Capítulo II

HABÍA UN enorme camión rojo de mudanzas estacionado delante del pequeño restaurante de carretera. El tubo de escape vertical[1] murmuraba suavemente, y una neblina casi invisible de humo azul como acero flotaba sobre el extremo. Era un camión nuevo, de color rojo brillante, y en el costado ponía COMPAÑÍA DE TRANSPORTES DE OKLAHOMA CITY en letras de treinta centímetros. Los neumáticos dobles eran nuevos y un candado de latón cerraba las grandes puertas traseras. Dentro del restaurante, aislado con tela metálica, sonaba una radio: música lenta de baile con el volumen bajo, como cuando nadie la escucha. Un pequeño ventilador daba vueltas silenciosamente en su agujero circular sobre la entrada, y las moscas zumbaban excitadas por las puertas y ventanas dando golpes contra la tela metálica. En el interior, un hombre, el conductor del camión, estaba sentado en un taburete con los codos apoyados en la barra, mirando por encima de su taza de café a la camarera delgada y solitaria. Hablaba con ella en el lenguaje lento y apagado de la carretera: «Le vi hace unos tres meses. Le habían operado. Le habían sacado algo. No me acuerdo de qué». Y ella decía: «Creo que no hará más de una semana que lo vi yo misma. Y estaba bien. No es mal tipo cuando no está borracho». De vez en cuando las moscas zumbaban con suavidad en la puerta de tela metálica. La máquina del café arrojó vapor y la camarera la apagó sin mirar hacia atrás. Afuera, un hombre que caminaba por el arcén de la carretera cruzó y se acercó al camión. Fue despacio hasta la parte delantera, puso las manos en el brillante guardabarros y contempló la pegatina del parabrisas que decía «Autostopistas no». Por un momento estuvo a punto de seguir andando por la carretera, pero, en vez de eso, se sentó en el estribo del lado que no daba al restaurante. No tenía más de treinta años. Sus ojos eran de un color marrón muy oscuro y una sombra de pigmentación marrón se adivinaba en el blanco de los ojos. Tenía los pómulos altos y anchos y unas líneas profundas y marcadas cortaban sus mejillas y se curvaban junto a la boca. Su labio superior era largo y, como sus dientes sobresalían, los labios se estiraban para cubrirlos porque este hombre mantenía los labios cerrados. Las manos eran duras, con dedos anchos y las uñas tan recias y estriadas como pequeñas conchas de almeja. El espacio entre el pulgar y el índice y la parte blanda de las palmas de sus manos brillaban llenas de callos.

La ropa que llevaba el hombre era nueva, toda barata y nueva. Su gorra gris era tan nueva, que la visera estaba rígida y el botón todavía seguía en su sitio; no estaba llena de bultos y arrugada como estaría después de haber cumplido durante un tiempo todos los servicios de una gorra: bolsa, toalla, pañuelo. El traje era de tela rígida gris y barata y tan nueva que los pantalones aún mostraban la raya. La camisa azul de chambray estaba tiesa y suave, almidonada. La chaqueta era demasiado grande para él y los pantalones le estaban cortos porque era un hombre alto. Los hombros de la chaqueta le quedaban descolgados por los brazos, pero, incluso así, las mangas eran demasiado cortas y la chaqueta aleteaba suelta sobre su estómago. Calzaba un par de zapatos nuevos de color mostaza de los que llaman army last, claveteados y con semicírculos como herraduras para proteger los bordes de los tacones del uso. El hombre se sentó en el estribo, se quitó la gorra y se enjugó la cara con ella. Luego se la volvió a poner y empezó a tirar de la visera, comenzando así a estropearla. Los pies atrajeron su atención. Se inclinó, desató los cordones y los dejó sin atar. Sobre su cabeza, el gas del motor Diésel susurraba en rápidas rachas de humo azul.

En el restaurante la música se interrumpió y una voz de hombre salió por el altavoz, pero la camarera no lo calló porque no se había dado cuenta de que la música ya no sonaba. Explorando, sus dedos habían encontrado un bulto bajo la oreja. Intentaba verlo en el espejo de detrás de la barra sin que el camionero lo notara, así que simuló que se arreglaba un mechón de pelo descolocado. El camionero dijo:

—Hubo un gran baile en Shawnee. Oí que mataron a alguien o algo así. ¿Tú sabes algo?

