Gudrun Schautz no era la única persona de Ipford que se enfrentaba al olvido. El director del banco de Wilt había pasado una tarde extremadamente penosa con el inspector Flint, quien insistía una y otra vez en la importancia nacional de no telefonear a su esposa para anular su compromiso para la cena, y se negaba a permitirle toda comunicación con su personal y con varios clientes que tenían cita con él. El director había encontrado insultantes esas calumnias sobre su discreción, y consideró a Flint decididamente letal para su reputación de probo hombre de finanzas.
—¿Qué demonios se imagina usted que está pensando el personal con tres malditos policías encerrados en mi despacho todo el día? —preguntó, dejando a un lado el lenguaje diplomático de la banca en favor de una forma más explícita de comunicación. Le había sacado especialmente de sus casillas el tener que elegir entre orinar en un cubo traído por el vigilante o sufrir el ultraje de ser acompañado por un policía cada vez que tenía que ir al servicio.
—Si uno no puede mear en su propio banco sin tener un guardia de mierda resoplándole en el cogote, lo único que puedo decir es que hemos llegado a una bonita situación.
—Tiene usted mucha razón, señor —dijo Flint—, pero yo sólo cumplo órdenes, y si la brigada antiterrorista dice que una cosa es de interés nacional, lo es.
—No veo dónde está el interés nacional en impedirme evacuar a solas —dijo el director—. Haré que presenten una queja al Ministerio del Interior.
—Se lo ruego —dijo Flint, que tenía sus propias razones para sentirse de mal humor. La intromisión de la brigada antiterrorista en su terreno había socavado su autoridad. El hecho de que Wilt fuera el responsable sólo le irritaba aún más, y justo estaba especulando sobre la capacidad de Wilt para perturbarle la existencia cuando sonó el teléfono.
—Si no le importa yo lo cogeré —dijo, y levantó el receptor.
—Mr. Fildroyd de la Central de Inversiones al aparato, señor —dijo la telefonista.
Flint miró al director.
—Un tal Fildroyd. ¿Conoce a alguien que se llame así?
—¿Fildroyd? Claro que sí.
—¿Se puede confiar en él?
—Por amor de Dios, hombre. ¿Confiar en Fildroyd? Es quien se encarga de toda la política de inversiones del banco.
—¿Ah, la bolsa? —preguntó Flint, que una vez había especulado con unas acciones de bauxita australiana y era improbable que olvidara esa experiencia—, en ese caso yo no confiaría en él en absoluto.
Volvió a manifestar esta opinión en términos ligeramente menos ofensivos a la joven de la centralita. Un rumor distante sugería que Mr. Fildroyd estaba también al teléfono.
—Mr. Fildroyd quiere saber quién está hablando —dijo la joven.
—Bueno, pues dígale usted a Mr. Fildroyd que es el inspector Flint, del condado de Fenland, y que si sabe lo que le conviene mantendrá la boca cerrada.
Colgó el teléfono y se volvió al director, que ahora tenía un aspecto claramente desaseado.
—¿Qué le pasa a usted? —preguntó Flint.
—¿Pasarme? Nada, nada de nada. Sólo que ahora por culpa suya toda la Sección Central de Inversiones va a suponer que soy sospechoso de algún crimen grave.
—Echarme a Henry Wilt encima es un crimen grave —dijo amargamente Flint—, y si quiere saber mi opinión todo este asunto es un trabajito de Wilt para proporcionarse otro poco de publicidad.
—Tal como yo lo entiendo el señor Wilt fue la víctima inocente de…
—Sí, sí; víctima inocente. El día que ese cabrón sea inocente yo dejaré de ser policía y me ordenaré sacerdote, aunque sea por el culo.
—Bonito modo de expresarse, desde luego —dijo el director del banco.
