madre en el interior, mientras sacaba las lonchas rizadas de tocino de la sartén. La puerta del horno estaba abierta y dejaba ver una gran bandeja de galletas doradas. Ella miró hacia la puerta, pero el sol estaba detrás de Tom y sólo vio una figura oscura perfilada por la brillante luz amarilla del sol. Saludó amablemente con la cabeza.

—Adelante —insistió—. Es una suerte que esta mañana haya hecho pan en cantidad.

Tom permaneció de pie, mirando. Madre era pesada, pero no gorda; ancha a fuerza de trabajo y de partos. Llevaba un vestido suelto, sin cinturón, de tela gris, que en un tiempo tuvo un estampado de flores de colores. Ahora, el estampado de flores, a fuerza de lavadas, era sólo de un gris algo más claro que el fondo. El vestido le llegaba a los tobillos y sus pies descalzos, anchos y fuertes se movían por el suelo ágilmente y con rapidez. Llevaba el pelo, fino y de color acero, recogido en un mono escaso y ralo en la nuca. Los brazos, fuertes y pecosos, estaban desnudos hasta el codo y sus manos eran rechonchas y delicadas, como las de una niña rolliza. Miró fuera a la luz del sol. Su rostro lleno no era blando; era un rostro controlado, bondadoso. Sus ojos de avellana parecían haber sufrido todas las tragedias posibles y haber remontado el dolor y el sufrimiento como si se tratara de peldaños, hasta alcanzar una calma superior y una comprensión sobrehumana. Parecía conocer, aceptar y agradecer su posición, la ciudadela de la familia, el lugar fuerte que no podría ser tomado. Y puesto que el viejo Tom y los niños no sabían del dolor o el miedo a menos que ella los reconociese, había intentado negar en ella misma el dolor y el miedo. Y ya que ellos la miraban, cuando pasaba algo jubiloso, para ver si mostraba alegría, se había acostumbrado a poder reír sin tener las condiciones adecuadas. Pero la calma era mejor que la alegría. En la imperturbabilidad se podía confiar. Y desde su posición importante y humilde en la familia había obtenido dignidad y una belleza clara y serena. De su posición de sanadora sus manos habían adquirido seguridad, firmeza y calma; desde su posición de árbitro, había llegado a ser tan remota e infalible en sus decisiones como una diosa. Parecía ser consciente de que si ella titubeara, la familia temblaría, y si ella alguna vez verdaderamente vacilara o desesperara, la familia se vendría abajo, privada de la voluntad de funcionar.

Miró hacia el patio soleado, a la oscura silueta de un hombre. Padre estaba cerca temblando de excitación.

—Pase —exclamó—. Adelante, entre.

Tom cruzó el umbral tímidamente.

Ella levantó la vista de la sartén con expresión afable. Y entonces su mano bajó despacio y el tenedor hizo ruido al caer al suelo de madera.

Sus ojos se abrieron al máximo y las pupilas se dilataron. Respiró con esfuerzo con la boca abierta. Cerró los ojos.

—Gracias a Dios —dijo—. ¡Gracias a Dios!

De pronto la preocupación cubrió su rostro.

—Tommy, no te buscarán, no te escaparías.

—No, Madre. Libertad bajo palabra. Aquí tengo los papeles —se palpó el pecho.

Se acercó a él ligera, sin hacer ruido con los pies descalzos, con la cara llena de asombro. Con una mano pequeña le tocó el brazo, sintiendo la firmeza de los músculos. Y después sus dedos subieron hasta las mejillas de su hijo como lo harían los dedos de un ciego. Su alegría era casi dolorosa. Tom se cogió el labio inferior con los dientes y mordió. Los ojos de la madre se fijaron perplejos en el labio mordido y vieron la fina línea de sangre contra los dientes y el hilo de sangre goteando por el labio. Entonces ella reaccionó, recuperó el control y dejó caer la mano. Su respiración escapó con una explosión.

—¡Bueno! —exclamó—. Hemos estado a punto de irnos sin ti. Y nos preguntábamos cómo nos podrías llegar a encontrar alguna vez. —Recogió el tenedor, lo pasó como un rastrillo por la grasa hirviendo y sacó una loncha oscura y rizada de tocino crujiente. Retiró la cafetera burbujeante y la puso en la parte de atrás del fogón.

