Capítulo IV

CUANDO Joad oyó cómo el camión se ponía en movimiento metiendo una marcha tras otra, la tierra latiendo bajo el roce de goma de los neumáticos, se paró y se volvió y lo miró hasta que desapareció. Cuando se hubo perdido de vista siguió mirando la distancia y el brillo azul del aire. Cogió pensativo la botella del bolsillo, quitó el tapón metálico y sorbió el whisky con delicadeza, pasando la lengua por el interior del cuello de la botella y luego por sus labios, para recoger cualquier pizca de sabor que se le pudiera haber escapado. Dijo experimentalmente: «Allí espiamos a un negro…», y esto fue todo lo que pudo recordar. Al final dio media vuelta y miró de frente la polvorienta carretera secundaria que se abría en ángulo recto a través de los campos. El sol era caliente y no había viento que agitara el polvo filtrado. La carretera estaba marcada por los surcos de polvo asentado sobre las huellas dejadas por las ruedas. Joad avanzó unos pocos pasos y el polvo harinoso se alzó delante de sus nuevos zapatos amarillos, cuyo color iba desapareciendo bajo el polvo gris.

Se agachó y, tras desatar los cordones, se quitó primero un zapato y luego el otro. Los pies húmedos pisaron el polvo seco y caliente hasta que pequeñas nubes de polvo salieron entre los dedos y la piel de las plantas se tensó al secarse. Se quitó la chaqueta y envolvió los zapatos en ella y acomodó el bulto bajo el brazo. Finalmente avanzó por la carretera, disparando el polvo delante de sí, formando una nube que colgaba baja sobre la tierra tras de él.

A la derecha el campo estaba cercado, dos líneas de alambre de púas en postes de sauce. Los postes estaban torcidos y recortados a distinta altura. Cuando las horquillas de los postes quedaban a suficiente altura el alambre pasaba por encima; si no había horquilla el alambre de púas estaba atado al poste por alambre de embalar oxidado. Más allá de la cerca, el maíz yacía vencido por el viento, el calor y la sequía, y las copas formadas por la unión de la hoja con el tallo estaban llenas de polvo.

Joad caminó pesadamente, arrastrando la nube de polvo tras él. Un poco más adelante vio la alta bóveda de la concha de una tortuga de tierra, andando lentamente por el polvo, moviendo las patas rígidas a sacudidas. Joad se detuvo a contemplarla y su sombra cayó sobre la tortuga. Al instante la cabeza y las patas se recogieron y la corta cola se deslizó de lado dentro de la concha. Joad la cogió y le dio la vuelta. Por arriba la concha era de un marrón grisáceo, como el polvo, pero por debajo era amarilla cremosa, limpia y suave. Joad se acomodó el bulto más arriba bajo el brazo y acarició con el dedo la parte de abajo de la concha y presionó. Era más blanda que por encima. La vieja y dura cabeza se asomó intentando ver el dedo que apretaba y las patas se agitaron furiosamente. La tortuga mojó la mano de Joad y luchó inútilmente en el aire. Joad la volteó del derecho y la lio con los zapatos en la chaqueta. Podía sentir cómo empujaba, peleaba y se agitaba bajo su brazo. Siguió hacia adelante, más deprisa ahora, arrastrando ligeramente los talones en el polvo fino.

Más adelante, junto a la carretera, un sauce esmirriado y polvoriento proyectaba una sombra salpicada de manchas. Joad podía verlo delante de él, las pobres ramas curvadas sobre la carretera, las ralas hojas como pingajos, igual que un pollo que está mudando las plumas. Ahora Joad estaba sudando, la camisa azul más oscura por la espalda y debajo de los brazos. Tiró de la visera de su gorra y la arrugó por el centro, rompiendo el cartón completamente: no volvería a parecer nueva. El ritmo de sus pasos se aceleró con la determinación de llegar a la sombra del distante sauce. Sabía que allí habría sombra, por lo menos una franja de sombra perfecta proyectada por el tronco, pues el sol había pasado el cenit. El sol le azotaba el cuello por detrás y zumbaba suavemente en su cabeza. No podía ver la base del árbol porque crecía en una pequeña hondonada que conservaba el agua más tiempo que la tierra llana. Joad aceleró el paso, bajo el sol, e inició el descenso por el declive. Frenó con cautela al ver que la franja de sombra perfecta estaba ocupada. Había un hombre sentado en el suelo, apoyado contra el tronco del árbol, con las piernas cruzadas y un pie descalzo llegando casi a la altura de la cabeza. No oyó aproximarse a Joad porque estaba silbando la melodía de «Yes, Sir, That´s my Baby» solemnemente. El pie estirado marcaba el lento ritmo arriba y abajo. No era ritmo de baile. Cesó de silbar y cantó una fina voz de tenor:

