La otra la llevaba a la espalda cuando salió corriendo de entre la cascada de hierbas y ahí permanecía.

¡Qué incómodo debe de ser!, pensó, y entonces se puso en marcha un magnetófono en su mente y oyó hablar a Roland al extremo del puente: «Yo era consciente de que podía ocurrimos algo semejante… si hubiéramos visto al tipo un poco antes, cuando aún estábamos fuera del alcance de su huevo explosivo… ¡Maldita sea la suerte!».

Dirigió la pistola de Roland hacia el niño, que había saltado de la acera y corría en derechura hacia ellos.

—¡Alto ahí! —gritó—. ¡Tú, quédate quieto!

—Pero Suze, ¿qué estás haciendo? —chilló Eddie.

Susannah no le prestó atención. En un sentido muy real, Susannah Dean ya ni siquiera estaba allí; era Detta Walker la que ahora ocupaba la silla, y le centelleaban los ojos con una sospecha febril.

—¡Alto o disparo!

El pequeño lord Fauntleroy bien habría podido estar sordo, a juzgar por el caso que hizo a sus palabras.

—¡Aprisa! —gritó en tono alborozado—. ¡Vais a perderos todo el espectáculo! ¡El Azotes se va a…!

La mano derecha empezó a mostrarse por fin. En el mismo instante, Eddie se dio cuenta de que no estaban viendo un niño sino un enano deforme que hacía muchos años había dejado atrás la niñez. La expresión que Eddie había creído al principio de júbilo infantil era en realidad una mezcla de odio y rabia. La frente y las mejillas del enano estaban cubiertas por las descoloridas y supurantes llagas que Roland denominaba flores de puta.

Susannah no llegó a verle la cara. Toda su atención estaba centrada en la mano derecha que ahora aparecía a la vista y en la esfera verde mate que agarraba. No necesitaba ver más. La pistola de Roland restalló. El enano salió despedido hacia atrás. Un chillido agudo de rabia y dolor brotó de su minúscula boca mientras aterrizaba sobre la acera. La granada le cayó de la mano y rodó hasta entrar por el mismo arco del que había salido.

Detta desapareció como un sueño y Susannah apartó la mirada de la pistola humeante para contemplar con sorpresa, horror y desaliento el pequeño ser que yacía en la acera.

—¡Oh, Dios mío! ¡Lo he matado! ¡Eddie, lo he matado!

—¡Grises a… muerte!

El pequeño lord Fauntleroy intentó gritar estas palabras en tono desafiante, pero salieron con un borboteante ahogo de sangre que empapó el escaso espacio blanco que quedaba en la escarolada camisa. Sonó una explosión sofocada en el patio central del edificio de la esquina, y los astrosos tapices de vegetación que colgaban ante los arcos se hincharon como una bandera bajo un fuerte vendaval. De entre ellos surgieron nubes de un humo acre y asfixiante. Eddie se echó encima de Susannah para protegerla y recibió una granizada de trozos de hormigón —todos pequeños, por fortuna— que le rebotaron en la espalda, el cuello y la nuca. A su izquierda hubo una serie de chasquidos, desagradablemente húmedos. Abrió los ojos una rendija, miró en esa dirección y vio que la cabeza del pequeño lord Fauntleroy se inmovilizaba en el arroyo. El enano aún tenía los ojos abiertos y la boca contraída en su mueca final.

Entonces empezaron a sonar otras voces, unas chillonas, otras ululantes, todas enfurecidas. Eddie se apartó bruscamente de la silla —que se tambaleó sobre una rueda antes de decidirse a permanecer en pie— y miró en la dirección por la que había venido el enano. Acababa de aparecer una turba harapienta de unas veinte personas, entre hombres y mujeres, algunas salidas de la esquina, otras de entre las masas de follaje que ocultaban los arcos del edificio, materializándose en la humareda de la granada del enano como espíritus malignos. Casi todos llevaban un pañuelo azul a la cabeza, y todos iban armados; un variado (y en cierto modo patético) surtido de armas entre las que había sables oxidados, cuchillos sin filo y mazas astilladas. Eddie vio a un hombre que blandía un martillo con aire de desafío. Son los pubis, pensó Eddie. Hemos interrumpido su fiesta de sociedad y ahora están encabronados como demonios.

