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También podría haberse pasado sin lo que encontró sobre su mesa el lunes por la mañana. Era una nota del subdirector pidiendo a Wilt que fuera a verle, y añadía en un tono bastante siniestro «lo antes, repito, lo antes que le sea posible».

—Que me sea posible, y una mierda —murmuró Wilt—. ¿Por qué no puede decir «inmediatamente» y acabaríamos antes?

Con el pensamiento de que algo iba mal y que más valía enterarse de las malas noticias lo antes posible y salir de dudas, bajó dos pisos y atravesó el corredor hasta la oficina del subdirector.

—Ah, Henry, siento tener que molestarle —dijo el subdirector—, pero me temo que hay noticias bastante inquietantes acerca de su departamento.

—¿Inquietantes? —dijo Wilt con suspicacia.

—Alarmantemente inquietantes. De hecho hay un escándalo en la Administración del condado.

—¿En qué han metido las narices esta vez? Si piensan enviar más consejeros como el de la última vez, que quería saber por qué no habíamos juntado las clases de enfermeras pediatras y colocadores de ladrillos, les puede decir de mi parte…

El subdirector levantó una mano para protestar.

—Eso no tiene nada que ver con lo que quieren esta vez. O más bien con lo que no quieren. Y con franqueza, si hubiera usted escuchado su opinión acerca de las clases mixtas, esto de ahora no hubiera sucedido.

—Yo sé lo que hubiera sucedido —dijo Wilt—, tendríamos ahora entre manos un montón de enfermeras embarazadas y…

—Si quisiera escucharme un momento. Olvídese de las puericultoras. ¿Qué sabe usted de sodomizar cocodrilos?

—¿Que qué sé acerca…, he oído bien?

El subdirector asintió.

—Me temo que sí.

—Bueno, si quiere usted una respuesta franca, nunca hubiera pensado que eso fuera posible. Y está usted sugiriendo…

—Lo que le estoy diciendo, Henry, es que alguien de su departamento ha estado haciéndolo. Incluso ha sido filmado.

—¿Filmado? —dijo Wilt todavía aferrado a las aterradoras implicaciones zoológicas de acercarse siquiera a un cocodrilo, para no hablar de sodomizarlo.

—Con una clase de aprendices —continuó el subdirector—; el Comité de Educación se ha enterado y quiere saber por qué.

—No puedo reprochárselo, la verdad —dijo Wilt—, me refiero a que sólo un candidato suicida a conejillo de indias para Krafft-Ebbing[3] podría hacer proposiciones de dar por el culo a un cocodrilo, y aunque sé que tengo algunos maricones dementes como profesores por horas, me hubiese dado cuenta si se hubieran comido a alguno de ellos. ¿Y de dónde demonios sacaron el cocodrilo?

—No se moleste en preguntarme a mí. Todo lo que sé es que el Comité insiste en ver el film antes de formular su juicio —dijo el subdirector.

—Bueno, por mí pueden formular los juicios que quieran —dijo Wilt— siempre que me dejen a mí fuera de ellos. Declino toda responsabilidad por cualquier tipo de film realizado en mi departamento, y si algún maníaco decide sodomizar a un cocodrilo, eso es asunto suyo, no mío. Yo nunca quise todas esas cámaras de televisión y vídeo que nos endosaron. Cuesta una fortuna utilizarlas y siempre hay algún estúpido que rompe algo.

—Primero tendrían que haberle roto algo a quien sea que lo haya filmado, digo yo —dijo el subdirector—. De todas maneras, el comité quiere verle a usted en el Aula 80 a las seis, y le aconsejo que investigue qué demonios ha pasado antes de que ellos comiencen a hacerle preguntas.

Wilt regresó cansinamente a su oficina tratando desesperadamente de adivinar cuál de los lectores de su departamento era un zoófilo, un seguidor del bestialismo cinematográfico nouvelle vague y un completo chiflado. Pasco estaba evidentemente loco como resultado, en opinión de Wilt, de catorce años de continuo esfuerzo para conseguir que los instaladores de gas apreciasen las sutilezas lingüísticas de Finnegan’s Wake. Pero aunque había pasado dos veces su año sabático en el hospital psiquiátrico local, era relativamente amable, y demasiado torpe para utilizar una cámara de cine, y en cuanto a los cocodrilos… Wilt renunció y se dirigió a la sala de audiovisuales para consultar el registro.

