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Pero si los temores de Wilt eran prematuros, no tardaron mucho en confirmarse. Estaba sentado un sábado por la tarde en el Piagetory, pabellón de verano al final del jardín en el que Eva había intentado originalmente practicar juegos conceptuales con «las chiquititas», una frase que Wilt detestaba particularmente, cuando cayó la primera bomba.

No fue tanto una bomba como una revelación. El pabellón era un lugar agradablemente recóndito, entre viejos manzanos y con un emparrado de clemátides y rosas trepadoras que le escondían del resto del mundo, y también a Wilt de Eva, cuando aquél se dedicaba al consumo de cerveza de fabricación casera. Dentro había colgadas plantas secas. A Wilt no le gustaban las hierbas, pero las prefería en su forma colgante que en las horribles infusiones que a veces Eva trataba de endosarle, y parecían tener la ventaja adicional de mantener a distancia a las moscas del montón de estiércol. Podía sentarse allí mientras el sol salpicaba la hierba de alrededor y sentirse relativamente en paz con el mundo, y cuanta más cerveza bebía, mayor era la paz. Wilt estaba orgulloso de los efectos de su cerveza. La elaboraba en un cubo de la basura de plástico, y a veces la reforzaba con vodka antes de embotellarla en el garaje. Después de tres botellas, incluso el escándalo de las cuatrillizas remitía en cierto modo y llegaba a ser casi natural; un coro de lloriqueos, chillidos y risas, generalmente maliciosas, cuando alguna se caía del columpio, pero al menos distante. E incluso esa distracción estaba ausente aquella tarde. Eva se las había llevado al ballet con la esperanza de que un contacto precoz con Stravinsky convertiría a Samantha en una segunda Margot Fonteyn. Wilt tenía sus dudas acerca de Samantha y Stravinsky. En su opinión, el talento de su hija era más adecuado para la lucha libre, y el genio de Stravinsky estaba sobreestimado. Tenía que estarlo, si Eva lo aprobaba. Los gustos de Wilt iban más bien de Mozart a Mugsy Spanier, un eclecticismo que Eva no podía entender, pero que le permitía molestarla, pasando de una sonata para piano con la que ella estaba disfrutando, al jazz de los años veinte, que Eva detestaba.

En cualquier caso, aquella tarde no tenía necesidad de utilizar el magnetofón. Bastaba con sentarse en el pabellón de verano y saber que, aunque las cuatrillizas le despertasen a las cinco de la mañana siguiente, después podría quedarse en la cama hasta las diez. Estaba destapando justamente la cuarta botella de su cerveza reforzada, cuando su mirada captó una figura en el balcón de madera del dormitorio del piso de arriba. La mano de Wilt soltó la botella y un momento después tanteaba para alcanzar los gemelos que Eva había comprado para hacer de ornitóloga. Los enfocó sobre la figura a través de una brecha entre las rosas y se olvidó de la cerveza. Toda su atención estaba concentrada en Miss Irmgard Müller.

La joven estaba de pie, mirando al campo que había más allá de los árboles, y, desde donde estaba mirándola, Wilt tenía una vista de sus piernas particularmente interesante. No se podía negar que eran unas piernas estupendas. De hecho, unas piernas asombrosamente bien hechas, y los muslos… Wilt se movió, encontró fascinantes sus pechos semiocultos bajo una blusa color crema, y finalmente llegó hasta su cara. Allí se quedó. No era que Irmgard —Miss Müller y esa maldita inquilina se convirtieron instantáneamente en nombres del pasado— fuese una joven atractiva. Wilt se había topado con jóvenes atractivas en la Escuela durante demasiados años, jóvenes que le habían lanzado miradas insinuantes y habían dejado las piernas distraídamente separadas, para no haber desarrollado suficientes anticuerpos sexuales con los que luchar contra sus encantos juveniles. Pero Irmgard no era juvenil. Era una mujer, una mujer de unos veintiocho años, una mujer guapísima con unas piernas extraordinarias, con pechos discretos y firmes, «no mancillados por la lactancia» fue la frase que surgió inmediatamente en la mente de Wilt, con caderas bien dibujadas, incluso las manos que agarraban la barandilla del balcón eran de algún modo delicadamente fuertes, con dedos afilados, ligeramente tostados como por el sol de medianoche. La mente de Wilt se perdió en metáforas sin significado, muy alejadas de los guantes de goma de Eva, de los pliegues de su vientre deteriorado por la maternidad, de las tetas que caían sobre sus fláccidas caderas, y toda la erosión física de veinte años de vida matrimonial. Se encontró brutalmente prendado de esa espléndida criatura, pero sobre todo de su cara.

