EL REVERENDO Casy y Tom miraron desde lo alto de la colina la propiedad de los Joad. La pequeña casa sin pintar estaba aplastada en una esquina y al estar desgajada de los cimientos, se había desplomado dibujando un ángulo, con las ventanas delanteras apuntando, ciegas a un punto del cielo bastante por encima del horizonte. No había ni rastro de cercas y el algodón crecía en el patio pegado a la casa y alrededor del cobertizo. El retrete descansaba sobre uno de sus lados y el algodón crecía cerca. El patio, cuya tierra habían batido hasta endurecer los pies descalzos de los niños los cascos nerviosos de los caballos y las anchas ruedas del carro, era ahora un campo labrado, donde crecía el algodón, verde oscuro y polvoriento. Durante largo rato Tom contempló el sauce esmirriado que se encontraba junto al abrevadero de los caballos, ya seco, en el piso de cemento donde estaba la bomba.
—¡Dios! —exclamó por fin—. Está esto igual que si hubiera pasado un ciclón. Allí no hay nadie viviendo.
Al final echó a correr colina abajo, con Casy pisándole los talones. Inspeccionó el cobertizo: estaba vacío; sólo vio pajas en el suelo y el pesebre en el rincón. Mientras miraba oyó un rumor en el suelo y una familia de ratones desapareció bajo las pajas. Joad se detuvo a la entrada del cobertizo de las herramientas, en el que faltaban éstas. No había más que una punta rota del arado, un revoltijo de alambre para atar el heno en el rincón, una rueda de hierro de un rastrillo y una collera de mulas roída por las ratas, una lata de aceite plana de un galón, con una costra de suciedad y aceite y un mono destrozado colgando de un clavo.
—No queda nada —dijo Joad—. Teníamos buenas herramientas y no queda ninguna.
—Si yo fuera todavía predicador —comentó Casy— diría que el brazo del Señor ha golpeado. Pero ahora no sé lo que ha pasado. Yo no estaba aquí. No he oído nada.
Se dirigieron hacia la tapa de hormigón del pozo, caminando entre plantas de algodón, cuyas cápsulas se estaban formando, sobre la tierra cultivada.
—Nosotros nunca plantamos aquí —dijo Joad—. Siempre lo dejamos sin sembrar. Ahora un caballo no podría llegar sin pisotear el algodón.
Se detuvieron en el abrevadero seco, en cuya base ya no crecía la maleza que suele haber bajo un abrevadero y cuya gruesa madera vieja estaba seca y agrietada. De la tapa del pozo sobresalían los tornillos que habían sujetado la bomba, con las roscas oxidadas; las tuercas habían desaparecido. Joad se asomó al interior del tubo del pozo, escupió y escuchó. Dejó caer un terrón y volvió a escuchar.
—Era un buen pozo —recordó—. No oigo que haya agua. —Pareció reacio a acercarse a la casa. Siguió dejando caer en el pozo un terrón tras otro—.
—Puede que estén todos muertos —dijo—. Pero en ese caso alguien me lo habría dicho. De alguna forma me habría enterado.
—Quizá dejaron una carta o algo que lo explique en la casa. ¿Sabían que ibas a venir?
—No sé —contestó Joad—. No, seguramente no. Yo mismo no lo supe hasta hace una semana…
—Busquemos en la casa. Está toda destrozada. Algo le han hecho.
Se aproximaron lentamente a la casa hundida. Dos de los pilares del tejado del porche estaban desencajados y un extremo del tejado estaba caído. Una esquina de la casa estaba aplastada y hundida hacia adentro. A través de un laberinto de madera astillada se podía ver la habitación de la esquina. La puerta delantera, descolgada, se abría hacia el interior y una verja, fuerte y baja, delante de la puerta, abierta hacia afuera, colgaba de los goznes de cuero.
Joad paró en el escalón, una viga de doce por doce.
—Aquí estaba la entrada —dijo—. Pero ya no es… o Madre está muerta. —Señaló la verja baja ante la puerta—. Si Madre estuviera por aquí, esa verja estaría cerrada y enganchada. Eso era algo que siempre hacía, asegurarse de que la verja estuviera cerrada.
Sentía los ojos calientes.
—Desde que un cerdo se metió en casa de Jacobs y se comió al bebé. Milly Jacobs había salido un momento al granero. Volvió cuando el cerdo aún se lo estaba comiendo. La señora Jacobs estaba embarazada y cayó en un delirio. Nunca se recuperó. Desde entonces estuvo algo sonada. Pero Madre aprendió la lección. Nunca dejó la verja abierta a menos que ella misma estuviera en casa. Jamás lo olvidó. No…, se han ido, o están muertos.
Se encaramó al porche rajado y miró en la cocina. Las ventanas estaban rotas, había piedras por el suelo, el suelo y las paredes se hundían desde la puerta formando un ángulo muy inclinado y el polvo asentado cubría las tablas. Joad señaló los cristales rotos y las piedras.
—Chicos —dijo—. Pueden recorrer veinte millas con tal de romper una ventana. Yo también solía hacerlo. Saben cuándo una casa se queda vacía, se enteran. Es lo primero que los chicos hacen cuando una familia se marcha.
La cocina estaba vacía, y el agujero redondo por el que salía el tubo del fogón al exterior dejaba entrar la luz. En la tabla del fregadero había quedado un viejo abrelatas y un tenedor roto al que le faltaba el mango de madera. Joad se deslizó cauteloso en la habitación y el suelo crujió bajo su peso. Había una copia atrasada del Ledger de Filadelfia en el suelo, junto a la pared, con las hojas amarillas y los bordes rizados. Joad echó una ojeada en el dormitorio: ni cama, ni sillas…, nada. En la pared había pegada una foto en color de una muchacha india, con un letrero que indicaba su nombre: Ala Roja; apoyado contra la pared había un listón perteneciente a una cama, y en un rincón un botín de mujer, roto por el empeine, se curvaba hacia arriba en la punta. Joad lo cogió y lo observó.
—Recuerdo este zapato —dijo—. Era de Madre. Ahora está muy desgastado, pero a Madre le gustaban. Los tuvo muchos años. No…, se han ido y lo han llevado todo con ellos.
El sol había descendido tanto que entraba ahora por el ángulo de las ventanas y brillaba en los bordes de los vidrios rotos. Joad se volvió al fin, salió y cruzó el porche. Se sentó en el canto del mismo y apoyó los pies descalzos en el escalón. La luz del atardecer caía sobre el campo y el sauce desmadejado proyectaba una larga sombra.
Casy se sentó junto a Joad y preguntó:
—¿Nunca te escribieron contándote nada?
—No. Ya le dije antes que no son gente de escribir. Padre podría haber escrito, pero no lo hizo. No le gustaba. Escribir le da escalofríos. Cuando quería pedir alguna cosa por catálogo se las arreglaba tan bien como cualquiera, pero ¿escribir por escribir?…, eso no.
Contemplaron la distancia sentados uno junto a otro. Joad dejó su chaqueta enrollada en el porche, junto a él. Sus manos, moviéndose independientes liaron un cigarrillo, lo alisaron y prendieron, y él aspiró profundamente y echó el humo por la nariz.
—Hay algo extraño en todo esto —dijo—. Pero no doy con ello. Tengo la sensación de que algo marcha muy mal. Esto de que la casa esté destrozada y mi familia se haya ido.