—No —dijo la camarera, mientras palpaba amorosamente el bulto bajo su oreja.

Fuera, el hombre se puso de pie y miró el restaurante un momento por encima del capó del camión. Después se volvió a acomodar en el estribo y sacó una bolsa de tabaco y un librillo de papeles del bolsillo lateral. Lio despacio un cigarrillo, lo estudió y lo alisó. Finalmente lo encendió y enterró la cerilla ardiendo en el polvo a sus pies. El sol invadió la sombra del camión al aproximarse el mediodía.

En el restaurante el camionero pagó la cuenta y metió las dos monedas del cambio en una máquina tragaperras. No tuvo suerte con los cilindros giratorios.

—Los amañan para que no puedas ganar nada —le dijo a la camarera.

Y ella replicó:

—No hace ni dos horas que un tipo se llevó el bote. Saco tres dólares con ochenta centavos. ¿Cuándo volverás a pasar por aquí?

Él mantuvo la puerta de tela metálica entreabierta.

—Dentro de una semana o diez días —contestó él—. Tengo que llegar hasta Tulsa y nunca vuelvo tan pronto como pienso.

Ella dijo de mal humor:

—No dejes que entren las moscas. Vete fuera o entra.

—Hasta pronto —dijo él, y empujó para salir. La puerta se cerró con un golpe detrás de él. Se paró bajo el sol y sacó un chicle. Era un hombre pesado, ancho de hombros y con el estómago abultado. Tenía la cara roja y sus ojos eran azules, largos y achinados por la costumbre de enfrentar siempre la luz fuerte guiñando. Llevaba pantalones de soldado y botas de cordones hasta media pierna. Con el chicle casi fuera de la boca gritó a través de la puerta:

—Bueno no hagas nada de lo que no quieras que me entere.

La camarera estaba frente a un espejo en la pared de detrás. Gruñó una respuesta. El camionero mascó lentamente el chicle abriendo las mandíbulas y los labios con cada mordisco. Dio forma al chicle en la boca, lo deslizó bajo la lengua mientras caminaba hacia el gran camión rojo.

El autostopista se puso en pie y miró a través de las ventanas.

—¿Me puede llevar?

El conductor volvió rápidamente la vista al restaurante un segundo.

—¿No ha visto la pegatina «Autostopistas no» en el parabrisas?

—Claro que la he visto. Pero a veces una persona se porta bien aunque un bastardo rico le obligue a llevar una pegatina.

El camionero consideró las distintas partes de esa respuesta mientras montaba en el camión. Si ahora se negaba, no sólo no era una buena persona, sino que además se le obligaba a llevar una pegatina y no le estaba permitido llevar compañía. Si consentía en llevarle se convertiría automáticamente en un buen tipo al que además ningún bastardo rico le podría decir lo que tenía que hacer Supo que estaba cayendo en una trampa, pero no pudo encontrar una salida. Y quería ser un buen tipo. Echó una ojeada al restaurante una vez más.

—Agáchate en el estribo hasta que lleguemos a la curva —dijo.

El autostopista se dejó caer, desapareció de la vista y se agarró a la manilla de la puerta. El motor zumbó un momento, las marchas entraron y el gran camión empezó a moverse, en primera, segunda, tercera y por fin cuarta, después de un acelerón acompañado de un chirrido agudo. Bajo el hombre agarrado, la carretera se deslizaba difuminada. Había una milla hasta la primera curva de la carretera, allí el camión fue reduciendo. El autostopista se irguió, abrió la puerta y se deslizó en el asiento. El camionero le observó con los ojos entrecerrados y mascó como si las mandíbulas estuvieran clasificando y ordenando los pensamientos y las impresiones antes de que fueran finalmente archivados en el cerebro. Sus ojos empezaron por la gorra nueva, siguieron bajando por las ropas nuevas hasta llegar a los zapatos nuevos. El autostopista acomodó la espalda en el respaldo, se quitó la gorra, y con ella se limpió la frente y la barbilla sudorosa.

—Gracias hombre —dijo—. Tenía los pies reventados.

—Zapatos nuevos —comento el conductor. Su voz tenía la misma cualidad secreta e insistente de sus ojos—. No debería andar con zapatos nuevos con este calor.

El otro bajó la vista hacia los polvorientos zapatos amarillos.

—No tengo otros —contestó—. Si no tienes otros, no te queda más remedio que usarlos.