El rostro de Irmgard no era simplemente bello. A pesar de la cerveza, Wilt habría podido resistir el magnetismo de la mera belleza. Lo que le derrotó fue la inteligencia de su rostro. De hecho, en aquella cara había imperfecciones, desde un punto de vista meramente físico. En primer lugar, era demasiado enérgica, la nariz era un poco respingona para resultar comercialmente perfecta, y la boca demasiado generosa, pero tenía personalidad. Era personal, inteligente, madura, sensible, reflexiva… Wilt renunció con desesperación a hacer la suma, y en eso estaba cuando le pareció que Irmgard dirigía sus dos ojos adorables hacia él, o al menos hacia sus gemelos, y que una sonrisa sutil aparecía en sus turgentes labios. Luego se dio la vuelta y entró de nuevo en la casa. Wilt abandonó los gemelos y asió la botella de cerveza como en trance. Lo que acababa de ver había cambiado su concepto de la vida.

Ya no era el director de Estudios Liberales, casado con Eva, padre de cuatro repulsivas y pendencieras niñas, ni tenía treinta y ocho años. Tenía de nuevo veintiuno, y era un joven brillante y esbelto que escribía poesía y nadaba en el río las mañanas de verano, y cuyo futuro estaba henchido de promesas cumplidas. Ya era un gran escritor. El hecho de que ser un escritor implicase escribir era totalmente irrelevante. Lo que importaba era ser un escritor, y Wilt, a los veintiuno, ya hacía mucho que había decidido su futuro leyendo a Proust y Gide, y luego libros sobre Proust y Gide y libros sobre libros sobre Proust y Gide, hasta que pudo tener una imagen de sí mismo a los treinta y ocho que le producía una deliciosa angustia de anticipación. Rememorando esos instantes, sólo podía compararlos con el sentimiento que ahora tenía cuando salía de la clínica dental sin que hubiera sido necesario ningún empaste. En un plano intelectual, naturalmente. En el espiritual, se veía en habitaciones llenas de humo y forradas de corcho, páginas y páginas de ilegible pero maravillosa prosa se desparramaban y casi revoloteaban sobre su mesa, en alguna calle deliciosamente anónima de París. O en un dormitorio de paredes blancas sobre sábanas blancas, enlazado con una mujer bronceada mientras el sol brillaba a través de las persianas, espejeando sobre el techo desde el mar azul, en algún lugar cerca de Hyéres. Wilt había degustado todos esos placeres por adelantado a los veintiuno. Fama, fortuna, la modestia de la grandeza, las palabras justas saliendo de su boca sin esfuerzo junto a la botella de absenta, alusiones lanzadas, recogidas y relanzadas como dardos, y la intensa vuelta a casa a través de las desiertas calles de Montparnasse, al alba.

