Veinticinco minutos más tarde Wilt atravesaba cojeando la puerta del Centro de Accidentados del Hospital Ipford, pálido, dolorido y terriblemente azorado. Se dirigió al mostrador y miró a los ojos antipáticos, y obviamente carentes de imaginación, de la encargada de admisiones.
—Necesito que me vea un médico —dijo con cierta dificultad.
—¿Tiene usted algo roto? —preguntó la mujer.
—En cierto modo —contestó Wilt, consciente de que su conversación era seguida por una docena de pacientes con lesiones más obvias pero menos penosas.
—¿Qué quiere decir en cierto modo?
Wilt miró a la mujer y trató de sugerir sin palabras que la suya era una situación que requería discreción. La mujer, estaba claro, era extraordinariamente obtusa.
—Si no es una fractura, corte o herida que requiera inmediata atención o un caso de envenenamiento, debe usted consultar a su propio médico.
Wilt consideró todas esas opciones y decidió en consecuencia que lo suyo era «herida que requería inmediata atención».
—Herida —dijo.
—¿Dónde? —preguntó ella, bolígrafo y formulario en mano.
—Bueno… —dijo Wilt, con voz aún más ronca que antes. La mitad de los pacientes que estaban allí parecían haber ido con sus mujeres o madres.
—Le he preguntado dónde —dijo la mujer impaciente.
—Ya sé que me lo ha preguntado —susurró Wilt—, la cosa es…
—No dispongo de todo el día, sabe usted.
—Ya me doy cuenta —dijo Wilt—, es sólo que… bueno, yo… ¿No le importaría que le explicase la situación a un doctor? Mire usted…
Pero la mujer no miraba. En opinión de Wilt era una sádica o, si no, una deficiente mental.
—Tengo que rellenar este formulario y si usted no quiere decirme dónde tiene la herida… —Se interrumpió y miró a Wilt con suspicacia—. Creí que había dicho que era una fractura. Ahora dice usted que es una herida. Sería mejor que se decidiera. No dispongo de todo el día, sabe.
—Y a este paso, yo tampoco —dijo Wilt irritado por la repetición—. En realidad, si no hace algo inmediatamente bien puede ser que expire delante de usted.
La mujer se encogió de hombros. Que la gente expirara delante de ella era evidentemente parte de su rutina diaria.
—Todavía tengo que aclarar si es una fractura o una herida y su localización, y si usted no me dice qué es y dónde, no puedo admitirle.
Wilt echó una mirada por encima de su hombro, y estaba a punto de decir que tenía el pene prácticamente despellejado por culpa de su maldita esposa, cuando se fijó en los ojos de varias mujeres de mediana edad que estaban prestando gran atención al toma y daca. Cambió rápidamente de táctica.
—Veneno —murmuró.
—¿Está usted seguro?
—Claro que estoy seguro —dijo Wilt—, soy yo quien lo tomó, ¿no?
—También dijo usted que tenía una fractura y luego una herida. Ahora dice usted que se ha tomado las tres… Quiero decir, que ha tomado veneno. No tiene por qué mirarme de ese modo. Sólo estoy haciendo mi trabajo, por si no lo sabe.
—A la velocidad con que lo hace, me maravilla que alguien consiga entrar aquí antes de morir —soltó Wilt secamente. En seguida se arrepintió. La mujer le miraba ahora con abierta hostilidad. La expresión de su cara parecía sugerir que, en lo tocante a Wilt, él mismo acababa de expresar el deseo más ardiente de ella.
—Escuche —dijo Wilt tratando de apaciguar a la bruja—, lo lamento; si mi comportamiento es algo nervioso…
—Grosero, más bien.
—Como usted quiera. Grosero, entonces. Lo siento, pero si usted acabase de ingerir un veneno, se hubiera caído sobre un brazo y se lo hubiera roto, y sufriera una herida en el trasero, estaría un poco nerviosa.
Para dar algún tipo de credibilidad a esa lista de catástrofes, levantó blandamente el brazo izquierdo sujetándoselo con el derecho. La mujer le miró indecisa y tomó de nuevo el bolígrafo.
—¿Ha traído la botella? —preguntó.
—¿La botella?
—La botella que contenía el veneno que dice haber tomado.
—¿Para qué tenía que traerla?
—No podemos ayudarle a menos que sepamos qué tipo de veneno tomó.
—En la botella no ponía qué clase de veneno contenía —dijo Wilt—, era una botella de limonada que estaba en el garaje. Todo lo que sé es que era veneno.
—¿Cómo?
—¿Cómo qué?
—¿Cómo sabe que era veneno?
—Porque no sabía a limonada —dijo Wilt frenético, sabiendo que se hundía cada vez más en un marasmo de confusión diagnóstica.