Pero Flint estaba demasiado absorto en una línea privada de especulación para notar el sarcasmo. Se estaba acordando de aquellos días y noches espantosos durante los cuales él y Wilt habían estado enzarzados en una discusión acerca de la desaparición de Mrs. Wilt[6]. Todavía ahora, Flint se despertaba unas horas antes del amanecer, bañado en sudor, con el recuerdo de la extraordinaria conducta de Wilt, y jurando que un día cazaría a ese pequeño cretino en un crimen de verdad. Y hoy había creído tener la oportunidad ideal, o la habría tenido de no ser por la brigada antiterrorista. Bueno, al menos eran ellos los que tenían que resolver la situación, pero si Flint hubiera podido hacerlo a su manera habría descartado todo ese disparate sobre alemanas au pair, y hubiera retenido a Wilt en prisión preventiva bajo la acusación de poseer dinero robado; le daba igual de dónde dijera que lo había sacado.
Pero a las cinco, cuando salió del banco y volvió a la comisaría, fue para descubrir que la declaración de Wilt parecía corresponderse con los hechos, por poco creíble que resultara.
—¿Un cerco? —preguntó al sargento de guardia—. ¿Un cerco en Willington Road? ¿En casa de Wilt?
—La prueba del asunto está ahí, señor —dijo el sargento señalando una oficina. Flint se fue en dirección a la ventana y miró hacia el interior.
Como un monolito erigido a la maternidad, Eva Wilt estaba allí sentada inmóvil, mirando al vacío, con la mente evidentemente ausente, es decir junto a las niñas en la casa de Willington Road. Flint se retiró, y por enésima vez se preguntó qué había en esa mujer y en su aparentemente insignificante esposo que les había unido a los dos y, por una extraña fusión de incompatibilidades, les había convertido en catalizadores de desastres. Era un enigma recurrente, este matrimonio entre una mujer a la que Wilt había descrito una vez como una fuerza centrífuga y un hombre cuya imaginación alimentaba fantasías bestiales con asesinatos y violaciones y aquellos sueños extraños que habían salido a relucir en el transcurso del interrogatorio. Como el propio matrimonio de Flint era tan convencionalmente feliz como podía desear, a sus ojos el de Wilt era menos un matrimonio que una siniestra organización simbiótica de origen casi vegetal, como el muérdago que crece sobre un roble. Había realmente una cierta calidad vegetal en Mrs. Wilt, sentada allí en silencio en la oficina. El inspector Flint sacudió la cabeza tristemente.
—La pobre mujer está conmocionada —dijo, y se apresuró a salir para descubrir por sí mismo lo que estaba pasando en Willington Road.
Pero como de costumbre su diagnóstico era equivocado. Eva no estaba conmocionada. Hacía mucho que se había dado cuenta de que no valía la pena decir a las mujeres policía que estaban con ella que quería ir a casa, y ahora su mente estaba ocupada, con una calma más bien amenazadora, en cosas prácticas. Allí fuera, en la creciente oscuridad, sus niñas estaban a merced de unos asesinos, y Henry probablemente muerto. Nada la detendría; iría donde las cuatrillizas y las salvaría. No veía qué podía haber más allá de ese objetivo, pero una violencia cada vez mayor la empujaba hacia él.
—Quizá le gustaría que viniera alguna amiga y le hiciera compañía —sugirió una de las mujeres policía—. O podemos ir con usted a casa de algún amigo.
Pero Eva sacudió la cabeza. No necesitaba comprensión. Tenía sus propias reservas de fuerza para enfrentarse a aquella desgracia. Finalmente llegó una asistenta social de uno de los centros de albergue provisional.
—Tenemos una confortable habitación para usted —dijo con una alegría forzada que tiempo atrás había servido para irritar a muchas esposas maltratadas—, y no tiene que preocuparse de camisones, cepillos de dientes y cosas así. Tenemos todo lo necesario.
