—Estás cometiendo un suicidio profesional —le dijo Peter Braintree a Wilt mientras estaban sentados ante unas pintas de cerveza en el Glassblower’s Arms aquella noche.
—Me siento como si estuviera cometiendo un suicidio de verdad —dijo Wilt, ignorando el pastel de cerdo que Braintree acababa de traerle—. Y no sirve de nada tratar de tentarme con pasteles de cerdo.
—Tienes que cenar algo. En tu estado es vital.
—En mi estado nada es vital. Por un lado, estoy obligado a guerrear contra el director, el delegado de Educación y su estúpido Comité en nombre de lunáticos como Bilger que quieren una revolución sangrienta y, por el otro, después de haberme pasado años reprimiendo mis instintos predatorios con respecto a las secretarias del curso superior, Miss Trott y la enfermera puericultora de turno, Eva tiene que meter en casa a la mujer más espléndida, más devastadora que ha podido encontrar. No te lo creas… ¿Recuerdas aquel verano y las suecas?
—¿Aquellas a las que debías explicar Hijos y amantes?
—Sí —dijo Wilt—. Cuatro semanas de D. H. Lawrence y treinta deliciosas suecas. Bien, si eso no fue un bautismo de lujuria, no sé qué puede serlo. Pues yo salí indemne. Cada noche volvía a casa junto a Eva inmaculado. Si la guerra de los sexos se declarase abiertamente, yo ya habría ganado la Medalla Conyugal a la castidad por encima de las exigencias del deber.
—Todos hemos pasado por esa fase —dijo Braintree.
—¿Y qué quieres decir exactamente cuando dices «esa fase»? —preguntó secamente Wilt.
—El cuerpo maravilloso, las tetas, los traseros, el atisbo ocasional de un muslo. Recuerdo una vez…
—Prefiero no oír tus repugnantes fantasías —dijo Wilt—. Quizá en otra ocasión. Con Irmgard es diferente. No estoy hablando de algo meramente físico. Nos comunicamos.
—Por Dios, Henry… —dijo Braintree, pasmado.
—Exactamente. ¿Cuándo me has oído utilizar antes esa temida palabra?
—Nunca.
—Pues ya la estás oyendo. Y eso te dará idea del pavoroso trance en que me encuentro.
—Desde luego —dijo Braintree— estás…
—Enamorado —dijo Wilt.
—Iba a decir completamente loco.
—Viene a ser lo mismo. Estoy atrapado entre los cuernos de un dilema. Utilizo ese cliché deliberadamente aunque, para ser franco, en este caso los cuernos no tienen nada que ver. Estoy casado con una mujer formidable, frenética y absolutamente carente de sensibilidad…
—Que no te comprende. Ya lo he oído antes.
—Que me comprende. Y tú no —dijo Wilt antes de tragar amargamente un poco más de cerveza.
—Henry, alguien te ha estado echando algo en el té —dijo Braintree.
—Sí, y los dos sabemos quién. Mrs. Crippen[4].
—¿Mrs. Crippen? ¿De qué demonios estás hablando?
—¿Se te ha ocurrido alguna vez —dijo Wilt, empujando el pastel de cerdo hacia el otro extremo del mostrador— lo que habría pasado si Mrs. Crippen, en lugar de no tener hijos y de incordiar constantemente a su marido y hacerle la vida imposible en términos generales, hubiera tenido cuatrillizos? Ya veo que no. Bueno, pues a mí sí. Desde que di aquel curso sobre Orwell y el Arte del Asesinato Inglés, he meditado profundamente sobre el tema, camino de casa y de una Cena Alternativa consistente en salchichas de soja crudas y acedera casera, todo ello regado con café de diente de león, y he llegado a ciertas conclusiones.
—Henry, estás cayendo en la paranoia —dijo Braintree severamente.
—¿Tú crees? Entonces contesta a mi pregunta. ¿Si la señora Crippen hubiera tenido cuatrillizas, quién habría terminado bajo el suelo del sótano? El doctor Crippen. No, no me interrumpas. Tú no te das cuenta del cambio que la maternidad ha producido en Eva. Yo sí. Vivo en una casa sobredimensionada con una madre sobredimensionada y cuatro hijas, y puedo asegurarte que tengo una visión de la hembra de la especie que les ha sido negada a hombres más afortunados y que sé cuándo soy indeseable.