Casi la única cosa que Wilt había rehusado de sus plagiados maestros Proust y Gide habían sido los niños; los niños y los cubos de basura de plástico. No es que pudiera imaginarse a Gide practicando la sodomía mientras elaboraba cerveza, y no digamos en un cubo de basura de plástico. El muy maricón era probablemente abstemio. Tenía que tener algún defecto para compensarlo con los niños. Así que Wilt le había birlado Frieda a Lawrence, con la esperanza de no coger la tuberculosis, y la había dotado de un temperamento más dulce. Juntos yacieron sobre la arena haciendo el amor, mientras las pequeñas olas del mar azul rompían sobre los dos en una playa desierta. Ahora que pensaba en ello, debía de haber sido en la época en que vio De aquí a la eternidad, y Frieda se parecía tanto a Deborah Kerr. Lo principal era que ella se había mostrado fuerte y firme y en armonía, si no con el infinito como tal, sí con las infinitas variaciones de la particular lujuria de Wilt. Sólo que no había sido lujuria. Ésa era una palabra demasiado indiferente para las sublimes contorsiones que Wilt había imaginado. En cualquier caso, ella había sido una especie de musa sexual, más sexo que musa, pero alguien a quien había podido confiar sus más profundas reflexiones sin que le preguntase quién era ese Rochefu… lo-que-sea, lo cual era estar mucho más cerca de una musa de lo que Eva había estado nunca. Y ahora, mírenle, emboscado en un maldito Spockery, emborrachándose hasta tener barriga de bebedor de cerveza para lograr un olvido transitorio gracias a algo que pretende ser cerveza y que ha fabricado en un cubo de basura de plástico. Era el plástico lo que podía con Wilt. Al menos un cubo de basura era apropiado para ese brebaje si hubiera tenido la dignidad de ser de metal. Pero no, incluso ese leve consuelo le estaba vedado. Lo había intentado una vez y había estado a punto de envenenarse. Daba igual. Los cubos de basura no tenían importancia y lo que acababa de ver era su Musa. Wilt dotó a la palabra de una M mayúscula por primera vez en diecisiete decepcionantes años, y en seguida le echó la culpa de este lapsus a la maldita cerveza. Irmgard no era una musa. Era probablemente una estúpida y seductora bruja cuyo Vater era Lagermeister[2] de Colonia y poseía cinco Mercedes. Se levantó y se dirigió a la casa.

Cuando Eva y las cuatrillizas volvieron del teatro le encontraron sentado con aire moroso frente al televisor, contemplando ostensiblemente el fútbol, pero ardiendo interiormente de indignación por las sucias tretas que la vida había empleado con él.

—Ahora, mientras yo preparo la cena —dijo Eva—, enseñadle a papá cómo bailaba aquella señora.

—Era tan guapa, papi —dijo Penelope—, hacía así, y luego estaba ese hombre y él…

Wilt tuvo que asistir a una representación de La consagración de la primavera por cuatro niñas patosas que, en cualquier caso, no habían entendido nada de la historia, y que ensayaban por turnos el pas-de-deux saltando del brazo de su sillón.

—Sí, bueno, por vuestra actuación puedo ver que tiene que haber sido brillante —dijo Wilt—. Ahora, si no os importa, quiero ver quién ha ganado…

Pero las cuatrillizas no se dieron por aludidas y continuaron lanzándose a través de la habitación hasta que Wilt se vio obligado a buscar refugio en la cocina.

—Nunca llegarán a nada si no te interesas por su forma de bailar —dijo Eva.

—Para mí está claro que no llegarán a ninguna parte de todos modos, y si tú llamas bailar a eso que hacen, yo no. Es como ver a unos hipopótamos tratando de volar. Son capaces de hundir el techo si no las vigilas.

Pero fue Emmeline la que se golpeó la cabeza con el guardafuego, y Wilt tuvo que ponerle mercromina en la herida. Para completar las desdichas de la noche, Eva anunció que había invitado a los Nye después de la cena.

—Quiero hablar con él acerca del retrete orgánico. No está funcionando bien.

—No creo que estén hechos para eso —dijo Wilt—. Ese horror es sólo una versión ilustrada de la fosa séptica, y todas las fosas sépticas apestan.

—No apesta, tiene olor a estiércol, eso es todo, pero no produce suficiente gas para cocinar, y John dijo que lo produciría.

—En mi opinión produce suficiente gas para convertir el retrete de abajo en una cámara de la muerte. Uno de estos días algún pobre infeliz va a encender un cigarrillo, y entonces la explosión nos mandará a todos a mejor vida.

—Lo que pasa es que estás predispuesto contra la Sociedad Alternativa en general —dijo Eva—. ¿Y quién era el que se quejaba continuamente cuando yo usaba el desinfectante químico para el váter? Tú, y no digas que no.

