Pero por una vez había malgastado su solidaridad. Las cuatrillizas se lo estaban pasando de maravilla. Después de la emoción inicial, con ventanas pulverizadas por las balas y terroristas disparando desde la cocina y el hall, las habían empujado de cualquier manera a la bodega, junto con Mrs. de Frackas. Como la anciana señora se resistía a dejarse impresionar y parecía considerar los sucesos de arriba como algo perfectamente normal, las cuatrillizas habían tomado la misma actitud. Aparte de que la bodega era normalmente territorio prohibido, mientras Wilt se negaba a que bajaran allí con el pretexto de que los retretes orgánicos eran insanos y peligrosamente explosivos, Eva se lo tenía prohibido porque guardaba ahí sus frutas de conservas, y el congelador estaba lleno de helado casero. Las cuatrillizas se habían abalanzado sobre los helados y habían terminado con una caja grande antes de que los ojos de Mrs. de Frackas se hubieran acostumbrado a la penumbra. Para entonces, las cuatrillizas ya habían encontrado otras cosas interesantes en que ocupar su atención. Un gran depósito de carbón y una pila de leña les dieron la oportunidad de ensuciarse de arriba abajo. La reserva de manzanas de cultivo biológico les proporcionó el segundo plato después del helado, y sin duda se habrían bebido la cerveza casera de Wilt hasta caerse, de no ser porque Mrs. de Frackas tropezó con una botella rota.
—No debéis ir a esa parte de la bodega —dijo, observando con severidad la evidente impericia de los experimentos de Wilt, que había provocado la explosión de varias botellas—, es peligroso.
—¿Pues por qué se la bebe papá? —preguntó Penelope.
—Cuando seáis un poco mayores aprenderéis que los hombres hacen muchas cosas que no son ni prudentes ni sensatas —dijo Mrs. de Frackas.
—¿Como llevar una bolsa en el extremo de la pirula? —preguntó Josephine.
—Bueno, eso no sabría decírtelo, cariño —dijo Mrs. de Frackas, hecha un lío, entre su propia curiosidad y el deseo de no inmiscuirse demasiado en la vida privada de los Wilt.
—Mamá dice que el doctor le obligó a llevarla —continuó Josephine, añadiendo una enfermedad muy íntima a la lista de defectos que de Wilt tenía la anciana.
—Y yo la pisé y papi se puso a gritar —dijo Emmeline con orgullo—. Gritó más fuerte que nunca.
—Estoy segura, querida —dijo Mrs. de Frackas, tratando de imaginar la reacción de su difunto y bilioso esposo si un niño llega a ser tan imprudente como para pisarle el pene—. Pero hablemos de algo agradable.
La distinción no hacía mella en las cuatrillizas.
—Cuando papi volvió de ver al doctor, mami dijo que su pirula se iba a poner bien y que ya no diría «joder» cuando fuera a hacer pipí.
—¿Decir qué, cariño? —preguntó Mrs. de Frackas, ajustándose el sonotone con la esperanza de que fuera éste y no Samantha el causante del error. Las cuatrillizas la desilusionaron al unísono.
—Joder, joder, joder —gritaron. Mrs. de Frackas desconectó el sonotone.
—Vaya, realmente —dijo—, creo que no deberíais decir esa palabra.
—Mami también dice que no debemos, pero el papi de Michael le dijo…
—No quiero ni oírlo —dijo rápidamente Mrs. de Frackas—. Cuando yo era joven los niños no hablaban de esas cosas.
—¿Cómo nacían los niños entonces? —preguntó Penelope.
—Pues como siempre, querida, sólo que nos enseñaban a no decir esas cosas.
—¿Qué cosas? —preguntó Penelope.
Mrs. de Frackas la miró incrédula. Comenzaba a descubrir que las cuatrillizas de los Wilt no eran unas niñas tan encantadoras como ella había creído. Al contrario, eran francamente enervantes.
—Cosas, sin más —dijo por fin.
—¿Como pollas y coños? —preguntó Emmeline.
Mrs. de Frackas la miró con disgusto.
—Supongo que podría decirse así —contestó con rigidez—, aunque francamente preferiría que no lo dijerais.
—¿Si no se dice así, usted cómo lo dice? —preguntó la infatigable Penelope.
Mrs. de Frackas se estrujó la mente en busca de una alternativa, pero en vano.