—Estoy buscando a un cretino integral que ha hecho una película sobre cocodrilos —le dijo a Mr. Dobble, el encargado del material. Mr. Dobble lanzó un bufido.

—Llega usted un poco tarde. El director ha interceptado la película y está organizando un escándalo espantoso. Y no se lo reprocho, fíjese. Le dije a Mr. Macaulary cuando el film volvió del revelado: «Pornografía de mierda, eso es lo que es, y se atreven a pasarla por los laboratorios. Pues yo no dejo que la película salga de aquí hasta que haya sido repasada de cabo a rabo». Eso es lo que dije y lo sigo diciendo.

—Repasado es la palabra exacta —dijo Wilt cáusticamente—. ¿Y supongo que no se le ocurrió a usted enseñarme el film antes de que le llegase al director?

—Bueno, usted no tiene control sobre los tarados de su departamento, ¿no es verdad, Mr. Wilt?

—¿Y cuál es el tarado que ha realizado esta película en particular?

—Yo no soy de los que mencionan nombres, pero le diré esto: Mr. Bilger sabe de este asunto más de lo que parece.

—¿Bilger? Ese cabrón. Sabía que estaba políticamente tocado, ¿pero para qué coño habrá querido hacer una película como ésta?

—No diré una palabra más —dijo Mr. Dobble—, no quiero problemas.

—Yo sí —aseguró Wilt, y salió en busca de Bill Bilger.

Lo encontró en la sala de profesores tomando café y en profunda dialéctica con su acólito, Joe Stoley, del departamento de Historia. Bilger estaba argumentando que una verdadera conciencia proletaria sólo se podría lograr desestabilizando la jodida infraestructura lingüística de la jodida hegemonía de un jodido estado fascista.

—Eso es jodido Marcuse —dijo Stoley, siguiendo a Bilger con cierta inseguridad por la cloaca semántica de la desestabilización.

—Y esto es Wilt —dijo Wilt—. Si su discusión sobre el milenarismo puede esperar un momento, me gustaría hablar con usted.

—No pienso encargarme de ninguna otra clase —dijo Bilger, adoptando el estilo del discurso sindical—. No me toca hacer sustituciones, como debe usted saber.

—No le estoy pidiendo que haga ningún trabajo extra. Le estoy pidiendo simplemente que tengamos unas palabras en privado. Me doy cuenta de que estoy infringiendo su inalienable derecho, como individuo libre en un estado fascista, a buscar la felicidad exponiendo sus opiniones, pero me temo que el deber nos llama.

—Lo que es a mí, no me llama, tío —dijo Bilger.

—Ya. Pero a mí sí —dijo Wilt—. Estaré en mi oficina dentro de cinco minutos.

—Conmigo no cuente —oyó Wilt que decía Bilger mientras se dirigía hacia la puerta.

Pero Wilt sabía que no era verdad. Estaba fanfarroneando y adoptando una pose para impresionar a Stoley, pero a Wilt le quedaba la sanción de alterar el horario, de manera que Bilger comenzase la semana el lunes a las nueve con Impresores III, y terminase el viernes por la tarde a las ocho con los Cocineros IV de media jornada. Era prácticamente la única sanción de que disponía, pero era notablemente efectiva. Mientras esperaba, consideró la táctica a seguir y la composición del Comité de Educación. Seguro que Mrs. Chatterway iba a estar allí defendiendo hasta el final su progresista opinión de que los delincuentes juveniles eran seres humanos cariñosos que sólo necesitaban algunas palabras simpáticas para dejar de atizar en la cabeza a las ancianas. A su derecha, el consejero Blighte Smythe que, si tenía la menor oportunidad, instauraría de nuevo la horca para los cazadores furtivos y, probablemente, el gato de nueve colas para los parados. Entre esos dos extremos se encontraban el director —que odiaba sobre todas las cosas que algo o alguien trastornase sus pausados métodos—, el delegado de Educación, que odiaba al director, y finalmente Mr. Squidley, un constructor local para quien los Estudios Liberales eran una maldición y una estúpida pérdida de tiempo cuando lo que tendrían que hacer esos gamberros de mierda es trabajar de sol a sol subiendo carretillas de ladrillos por una escalera. En resumen, la perspectiva de enfrentarse con el Comité de Educación era siniestra. Tendría que manejarlos con mucho tacto.

