Exactamente la misma pregunta preocupaba en esos momentos al superintendente Misterson.
—¿Qué demonios está pasando? —preguntó al desgreñado mayor, que llegaba con el profesor Ball y los dos pseudotopógrafos a la esquina de Willington Road con Farringdon Avenue—. Le dije que no se debía hacer nada hasta que las niñas estuvieran a salvo fuera de la casa.
—A mí no me mire —dijo el mayor—, este viejo loco tuvo que meter sus malditas narices en el asunto.
Se pasó la mano por la nuca y miró con asco al profesor.
—¿Se puede saber quién es usted? —preguntó el profesor Ball al superintendente.
—Un oficial de policía.
—Entonces haga el favor de cumplir con su deber y arrestar a estos bandidos. Aparecieron en la calle con un maldito teodolito y bolsas llenas de armas, y me dijeron que eran del Departamento de Obras Públicas, y lo que hacen es liarse a tiros…
—Brigada antiterrorista, señor —dijo el superintendente, y le enseñó su placa. El profesor la miró con aire glacial.
—Una historia muy plausible. Primero soy asaltado por…
—Oh, llévense a este cretino de aquí —gritó el mayor—, si no se hubiese inmiscuido hubiéramos podido…
—¿Yo, inmiscuirme? Estaba ejerciendo mi derecho de ciudadano deteniendo a este par de impostores cuando comenzaron a disparar contra una casa perfectamente normal al otro lado de la calle y…
Dos policías uniformados llegaron para escoltar al profesor, que todavía protestaba indignado, hasta un coche de la policía.
—Ya ha oído usted a ese maldito estúpido —dijo el mayor en respuesta a la reiterada exigencia del superintendente de que alguien se molestase en decirle qué demonios había salido mal—. Estábamos esperando que salieran las niñas y entonces aparece él en escena y lo estropea todo. Eso es lo que ha sucedido. Después esos maricones se pusieron a disparar desde la casa y, por el sonido, deben de estar utilizando armas de gran potencia.
—Bien, así que dice usted que las niñas están todavía dentro de la casa, Mr. Wilt está todavía allí, y también unos cuantos terroristas. ¿Exacto?
—Sí —dijo el mayor.
—¿Y todo eso a pesar de garantizarme usted que no haría nada que pusiera en peligro las vidas de civiles inocentes?
—Pero si yo no he hecho nada, maldita sea. Yo estaba justamente tirado en la acera cuando empezó el jaleo. Y si espera que mis hombres se queden tan tranquilos y permitan que esos tipos les disparen con armas automáticas, está pidiéndole usted demasiado a la naturaleza humana.
—Supongo que sí —concedió el superintendente—. Está bien, tendremos que proceder a un asedio rutinario. ¿Tienen alguna idea de cuántos terroristas hay dentro?
—Demasiados para mi gusto —dijo el mayor, mirando a sus hombres en busca de confirmación.
—Uno de ellos disparaba por el tejado, señor —dijo uno de los secretas—. Un disparo atravesó las tejas justo al comienzo.
—Y yo no diría que estén cortos de municiones, por la manera que tienen de desperdiciarlas.
—Bien, lo primero que hay que hacer es evacuar la calle —dijo el superintendente—. No quiero que haya más gente metida en esto de la que podamos manejar.
—Parece que ya hay alguien más metido en esto —dijo el mayor cuando el ruido ahogado del segundo experimento de Wilt con la metralleta resonó desde el interior del número 9—. ¿Qué demonios pretenden disparando dentro de la casa?
—Probablemente han empezado con los rehenes —dijo lúgubremente el superintendente.
—Eso no es muy probable, hombre, a no ser que uno de ellos haya tratado de escapar. Oh, por cierto, no sé si se lo mencioné, pero hay una anciana dentro también. Entró con las cuatro niñas.
—Entró con las cuatr… —comenzó a decir el superintendente, lívido, antes de que el chófer le interrumpiera con un mensaje del inspector Flint, que había llamado desde el banco para saber si podía marcharse ya porque era la hora de cerrar y el personal del banco…
El superintendente descargó toda su furia sobre Flint vía el chófer, y el mayor aprovechó para escapar. En esos momentos, pequeños grupos de refugiados procedentes de Willington Road iban saliendo del área por caminos tortuosos mientras más hombres armados entraban en ella para ocupar su lugar. Un carro blindado pasó con estruendo con el mayor encaramado en la torreta.
—El cuartel general y el centro de comunicaciones están en el número 7 —gritó—, mis chicos de transmisiones le han improvisado una línea directa con ellos.