«Seguro que no», pensó Eva, pero dio las gracias a las policías y siguió a la asistenta social a su coche, sentándose dócilmente a su lado mientras ella conducía. La mujer fue todo el tiempo charlando, haciendo preguntas sobre las cuatrillizas y los años que tenían, y diciendo lo difícil que debía de ser criar cuatro niñas al mismo tiempo, como si la suposición repetida de que nada extraordinario había sucedido recrease de alguna manera el mundo feliz y monótono que Eva había visto desintegrarse aquella tarde a su alrededor. Eva apenas la escuchaba. Las palabras banales estaban tan grotescamente en contradicción con los instintos que se agitaban en su interior que solamente añadían irritación a su terrible determinación. Ninguna mujer estúpida que no hubiera tenido hijos podía saber lo que significaba tenerlos amenazados, y a ella no la calmarían haciéndole aceptar pasivamente la situación.
En la esquina de Dill Road con Persimmon Street vio el anuncio de un vendedor de periódicos. TERRORISTAS SITIADOS. ÚLTIMAS NOTICIAS.
—Quiero un periódico —dijo Eva abruptamente, y la mujer aparcó junto a la acera.
—No le dirá nada que no sepa usted ya —dijo.
—Ya lo sé. Sólo quiero ver lo que dicen —dijo Eva. Abrió la puerta del coche. Pero la mujer la detuvo.
—Usted quédese aquí y yo iré por uno. ¿Quiere también una revista?
—Sólo el periódico.
Y con el triste pensamiento de que incluso en tragedias tan terribles la gente encontraba satisfacción en ver su nombre en letras de molde, la asistenta social cruzó la acera hasta el kiosko y entró. Tres minutos más tarde salía y abría la puerta del coche sin darse cuenta de que el asiento de al lado estaba vacío. Eva Wilt había desaparecido en la oscuridad.
Para cuando el inspector Flint hubo atravesado las barreras de Farrigdon Avenue y, ayudado por un sargento de las fuerzas de seguridad, hubo trepado no sin dificultad varios jardines hasta llegar al centro de comunicaciones, ya comenzaba a poner en duda su teoría de que todo el asunto era otro bromazo de Wilt. Si así fuera, esta vez había ido demasiado lejos. El carro blindado en plena calle y los focos que hablan sido instalados en torno al número 9 eran un claro indicio de lo en serio que se tomaban el cerco la brigada antiterrorista y los servicios especiales. En el invernadero detrás de la casa de Mrs. de Frackas, se congregaban unos hombres con un equipo de extraña apariencia.
—Instrumentos de escucha parabólica. Abreviadamente IEP —explicó un técnico—. Una vez instalados podremos oír los pedos de una cucaracha en cualquier habitación de la casa.
—¿De verdad? No tenía ni idea de que las cucarachas se tiraran pedos —dijo Flint—, siempre se aprende algo.
—Nosotros aprenderemos lo que dicen esos hijos de puta y exactamente dónde están.
Flint cruzó por el invernadero hasta el salón y encontró al superintendente y al mayor escuchando al consejero de Ideología Terrorista Internacional que estaba comentando las cintas.
—Si quieren saber mi opinión —dijo el profesor Maerlis—, podría asegurar que el Ejército Alternativo del Pueblo representa una subfracción o grupo disidente del cuadro original conocido como Grupo del Ejército del Pueblo. Creo que hasta ahí está claro.
Flint tomó asiento en un rincón y observó satisfecho al superintendente y al mayor que parecían compartir su estupefacción.
—¿Dice usted que forman realmente parte del mismo grupo? —preguntó el superintendente.
—Específicamente, no —dijo el profesor—. Sólo puedo deducir, a partir de las contradicciones inherentes expresadas en sus comunicados, que hay una gran diferencia de opinión en cuanto a la táctica, mientras que al mismo tiempo ambos grupos comparten idénticos supuestos ideológicos subyacentes. Sin embargo, debido a la estructura molecular de las organizaciones terroristas, la identificación efectiva de un miembro de un grupo por otro miembro de otro grupo o subfacción del mismo sigue siendo extremadamente problemática.