—¿De qué demonios estás hablando ahora?
—Dos pintas más, por favor —le pidió Wilt al barman—. Y sea tan amable de meter ese pastel en su sitio.
—Mira, Henry, estás dejando que tu imaginación se desboque —dijo Braintree—. ¿No estarás sugiriendo en serio que Eva se dispone a envenenarte?
—No llegaré tan lejos —dijo Wilt—, aunque ese pensamiento se me pasó por la cabeza cuando Eva se interesó por las Setas Alternativas. Pero terminé con eso haciendo que Samantha las probase antes que yo. Puede que yo esté de más, pero las cuatrillizas no. Al menos en opinión de Eva. Ella considera a su camada como si fueran genios en potencia. Samantha es Einstein; la obra de Penelope con el rotulador sobre las paredes del cuarto de estar le hizo suponer que se trata de un Miguel Ángel femenino; Josephine apenas requiere presentación con un nombre como ése. ¿Es necesario que continúe?
Braintree negó con la cabeza.
—Bien —continuó Wilt con desaliento, bebiéndose la otra cerveza—. Ya he cumplido con mi función biológica como macho, y justo cuando me estaba adaptando con relativa facilidad a la senilidad prematura, Eva, con una intuición infalible que debo añadir nunca sospeché, hace vivir bajo nuestro mismo techo a una mujer que posee todas esas notables cualidades; inteligencia, belleza, una sensibilidad espiritual y un esplendor… Todo lo que puedo decir que es Irmgard es el epítome de la mujer con la que debería haberme casado.
—Pero no lo hiciste —dijo Braintree emergiendo de la jarra de cerveza en la que se había refugiado para escapar del espantoso catálogo de Wilt—. Has cargado con Eva y…
—Cargado es la palabra —dijo Wilt—. Cuando Eva se mete en la cama… Te ahorraré los detalles sórdidos. Baste decir que ella es dos veces más hombre que yo.
Volvió a quedarse silencioso y terminó su cerveza.
—En cualquier caso, sigo diciendo que cometerás un terrible error si vuelves a darle mala publicidad a la Escuela —dijo Braintree para cambiar de tema—. No despiertes al perro que duerme, ése es mi lema.
—También sería el mío si la gente no se dedicara a dormir con cocodrilos —dijo Wilt—. Y ese bastardo de Bilger tiene el descaro de decirme que soy un cerdo desviacionista y un lacayo del fascismo capitalista… Gracias, tomaré otra pinta… Y yo todo el rato protegiendo a ese idiota. Casi estoy por hacer público todo el asunto. Casi, porque Toxted y su pandilla del Frente Nacional sólo esperan una oportunidad para dar el golpe y yo no pienso ser su héroe, muchas gracias.
—Esta mañana vi a nuestro pequeño Hitler poniendo un cartel en la cantina —dijo Braintree.
—¡Vaya! ¿Y por qué aboga esta vez? ¿La castración de los coolies o la vuelta a la tortura?
—Tiene algo que ver con el sionismo —dijo Braintree—, yo hubiera roto el cartel si él no hubiera llevado una guardia personal de beduinos. Ahora anda con los árabes, ¿sabes?
—Brillante —dijo Wilt—, absolutamente brillante. Es lo que me gusta de esos maníacos de derechas y de izquierdas, que sean tan absolutamente inconsecuentes. Ahí tienes a Bilger, que envía a sus hijos a un colegio privado y vive en una gran casa que le compró su padre, y anda por ahí abogando por la revolución mundial desde el asiento de un Porsche que debe de haberle costado como mínimo seis mil libras. Y se permite llamarme cerdo fascista. Acabo de recuperarme del choque con ese tipo y me doy de bruces con Toxted, que es un verdadero fascista que vive en una casa de protección oficial y quiere enviar a cualquiera que tenga un problema de pigmentación de vuelta a Islamabad, aunque de hecho haya nacido en Clapham y no haya salido nunca de Inglaterra, ¿y con quién forma equipo? Con una banda de jeques salvajes con más petrodólares bajo sus albornoces que cenas calientes ha comido él en su vida, que no son capaces de hablar dos palabras de inglés y poseen la mitad de Mayfair. Añade el hecho de que son semitas, y él es tan antisemita que Eichmann parecería un Amigo de Israel. Y ahora dime cómo funciona su maldito cerebro. Yo renuncio. Una cosa así hace que se dé a la bebida cualquier hombre racional.