—Porque algo no sepa a limonada no tiene por qué ser necesariamente venenoso —dijo la mujer, ejerciendo una lógica implacable—. Sólo la limonada sabe a limonada. Ninguna otra cosa sabe a limonada.
—Claro que no. Pero aquello no es que sencillamente no supiera a limonada. Tenía un sabor a veneno mortífero. Probablemente cianuro.
—Nadie conoce el sabor del cianuro —dijo la mujer, continuando la demolición de las defensas de Wilt—, la muerte es instantánea.
Wilt la miró, lívido.
—De acuerdo —dijo finalmente—, olvídese del veneno. Todavía tengo un brazo roto y una herida que requiere atención inmediata. Exijo ver a un doctor.
—Entonces tendrá que esperar a que le toque. ¿Dónde dijo usted que era la herida?
—En el trasero —dijo Wilt. y pasó la hora siguiente lamentándolo. Para corroborar su declaración se vio obligado a estar de pie, mientras los otros pacientes eran atendidos y la recepcionista continuaba mirándole con una mezcla de franca sospecha y antipatía. En un esfuerzo por evitar su mirada, Wilt trató de leer el periódico por encima del hombro de un tipo cuyo único motivo aparente para necesitar atención urgente era un dedo gordo del pie vendado. Wilt sintió envidia de él y una vez más meditó sobre las circunstancias que provocaban la incredulidad en torno a su persona.
No era tan sencillo como Byron había sugerido con su «La verdad es más extraña que la ficción». Según su propia experiencia, verdad y ficción eran igualmente inaceptables. Algún elemento de ambigüedad en su propio carácter, quizá la capacidad de ver los dos lados de cualquier problema, creaba a su alrededor un aura de falta de sinceridad, y hacía imposible que nadie creyese lo que él decía. La verdad, para ser creída, primero había de ser plausible, probable, y poder ser clasificada fácilmente dentro de alguna categoría de tópicos. Si no se adecuaba conforme a lo esperado, la gente se negaba a creerla. Pero la mente de Wilt no se conformaba. Seguía todas las posibilidades allí donde le llevasen, por laberintos de especulación que estaban fuera del alcance de la mayoría de la gente. Por supuesto, fuera del alcance de Eva. Además Eva jamás especulaba. Saltaba de una opinión a otra sin ese estado intermedio de perplejidad que era la condición perpetua de Wilt. En el mundo de ella, todo problema tenía una solución; en el de Wilt, todo problema tenía unas diez; cada una de ellas en directa contradicción con las demás. Incluso ahora, en aquella desvaída sala de espera en donde se suponía que su propia e inmediata miseria le iba a ahorrar preocuparse del resto del mundo, la febril inteligencia de Wilt encontraba material sobre el que especular.
El titular del periódico MAREA NEGRA: AVES MARINAS AMENAZADAS dominaba una página llena de horrores aparentemente menores. Aparentemente porque ocupaban un espacio muy pequeño. Había habido otro asalto terrorista a un transporte de seguridad. El conductor había sido amenazado con un lanza-cohetes y a un guardia le habían disparado salvajemente en la cabeza. Los asesinos habían huido con 250 000 libras, pero eso era menos importante que el estado de las gaviotas amenazadas por una marea negra a lo largo de la costa. Wilt tomó nota de esa distinción y se preguntaba cómo se sentiría la viuda del guardia muerto ante la relegación de su difunto esposo al segundo lugar, en el interés del público, detrás de las gaviotas. ¿Qué ocurría en el mundo actual, que la fauna era más importante que las desgracias personales? Acaso la especie humana tuviera tanto miedo de su propia extinción que ya no se preocupaba de lo que sucedía al individuo; en cambio, cerraba filas contemplando la colisión de dos superpetroleros como un anticipo de su propio destino final. O quizá…
Wilt fue interrumpido en sus meditaciones por el sonido de su propio nombre, y al levantar la vista del papel sus ojos encontraron una enfermera de cara de cuchillo que estaba hablando con la recepcionista. La enfermera desapareció, y un poco después llegó a la recepción un especialista mayor y evidentemente importante, a juzgar por la escolta de médicos jóvenes, una hermana y dos enfermeras. Wilt observaba incómodo, en tanto el hombre estudiaba el informe de sus lesiones, miraba a Wilt por encima de las gafas como a un espécimen cuya dignidad le impidiera tratar, hacía una seña afirmativa a uno de los celadores y, sonriendo sardónicamente, salía de allí.
—Mr. Wilt —llamó el joven doctor.
Wilt avanzó cauto.
—Si hace el favor de pasar a una cabina y esperar —dijo el doctor.
—Perdone, doctor —dijo Wilt—, me gustaría hablar con usted un momento en privado.