Pero primero estaba Bilger. Llegó diez minutos después y entró sin llamar.

—¿Y bien? —preguntó, sentándose y mirando a Wilt de mal humor.

—Pensé que sería mejor tener esta charla en privado —dijo Wilt—. Sólo quería saber algo de la película que usted hizo con un cocodrilo. Tengo que decir que suena de lo más atrevido. Si todos los profesores de Estudios Liberales aprovechasen las facilidades que proporcionan las autoridades locales a tal efecto…

Dejó la frase sin terminar en un tono de tácita aprobación. La hostilidad de Bilger se suavizó.

—La única manera de conseguir que las clases trabajadoras comprendan cómo están manipuladas por los mass media es empujarlas a hacer sus propias películas. Eso es lo que yo hago.

—En efecto —dijo Wilt—. ¿Y empujarlas a filmar a alguien dando por el culo a un cocodrilo las ayuda a desarrollar una conciencia proletaria, trascendiendo los falsos valores que les han sido inculcados por una jerarquía capitalista?

—Exacto, tío —dijo Bilger, entusiasmado—; esas bestias simbolizan la explotación.

—La burguesía devorando su propia conciencia, por decirlo así.

—Usted lo ha dicho —contestó Bilger, mordiendo el anzuelo.

Wilt le miró con estupefacción.

—¿Y con qué clases ha realizado usted este… trabajo de campo?

—Ajustadores y Torneros II. Encontramos el cocodrilo en Nott Road y…

—¿En Nott Road? —dijo Wilt, tratando de hacer cuadrar lo que sabía de la calle con cocodrilos dóciles y presumiblemente homosexuales.

—Bueno, también es la calle de los teatros —dijo Bilger, calentándose cada vez más—. La mitad de la gente que vive allí también necesita liberarse.

—Probablemente sí, pero a mí no se me habría ocurrido que animarles a sodomizar cocodrilos sería para ellos una experiencia liberadora. Supongo que como ejemplo de la lucha de clases…

—¡Oiga! —dijo Bilger—. Creí que había dicho que había visto la película.

—No exactamente. Pero me han llegado noticias de su polémico contenido. Alguien me dijo que era casi un Buñuel.

—¿De verdad? Bueno, lo que hicimos fue conseguir un cocodrilo de juguete, ¿sabe usted? De esos en que los niños ponen unas monedas para después montarse encima…

—¿Un cocodrilo de juguete? ¿Quiere decir que en realidad no utilizaron un cocodrilo vivo?

—Claro que no. ¿Quién iba a ser tan bobo para engancharse a un cocodrilo de verdad? Podría haberle mordido.

—¿Podría? —dijo Wilt—. Yo hubiera apostado a que cualquier cocodrilo que se respete… Pero en fin, continúe.

—Así que uno de los chicos se subió sobre ese juguete de plástico y le filmamos haciéndolo.

—¿Haciéndolo? Seamos precisos. ¿Quiere usted decir sodomizándolo?

—Más o menos —dijo Bilger—. Él no se sacó la pija ni nada de eso. No tenía dónde meterla, por otra parte. Todo lo que hizo fue simular que le daba por el culo a la cosa. De ese modo sodomizaba simbólicamente a todo el reformismo capitalista del estado del bienestar.

—¿Bajo la forma de un cocodrilo basculante? —preguntó Wilt.

Se recostó en su silla y se preguntó una vez más cómo era posible que un hombre supuestamente inteligente como Bilger, que después de todo había ido a la universidad y era un graduado, podía creer a estas alturas que el mundo sería un lugar mejor cuando todas las clases medias hubiesen sido puestas ante el paredón y fusiladas. Parecía que nadie aprendía nada del pasado. Bien, pues el gilipollas de Bilger iba a aprender algo del presente. Wilt puso los codos sobre la mesa.