Como para apoyar su afirmación, Wilt pidió dos pintas más de cerveza.
—Ya te has tomado seis —dijo Braintree preocupado—. Eva te va a montar un número cuando llegues a casa.
—Eva siempre me está montando números —dijo Wilt—. Cuando pienso cómo he desperdiciado mi vida…
—Sí, bueno. Preferiría que no lo pensaras —dijo Braintree—. No hay nada peor que un borracho introspectivo.
—Estaba citando la primera línea de «Testamento de Belleza», de Robert Bridges —dijo Wilt— pero eso no importa. Puede que yo sea introspectivo, pero no estoy introspectivamente borracho. Sólo sencillamente beodo. Si hubieras tenido un día como el que yo he tenido y tuvieras que enfrentarte con la perspectiva de meterte en la cama con una Eva de mal humor, también buscarías el olvido en la cerveza. Sin contar con el hecho de que tres metros por encima de mi cabeza, separada por un techo, un suelo y algún tipo de moqueta, yace la criatura más bella, inteligente, radiante, sensible…
—Si mencionas otra vez la palabra musa, Henry… —dijo Braintree amenazante.
—No tengo la intención de hacerlo —dijo Wilt—. Oídos como los tuyos son demasiado groseros. Ahora que lo pienso, casi rima. ¿Se te ha ocurrido alguna vez que el inglés es la lengua más naturalmente adecuada para la poesía rimada?
Wilt se enfrascó en este tema, más agradable, y se bebió unas cuantas cervezas más. Para cuando salieron del Glassblower’s Arms, Braintree estaba demasiado borracho para conducir de vuelta a casa.
—Dejaré el coche aquí y lo recogeré mañana por la mañana —le dijo a Wilt, que estaba apoyado contra un poste de telégrafo—, y si yo fuera tú, llamaría a un taxi. Ni siquiera estás en condiciones de andar.
—Voy a comunicar con la naturaleza —dijo Wilt—, no tengo intención de acelerar el tiempo entre el ahora y la realidad. Con un poco de suerte, la realidad estará dormida cuando llegue a casa.
Y se fue tambaleándose en dirección a Willington Road, deteniéndose ocasionalmente para recobrar el equilibrio contra una verja, y dos veces para aliviarse en jardines ajenos. En la segunda ocasión confundió un rosal espinoso con una hortensia, arañándose a base de bien. Estaba sentado al borde del césped intentando utilizar un pañuelo como torniquete cuando un coche de la policía se detuvo junto a él. Wilt parpadeó bajo la luz de la linterna, que le dio en la cara antes de recorrer el camino hasta el pañuelo manchado de sangre.
—¿Está usted bien? —preguntó la voz tras la linterna, demasiado obsequiosamente a gusto de Wilt.
—¿Es que lo parece? —preguntó con tono truculento—. ¿Encuentra usted un tipo sentado en el bordillo con un pañuelo alrededor de los restos de su perdido orgullo de hombre y le hace una estúpida pregunta como ésa?
—Si no le importa, señor, abandone ese lenguaje —dijo el policía—. Hay una ley contra su utilización en la vía pública.
—Debería haber una ley contra la plantación de puñeteros rosales espinosos junto a las aceras de mierda —dijo Wilt.
—¿Y puedo preguntar qué estaba haciendo con las rosas, señor?
—Puede —dijo Wilt—. Si alguien es tan burro que no es capaz de verlo por sí mismo, puede preguntarlo.
—¿Le importaría decírmelo, entonces? —dijo el policía, sacando un cuaderno de notas.
Wilt se lo dijo con una riqueza descriptiva y una viveza que hizo encenderse las luces de varias casas de la calle. Diez minutos más tarde, era conducido a la comisaría en el coche de la policía. «Ebriedad y escándalo público, utilización de lenguaje soez, atentado contra la paz…»
Wilt le interrumpió.
