10

Fue un Wilt sorprendentemente feliz el que salió el miércoles siguiente de la consulta del doctor Scally. Tras algunas bromas iniciales sobre las heridas de Wilt, la eliminación de los vendajes y la sonda fue comparativamente indolora.

—En mi opinión no había ninguna necesidad de esto —dijo el doctor—, pero esos muchachos del hospital hacen las cosas a conciencia cuando quieren.

Una observación que casi persuadió a Wilt de presentar una queja oficial ante el Defensor del Pueblo para la Salud. El doctor Scally no estaba de acuerdo.

—Piense en el escándalo, querido amigo, y además, estrictamente hablando, estaban en su derecho. Si usted llega allí diciendo que se ha envenenado…

Era un argumento convincente, y con la promesa del doctor de que pronto estaría como una rosa si no abusaba del asunto con su señora, Wilt salió a la calle sintiéndose, si no en el cénit de la felicidad, al menos a mitad de camino. El sol brillaba sobre las hojas otoñales, los niños recogían castañas bajo los árboles del parque, y el doctor Scally le había dado un certificado médico que le mantendría apartado de la Escuela durante otra semana. Wilt deambuló por la ciudad, pasó una hora rebuscando en la librería de viejo y estaba a punto de volver a casa cuando se acordó de que tenía que depositar en el banco el adelanto de Miss Müller. Wilt volvió sobre sus pasos y se sintió aún mejor. Su breve enamoramiento por ella se había evaporado. Irmgard era simplemente otra estúpida estudiante extranjera con más dinero que sentido común, con afición a los coches caros y a los jóvenes de todas las nacionalidades.

Así que subió las escaleras del banco con ligereza y fue hacia el mostrador donde rellenó un impreso de imposición, y se lo entregó al cajero.

—Mi esposa tiene una cuenta especial —explicó—, es una cuenta de ingresos a nombre de Wilt, señora de H. Wilt. He olvidado el número pero es para una tribu africana que creo que se llama…

Pero era evidente que el cajero no escuchaba. Estaba ocupado contando los billetes y mientras Wilt le observaba se interrumpió varias veces. Finalmente con un breve «Perdone, señor» abrió el portillo que había al fondo de su cubículo y desapareció por él. Varios clientes detrás de Wilt se cambiaron al otro cajero, dejándole con la vaga sensación de incomodidad que siempre tenía cuando quería cobrar un cheque y el cajero, antes de sellarlo por detrás, ojeaba una lista de clientes que presumiblemente tenían saldo en descubierto. Pero esta vez él estaba ingresando dinero, no sacándolo, y los billetes siempre te los admitían.

Pues esta vez no. Wilt estaba comenzando a sentirse indignado porque le hicieran esperar, cuando un conserje del banco se le acercó.

—Si no le importa, haga el favor de pasar a la oficina del director, señor —dijo con una cortesía ligeramente amenazadora. Wilt le siguió por el hall y entró en la oficina del director.

—¿Mr. Wilt? —dijo el director. Wilt asintió—. Siéntese.

Wilt se sentó y miró al cajero que estaba de pie detrás de la mesa del director. Los billetes y el impreso de depósito estaban sobre la carpeta frente a él.

—Me gustaría que me dijeran a qué viene todo esto —dijo Wilt con creciente alarma. Tras él, el conserje del banco había tomado posiciones junto a la puerta.

—Creo que me reservaré todo comentario hasta que llegue la policía —dijo el director.

—¿Qué quiere decir con eso de que «llegue la policía»?

El director no contestó. Miró a Wilt con una expresión que reunía pesadumbre y sospecha.

—Mire usted —dijo Wilt—, yo no sé lo que está pasando pero exijo…

La protesta de Wilt murió en sus labios mientras el director miraba los billetes que estaban sobre la mesa.

—Dios mío, ¿no estará usted sugiriendo que son falsos?

—No son falsos, Mr. Wilt, pero, como le dije antes, cuando llegue la policía tendrá usted oportunidad de explicarse. Estoy seguro de que hay una explicación razonable. Nadie sospecha de usted, desde luego…

—¿Sospechar de qué? —dijo Wilt.