Continuó su camino antes de que el superintendente pudiera pensar en una respuesta adecuada.
—Malditos militares, siempre metiéndose donde no les llaman —gruñó, y dio orden de que trajeran sistemas parabólicos de escucha e instalasen magnetofones y analizadores de voz en el centro de comunicaciones. Entretanto, policías uniformados acordonaron Farringdon Avenue en cada cruce, y en la comisaría se instaló una sala de prensa.
—Tenemos que darle al público su ración de carne fresca —les dijo a sus hombres—, pero no quiero ningún cámara de televisión dentro de la zona. Los maricones que hay dentro de la casa estarán observando y, francamente, si estuviera en mi mano prohibiría toda noticia por radio o televisión. A esos cerdos les encanta la publicidad.
Y dicho esto se encaminó hacia el número 7 de Willington Road para comenzar el diálogo con los terroristas.
Eva volvía en coche de casa de Mavis Mottram, de mal humor. El simposio sobre la Pintura Alternativa en Tailandia se había cancelado porque el artista y conferenciante había sido detenido y estaba a la espera del procedimiento de extradición por tráfico de drogas, y, en cambio, Eva había tenido que asistir a un coloquio de dos horas sobre Partos Alternativos, tema sobre el cual, por haber dado a luz sus cuatro niñas con exceso de peso en el curso de cuarenta minutos, se consideraba más capacitada que el conferenciante. Para aumentar su irritación, varios ardientes partidarios del aborto habían aprovechado la ocasión para proclamar su punto de vista, y Eva estaba violentamente en contra del aborto.
—Es antinatural —le decía a Mavis más tarde en la Coffee House con aquella simplicidad que sus amigas encontraban tan irritante—. Si la gente no quiere tener niños, que no los engendre.
—Sí, querida —decía Mavis—, pero no es tan fácil como todo eso.
—Sí lo es. Pueden hacer adoptar a sus hijos por los padres que no pueden tenerlos. Hay miles de parejas así.
—Sí, pero en el caso de las adolescentes…
—Las adolescentes no deberían tener relaciones sexuales. Yo no las tuve.
Mavis la miró pensativa.
—No, pero tú eres la excepción, Eva. La generación actual es mucho más exigente de lo que nosotros éramos. Son más maduros físicamente.
—Quizá lo sean, pero Henry dice que mentalmente están atrasados.
—Naturalmente, él tiene que saberlo —dijo Mavis. Pero Eva era impermeable a ese tipo de sarcasmos.
—Si no lo fueran tomarían precauciones.
—Pero tú eres quien está siempre diciendo que la píldora es antinatural.
—Y lo es. Solamente quería decir que no deberían permitir a los chicos llegar tan lejos. Después de todo, una vez que se casen podrán hacer todo lo que quieran.
—Ésta es la primera vez que te oigo decir eso, querida. Siempre estás quejándote de que Henry está demasiado cansado para interesarse por eso.
Al final, Eva había tenido que replicar refiriéndose a Patrick Mottram y Mavis había aprovechado la oportunidad para catalogar sus últimas infidelidades.
—Cualquiera diría que el mundo entero gira alrededor de Patrick —murmuraba Eva para sí, mientras se alejaba de la casa de los Mottram—. Y no me importa lo que otros piensen; sigo creyendo que el aborto está mal.
Giró en Farringdon Avenue y fue inmediatamente detenida por un policía. Habían colocado una barrera a través de la carretera y varios coches de policía estaban estacionados cerca de la acera.
—Lo siento, señora, pero tendrá usted que darse la vuelta. No se permite pasar a nadie —le dijo un policía uniformado.
—Pero yo vivo aquí —dijo Eva—, sólo voy hasta Willington Road.
—Ahí es donde está el jaleo.
—¿Qué jaleo? —preguntó Eva, con su instinto súbitamente alerta—. ¿Por qué han puesto esa alambrada en medio de la calle?
Un sargento se dirigió hacia ellos mientras Eva abría la portezuela y salía del coche.
—Vamos, dé usted la vuelta y vuélvase por donde ha venido —dijo.
—Dice que vive en Willington Road —le dijo el agente. En ese momento dos hombres de las fuerzas de seguridad con armas automáticas dieron la vuelta a la esquina y entraron en el jardín de Mrs. Granberry pisoteando sus preciosos parterres de begonias. Si hacía falta algo que confirmara los peores temores de Eva, eso era suficiente.
—Esos hombres van armados —dijo—. ¡Oh, Dios mío, mis niñas! ¿Dónde están mis niñas?
—Todas las personas que viven en Willington Road están en el Memorial Hall. ¿En qué número vive usted?