—Justo aquí en esta acequia —dijo Casy—, fue donde te bauticé. No eras un mocoso cruel, pero eras fuerte. Te colgaste de las trenzas de aquella chiquilla como un bulldog. Os bautizamos a los dos en nombre del Espíritu Santo y aun así no la soltabas. Tu Padre dijo «Empújale bajo el agua». Así que te metí la cabeza y hasta que no empezaste a echar burbujas no dejaste libre la trenza. No eras cruel sino fuerte. A veces un niño fuerte crece con un buen ramalazo del espíritu dentro de él.
Un flaco gato gris salió furtivamente del cobertizo y se deslizó entre las plantas de algodón hasta acercarse al extremo del porche. Saltó silenciosamente al porche y se aproximó, andando con el vientre bajo, a los hombres. Llegó a un punto situado entre los dos, detrás de ellos y entonces se sentó y estiró la cola recta y pegada al suelo y la punta se agitó levemente. El gato sentado contempló la distancia, igual que los hombres. Joad se volvió a mirar al gato.
—¡Vaya, hombre! Mira quién está aquí. Alguien se ha quedado.
Acercó la mano, pero el gato brincó fuera de su alcance, se volvió a sentar y lamió la almohadilla de su garra alzada. Joad le miró y su rostro expresó desconcierto.
—Ya sé lo que ha pasado —exclamó—. Este gato me acaba de aclarar lo que pasa.
—A mí me parece que han pasado muchas cosas —replicó Casy.
—No, no es sólo esta granja. ¿Por qué no se va el gato con otros vecinos, con los Rance? ¿Cómo es que nadie se ha llevado madera de esta casa? Lleva tres meses vacía y nadie ha robado madera. Hay buenas tablas en el cobertizo, un montón de ellas en la casa, los marcos de las ventanas, y aquí están. No es normal. Eso era lo que me daba vueltas en la cabeza. Y no atinaba con ello.
—Bueno, y ¿qué significa todo esto según tú?
Casy se agachó, se descalzó y estiró los largos dedos en el escalón.
—No sé. No parece quedar ningún vecino. Si hubiera alguno, ¿estaría toda esta buena madera aquí? ¡Pues claro que no! Albert Rance llevó a su familia, los críos, los perros y todo a Oklahoma City una Navidad. Fueron a visitar al primo de Albert. Pues bien, la gente de los alrededores pensó que Albert se había marchado sin decir nada, pensaron que a lo mejor tenía deudas o alguna cuenta pendiente con una mujer. Una semana después, cuando Albert regresó, no quedaba absolutamente nada en esa casa: el fogón había desaparecido, al igual que las camas, los marcos de las ventanas y una buena parte del entablado de la fachada sur de la casa. Se veía el interior perfectamente. Llegó justo cuando Muley Graves se llevaba las puertas y la bomba del pozo. Albert pasó dos semanas haciendo viajes por el vecindario hasta que pudo recuperar todas sus cosas.
Casy se rascó los dedos de los pies voluptuosamente.
—¿Nadie discutió con él? ¿Le devolvieron sus cosas sin más?
—Claro. No estaban robando. Pensaron que lo había dejado y simplemente se lo cogieron. Albert recuperó todo; todo menos un almohadón del sofá, de terciopelo y con un dibujo de un indio. Albert afirmó que lo tenía el abuelo, que el abuelo tenía sangre india en las venas y que por eso quería aquel dibujo. La verdad es que el abuelo lo tenía, pero el dibujo no le importaba un comino. Simplemente, le gustaba el almohadón. Solía llevarlo con él a todas partes y ponerlo allí donde fuera a sentarse. Nunca se lo devolvió. Solía decir: «Si Albert tiene tanto interés en su almohadón, que venga a por él. Pero será mejor que venga disparando, porque si se atreve a acercarse a mi almohadón, le vuelo la maldita cabeza». Así que al final Albert desistió y le regaló el almohadón al abuelo. Sin embargo, el cojín le dio al abuelo una idea: se dedicó a coleccionar plumas de gallina para hacerse un colchón entero de plumas. Pero no lo llegó a conseguir. Una vez Padre se enfadó con una mofeta que había debajo de la casa. Le atizó buenos estacazos y olía tan mal que Madre tuvo que quemar todas las plumas del abuelo para que se pudiera estar en la casa. —Se echó a reír—. El abuelo es un buen elemento, más duro que una piedra. Decía sentado en el almohadón del indio: «Que se atreva Albert a venir y llevárselo. ¡Pues sí!, agarro a ese mequetrefe y lo escurro como si fuera unas bragas».
El gato volvió a acercarse hasta situarse entre los dos hombres, con la cola estirada, y sus bigotes se agitaban de vez en cuando. El sol iba bajando hacia el horizonte y el aire polvoriento era rojo y oro. El gato estiró una zarpa gris e inquisitiva y tocó la chaqueta de Joad. Éste se volvió.
—Vaya, me había olvidado de la tortuga. No la voy a llevar envuelta hasta el fin del mundo.
Sacó del lío la tortuga y la empujó bajo la casa. Pero al cabo de un momento estaba fuera y andando en dirección al suroeste, en la misma dirección que seguía desde el principio. El gato saltó encima de ella, golpeó la cabeza en tensión al tiempo que cortaba con las uñas las patas en movimiento. La vieja cabeza dura y humorística desapareció en el interior de la concha y la gruesa cola se introdujo en ella con un chasquido; cuando el gato se cansó de esperar y se alejó, la tortuga caminó de nuevo hacia el suroeste.
Tom Joad y el predicador contemplaron la tortuga que se marchaba, bandeando las patas e impulsando la pesada y alta bóveda de la concha en camino hacia el suroeste. El gato se arrastró tras ella durante un rato, pero, después de haber recorrido unos diez metros, dibujó con el lomo un arco fuerte y tenso, bostezó y volvió sigilosamente junto a los hombres.
—¿Dónde diablos se imagina que va? —preguntó Joad—. He visto tortugas toda la vida y siempre están yendo a alguna parte. Parece que siempre quieren llegar allí.
El gato gris volvió a sentarse detrás de ellos, entre los dos. Parpadeó con parsimonia. La piel de sus hombros se movió hacia adelante al sentir una pulga y luego regresó a su posición anterior. El gato levantó una garra y la inspeccionó, sacó y escondió las uñas experimentalmente y lamió la almohadilla con la lengua rosada. El rojo sol tocó el horizonte y se extendió como si fuera una medusa, y por encima, el cielo pareció más brillante y más vivo que antes. Joad desenvolvió los zapatos nuevos color mostaza y se sacudió con la mano los pies llenos de polvo antes de calzarse.
Con la mirada sobre los campos, el predicador dijo:
¡Mira! Allí viene alguien. Allí, atravesando el algodón.
Joad dirigió la vista hacia donde señalaba el dedo de Casy.
—Viene a pie —dijo—. El polvo que levanta no me deja verle. ¿Quién diablos será? —Observaron la figura que se aproximaba bajo la luz del atardecer y el polvo que levantaba y que la puesta del sol teñía de rojo—.
—Es un hombre —dijo Joad.