Sí señor, ése es mi salvador

Jesús es mi salvador

Jesús es mi salvador

si te portas bien

el diablo no podrá

contigo Jesús es mi salvador

Joad había entrado en la sombra imperfecta ofrecida por las hojas como pingos antes de que el hombre le oyera llegar, interrumpiera la canción y volviera la cabeza. Era una cabeza larga, huesuda, de piel tensa, colocada en un cuello tan enjuto y musculoso como un tallo de apio. Los ojos eran pesados y saltones; los párpados se estiraban para cubrirlos y eran rojos y descarnados. Las mejillas eran morenas, brillantes, lampiñas, y la boca de labios gruesos, humorística o sensual. La piel se tensaba tanto sobre la nariz, aguileña y dura, que sobre el puente era de color blanco. No había sudor en el rostro, ni siquiera en la despejada frente pálida. Era una frente anormalmente despejada, marcada por delicadas venitas azules en las sienes. La mitad de la cara quedaba por encima de los ojos. El tieso pelo gris estaba apartado de la frente hacia atrás, como si lo hubiera retirado con los dedos. Por toda ropa llevaba un mono y una camisa azul. Una chaqueta vaquera con botones de latón y un sombrero marrón, con manchas y arrugado como un acordeón descansaban en el suelo a su lado. Había cerca unas zapatillas de lona, grises de polvo, en el mismo sitio donde habían caído cuando el hombre se había descalzado.

El hombre miró largamente a Joad. La luz parecía penetrar en la profundidad de sus ojos marrones, y arrancaba pequeños destellos dorados en el iris. El manojo de nervios tensos del cuello sobresalió.

Joad permaneció inmóvil en la sombra moteada. Se quitó la gorra, se secó con ella la cara y la dejó caer al suelo junto con la chaqueta enrollada. El hombre bajo la sombra perfecta descruzó las piernas y enterró los dedos de los pies en la tierra.

Joad dijo:

—Hola. Hace más calor en la carretera que en el infierno.

El hombre sentado fijó en él la mirada inquisitivamente.

—Pero, bueno, ¿no eres tú el joven Tom Joad, el hijo de Tom el viejo?

—Sí —respondió Joad—. Hasta el final. Voy a casa.

—No te acuerdas de mí, supongo —dijo el hombre. Sonrió y sus gruesos labios descubrieron dientes grandes de caballo—. No, no, no puedes acordarte. Estabas siempre demasiado ocupado tirando de las trenzas de las niñas cuando te hice llegar el Espíritu Santo. Estabas todo absorto en arrancar de raíz aquella trenza. Puede que tú no te acuerdes, pero yo sí. Los dos llegasteis a Jesús al mismo tiempo por tirar de las trenzas. Os bauticé a la vez en el canal de riego mientras peleabais y gritabais como un par de gatos.

Joad le miró con los párpados entrecerrados y luego se rio.

—Claro, es el predicador. El predicador. No hace ni una hora que le hablé a un tipo de usted.

—Fui predicador —dijo el hombre con seriedad—. Reverendo Jim Casy, ejercí de pastor. Solía aullar el nombre de Jesús hasta el cielo. Y solía haber tantos pecadores arrepentidos en la acequia que casi se me ahogaban la mitad. Pero ya no más —suspiró—. Ahora sólo soy Jim Casy. Ya no tengo vocación. Tengo un montón de ideas pecaminosas, que, sin embargo, parecen inteligentes.

Joad dijo:

—Es inevitable que se le ocurran ideas a uno si se dedica a pensar en cosas. Claro que me acuerdo de usted. Solía celebrar buenos servicios. Recuerdo una vez que pronunció un sermón entero andando sobre las manos, de un lado para otro, gritando como un desaforado. Madre le apreciaba más que nadie. Y la abuela dice que usted estaba literalmente lleno del Espíritu Santo. —Joad exploró por su chaqueta enrollada, encontró el bolsillo y sacó la botella. La tortuga movió una pata, pero él la envolvió bien envuelta. Destapó la botella y se la ofreció.— ¿Quiere un trago?

Casy tomó la botella y la contempló pensativo.

—Ya no predico demasiado. El espíritu ya no está en la gente; y lo que es peor, ya no está tampoco en mí. De vez en cuando el espíritu se mueve dentro de mí y entonces celebro un servicio, o cuando la gente me deja comida les bendigo, pero mi corazón no está en ello. Lo hago sólo porque es lo que esperan.