El viejo Tom se echó a reír:

—Te engañamos, ¿eh, Madre? Es lo que queríamos y lo hemos conseguido. Te quedaste como un borrego acogotado. Ojalá hubiera estado aquí el abuelo para verlo. Igual que si te hubieran pegado un mazazo entre los ojos. El abuelo se hubiera reído tanto que la cadera se le habría desencajado, como cuando vio a Al disparar a aquella enorme aeronave del ejército. Tommy, llegó un día, tenía media milla de longitud, y Al cogió el rifle de calibre 30 y le pegó unos cuantos tiros. El abuelo le gritó: «No dispares a los pajaritos, Al, espera a que pase uno que ya esté crecido», y después se puso a reír como loco y se desencajó la cadera.

Madre rio entre dientes y cogió una pila de platos de hojalata de una leja. Tom preguntó:

—¿Dónde está el abuelo? No le he visto, viejo diablo.

Madre apiló los platos en la mesa de la cocina y las tazas al lado. Dijo en tono confidencial:

—Él y la abuela duermen en el granero. Se tienen que levantar muchas veces por la noche. Se tropezaban con los pequeños.

Padre interrumpió:

—Sí, todas las noches el abuelo se enfadaba. Tropezaba con Winfield, Winfield gritaba y el abuelo se ponía furioso y se meaba en los calzoncillos. Eso le ponía aún más furioso, y al poco, todos chillaban como locos en la casa. —Las palabras salían dando tumbos entre carcajadas—. Hemos tenido algunas noches de lo más animadas. Una vez, cuanto todo el mundo estaba pegando gritos y soltando juramentos, tu hermano Al, que está hecho un sabelotodo, dijo: «Maldita sea, abuelo, ¿por qué no te largas y te haces pirata?». Bueno, el abuelo se puso tan furibundo que fue a por el rifle. Al tuvo que dormir en el campo aquella noche. Pero ahora el abuelo y la abuela duermen en el granero.

—Pueden levantarse y salir cuando les apetece —dijo Madre—. Padre, ve corriendo y diles que Tommy está en casa. El abuelo es su favorito.

—Por supuesto —replicó Padre—. Debía haberlo hecho antes. —Salió y cruzó el patio, balanceando las manos muy alto.

Tom le contempló mientras se iba, y luego la voz de su madre reclamó su atención. Estaba sirviendo el café. No le miraba.

—Tommy —dijo vacilante, con timidez.

—¿Sí? —La timidez de su madre acentuaba la suya, una vergüenza extraña.

Los dos sabían que el otro era tímido, y ser conscientes de ello les hacía mostrarse más tímidos.

—Tommy. Te lo tengo que preguntar… ¿no estás enfadado?

—¿Enfadado, Madre?

—¿No estás envenenado? ¿No odias a nadie? ¿No hicieron nada en esa cárcel que te pudriera de rabia?

La miró con la cabeza ladeada, estudiándola y sus ojos parecieron preguntar cómo ella podía saber semejantes cosas.

—No —respondió—. Lo estuve durante un tiempo. Pero no soy orgulloso como algunos. Dejo que las cosas me resbalen. ¿Qué te pasa, Madre?

Ahora ella le miraba, con la boca abierta como para oír mejor, los ojos penetrando para llegar a saber más. Su rostro buscaba la respuesta que siempre se esconde entre las palabras. Dijo, confusa:

—Yo conocía a Floyd Niño Bonito. Conocía a su madre. Eran buena gente. Él armaba bronca, desde luego, como cualquier chico normal. —Hizo una pausa y luego sus palabras salieron a borbotones—. Yo no lo sé todo, pero esto sí lo sé. Hizo una pequeña trastada y le castigaron, le cogieron y le castigaron hasta que se enfureció: y cuando hizo otra cosa mala estaba furioso y le volvieron a hacer daño. Muy pronto se volvió rabioso. Le dispararon como a un bicho y él disparó también; entonces le acosaron como si fuera un coyote y él mordió y gruñó, rabioso como un lobo. Estaba furioso. Ya no era un chico ni un hombre, no era más que un pedazo de rabia andante. Pero la gente que le conocía no le hizo daño. Él no estaba enfadado con ellos. Al final le acorralaron y le mataron. Digan lo que digan en el periódico, sobre lo mala persona que era, la cosa fue así. —Hizo otra pausa y se humedeció los labios secos, y todo su rostro fue un dolorido interrogante—. Tengo que saberlo, Tommy. ¿Te hicieron a ti tanto daño? ¿Han logrado hacerte rabioso?