—No lo sé —dijo, sorprendida por su propia ignorancia—, supongo que la cosa nunca surgió.
—La de papi sí —dijo Josephine—. Yo la vi una vez.
Mrs. de Frackas prestó su disgustada atención a la niña y trató de acallar su propia curiosidad.
—¿La viste? —dijo sin querer.
—Él estaba en el baño con mami y yo miraba por el agujero de la cerradura, y papi…
—Ya va siendo hora de que tú te bañes también —dijo Mrs. de Frackas, poniéndose de pie antes de que Josephine pudiese revelar ningún otro detalle de la vida sexual de los Wilt.
—Todavía no hemos cenado —dijo Samantha.
—Voy a ocuparme de eso —dijo Mrs. de Frackas, y subió por la escalera de la bodega para ir a buscar huevos. Volvió con una bandeja pero las mellizas ya no tenían hambre. Habían acabado con un tarro de cebollitas en vinagre e iban por la mitad de su segundo paquete de higos secos.
—Aún tenéis que comer huevos revueltos —dijo resueltamente la anciana—. No me he molestado en hacerlos para que se echen a perder, sabéis.
—No los ha hecho usted —dijo Penelope—, los hizo la mamá gallina.
—Y los papas gallina se llaman pollas —pió Josephine, pero Mrs. de Frackas, que acababa de enfrentarse con dos bandidos armados, no estaba de humor para que la desafiaran cuatro niñas impúdicas.
—No vamos a hablar más de ese tema, gracias —dijo—, ya he tenido bastante.
Pronto quedó claro que las cuatrillizas también habían tenido bastante. Mientras les hacía subir las escaleras de la bodega, Emmeline se quejó de que le dolía la tripita.
—Pronto se te pasará, cariño —dijo Mrs. de Frackas—, y no sirve de nada hipar de ese modo.
—No es hipo —replicó Emmeline, y vomitó inmediatamente sobre el suelo de la cocina. Mrs. de Frackas miró a su alrededor buscando en la semioscuridad el interruptor de la luz. Justo cuando acababa de dar con él y de encender la luz, Chinanda se le echó encima y la apagó.
—¿Qué pretende hacer? ¿Qué nos maten a todos? —gritó.
—A todos no —dijo Mrs. de Frackas—. Si no mira usted por dónde va…
El estruendo que siguió al patinazo del terrorista en el suelo de la cocina, sobre una mezcla de cebolletas en vinagre a medio digerir e higos secos, demostró que Chinanda efectivamente no había mirado.
—A mí no tiene usted por qué echarme la culpa —dijo Mrs. de Frackas—, y no debería usar ese lenguaje delante de las niñas. Es un mal ejemplo.
—Buen ejemplo les voy a dar yo —gritó Chinanda—, les voy a sacar las tripas.
—Creo que ya hay alguien que lo ha hecho —replicó la anciana cuando las otras tres niñas, compartiendo evidentemente con Emmeline la incapacidad de poder con una dieta tan ecléctica, siguieron su ejemplo. La cocina estaba ahora llena de niñas pequeñas cubiertas de vómitos y llorando a gritos, un olor muy poco apetitoso, dos terroristas enloquecidos y una Mrs. de Frackas con una actitud más imperial que nunca. Para aumentar la confusión, Baggish había abandonado su puesto en el hall y había entrado en tromba amenazando con disparar al primero que se moviera.
—No tengo intención de moverme —dijo Mrs. de Frackas—, y como la única persona que lo hace es esa que se arrastra en aquel rincón, le sugiero que ponga fin a sus sufrimientos.
En el rincón del fregadero, Chinanda trataba de desembarazarse de la batidora Kenwood de Eva, que había ido a dar en el suelo junto con él.
Mrs. de Frackas encendió la luz de nuevo. Esta vez nadie se opuso; Chinanda porque estaba momentáneamente sonado y Baggish porque estaba demasiado horrorizado ante el estado de la cocina.
—Y ahora —dijo la anciana—, si han acabado ustedes, me llevaré a las niñas arriba para darles un baño antes de meterlas en la cama.
—¿En la cama? —gritó Chinanda, poniéndose en pie a duras penas—. Nadie va a subir arriba. Dormirán todas en la bodega. Bajen ahora mismo.
