En el centro de comunicaciones también reinaba la confusión. Flint se lo estaba pasando en grande transmitiéndole el mensaje a Wilt, quien protestaba de que ya era suficiente con arriesgarse a morir de un tiro, y que no veía por qué tenía que ir desnudo y añadir al riesgo una pulmonía doble, y de todos modos cómo coño iba a atarse las manos él solo; de pronto, el nuevo jefe de la brigada antiterrorista, le hizo callar.
—Dejen todo tal como está —le dijo el superintendente a Flint—. La brigada tonta acaba de traer un perfil psico-político de Wilt, y tiene mal aspecto.
—Tendrá un aspecto mucho peor si ese hijo de puta no sale del ático antes de tres minutos —dijo Flint—, y además, ¿qué puñetas es un perfil psicopolítico?
—Eso no importa ahora. Usted ocúpese de llegar a un acuerdo con los terroristas de abajo para que esperen.
Dejó a Flint, que se sintió como un controlador aéreo tratando de entenderse con dos pilotos dementes a punto de colisionar, y se apresuró a entrar en la sala de conferencias.
—Bien —dijo—, para calmar los nervios, he ordenado a todo el personal armado que retroceda. Y ahora, ¿dejamos que baje ese bobo o no?
El doctor Felden no dudó para nada:
—No —dijo—. Según los datos que hemos acumulado, para mí no hay duda de que Wilt es un psicópata latente con tendencias homicidas extremadamente peligrosas, y dejarle suelto…
—No estoy de acuerdo con eso —dijo el profesor Maerlis—. La trascripción de las conversaciones que ha mantenido con la Schautz indican un altísimo grado de compromiso ideológico con el anarquismo postmarcusiano. Y aún diría más…
—No tenemos tiempo, profesor. Es más, nos quedan exactamente dos minutos, y todo lo que quiero saber es si podemos realizar el canje.
—Mi opinión es definitivamente negativa —dijo el psiquiatra—. Si sumamos el caso Wilt a Gudrun Schautz y a los dos terroristas que retienen a las niñas, el efecto puede ser explosivo.
—¡Valiente ayuda la suya! —dijo el superintendente—. Estamos sentados sobre un barril de pólvora y… ¿diga, mayor?
—Se me ocurre que si los tenemos a los cuatro juntos en el piso de abajo podemos matar dos pájaros de un tiro —dijo el mayor.
El superintendente le miró con atención. Aún no había comprendido por qué habían llamado a las fuerzas de seguridad desde un principio, y la total falta de lógica del mayor le confundía.
—Si con eso quiere usted decir que de ese modo haremos una carnicería con todos los de la casa, no veo ninguna razón para llevar adelante el intercambio. Podemos hacerlo ahora mismo. El objetivo de esta maniobra es no matar a nadie en absoluto. Quiero saber cómo evitar un baño de sangre, no cómo desencadenarlo.
Pero los acontecimientos en la casa de al lado iban más rápido que él. Lejos de conseguir que los terroristas concedieran una tregua, el mensaje de Flint de que había ligeras dificultades técnicas provocó la inmediata réplica de que si Wilt no bajaba en un minuto exactamente, sería padre de trillizas. Pero había sido Eva quien en realidad forzó a Wilt a actuar.
—Henry Wilt —gritó por la escalera—, si no bajas ahora mismo, yo…
Flint, con la oreja pegada al teléfono, oyó el trémulo «Sí, querida, ya voy». Conectó el monitor del teléfono de campaña y pudo oír a Wilt desvestirse torpemente y luego el ruido de sus pasos ligeros en la escalera. Un momento más tarde les siguió el pesado sonido de Eva que subía. Flint se dirigió a la sala de conferencias y anunció este último acontecimiento.
—Creo que le dije… —comenzó el superintendente antes de sentarse pesadamente—. Así que ahora ya estamos jugando a otra cosa.