Los gruesos labios de Tom se estiraban tensos cubriendo los dientes. Bajó la mirada a sus manos grandes y fuertes.

—No —dijo—. Yo no soy así —calló y estudió las uñas rotas, estriadas como conchas de almeja—. Mientras estuve encerrado, todo el tiempo, aparté esas ideas. No estoy tan furioso.

Ella suspiró.

—Gracias a Dios —dijo en voz baja.

Él levantó la vista con rapidez.

—Madre, cuando vi lo que han hecho con nuestra casa…

Ella se le acercó entonces, permaneció de pie junto a él y dijo apasionadamente:

—Tommy, no vayas solo a luchar contra ellos. Te acosarán como a un coyote. Tommy, a veces me da por pensar, soñar y preguntarme: dicen que somos cien mil a los que nos han echado. Si todos sintiéramos la misma rabia, Tommy, no podrían acorralar a ninguno… —Se detuvo. Tommy la miró cerrando poco a poco los párpados hasta que entre sus pestañas asomó solamente un punto brillante.

—¿Hay mucha gente que siente lo mismo? —preguntó.

—No lo sé. Están como aturdidos. Van por ahí igual que si estuvieran dormidos.

Desde fuera y a través del patio llegaba un antiguo lamento a voz en grito.

—¡Demos gracias a Dios por la victoria! ¡Demos gracias a Dios por la victoria!

Tom volvió la cabeza y sonrió.

—La abuela ha oído al fin que estoy en casa. Madre —dijo—, antes tú no eras así.

El rostro de la mujer se endureció y los ojos se volvieron fríos.

—Nunca habían destrozado mi casa —respondió—. Mi familia nunca se quedó en la calle. Nunca había tenido que venderlo todo… Aquí vienen —volvió a acercarse a la cocina y volcó la bandeja de galletas bulbosas en dos platos de hojalata. Espolvoreó harina sobre la grasa para hacer salsa y sus manos se quedaron blandas. Tom la miró un segundo y después se dirigió hacia la puerta.

Por el patio venían cuatro personas. En cabeza llegaba el abuelo, un hombre viejo, delgado, andrajoso y rápido que avanzaba a saltos con paso rápido dando prioridad a la pierna derecha. Iba abrochándose la bragueta mientras se acercaba, y sus viejas manos buscaban los botones, cosa que le resultaba difícil porque había metido el primer botón en el segundo ojal y eso le desbarataba toda la fila. Llevaba un pantalón harapiento, oscuro, y una camisa azul descosida, abierta hasta abajo, que dejaba ver la ropa interior gris, también desabrochada. Su pecho enjuto, cubierto de vello blanco, se podía ver a través de la ropa interior abierta. Dejó la bragueta por imposible, abierta, y manoseó a tientas los botones de la ropa interior y luego desistió también y enganchó los tirantes. Tenía el rostro delgado y excitable, con unos ojillos brillantes, malévolos como los de un chiquillo frenético. Una cara arisca, protestona, traviesa y risueña. Él peleaba y discutía, contaba historias verdes. Seguía tan lascivo como siempre. Perverso, cruel e impaciente, como un crío furioso y todo ello cubierto de regocijo. Bebía demasiado cuando tenía qué beber, comía en exceso cuando había comida y hablaba demasiado en todo momento.

Tras él renqueaba la abuela, que había sobrevivido simplemente porque era tan mal bicho como su marido. Había resistido con una religiosidad feroz y estridente, tan lasciva y salvaje como cualquier cosa que el abuelo pudiera ofrecer. En una ocasión, tras la celebración de un servicio y estando aún en trance, descargó los dos cañones de una escopeta sobre su marido y le faltó poco para arrancarle una nalga. Después de eso él la admiró y no intentó torturarla más como los niños torturan a los bichos. Conforme caminaba se remangó la bata hasta las rodillas y entonó su agudo y terrible grito de guerra:

—Demos gracias a Dios por la victoria.