—Si de verdad supone usted que voy a permitir que estas pobres niñas bajen de nuevo a la bodega en el estado en que se encuentran y sin haberlas lavado a fondo, se equivoca usted de medio a medio.
Chinanda tiró del cordón de la persiana veneciana, tapando así toda vista desde el jardín.
—Entonces lávelas aquí —dijo señalando el fregadero.
—¿Y dónde van a estar ustedes?
—Donde podamos ver lo que hace.
Mrs. de Frackas replicó sarcástica.
—Conozco a los tipos como ustedes, y si creen que voy a exponer sus cuerpecitos puros a sus miradas lascivas…
—¿Qué demonios está diciendo? —preguntó Baggish.
Mrs. de Frackas dirigió su desprecio hacia él.
—Y a las suyas tampoco, ya me ha oído. No he cruzado el Canal de Suez y Port Said en vano, sabe usted.
Baggish se la quedó mirando.
—¿Port Said? ¿El Canal de Suez? Yo no he estado en Egipto en mi vida.
—Bueno, pues yo sí. Y yo sé lo que me digo.
—¿Pero de qué está usted hablando? Dice que sabe lo que se dice. Pues yo no sé lo que usted sabe.
—Postales —dijo Mrs. de Frackas—, no creo que necesite decirle nada más.
—Todavía no ha dicho usted nada. Primero el Canal de Suez, luego Port Said y ahora tarjetas postales. ¿Podría decirme alguien qué mierda tiene que ver eso con lavar niñas?
—Bien, si quiere usted enterarse del todo, me refiero a postales verdes. Le podría hablar también de asnos, pero no voy a hacerlo. Ahora, váyanse los dos de la habitación…
Pero las consecuencias de los prejuicios imperiales de Mrs. de Frackas habían por fin penetrado en la mente de Baggish.
—¿Está hablando de pornografía? ¿En qué siglo se imagina usted que está viviendo? Si quiere pornografía dése una vuelta por Londres. El Soho está lleno…
—Ni necesito pornografía ni tengo la menor intención de seguir hablando de este tema.
—Entonces, baje a la bodega antes de que la mate —chilló, rabioso, Baggish.
Pero Mrs. de Frackas era demasiado vieja para dejarse convencer por meras amenazas, y hubo que recurrir a la fuerza bruta para hacerla traspasar la puerta de la bodega con las cuatrillizas. Mientras bajaban las escaleras se pudo oír a Emmeline preguntar por qué no le gustaban los asnos a aquel hombre malo.
—Te digo que los ingleses están locos —dijo Baggish—, ¿por qué tuvimos que elegir esta casa de locos?
—La casa nos eligió a nosotros —dijo Chinanda deprimido, y apagó la luz.
Pero si Mrs. de Frackas había decidido ignorar el hecho de que su vida estaba en peligro, arriba, en el ático, Wilt era agudamente consciente de que sus anteriores maniobras se habían vuelto contra él. Inventarse el Ejército Alternativo del Pueblo había servido para confundir las cosas durante un rato, pero la amenaza de ejecutar o, más exactamente, de asesinar a Gudrun Schautz había sido un terrible error, porque ponía un plazo a su farol. Rememorando sus últimos cuarenta años, el historial de violencia de Wilt se limitaba a la ocasional y usualmente fallida lucha contra moscas y mosquitos. No; lanzar ese ultimátum había sido casi tan estúpido como no salir de la casa cuando aún estaba a tiempo. Ahora era evidente que ya no lo estaba, y los ruidos que llegaban del baño sugerían que Gudrun Schautz había arrancado el linóleo y que se ocupaba de las tablas del suelo. Si se escapaba y se unía a los de abajo, aportaría un fervor intelectual al fanatismo evidentemente estúpido de los otros. Por otro lado, no se le ocurría ninguna manera de detenerla aparte de amenazarla con disparar a través de la puerta del cuarto de baño, y si eso no funcionaba… Tenía que haber una alternativa. ¿Y si él mismo abriera la puerta y la persuadiera de que era peligroso ir abajo? De esa manera podría mantener a las dos bandas separadas y si no podían comunicarse entre sí, Fráulein Schautz difícilmente podría influir en sus hermanos de sangre del piso de abajo. Bien, eso era bastante fácil de hacer.