Las cuatrillizas habían llegado exactamente a la misma conclusión, aunque no lo expresaban de ese modo. En tanto Wilt cruzaba el hall con precaución hacia la cocina, ellas daban grititos de alegría.
—Papi tiene una colita, mami tiene un agujerito. El pipí de mamá se le cae por las piernas, el de papá cae en chorrito por delante —cantaron, para asombro de los terroristas y disgusto de Mrs. de Frackas.
—Es absolutamente repugnante —dijo ésta, combinando la crítica de tal lenguaje con su propio veredicto sobre Wilt. Nunca le había gustado vestido: desnudo le detestaba. Ese tipo no sólo era responsable de la poción letal que le había hecho sentir como si fuera una pelota de ping-pong viviente dentro de una batidora y ahora, además, como si le hubieran cauterizado las vías urinarias, sino que presentaba ahora una visión frontal completa de ese diabólico órgano que había contribuido a arrojar en este mundo ya abrumado por el sufrimiento a cuatro de las más espantosas niñas que jamás había conocido. Y todo ello con un completo desprecio por esos refinamientos sociales a los que ella estaba acostumbrada. Mrs. de Frackas dejó a un lado toda precaución.
—Si se han pensado por un momento que voy a quedarme en una casa con un hombre desnudo, están muy equivocados —dijo, y se dirigió a la puerta de la cocina.
—Quédese donde está —gritó Baggish, pero Mrs. de Frackas había perdido ya el poco miedo que en algún momento hubiese podido dominarla. Siguió avanzando.
—Un paso más y disparo —aulló Baggish. Mrs. de Frackas dio un bufido burlón y avanzó. Lo mismo hizo Wilt. Cuando apareció el arma se abalanzó con las niñas, que estaban agarradas a él, fuera de la línea de fuego y también fuera de la cocina. La puerta de la bodega estaba abierta. Wilt y su prole se lanzaron por ella, rodaron escaleras abajo, resbalaron por el suelo cubierto de guisantes y terminaron sobre un montón de carbón. Sobre sus cabezas sonó un disparo, algo que caía, y la puerta de la bodega que se cerró de un portazo cuando Mrs. de Frackas se dio contra ella al caer al suelo.
Wilt no esperó más. No deseaba oír más disparos. Trepó por la pila de carbón y empujó con los hombros contra la trampilla de metal por donde se echaba el carbón. Bajo sus pies se deslizaban pedazos de carbón, pero la tapa ya se estaba moviendo y al fin su cabeza y sus hombros estuvieron al aire libre. La tapa se abrió del todo y Wilt trepó afuera, sacó a las cuatro niñas y volvió a colocar la tapa en su sitio. Dudó unos instantes; a su derecha estaban las ventanas de la cocina, a su izquierda la puerta, pero más allá estaban los cubos de la basura y, aún mejor, el colector orgánico para las basuras de Eva. Por primera vez, Wilt miró el contenedor con gratitud. No importaba lo que contuviese; había espacio para todos ellos y, gracias a la insistencia de las autoridades sanitarias, estaba hecho de madera alternativa, o sea, cemento. Wilt sólo se detuvo el tiempo de coger bajo los brazos a las cuatrillizas, y se precipitó hacia el colector, dejó caer allí a las niñas y luego se metió él adentro encima de ellas.
—Oh, papi, qué divertido —gorjeó Josephine, levantando una cara completamente cubierta de tomate podrido.
—Cállate —gruñó Wilt, empujándola abajo. Luego, consciente de que alguien podía abrir la puerta de la cocina y verles, se enterró aún más entre restos de peladuras, raspas de pescado y desperdicios caseros, hasta que fue casi imposible decir dónde comenzaban Wilt y las niñas y dónde terminaba la basura.
—Se está tan calentito —gorjeó la infatigable Josephine bajo un aliño de calabacines en descomposición.