El abuelo y la abuela hacían una carrera luchando por atravesar primero el ancho patio. Peleaban por todo y les encantaba, y necesitaban las peleas.

Tras ellos, con paso lento y regular pero sostenido, venían Padre y Noah. Éste era el primogénito, alto y extraño, que caminaba siempre con una expresión de sorpresa en el rostro, de calma y perplejidad. No se había enfadado en toda su vida. Miraba con extrañeza e inquietud a la gente enfurecida, de la misma manera que la gente normal mira a los locos. Noah se movía despacio, hablaba pocas veces y, cuando hablaba, lo hacía tan lentamente que la gente que no le conocía pensaba con frecuencia que era estúpido. No lo era, pero sí extraño. Tenía poco orgullo y ningún deseo sexual. Trabajaba y dormía con un ritmo curioso que, sin embargo, le bastaba. Apreciaba a su familia, pero nunca lo demostraba de ninguna forma. Aunque un observador no habría podido decir por qué, Noah producía la impresión de ser deforme, la cabeza o el cuerpo, las piernas o la mente; pero no se podía recordar ningún miembro deforme. Padre creía saber la razón de que Noah fuera raro, pero estaba avergonzado y nunca lo dijo. Pues la noche que Noah nació, Padre, atemorizado frente a los muslos abiertos, solo en la casa y horrorizado por el despojo estridente en que se había convertido su mujer, se volvió loco de preocupación. Usando las manos, los fuertes dedos como fórceps, había tirado del niño retorciéndolo. La comadrona, que llegaba tarde, encontró al niño con la cabeza deformada, el cuello estirado y el cuerpo torcido; ella había vuelto a colocar la cabeza en su lugar y había moldeado el cuerpo con sus manos. Pero Padre siempre se acordó y avergonzó de ello. Y se mostró más amable con Noah que con los demás. En la cara ancha de Noah, con los ojos demasiado separados, y en su mandíbula larga y frágil, Padre creía ver el cráneo torcido y deforme del bebé. Noah podía hacer todo lo que se le pedía, podía leer y escribir, trabajar y pensar, pero parecía que nada le importaba; no sentía más que indiferencia con respecto a cosas que la gente deseaba y necesitaba. Vivía en una extraña casa silenciosa desde la que miraba hacia afuera con ojos tranquilos. Era un extraño para el mundo, pero no se sentía solo.

Los cuatro cruzaron el patio y el abuelo exigió:

—¿Dónde está? Maldita sea, ¿dónde está? —Sus dedos buscaron el botón del pantalón y luego lo olvidaron y se perdieron en el bolsillo. Entonces vio a Tom de pie en la puerta. El abuelo se detuvo e hizo parar a los demás. Los ojillos le brillaban con malicia.— Mírale —dijo—. Un presidiario. Hacía mucho tiempo que no mandaban a la cárcel a ningún Joad.

Cambió de tema:

—No tenían ningún derecho a encerrarle. Hizo sólo lo que yo habría hecho. Esos hijos de puta no tenían derecho.

Volvió a cambiar de tema:

—Y el viejo Turnbull, mofeta apestosa, fanfarroneando sobre cómo te iba a disparar cuando salieras. Decía que tenía sangre Hatfield. Pues bien, yo le mandé recado. Le dije: «No te metas con ningún Joad. Es posible que mi sangre sea más auténtica que la tuya. Acércate siquiera a Tommy y yo te quito la escopeta y te la meto por el culo», le dije. Y logré asustarle.

La abuela, que no seguía la conversación, soltó su balido:

—Demos gracias a Dios por la victoria.

El abuelo llegó junto a Tom y le palmeó el pecho, y sus ojos sonrieron con afecto y orgullo.

—¿Cómo estás, Tommy?

—Bien —respondió Tom—. ¿Cómo estás, abuelo?