—Dejemos esto claro de una vez por todas —prosiguió—. ¿Considera usted decididamente que enseñar a los aprendices la sodomización marxista-leninista-maoísta del cocodrilo forma parte de sus deberes como profesor de Estudios Liberales?

La hostilidad de Bilger resurgió.

—Éste es un país libre, y tengo derecho a expresar mis opiniones personales. Usted no puede impedírmelo.

Wilt sonrió ante aquellas espléndidas contradicciones.

—¿Es que trato de hacerlo? —preguntó inocentemente—. Puede que usted no lo crea, pero estoy dispuesto a proporcionarle una plataforma para que las exponga completa y públicamente.

—Ése será un gran día —dijo Bilger.

—Lo es, camarada Bilger, créame, lo es. El Comité de Educación se reúne a las seis. El delegado de Educación, el director, el consejero Blighte-Smythe…

—Ese cerdo militarista. ¿Qué sabe ése sobre educación? Sólo porque le dieron la Cruz Militar en la guerra piensa que puede pisotearle la cara a la clase trabajadora.

—Lo cual, considerando que tiene una pierna de madera, no dice mucho de la opinión de usted sobre el proletariado, ¿verdad? —dijo Wilt, encelándose—. Primero alaba usted a la clase trabajadora por su inteligencia y solidaridad; luego reconoce que son tan burros que no pueden distinguir sus propios intereses de un anuncio de jabón en la televisión, y ahora me dice usted que un hombre que ha perdido una pierna puede pisotearles a todos. Oyéndole a usted más bien parecen subnormales.

—Yo no he dicho eso —dijo Bilger.

—No, pero ésa parece ser su actitud. Y si quiere expresarse más lúcidamente sobre el tema podrá hacerlo ante el comité a las seis. Estoy seguro de que estarán muy interesados.

—Yo no voy ante ningún comité ni qué puñetas. Conozco mis derechos y…

—Éste es un país libre, ya me lo ha dicho antes. Otra espléndida contradicción, y teniendo en cuenta que este país le permite andar por ahí induciendo a aprendices adolescentes a simular que joden con cocodrilos de juguete, yo diría que, resumiendo, es una jodida sociedad. A veces desearía que viviéramos todos en Rusia.

—Ellos sabrían qué hacer con tipos como usted, Wilt —dijo Bilger—. Usted es sólo un cerdo reformista desviacionista.

—Desviacionista, ésa sí que es buena, viniendo de usted —exclamó Wilt—. Y, con sus leyes draconianas, en Rusia cualquiera que tuviera la idea de filmar a los ajustadores sodomizando cocodrilos acabaría rápidamente en Lubianka, y no saldría de allí hasta que le hubieran pegado un tiro en la nuca de su cabeza sin sesos. O eso, o le encerrarían en algún manicomio y probablemente usted sería el único interno que no estaría cuerdo.

—Muy bien, Wilt —gritó Bilger a su vez, saltando de la silla—. Se acabó. Puede que usted sea el director del departamento, pero si piensa que puede insultar a los profesores yo sé lo que tengo que hacer. Presentar una queja en el sindicato.

Se dirigió hacia la puerta.

—Eso es —aulló Wilt—. Corra a ver a su mamaíta colectiva y ya que está en ello, dígales que me ha llamado cerdo desviacionista. Les gustará.

Pero Bilger ya estaba fuera de la oficina y Wilt tenía el problema de encontrar alguna excusa plausible que ofrecer al comité. No es que le hubiera importado librarse de Bilger, pero ese idiota tenía mujer y tres niños, y no podía esperar ninguna ayuda de su padre, el contraalmirante Bilger. Era típico de esta especie de bufón intelectual radical el provenir de lo que se suele llamar una «buena familia».