—Estará mucho más caliente como no tengáis la boca cerrada —dijo Wilt, lamentando haberla abierto él. La tenía medio llena de cáscaras de huevo y de algo que parecía haber estado alguna vez dentro del aspirador y que debería haberse quedado allí. Wilt escupió aquella porquería y al hacerlo le llegó el eco de fuego rápido en alguna parte dentro de la casa. Los terroristas estaban disparando al azar en la oscuridad de la bodega. Wilt dejó de escupir. Y ahora qué demonios le iba a pasar a Eva.
Pero no tenía por qué preocuparse. Eva estaba ocupada en el ático. Ya había utilizado el cristal roto de la puerta del balcón para cortar la cuerda de sus manos y se había desatado las piernas. Luego había pasado a la cocina. Al cruzarse con ella en las escaleras, Wilt le había susurrado algo acerca de que la zorra estaba en el cuarto de baño. Eva no había dicho nada. Se reservaba sus comentarios sobre la conducta de él y de la zorra hasta que las niñas estuviesen a salvo, y la manera de ponerlas a salvo era que bajara Gudrun Schautz y hacer lo que los terroristas quisieran. Pero ahora, mientras intentaba abrir la puerta del cuarto de baño, había oído el disparo que derribó a Mrs. de Frackas. Ésa fue la señal para que toda la furia acumulada en su interior se desencadenase. Sí habían asesinado a alguna de las niñas la vil criatura a la que había invitado a su casa también moriría. Y si Eva tenía que morir, se llevaría por delante tantos terroristas como pudiese. De pie frente a la puerta del baño, levantó una musculosa pierna. Al instante se escuchó abajo otra serie de disparos, y la planta del pie de Eva se abatió sobre la puerta. Ésta se salió de sus goznes; saltó la cerradura. Eva pegó otra patada. La puerta cayó hacia el interior del baño y Eva Wilt entró sin pisarla. En un rincón, junto al lavabo, estaba acurrucada una mujer tan desnuda como la propia Eva; no tenían ninguna otra cosa en común. El cuerpo de Gudrun Schautz no tenía marcas de maternidad. Era tan suave y sintéticamente atractivo como la página central de una revista porno y su rostro estaba en contradicción con ese atractivo. Sus ojos miraban extraviados, desde una máscara de terror y demencia, sus mejillas eran de color ceniciento y la boca lanzaba los sonidos ininteligibles de un animal aterrorizado.
Pero Eva había superado la piedad. Avanzó pesada e implacablemente y luego, con sorprendente rapidez, sus manos se aferraron al cabello de la otra mujer. Gudrun Schautz peleó al principio, pero Eva le aplicó un rodillazo. Sin respiración y doblada en dos, Gudrun salió a rastras del baño y Eva la arrojó al suelo de la cocina. Luego, la mantuvo en el suelo con una rodilla entre los omoplatos y, retorciéndole los brazos, le ató las muñecas con el cordón eléctrico y la amordazó con un trapo de cocina. Finalmente, le ató las piernas con una servilleta rasgada.
Eva hizo todo esto tan despreocupadamente como si hubiera preparado un pollo para la comida del domingo. En su cabeza había madurado un plan; un plan que casi parecía haber estado esperando aquel momento, un plan nacido de la desesperación y del ansia de matar. Se volvió y rebuscó en el cajón del fregadero hasta que encontró lo que estaba buscando: la cuerda de emergencia para casos de incendio que había hecho instalar cuando acondicionaron el apartamento del ático. Estaba previsto que colgase de un gancho en el balcón y pensada para salvar vidas en una emergencia, pero ahora le había encontrado una utilidad diferente. Y como abajo sonaba de nuevo el tiroteo, se puso rápidamente manos a la obra. Cortó la cuerda en dos y cogió una silla de respaldo recto que colocó en medio del dormitorio, frente a la puerta. Luego arrastró la cama y la apoyó encima de la silla; volvió a la cocina y arrastró a su prisionera por los tobillos hasta el balcón. En seguida volvió con los dos trozos de cuerda y los ató a las patas de la silla, haciéndolos pasar por el gancho y, dejando un extremo libre, pasó el otro bajo los brazos de la mujer, le dio una vuelta alrededor de su cuerpo e hizo un nudo. Luego enrolló cuidadosamente el segundo trozo sobre el suelo junto a la silla y, con desconocida habilidad, hizo un nudo corredizo en la otra punta y se lo pasó a la terrorista por la cabeza alrededor del cuello.