—Tan joven como siempre —dijo el abuelo. Persiguió otra idea—. Justo lo que yo dije, no van a tener a un Joad mucho tiempo encerrado. Yo dije: «Tommy saldrá disparado de la cárcel como un toro a través de la cerca de un corral». Y eso es lo que has hecho. Quita de en medio, tengo hambre.

Se abrió paso, se sentó y llenó el plato con tocino y dos galletas grandes y vertió la espesa salsa por encima de todo. Antes de que los demás pudieran entrar el abuelo ya tenía la boca llena. Tom le sonrió con cariño. —Menudo bandido —comentó.

El abuelo tenía la boca tan llena que no pudo ni farfullar, pero rio con sus ojillos maliciosos y asintió con movimientos violentos de la cabeza.

La abuela dijo con orgullo:

—No ha vivido hombre más perverso ni que soltara más juramentos. Va a ir derecho al infierno, alabado sea Dios. Quiere conducir el camión —añadió con rencor—. Pero no lo hará.

El abuelo se atragantó, lo que tenía en la boca cayó como un surtidor sobre su regazo. Tosió débilmente.

La abuela dedicó una sonrisa a Tom.

—Vaya un marrano, ¿eh? —observó alegremente.

Noah permaneció en el escalón, frente a Tom y sus ojos separados parecieron mirar a su alrededor. Su rostro tenía poca expresión.

Tom dijo:

—¿Cómo estás, Noah?

—Bien —respondió—. ¿Cómo estás? —Eso fue todo, pero fue algo agradable.

Madre espantó las moscas del cuenco de salsa.

—No hay sitio para sentarse —dijo—. Cada uno que coja su plato y se siente.

De pronto Tom recordó:

¡Eh! ¿Dónde está el predicador? Estaba aquí mismo. ¿Dónde ha ido?

Padre contestó:

—Le he visto, pero se ha marchado.

La abuela elevó su voz aguda:

—¿Predicador? ¿Tenéis un predicador? Ve a buscarlo. Que nos dé una bendición —señaló el abuelo—. Para él es demasiado tarde, ya ha comido. Ve a buscar al predicador.

Tom salió al porche.

—Eh, Jim. ¡Jim Casy! —llamó a gritos. Salió hasta el patio—. Ah, Casy —el predicador apareció por debajo del depósito, se sentó y luego se puso en pie y se dirigió hacia la casa. Tom preguntó:

—¿Qué hacía, escondiéndose?

—No, no. Pero no se debe meter uno en medio cuando se trata de un asunto de familia. Estaba allí sentado, pensando.

—Entre y coma —invitó Tom—. La abuela quiere una bendición.

—Pero si yo ya no soy predicador —protestó Casy.

—Venga, hombre. Dele una bendición. A usted no le hará daño y a ella le gustan. —Entraron juntos a la cocina.

—Es usted bienvenido —dijo Madre en voz baja.

—Es usted bienvenido. Tome algo de desayunar —añadió Padre.

—Primero la bendición —reclamó la abuela—. Antes hay que dar gracias.

El abuelo enfocó los ojos con empeño hasta que reconoció a Casy.

¡Ah!, este predicador —dijo—. Es un buen tipo. Siempre me ha caído bien desde que le vi… —Guiñó con expresión tan lujuriosa que la abuela creyó que había hablado y le reconvino con aspereza:

—Cállate tú, pecador.

Casy, nervioso, se pasó los dedos por el pelo.

—He de decirles que ya no soy predicador. Si con estar contento de haber venido y agradecido a una gente amable y generosa es suficiente, puedo dar gracias de esa clase. Pero ya no soy predicador.

—Dígala —le animó la abuela—. Y diga alguna cosa especial para nuestro viaje a California.

El predicador inclinó la cabeza y los demás le imitaron. Madre juntó sus manos sobre el estómago e inclinó la cabeza. La abuela se inclinó tanto que casi metió la nariz en el plato de galletas y salsa. Tom, apoyado contra la pared, con un plato en la mano, inclinó la cabeza con rigidez y el abuelo la agachó ladeada para poder seguir fijando un ojo malicioso y alegre en el predicador. La expresión que mostraba el rostro del predicador no era de oración, sino de reflexión y el tono que empleó era como una conjetura, no de súplica.