Entretanto, tenía que acabar de preparar su clase de Inglés Avanzado para Extranjeros. Dios confunda a las Actitudes Liberales y Progresistas. De 1688 a 1978, casi trescientos años de historia inglesa comprimida en ocho lecciones, y todas ellas con la reconfortante suposición del doctor Mayfield de que el progreso es continuo y las actitudes liberales son de algún modo independientes del tiempo y del lugar. ¿Y qué me dicen del Ulster? Un montón de actitudes liberales fueron aplicadas allí en 1978. Y el Imperio no había sido exactamente un modelo de liberalismo. Lo más que se podía decir era que no había sido tan horriblemente sangriento como el Congo Belga o Angola. Pero claro, Mayfield era un sociólogo, y lo que sabía de historia era peligroso. No es que Wilt supiera mucho más. ¿Y qué decir del liberalismo inglés? Mayfield parecía pensar que los galeses, escoceses e irlandeses no habían existido o que, si lo hicieron, no habían sido liberales y progresistas.

Wilt sacó un bolígrafo y anotó algunas cosas. No tenían nada que ver en absoluto con el curso propuesto por Mayfield. Todavía estaba perdido en sus especulaciones cuando llegó la hora de comer. Bajó a la cantina y comió lo que llamaban curry con arroz, solo en una mesa, y volvió a su oficina con ideas frescas. Esta vez tenían que ver con la influencia del Imperio sobre Inglaterra. Curry, bacsbeesh, pukka, posh, polo, thug, eran palabras que se habían infiltrado en el idioma inglés desde avanzadas donde los antepasados de Wilt las habían dominado con una arrogancia y una autoridad que él encontraba difícil de imaginar. Fue distraído de estas especulaciones agradablemente nostálgicas por Mrs. Rosery, la secretaria del departamento, que vino a decirle que Mr. Germiston estaba enfermo y no podía dar Técnicos Electrónicos III, y que Mr. Laxton, su sustituto, había hecho un cambio con Mrs. Vaugard sin decírselo a nadie y que ella no estaba disponible porque tenía hora para el dentista y…

Wilt bajó las escaleras y entró en el barracón donde los Técnicos Electrónicos estaban sentados medio embobados por las cervezas del almuerzo en el pub.

—Bien —dijo, sentándose tras la mesa—. ¿Qué han hecho con Mr. Germiston?

—No le hemos tocado ni un pelo —dijo un joven pelirrojo de la primera fila—. No vale la pena. Un puñetazo en el hocico…

—Lo que quiero decir —dijo Wilt antes de que el pelirrojo pudiera entrar en detalles de lo que le pasaría a Germiston en una pelea— es de qué tema les ha estado hablando este trimestre.

—De dar por el culo a los morenos —dijo otro técnico.

—No literalmente, supongo —dijo Wilt, esperando que esta ironía no condujese a una discusión sobre el sexo interracial—. ¿Se refiere a las relaciones entre razas distintas?

—Me refiero a una mierda. Eso es a lo que me refiero. Negros, mestizos, extranjeros, todos esos cabrones que vienen aquí y les quitan el trabajo a tipos blancos decentes. Lo que digo es…

Pero fue interrumpido por otro TE III.

—No escuche lo que dice. Joe es miembro del Frente Nacional.

—¿Y qué tiene eso de malo? —preguntó Joe—. Nuestra política es mantener…

—Nada de políticas —dijo Wilt—, ésa es mi política y pienso atenerme a ella. Lo que usted diga fuera es asunto suyo, pero en el aula hablaremos de otras cosas.

—Ya, bueno. Tendría que decirle eso al viejo Germen-Pistón. Se pasa todo el tiempo diciéndonos que tenemos que ser buenos cristianos y amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos. Pues si él viviera en nuestra calle lo vería de otro modo. Tenemos un montón de jamaicanos dos puertas más allá que tocan bongos y cacerolas hasta las cuatro de la mañana. Si el viejo Germy sabe cómo hay que amar a esa tribu toda la jodida noche, es que debe de estar sordo como una tapia.

—Podríais pedirles que hagan menos ruido o que paren a las once —dijo Wilt.

—¿Qué? ¿Y que te claven una navaja en las tripas? Usted bromea.

—Pues entonces, la policía…

Joe le miró con incredulidad.

—Hay un tipo, cuatro puertas más allá, que avisó a la pasma, y ¿sabe usted lo que le pasó?

—No —dijo Wilt.