—Toda esta mierda de situación es extremadamente problemática si a eso vamos —dijo el superintendente—. Hasta aquí hemos recibido dos comunicados de lo que parece ser un alemán parcialmente castrado, uno de un irlandés asmático, peticiones de un jumbo y siete millones a cargo de un mexicano, una contrademanda del teutón de siete millones; por no mencionar un torrente de insultos de un árabe y todo el mundo acusando a todo el mundo de ser un agente de la CÍA trabajando para Israel y una competición para ver quién está luchando por la libertad de quién.
—Lo que me sulfura es cómo pueden empezar a hablar de la libertad cuando tienen secuestrados a niños inocentes y a una anciana bajo amenaza de muerte —dijo el mayor.
—Ahí tengo que discrepar —dijo el profesor—. En términos de la filosofía política neohegeliana postmarxista, la libertad del individuo sólo puede residir dentro de los parámetros de una sociedad colectivamente libre. Los Grupos del Ejército del Pueblo se ven a sí mismos como la vanguardia de la libertad e igualdad totales, y como tal no están obligados a observar las normas morales que restringen las acciones de los lacayos de la opresión imperialista, fascista y neocolonialista.
—Oiga, amigo —dijo el mayor airadamente, quitándose la peluca afro—, ¿de qué lado está usted exactamente?
—Yo solamente estoy estableciendo la teoría. Si quiere usted un análisis más preciso… —balbució el profesor nerviosamente, pero le interrumpió el jefe de Combate Psicológico que había estado examinando las voces grabadas:
—Según nuestro análisis de los factores de stress, estas grabaciones revelan que el grupo que retiene a Fráulein Schautz está emocionalmente más perturbado que los otros dos terroristas —anunció— y, con toda franqueza, creo que deberíamos esforzarnos en reducir su nivel de ansiedad.
—¿Está usted diciendo que la Schautz está en peligro de muerte? —preguntó el superintendente.
El psicólogo asintió.
—Realmente, es bastante desconcertante. Hemos dado con algo extraño en esa parte; una variación del modelo de conducta normal de las reacciones vocales y debo admitir que creo que es ella la que probablemente se juega más el cuello.
—Si es así no pienso preocuparme —dijo el mayor—, ella se lo ha buscado.
—Si eso sucede todos tendremos de qué preocuparnos —dijo el superintendente—. Mis instrucciones son llevar este asunto con calma y si comienzan a matar a los rehenes, se armará la de Dios es Cristo.
—Sí —dijo el profesor—, una situación dialéctica muy interesante. Tiene que comprender que la teoría del terrorismo como fuerza progresiva en la historia del mundo exige la exacerbación de la lucha de clases y la polarización de la opinión política. Ahora bien, en términos de simple efectividad, debemos decir que es el Ejército del Pueblo Grupo Cuatro el que lleva la ventaja y no el Ejército Alternativo del Pueblo.
—Dígalo de nuevo —dijo el mayor.
El profesor le complació.
—Dicho sencillamente, es políticamente preferible matar a esos niños que eliminar a Fráulein Schautz.
—Ésa puede que sea su opinión —dijo el mayor, jugando nerviosamente con la culata de su revólver—, pero si supiera usted lo que se hace no volvería a expresarse de ese modo.
—Yo sólo hablaba en términos de polarización política —dijo el profesor, nervioso—. Sólo una minoría muy pequeña se vería perturbada por la muerte de Fráulein Schautz, pero el efecto de liquidar a cuatro niños pequeños y concebidos coterminativamente, sería considerable.
—Gracias, profesor —cortó el superintendente apresuradamente. Y antes de que el mayor pudiera descifrar este siniestro pronunciamiento expulsó de la habitación al consejero de Ideologías Terroristas.