Entonces Gudrun Schautz, que había infundido el miedo a la muerte en tantas personas inocentes, conoció por sí misma ese terror. Por un momento se retorció en el balcón, pero Eva ya estaba en la habitación enrollándole la cuerda alrededor del pecho. Gudrun Schautz se levantó vacilante cuando Eva tiró de la cuerda. Luego se elevó sobre el suelo al nivel de la barandilla. Eva enganchó la cuerda a la cama y volvió al balcón, haciendo pasar la cuerda por encima de la barandilla. Abajo estaba el patio y la nada. Finalmente, Eva le quitó la mordaza y volvió a la silla. Pero antes de sentarse abrió la puerta que daba a la escalera y soltó la cuerda de la cama. Agarrándola con ambas manos la dejó correr hasta que pasó por encima de la barandilla y pareció tensa. Asiéndola aún con una mano, empujó la cama para liberar la silla y allí se sentó. Después soltó la cuerda. Durante un segundo le pareció que la silla se levantaba del suelo, pero su propio peso la mantuvo firme. En el momento en que le pegaran un tiro o que se levantase de la silla, ésta se precipitaría a través de la habitación y la asesina, que ahora se balanceaba sobre ese patíbulo improvisado, moriría ahorcada. A su modo escalofriantemente doméstico, Eva Wilt había equilibrado la terrible balanza de la Justicia.
No era exactamente así como lo veían los espectadores desde la sala de conferencias de la casa de al lado. En la pantalla del televisor Eva adquiría dimensiones de una arquetípica Madre Tierra, y sus movimientos tenían un carácter simbólico que sobrepasaba la mera realidad. Incluso el doctor Felden —cuya experiencia con maníacos homicidas era amplia— estaba anonadado, mientras que el profesor Maerlis, testigo por primera vez de los terribles preparativos de ahorcamiento de una mujer desnuda, parecía murmurar algo sobre una enorme bestia candidata al manicomio. Pero el que reaccionó más violentamente fue el representante de la Liga por las Libertades Personales. Mr Symper no podía dar crédito a sus ojos.
—¡Dios mío! —graznó—. Va a ahorcar a la pobre chica. Está fuera de sí. Alguien tiene que detenerla.
—No veo por qué, muchacho —dijo el mayor—. Yo siempre he estado a favor de la pena capital.
—Pero esto es ilegal —chirrió Mr. Symper, apelando a Gosdyke, pero el abogado había cerrado los ojos y estaba planeando alegar responsabilidad disminuida. En conjunto, pensaba que eso convencería más probablemente a un jurado que no el homicidio justificado. La autodefensa estaba evidentemente fuera de lugar. A través del objetivo gran angular del teléfono de campaña, Eva parecía gigantesca y Gudrun Schautz tenía las diminutas proporciones de uno de los soldados de juguete del general de Frackas. El profesor Maerlis, como siempre, buscó refugio en la lógica.
—Es una interesante situación ideológica —dijo—. No se me ocurre ejemplo más claro de polarización social. Por un lado, tenemos a Mrs. Wilt, y por el otro…
—A una teutona sin cabeza, por lo que parece —dijo el mayor entusiásticamente mientras Eva, levantando a Gudrun Schautz, la hacía pasar por encima de la barandilla del balcón—. No sé cuál será la altura adecuada para una horca, pero me parece que diez metros es un poco excesivo.