—Dos días más tarde se encontró los neumáticos de su coche a tiras. Eso es lo que le pasó. ¿Y cree usted que a los polis les interesó la noticia? A ellos se la trae floja.

—Bueno, me doy cuenta de que tienen ustedes un problema —tuvo que admitir Wilt.

—Sí, tío, y también sabemos cómo resolverlo —dijo Joe.

—Pero no lo vais a resolver enviándoles de vuelta a Jamaica —dijo el técnico que era anti Frente Nacional—. En cualquier caso, los de tu calle no eran de allí. Nacieron en Brixton.

—En la mierda de Brixton, si quieres saber mi opinión.

—Lo que te pasa es que estás lleno de prejuicios.

—Así estarías tú si no hubieras podido echar una cabezada en un mes.

La batalla seguía al rojo vivo y Wilt, mientras tanto, contemplaba el aula. Estaba exactamente tal como la recordaba de sus viejos tiempos. A los aprendices se les provocaba y luego se les dejaba hacer, simplemente dejando caer algún comentario provocador para que se enzarzaran en otra discusión cuando el debate flaqueaba. Y era a estos mismos aprendices a quienes los Bilger de este mundo querían imbuir conciencia política, como si fueran ocas proletarias a las que hubiera que cebar para producir un paté de foie-gras totalitario.

Pero los Técnicos Electrónicos III ya se habían desentendido de las razas y habían pasado a discutir la Final de la Copa del año anterior. Parecían tener sentimientos más apasionados para el fútbol que para la política. Cuando terminó la hora, Wilt los dejó allí y se dirigió al auditorio, donde tenía que dar su conferencia a los Extranjeros Avanzados. Comprobó con horror que la sala estaba atestada. El doctor Mayfield había tenido razón al decir que el curso era popular, y enormemente rentable. Observando las filas, Wilt tomó nota mentalmente de que se iba a dirigir con toda probabilidad a varios millones de libras en pozos de petróleo, acerías, astilleros e industrias químicas, esparcidas desde Estocolmo a Tokio, vía Arabia Saudita y el Golfo Pérsico. Bien, esa gente había venido a aprender cosas sobre Inglaterra y él tenía que darles aquello por lo que habían pagado.

Wilt subió al estrado, ordenó sus escasas notas, dio unos golpecitos en el micrófono, que provocaron enormes ruidos en los altavoces del fondo, y comenzó su lección.

—Puede que sea una sorpresa para aquellos de ustedes procedentes de sociedades más autoritarias el que yo tenga intención de ignorar el título de la serie de lecciones que se supone debo darles, a saber, el Desarrollo de las Actitudes Liberales y Progresistas en la Sociedad Inglesa desde 1688 hasta nuestros días, y que me concentre en cambio en el problema más esencial (por no decir el enigma) de lo que constituye la naturaleza de lo inglés. Es un problema que ha desconcertado a las más agudas mentes extranjeras durante siglos, y no tengo la menor duda de que también les desconcierta a ustedes. Tengo que admitir que yo mismo, aun siendo inglés, sigo desorientado ante este tema y no tengo ninguna razón para suponer que al final de estas lecciones el asunto estará más claro en mi mente de lo que está ahora.

Wilt hizo una pausa y miró a su auditorio. Las cabezas estaban inclinadas sobre los cuadernos y los bolígrafos se movían sin parar. Era lo que él había esperado. Ellos escribirían con gran aplicación todo lo que les dijera, con la misma falta de reflexión que los grupos a los que había dado esta clase anteriormente; pero entre ellos podía haber una persona que se plantease preguntas sobre lo que iba a decir. Esta vez les iba a dar a todos materia sobre la que plantearse preguntas.

—Comenzaré con una lista de libros que son de lectura obligada, pero antes quiero llamar su atención sobre un ejemplo de lo inglés que pretendo explorar. Y es que he decidido ignorar el tema que se supone debo enseñarles, y he tomado otro tema de mi elección. También me estoy limitando a Inglaterra e ignorando Gales, Escocia y lo que popularmente se conoce como Gran Bretaña. Sé menos acerca de Glasgow que acerca de Nueva Delhi, y los habitantes de esos lugares se sentirían insultados si los incluyera entre los ingleses. En particular, evitaré hablar de los irlandeses. Están totalmente fuera del alcance de mi capacidad de comprensión como inglés, y los métodos que emplean para resolver sus disputas no es que me convenzan. Sólo repetiré lo que dijo Metternich sobre Irlanda (creo que fue él): que es la Polonia de Inglaterra.