—Paciencia, y una mierda —gritó—. No era una paciencia. Nosotros tenemos una paciencia en el jardín delantero y no tiene púas de treinta centímetros. Y, en cualquier caso, yo no estaba atentando contra ella. Tendrían ustedes que ensayar la circuncisión parcial con una flaming floribunda para saber lo que es atentar. Todo lo que hacía era aliviarme discretamente o, por decirlo en lenguaje popular, meando, cuando ese arbusto infernal con garras de gato trepador decidió darme unos zarpazos. Si no me creen, vuelvan allí e inténtelo ustedes mismos…
—Llévenlo a la celda —dijo el sargento de guardia para impedir que Wilt ofendiese a una anciana que había ido a denunciar la pérdida de un pequinés.
Pero antes de que los dos guardias pudieran arrastrar a Wilt hasta aquélla, les interrumpió un grito que venía de la oficina del inspector Flint. El inspector había vuelto a la comisaría informado del arresto de un ladrón del que se sospechaba hacía tiempo, y estaba interrogándole con éxito cuando percibió el sonido de una voz familiar. Salió en tromba de su oficina y se quedó lívido al contemplar a Wilt.
—¿Qué coño está haciendo éste aquí? —preguntó.
—Bien, señor… —comenzó un guardia, pero Wilt le interrumpió abruptamente.
—Según sus esbirros, estaba intentando violar a un rosal espinoso. Según yo, estaba tranquilamente mean…
—Wilt —gritó el inspector—, si ha venido usted aquí a hacerme la vida imposible otra vez, olvídelo. En cuanto a vosotros dos, mirad bien a este hijo de puta, fijaos bien; y a menos que le cojáis en el acto de asesinar efectivamente a alguien…, o mejor aún, esperad hasta que le hayáis visto hacerlo para ponerle un dedo encima. Y ahora sacádmelo de aquí.
—Pero señor…
—He dicho que fuera —gritó Flint— y eso quiere decir fuera. Esta cosa que acabáis de traer es un virus humano de locura contagiosa. Sacadlo de aquí antes de que convierta la comisaría en un manicomio.
—Vaya, eso me gusta —protestó Wilt—, me arrastran aquí falsamente acusado…
De nuevo se lo llevaron a rastras, mientras Flint volvía a su oficina y se sentaba pensando distraídamente en Wilt. Todavía rondaban por su mente las visiones de aquella diabólica muñeca, y nunca olvidaría las horas que había pasado interrogando a aquel demente. Y además estaba Mrs. Eva Wilt, cuyo cadáver él había supuesto enterrado por Wilt bajo treinta toneladas de hormigón mientras que todo ese tiempo aquella maldita mujer iba río abajo en un yate con el motor estropeado. Los Wilt, conjuntamente, le habían hecho sentir como un idiota, y todavía oía contar chistes de muñecas inflables en la cantina. Un día de éstos se iba a vengar. Sí, un día de éstos… Se volvió hacia el ladrón con nuevas energías.
Wilt se sentó a la puerta de su casa de Willington Road, mirando las nubes y meditando sobre el amor y la vida, y sobre las distintas impresiones que él, Wilt, causaba a la gente. ¿Qué le había llamado Flint? Virus infeccioso…, virus humano infeccioso… Eso le recordó a Wilt sus propias heridas.
—Quizá coja el tétanos o algo así —murmuró, y rebuscó en su bolsillo la llave de la puerta. Diez minutos más tarde, todavía con la chaqueta puesta pero sin pantalones ni calzoncillos, Wilt estaba en el cuarto de baño remojando su virilidad en un vaso para enjuagarse la boca lleno de desinfectante y agua caliente cuando entró Eva.
—¿Tienes idea de la hora que es? Son…
Se detuvo y miró el vaso con horror.
—Las tres en punto —dijo Wilt, tratando de conducir la conversación hacia temas menos polémicos. Pero el interés de Eva por la hora desapareció.
—¿Qué demonios estás haciendo con eso? —jadeó. Wilt bajó la vista hacia el vaso.