—A su debido tiempo, Mr. Wilt, hablaremos en privado, pero ahora, si no tiene usted nada mejor que hacer, pase por favor a una cabina.
Se dio la vuelta y se alejó por el corredor. Wilt estaba a punto de seguirle cojeando cuando la empleada de recepción le detuvo.
—Las cabinas de los accidentados son por ahí —dijo señalando las cortinas de otro corredor. Wilt hizo una mueca y se dirigió a una cabina.
En Willington Road, Eva estaba hablando por teléfono. Había llamado primero a la escuela para decir que Wilt tenía que quedarse en casa por enfermedad, y ahora estaba conversando con Mavis Mottram.
—No sé qué pensar —dijo Eva tristemente—. Es que parecía tan increíble que cuando me di cuenta de que estaba realmente herido me sentí horriblemente mal.
—Mi querida Eva —dijo Mavis, que sabía exactamente qué pensar—, estás demasiado predispuesta a echarte las culpas a ti misma y, naturalmente, Henry lo explota. Quiero decir que aquel asunto de la muñeca tendría que haberte demostrado que es un poco especial.
—No me gusta pensar en aquello —dijo Eva—, fue hace ya mucho tiempo, y Henry ha cambiado desde entonces.
—Los hombres no cambian de manera fundamental, y Henry está en una edad peligrosa. Ya te avisé cuando insististe en alojar a esa alemana au pair.
—Eso es diferente. Ella no está como au pair. Paga un alquiler mucho mayor que el que yo pedí pero no quiere hacer de criada. Se ha matriculado en el Curso para Extranjeros de la Escuela, y ya habla un inglés perfecto.
—¿Qué te dije, Eva? Ella nunca mencionó nada acerca de la Escuela cuando te pidió la habitación, ¿verdad?
—No —dijo Eva.
—No me sorprendería descubrir que Henry ya la conocía y que le habló de que alquilabas el ático.
—¿Pero cómo iba a hacerlo? Parecía muy sorprendido y enfadado cuando se lo dije.
—Querida Eva, me disgusta decirte esto, pero siempre ves el lado bueno de Henry. Naturalmente que fingiría estar sorprendido y enfadado. Sabe exactamente cómo manipularte, y si se hubiera mostrado encantado tú te habrías dado cuenta de que había algo raro.
—Supongo que sí —dijo Eva poco convencida.
—Y en cuanto a lo de conocerla de antes —continuó Mavis, haciendo la guerra a Patrick por medio de Wilt—, me parece recordar que él pasó mucho tiempo en la Escuela a comienzos de las vacaciones de verano, que es cuando se matriculan los estudiantes extranjeros.
—Pero Henry no tiene nada que ver con ese departamento. Él se ocupaba de los horarios.
—No tenía que pertenecer al departamento para encontrarse con esa tipa y, por lo que tú sabes, cuando se suponía que estaba haciendo horarios bien podía ser que estuvieran los dos haciendo algo muy diferente en su oficina.
Eva consideró esa posibilidad pero la descartó de inmediato.
—Henry no es así y, en cualquier caso, yo le habría notado un cambio —dijo.
—Querida, tienes que darte cuenta de que todos los hombres son así. Y yo no noté ningún cambio en Patrick hasta que fue demasiado tarde. Había tenido un lío con su secretaria durante un año entero, sin que yo me diera cuenta de nada —dijo Mavis—. Y aún entonces no tuve un solo indicio hasta que un día se sonó la nariz con sus bragas.
—¿Se sonó la nariz con qué? —dijo Eva, intrigada por la extraordinaria perversión que evocaba esa frase.
—Tenía un resfriado enorme, y una mañana en el desayuno sacó unas bragas rojas y se sonó la nariz con ellas —dijo Mavis—. Naturalmente, entonces me di cuenta de lo que había estado haciendo.
—Sí, era evidente, ¿verdad? —dijo Eva—. ¿Qué dijo él cuando le preguntaste?
—No le pregunté. Ya sabía todo lo que había que saber. Le dije que si pretendía provocarme para que me divorciara estaba muy equivocado, porque…
Mavis siguió charlando sobre su Patrick al tiempo que Eva se distraía poco a poco mientras seguía escuchando. Había en su memoria algo de aquella noche que estaba aflorando a la superficie. Algo que tenía que ver con Irmgard Müller. Después de aquella terrible bronca con Henry no había podido dormir. Había permanecido despierta, tendida en la oscuridad, preguntándose por qué Henry había… bueno, naturalmente ahora sabía que él no lo había hecho, pero entonces… Sí, era eso, la hora. A las cuatro en punto había oído a alguien que subía las escaleras muy sigilosamente, y había creído que era Henry. Luego había oído crujir las escaleras que llevaban al ático y supo que era Irmgard que volvía a casa. Recordaba haber mirado la esfera luminosa del despertador y haber visto las manecillas en las cuatro y en las doce, y por un momento había pensado que señalaban las doce y veinte, sólo que Henry había vuelto a las tres y… Se había quedado dormida con la pregunta a medio formular en su mente. Ahora, con la charla de Mavis, esa pregunta se completaba por sí sola. ¿Había salido Henry con Irmgard? No era propio de Henry volver tan tarde. Ella no podía recordar que lo hubiera hecho antes. Y ciertamente Irmgard no se comportaba como una chica au pair. En primer lugar era demasiado vieja, y además tenía demasiado dinero. Pero Mavis Mottram interrumpió este lento recorrido interior estableciendo la conclusión hacia la que Eva se dirigía.