Pero de nuevo el director no contestó. Aparte del ruido del tráfico en el exterior, el silencio reinaba, y el día que pocos minutos antes le había parecido lleno de alegría y esperanza se volvió de pronto gris y horrendo. Wilt rebuscaba frenéticamente en su cabeza una explicación, pero no se le ocurría ninguna; estaba a punto de protestar para decir que no tenían derecho a retenerlo allí, cuando llamaron a la puerta. El conserje abrió con precaución. El inspector Flint, el sargento Yates y dos siniestros hombres de paisano entraron en la oficina.

—Por fin —dijo el director—. Esto es realmente muy extraño. Mr. Wilt, aquí presente, es un cliente antiguo y respetable…

Su defensa se detuvo ahí. Flint estaba mirando a Wilt.

—Ya suponía yo que no podía haber dos Wilt en la misma ciudad —dijo en tono triunfal—. Ahora…

Pero no le dejó terminar el más viejo de los dos hombres de paisano.

—Si no le importa, inspector, nosotros nos haremos cargo —dijo con brusca autoridad y unas maneras casi agradables que eran casi más alarmantes aún que la anterior frialdad del director del banco. Se dirigió a la mesa, tomó algunos de los billetes y los examinó. Wilt le contempló con creciente preocupación.

—¿Le importaría decirnos cómo llegaron a su poder estos billetes, señor? —dijo el hombre—. A propósito, mi nombre es Misterson.

—Tenemos un inquilino; es un mes del alquiler por adelantado —dijo Wilt—. Vine aquí para ingresar este dinero en la cuenta SOPAPP de mi mujer…

—¿SOPAP, dice? ¿Cuenta SOPAP? —dijo el afable Mr. Misterson.

—Quiere decir Socorro Personal para Pueblos Primitivos —dijo Wilt—. Mi esposa es la tesorera de la sección local. Ha adoptado una tribu en África y…

—Comprendo, Mr. Wilt —dijo Misterson, lanzando una fría mirada al inspector Flint, que acababa de murmurar «típico». Se sentó y acercó su silla a la de Wilt—. Estaba usted diciendo que este dinero es del inquilino y que estaba destinado a la cuenta de ingresos de su esposa. ¿Qué clase de inquilino es?

—Una mujer —dijo Wilt, adoptando la brevedad de un interrogatorio.

—¿Y su nombre, señor?

—Irmgard Müller.

Los dos hombres de paisano intercambiaron una mirada. Wilt lo notó y añadió rápidamente:

—Es alemana.

—Sí, señor. ¿Y sería usted capaz de identificarla?

—¿Identificarla? —dijo Wilt—. Sería difícil no hacerlo. Ha estado viviendo en el ático durante todo el mes pasado.

—En ese caso le rogaría que viniese a la comisaría con nosotros y le agradecería mucho que echara una mirada a unas cuantas fotografías —dijo Mr. Misterson, echando para atrás su silla.

—Oiga, espere un momento. Quiero saber de qué se trata —dijo Wilt—. Ya he estado en esa comisaría, y francamente no quiero volver allí otra vez.

Permaneció resueltamente en su silla.

Mr. Misterson echó mano al bolsillo, sacó una licencia plastificada, y la abrió.

—Si quiere usted echarle un vistazo a esto.

Wilt así lo hizo y casi se marea. Allí decía que el comisario Misterson, de la brigada antiterrorista, tenía plenos poderes para… Wilt se levantó y se dirigió hacia la puerta con paso inseguro. Tras él el superintendente estaba dando órdenes al inspector Flint, al sargento Yates y al director del banco. Ninguno debía abandonar la oficina, no debía haber ninguna llamada al exterior, máximas medidas de seguridad, y el trabajo como de costumbre. Incluso el conserje debería quedarse allí.

—Y ahora, Mr. Wilt, si hace el favor de salir con normalidad y seguirme. No queremos llamar la atención.

Wilt le siguió. Atravesaron el banco hasta la puerta, y allí estaba confuso, sin saber qué hacer, cuando apareció un automóvil. El superintendente abrió la puerta y Wilt subió. Cinco minutos más tarde estaba sentado a una mesa, examinando las fotografías de mujeres jóvenes que le tendían. Eran las doce y veinte cuando por fin reconoció la de Irmgard Müller.

—¿Está usted completamente seguro? —preguntó el superintendente.

—Por supuesto que lo estoy —dijo Wilt, irritado—. Mire, yo no sé quién es o qué ha hecho esa maldita mujer, pero me gustaría que fueran y la arrestaran o hicieran algo. Quiero irme a casa a comer.