—Bien, ya que lo mencionas y a pesar de todas las evidencias cir… circunstanciales en mi contra, no estoy… Bueno, estoy tratando de desinfectarme, sabes…
—¿Desinfectarte?
—Sí…, bueno —dijo Wilt consciente de que habría ciertos aspectos ambiguos en la explicación—, el caso es…
—En mi vaso —gritó Eva—. ¿Estás ahí con la berenjena metida en mi vaso y admites que te estás desinfectando? ¿Y quién era la mujer, o no te has molestado en preguntarle su nombre?
—No ha sido una mujer, ha sido…
—No me lo digas. No quiero saberlo. Mavis tenía razón acerca de ti. Dijo que lo que hacías no era simplemente volver andando a casa. Dijo que pasabas las tardes con otra mujer.
—No ha sido otra mujer. Ha sido…
—No me mientas. Pensar que después de todos estos años de vida de casados tienes que recurrir a prostitutas y rameras…
—No era una enramada. Supongo que tú le encontrarías flores y semillas, pero no es así como se llama…
—Eso es, ahora cambia de tema…
—No estoy cambiando de tema. Me quedé enganchado en un rosal…
—¿Así es como se hacen llamar ahora? ¿Rosales?
Eva calló y se quedó mirando a Wilt con renovado horror.
—Por lo que yo sé siempre se han llamado rosales —dijo Wilt, sin percatarse de que las sospechas de Eva habían tomado otro rumbo—. No veo de qué otro modo se les podría llamar.
—¿Gays? ¿Maricas? ¿Qué te parece para empezar?
—¿Qué? —gritó Wilt, pero ya no había quien parase a Eva.
—Siempre supe que había algo que no te funcionaba, Henry Wilt —dijo desgañitándose—, y ahora ya sé lo que es. Y pensar que vuelves y me coges el vaso para desinfectarte. ¿Tan bajo puedes caer?
—Escucha —dijo Wilt, repentinamente consciente de que su musa podía enterarse de las abominables insinuaciones de Eva—, puedo demostrar que era un rosal espinoso. Echa una mirada si no me crees.
Pero Eva no se esperó.
—No pienses que vas a pasar una noche más en mi casa —gritó desde el pasillo—. ¡Nunca más! Puedes volverte con tu novio y…
—Ya te he aguantado más de la cuenta —gritó Wilt, corriendo tras ella, pero se paró en seco al ver que Penelope estaba en medio del pasillo con los ojos como platos.
—¡Oh, mierda! —dijo Wilt, emprendiendo otra vez la retirada hacia el cuarto de baño. Fuera se oía a Penelope sollozando, y a Eva intentando calmarla histéricamente. La puerta de un dormitorio se abrió y se cerró. Wilt se sentó en el borde de la bañera y soltó un taco. Luego, vació el vaso en el inodoro, se secó distraídamente con una toalla y se puso esparadrapo. Finalmente extendió pasta de dientes sobre el cepillo eléctrico, y estaba lavándose afanosamente los dientes, cuando de nuevo se abrió la puerta del dormitorio y Eva salió precipitadamente.
—Henry Wilt, si estás usando ese cepillo de dientes para…
—De una vez por todas —gritó Wilt con la boca llena de espuma—. Estoy asqueado y cansado de tus viles insinuaciones. He tenido un día largo y agotador y…
—Eso ya me lo creo —gritó Eva.
—Para tu información, estoy simplemente cepillándome los dientes antes de irme a la cama, y si piensas que estoy haciendo alguna otra cosa…
Fue interrumpido por el cepillo de dientes. El extremo saltó y fue a parar al lavabo.
—¿Y ahora qué estás haciendo? —preguntó Eva.
—Tratando de sacar el cepillo del agujero —dijo Wilt, una explicación que trajo consigo nuevas recriminaciones, un breve y desigual enfrentamiento en el descansillo y finalmente un furioso Wilt que era expulsado por la puerta de la cocina con un saco de dormir y la orden de pasar el resto de la noche en el pabellón de verano.
—No quiero tenerte más aquí pervirtiendo a las pequeñas —gritó Eva desde la puerta—; y mañana iré a ver a un abogado.