Joad se volvió a enjugar el rostro con la gorra.

—No es demasiado santo para tomar un trago, ¿verdad? —preguntó.

Casy pareció ver la botella por vez primera. La inclinó y bebió tres grandes tragos.

—Buen licor —declaró.

—Ya puede serlo —dijo Joad—. Es licor de fábrica; me costó un pavo.

Casy bebió otro trago antes de devolver la botella.

—Sí señor —dijo—. Sí, señor.

Joad cogió la botella y por cortesía no limpió el cuello con la manga antes de beber. Se puso en cuclillas y asentó la botella contra la chaqueta enrollada. Sus dedos encontraron una ramita con la que dibujar sus ideas en el polvo. Y pintó ángulos y circulitos.

—No le había visto en mucho tiempo —dijo.

—Nadie me ha visto —replicó el predicador—. Me fui solo, me senté a pensar y reflexioné. El espíritu es fuerte en mi interior, pero ya no es lo mismo. No estoy tan seguro de un montón de cosas.

Se sentó derecho apoyado contra el árbol. Su mano huesuda encontró el camino como una ardilla, hasta llegar al bolsillo de su mono y sacó un taco negro y mordido de tabaco. Cuidadosamente sacudió las pajitas y la pelusa gris del bolsillo antes de morder una esquina y acomodar la mascada en el interior de la mejilla. Joad negó con el palito cuando le ofreció el taco. La tortuga se revolvió bajo la chaqueta. Casy observó la prenda en movimiento.

—¿Qué tienes ahí, un pollo? Lo vas a asfixiar.

Joad aseguró la chaqueta enrollada.

—Una vieja tortuga —dijo—. La recogí en la carretera. Igual que una vieja excavadora. Pensé llevársela a mi hermano pequeño. A los niños les gustan las tortugas.

El predicador asintió despacio con la cabeza.

—Todos los niños tienen una tortuga en algún momento. Pero nadie la puede conservar. A fuerza de intentarlo sin parar finalmente un día escapan y se van… lejos, a algún lugar. Igual que yo. No pude conformarme con el Evangelio que estaba ahí, al alcance de la mano. Tuve que hurgar en él y sobarlo hasta que al final lo hice pedazos. Aquí estoy, a veces tengo el espíritu y nada sobre lo que predicar. Tengo vocación para conducir a la gente y ningún lugar a donde conducirla.

—Condúzcalos en círculos —dijo Joad—. Sumérjalos en el canal de riego. Dígales que se asarán en el infierno si no piensan igual que usted. ¿Para qué demonios los quiere llevar a ningún sitio? Condúzcalos, simplemente.

La sombra recta del tronco se había alargado sobre el suelo. Joad se movió agradecido hasta estar dentro, se acuclilló y alisó un nuevo trozo en el que dibujar sus ideas con el palo. Un perro pastor amarillo, de pelo espeso, se acercó trotando por la carretera, la cabeza baja, la lengua colgando babeante, la cola relajada y curva. Jadeaba ruidosamente. Joad le silbó, pero el perro agachó la cabeza un par de centímetros y trotó rápido hacia un destino determinado.

—Va a alguna parte —explicó Joad, un poco picado—. A lo mejor va a casa.

El predicador no se dejaba alejar de su idea.

—Va a alguna parte —repitió—. Eso es, va a algún sitio. Yo… yo no sé a dónde voy. Déjame que te cuente: yo solía tener a la gente dando saltos y hablando otras lenguas, y gritando ¡Gloria! hasta caer desmayados. A algunos los bautizaba para que volvieran en sí. Y luego, ¿sabes qué hacía? Me llevaba a una de las chicas y me acostaba con ella en la hierba. Lo hacía cada vez. Y después me sentía mal y rezaba y rezaba, pero no servía de nada. La vez siguiente, ellos y yo llenos del espíritu, lo volvía a hacer. Me imaginé que simplemente yo no tenía arreglo y que era un maldito viejo hipócrita. Pero yo no quería serlo.

Joad sonrió, separó los grandes dientes y se chupó los labios.

—No hay nada como un buen servicio para llevarlas donde uno quiere —dijo—. Yo también lo he hecho.

Casy se inclinó hacia él excitado.