—Son puñeteros intelectuales como ése los que han arruinado este país —dijo el mayor—. Oyéndole hablar se diría que en toda maldita cuestión hay siempre dos partes.
—Que es exactamente lo contrario de lo que tenemos en las grabaciones —dijo el psicólogo—; nuestros análisis parecen indicar que sólo hay un portavoz del Ejército Alternativo del Pueblo.
—¿Uno? —dijo el superintendente, incrédulo—. No me sonaba a mí como un solo hombre. Más bien parecían una docena de ventrílocuos chalados.
—Precisamente. Por eso creemos que se debería intentar disminuir el nivel de ansiedad de ese grupo. Puede que estemos tratando con un caso de desdoblamiento de la personalidad. Voy a poner las cintas de nuevo y quizá entienda lo que le quiero decir.
—¿Es necesario? Es que…
Pero el sargento ya había puesto en marcha el aparato, y una vez más el salón atestado resonó con los gemidos y rugidos guturales de los comunicados de Wilt. En un rincón en penumbra el inspector Flint, que había estado dando cabezadas, se puso en pie de un salto.
—Lo sabía —gritó triunfalmente—, lo sabía. ¡Sabía que tenía que ser él; y tanto que lo es!
—Tenía que ser ¿qué? —preguntó el superintendente.
—El cabrón de Henry Wilt, que está detrás de todo esto. Y la prueba está en esas cintas.
—¿Está usted seguro, inspector?
—Más que eso, absolutamente convencido. Conocería la voz de ese gilipollas aunque imitase a un esquimal pariendo.
—No creo que tengamos que llegar tan lejos —dijo el consejero psicológico—. ¿Está usted diciéndonos que conoce al hombre que acabamos de oír?
—¿Conocerle? —dijo Flint—. Por supuesto que conozco a ese hijo de puta. Faltaría más, después de lo que me hizo. Y ahora se está quedando con ustedes.
—Déjeme decirle que no me lo acabo de creer —dijo el superintendente—, no podría uno desear encontrar a un pobre hombre más inofensivo.
—Yo sí —dijo Flint con sentimiento.
—Pero si tuvimos que drogarlo hasta los ojos para conseguir que entrase —dijo el mayor.
—¿Drogarlo? ¿Con qué? —dijo el psicólogo.
—No tengo ni idea. Algún brebaje que el médico suele preparar para los tipos que se arrugan. Parece que hace maravillas con los desactivadores de bombas.
—Bueno, pues parece que no ha funcionado tan bien en este caso —dijo el psicólogo tímidamente—, pero ciertamente explica las notables representaciones a que hemos asistido. Pudiéramos estar ante un caso de esquizofrenia químicamente inducida.
—Yo de usted no me preocuparía mucho por lo de «químicamente inducida» —dijo Flint—, Wilt está chalado al fin y al cabo. Apostarla cien contra uno a que ha organizado todo esto desde el comienzo.
—No estará sugiriendo en serio que Mr. Wilt se tomó deliberadamente todo este trabajo para poner a sus propias hijas en manos de un puñado de terroristas internacionales —dijo el superintendente—. Cuando hablé de este asunto con él me pareció verdaderamente asombrado y preocupado.
—Lo que Wilt parece y lo que Wilt es son dos cosas enteramente distintas, puedo asegurárselo. Un hombre que es capaz de vestir a una muñeca inflable con ropa de su mujer y de dejarla caer al fondo de un pozo para cimientos bajo treinta toneladas de hormigón no es…
—Perdone, señor —interrumpió el sargento—, acaba de llegar un mensaje de la comisaría. Mrs. Wilt se ha largado.
Los cuatro hombres le miraron desesperados.
—¿Que ella qué? —dijo el superintendente.
—Que se ha fugado, señor. Nadie sabe dónde está.
—Todo concuerda —dijo Flint—, todo concuerda, no hay duda.