—He estado pensando —empezó—. He estado en las colinas, pensando, casi se podría decir que del mismo modo que Jesús fue al desierto para pensar una solución a todos los problemas.

—Alabado sea Dios —exclamó la abuela, y el predicador la miró sorprendido.

—Parece que Jesús se encontró en medio de un montón de problemas, y no veía ninguna solución, y llegó a preguntarse qué sentido tenía todo y para qué sirve luchar y pensar. Estaba cansado, muy cansado y su espíritu todo gastado. Estaba a punto de dejarlo todo y olvidarse. Y así, decidió marchar al desierto.

—Amén —baló la abuela. Durante muchos años había sincronizado sus respuestas a las pausas. Y desde hacía muchos años ni escuchaba ni se extrañaba de las palabras empleadas.

—No quiero decir que yo sea como Jesús —continuó el predicador—. Pero yo me había cansado igual que Él, y estaba confuso como Él y como Él me interné en el desierto, sin utensilios para acampar. Por la noche me tendía de espaldas y miraba las estrellas; por la mañana contemplaba sentado la salida del sol; al mediodía veía desde una colina el campo seco y ondulante; y al anochecer admiraba la puesta de sol. Algunas veces rezaba como siempre lo había hecho, pero no sabía a quién le rezaba ni por qué. Estaban las colinas y estaba yo y no éramos cosas separadas. Éramos una sola unidad, y esa unidad era sagrada.

—Aleluya —dijo la abuela, y se balanceó ligeramente para detrás y para delante, intentando ponerse en trance.

—Y me puse a pensar, sólo que no era pensar, sino algo más profundo. Pensar en cómo éramos sagrados cuando éramos una unidad y en que la humanidad era sagrada cuando era una. Y sólo dejaba de serlo cuando un tipejo miserable se impacientaba y dejaba la unidad para seguir su propio camino, revolviéndose, arrastrando y peleando. Un tipo de esos deshacía la santidad. Pero cuando todos trabajan juntos, no una persona por otra, sino cada uno uncido al conjunto, eso es lo correcto y es sagrado. Y entonces pensé que ni siquiera sabía lo que quería decir con la palabra sagrado. —Hizo una pausa durante la que las cabezas permanecieron inclinadas porque las habían acostumbrado como si fueran perros a levantarlas a la señal de Amén—. No puedo bendecir como solía hacerlo. Me alegro de que el desayuno sea sagrado y de que aquí haya amor. Eso es todo. —Las cabezas siguieron bajas. El predicador miró a su alrededor.— He conseguido que se os enfríe el desayuno —dijo—; y entonces se acordó. —Amén— dijo, y todas las cabezas se enderezaron.

—Amén —respondió la abuela y se puso a comer el desayuno desmigando las blandas galletas con las viejas encías desdentadas y duras.

Tom comía deprisa y Padre con la boca atiborrada. No hubo conversación mientras quedó comida y café, sólo se oía el crujir de comida masticada y el ruido del café al beberse. Madre miraba al predicador comer, y con los ojos inquisitivos y comprensivos le sondeaba. Le miraba como si de repente se hubiera transformado en un espíritu, una voz procedente de la tierra, y hubiera dejado de ser humano.

Los hombres terminaron, dejaron los platos y bebieron hasta la última gota de su café; después salieron, Padre y el predicador, Noah, el abuelo y Tom fueron hacia el camión, evitando los muebles esparcidos, los armazones de madera de las camas, la maquinaria del molino y el viejo arado. Fueron hacia el camión y pararon junto a él. Tocaron las nuevas tablas de pino de los lados.

Tom abrió el capó y miró el gran motor grasiento. Padre se acercó a el.

—Tu hermano Al lo examinó bien antes de comprarlo —dijo—. Dice que está en buenas condiciones.

—¿Y él qué sabrá? No es más que un chiquillo —dijo Tom.

—Estuvo trabajando para una compañía. El año pasado condujo un camión. No creas que no sabe, es un sabihondo. Sabe lo que hace. Y puede reparar un motor.

—¿Y dónde está ahora? —preguntó Tom.