—Me la trae floja —replicó Wilt a gritos, y se dirigió al pabellón atravesando el jardín. Durante unos momentos tanteó en la oscuridad tratando de encontrar la cremallera del saco de dormir. No parecía tener ninguna. Wilt se sentó en el suelo, metió los pies en el saco, y estaba precisamente contorsionándose para meterse en él, cuando un sonido que provenía de detrás del pabellón le sobresaltó. Alguien se acercaba por el prado atravesando el huerto. Wilt se sentó silenciosamente en la oscuridad y escuchó. No había duda. Escuchó el roce de la hierba y una rama al romperse. Silencio de nuevo. Wilt se asomó por una esquina de la ventana y, en ese momento, las luces de la casa se apagaron. Eva se había ido de nuevo a la cama. El ruido de alguien que caminaba con precaución a través del huerto comenzó de nuevo. En el pabellón, la imaginación de Wilt especulaba con ladrones y con lo que iba a hacer si alguien trataba de penetrar en la casa, cuando vio allí afuera, junto a la ventana, una figura oscura. A ésta se le unió una segunda. Wilt se acurrucó en el pabellón y maldijo a Eva por dejarle sin pantalones y…
Pero un momento después sus temores habían desaparecido. Las dos siluetas atravesaron confiadas el césped, y una de ellas había hablado en alemán. Fue la voz de Irmgard la que llegó hasta Wilt y le tranquilizó. Y cuando las dos siluetas desaparecieron por el otro lado de la casa, Wilt se deslizó en el saco de dormir con el pensamiento relativamente reconfortante de que al menos su musa se había ahorrado esa visión de las interioridades de la vida familiar inglesa que las denuncias de Eva hubieran revelado. Por otro lado, ¿qué hacía Irmgard fuera a esas horas de la noche, y quién era la otra persona? Una oleada de celos autocompasivos inundó a Wilt antes de ser desalojada por consideraciones de carácter más práctico. El suelo del pabellón era duro, él no tenía almohada, y la noche se había vuelto de pronto muy fría. No pensaba pasar allí el resto de ella, ni mucho menos. Y, en cualquier caso, las llaves de la puerta principal estaban todavía en el bolsillo de su chaqueta. Wilt trepó fuera del saco de dormir y tanteó en busca de sus zapatos. Luego, arrastrando el saco tras él, cruzó el césped y dio la vuelta a la casa hasta la puerta principal. Una vez dentro, se quitó los zapatos y cruzó el hall en dirección al salón. Diez minutos más tarde se había quedado profundamente dormido en el sofá.
Cuando se despertó, Eva estaba trajinando en la cocina mientras las cuatrillizas, manifiestamente congregadas alrededor de la mesa del desayuno, hablaban de los acontecimientos de la noche. Wilt, contemplando las cortinas, escuchaba las preguntas de sus hijas y las respuestas evasivas de Eva. Como de costumbre, estaba aderezando mentiras descaradas con nauseabundo sentimentalismo.
—Vuestro padre no estaba muy bien ayer noche, cariño —le oyó decir—. Tenía cólicos en la tripita y eso es todo, y cuando le pasa eso dice cosas… Sí, ya sé, mamá también dice cosas, cielito. Yo estaba… ¿Qué has dicho, Samantha?… ¿Yo dije eso?… Bueno, no puede ser que él tuviera eso en el vaso porque las tripitas no caben en sitios tan pequeños… Tripitas, querida… No se puede tener cólico en ningún otro sitio… ¿Dónde aprendiste esa palabra, Samantha?… No él no hizo eso, y si vas a la guardería y le dices a Miss Oates que tu padre puso la…
Wilt enterró la cabeza bajo las almohadas para acallar la conversación. Esa maldita mujer estaba otra vez contando torpes mentiras a cuatro niñas que pasaban tanto tiempo tratando de engañarse unas a otras que podían detectar una mentira a un kilómetro de distancia. Y machacarles con lo de Miss Oates estaba calculado para que compitieran a ver quién era la primera en decirle a esa vieja y a las otras veinticinco crías que su papá se había pasado la noche con el pene en un vaso de enjuagarse la boca. Para cuando la historia se hubiera diseminado por la vecindad, sería del dominio público que el notable Mr. Wilt era una especie de fetichista de los vasos de enjuagarse la boca.