—En el número 9. Dejé a las cuatrillizas con Mrs. de Frackas y…
—Si hace el favor de venir por aquí, Mrs. Wilt —dijo el sargento cortésmente haciendo ademán de tomarla del brazo.
—¿Cómo sabe usted mi nombre? —preguntó Eva, mirando al sargento con creciente horror—. Me ha llamado Mrs. Wilt.
—Cálmese usted, por favor. Todo saldrá bien.
—¡No!
Y Eva se zafó del agente y comenzó a correr calle abajo hasta ser detenida por cuatro policías y llevada de nuevo a un coche por la fuerza.
—Que venga el médico y una agente femenina —dijo el sargento—. Ahora siéntese atrás, Mrs. Wilt.
Eva fue forzada a entrar en el coche de policía.
—¿Qué les ha pasado a las niñas? Que alguien me diga qué ha sucedido.
—El superintendente se lo explicará. Están a salvo, así que no se preocupe.
—Si están a salvo, ¿por qué no puedo verlas? ¿Dónde está Henry? Quiero ver a mi Henry.
Pero en lugar de a Wilt vio al superintendente que llegaba con dos mujeres policía y un doctor.
—Bueno, Mrs. Wilt —dijo el superintendente—, me temo que tengo malas noticias para usted. No obstante, podría ser peor. Sus niñas están vivas y se encuentran bien, pero están en manos de varios hombres armados y estamos tratando de sacarlas de la casa sanas y salvas.
Eva le lanzó una mirada salvaje.
—¿Hombres armados? ¿Qué hombres armados?
—Unos extranjeros.
—¿Quiere decir que las retienen como rehenes?
—No podemos estar seguros aún. Su marido está con ellos.
El doctor intervino.
—Voy a darle a usted un sedante, Mrs. Wilt —comenzó, pero Eva se encogió en el asiento de atrás.
—No, no, ni hablar. No pienso tomar nada. No puede usted obligarme.
—Si se calmara usted…
Pero Eva era inexorable, y demasiado fuerte para que le pudieran poner fácilmente una inyección en espacio tan reducido. Después de que le hiciera caer la jeringuilla de las manos por dos veces, el doctor renunció.
—De acuerdo, Mrs. Wilt, no tiene usted por qué tomar nada —dijo el superintendente—, si permanece sentada tranquilamente la llevaremos de vuelta a comisaría y la mantendremos perfectamente informada de todo lo que pase.
Y a pesar de las protestas de Eva de que ella quería quedarse donde estaba o incluso ir a la casa, se la llevaron escoltada por las dos mujeres policía.
—La próxima vez que quiera que le calme a esa maldita mujer, traeré un rifle tranquilizante del zoo —dijo el doctor, frotándose la muñeca—, y si tiene usted sentido común, manténgala en una celda. Si se escapa es capaz de echarlo todo a rodar.
—Como si no lo estuviera ya —dijo el superintendente. Se volvió al centro de comunicaciones. Estaba situado en el salón de Mrs. de Frackas y allí, entre recuerdos de la vida en la India imperial, antimacasares, plantas en macetas y bajo el feroz retrato del difunto general de división, la brigada antiterrorista y los servicios de seguridad habían colaborado en la incongruente instalación de una centralita, un amplificador telefónico, grabadoras y el analizador de voces.
—Todo dispuesto para funcionar, señor —dijo el detective encargado de los aparatos—, estamos conectados con la línea de la casa de al lado.
—¿Están preparados los dispositivos de escucha?
—No hemos podido hacerlo todavía —dijo el mayor—, no hay ventanas en este lado y no podemos movernos por el césped. Haremos una tentativa de noche, siempre que esos tipos no vean en la oscuridad.
—Venga, bueno, pásamelos —dijo el superintendente—. Cuanto antes empecemos el diálogo antes se podrá ir todo el mundo a casa. Si no me equivoco, comenzarán con una avalancha de insultos. Así que ya pueden prepararse todos a ser tratados de cerdos fascistas.
Pero, como se vio después, estaba en un error. Fue Mrs. de Frackas la que respondió al teléfono.
—Aquí Ipford 23… Me temo que no tengo mis gafas pero creo que es… Oiga joven…
Hubo una breve pausa durante la cual Mrs. de Frackas fue evidentemente relevada en el teléfono.
—Mi nombre es Misterson, superintendente Misterson —dijo por fin el superintendente.
—Cerdo mentiroso, fascista de mierda —gritó una voz, cumpliéndose al fin su predicción—. Cree que vamos a rendirnos, cara de culo, pero se equivoca. Antes moriremos, ¿entiende? ¿Me ha oído, cerdo?