—¡Excesivo! —gritó Mr. Symper—. Es absolutamente monstruoso. Y además, desapruebo su utilización de la palabra «teutona». Protestaré de la forma más enérgica ante las autoridades.
—Qué chico tan raro —dijo el mayor mientras el secretario de la Liga por las Libertades Personales salía en tromba de la habitación—. Cualquiera diría que era Mrs. Wilt la terrorista, en vez de una abnegada madre de familia.
Ésa era más o menos la actitud que había adoptado el inspector Flint.
—Oiga, amigo —dijo al conmovido Symper—, puede encabezar tantas marchas de protesta como le salga de las narices, pero no me venga gritando que la sanguinaria Mrs. Wilt es una asesina. Usted la trajo aquí…
—Yo no sabía que se iba a poner a ahorcar a la gente. Me niego a participar en una ejecución privada.
—No, usted no participará. Usted es un mero accesorio. Los hijos de puta del piso de abajo han debido de matar a Wilt y a las niñas, seguramente. ¿Qué le parece eso como pérdida de las libertades personales?
—Pero ellos no lo habrían hecho si usted les hubiera dejado marchar. Ellos…
Flint ya tenía suficiente. A pesar de todo lo que le desagradaba Wilt, la idea de que ese histérico benefactor culpara a la policía por negarse a aceptar las exigencias de un grupo de sanguinarios extranjeros era demasiado para él. Se levantó de la silla y agarró a Mr. Symper por las solapas.
—De acuerdo, si eso es lo que usted opina del asunto le enviaré a la casa de al lado para que convenza a la viuda Wilt de que baje y deje que le disparen esos…
—No pienso ir —farfulló Symper—. No tiene usted derecho…
Flint le agarró más fuerte y le hizo retroceder a empujones hasta el hall; ahí le interrumpió Mr. Gosdyke.
—Inspector, hay que hacer algo inmediatamente. ¡Mrs. Wilt está tomándose la justicia por su mano!
—Bien hecho —dijo Flint—. Este mierda acaba de presentarse voluntario como emisario ante nuestros amistosos vecinos, los luchadores por la libertad.
—No he hecho nada de eso —gimió Mr. Symper—. Mr. Gosdyke, apelo a usted…
El abogado no le hizo caso.
—Inspector Flint, si está usted dispuesto a comprometerse a que mi cliente no sea considerada responsable, ni interrogada, ni retenida, ni acusada, ni perseguida en modo alguno por lo que evidentemente está a punto de hacer…
Flint soltó al magnífico Mr. Symper. Años de experiencia en las salas de justicia le habían enseñado a distinguir cuándo estaba vencido. Siguió a Mr. Gosdyke a la sala de conferencias y estudió el asombroso trasero de Eva Wilt con estupefacción. El comentario de Gosdyke acerca de tomarse la justicia por su mano parecía totalmente inapropiado. Lo que estaba haciendo era más propiamente aplastarla con su peso. Flint miró al doctor Felden.
—Mrs. Wilt está evidentemente en un estado mental extremadamente perturbado, inspector. Debemos tratar de tranquilizarla. Sugiero que utilice el teléfono…
—No —dijo el profesor Maerlis—. Desde este ángulo tal vez parezca que Mrs. Wilt tiene las proporciones de un gorila, pero aun así dudo que pueda alcanzar el teléfono sin levantarse de la silla.
—¿Y qué hay de malo en eso? —preguntó el mayor agresivamente—. Esa zorra de la Schautz se lo ha buscado.
—Quizá, pero no vamos a convertirla en una mártir. Ya tiene un carisma político muy considerable…
—Me caguen su carisma —dijo Flint—. Ella ha estado martirizando al resto de la familia Wilt. Además, siempre podríamos alegar que su muerte fue accidental.
El profesor le miró, escéptico.