El hombre se fue acercando, y conforme pasaba el granero Joad continuó:
—Pero si yo le conozco. Usted también… Es Muley Graves.
Le llamó:
—¡Eh! Muley, ¿cómo va eso?
El hombre se detuvo, sorprendido por la voz, y después continuó andando con rapidez. Era delgado, más bien bajo. Sus movimientos eran desiguales y rápidos. Llevaba en la mano una bolsa de arpillera. Vestía unos vaqueros con las rodillas y los fondillos gastados y la chaqueta de un viejo traje negro, sucia y con manchas, con las mangas descosidas de los hombros por detrás y las coderas agujereadas por el uso. El sombrero negro estaba tan sucio como la americana, y la cinta, medio desprendida, se movía arriba y abajo con el caminar. El rostro de Muley era suave y no tenía arrugas, pero mostraba la expresión truculenta de un niño malo, con la boca pequeña cerrada con decisión y los ojillos entre ceñudos y petulantes.
—¿Se acuerda usted de Muley? —preguntó Joad en voz baja al predicador.
—¿Quién anda ahí? —inquirió el hombre mientras avanzaba.
Joad no respondió. Muley se acercó hasta estar casi al lado, antes de poder reconocer los rostros.
¡Caramba! —exclamó—. Si es Tommy Joad. ¿Cuándo saliste, Tommy?
—Hace dos días —replicó Joad—. Me llevó algún tiempo llegar hasta aquí haciendo autostop. Y mira con lo que me encuentro. ¿Dónde está mi gente, Muley? ¿Por qué está la casa derrumbada? ¿Para qué hay sembrado algodón en el patio?
—Sí que ha sido una suerte que hayas venido —prosiguió Muley—. Porque el viejo Tom Joad estaba preocupado. Yo estaba sentado en la cocina cuando se preparaban para marchar. Le dije a Tom que yo no me iría, desde luego que no. Le dije eso, y Tom dijo: Estoy preocupado por Tommy. Imagínate que vuelve a casa y se encuentra que no hay nadie. ¿Qué va a pensar? Y yo pregunté: ¿Por qué no le escribes una carta? Tom contestó: Quizá lo haga. Lo pensaré. Pero si no la escribo y tú te quedas, vigila a ver si viene Tommy. Estaré por aquí —le dije—. Estaré hasta que las ranas críen pelo. No ha nacido aún el que pueda echar a un Graves de estas tierras. Y, mira, no lo han hecho.
Joad preguntó impaciente:
—¿Dónde está mi gente? Ya me dirás luego cómo te has resistido, pero ahora dime dónde está mi familia.
—Bueno, iban a echarles cuando el banco decidió que el tractor pasara por vuestros campos. Tu abuelo salió con el rifle y voló los faros del tractor, pero éste siguió avanzando. Tu abuelo no quería matar al conductor, que era Willy Feeley y, como Willy lo sabía, siguió en línea recta y se llevó la casa por delante, la embistió como un perro a una rata. A Tom eso le llegó al alma y le arrancó algo en su interior. No ha vuelto a ser el mismo desde entonces.
—¿Dónde están? —preguntó Joad enfadado.
—Es lo que te estoy diciendo. Hicieron tres viajes con el carro del tío John. Se llevaron el fogón, la bomba y las camas. Debías haber visto cómo sacaban las camas, con los niños, tu abuelo y tu abuela sentados apoyándose contra los cabeceros, y tu hermano Noah sentado, fumando un cigarrillo y escupiendo por el lado del carro, todo presumido.
Joad abrió la boca para hablar.
—Están todos en casa de tu tío John —añadió Muley con rapidez.
—Ah, bueno. Están en casa de John. ¿Y qué hacen allí? Contesta a mi pregunta, Muley, limítate a contestar mi pregunta. Sólo es un minuto, luego me cuentas lo que quieras. ¿Qué hacen allí?
—Bueno, han estado recogiendo algodón, todos, incluso los niños y tu abuelo. Ahorrando dinero para marchar hacia el oeste. Van a comprar un camión y a encaminarse al oeste, donde la vida es fácil. Aquí no hay nada. Pagan cincuenta centavos por cada acre de algodón recogido y la gente suplica para que le permitan trabajar.
—¿Y aún no se han ido?
—No —dijo Muley—, que yo sepa no. Hace cuatro días supe de ellos por última vez, cuando encontré a tu hermano Noah cazando liebres, y dijo que pensaban irse dentro de unas dos semanas. A John le ha llegado el aviso de que tiene que marcharse. No tienes más que andar ocho millas hasta la casa de John. Allí encontrarás a los tuyos apilados como ardillas en una madriguera invernal.
—Bien —dijo Joad—. Ahora ya puedes decir lo que quieras. No has cambiado ni pizca, Muley. Cuando quieres contar algo que pasa en el noroeste, empiezas por apuntar al sureste.
Muley replicó con expresión truculenta:
—Tú tampoco has cambiado. De niño eras un sabihondo y aún lo eres. ¿No me irás a decir, por casualidad, qué hacer con mi vida?
Joad sonrió.
—No, no lo voy a hacer. Si te empeñas en meter la cabeza en un montón de vidrios rotos no hay Dios que te haga cambiar de idea. Conoces al predicador, ¿no, Muley? El reverendo Casy.
—Ah, sí, claro. No me había fijado. Le recuerdo bien. —Casy se puso en pie y se dieron la mano—. Me alegro de volver a verle —dijo Muley—. Ha estado usted fuera una barbaridad de tiempo.
—Quería preguntarle algo —dijo Casy—. ¿Qué ha pasado? ¿Por qué están echando a la gente de sus tierras?
Muley cerró la boca y apretó tanto los labios que el pequeño pico que se formaba en el labio superior se estiró hasta sellar el labio inferior. Frunció el ceño.
—Esos hijos de puta —dijo—. Esos asquerosos hijos de puta. Pero lo que es yo, me quedo. No se librarán de mí. Si me echan a patadas, volveré, y si se figuran que bajo tierra me estaré quieto, me voy a llevar dos o tres hijos de puta conmigo para que me hagan compañía —dio unas palmadas a un objeto pesado que llevaba en un bolsillo lateral de la chaqueta—. Yo no me largo. Mi padre vino hace cincuenta años y yo no pienso irme.
—Pero ¿qué pretenden echando a la gente? —preguntó Joad.
—Bah, ellos hablan más que valen. Ya sabéis los años que hemos tenido: el polvo se levantaba y echaba todo a perder, y la cosecha era tan poca que no daba ni para atascar el culo de una hormiga. Todo el mundo debía dinero en la tienda. Ya veis lo que pasa. Pues bien, los propietarios de la tierra dijeron: «No nos podemos permitir el lujo de tener arrendatarios. Lo que gana el arrendatario es precisamente el margen de beneficios que no nos podemos permitir perder. La tierra sólo resulta rentable si la dejamos sin dividir». Así que el tractor fue echando de las tierras a todos los arrendatarios. A todos menos a mí, y juro que yo no me voy. Tommy, tú me conoces. Me conoces de toda la vida.
—Tienes toda la razón —dijo Joad—, de toda la vida.