Wilt se fue hacia el teléfono y arrancó el cordón de la pared. Hasta ahí todo bien, pero todavía quedaba el pequeño problema de las armas. La idea de compartir el piso con una mujer que había asesinado a sangre fría a ocho personas no era atractiva desde ningún punto de vista, pero en tanto que ese piso contenía suficientes armas de fuego para eliminar a varios cientos de personas se convertía en una idea claramente suicida. Tendría que deshacerse de las armas además. ¿Pero cómo? No podía tirar esos malditos trastos por la ventana. Una lluvia de revólveres, granadas y ametralladoras sobre los terroristas haría probablemente que éstos subieran para ver qué demonios estaba pasando. En cualquier caso las granadas podían dispararse solas y ya había suficientes malentendidos en el ambiente como para añadir explosiones de granadas. Lo mejor sería esconderlas. Con cautela, Wilt volvió a meter toda la artillería en la bolsa de viaje y pasando por la cocina se dirigió a la zona del ático. Gudrun Schautz estaba entonces muy ocupada con las tablas del suelo y, cubierto por aquel ruido, Wilt trepó arrastrándose hasta la cisterna del agua. Luego sumergió la bolsa en el agua y volvió a colocar la tapa. A continuación, después de asegurarse de que no se había dejado ningún arma, se preparó mentalmente para la maniobra siguiente. Desde luego, era casi igual de seguro que abrir la jaula de un tigre del zoo e invitarle a salir, pero había que hacerlo, y en una situación tan demencial sólo un acto de locura total podía salvar a las niñas. Wilt atravesó la cocina en dirección a la puerta del baño.
—Irmgard —susurró.
Miss Schautz continuó con su trabajo de demolición en el suelo del baño. Wilt tomó otra vez aliento y susurró un poco más alto. Dentro, cesaron las obras y se hizo el silencio.
—Irmgard —dijo Wilt—, ¿es usted?
Hubo un movimiento y luego una voz tranquila habló:
—¿Quién está ahí?
—Soy yo —dijo Wilt, ateniéndose a la evidencia y deseando con todas sus fuerzas lo contrario—, Henry Wilt.
—¿Henry Wilt?
—Sí. Ya se han ido.
—¿Quién se ha ido?
—No lo sé. Quienquiera que fuese. Ya puede salir.
—¿Salir? —preguntó Gudrun Schautz en un tono de voz que sugería una total estupefacción, tal como Wilt quería.
—Voy a abrir la puerta.
Wilt comenzó a quitar el cordón de la lámpara enredado en el tirador de la puerta. Era difícil, en aquella creciente oscuridad, pero unos minutos después ya había desatado el cable y quitado la silla.
—Ya está —dijo—. Puede salir.
Pero Gudrun Schautz no hizo ningún movimiento.
—¿Cómo sé que es usted? —preguntó.
—No sé —dijo Wilt, encantado de tener ocasión de retrasar las cosas—, soy yo, eso es todo.
—¿Quién está con usted?
—Nadie. Ellos se han ido abajo.
—Y dale con «ellos». ¿Quiénes son esos «ellos»?
—No tengo ni idea. Hombres armados. Toda la casa está llena de hombres armados.
—¿Entonces por qué está usted aquí? —preguntó Miss Schautz.
—Porque no puedo estar en otro sitio —dijo Wilt con toda sinceridad—, no pensará que me gusta estar aquí. Han estado disparándose unos a otros. Podían haberme matado. No sé qué demonios está pasando.
Hubo un silencio en el cuarto de baño. Gudrun Schautz tenía dificultades para hacerse una composición de lugar de lo que estaba pasando. En la oscuridad de la cocina, Wilt sonreía para sí. Si continuaba así, conseguiría que la zorra se volviera majareta.
—¿Y no hay nadie con usted? —preguntó.
—Por supuesto que no.
—¿Entonces cómo supo que yo estaba en el baño?
—Oí cómo se bañaba —dijo Wilt—, y entonces toda esa gente comenzó a gritar y a pegar tiros…
—¿Dónde estaba usted?
—Oiga —dijo Wilt decidiendo cambiar de táctica—: no veo por qué continúa haciéndome tantas preguntas. Quiero decir que me he molestado en venir aquí a abrir la puerta y usted no quiere salir, y sigue insistiendo en saber quiénes son y dónde estaba yo y todo es como si yo lo supiera. El caso es que yo estaba echando una cabezada en el dormitorio y…
—¿Una cabezada? ¿Qué es una cabezada?