—¿Lo ves? —gritó—. Yo me di cuenta de que pasaba eso y empecé a darle vueltas. —Movió arriba y abajo la mano huesuda de nudillos grandes en un gesto de caricia—. Yo pensaba así: aquí estoy predicando la gracia, y la gente recibiendo tanta gracia que se ponen a saltar y a gritar. Por otro lado, se dice que acostarse con una chica es cosa del diablo. Pero cuanta más gracia tiene una chica en su interior más deprisa quiere acostarse en la hierba. Y pensé cómo diablos, con perdón, cómo puede el diablo introducirse en una chavala cuando el Espíritu Santo se le sale por las orejas, de tan llena de él como está. Lo lógico sería pensar que ése es un momento en el que el diablo no tiene nada que hacer. Y, sin embargo, allí estaba. —La excitación hacía brillar sus ojos. Rumió un poco con las mejillas y escupió en el polvo, y el escupitajo rodó y rodó, recogiendo polvo hasta ser una bolita redonda y seca. El predicador estiró la mano y contempló la palma como si estuviera leyendo un libro—. Y aquí estoy yo —continuó con suavidad—. Yo con las almas de toda esa gente en mi mano, responsable y sintiendo mi responsabilidad y cada vez tenía que acostarme con una de las chavalas. —Miró a Joad con una expresión de desamparo en el rostro, como pidiendo ayuda.

Joad dibujó con esmero el torso de una mujer en el polvo, senos, caderas, pelvis.

—Yo nunca fui predicador —dijo—. Nunca dejé escapar nada que estuviera a mi alcance. Y nunca se me ocurrió pensar nada, excepto la maldita suerte que tenía cuando conseguía algo.

—Pero tú no eras predicador —insistió Casy—. Una chica no era más que una chica para ti. No eran nada tuyo. Pero para mí eran vasos sagrados. Yo salvaba sus almas. Y con toda esa responsabilidad, las tenía ya tan llenas del Espíritu Santo que echaban espuma y entonces me las llevaba al prado.

—Tal vez yo debería haber sido predicador —dijo Joad. Sacó el tabaco y los papeles y lió un cigarrillo. Lo prendió y miró al predicador guiñando a través del humo—. Llevo mucho tiempo sin una chica —dijo—. Voy a tener que recuperar el tiempo perdido.

Casy siguió:

—Me preocupaba hasta quitarme el sueño. Iba a predicar y me decía: por Dios que esta vez no lo voy a hacer. E incluso mientras lo decía, sabía que volvería a hacerlo.

—Debería haberse casado —dijo Joad—. Un predicador y su mujer estuvieron una vez en casa. Eran jehovitas. Dormían en el piso de arriba y celebraban servicios en nuestro granero. Los niños escuchábamos. Le aseguro que la señora de aquel predicador se llevaba una buena soba las noches que había servicio.

—Me alegro de que me lo hayas dicho —dijo Casy—. Solía pensar que yo era el único. Al final me hizo sufrir tanto que lo dejé y me fui solo a pensar las cosas despacio. —Dobló las piernas y rascó entre los dedos secos y polvorientos—. Me digo a mí mismo: ¿Qué es lo que te está royendo? ¿Joder? Y me contesto: No, el pecado. Y sigo: ¿Cómo es que precisamente cuando un hombre debería estar protegido a toda prueba contra el pecado, cuando está todo lleno de Jesucristo, es cuando no puede dejar quietos los botones del pantalón? —Posó dos dedos en la palma de la mano siguiendo el ritmo como si pusiera allí con suavidad cada palabra una al lado de otra. Yo pienso: Quizá no sea un pecado. Puede que sea solamente que los hombres son así. A lo mejor nos hemos estado castigando como locos por nada. Pensé cómo algunas hermanas se azotaban a sí mismas con un trozo de alambre. Y pensé que a lo mejor les gustaba hacerse daño y a lo mejor a mí también me gustaba hacerme daño. Pues bien, estaba tumbado bajo un árbol cuando llegué a esa conclusión y me quedé dormido. Se hizo de noche, estaba oscuro cuando desperté. Cerca aullaba un coyote. Antes de que me diera cuenta estaba diciendo en voz alta: ¡Y una mierda! No existe el pecado y no existe la virtud. Sólo hay lo que la gente hace. Todo es parte de lo mismo. Algunas cosas que los hombres hacen son bonitas y otras no, pero eso es todo lo que un hombre tiene derecho a decir.— Hizo una pausa y levantó la mirada de la palma de la mano, donde había ido poniendo las palabras.

Joad le sonreía, pero sus agudos ojos también mostraban interés.

—Le dio una buena reflexión —dijo—. Llegó a una conclusión.

Casy habló de nuevo y su voz expresaba dolor y confusión.