—Bueno, ya sabes que yo no soy un imbécil. Sé que esta tierra no vale demasiado. Nunca fue buena más que para pasto. No debimos ararla. Y ahora el algodón está a punto de ahogarla. Si no me hubieran dicho que me fuera, seguramente ahora mismo estaría en California, comiendo uvas y cogiendo naranjas cuando me apeteciera. Pero esos hijos de puta me dicen que me vaya y… ¡Dios!, un hombre no puede irse si se lo ordenan.
—Claro —asintió Joad—. Me extraña que Padre se fuera tan tranquilo. Me extraña que el abuelo no matara a nadie. Nadie le ha ordenado nunca al abuelo dónde tiene que poner los pies. Y Madre tampoco se deja avasallar así como así. En una ocasión le dio a un buhonero una paliza con un pollo vivo, porque se atrevió a discutirle a ella. Madre tenía el pollo en una mano y el hacha en la otra, estaba a punto de cortarle la cabeza. Quiso darle al buhonero con el hacha, pero se confundió de mano y le atizó con el pollo. Cuando acabó con el buhonero, no pudimos ni comernos aquel pollo. Lo único que quedaba de él eran las patas, colgando de la mano de Madre. El abuelo se dislocó la cadera de tanto reír. ¿Cómo es que mi familia se fue sin rechistar?
—Bueno, el tipo que vino hablaba como los ángeles. «Os tenéis que ir. Yo no tengo la culpa». ¿Y de quién es la culpa?, le pregunté yo. Porque al culpable le abro la cabeza. Es la Compañía de tierras y ganados de Shawnee. Yo sólo cumplo órdenes, y ¿quién es esa compañía? No es nadie, es una compañía. Para volverle a uno loco. No había nadie a por quien pudieras ir. Mucha gente sencillamente se cansó de buscar a alguien a quien echar la culpa y con quien descargar su furia. Pero yo no. Yo no me harto de estar enfadado y no pienso marchar.
Una gran gota de sol se dilató sobre el horizonte y luego desapareció, y el cielo se volvió brillante por donde había desaparecido, y una nube desgarrada, como un trapo ensangrentado, colgó sobre el mismo punto por el que la gota se había diluido. El anochecer se extendió por el cielo desde el este y la oscuridad avanzó sobre la tierra. La estrella de la tarde parpadeó y brilló en el crepúsculo. El gato gris se deslizó hacia el granero abierto y entró en él como una sombra.
—Bueno, no vamos a andar esta noche las ocho millas hasta la casa del tío John —dijo Joad—. Tengo los pies reventados. ¿Qué tal si vamos a tu casa, Muley? Hasta allí no habrá más de una milla.
—No tiene mucho sentido. —Muley parecía avergonzado—. Mi mujer, los niños, el hermano de mi mujer, todos se han ido a California. No había para comer. Ellos no estaban tan furiosos como yo, así que se fueron. Aquí no teníamos qué llevarnos a la boca.
El predicador se movió nerviosamente.
—Debías haber ido tú también. No tenías que haber roto la familia.
—No pude —dijo Muley Graves—. Hay algo aquí que, simplemente, no me deja marchar.
—Pues yo tengo hambre —interrumpió Joad—. Durante cuatro años he estado comiendo siempre a la misma hora. Mis tripas se están quejando a gritos. ¿Qué vas a comer, Muley? ¿Cómo has hecho para seguir teniendo comida?
Muley respondió avergonzado:
—Durante un tiempo comí ranas y ardillas y algún perro de la pradera, no me quedó más remedio. Pero ahora he puesto algunas trampas entre la maleza del arroyo seco. Caen conejos y a veces algún pollo de la pradera. También caen mofetas y mapaches —bajó la mano, levantó su bolsa y la vació en el porche. Dos conejos de rabo blanco y una liebre, suaves y peludos, cayeron rodando blandamente.
—Dios mío —exclamó Joad—, hace más de cuatro años que no he comido carne fresca.
Casy cogió uno de los conejos y lo sostuvo en la mano. Preguntó:
—¿Lo vas a compartir con nosotros, Muley Graves?
Muley se removió turbado.
—No tengo elección —se interrumpió al darse cuenta de la brusquedad de sus palabras—. No es eso lo que quise decir, no. Lo que digo… —balbuceó—, lo que quiero decir es que si uno tiene algo de comer y hay otro que tiene hambre, pues al primero no le queda alternativa. Vamos, suponed que recojo mis conejos y me voy a otro sitio a comérmelos. ¿Qué pensaríais?
—Ya veo —dijo Casy—. Ya te entiendo. Muley tiene razón en eso, Tom. Muley ha encontrado algo demasiado grande para él y demasiado grande para mí.
Tom se frotó las manos.
—¿Quién tiene un cuchillo? Ataquemos a este pobre roedor. A por él.
Muley se llevó la mano al bolsillo del pantalón y sacó una navaja, grande y con un puño de hueso. Tom Joad la cogió, sacó una hoja y la olió. Restregó la hoja una y otra vez por la tierra y la volvió a oler. Luego la limpió en la pernera de su pantalón y probó el filo con el pulgar.
Muley sacó una botella de agua de un bolsillo y la puso en el porche.
—Lleva cuidado con el agua —dijo—. Es la única que tenemos. Este pozo de aquí está cegado.
Tom cogió un conejo con la mano.
—Id uno de los dos al cobertizo a por alambre de embalar. Haremos un fuego con algunas de estas tablas rotas de la casa —contempló el conejo muerto—. No hay nada tan fácil de preparar como un conejo —dijo.
Levantó la piel del lomo, hizo un corte, metió los dedos en el agujero y arrancó la piel. Ésta se deslizó como una media, del tronco hasta el cuello y de las patas hasta las pezuñas. Joad volvió a tomar la navaja y le cortó la cabeza y las pezuñas. Dejó la piel en el suelo, rajó al conejo a lo largo de las costillas y después de sacudir los intestinos y dejarlos sobre la piel arrojó el lío al campo de algodón. El pequeño cuerpo de músculos bien formados quedó listo. Joad cortó las patas y el lomo carnoso en dos pedazos. Estaba empezando con el segundo conejo cuando volvió Casy con una maraña de alambre de embalar en la mano.
—Ahora enciende el fuego y prepara algunas estacas —dijo Joad—. ¡Dios!, que gana tengo de comerme estos bichos. —Limpió y troceó los otros conejos y los ensartó en el alambre.
Muley y Casy arrancaron unas tablas astilladas de la casa destruida con las que encendieron una hoguera, y clavaron en la tierra una estaca a cada lado donde enganchar el alambre. Muley se acercó a Joad.
—Mira bien que la liebre no tenga ningún divieso —dijo—. No me gusta comer liebres que tienen diviesos. —Sacó del bolsillo una bolsita de paño y la puso en el porche.
—Ni rastro de diviesos en la liebre —dijo Joad—. Santo Cielo, ¿también tienes sal? ¿No tendrás por casualidad unos platos y una tienda de campaña en el bolsillo? —Dejó caer algo de sal en su mano y la espolvoreó sobre los trozos de conejo ensartados en el alambre.
El fuego saltaba y arrojaba sombras sobre la casa, y la madera seca crepitaba y crujía. El cielo estaba casi completamente negro y las estrellas brillaban con intensidad. El gato gris salió del granero y trotó hacia el fuego maullando, pero cuando ya estaba cerca, se volvió y se dirigió directamente a uno de los pequeños montones que contenían las entrañas de los conejos. Masticó y tragó y las tripas quedaron colgando de su boca.