—¿Una cabezada? Pues una cabezada. Bueno, es una especie de sueñecito después de la comida. Dormir, sabe usted. En cualquier caso, cuando empezó el jaleo, el tiroteo y demás, yo la oí gritar «las niñas» y pensé en lo amable que era de su parte…
—¿Amable de mi parte? ¿Pensó que eso era amable por mi parte? —preguntó la Schautz con voz estrangulada e incrédula.
—Me refiero a ocuparse de las niñas en primer lugar, antes de pensar en su propia seguridad. La mayoría de la gente no habría pensado en salvar a las niñas, ¿sabe usted?
Un ruido ininteligible procedente del cuarto de baño indicó que Gudrun Schautz no había pensado en esa posible interpretación de sus órdenes y que tenía que hacer algunos reajustes en su actitud en vista del grado de inteligencia de Wilt.
—No, es verdad —dijo por fin.
—Bueno, naturalmente, después de eso no podía dejarla a usted encerrada aquí, ¿verdad? —continuó Wilt, dándose cuenta de que hablar como un absoluto idiota tenía sus ventajas—. Noblesse oblige, y todo eso.
—¿Noblesse oblige?
—Una buena acción merece su recompensa y todo eso —dijo Wilt—, o sea que tan pronto vi que no había moros en la costa salí de debajo de la cama y subí hasta aquí.
—¿Qué costa? —preguntó la Schautz con desconfianza.
—Cuando los tipos que estaban aquí decidieron bajar abajo —dijo Wilt—. Éste parecía el lugar más seguro. De todos modos, por qué no sale usted y viene a sentarse aquí; debe de ser muy incómodo estar ahí metida.
Miss Schautz consideró esta propuesta así como el hecho de que Wilt pareciera ser un idiota congénito, y aceptó el riesgo.
—No llevo encima nada de ropa —dijo, abriendo la puerta unos centímetros.
—¡Caray! —dijo Wilt—. Lo siento muchísimo. No se me había ocurrido. Iré y le traeré algo.
Entró en el dormitorio y revolvió en el armario, y al encontrar lo que en la oscuridad parecía un impermeable, se lo llevó.
—Aquí tiene un abrigo —dijo, tendiéndoselo a través de la puerta—, no he querido encender la luz del dormitorio por si esos tipos de abajo la veían y comenzaban a hacer fuego otra vez. No se preocupe, he cerrado la puerta con llave y he hecho una barricada; les costaría trabajo entrar.
En el cuarto de baño la Schautz se puso el impermeable, salió con precaución y se encontró con que Wilt estaba echando agua hirviendo de la hervidora eléctrica en una tetera.
—Pensé que le gustaría tomar una buena taza de té —dijo—. A mí me hace falta…
Detrás de él, Gudrun Schautz trataba de comprender lo que había sucedido. Desde el momento en que la habían encerrado en el cuarto de baño había estado segura de que el piso estaba ocupado por la policía. Ahora parecía que quienes hubieran estado allí se habían marchado, y este fofo y estúpido inglés estaba haciendo té como si tal cosa. Que Wilt hubiera admitido haber pasado la tarde escondido debajo de la cama había sido algo definitivamente ignominioso, y confirmaba la opinión —que ella se había hecho de sus discusiones nocturnas con Mrs. Wilt— de que él no constituía ningún tipo de amenaza. Por otra parte tenía que descubrir qué era lo que Wilt sabía en realidad.
—Esos hombres armados —dijo ella—, ¿qué tipo de hombres son?
—Bueno, en realidad no estaba en una buena posición para verles —dijo Wilt—, debajo de la cama y tal. Algunos llevaban botas y otros no, no sé si me entiende.
Gudrun no le entendía.
—¿Botas?
—No llevaban zapatos. ¿Toma usted azúcar?
—No.
—Tiene usted razón —dijo Wilt—, es muy malo para los dientes. Bueno, aquí tiene. Oh, lo siento. Espere, voy a buscar un trapo para secarla.
Y, en el estrecho espacio de la cocinita, Wilt buscó un trapo y se puso a secar el impermeable de Gudrun Schautz en el que había derramado deliberadamente el té.