—Por supuesto, señor. ¿Y su esposa está en casa?

Wilt consultó su reloj.

—No veo qué tiene eso que ver. Ahora debe de estar volviendo de la guardería con las niñas y…

El superintendente suspiró. Fue un suspiro largo y ominoso.

—En ese caso, me temo que no hay que pensar en detenerla por el momento —dijo—. Supongo que Miss… eh… Müller está en la casa.

—No lo sé —dijo Wilt—. Estaba allí cuando salí esta mañana y como hoy es miércoles no debe de tener clase, así que probablemente estará allí. ¿Por qué no van y lo averiguan?

—Porque resulta, señor, que su inquilina es una de las terroristas más peligrosas del mundo. Creo que esto lo explicará todo.

—Oh, Dios mío —dijo Wilt, sintiéndose de pronto muy débil.

El superintendente Misterson se inclinó sobre el escritorio.

—Tiene al menos ocho muertes sobre sus espaldas y se sospecha que es el cerebro… Siento utilizar términos tan melodramáticos, pero son los únicos adecuados para este caso. Como le digo, ha organizado varios atentados con bombas, y ahora sabemos que está implicada en el atraco al transporte blindado en Gantrey el martes pasado. Un hombre murió en el ataque. Puede que haya usted leído algo sobre el caso.

Wilt lo había leído. En la sala de espera del Centro de Accidentados. Entonces le había parecido uno de esos actos remotos y desagradables de violencia gratuita que hacían de los periódicos de la mañana una lectura tan deprimente. Y sin embargo, porque lo había leído, el asesinato de un guardia de seguridad se había revestido de una realidad de la que carecía en las presentes circunstancias. Cerebros grises, terroristas, muertes; palabras que dice de manera casual en una oficina un hombre afable con corbata de cachemira y traje de tweed. El superintendente Misterson parecía un abogado de provincias, y era la última persona de la que hubiera esperado que utilizase tales palabras; era esa incongruencia lo que resultaba tan claramente alarmante. Wilt se le quedó mirando y sacudió la cabeza.

—Me temo que es cierto —dijo el superintendente.

—Pero el dinero…

—Marcado, señor. Marcado y numerado. Era el cebo de la ratonera.

Wilt sacudió la cabeza de nuevo. La verdad resultaba insoportable.

—¿Qué van a hacer ustedes? Mi mujer y mis hijas estarán en casa ahora y si ella está allí… Y también estarán en casa todos esos extranjeros.

—¿Le importaría decirme cuántos… ejem… extranjeros más hay allí, señor?

—No lo sé —dijo Wilt—. Varía de un día para otro. Hay cantidad de ellos entrando y saliendo. Una auténtica vergüenza.

—Bueno —dijo el comisario con energía—. ¿Cuál es su rutina acostumbrada? ¿Va usted a comer a casa normalmente?

—No, suelo comer en la Escuela, pero ahora mismo estoy de baja; sí, supongo que iré.

—Así que su mujer se sorprenderá si no vuelve a casa.

—Lo dudo —dijo Wilt—, a veces entro en un pub y como un bocadillo.

—¿Y no telefonea usted antes?

—No siempre.

—Lo que trato de esclarecer, señor, es si su esposa se alarmará si no vuelve usted a casa ahora o si no la avisa.

—No —dijo Wilt—. Ella sólo se alarmará cuando sepa que hemos estado alojando a… ¿Cuál es el verdadero nombre de esa maldita mujer?

—Gudrun Schautz. Y ahora, voy a pedir que nos traigan algo de comer de la cantina, y haremos los preparativos.

—¿Qué preparativos? —preguntó Wilt, pero el superintendente ya había salido de la habitación y el otro hombre de paisano no parecía dispuesto a charlar. Wilt observó el ligero bulto bajo su brazo derecho y trató de reprimir una creciente sensación de demencia.

En la cocina de Willington Road, Eva estaba ocupada dando de comer a las cuatrillizas.

—No vamos a esperar a papi —dijo—. Probablemente volverá un poco tarde.

—¿Traerá su gaita? —preguntó Josephine.

—¿Gaita, querida? Papá no tiene una gaita.

—Pues llevaba una —dijo Penelope.