Casy se sentó en el suelo junto al fuego, alimentándolo con trozos rotos de tablas, empujando las tablas largas dentro de la hoguera cuando las llamas devoraban los extremos. Los murciélagos de la noche volaban un momento sobre el fuego y salían igual de rápido del círculo de luz proyectado por la hoguera. El gato volvió a aproximarse, se agachó, se lamió el hocico y se limpió la cara y los bigotes.
Joad se acercó al fuego con el alambre repleto de trozos de conejo entre las dos manos.
—Agarra un extremo, Muley. Enróllalo en aquella estaca. Así, muy bien. Vamos a tensarla. Deberíamos esperar a que sólo quedaran las brasas, pero no puedo más.
Tensó el alambre y encontró un palo con el que hizo deslizarse por el alambre los trozos de carne, hasta que quedaron sobre el fuego. Las llamas lamieron la carne, endureciendo y haciendo brillar las superficies. Joad se sentó junto al fuego, pero siguió moviendo y girando el conejo con el palo para que no se pegara al alambre.
—Esto es un banquete —dijo—. Muley tiene sal, agua, conejos. Ojalá tuviera un bote de maíz molido. No necesito nada más.
Desde el otro lado de la hoguera Muley dijo:
—Seguramente piensan que estoy sonado, por vivir así.
—De sonado nada —respondió Joad—. Si eso es estar sonado, ojalá todo el mundo lo estuviera.
Muley prosiguió:
—Pues sí, señor, es una cosa extraña. Algo me pasó cuando me dijeron que tenía que irme. Primero pensé ir y matar a unos cuantos. Luego, cuando mi familia se largó al oeste, me puse a vagabundear por ahí. Me dio por andar, sin alejarme nunca mucho. Duermo donde me pilla. Esta noche iba a dormir aquí. Por eso vine. Me decía: «Estoy cuidando las cosas para que cuando la gente vuelva encuentre todo como es debido». Pero sabía que no era cierto. No hay nada que cuidar. La gente nunca volverá. No hago más que andar de un lado para otro como un maldito fantasma de cementerio.
—Cuando uno se acostumbra a un sitio es difícil dejarlo —dijo Casy—. Uno se acostumbra a pensar de una forma y luego cuesta cambiar. Ya no soy predicador, pero me sorprendo continuamente rezando, sin darme cuenta siquiera de lo que hago.
Joad giró los trozos de carne del alambre. Ahora goteaban, y cada gota, al caer en el fuego, hacía subir una lengua de llama. La superficie lisa de la carne se arrugaba y se teñía de color marrón claro.
—Oledla —exclamó Joad—. ¡Dios!, mirad qué aspecto tiene y qué olor.
Muley continuó:
—Igual que un maldito fantasma de cementerio. He estado yendo a los lugares en los que pasaron cosas. Como, por ejemplo, un sitio que hay en nuestra propiedad; crece un arbusto en una hondonada. Allí fue donde me acosté con una chica por primera vez. Yo, con catorce años, pateando, dando tirones, resoplando igual que un gamo, tan cachondo como un macho cabrío. Así que volví a aquel lugar, me tendí en el suelo y sentí como si sucediera de nuevo. También está el sitio, detrás del granero, donde un toro corneó a Padre. Su sangre sigue allí en la tierra. Tiene que estar porque nunca la lavó nadie. Y con la mano toqué esa tierra de la que la sangre de mi propio padre forma parte. —Hizo una pausa, incómodo: —¿Piensan que estoy chalado?
Joad giró la carne con la mirada dirigida a su interior. Casy, con los pies recogidos, contempló el fuego. A unos cinco metros estaba sentado el gato, con el estómago lleno, la larga cola gris envuelta pulcramente alrededor de las patas delanteras. Un gran búho chilló al volar sobre sus cabezas y la luz de la lumbre reveló su pecho blanco y las alas extendidas.
—No —dijo Casy—. Estás solo, pero no estás chalado.
El pequeño rostro de Muley estaba tenso y rígido.
—Puse la mano en esa tierra donde aún está la sangre, y vi a mi padre con un agujero en el pecho, lo sentí temblando contra mi cuerpo como cuando ocurrió y vi cómo se recostaba y estiraba las manos y los pies. Vi sus ojos, inundados de dolor y luego vi cómo quedaba inmóvil, los ojos límpidos, mirando hacia arriba. Yo era un crío pequeño y estaba sentado allí, sin llorar ni nada, sentado solamente. —Negó bruscamente con la cabeza. Joad daba a la carne una vuelta tras otra—. Fui al cuarto donde nació Joe. No estaba la cama, pero la habitación era la misma. Todas estas cosas son reales y están en el lugar donde sucedieron. Joe volvió a nacer allí mismo. Dio una profunda boqueada y luego soltó un berrido que se podía oír a una milla de distancia. Su abuela repetía: «Qué joya, qué joya» una y otra vez. Y estaba tan orgullosa que esa noche rompió tres tazas.
Joad carraspeó.
—Creo que podemos empezar a comer.
—Deja que se haga bien, que se tueste, que se ponga casi negra —dijo Muley irritado—. Quiero hablar. No he hablado con nadie. Si estoy chalado, estoy chalado y en paz. Igual que un fantasma de cementerio que recorre las casas de los vecinos por la noche. Las de Peters, Jacobs, Rance, Joad; todas las casas están oscuras, se alzan como cajas llenas de ratas, pero en ellas solía haber buenas fiestas y bailes. Se celebraban servicios y se oía gritar ¡Gloria! También había bodas, en todas las casas. Y entonces me daban ganas de ir a la ciudad y matar a algunos. Pero ¿qué consiguieron cuando el tractor empujó a la gente fuera de las tierras? ¿Qué se llevaron para asegurar su margen de beneficios? Se llevaron a Padre muriendo sobre la tierra, a Joe gritando al empezar a respirar, a mí agitándome como un macho cabrío, por la noche, bajo un arbusto. ¿Qué han conseguido? Dios sabe que la tierra no vale nada. Nadie ha tenido una buena cosecha en años. Pero esos hijos de puta, sentados en sus escritorios, han partido en dos a la gente por su margen de beneficios. Simplemente los han cortado al medio. Una parte de la gente es el lugar donde vive. Nadie está completo, allí solo en la carretera, en un camión atestado. Ya no están vivos. Esos hijos de puta los han matado. —Quedó en silencio; sus finos labios seguían moviéndose y su pecho aún jadeaba. Se sentó y se miró las manos a la luz de la lumbre. —He estado mucho tiempo sin hablar con nadie —se disculpó suavemente—. He estado entrando y saliendo a hurtadillas, como un viejo fantasma de cementerio.
Casy empujó las tablas largas hacia el fuego y las llamas lamieron las tablas y se elevaron de nuevo hasta la carne. La casa crujió ruidosamente cuando el aire más fresco de la noche contrajo la madera. Casy dijo en voz baja:
—Tengo que ver a la gente que está en la carretera. Tengo el presentimiento de que debo verla. Esas personas van a necesitar una clase de ayuda que no les va a dar la oración. ¿Cómo van a tener la esperanza del cielo cuando no viven sus vidas? ¿Cómo van a albergar el Espíritu Santo si su propio espíritu está abatido y triste? Necesitarán ayuda. Han de vivir antes de permitirse el lujo de morir.