—Ya tengo suficientes problemas con la sociedad tal como es para complicarme la existencia con una sociedad alternativa y, ya que estamos en ello, tiene que haber una alternativa a envenenar la atmósfera con metano y esterilizarla con Harpic. Francamente, diría que el Harpic tenía algo en su favor. Al menos podía hacer desaparecer la maldita sustancia tirando de la cadena. Desafío a cualquiera a que haga desaparecer el asqueroso digeridor de mierda de Nye, si no es con dinamita. No es más que una tubería de evacuación incrustada de excrementos, con un tonel al final.

—Así tiene que ser si quieres devolver a la tierra la esencia natural.

—Y envenenar los alimentos —dijo Wilt.

—No, si la descomposición se hace correctamente. El calor mata todos los gérmenes antes de que lo vacíes.

—Yo no tengo la menor intención de vaciarlo. Tú eres quien ha hecho instalar ese estúpido artefacto, y puedes arriesgar tu vida en el sótano vaciándolo cuando esté lleno y a punto. Y no me eches a mí la culpa si los vecinos llaman otra vez a Sanidad.

Continuaron discutiendo hasta la cena. Luego Wilt llevó a acostar a las cuatrillizas y les leyó por enésima vez Mr. Gumpy. Cuando bajó por fin, ya habían llegado los Nye y estaban abriendo una botella de vino de ortigas con un sacacorchos alternativo que John Nye había fabricado con un viejo resorte de somier.

—Ah, hola Henry —dijo él, con esa brillante cordialidad casi religiosa que parecía afectar a todos los amigos de Eva pertenecientes al mundo Auto-Suficiente—. No es una mala cosecha, 1976, aunque sea yo quien lo diga.

—¿No fue el año de la sequía? —preguntó Wilt.

—Sí, pero hace falta algo más que una sequía para matar las ortigas. Son muy coriáceas.

—¿Las cultivaste tú mismo?

—No hay necesidad. Crecen silvestres en todas partes. Simplemente las recogimos a lo largo del camino.

Wilt pareció perplejo:

—¿Te importaría decir en qué parte del camino cosechaste este cru en concreto?

—Según creo recordar, fue entre Ballingbourne y Umpston. De hecho, estoy seguro.

Sirvió un vaso y se lo tendió a Wilt.

—En ese caso, por mi parte no lo probaré —dijo Wilt, devolviéndole el vaso—. Vi cómo sembraban allí en 1976. Esas ortigas no crecieron orgánicamente. Fueron contaminadas.

—Pero si hemos bebido litros de ese vino —dijo Nye—, y no nos ha hecho ningún daño.

—Probablemente no sentiréis los efectos hasta los sesenta años —dijo Wilt—, y entonces será demasiado tarde. Es lo mismo que pasa con el flúor, como sabes muy bien.

Y habiendo dejado caer esta funesta advertencia, atravesó el salón, rebautizado como «la sala vital» por Eva, a quien encontró en profunda conversación con Bertha Nye sobre las alegrías y enormes responsabilidades de la maternidad. Como los Nye no tenían hijos y habían desplazado sus afectos hacia el humus, dos cerdos, una docena de gallinas y una cabra, Bertha estaba recibiendo las encendidas descripciones de Eva con una sonrisa estoica. Wilt le sonrió a su vez estoicamente, se dirigió errático hasta el pabellón de verano, y permaneció allí en la oscuridad mirando esperanzado hacia la ventana de arriba. Pero las cortinas estaban corridas. Wilt suspiró pensando en lo que habría podido ser y no fue, y volvió a la casa para oír lo que John Nye tenía que decir sobre su retrete orgánico.

—Para producir metano hay que mantener una temperatura constante y, desde luego, iría bien que tuvierais una vaca.

—Oh, no creo que pudiéramos tener una vaca aquí —dijo Eva—, quiero decir que no tenemos terreno y…

—No te imagino levantándote cada mañana a las cinco para ordeñarla —dijo Wilt, decidido a abortar la siniestra posibilidad de que el 9 de Willington Road se convirtiese en una granja en miniatura. Pero Eva había vuelto ya al problema de la conversión del metano.

—¿Y cómo haces para calentarlo? —preguntó.