—Sí, pero no es como las que vosotras tocáis.

—Yo vi a unos hombres con faldas que tocaban la gaita en un desfile.

—Eran escoceses, cariño.

—Yo vi a papi tocando la gaita en la glorieta —dijo Penelope—, también llevaba un traje de mami.

—Bueno, pero no la tocaba de la misma manera, Penny —argüyó Eva, mientras se preguntaba cómo se la habría tocado Wilt.

—En cualquier caso, las gaitas hacen un ruido horrible —sostuvo Emmeline.

—Y papi hizo un ruido horrible cuando te fuiste a la cama…

—Sí, querida, porque tenía una pesadilla.

—El lo llamó polución nocturna, mami. Yo lo oí.

—Bueno, eso también es una pesadilla —dijo Eva—. Ahora contadme qué habéis hecho hoy en el colegio.

Pero las cuatrillizas no iban a dejarse desviar del apasionante tema de las recientes desgracias de su padre.

—Su mami le dijo a Roger que papi tenía que tener algo mal en la vejiga si llevaba un tubo, ¿qué es una vejiga, mami?

—Yo lo sé —gritó Emmeline—. Es la barriguita de un cerdo, y con eso se hacen las gaitas; Sally me lo dijo.

—Papi no es un cerdo…

—Basta ya —dijo Eva con firmeza—. No vamos a hablar más de papi. Ahora comeos la hueva de bacalao…

—Roger dice que las huevas son bebés peces —dijo Penelope—. A mí no me gustan.

—Pues no. Los peces no tienen bebés. Ponen huevos.

—¿Las salchichas ponen huevos, mami?

—Claro que no, cariño. Las salchichas no están vivas.

—Roger dice que la salchicha de su papi pone huevos y que su mami lleva un…

—Que no me interesa oír lo que dice Roger —dijo Eva, atormentada entre la curiosidad que sentía por los Rawston y el disgusto que le causaban los enciclopédicos conocimientos de su prole—. No está bien hablar de esas cosas.

—¿Por qué no, mami?

—Porque no —dijo Eva incapaz de pensar en un argumento progresista adecuado para silenciarlas. Atrapada entre su propio sentido inculcado de la buena educación y su opinión de que la curiosidad innata de los niños nunca debería ser defraudada, Eva se debatió durante toda la comida deseando que Henry estuviera allí para poner punto final a las preguntas con un taciturno gruñido. Pero no había llegado todavía a las dos, cuando Mavis telefoneó para recordarle que había prometido recogerla camino del simposio sobre la Pintura Alternativa en Tailandia.

—Lo siento, pero Henry aún no ha llegado —dijo Eva—. Iba al médico esta mañana, y yo le esperaba a comer. No puedo dejar solas a las niñas.

—Patrick tiene mi coche hoy —dijo Mavis—, el suyo está en el taller y yo contaba contigo.

—Ah, bueno, voy a pedirle a Mrs. de Frackas que me las cuide durante media hora —dijo Eva—. Ella siempre se ofrece para hacerlo, y Henry ya no puede tardar.

Se dirigió a la casa de al lado; en aquel momento la anciana Mrs. de Frackas estaba sentada en el pabellón rodeada por las cuatrillizas; les estaba leyendo la historia de Rikki Tikki Tavi. La viuda del general de división de Frackas tenía ochenta y dos años y los recuerdos de su juventud en la India eran mucho mejores que los de temas más recientes. Eva, más tranquila, se fue en coche a buscar a Mavis.

Para cuando hubo terminado de comer, Wilt había identificado a dos terroristas más de entre los tipos de las fotos como visitantes frecuentes de la casa, y la comisaría de policía había visto la llegada de varios grandes camiones que transportaban gran número de hombres sorprendentemente ágiles vestidos con variopintos trajes de calle. La cantina se había convertido en el cuartel general, y la autoridad ostentada por el superintendente Misterson se había confiado a un mayor de los servicios especiales cuyo nombre no se había revelado.

—El superintendente explicará las etapas iniciales de la operación —dijo el mayor, condescendiente—, pero antes de que lo haga quiero subrayar que estamos tratando con algunos de los más peligrosos asesinos de Europa. No deben escapar bajo ningún concepto. Al mismo tiempo deseamos naturalmente evitar cualquier derramamiento de sangre, si es posible. Sin embargo, debo decir que en estas circunstancias estoy autorizado a disparar primero y hacer las preguntas después, si el blanco está en condiciones de contestar. El Ministerio me ha concedido esa autoridad.