—¿Concuerda? ¿Qué concuerda, por el amor de Dios? —preguntó el superintendente, que estaba empezando a sentirse bastante raro él también.
—El patrón, señor. La próxima cosa que sabremos es que fue vista por última vez en un yate bajando por el río, sólo que no estará allí.
El superintendente le miró, desorientado.
—¿Y usted llama a eso un patrón? Oh, Dios mío.
—Bueno, es el tipo de cosa que Wilt podría hacer, créame. Ese cerdo es capaz de imaginar, mejor que cualquier otro criminal que yo haya conocido, formas de transformar una situación perfectamente clara y razonable en una pesadilla delirante.
—Pero tiene que tener algún motivo para hacerlo.
Flint se echó a reír siniestramente.
—¿Motivo? ¿Henry Wilt? Ni lo sueñe. Usted puede pensar en miles de buenos motivos, diez mil si lo prefiere, pero al final del día él aparecerá con una explicación que usted nunca había imaginado. Wilt es lo más parecido a Ernie que he conocido jamás.
—¿Ernie? —dijo el superintendente—. ¿Quién demonios es Ernie?
—Ese maldito ordenador que utilizan para la lotería, señor. Ya sabe, el que saca los números al azar. Bueno, pues Wilt es un hombre aleatorio, si entiende lo que quiero decir.
—No creo que quiera entenderlo —dijo el superintendente—. Yo creía que me enfrentaba a un asedio sencillito, y en lugar de eso la cosa se está transformando en una casa de locos.
—Ya que hablamos de ese tema —dijo el psicólogo—, creo realmente que es muy importante reanudar las relaciones con la gente del piso de arriba. Quienquiera que esté allí y reteniendo a la Schautz ha de ser alguien muy perturbado. Ella puede estar en grave peligro.
—No hay puede que valga —dijo Flint—. Lo está.
—De acuerdo. Supongo que tendremos que arriesgarnos —dijo el superintendente—. Sargento, dé orden al helicóptero de que venga con un teléfono de campaña.
—¿Alguna orden respecto a Mrs. Wilt, señor?
—Mejor será que le pregunte al inspector. Parece ser un experto en la familia Wilt. ¿Qué tipo de mujer es Mrs. Wilt? Y no me venga con que se trata de una mujer imprevisible.
—No quisiera decir otra cosa —dijo Flint—, excepto que es una mujer realmente poderosa.
—¿Qué cree usted que planea hacer? Evidentemente no se fugó de la comisaría sin una idea en la cabeza.
—Bueno, conociendo a Wilt tanto como le conozco yo, señor, he de confesar que dudo que ella sea capaz de tener idea ninguna. Cualquier mujer normal se hubiera vuelto loca hace años de vivir con un hombre como ése.
—¿No estará usted sugiriendo que también ella es una psicópata?
—No, señor —dijo Flint—. Yo lo que digo es que ella no puede tener los nervios como los demás mortales.
—Eso es una gran ayuda. Así que tenemos un montón de terroristas armados hasta los dientes, una especie de chalado en la persona de Wilt y una mujer en fuga con un pellejo como el de un rinoceronte. Mézclelo todo y obtendrá una combinación magnífica. De acuerdo, sargento; dé la alerta sobre Mrs. Wilt y procure que la metan en la cárcel antes de que alguien resulte herido.
El superintendente se dirigió a la ventana y miró hacia la casa de Wilt. Bajo la luz de los proyectores, se erigía contra el negro cielo como un monumento conmemorativo de la estolidez y la devoción por la monotonía de la clase media inglesa. Incluso el mayor se sintió inclinado a opinar.
—Es como un espectáculo de son et lumiere suburbano, ¿verdad? —murmuró.
—Lumiere quizá —dijo el superintendente—, pero al menos nos hemos evitado el son.
Pero no por mucho tiempo. De algún lugar presumiblemente próximo llegaron unos terribles aullidos. Las cuatrillizas Wilt estaban empezando a berrear.