Una confusión de gritos —«¡Muerte a los grises! ¡Matémoslos a los dos! ¡Se han cargado al Lustre, Dios les mate los ojos!»— brotó de tan encantador grupo cuando vieron a Susannah en la silla de ruedas y a Eddie agazapado junto a ella con una rodilla en el suelo. El individuo que marchaba en cabeza iba envuelto en una especie de falda escocesa y blandía un alfanje. Tras agitar frenéticamente el arma (habría decapitado a la mujer corpulenta que marchaba a su espalda si esta no se hubiera agachado a tiempo), se lanzó a la carga. Los demás lo siguieron, aullando alegremente.

La pistola de Roland hizo retumbar su trueno brillante en el día ventoso y encapotado, y al pubi de la falda escocesa le estalló la tapa de los sesos. La piel cetrina de la mujer que había estado a punto de morir decapitada por el alfanje quedó súbitamente salpicada de lluvia roja, lo cual le hizo lanzar un grito de consternación. Los demás esquivaron a la mujer y al muerto y siguieron adelante, bramando y con ojos enloquecidos.

—¡Eddie! —gritó Susannah; y volvió a disparar. Un hombre que vestía una capa forrada de seda y botas hasta la rodilla cayó al suelo. Eddie buscó a tientas la Ruger y tuvo un instante de pánico al pensar que la había perdido. Al parecer la culata de la pistola había resbalado hacia abajo y se le había atascado dentro de los pantalones. La cogió con firmeza y tiró de ella. El condenado cacharro se negó a salir, pues la mira del extremo del cañón se le había enganchado en la ropa interior.

Susannah disparó tres balas muy seguidas. Cada una de ellas halló un blanco, pero los pubis siguieron avanzando.

—¡Ayúdame, Eddie!

Eddie se desabrochó los pantalones, sintiéndose como una especie de Superman de pacotilla, y al fin consiguió sacar la Ruger. Liberó el seguro con el canto de la mano izquierda, apoyó el codo en la pierna, justo encima de la rodilla, y abrió fuego. No tuvo necesidad de pensar, ni siquiera de apuntar. Roland les había dicho que en el combate las manos de un pistolero actuaban por sí solas, y en aquel momento Eddie comprobó que era verdad.

De todos modos, incluso a un ciego le habría resultado difícil fallar el tiro a esa distancia. Susannah había reducido el número de pubis a no más de quince; Eddie barrió a los restantes como un huracán sobre un trigal, derribando a cuatro en menos de dos segundos.

El rostro único de la muchedumbre, esa expresión de vehemencia vidriosa y sin mente, empezó a descomponerse. El hombre del martillo arrojó bruscamente el arma y echó a correr, renqueando exageradamente con sus piernas torcidas por la artritis. Un par más lo siguieron. Los otros se detuvieron en mitad de la calle, indecisos.

—¡Venid aquí, todos! —les gritó con ira un hombre relativamente joven. Llevaba el pañuelo azul anudado al cuello como un piloto de carreras. Salvo un par de mechones de rizado pelo rojo, uno a cada lado de la cabeza, era completamente calvo. Para Susannah, este individuo se parecía a Clarabelle la Payasa; para Eddie, se parecía a Ronald McDonald; para los dos, parecía una fuente de problemas. Les arrojó una lanza de fabricación casera que tal vez había iniciado su vida como una pata de mesa metálica. El arma rebotó inofensiva en el pavimento, a la derecha de Eddie y Susannah—. ¡Venid aquí, os digo! Si vamos todos juntos podemos ven…

—Lo siento, muchacho —musitó Eddie, y le pegó un tiro en el pecho.

Clarabelle/Ronald retrocedió tambaleándose y se llevó una mano a la camisa. Contempló a Eddie con unos ojos muy abiertos que revelaban su pensamiento con dolorosa claridad: se suponía que aquello no debía ocurrir. La mano le cayó pesadamente a un costado. De la comisura de los labios se le escapó un solo hilillo de sangre, increíblemente brillante bajo la luz gris del día. Los pocos pubis que aún quedaban en pie lo contemplaron en silencio mientras caía de rodillas, y uno de ellos se volvió para huir.

—De ninguna manera —le advirtió Eddie—. Quédate ahí, mi retrasado amigo, o le echarás una buena mirada al claro en que termina tu camino. —Alzó más la voz—. ¡Tirad las armas al suelo, chicos y chicas! ¡Todas las armas! ¡Ya!

—Tú… —susurró el moribundo—, tú… ¿pistolero?

—Eso es —asintió Eddie, y contempló a los restantes pubis con mirada severa.

—Imploro tu… perdón —jadeó el hombre del rizado pelo rojo, y cayó de cara al suelo.

—¿Pistoleros? —preguntó uno con una voz en la que comenzaba a despuntar el horror y la comprensión.