—Anda por ahí —dijo Padre—, actuando como si fuera un semental. Haciéndose el macho hasta caer rendido. Es un sabihondo con sus dieciséis años y las bolas le dan pie. No piensa más que en chicas y motores. Es simplemente un sabelotodo. Desde hace una semana pasa las noches fuera…

El abuelo, luchando con la ropa, había conseguido meter los botones de su camisa azul en los ojales de la camiseta. Notó con los dedos que algo fallaba, pero no se molestó en averiguar el qué. Sus dedos bajaron intentando descifrar la complejidad que suponía abrocharse la bragueta.

—Yo solía ser peor —dijo alegremente—. Mucho peor. Se podría decir que era endiablado. Una vez hubo una gran reunión en un campamento en Sallisaw cuando yo eran joven, un poco mayor que Al. Él no es más que un mocoso y todavía está tierno. Pero yo era más mayor. Y estuvimos en aquella reunión. Quinientas personas hubo y un número adecuado de vaquillas.

—Aún eres un diablo, abuelo —dijo Tom.

—Bueno, sí, una especie de diablo. Pero estoy lejos de ser lo que era. Déjame llegar a California, y poder coger una naranja cada vez que quiera y verás lo que es bueno. O uvas. Ahí tienes una cosa que no me cansa. Me cogeré un gran racimo de uvas de un arbusto o de donde salgan, y me lo voy a aplastar en la cara y que el zumo me caiga por la barbilla.

Tom preguntó:

—¿Dónde está el tío John? ¿Dónde está Rosasharn?, ¿Y Ruthie y Winfield? Nadie me ha dicho nada de ellos todavía.

—Nadie ha preguntado —respondió Padre—. John se fue a Sallisaw con una carga para vender: la bomba, herramientas, pollos y todo lo que nosotros trajimos. Se llevó a Ruthie y a Winfield con él. Salieron antes de que amaneciera.

—Es curioso que no les haya visto —dijo Tom.

—Bueno, tú has venido por la carretera, ¿no? Él ha ido por el otro camino, por Cowlington. Y Rosasharn vive con la familia de Connie. ¡Dios mío! Si ni siquiera sabes que Rosasharn se casó con Connie Rivers. ¿Te acuerdas de Connie? Es un joven muy agradable. Rosasharn está esperando para dentro de tres o cuatro o cinco meses. Ahora está engordando. Tiene buen aspecto.

—¡Madre mía! —exclamó Tom—. Pero si Rosasharn era sólo una cría. Y ahora va a tener un hijo. Pasan muchísimas cosas en cuatro años si estás fuera. ¿Cuándo piensas que emprendamos viaje al oeste, Padre?

—Bueno, hay que llevar estas cosas para venderlas. Si Al vuelve de sus correrías, calculo que puede cargar el camión y llevarlo todo y quizá podríamos salir mañana o pasado. No tenemos demasiado dinero y uno me ha dicho que hay cerca de dos mil millas de distancia a California. Cuanto antes salgamos, más seguro es que logremos llegar. El dinero se va de las manos, gota a gota, pero sin parar. ¿Tú tienes algo de dinero?

—Sólo un par de dólares. ¿De dónde sacáis el dinero?

—Bueno —dijo Padre—, vendimos todo lo que había en casa y todos estuvimos recogiendo algodón, incluso el abuelo.

—Y tanto que recogí —afirmó el abuelo.

—Juntamos todo: doscientos dólares. El camión nos costó setenta y cinco, y Al y yo lo cortamos en dos y montamos esto en la parte trasera. Al iba a pulir las válvulas pero está demasiado ocupado tonteando para ponerse a ello. Quizá podamos salir con ciento cincuenta dólares. Los malditos neumáticos del camión están viejos y no van a ir muy lejos. Tenemos un par de ruedas de repuesto gastadas. Luego supongo que tendremos que coger lo que encontremos por la carretera.