El superintendente suspiró y dijo que sí.
—Bien. Métase esto en la cabeza, cerdo fascista. Ni hablar de rendirnos. Si nos quiere, venga a matarnos, y ya sabe lo que eso significa.
—No creo que nadie quiera…
—Lo que usted quiere, cerdo, no lo conseguirá. O hace lo que nosotros decimos, o habrá heridos.
—Eso es lo que estoy esperando escuchar; qué es lo que ustedes quieren —dijo el superintendente, pero los terroristas estaban evidentemente en conciliábulo y al cabo de un minuto colgaron violentamente el teléfono.
—Bien, por lo menos sabemos que la anciana no ha resultado herida y, por lo que parece, las niñas están bien.
El superintendente se dirigió a una máquina de café y se sirvió una taza.
—Debe de ser un poco crispante que le llamen a uno cerdo todo el tiempo —dijo el mayor para manifestar su simpatía—, se podría pensar que iban a salir con algo un poco más original.
—No se haga ilusiones. Están en un viaje del ego marxista-milenarista, estilo kamikaze, y el poco cerebro que tenían lo perdieron hace años. La voz parecía la de Chinanda, el mexicano.
—La entonación y el acento eran correctos —dijo el sargento encargado de la grabadora.
—¿Cuál es su historial? —preguntó el mayor.
—El normal. Padres ricos, buena educación, fracasó en la universidad y decidió salvar al mundo cargándose gente. Hasta la fecha, cinco personas. Especializado en coches bomba y bastante toscos además. No es un tipo muy sofisticado, nuestro Miguel. Será mejor que lleve esa cinta a los analistas. Quiero saber su veredicto sobre su respuesta al stress. Ahora preparémonos para una larga tarea.
—¿Espera usted que vuelva a llamar con peticiones?
—No. La próxima vez tendremos a la encantadora Fráulein Schautz; ella es la única que piensa con la cabeza.
Era una descripción involuntariamente exacta. Atrapada en el cuarto de baño, Gudrun Schautz se había pasado gran parte de la tarde preguntándose lo que había pasado y por qué nadie la había matado o había venido a detenerla. También había estado considerando varias formas de huir, pero se lo impedía el hecho de carecer de su ropa (que había dejado en el estudio) y la amenaza de Wilt de que si hacía algún movimiento dispararía. No es que supiera que era Wilt quien la amenazaba. Lo que ella había oído de la vida privada de Wilt a través del suelo del dormitorio no le hacía suponer que fuera capaz de ningún género de heroísmo. No era más que un inglés blando, cobarde y degenerado, dominado por su estúpida mujer.
Fráulein Schautz hablaba inglés correctamente pero su comprensión de lo inglés era irremediablemente deficiente. De haber tenido la oportunidad, Wilt habría aprobado en gran medida esta evaluación de su carácter, pero estaba demasiado preocupado para perder el tiempo con la introspección. Trataba de adivinar lo que había pasado en el piso de abajo durante el tiroteo. No tenía modo de saber si las cuatrillizas estaban todavía en la casa, y sólo la presencia de hombres armados al fondo del jardín y al otro lado de la calle, frente a la casa, daba a entender que los terroristas estaban todavía en la planta baja. Desde el balcón podía divisar la glorieta donde había pasado tantas tardes perdidas lamentando sus talentos desperdiciados y languideciendo por una mujer que resultó ser, en realidad, menos una musa que un verdugo particular. Ahora, la glorieta estaba ocupada por hombres armados mientras que el césped contiguo estaba acordonado con alambre de púas. La vista desde la claraboya de la cocina era aún menos halagüeña. Un carro blindado estaba estacionado frente a la puerta principal con la ametralladora de su torreta dirigida hacia la casa, y había más hombres armados en el jardín del profesor Ball.