Estaba maldiciendo a Eva por su estupidez y a sí mismo por haber bebido demasiada cerveza, cuando precisamente se hicieron sentir las consecuencias de haber bebido demasiada cerveza. Necesitaba mear, y rápido. Wilt se arrastró fuera del saco de dormir. Se podía oír a Eva en el hall, poniéndoles los abrigos a las cuatrillizas. Wilt esperó hasta que se hubo cerrado tras ellas la puerta de la calle, y entonces atravesó corriendo el hall para ir al váter de abajo. Sólo entonces se hizo patente su situación en toda su magnitud. Wilt contempló aquel ancho pedazo de esparadrapo tan extremadamente tenaz.
—Maldita sea —dijo Wilt—, debí de emborracharme más de lo que creía. ¿Cuándo demonios me puse esto?
Tenía una laguna en su memoria. Se sentó en el inodoro y se puso a pensar cómo quitarse aquella maldita cosa sin hacerse más heridas. A juzgar por anteriores experiencias con el esparadrapo, sabía que el mejor método era arrancarlo de un solo tirón. En estas circunstancias, no parecía lo más indicado.
—Igual me arranco todo el asunto —murmuró—. Lo más seguro será encontrar un par de tijeras.
Wilt salió del váter con precaución y se asomó por la barandilla. Mientras no se encontrase con Irmgard bajando desde el ático. Considerando la hora en que había vuelto era totalmente improbable. Seguramente estaría todavía en la cama con algún bestia de novio. Wilt subió las escaleras y entró en el dormitorio. Eva guardaba unas tijeras para las uñas en el tocador. Las encontró, y estaba sentado en el borde de la cama, cuando Eva regresó. Ella subió las escaleras, se detuvo un momento en el rellano y luego entró en el dormitorio.
—Pensé que te encontraría aquí —dijo, cruzando la habitación hacia las cortinas—. Sabía que en cuanto volviera la espalda te meterías en casa como un reptil. Bueno, pues no pienses que puedes salir de ésta porque no puedes. Lo tengo todo pensado.
—¿Tú, pensar? —dijo Wilt.
—Eso es, insúltame —dijo Eva, corriendo las cortinas e inundando de luz la habitación.
—Yo no estoy insultándote —rugió Wilt—, simplemente te estoy haciendo una pregunta. Como no puedo meter en tu cabeza hueca que no soy un maniático del culo…
—¡Qué lenguaje! —dijo Eva.
—Sí, lenguaje que es un medio de comunicación, no simplemente una serie de mugidos, ronroneos y balidos como los que tú haces.
Pero Eva ya no estaba escuchando. Su atención se había fijado en las tijeras.
—Eso es, córtate de una vez esa horrible cosa —chilló, y se echó a llorar abruptamente—. Cuando pienso que has tenido que ir y…
—Cállate —aulló Wilt—. Aquí estoy, en peligro inminente de reventar y tú tienes que empezar a gritar como una sirena de fábrica. Si ayer noche hubieras utilizado tu maldita cabeza en lugar de una imaginación pervertida, no me encontraría en este apuro.
—¿Qué apuro? —preguntó Eva entre sollozos.
—Este —gritó Wilt, agitando su órgano agonizante.
Eva lo miró con curiosidad.
—¿Para qué hiciste eso? —preguntó.
—Para cortar la hemorragia de mi puñetera cola. Te he dicho repetidas veces que me enganché en un rosal espinoso, pero tú tenías que lanzarte a conclusiones estúpidas. Ahora no puedo quitarme este asqueroso esparadrapo y tengo un galón de cerveza a presión detrás de él.
—Entonces, ¿lo del rosal era en serio?
—Naturalmente que sí. Me paso la vida diciendo la verdad y nada más que la verdad y nadie me cree nunca. Por última vez; estaba meando en un rosal y me enganché la jodida cosa. Ésa es la simple verdad, sin florituras, adornos, ni exageraciones.
—¿Y quieres quitarte el esparadrapo?
—¿Qué es lo que te estoy diciendo desde hace cinco minutos? No sólo quiero hacerlo. Necesito hacerlo o explotaré.
—Eso es fácil —dijo Eva—. Todo lo que hay que hacer…