El sol, alto en el cielo, disparaba sus rayos. Las sombras de la trasera del camión eran franjas oscuras sobre la tierra, y el camión despedía un olor a aceite recalentado, a hule y pintura. Las escasas gallinas habían abandonado el patio para ir a refugiarse del sol bajo el cobertizo de las herramientas. Los cerdos yacían jadeantes en la pocilga, junto a la cerca que proyectaba una fina sombra, y de cuando en cuando, soltaban una queja estridente. Los dos perros estaban estirados en el polvo rojo bajo el camión, jadeando, con las lenguas babeantes cubiertas de polvo. Padre se caló el sombrero hasta las cejas y se acuclilló. Y, como si esa fuera su postura natural de pensar y observar, examinó con aire crítico a Tom, la gorra nueva, aunque ya ajada, el traje y los zapatos nuevos.

—¿Te gastaste el dinero en esa ropa? —le preguntó—. Esas prendas no van a ser más que un incordio para ti.

—Me las dieron —contestó Tom—. Cuando salí me las dieron. —Se quitó la gorra y la contempló con algo de admiración, luego se enjugó la frente con ella, se la puso un poco ladeada y tiró de la visera.

—Esos zapatos que te dieron tienen buena pinta —observó Padre.

—Sí —asintió Tom—. Son bonitos, pero no sirven para andar en un día caluroso. —Se agachó en cuclillas junto a su padre.

Noah dijo lentamente:

—Quizá si acabarais de poner los listones laterales del todo podríamos cargar todo esto, para que si viene Al…

—Yo puedo conducir si quieres —dijo Tom—. Conduje un camión cuando estaba en McAlester.

—Estupendo —dijo Padre, y entonces fijó la vista en la carretera—. Si no me equivoco, allí hay un sabelotodo que llega a casa arrastrando la cola —dijo—. Y tiene aspecto de estar cansado.

Tom y el predicador miraron a la carretera. Y el ardiente Al, al ver que era observado, echó los hombros hacia atrás y entró en el patio contoneándose como un gallo listo para cantar. Siguió andando con arrogancia, y ya estaba cerca cuando reconoció a Tom; y cuando lo reconoció, su rostro petulante cambió, en los ojos brillaron admiración y respeto y de su paso se desprendió el presuntuoso balanceo. Ni sus vaqueros rígidos, con los bajos remangados veinte centímetros para mostrar las botas de tacón, ni el cinturón de ocho centímetros de ancho con incrustaciones de cobre, ni tan siquiera las bandas rojas de las mangas de su camisa azul y el ángulo ladeado del sombrero Stetson de ala ancha le permitían alcanzar la estatura de su hermano; porque su hermano había matado a un hombre y nadie iba a olvidarlo nunca. Al sabía que había inspirado admiración entre los chicos de su misma edad porque su hermano había matado a un hombre. Había oído decir en Sallisaw mientras le señalaban: «Ése es Al Joad. Su hermano mató a uno con una pala».

Y ahora Al, acercándose sumiso, vio que su hermano no se jactaba de lo que había hecho como él pensaba que haría. Al vio los oscuros ojos pensativos de su hermano, y la calma de la prisión, el rostro liso y duro entrenado para no dejar ver nada al guarda de la cárcel, ni resistencia ni servilismo. Y al instante Al cambió. Inconscientemente se asemejó a su hermano, su rostro atractivo adquirió una expresión cavilosa y los hombros se relajaron. Tom no era como él recordaba.

—Hola, Al —saludó Tom—. Dios, cómo has crecido. No te habría reconocido. —Al, con la mano preparada por si Tom quería estrecharla, sonrió con timidez.

Tom alargó la mano y la de Al salió disparada para estrechársela. La simpatía flotaba entre los dos.

—Me han dicho que tienes buena mano para los camiones —dijo Tom.

Y Al, notando que a su hermano no le gustaban los fanfarrones, contestó:

—No es que sepa gran cosa.

Padre dijo:

—Habrás estado presumiendo por ahí. Pareces estar agotado. Bueno, pues tienes que llevar una carga para vender en Sallisaw.

Al miró a su hermano Tom:

—¿Te gustaría venir? —preguntó, aparentando tanta calma como le fue posible.

—No, no puedo —respondió Tom—. Voy a echar una mano aquí. Ya estaremos juntos en la carretera.

Al intentó controlar el tono de su voz al preguntarle:

—¿Te… has escapado? ¿De la cárcel?

—No —dijo Tom—. Estoy en libertad bajo palabra.

—Ah, ya. —Al sufrió una pequeña decepción.