Wilt descendió de donde había trepado. Se preguntaba con cierta histeria qué demonios podía hacer a continuación, cuando sonó el teléfono. Entró en la habitación principal y descolgó el supletorio a tiempo de oír las breves frases finales de Mrs. de Frackas. Wilt escuchó la oleada de insultos que cayó sobre el superintendente, que éste aguantó estoicamente, y por un instante le compadeció. Era igual que Bilger y sus monólogos, sólo que esta vez los hombres que estaban abajo iban armados. Probablemente también tenían a las cuatrillizas. Wilt no podía asegurarlo pero la presencia de Mrs. de Frackas así se lo sugería. Wilt escuchó para ver si se mencionaba su nombre y vio con alivio que no era así. Cuando terminó aquella desigual conversación, Wilt colocó en su sitio de nuevo el receptor con mucho cuidado y con una ligera sensación de optimismo. Era muy ligera, una simple reacción ante la tensión y a una repentina sensación de poder. No era el poder del arma sino más bien el poder del conocimiento, de lo que sabía él y aparentemente nadie más; que el ático estaba ocupado por un hombre cuya capacidad de matar se limitaba a las moscas y cuya habilidad con las armas de fuego era menos asesina que suicida. Lo único que Wilt sabía sobre metralletas y revólveres era que las balas salían por el cañón cuando se apretaba el gatillo. Pero así como él no sabía nada del manejo de las armas de fuego, los terroristas evidentemente no tenían ni idea de lo que estaba pasando en el ático. Para ellos, el lugar estaba lleno de policías armados, y los disparos que él había hecho tan accidentalmente pudieran haber matado a la maldita Fráulein Schautz. En ese caso, no harían ningún intento de rescatarla. De todos modos, parecía que valía la pena mantener por encima de todo la ilusión de que el ático estaba en poder de hombres desesperados que podían matar sin un momento de duda. Tal como se congratulaba por ello, se le ocurrió la idea opuesta. ¿Qué pasaría si ellos habían descubierto que él estaba allí arriba?
Wilt se dejó caer en una silla y consideró esta espeluznante posibilidad. Si las cuatrillizas estaban abajo… Dios mío… y bastaba con que ese cretino de superintendente se pusiera al teléfono y preguntase si Mr. Wilt estaba bien. La mera mención de su nombre era suficiente. En el momento en que los cerdos de abajo se dieran cuenta de que él estaba arriba, matarían a las niñas. E incluso si no era así, amenazarían con hacerlo si no bajaba, lo que venía a ser lo mismo. La única respuesta de Wilt a ese ultimátum podía ser amenazar con matar a la puta de la Schautz si tocaban a las niñas. Y ésa no sería una amenaza real. Él era incapaz de matar a nadie e incluso aunque lo fuera, eso no salvaría a las niñas. Unos locos que se creían estar colaborando al aumento de la felicidad mundial gracias a los secuestros, las torturas y los asesinatos de políticos y hombres de negocios y que, cuando estaban acorralados, se escudaban tras mujeres y niños, no atenderían a razones. Todo lo que querían era el máximo de publicidad para su causa, y el asesinato de las cuatrillizas les garantizaría esa publicidad. Y además, estaba la teoría del terrorismo. Wilt se la había oído exponer a Bilger en la sala de profesores y le había puesto enfermo. Ahora sentía pánico. Tenía que haber alguna solución.
Bien, en primer lugar, podía apoderarse del resto de las armas que había en la bolsa y tratar de aprender a manejarlas. Se levantó, fue por la cocina hasta la puerta del armario y bajó la bolsa. Dentro había dos revólveres, una automática, cuatro cargadores de repuesto para la ametralladora, varias cajas de municiones y tres granadas de mano. Wilt puso toda la colección sobre la mesa, decidió que no le gustaba el aspecto de las granadas de mano y las volvió a meter en la bolsa. Entonces fue cuando se fijó en un trozo de papel que asomaba por el bolsillo lateral. Lo sacó y vio que tenía en sus manos lo que pretendía ser un COMUNICADO DEL GRUPO N.° 4 DEL EJÉRCITO POPULAR. Al menos ése era el título, pero el espacio que había debajo estaba en blanco. Evidentemente, nadie se había molestado en dar detalles del asunto. Probablemente no tenían nada que comunicar.
De todos modos era interesante, muy interesante. Si esta pandilla era el grupo 4, ello hacía suponer que en alguna otra parte estaban los grupos 1, 2 y 3, y que posiblemente existían los grupos 5, 6 y 7. O quizá más. Por otro lado, podría ser que no. Wilt conocía bien las tácticas de autobombo. Proclamar que formaban parte de organizaciones mucho mayores era algo típico de las minorías diminutas. Eso elevaba su moral y les ayudaba a confundir a las autoridades. Luego la existencia de todos esos grupos era posible, de todos modos. ¿Cuántos? ¿Diez, veinte? Y con este tipo de estructura celular, un grupo no conocía a los miembros de otro grupo. Eso era lo único que importaba en las células. Si alguien era capturado e interrogado, no había manera de que traicionara a nadie. Y al darse cuenta de esto, Wilt perdió interés por el arsenal que tenía sobre la mesa. Había armas más efectivas que las pistolas.
Wilt cogió una pluma y se puso a escribir. A continuación, cerró la puerta de la cocina y descolgó el teléfono…