—Yo me digo: ¿Qué es esta llamada, este espíritu? Es amor. Amo tanto a la gente que a veces estoy a punto de estallar. Y pienso: ¿No amas a Jesucristo? Le di vueltas y más vueltas y al final me dije: No, no conozco a nadie llamado Jesús. Sé un puñado de historias, pero sólo amo a la gente. A veces tanto que casi estallo y quiero hacerles felices, así que predico algo que pienso que les hará felices. Y entonces… he hablado muchísimo. Quizá te asombres de que diga tacos. Bueno, para mí ya no son malos. No son más que palabras que la gente usa y no significan nada malo. Bueno, sea como sea, te diré una cosa más que se me ocurrió; y viniendo de un predicador es la cosa menos religiosa posible y ya no puedo ser predicador porque llegué a esa conclusión y creo en ella.

—¿De qué se trata? —preguntó Joad.

Casy le miró tímidamente.

—Si te parece mal, no te ofendas, ¿de acuerdo?

—Yo no me ofendo más que cuando me dan un puñetazo en la nariz —dijo Joad—. ¿Qué fue lo que pensó?

—Pensé en esa historia del Espíritu Santo y Jesucristo. Me dije: ¿Por qué tenemos que atribuirlo a Dios o a Jesús? Quizá, pensé, quizá son los hombres y las mujeres a los que amamos; quizá eso es el Espíritu Santo, el espíritu humano, ésa es toda la historia. Tal vez hay una gran alma de la que todo el mundo forma parte. Estaba allí sentado pensándolo y de pronto… lo supe. Sabía desde lo más hondo que era verdad y aún lo sé.

Joad dejó caer la mirada al suelo como si no fuera capaz de sostener la sinceridad desnuda que reflejaban los ojos del predicador.

—No puede celebrar servicios con semejantes ideas —dijo—. Con ideas de ésas la gente le haría salir del pueblo. Lo que a la gente le gusta es saltar y gritar. Les hace sentir fenomenal. Cuando la abuela empezaba a hablar en otras lenguas no había quien la pudiera sujetar. Podía tumbar a un diácono hecho y derecho de un puñetazo.

Casy le observó pensativo.

—Me gustaría preguntarte una cosa —dijo—. Hay algo que me ha estado carcomiendo.

—Adelante; algunas veces hablo.

—Bueno —empezó el predicador despacio—, a ti te bauticé justo cuando estaba en el umbral de la gloria. Aquel día me salían pedacitos de Jesús por la boca. No te acordarás porque estabas ocupado tirando de las trenzas.

—Me acuerdo —dijo Joad—. Estaba con Susy Little. Me reventó el dedo un año después.

—Bueno… ¿sacaste algo bueno de aquel bautizo? ¿Te hiciste mejor en algún sentido?

Joad pensó en ello.

—No, no puedo decir que sintiera nada.

—Bueno, ¿sacaste algo malo? Piénsalo bien.

Joad levantó la botella y bebió un trago.

—No saqué nada, ni bueno ni malo. Sólo pasé un buen rato.

Le pasó la botella al predicador.

Él suspiró, bebió, miró el bajo nivel de whisky y le dio otro trago pequeño.

—Eso es bueno —dijo—. Me empezaba a preocupar si quizá enredando, no le habría hecho daño a alguien.

Joad miró hacia su chaqueta y vio a la tortuga libre y alejándose deprisa en la misma dirección que llevaba cuando él la encontró. Joad la observó un momento y luego se puso en pie. La volvió a coger y la envolvió de nuevo en la chaqueta.

—No tengo ningún regalo para los chicos —dijo—. Nada más que esta tortuga vieja.

—Es curioso —dijo el predicador—. Estaba pensando en el viejo Tom Joad cuando llegaste. Pensando que iría a hacerle una visita. Solía pensar que era un hombre descreído. ¿Cómo está Tom?

—No sé cómo está. No he estado en casa en cuatro años.

—¿No te escribió?

Tom estaba avergonzado.

—Bueno, Padre nunca fue bueno para escribir. Podía firmar tan bien como cualquiera y chupar el lápiz. Pero nunca escribió cartas. Dice siempre que lo que no pueda decirle a uno de viva voz no vale la pena escribirlo.

—¿Has estado viajando? —preguntó Casy.

Joad le miró con desconfianza.

—¿No oyó de mí? Salí en todos los periódicos.

—No, yo nunca… ¿Qué? —cruzó una pierna sobre la otra y se acomodó más bajo contra el árbol. La tarde avanzaba rápidamente y la tonalidad del sol se iba enriqueciendo.