El camionero prudentemente miró hacia adelante con los ojos entrecerrados y aceleró un poco el camión.

—¿Va muy lejos?

—No mucho. Habría ido andando si no fuera porque tengo los pies reventados.

Las preguntas del camionero tenían el tono de un interrogatorio sutil. Parecía poner redes, tender trampas con sus preguntas.

—¿Busca trabajo? —se interesó.

—No, mi viejo tiene unas tierras, cuarenta acres. No es gran cosa, pero hemos vivido allí mucho tiempo.

El conductor echó una mirada significativa a los campos que se extendían a lo largo de la carretera, con el maíz caído de lado y cubierto de polvo. Piedras pequeñas asomaban en la tierra polvorienta. El camionero dijo, como si hablara consigo mismo:

—¿Un agricultor con cuarenta acres y no le han echado ni el polvo ni los tractores?

—La verdad es que últimamente no he estado en contacto —respondió el autostopista.

—Hace ya tiempo —continuó el conductor. Una abeja voló dentro de la cabina y zumbó por el parabrisas. El camionero empujó cuidadosamente con la mano a la abeja hasta ponerla en una corriente de aire que se la llevó por la ventana—. Los agricultores se están marchando deprisa —dijo—. Llega un tractor y se lleva por delante a diez familias. Ahora hay tractores por todas partes. Entran y echan a los agricultores. ¿Cómo consigue su viejo aguantar? —la lengua y las mandíbulas volvieron a ocuparse del olvidado chicle, dándole vueltas y mascando. Cada vez que abría la boca se veía la lengua volteando el chicle.

—En realidad no sé cómo va la cosa últimamente. Nunca fui bueno para escribir ni mi viejo tampoco. Pero los dos podemos escribir si queremos —añadió apresuradamente.

—¿Ha estado fuera trabajando? —de nuevo la investigación secreta en tono casual. Miró hacia los campos, el aire brillante y quitando el chicle de en medio, escupió por la ventana.

—Eso es —dijo el autostopista.

—Eso pensé. Por sus manos. Ha estado manejando un pico, o un hacha o una almádena. Ese trabajo le deja a uno las manos brillantes. Yo me fijo en esas cosas. Lo tengo a gala…

El autostopista le miró fijamente. Los neumáticos del camión susurraban en la carretera.

—¿Le gustaría saber algo más? Se lo voy a decir. No hay necesidad de que siga adivinando.

—Vamos, no se enfade. No pretendía curiosear.

—Le diré lo que quiera. Yo no oculto nada.

—Venga, no se moleste. Es sólo que me gusta fijarme en las cosas. Ayuda a pasar el rato.

—Le diré todo lo que quiera saber. Me llamo Joad, Tom Joad. Mi padre es el viejo Tom Joad —descansó la vista en el conductor, pensativo.

—No se moleste. No pretendía incomodarle.

—Yo tampoco —contestó Joad—. Intento simplemente ir tirando sin avasallar a nadie —se interrumpió y dirigió la mirada a los campos secos y a los grupos de árboles medio muertos, que colgaban incómodos en la distancia recalentada. Sacó del bolsillo lateral el tabaco y el papel. Lió un cigarrillo entre las rodillas, protegiéndolo del viento.

El camionero mascaba como una vaca, rítmica y pensativamente. Esperó hasta que el peso de las palabras anteriores desapareció y se olvidó. Finalmente, cuando el aire parecía haber recobrado la neutralidad, explicó:

—Uno que nunca haya sido camionero no se puede imaginar lo que es esto. Los jefes no nos dejan llevar gente. Así que tenemos que sentarnos aquí, carretera adelante a menos que queramos correr el riesgo de que nos despidan, como acabo de hacer yo.

—Se lo agradezco —dijo Joad.

—Conozco algunos tipos que hacen chifladuras mientras conducen el camión. Recuerdo uno que solía escribir poesía. Así pasaba el rato —miró a hurtadillas para ver si Joad parecía interesado o asombrado. Joad miraba en silencio a la distancia delante de él, a lo largo de la carretera, la blanca carretera que ondeaba con suavidad, como un leve oleaje. Al final el camionero continuó—. Recuerdo una poesía que escribió el tipo este. Iba de que él y otros dos iban por todo el mundo bebiendo, armando bronca y tirándose chavalas a diestro y siniestro. Ojalá pudiera acordarme de cómo era. Había escrito algunas palabras que ni Dios sabe lo que significan. Una parte iba así: «Y allí espiamos a un negro con un gatillo más grande que la probóscide de un elefante o la polla de una ballena». La probóscide esa es una especie de nariz. En un elefante es la trompa. El tío me lo enseñó en el diccionario, uno que llevaba con él a todas partes. Solía mirarlo cuando paraba a tomar un café —calló, sintiéndose solitario en ese largo discurso. Miró de soslayo a su pasajero. Joad permaneció silencioso. El conductor, nervioso, trató de que participara—. ¿Ha conocido a alguien que usara semejantes palabras?