Sonrió con aire siniestro y se sentó.

—Una vez que la casa haya sido rodeada —dijo el superintendente—, Mr. Wilt entrará, y esperamos que pueda hacer salir a su familia. No quiero que nada impida este primer y esencial requisito. El segundo factor a tener en cuenta es que sólo tendremos una única oportunidad de arrestar al menos a tres dirigentes terroristas, o quizá más, y también esperamos que Mr. Wilt nos pueda hacer saber cuántos miembros del grupo están en la casa en el momento de su salida. Yo continuaré con mi parte y el mayor hará el resto.

Salió de la cantina y subió a la oficina donde Wilt estaba acabando sus natillas con la ayuda de un poco de café. Al salir se encontró con el médico parapsicólogo de los servicios especiales que había estado estudiando a Wilt sin que éste lo advirtiera.

—Del tipo nervioso —dijo lúgubremente—, no puede haber peor material. El tipo de cretino que fallaría un salto desde un globo dirigible amarrado.

—Afortunadamente no tiene que saltar desde un globo dirigible amarrado —dijo el superintendente—. Lo único que tiene que hacer es entrar en la casa y encontrar una excusa para hacer salir a su familia.

—Aun así, creo que habría que ponerle una inyección o algo para endurecerlo. No queremos que se ponga a temblar delante de la puerta; estropearía todo el juego.

Se fue a buscar su maletín mientras el superintendente iba a ver a Wilt.

—Muy bien —dijo con alarmante animación—. Todo lo que tiene que hacer…

—Es entrar en una casa llena de asesinos y pedirle a mi esposa que salga. Ya sé —dijo Wilt.

—En realidad no es muy difícil.

Wilt le miró incrédulo.

—¿No es difícil? —dijo Wilt con una voz casi de soprano—. Usted no conoce a mi maldita mujer.

—No he tenido todavía ese placer —admitió el superintendente.

—Precisamente —dijo Wilt—. Bueno, cuando llegue usted a conocerla comprenderá que si yo entro y le pido que salga de casa encontrará miles de razones para quedarse.

—Es una mujer difícil, ¿eh?

—Oh, no. No hay nada difícil en mi mujer, nada de nada. Sólo que es condenadamente torpe, eso es todo.

—Ya veo. Y si usted le sugiere que no salga, ¿cree usted que lo hará?

—Si quiere saber mi opinión —dijo Wilt—, si hago lo que usted dice ella pensará que me he vuelto majareta. ¿Qué pensaría usted si estuviera tranquilamente sentado en casa y su esposa llegara y le sugiriese de buenas a primeras que no saliera a la calle, cuando ni siquiera se le había ocurrido hacerlo? Pensaría usted que estaba pasando algo muy raro, ¿no?

—Supongo que sí —dijo el superintendente—, confieso que no lo había visto desde ese ángulo.

—Pues ya puede ir empezando —dijo Wilt—. Yo no voy…

Le interrumpió la aparición del mayor y de otros dos oficiales, vestidos con vaqueros y camisetas estampadas, con la frase VIVA EL IRA, que llevaban bolsas bastante grandes.

—Si me permiten interrumpirles —dijo el mayor—, nos gustaría que Mr. Wilt dibujara un plano detallado de la casa, en sección vertical y horizontal.

—¿Para qué? —dijo Wilt, incapaz de quitar los ojos de las camisetas.

—En el caso de que tengamos que asaltar la casa, señor —dijo el mayor—, necesitamos conocer bien los ángulos de tiro. No nos gustaría entrar y encontrarnos con el retrete en lugar de la cocina o qué sé yo.

—Escuchad muchachos —dijo Wilt—; si intentáis bajar por Willington Road con esas camisetas y los bolsos, no vais a llegar a mi casa. Los vecinos os lincharán. El sobrino de Miss Fogin murió en una explosión en Belfast, y el profesor tiene fobia a los gays. Su esposa se casó con uno.

—Mejor será que cambiéis esas camisetas por las de MANTENGA BLANCO CLAPHAM, chicos —dijo el mayor.