Joad le dijo amablemente:

—No me importa decírselo ahora mismo y dejarlo zanjado. Pero si aún estuviera predicando, no se lo diría por miedo a que empezara a rezar por mí. —Bebió el último trago de la botella y la lanzó lejos de él, y la plana botella marrón patinó ligera sobre el polvo—. He estado en McAlester estos cuatro años.

Casy giró hasta estar frente a él y bajó las cejas de modo que su frente pareció aún más despejada.

—No quieres hablar de ello ¿eh? No te voy a hacer preguntas; si hiciste algo malo…

—Volvería a hacerlo —dijo Joad—. Maté a un tipo en una pelea. En un baile. Estábamos borrachos. Me sacó una navaja y le maté con una pala que había por ahí. Le reventé la cabeza como una calabaza.

Las cejas de Casy volvieron a su altura normal.

—¿Entonces no te avergüenzas de nada?

—No —contestó Joad—, de nada. Me echaron siete años, teniendo en cuenta que me amenazaba con una navaja. He salido después de cuatro años… libertad bajo palabra.

—Entonces ¿no has sabido nada de tu familia en cuatro años?

—Sí, algo sí. Madre me mandó una postal hace dos años y la abuela me mandó otra la última Navidad. Dios, lo que se rieron los de la galería. Tenía un árbol y una cosa brillante que parecía nieve. Decía en verso:

Feliz Navidad, niño de Dios,

Jesús manso, Jesús bondad.

Bajo el árbol de Navidad

hay regalos para los dos.

Supongo que la abuela no llegó a leerla. Seguramente se la compró a un viajante y escogió la que tenía más brillantina. Los tipos de mi galería casi se mueren de risa. Jesús Manso, me llamaron a partir de entonces. La abuela no pretendía que fuera gracioso; como la postal era bonita no se molestó en leerla. Perdió las gafas el primer año que estuve allí. Quizá no llegó a encontrarlas nunca.

—¿Cómo te trataron en McAlester? —se interesó Casy.

—No está mal. Te dan la comida, ropa limpia y hay donde bañarse. Está muy bien en algún sentido. Se hace duro no tener mujeres. —De pronto se echó a reír—. Hubo uno que salió bajo palabra, pero al cabo de un mes estaba dentro otra vez por violación de la libertad condicional. Uno le preguntó por qué lo había hecho. Bueno, la cosa es, dijo él, que en casa de mi viejo no hay comodidades. No hay luz eléctrica, ni duchas. No hay libros y la comida es asquerosa. Decía que volvía a un sitio donde hay algunas comodidades y te dan comida regularmente. Decía que se sentía solo allí fuera teniendo que pensar qué hacer a continuación. Así que robó un coche y volvió.

Joad sacó el tabaco, sopló un papel marrón del paquete y lió un cigarrillo.

—La verdad es que tenía razón —comentó—. Anoche me asusté pensando dónde iba a dormir. Me acordé de mi litera y me pregunté qué estaría haciendo el bicho de prisión que tenía por compañero de celda. Unos cuantos habíamos montado una banda de cuerdas. Buena. Uno dijo que debíamos salir por la radio. Y esta mañana no sabía a qué hora levantarme. Me quedé ahí tumbado esperando que sonara el timbre. —Casy rio entre dientes—. Uno puede llegar a echar de menos hasta el ruido de un aserradero.

La luz de la tarde, amarilla y polvorienta, ponía un color dorado sobre el campo. Los tallos de maíz parecían de oro. Una bandada de golondrinas pasó por encima en busca de alguna charca. La tortuga dentro de la chaqueta comenzó un nuevo intento de escapada. Joad arrugó la visera de la gorra. Ahora ya iba curvándose en forma de pico de cuervo, largo y saliente.

—Creo que voy a seguir adelante —dijo—. No me gusta andar bajo el sol, pero ya no es tan fuerte.

Casy se incorporó.

—No he visto al viejo Tom en un siglo —dijo—. Pensaba hacerle una visita de todas formas. Durante mucho tiempo le traje a Jesús a tu gente y nunca hice una colecta ni acepté nada que no fuera un bocado para comer.

—Venga conmigo —invitó Joad—. Padre se alegrará de verle. Siempre decía que tenía usted el pito demasiado largo para ser predicador. —Cogió del suelo su chaqueta enrollada y la apretó con cuidado alrededor de los zapatos y la tortuga.

Casy acercó las zapatillas de lona y metió dentro los pies descalzos.

—No tengo tu confianza —explicó—. Siempre temo que va a haber un alambre o un cristal bajo el polvo. No hay nada que me moleste más que cortarme un dedo del pie.