—Déjelo ya —dijo ella cuando Wilt trasladó sus atenciones con la toalla desde los pechos hacia regiones inferiores.
—Muy bien, le serviré otra taza.
Ella le siguió al dormitorio mientras Wilt meditaba qué otros accidentes domésticos podría provocar para distraer la atención de ella. Siempre estaba el sexo, claro, pero en esas circunstancias parecía poco probable que a aquella zorra le interesase entrar en materia, e incluso si le interesaba, la idea de hacer el amor con una asesina profesional le resultaba difícilmente estimulante. La impotencia alcohólica era mala, pero la debida al terror era infinitamente peor. Wilt se llevó otra taza de té al estudio y se la encontró mirando al jardín desde el balcón.
—Yo no me pondría ahí —dijo—, fuera hay más maníacos con camisetas del pato Donald.
—¿Camisetas del pato Donald?
—Y armas —dijo Wilt—. Si quiere saber mi opinión, todo este lugar se ha convertido en un manicomio.
—¿Y no tiene usted idea de lo que está pasando?
—Bueno, oí a alguien que gritaba algo sobre los israelíes, pero eso no parece muy probable, ¿verdad? Me refiero a que para qué iban a querer los israelíes caer en enjambre sobre Willington Road.
—Oh, Dios mío —dijo Gudrun Schautz—, ¿y qué hacemos?
—¿Hacer? —dijo Wilt—. Realmente no creo que haya mucho que hacer, excepto tomar té y pasar inadvertidos. Probablemente todo es un error. No se me ocurre qué otra cosa pueda ser, ¿y a usted?
A Gudrun Schautz sí se le ocurrían cosas, pero no parecía muy buena idea admitírselo a aquel imbécil hasta que ella estuviera en condiciones de obligarle mediante el terror a hacer lo que le mandase. Se dirigió a la cocina y comenzó a subir al espacio del ático. Wilt la siguió, tomando sorbitos de té.
—Naturalmente, traté de llamar a la policía —dijo, poniendo la cara más estúpida posible.
La Schautz se paró en seco.
—¿A la policía? ¿Telefoneó usted a la policía?
—De hecho no pude —dijo Wilt—. Algún cabrón había arrancado el cable de la pared. No me explico por qué. Quiero decir que con todo ese tiroteo…
Pero Gudrun Schautz ya no le escuchaba. Estaba subiendo a gatas por la plataforma en busca de las bolsas, Wilt podía oírla rebuscar entre las maletas. Con tal que esa zorra no mirase en el tanque del agua. Para distraer su atención, Wilt asomó la cabeza por la puerta y apagó la luz.
—Mejor que no se vea ninguna luz —explicó mientras ella tanteaba y tropezaba en la oscuridad maldiciendo—. Que nadie sospeche que estamos aquí arriba. Es mejor que nos escondamos aquí acostados hasta que se vayan.
Un torrente de alemán incomprensible pero evidentemente malintencionado acogió esta sugerencia, y después de una infructuosa búsqueda de la bolsa unos minutos más, Gudrun Schautz bajó a la cocina respirando con dificultad.
Wilt decidió golpear de nuevo.
—No tiene por qué preocuparse tanto, querida. Después de todo, esto es Inglaterra y nada sucio le puede pasar aquí.
Le puso un brazo reconfortante sobre los hombros.
—Y en cualquier caso me tiene a mí para cuidarla. No hay de qué preocuparse.
—Oh, Dios mío —dijo ella, y de pronto comenzó a agitarse con una risa silenciosa. Pensar que sólo tenía a este débil y estúpido cobarde para que cuidara de ella era demasiado para una asesina. ¡Nada de que preocuparse! La frase tomó de repente un significado nuevo y contrario y, como en una revelación, ella vio esa verdad, una verdad contra la que había estado luchando toda su vida. De lo único que tenía que preocuparse era de nada. Gudrun Schautz pensó en el olvido, una nada infinita que la aterrorizó. Absolutamente desesperada por escapar de esa visión, se aferró a Wilt y su impermeable se abrió.
—Esto… —comenzó Wilt, dándose cuenta de esta nueva amenaza, pero Grudrun Schautz apretó su boca contra la de él, su lengua se animó y su mano guió los dedos de él sobre un seno. Una criatura que no había traído al mundo más que muerte convertía todo su pánico en el instinto más antiguo de todos.