—Un predicador —respondió Joad.

—Bueno, te molesta oír a un tío usando semejantes palabras. Claro que con un predicador está bien. De todas formas, nadie le tomaría el pelo a un predicador. Pero este tío era extraño. Te importaba un comino que dijera esas palabras porque lo hacía por hacer, sin darse importancia —el conductor se había tranquilizado, sabiendo que al menos Joad le escuchaba. Cogió una curva con rabia y los neumáticos chirriaron—. Como iba diciendo —prosiguió—, los camioneros hacen cosas raras. Es una necesidad. Si lo único que hicieran fuera sentarse ahí viendo cómo la carretera se escapa bajo las ruedas se volverían locos. Hay quien dice que no hacen otra cosa que comer en las hamburgueserías de la carretera.

—Desde luego parece que viven en esos sitios —Joad se mostró de acuerdo.

—Pues sí, sí que paran, pero no para comer. Casi nunca tienen hambre, sólo que se ponen enfermos de conducir enfermos. Esos sitios son los únicos donde pueden parar, y cuando paras tienes que comprar algo para poder pegar la hebra con la chica de la barra. Así pides un café y un trozo de pastel. Da como un respiro. —Mascó lentamente el chicle y lo volvió con la lengua.

—Debe ser duro —dijo Joad, con desgana.

El conductor le miró rápido de reojo, buscando la burla.

—Bueno, le aseguro que no es un maldito juego de niños —dijo malhumorado—. Parece fácil, simplemente sentarse aquí hasta que te haces tus ocho o quizá diez o catorce horas. Pero la carretera te puede y hay que hacer algo. Algunos cantan, otros silban. La compañía no nos deja llevar radio. Unos se llevan unas cervezas, pero esos no duran mucho —dijo esto último con aire suficiente—. Yo nunca bebo hasta que no he terminado.

—¿En serio? —preguntó Joad.

—De verdad. Uno tiene que progresar. Yo estoy pensando en hacer uno de esos cursos por correspondencia. Ingeniería mecánica. No es difícil. No hay más que estudiar unas pocas lecciones en casa. Me lo estoy pensando. Entonces dejaré de conducir; entonces seré yo quien les diga a otros que conduzcan camiones.

Joad sacó una pinta de whisky del bolsillo lateral.

—¿Seguro que no quiere? —le provocó.

—Desde luego que no. No pienso tocarlo. Uno no puede beber a todas horas y estudiar, como yo voy a hacer.

Joad destapó la botella, le dio dos tragos rápidos, la volvió a cerrar y la devolvió al bolsillo. El olor caliente y picante del whisky inundó la cabina.

—Está muy susceptible —dijo Joad—. ¿Qué le pasa? ¿Es que tiene una chica?

—Sí, claro. Pero quiero progresar de todas maneras. Llevo ejercitando la mente mucho tiempo.

El whisky pareció relajar a Joad. Lio otro cigarrillo y lo encendió.

—No me queda demasiado para llegar —dijo.

El camionero volvió deprisa a hablar:

—No necesito beber —comentó—. Yo ejercito continuamente el cerebro. Hice un curso de eso hace dos años. —Palmeó el volante con la mano derecha—. Imagine que paso a uno en la carretera. Le miro y cuando he pasado intento recordarlo todo, qué clase de ropa, zapatos y sombrero llevaba, cómo andaba y quizá la altura, el peso, si tenía cicatrices. Lo hago bastante bien. Puedo formar una imagen completa en la cabeza. A veces pienso que debería hacer un curso para ser un experto en huellas digitales. Le sorprendería todo lo que una persona puede recordar.

Joad bebió un trago del frasco. Dio la última calada al cigarrillo humeante y luego, con los encallecidos pulgar e índice, aplastó el extremo encendido.