Vacilaron en el borde de la sombra y luego se internaron en la luz amarilla del sol como dos nadadores que se apresuran para llegar a la orilla. Tras unos cuantos pasos rápidos disminuyeron a un ritmo tranquilo y pensativo. Los tallos de maíz proyectaban ahora ladeadas sus sombras grises y el olor picante del polvo cálido llenaba el aire. El campo de maíz llegó a su fin y en su lugar se extendió el algodón verde oscuro, las hojas verde oscuro a través de la película de polvo, las cápsulas en crecimiento. Era un algodón desigual, grueso en la parte baja donde el agua se había conservado, ralo en la parte alta. Las plantas luchaban contra el sol. Y la distancia, hacia el horizonte, se extendía parda hasta alcanzar lo invisible. La carretera de tierra se alargaba delante de ellos, ondeando arriba y abajo. Los sauces, bordeando un riachuelo, se alineaban hacia el oeste y, hacia el noroeste, una sección descolorida volvía a ser arbusto escaso. Pero en el aire seco se podía notar el olor del polvo abrasado, y la mucosa de la nariz se secaba hasta formar una costra y los ojos se humedecían para evitar que los globos oculares quedaran secos.

Casy dijo:

—Mira lo bien que crecía el maíz hasta que el polvo se levantó. Llevaba camino de ser una cosecha sonada.

—Todos los años —replicó Joad—. Cada año que puedo recordar teníamos una buena cosecha en camino, pero nunca llegaba. El abuelo dice que era buena las primeras cinco veces que se araba, mientras aún crecían las hierbas silvestres.

La carretera bajó una pequeña cuesta y volvió a subir por otra colina ondulante.

—La casa del viejo Tom no puede estar más allá de una milla. ¿No está tras la tercera loma? —preguntó Casy.

—Exactamente —contestó Joad—. A menos que alguien la haya robado igual que hizo Padre.

—¿Tu padre la robó?

—Claro, la encontró a una milla y media de aquí, hacia el este, y la arrastró. Vivía allí una familia que se fue. El abuelo, Padre y mi hermano Noah habrían querido llevársela entera, pero se resistió. Sólo se llevaron una parte. Por eso uno de los extremos tiene una pinta tan extraña. La cortaron en dos y la arrastraron con doce caballos y dos mulas. Volvieron a por la otra mitad, pero Wink Manley y sus chicos llegaron antes y la robaron. Padre y el abuelo se enfadaron mucho, pero algo después ellos y Wink se emborracharon juntos y se morían de risa al acordarse. Wink decía que su casa estaba en celo y que si lleváramos la nuestra y las apareásemos, a lo mejor salía una carnada de casas de mentira. Wink era un gran tipo cuando estaba borracho. Después de eso, él, Padre y el abuelo se hicieron amigos. Se emborrachaban juntos cada vez que se presentaba una ocasión.

—Tom era un buen punto —afirmó Casy.

Levantando polvo al caminar pesadamente llegaron hasta abajo y disminuyeron el ritmo de su paso para la subida.

Casy se enjugó la frente con la manga y se volvió a poner el sombrero achatado.

—Sí —repitió—. Tom era un buen punto, para ser un descreído. Le he visto en un servicio cuando el espíritu se introducía en él nada más que un poco y le he visto dar saltos de hasta tres metros. Te aseguro que cuando Tom tenía una dosis del Espíritu Santo se tenía uno que mover rápido para evitar ser atropellado y pisoteado. Se ponía tan nervioso como un semental en una cuadra.

Coronaron la loma siguiente y la carretera descendió hasta un viejo barranco abierto por el agua, feo y árido, de curso desigual, con surcos formados por las crecidas que salían por ambas orillas. Había unas cuantas piedras colocadas para cruzar. Joad lo atravesó con los pies descalzos.

—Y habla usted de Padre —dijo—. Tal vez no vio usted al tío John cuando le bautizaron en casa de Polk. No vea, se puso a saltar y a brincar y saltó un arbusto tan alto como un piano. Lo saltaba y lo volvía a saltar del otro lado, aullando como un perro lobo en plenilunio. Así estaba y Padre le vio. Bueno, Padre pensaba que él era el que más alto saltaba estando en trance, que era el mejor saltador de los contornos. Así que eligió un arbusto más o menos el doble de alto que el del tío John, dejó escapar un chillido como el de una cerda que pariera botellas rotas, cogió carrerilla hacia el arbusto, lo saltó limpiamente y se quebró la pierna derecha. Eso le vació del espíritu. El predicador quería reducirle la fractura por medio de la oración, pero Padre dijo, no, por Dios, estaba empeñado en que viniera un médico. No había médico, pero había un dentista que iba viajando y él fue el que redujo la fractura. De todas formas, el predicador dijo unas oraciones.