—Puede usted intentarlo, supongo, pero creo que tendrá algunas dificultades para persuadir a los medios de comunicación de que una mujer a la que han colgado de un balcón por el extremo de dos cuerdas, una de las cuales le había sido hábilmente anudada alrededor del cuello, y que subsiguientemente resultó ahorcada y/o decapitada, murió de una manera completamente accidental. Naturalmente, es cosa suya, pero…
—De acuerdo. Entonces, ¿qué coño propone usted?
—Cierre los ojos, amigo mío —dijo el mayor—. Después de todo Mrs. Wilt es sólo un ser humano…
—¿Sólo? —murmuró el doctor Felden—. Un ejemplo más claro de antropomorfismo…
—En algún momento tendrá que responder a la llamada de la naturaleza.
—¿La llamada de la naturaleza? —gritó Flint—. Ya la ha escuchado. Está ahí sentada como un elefante de circo…
—Mear, tío, mear —continuó el mayor—. Tendrá que levantarse para echar una meada tarde o temprano.
—Roguemos por que sea lo más tarde posible —dijo el psiquiatra—. La idea de esa forma monstruosa levantándose de la silla va a ser demasiado.
—En cualquier caso, probablemente tenga una vejiga como un globo sonda —dijo Flint—. Aunque no debe de estar pasando calor, y no hay nada como el frío para hacerle llenar a uno el orinal.
—En ese caso, será el acto final para la Schautz —dijo el mayor—. Eso nos sacaría del apuro, ¿eh?
—Se me ocurren maneras más adecuadas de decirlo —dijo el profesor—, y además eso no resuelve el problema del evidente martirio de Fráulein Schautz.
Flint los dejó discutiendo y salió a buscar al superintendente. Cuando pasaba por el centro de comunicaciones, el sargento le llamó. De uno de los dispositivos de escucha salían una serie de gritos agudos y ruidos como de succión.
—Viene del micrófono orientado a la ventana de la cocina —explicó el sargento.
—¿La ventana de la cocina? —dijo incrédulo Flint—. A mí me suena como a una compañía de ratones bailando claque en una fosa séptica. ¿Qué coño son esos grititos?
—Niños —dijo el sargento—. No es muy probable, ya lo sé, pero no he oído nunca a un ratón decirle a otro que cierre la boca. Y no viene del interior de la casa. Los dos tipos se han estado quejando de que no les quedaba nadie a quien disparar. Si quiere saber mi opinión…
Pero Flint ya estaba abriéndose camino entre los restos del invernadero en pos del superintendente. Lo encontró tumbado en la hierba junto al pabellón de verano al fondo del jardín de los Wilt, estudiando la anatomía de Gudrun Schautz con la ayuda de un par de gemelos.
—Es extraordinario lo que esos locos pueden llegar a hacer para darse publicidad —dijo a modo de explicación—. Ha sido buena idea mantener las cámaras de televisión fuera del alcance.
—Ella no está ahí por decisión propia —dijo Flint—. Cosas de Mrs. Wilt; es la ocasión para cazar a esos dos cerdos en la planta baja. De momento están sin rehenes.
—¿De verdad? —dijo el superintendente, y trasladó su atención con cierta renuencia a las ventanas de la cocina. En aquel momento estaba enfocando los gemelos sobre el depósito del abono.
—Dios mío —murmuró—, he oído hablar de la fermentación rápida pero… Oiga, eche una mirada a ese recipiente, junto a la puerta trasera.
Flint tomó los gemelos y miró. Gracias al aumento pudo ver lo que el superintendente entendía por fermentación rápida. La basura estaba viva. Se movía, se elevaba, varias vainas de judía subían y bajaban, mientras que una remolacha emergía de pronto entre la masa y desaparecía de nuevo. Finalmente, y eso era lo más desconcertante de todo, algo que parecía una calabaza de Hallowe’en con un mechón de pelo en lo alto, apareció por un lado del depósito.
Flint cerró los ojos, los abrió otra vez y lo que vio era una cara muy familiar tras una máscara de materia vegetal en descomposición.