—Yo no le quitaría la vista de encima a esa alemana —dijo—, y si quieres seguir mi consejo, líbrate de ella a fin de mes.
—Sí —dijo Eva— sí, pensaré en eso, Mavis. Gracias por ser tan comprensiva.
Eva colgó el teléfono y miró por la ventana del dormitorio contemplando el haya que crecía en el jardín principal. Había sido una de las primeras cosas de la casa que le había atraído; el haya cobriza del jardín principal, un árbol grande y sólido, cuyas raíces se hundían bajo tierra tanto como las ramas se estiraban hacia arriba. Había leído eso en alguna parte; el equilibrio entre las ramas que buscaban la luz y las raíces que buscaban el agua le había parecido tan bien y tan, de alguna manera, orgánico, como para explicar lo que ella esperaba de la casa y lo que le daría a su vez.
Y la casa también le había parecido bien. Una casa grande, con techos altos y muros gruesos, y un jardín con huerto donde las cuatrillizas podrían crecer felices y más alejadas de la perturbadora realidad de lo que les hubiera permitido Parkview Road. Pero Henry no había querido mudarse. Había tenido que forzarle, pero él se resistía a la llamada de la rusticidad domesticada del huerto o al sentimiento de invulnerabilidad social que ella había encontrado en la casa y en Willington Road. Y no es que fuese una snob, pero no le gustaba que nadie la mirase de arriba abajo y ahora nadie lo hacía. Incluso Mavis había dejado de tratarla con aires protectores, y esa historia de Patrick y las bragas era algo que Mavis nunca le habría dicho si ella hubiera estado viviendo todavía dos calles más allá. En cualquier caso, Mavis era una bruja. Siempre estaba rebajando a Patrick y si él le era infiel físicamente, Mavis era moralmente desleal. Henry decía que ella cometía adulterio con su verborrea y había algo de cierto en eso. Pero también había algo de cierto en lo que Mavis decía acerca de Irmgard Müller. No le quitaría la vista de encima. Había en ella una extraña frialdad y ¿a qué venía decir que iba a ayudar en la casa y luego matricularse repentinamente en la Escuela?
Con una sensación de depresión poco habitual, Eva se hizo un café, luego abrillantó el suelo del hall, pasó el aspirador a la moqueta de la escalera, ordenó el salón, puso la ropa sucia en la lavadora, frotó el borde del inodoro orgánico e hizo todas las faenas que tenía que hacer antes de ir a recoger a las cuatrillizas a la guardería. Acababa de terminar y estaba cepillándose el pelo en el dormitorio cuando oyó que la puerta delantera se abría y se cerraba, y unos pasos en la escalera. No podía ser Henry. Él nunca las subía de dos en dos y en cualquier caso, con la pirula vendada, probablemente ni siquiera podría subir. Eva se llegó hasta la puerta del dormitorio y vio a un joven asustado en el descansillo.
—¿Qué está usted haciendo aquí? —preguntó algo alarmada.
El joven levantó las manos.
—Por favor. Estoy aquí por Miss Müller —dijo, con acento extranjero—. Ella me ha prestado la llave.
Como prueba sostuvo la llave frente a él.
—No tiene derecho a hacer eso —dijo Eva, molesta consigo misma por haberse alarmado tanto—, no quiero que haya gente paseando arriba y abajo sin llamar.
—Sí —dijo el joven—. La entiendo. Pero Miss Müller me dijo que podía estudiar en sus habitaciones. Donde yo vivo hay demasiado ruido.
—De acuerdo, no me importa que trabaje usted aquí pero tampoco quiero que haga ruido —dijo Eva. Y se volvió al dormitorio. El joven continuó subiendo las estrechas escaleras del ático mientras Eva terminaba de cepillarse el pelo con un espíritu inesperadamente más ligero. Si Irmgard invitaba a jóvenes bastante guapos a su habitación, no era probable que tuviera interés por Henry. Y ese joven era decididamente guapo. Con un suspiro que combinaba pesar por no ser más joven y más atractiva y alivio de que su matrimonio no estuviera amenazado, bajó las escaleras.