—Siempre podéis instalar placas solares —dijo Nye—. Todo lo que se necesita son varios radiadores viejos pintados de negro y rodeados de paja; se hace pasar agua por ellos mediante una bomba…

—No quisiera yo hacer eso —dijo Wilt—. Necesitaríamos una bomba eléctrica, y, con la crisis de energía, tendría escrúpulos morales por usar la electricidad.

—No necesitas gastar demasiada —dijo Bertha—, y siempre puedes hacer funcionar la bomba mediante un rotor Savonius. Lo que te hace falta son dos grandes tambores…

Wilt volvió a sumergirse en sus ensoñaciones privadas, despertando sólo para preguntar si había alguna manera de librarse del pestilente olor del retrete de abajo, una pregunta calculada para distraer la atención de Eva de los rotores Savorius, fueran lo que fueran.

—No se puede tener todo, Henry —dijo Nye—. El que no derrocha no ambiciona es un antiguo lema, pero aún tiene validez.

—Yo lo que quiero es eliminar esa peste —dijo Wilt—, y si no podemos producir suficiente metano para encender el piloto de la cocina de gas sin convertir el jardín en un corral, no le veo mucho sentido a perder el tiempo apestando la casa.

El problema seguía sin resolver cuando los Nye se fueron.

—Vaya, tengo que decir que no estuviste muy constructivo —dijo Eva mientras Wilt comenzaba a desnudarse—. La idea de esos radiadores solares me parece muy razonable. Podríamos ahorrarnos todos los recibos de agua caliente en verano y si lo único que se necesita son algunos radiadores viejos y pintura…

—Y algún maldito cretino que los sujete en el tejado. Olvídalo. Conociendo a Nye, si es él quien los instala se caerán al primer temporal y aplastarán a alguien abajo y, en cualquier caso, con los veranos que hemos tenido últimamente tendremos suerte si no hemos de calentar agua y hacerla pasar por ellos para impedir que se congelen, exploten e inunden el apartamento de arriba.

—Hay que ver qué pesimista eres —dijo Eva—. Siempre ves el lado malo de las cosas. ¿Por qué no puedes ser positivo por una vez en tu vida?

—Soy un acendrado realista —dijo Wilt—. De la experiencia he aprendido a esperar siempre lo peor. Y si sucede lo mejor, yo encantado.

Se tumbó en la cama y apagó la lámpara de su lado. Para cuando Eva se tendió en la cama junto a él, ya estaba fingiendo dormir. Los sábados por la noche tendían a ser lo que Eva llamaba Noches de Unión, pero Wilt estaba enamorado y sus pensamientos eran todos para Irmgard. Eva leyó otro capítulo sobre la producción de estiércol, y luego apagó la luz con un suspiro. ¿Por qué no podía Henry ser aventurero y emprendedor como John Nye? Oh, bueno, ya harían el amor por la mañana.

Pero cuando ella despertó, se encontró con el otro lado de la cama vacío. Por primera vez, que ella recordara, Henry se había levantado a las siete un domingo por la mañana sin que le hubieran arrancado de la cama las cuatrillizas. Probablemente estaba abajo, preparándole un té. Eva se dio la vuelta y se volvió a dormir.

Wilt no estaba en la cocina. Estaba paseando por el sendero del río. La mañana era luminosa, con una luz otoñal, y el río brillaba. Una ligera brisa agitaba los sauces y Wilt estaba solo con sus pensamientos y sus sentimientos. Como de costumbre, sus pensamientos eran sombríos, mientras que sus sentimientos tendían a expresarse en verso. A diferencia de la mayoría de los poetas modernos, Wilt no se expresaba en verso libre. Sus versos tenían medida y rimaban. O por lo menos lo habrían hecho si hubiera encontrado algo que rimase con Irmgarda. Casi la única palabra que le venía a la mente era buharda. Luego estaban albarda, lombarda, avutarda y petarda. Ninguna parecía adecuarse a la delicadeza de sus sentimientos. Después de cuatro kilómetros infructuosos dio media vuelta y se dirigió pesadamente a sus obligaciones de hombre casado. Wilt hubiera podido pasarse sin ellas.