Joad gritó nervioso:
—Santo cielo, comamos la carne antes de que se encoja tanto como un ratón asado. Miradla, ¡cómo huele! —Se puso en pie de un salto y deslizó los trozos de carne por el alambre hasta que quedaron fuera del alcance del fuego. Cogió la navaja de Muley y cortó un trozo de carne hasta librarlo del alambre.— Éste para el predicador —dijo.
—Te he dicho que no soy predicador.
—Bueno, pues entonces para el hombre. —Cortó otro trozo.— Toma, Muley, si no estás demasiado trastornado para comer. Éste es de liebre. Más duro que una vaca. —Se volvió a sentar, clavó sus largos dientes en la carne, arrancó un gran bocado y masticó—. ¡Dios! ¡Cómo cruje! —Le dio otro mordisco vorazmente.
Muley permanecía sentado contemplando su carne.
—Quizá no debería haber hablado así —dijo—. A lo mejor cada uno debe guardarse esas cosas en la cabeza.
Casy le echó una mirada, con la boca llena de conejo. Masticó y el musculoso cuello se convulsionó al tragar.
—Sí, deberías hablar —dijo—. A veces un hombre triste puede sacar por la boca toda su tristeza, o un asesino puede hablar del asesinato y no cometerlo. Has hecho bien. No mates a nadie si puedes evitarlo.
Mordió otro pedazo de conejo. Joad arrojó los huesos al fuego, se levantó y sacó más trozos del alambre. Muley comía ahora despacio, mientras sus ojillos nerviosos iban de uno a otro de sus compañeros. Joad comía ceñudo como un animal, y un círculo de grasa iba rodeando su boca.
Durante un largo rato Muley le observó, casi con timidez. Bajó la mano que sujetaba la carne.
—Tommy —dijo.
Joad levantó la vista sin dejar de roer la carne.
—¿Sí? —dijo con la boca llena.
—Tommy, ¿no te enfadas conmigo por hablar de matar gente? ¿No te picas, Tom?
—No —respondió Tom—. No estoy picado. No es más que algo que pasó.
—Todo el mundo sabe que no fue culpa tuya —dijo Muley—. El viejo Turnbull dijo que iría a por ti cuando salieras, que nadie podía matar a uno de sus hijos. Sin embargo, entre todos los de los contornos le disuadieron.
—Estábamos borrachos —dijo Joad quedamente—. Borrachos en un baile. No sé cómo empezó la cosa, pero de pronto sentí el cuchillo entrar en mí y ya estaba completamente sobrio. Lo primero que veo es a Herb que viene a por mí otra vez con el cuchillo. Había una pala apoyada en la pared de la escuela, así que la agarré y le aplasté la cabeza. Yo no tenía nada contra Herb. Era buena gente. Solía perseguir a mi hermana Rosasharn cuando era un crío. No, Herb me caía bien.
—Sí, eso es lo que todos le dijimos a su padre hasta que conseguimos calmarle. Dicen por ahí que el viejo Turnbull tiene sangre Hatfield por parte materna y debe vivir de acuerdo con ello. Yo eso no lo sé. Él y su familia se fueron a California hace seis meses.
Joad sacó el resto del conejo del alambre y lo repartió. Se volvió a acomodar y siguió comiendo, más despacio ahora, masticando regularmente, y se limpió la grasa de la boca con la manga. Clavó los ojos, negros, entrecerrados y pensativos en la hoguera que moría.
—Todo el mundo se va al oeste —dijo—. Yo estoy en libertad bajo palabra. No puedo salir del estado.
—¿Libertad bajo palabra? —preguntó Muley—. He oído hablar de ella. ¿En qué consiste?
—Mira, he salido antes de tiempo, tres años antes. Tengo que cumplir unas normas si no quiero que me vuelvan a encerrar. Tengo que presentarme cada cierto tiempo.
—¿Cómo te trataron en McAlester? El primo de mi mujer estuvo allí y lo pasó fatal.
—No es para tanto —replicó Joad—. Es como en todas partes. Te tratan mal si montas bronca. Puedes ir tirando bien, a menos que a algún guarda le dé por ir a por ti. Entonces sí que lo pasas mal. A mí me fue bien. No me metí en los asuntos de nadie, que es lo que hay que hacer. Aprendí a escribir como los ángeles. No sólo palabras también a dibujar pájaros y cosas así. A mi viejo no le va a gustar cuando me vea dibujar un pájaro de un trazo. Seguro que le sienta mal. No le gustan esas monerías. Ni siquiera le gusta escribir palabras. Supongo que le da miedo o algo así. Cada vez que Padre ha visto un escrito, alguien le ha quitado algo.
—¿No te pegaron palizas ni nada parecido?
—No, yo me limité a dedicarme a mis asuntos. Claro que acabas bien harto de hacer lo mismo un día tras otro durante cuatro años. Si has hecho algo de lo que te avergüenzas, puedes dedicarte a pensar en eso. Pero, demonios, si ahora viera a Herb Turnbull venir a por mí con el cuchillo le volvería a reventar la cabeza con la pala.
—Como cualquiera —dijo Muley.
El predicador contempló con fijeza el fuego; su frente despejada relucía blanca al caer la oscuridad. El parpadeo de las llamas bajas iluminaba los nervios de su cuello. Con las manos, abrazadas alrededor de las rodillas, hacía crujir los nudillos.
Joad tiró los últimos huesos a la lumbre, se chupó los dedos y luego se secó en el pantalón. Se levantó y fue a por la botella de agua que estaba en el porche, bebió un poco y pasó la botella antes de sentarse. Continuó:
—Lo que más me molestaba era que no tenía sentido. No intentas encontrar sentido al hecho de que un rayo mate a una vaca o haya una inundación. Eso son las cosas que pasan. Pero cuando unos hombres te cogen y te encierran cuatro años, debería tener algún sentido. Se supone que los hombres hacen cosas racionales. Aquí estoy yo, me meten allí, me encierran y me alimentan cuatro años. Así deberían conseguir cambiarme de modo que no lo volviera a hacer o, si no, castigarme para que no me atreva a repetirlo —hizo una pausa—; pero si Herb o cualquier otro viniera a por mí, lo volvería a hacer. Antes incluso de darme cuenta. Sobre todo estando borracho. Me preocupa esa especie de inconsciencia con que puedes actuar.
Muley observó:
—El juez dijo que había sido benévolo al decidir la sentencia porque la culpa no era toda tuya.
—Había un tipo en McAlester —dijo Joad—. Estaba condenado a cadena perpetua. Estudiaba todo el tiempo. Es el secretario del guarda, le escribía las cartas y cosas así. Es muy inteligente, lee derecho y cosas parecidas. Bueno, pues como él lee tanto, una vez hablé con él sobre esa idea que me preocupa. Y me dijo que leer libros no servía para nada, que él había leído todo acerca de las cárceles, las de ahora y las de hace mucho tiempo; y dice que ahora le parece que tienen menos sentido que cuando empezó a leer. Dice que es un asunto que empezó hace siglos, nadie parece ser capaz de ponerle fin y no hay nadie con el sentido común suficiente para cambiarlo. Me dijo: por el amor de Dios, no leas sobre eso porque, por una parte, sólo conseguirás embrollarte más, y por otra, perderás el respeto por los que manejan los gobiernos.