—Mejor que no —dijo Wilt—. Mr. y Mrs. Bokani, del número 11, les saltarán encima con la ley sobre el racismo. ¿No tienen algo más neutral?

—¿Mickey Mouse, señor? —sugirió uno de los oficiales.

—Bueno —dijo el mayor de mal humor—, unos Mickey Mouse y el resto de pato Donald.

—Dios mío —dijo Wilt—, no sé cuántos hombres tiene usted, pero si va a inundar el vecindario de patos Donald armados hasta los dientes con lo que sea que lleven en esos enormes bolsos, tendrá usted sobre su conciencia cantidad de casos de esquizofrenia infantil.

—No se preocupe por eso —dijo el mayor—, déjenos el ángulo táctico a nosotros. Hemos tenido antes experiencias con este tipo de operaciones, y todo lo que queremos de usted es un plano detallado del terreno doméstico.

Cogió un lápiz pero intervino el superintendente.

—Escuchen, si no enviamos pronto a Mr. Wilt a su casa, alguien comenzará a preguntarse dónde está —protestó.

Como para reforzar su argumento, sonó el teléfono.

—Es para usted —dijo el mayor—. Algún estúpido llamado Flint que dice que está encerrado en el banco.

—Creí haberle dicho que no hiciera ninguna llamada —contestó por teléfono el superintendente muy enfadado—. ¿Aliviarse? Claro que pueden… ¿Una cita a la tres con Mr. Daniles? ¿Quién es ése?… Ah, mierda… ¿Dónde?… Bien, vacíe la papelera, por amor de Dios… Yo no tengo que decirle dónde, hubiera pensado que era bastante obvio… ¿Qué quiere decir que va a parecer extraño?… ¿Tienen que cruzar todo el banco?… Ya sé lo del olor. Hágase con un aerosol o algo… Bueno, si pone objeciones reténgalo a la fuerza. Y Flint, vea si alguien tiene un cubo y utilícenlo de ahora en adelante.

Colgó violentamente el teléfono y se volvió al mayor:

—Las cosas se están calentando en el banco y si no nos movemos en seguida…

—¿Alguien va a sospechar? —sugirió Wilt—. ¿Quieren que les dibuje mi casa o no?

—Sí —dijo el mayor—, y rápido.

—No hay necesidad de adoptar ese tono —dijo Wilt—. Puede que esté usted impaciente por librar una batalla en mi propiedad, pero yo necesito saber quién va a pagar los platos rotos. Mi esposa es una mujer muy especial y si usted empieza a matar gente sobre la alfombra del salón…

—Mr. Wilt —dijo el mayor resuelto a ser paciente—, haremos todo lo que podamos para evitar cualquier tipo de violencia en su propiedad. Precisamente por esa razón necesitamos un plano del terri… de la casa.

—Creo que si dejamos que Mr. Wilt dibuje el plano… —dijo el superintendente, señalando la puerta. El mayor le siguió afuera y cuchichearon en el pasillo.

—Escuche —dijo el superintendente—, ya tengo un informe de su psiquiatra de servicio donde dice que ese cabrón es un manojo de nervios, y si comienza usted a ponerle nervioso…

—Superintendente —dijo el mayor—, puede que le interese saber que me han concedido un margen de diez víctimas en esta operación y si él es una de ellas yo no lo voy a sentir. Tengo la aprobación del Ministerio de Defensa.

—Y si no conseguimos que él entre, y que salga con su mujer y sus hijas, ya habrá usted agotado seis de su cupo de diez —dijo secamente el superintendente.

—Todo lo que puedo decirle es que un hombre que antepone la alfombra de su salón a su país y al mundo occidental…

Habría dicho mucho más si no hubiera sido por la llegada del parapsicólogo con una taza de café.

—Le hemos pinchado un poco de refuerzo para los nervios —dijo alegremente—. Eso le ayudará a pasar el trago.

—Espero que sea así —dijo el superintendente—. También yo tomaría un poco.

—No tiene de qué preocuparse: funcionará —dijo el mayor—. Lo utilicé en Irlanda del Norte cuando tuve que desactivar una enorme bomba. Aquella mierda explotó antes de que pudiera meterle mano pero, de todos modos, yo me sentía como Dios.

El médico había entrado en la oficina y ahora reaparecía con la taza vacía.

—Entró como un cordero, sale como un león —dijo—. No habrá problemas.