Wilt se detuvo de nuevo para permitir que la clase tomase notas totalmente incoherentes. Le sorprendería muchísimo que los sauditas hubieran oído hablar alguna vez de Metternich.

—Y ahora la lista de libros. El primero es El viento en los juncos de Kenneth Grahame. Hace la más fina descripción de las aspiraciones y actitudes de la clase media inglesa que se puede encontrar en la literatura inglesa. Se darán cuenta de que trata exclusivamente de animales, y que esos animales son todos machos. Las únicas mujeres del libro son personajes secundarios; una es barquera y las otras, la hija de un carcelero y su tía, y estrictamente hablando son irrelevantes. Los personajes principales son una rata de agua, un topo, un tejón y un sapo. Ninguno de ellos está casado ni muestra el más ligero interés por el sexo opuesto. Aquellos de ustedes que vengan de climas más tórridos o que hayan dado una vuelta por el Soho pueden encontrar sorprendente esta falta de motivación sexual. Sólo puedo decirles que su ausencia concuerda perfectamente con los valores de la vida familiar de la clase media en Inglaterra. A aquellos de ustedes que no se contenten con aspiraciones y actitudes y quieran estudiar el tema con una mayor profundidad, aunque de carácter más lujurioso, puedo recomendarles algunos de los periódicos diarios, en particular los del domingo. El número de niños de coro violados indecentemente cada año por vicarios y sacristanes puede inducirles a suponer que Inglaterra es un país profundamente religioso. Yo me inclino por la opinión sostenida por algunos de que…

Pero cualquiera que fuese la opinión ante la que Wilt pensaba inclinarse, la clase nunca la conoció. Se detuvo en mitad de la frase, y se quedó mirando hacia abajo, a un rostro de la tercera fila. Irmgard Müller era alumna suya. Peor todavía, le estaba mirando con una curiosa intensidad y no se había molestado en tomar ninguna nota. Wilt la miró a su vez, y luego miró sus propias notas y trató de pensar qué decir a continuación. Pero todas las ideas que había ensayado tan irónicamente se le hablan desintegrado. Por primera vez en una larga carrera de improvisación, Wilt se quedó mudo. Se quedó aferrado a la tribuna con manos húmedas y miró el reloj. Tenía que decir algo en los próximos cuarenta minutos, algo intenso y serio y… sí, incluso significativo. Ese odiado término de su susceptible juventud subió hasta la superficie. Wilt hizo un esfuerzo por ponerse duro.

—Como iba diciendo —tartamudeó justo cuando sus oyentes comenzaban a cuchichear entre ellos—, ninguno de los libros que he recomendado puede hacer algo más que arañar la superficie del problema de ser inglés… o, más bien, de conocer la naturaleza del inglés.

Durante la media hora siguiente fue lanzando frases deslabazadas una tras otra, y finalmente acabó murmurando algo acerca del pragmatismo mientras reunía sus notas y terminaba la lección. Estaba bajando del estrado cuando Irmgard se levantó de su asiento y se le acercó.

—Señor Wilt —dijo—, quiero decirle lo interesante que he encontrado su clase.

—Muy amable de su parte —dijo Wilt, disimulando su pasión.

—Me ha interesado en particular el tema de que el sistema parlamentario sólo es aparentemente democrático. Es usted el primer profesor que hemos tenido que ha puesto el problema de Inglaterra en el contexto de la realidad social y la cultura popular. Ha sido muy instructivo.

Era un Wilt iluminado el que salió flotando del auditorio y escaleras arriba hasta su oficina. Ahora no podía haber ninguna duda. Irmgard no era simplemente guapísima. Era también fabulosamente inteligente. Y Wilt había encontrado la mujer perfecta veinte años demasiado tarde.