—Lo que es yo no es que les tenga demasiado respeto ahora mismo —dijo Muley—. El único gobierno que tenemos y que nos afecta es el «margen de beneficios seguros». Hay algo que me dejó perplejo: Willy Feeley conducía el tractor y va a ser el hombre de paja que supervise la tierra que su propia familia trabajaba. Eso me preocupa. Lo comprendería si fuera alguien que viene de fuera y que no sabe nada de nosotros, pero Willy es de aquí. Me preocupó tanto que fui a verle y le pregunté. Inmediatamente se puso furioso. «Tengo dos niños pequeños», dijo. «Están mi mujer y mi suegra. Todos tienen que comer». Se puso como loco. «Lo primero y lo único que tengo que pensar es en mi familia propia», explicó. «Lo que le pase a otra gente no es mi problema». Me parece que estaba avergonzado y por eso se enfureció.
Jim Casy había permanecido con la mirada fija en el fuego agonizante, mientras sus ojos se agrandaban y los músculos del cuello sobresalían cada vez más. De pronto exclamó:
—¡Lo tengo! Si alguna vez un hombre ha tenido al espíritu en él, ése soy yo. Me ha llegado como un relámpago. —Se levantó de un salto y paseó de un lado a otro balanceando la cabeza.— En una ocasión tuve una carpa. Atraía hasta a quinientas personas cada noche. Esto fue antes de que me conocierais ninguno de los dos —se interrumpió y se encaró con ellos—. ¿No notasteis que nunca hice colecta cuando predicaba a las gentes de aquí, ya fuera en graneros o al aire libre?
—Es verdad, nunca hizo colecta —respondió Muley—. La gente de por aquí se acostumbró a no dar dinero y cuando algún otro predicador venía y pasaba el sombrero les sentaba mal. Sí, señor.
—Aceptaba comida —continuó Casy—. Cogía unos pantalones cuando los míos se rompían y un par de zapatos viejos si ya iba pisando el suelo, pero no era igual que cuando tenía la carpa. Algunos días sacaba diez o veinte dólares. Pero no me gustaba, así que dejé de predicar y, durante un tiempo, estuve contento. Creo que el espíritu ha vuelto a mí. No sé si podré predicar. No intentaré volver a predicar, pero quizá haya algún lugar donde pueda hacerlo, donde deba haber un predicador. Gente solitaria viajando por la carretera, sin tierras, sin un hogar a donde dirigirse. Necesitan tener alguna clase de hogar. Tal vez…
Se detuvo junto al fuego. Los cien músculos visibles en su cuello sobresalían en relieve y la luz de la hoguera penetró hondo en sus ojos y encendió en ellos rojos rescoldos. Inmóvil contempló el fuego, el rostro tenso como si escuchara, y las manos que se habían movido para recoger ideas, para estudiarlas y exponerlas, se inmovilizaron y luego buscaron los bolsillos. Los murciélagos revolotearon entrando y saliendo del pálido círculo de luz y un halcón nocturno lanzó su suave grito desvaído sobre los campos.
Con calma, Tom sacó tabaco del bolsillo, lió un cigarrillo lentamente mirando las ascuas mientras sus manos trabajaban. Ignoró por completo el monólogo del predicador, como si fuera un pensamiento íntimo que no hay que inspeccionar.
—Cada noche, tendido en mi litera, imaginaba cómo sería cuando volviera a casa. Quizá el abuelo habría muerto, o la abuela, y tal vez habría algún niño más. A lo mejor Padre ya no sería tan duro y Madre se permitiría un descanso dejando que Rosasharn trabajara. Sabía que no sería igual que antes. Bueno, creo que debemos dormir aquí y cuando amanezca podemos ir a casa del tío John. O yo voy, al menos. ¿Vendrá conmigo, Casy?
El predicador seguía de pie, contemplando las ascuas. Respondió sin prisa:
—Sí, voy contigo. Y cuando vayáis carretera adelante iré con vosotros. Estaré con las gentes que viajan.
—Es bienvenido —dijo Joad—. A Madre siempre le gustó. Decía que era usted un predicador de fiar. Rosasharn era aún una chiquilla —volvió la cabeza—. Muley, ¿vas a seguir camino con nosotros? —Muley miraba la carretera por la que había venido.
—¿Crees que vendrás, Muley? —repitió Joad.
—¿Eh? No. No voy a ningún lado ni me voy a ningún lugar. ¿Ves aquel resplandor de allí, saltando de arriba abajo? Seguramente es el encargado de este campo de algodón. Alguien debe haber visto nuestro fuego.
Tom miró. Una luz brillante se acercaba por la colina.
—No hacemos nada malo —dijo—. Sólo estamos aquí sentados, no hemos hecho nada.
Muley soltó una risita aguda.
—¡Ya! Nada más que por estar aquí ya estamos haciendo algo. Hemos entrado en una propiedad y eso es ilegal. No nos podemos quedar. Llevan dos meses intentando cogerme. Mirad. Si lo que viene es un coche, nos echamos al suelo entre el algodón. No tenemos que ir lejos. Y entonces, ¡que traten de encontrarnos! Hay que buscar en cada surco por separado. Simplemente, mantened la cabeza baja.
—¿Qué te ha pasado, Muley? —exigió Joad—. Nunca estuviste hecho para correr y esconderte. Antes resistías.
Muley contempló las luces que se aproximaban.
—Sí —contestó—. Antes resistía como un lobo, ahora como una comadreja. Cuando vas de caza, tú eres el cazador y eres fuerte. Nadie puede vencer a un cazador. Pero cuando eres el cazado, entonces es diferente. Cambias. No eres fuerte: puedes ser fiero, pero no fuerte. Llevan mucho tiempo ya intentando cazarme. Ya no soy el cazador. Ahora sería capaz de pegarle a uno un tiro en la oscuridad pero ya no puedo apalear a nadie con la estaca de una cerca. No sirve de nada engañarnos o engañarme. La cosa es así.
—Bueno, ve tú a esconderte —dijo Joad—. Casy y yo les vamos a decir cuatro cosas a estos cabrones.
El destello de luz estaba ya próximo, botaba hacia el cielo y desaparecía y luego volvía a botar. Los tres hombres lo miraban con fijeza.
—Hay algo más acerca de ser la presa —dijo Muley—. Te acostumbras a no perder de vista ninguno de los peligros. Cuando cazas, no te paras a pensar en ellos y no tienes miedo. Como tú mismo me has dicho, si te metes en cualquier lío, te mandan a McAlester de nuevo a cumplir el resto de tu condena.
—Tienes razón —concedió Joad—. Eso fue lo que me dijeron, pero sentarme aquí o dormir en el suelo…, eso no es meterse en ningún lío. No es nada malo, no es como emborracharse o armar bronca.