Subieron pesadamente por la pequeña loma a la otra orilla del barranco. Ahora que comenzaba el ocaso, la fuerza del sol había disminuido algo y aunque el aire era cálido, la intensidad de los rayos del sol era menor. Aún bordeaba la carretera el alambre tenso sobre los postes torcidos. A mano derecha la línea de una cerca de alambre atravesaba el campo de algodón y el algodón era igual en ambos lados: polvoriento y seco y verde oscuro.

Joad señaló la cerca divisoria.

—Ésa es nuestra divisoria. En realidad la cerca no es necesaria aquí, pero teníamos alambre y a Padre le hacía gracia que estuviera ahí. Decía que así se hacía mejor a la idea de lo que eran cuarenta acres. No habríamos tenido cerca si no hubiera aparecido una noche el tío John con seis carretes de alambre en el carro. Se los cambió a Padre por un cochinillo. Nunca supimos de dónde había sacado el alambre.

Aminoraron para la subida, moviendo los pies en el polvo suave y profundo, sintiendo la tierra con ellos. Los ojos de Joad miraban en el interior de su memoria. Parecía reírse por dentro.

—El tío John era un cabrón chiflado —dijo—. Lo que hizo con aquel cochinillo… —Rio entre dientes y siguió caminando.

Jim Casy esperó con impaciencia. La historia no continuaba.

Casy le dio tiempo antes de exigir, con cierta irritación:

—Bueno, ¿qué fue lo que hizo con el cochinillo?

—¿Eh? Ah, sí. Bueno, mató al cochinillo allí mismo y le dijo a Madre que encendiera el hogar. Cortó chuletas de cerdo y las puso en la sartén y metió las costillas y una pierna en el horno. Comió chuletas hasta que las costillas estuvieron listas y costillas hasta que se hizo la pierna. Y entonces atacó la pierna, cortando grandes pedazos que se iba metiendo en la boca. Los chicos dábamos vueltas alrededor, mientras se nos hacía la boca agua y él nos dio algunos trozos, pero no quiso darle nada a Padre. Al final comió tanto que vomitó y se quedó dormido. Mientras dormía, nosotros y Padre nos acabamos la pierna. Pues bien, cuando tío John despertó por la mañana agarró otra pierna y la metió en el horno.

»—John, ¿te vas a comer el maldito cerdo entero? —le preguntó Padre.

»—Es lo que pretendo, Tom, pero temo que se va a echar a perder antes de que me lo pueda comer todo, a pesar de que estoy hambriento de cerdo. Quizá lo mejor sea que te cojas un plato y me devuelvas un par de rollos de alambre —contestó.

»Bien, Padre no tiene un pelo de tonto. Dejó que John siguiera comiendo cerdo hasta que se puso malo, y cuando se marchó se había comido poco más de la mitad.

»—¿Por qué no lo salas? —sugirió Padre.

»Pero no, el tío John no es de ésos; cuando le apetece cerdo, quiere uno entero y cuando ha terminado, no quiere ver ningún resto de cerdo a su alrededor. Así que se fue y Padre saló lo que había quedado.

Casy dijo:

—Si siguiera predicando ahora sacaría una moraleja de esta historia y te la explicaría, pero ya no hago eso. ¿Por qué crees que haría cosa semejante?

—No sé —replicó Joad—. Simplemente le entró hambre de cerdo. Sólo de pensarlo me da hambre. En cuatro años no he visto más que cuatro lonchas de cerdo asado, una en cada Navidad.

Casy sugirió cuidadosamente:

—Tal vez Tom mate una ternera cebada para el hijo pródigo, como en las Escrituras.

Joad rio con desprecio.

—No conoce usted a Padre. Si mata un pollo, los chillidos los dará él más que el pollo. Nunca aprenderá. Siempre guarda un cerdo para la Navidad y entonces el cerdo va y explota en septiembre y no lo podemos comer. Cuando el tío John quería cerdo, comía cerdo. Lo conseguía cuando le apetecía.

Avanzaron por la cima ondulante de la loma y vieron la casa de los Joad a sus pies. Joad se detuvo.

—No es la misma —dijo—. Mire esa casa, algo ha ocurrido. Allí no hay nadie.

Se quedaron los dos parados mientras fijaban la vista en el pequeño grupo de edificios.