Restregó la colilla hasta deshacerla y la sacó por la ventana dejando que la brisa se la llevara en los dedos. Los grandes neumáticos sonaron con una nota aguda en el asfalto. Los tranquilos ojos oscuros de Joad mostraron una expresión de humor mientras observaba la carretera. El conductor esperó y le miró intranquilo. Por fin el labio superior de Joad se curvó en una sonrisa sobre sus dientes y él rio silenciosamente, su pecho agitándose con la risa.

—Le ha llevado de verdad un montón de rato llegar.

El camionero no le miró.

—¿Llegar a dónde? ¿Qué quiere decir?

Joad estiró los labios por un momento sobre los largos dientes y chupó los labios como un perro, dos veces, una en cada dirección desde el medio. La voz se volvió dura.

—Ya sabe lo que quiero decir. Me miró de arriba a abajo cuando entré, me di cuenta. —El conductor miró hacia adelante, agarró el volante con tanta fuerza que sus manos palidecieron mientras las palmas se abultaban. Joad continuó—. Sabe de dónde vengo. —El camionero calló—. ¿No es cierto? —insistió Joad.

—Bueno… sí. Quiero decir… puede que sí. Pero no es asunto mío. Yo me ocupo de mis asuntos. No es cosa mía. —Ahora las palabras salieron rodando—. Yo no meto la nariz en lo que no me importa. —De repente calló y esperó. Y las manos seguían blancas en el volante. Un saltamontes entró volando por la ventana y aterrizó encima del tablero de mandos, donde se sentó y procedió a rascarse las alas con las saltarinas patas dobladas en ángulo. Joad alargó la mano y aplastó con los dedos la dura cabeza en forma de calavera y lo empujó hasta que la corriente de aire se lo llevó por la ventana. Volvió a reírse mientras se sacudía de las yemas de los dedos los restos del insecto aplastado.

—Se ha equivocado conmigo, mire —dijo—. No lo estoy ocultando. Sí que he estado en McAlester He estado cuatro años. Está claro que estas ropas son las que me dieron al salir. No me importa un comino quién lo sepa. Y vuelvo donde mi viejo para no tener que mentir para conseguir trabajo.

El conductor dijo:

—Bueno, no es asunto mío. No soy un tipo entrometido.

—¡Y un cuerno! —replicó Joad—. Su enorme nariz ha estado husmeando de mala manera. Me ha estado olfateando como haría una oveja en un bancal de verduras.

La cara del camionero se tensó.

—Me ha malinterpretado… —empezó débilmente.

Joad se rio de él.

—Se ha portado bien, me ha llevado. Bueno, qué más da. He estado en la cárcel. Y qué. Quiere saber por qué, ¿no es verdad?

—No es asunto mío.

—Su único asunto es conducir este monstruo y eso es a lo que menos se dedica. Mire, ¿ve aquella carretera allí delante?

—Sí.

—Bueno, yo me quedo allí. Ya sé que se muere de ganas de saber qué hice. No soy quién para decepcionarle. —El agudo murmullo del motor se apagó y el sonido de los neumáticos bajó de tono. Joad sacó su botella y bebió otro trago corto. El camión se detuvo al principio de un camino de tierra que salía en ángulo recto de la carretera. Joad bajó y esperó de pie junto a la ventana de la cabina. El tubo de escape vertical arrojó el humo azul casi invisible. Joad se inclinó hacia el conductor—. Homicidio —dijo con rapidez—. Es una de aquellas palabras…; significa que maté a un tipo. Siete años me echaron. He salido en cuatro por buen comportamiento.

El camionero pasó los ojos sobre el rostro de Joad para memorizarlo.

—Yo no le he preguntado nada —dijo—. Yo me ocupo de mis asuntos.

—Puede decirlo en todos los garitos de aquí a Texola. —Sonrió—. Hasta otra, hombre. Se ha portado bien. Pero ¿sabe?, cuando has pasado un rato en chirona, hueles las preguntas desde lejos. Usted estaba preguntando nada más abrir el pico —empujó la puerta metálica con la palma de la mano.— Gracias por el viaje —dijo—. Adiós. —Dio media vuelta y echó a andar por el camino de tierra. Por un momento el camionero le vio alejarse y luego gritó:

—¡Suerte!

Joad agitó la mano sin volverse a mirar. Entonces el motor rugió, las marchas entraron y el enorme camión rojo se alejó pesadamente.