—Espera y verás —rio Muley—. Quédate sentado a esperar que llegue el coche. Quizá sea Willy Feeley, que ahora es ayudante del sheriff. Te preguntará: «¿Qué haces aquí? Esto es propiedad privada». Tu siempre has sabido que Willy es un imbécil, así que le contestas: «¿Y a ti que te importa?». Willy se enfada y dice: o te largas o te encierro. Pero tú no vas a dejar que Feeley te dé órdenes y te avasalle porque esté enfadado y asustado. Se ha tirado un farol pero tiene que mantenerlo y aquí estás tú, poniéndote pesado y tendrás que llegar hasta el final. ¡Maldita sea!, es mucho más fácil tenderse entre el algodón y dejar que busquen. Además, es más divertido, porque se enfadan y no pueden hacer nada, mientras tú te ríes de ellos. Por el contrario, intenta hablar con Willy o cualquier otro mandamás, pégale una paliza: te encerrarán y te meterán en McAlester tres años más.
—Todo eso es cierto —dijo Joad—. Muy cierto. Pero no resisto que me digan lo que tengo que hacer. Preferiría cien veces darle a Willy una buena somanta de palos.
—Tiene un arma —argumentó Muley—. Y como es ayudante del sheriff, la usará. Entonces, o te mata o le quitas el arma y le matas tú. Venga ya, Tommy. Sólo tienes que decirte a ti mismo que les estás tomando el pelo escondiéndote. En realidad, lo único que cuenta es lo que te digas a ti mismo.
Las potentes luces iluminaban el cielo y se oía el murmullo continuo de un motor.
—Venga, Tommy. No hay que ir lejos, unos catorce o quince surcos, y desde allí podemos ver lo que hacen.
Tom se puso en pie.
—Tienes toda la razón —dijo—. Pase lo que pase, no voy a ganar nada quedándome.
—Pues venga, vamos por aquí. —Muley rodeó la casa y entró unos cincuenta metros en el campo de algodón—. Aquí ya está bien —opinó—. Ahora al suelo. Si encienden el faro, bajad la cabeza. Es divertido —los tres hombres se tumbaron y se incorporaron un poco apoyando los codos. Muley se alzó de un salto, corrió hacia la casa y en unos segundos regresó y dejó caer un fardo de chaquetas y zapatos.
—Se los habrían llevado para desquitarse —explicó. Las luces coronaron la loma y bajaron hacia la casa.
—¿No vendrán a buscarnos con linternas? —preguntó Joad—. Me gustaría haber cogido un palo.
—No, no vendrán —rio Muley con suavidad—. Ya te dije que me he vuelto astuto como una comadreja. A Willy se le ocurrió una noche buscarme así y le aticé por detrás con una estaca. Le dejé más seco que un palo. Luego fue contando que le habían atacado cinco tipos.
El coche frenó junto a la casa y la luz de un foco brilló de pronto.
—Agachaos —advirtió Muley. La franja de fría luz blanca osciló por encima de sus cabezas y recorrió en zig-zag el campo. Los hombres ocultos no percibían ningún movimiento, pero oyeron el golpe de una puerta de coche al cerrarse y voces.
—Tienen miedo de que la luz les descubra —susurró Muley—. Un par de veces he disparado a los faros. Willy se mantiene en guardia. Hay alguien con él esta noche.
Oyeron pasos sobre la madera y vieron el resplandor de una linterna saliendo del interior de la casa.
—¿Disparo a través de la casa? —murmuró Muley—. No podrán ver de dónde viene y les damos algo en qué pensar.
—Sí, por qué no —respondió Joad.
—No —susurró Casy—, no servirá de nada. Es perder el tiempo. Tenemos que pensar algo que podamos hacer y sirva de algo.
De cerca de la casa les llegó un sonido como de arañazos.
—Están apagando la hoguera —dijo Muley en voz baja—. Echan tierra por encima —las puertas del coche se cerraron ruidosamente, la luz de los faros giró y enfiló la carretera de nuevo.
—¡Agachaos, ahora! —dijo Muley.
Mantuvieron la cabeza baja mientras el foco iluminaba por encima de ellos y cruzaba una y otra vez el campo de algodón; luego, el coche arrancó, se alejó, remontó la colina y desapareció. Muley se incorporó.
—Willy siempre intenta pillarme con ese último rayo de luz. Lo ha hecho tantas veces que lo tengo ya cronometrado, pero él sigue pensando que es muy astuto.
—Quizá alguno se haya quedado en la casa —dijo Casy—. Esperando para atraparnos cuando volvamos.
—Es posible. Esperadme aquí. Conozco el juego.
Se alejó tan silencioso que, a su paso, sólo se oía un leve crujido de tierra. Tom y Casy esperaron, esforzándose por oírle, pero ya se había alejado. Un instante después anunció desde la casa:
—No se ha quedado nadie. Podéis volver.
Casy y Joad se levantaron con esfuerzo y caminaron hacia el bulto negro de la casa. Muley se reunió con ellos cerca del montón de polvo humeante que quedaba en el lugar de la hoguera.
—No pensé que fueran a dejar a nadie —dijo orgullosamente—. Basta con que haya dejado K.O. a Willy y haya disparado un par de veces contra los faros para que lleven cuidado. No saben con seguridad de quién se trata y no pienso dejar que me atrapen. No duermo nunca cerca de una casa. Si queréis venir conmigo, os puedo enseñar un sitio donde dormir, donde nadie va a tropezar con vosotros.
—Abre la marcha —dijo Joad—. Nosotros te seguimos. Nunca pensé que tendría que esconderme en las tierras de mi viejo.
Muley echó a andar a través de los campos con Joad y Casy en sus talones. Patearon las plantas de algodón conforme andaban.
—Te tendrás que esconder de muchas cosas —dijo Muley. Marcharon en fila india por los campos. Llegaron a un cauce seco y se deslizaron fácilmente hasta el fondo.
—Te apuesto algo a que sé dónde vamos —exclamó Joad—. ¿Una cueva en la orilla?
—Exacto. ¿Cómo lo sabes?
—Yo la cavé —respondió—, con mi hermano Noah. Decíamos que buscábamos oro y cavábamos como hacen todos los chicos. —Las paredes del cauce eran ahora más altas que ellos—. Tiene que estar muy cerca —calculó Joad—. Recuerdo que estaba bastante próxima.
Muley dijo:
—La he cubierto con maleza. Nadie podría encontrarla.
El fondo del barranco se niveló y pasó a ser de arena. Joad se acomodó en la arena limpia.
—No pienso dormir en una cueva —dijo—. Voy a dormir aquí mismo. —Enrolló la chaqueta y la colocó bajo la cabeza.
Muley tiró de los arbustos que ocultaban la cueva y se arrastró dentro.
—A mí me gusta estar en el interior —exclamó—. Siento como si aquí nadie pudiera alcanzarme.
Jim Casy se sentó en la arena al lado de Joad.
—Vamos a dormir —dijo Joad—. Saldremos hacia la casa del tío John al amanecer.
—Yo no voy a dormir —replicó Casy—. Tengo que meditar muchas cosas. —Recogió los pies y se abrazó las piernas. Miró las estrellas brillantes con la cabeza echada hacia detrás. Joad bostezó y puso una mano bajo su cabeza. Al callarse, la caprichosa vida de la tierra, de agujeros y madrigueras, de los arbustos, volvió a empezar gradualmente; las ardillas de tierra comenzaron a moverse, los conejos se acercaron furtivos a las hierbas verdes, los ratones corretearon sobre los terrones de polvo y los cazadores con alas volaron sin ruido por encima de todos ellos.