—Bueno, sois idiotas pero al menos no sois sordos —dijo Susannah—, y eso ya es algo. —Agitó el cañón de la pistola, que Eddie tenía la certeza de que estaba descargada. Y, ya puestos, ¿cuántas balas debían de quedar en la Ruger? De pronto cayó en la cuenta de que no tenía ni idea de cuántos proyectiles cabían en el cargador, y maldijo su propia estupidez… pero ¿había creído realmente que las cosas podían llegar a tales extremos? Le parecía que no—. Ya lo habéis oído, muchachos. Tirad las armas. Se ha acabado el recreo.

Uno por uno fueron cumpliendo la orden. La mujer que llevaba como medio litro de sangre del señor Alfanje y Falda Corta esparcida sobre la cara le hizo un reproche.

—No hubiera tenido que matar a Winston, señora. Hoy era su cumpleaños, vaya si no.

—Bueno, pues entonces hubiera debido quedarse en casa comiendo pastel —replicó Eddie. En vista de la calidad general de la experiencia, ni el comentario de la mujer ni su propia respuesta le parecieron en absoluto fuera de lugar.

Entre los pubis supervivientes solo había otra mujer, una cosita escuálida cuyos largos cabellos rubios se caían a mechones, como si tuviera la sarna. Eddie advirtió que se retiraba poco a poco hacia el enano muerto —y la promesa de seguridad que ofrecían los arcos cubiertos de vegetación— y disparó una bala que rebotó en el cemento agrietado, muy cerca de sus pies. No quería que alguno de ellos les diera ideas a los demás. Además, le asustaba pensar en lo que podían hacer sus manos si aquella gente hosca y enfermiza intentaba escapar. Su cabeza podía pensar lo que quisiera sobre eso de ser un pistolero, pero sus manos habían descubierto que les parecía muy bien.

—Quédate donde estás, preciosa. Te aconsejo sinceramente que juegues sobre seguro. —Miró a Susannah con el rabillo del ojo y le inquietó el tinte grisáceo de su tez—. ¿Estás bien, Suze? —preguntó en voz más baja.

—Sí.

—No irás a desmayarte, ¿verdad? Porque…

—No. —Lo miró con ojos oscuros como cavernas—. Lo único que sucede es que nunca había matado a nadie, ¿comprendes?

Pues ya puedes ir acostumbrándote, fue la réplica que le vino a los labios, pero la reprimió y volvió otra vez la vista hacia las cinco personas que quedaban en pie. Los miraban con una especie de hosquedad temerosa que, pese a todo, no llegaba a terror ni mucho menos.

Mierda. Ya no deben de acordarse ni de lo que es el terror, pensó.

Y lo mismo la alegría, la tristeza, el amor… No creo que sean capaces de sentir nada con mucha intensidad. Llevan demasiado tiempo viviendo en este purgatorio.

Entonces recordó las carcajadas, los gritos de entusiasmo, la ovación, y cambió de parecer. Había al menos una cosa que aún hacía funcionar sus motores, una cosa que aún los ponía en marcha. El Azotes habría podido dar fe de ello.

—¿Quién es vuestro jefe? —preguntó Eddie. Observaba muy cuidadosamente la intersección, por si acaso los otros recobraban el valor, pero de momento no se veía ni se oía nada alarmante en esa dirección. Pensó que los demás seguramente habían abandonado aquel grupito astroso a su destino.

Se miraron unos a otros con incertidumbre y finalmente la mujer de la cara manchada de sangre tomó la palabra.

—Era el Azotes, pero cuando empezaron a sonar los tambores de los dioses fue la piedra del Azotes la que salió del sombrero, y lo pusimos a bailar. Supongo que el siguiente habría sido Winston, pero os lo habéis cargado con vuestras podridas pistolas, vaya si no. —Se enjugó pausadamente la sangre de la mejilla, la contempló y luego volvió la torva mirada hacia Eddie.

—Bueno, ¿y qué crees que pensaba hacerme Winston con su podrida lanza? —se defendió Eddie. Le disgustó comprobar que aquella mujer había conseguido que se sintiera culpable de sus actos—. ¿Recortarme las patillas?

—También habéis matado a Frank y a Lustre —prosiguió con terquedad—, ¿y qué sois? O bien sois grises, que ya es malo, o un par de forasteros podridos, que es peor. ¿Quién queda para los pubis en Ciudad Norte? Topsy, supongo, Topsy el Marino; pero no está aquí, ¿verdad? Cogió la barca y se fue río abajo, sí, vaya si se fue, ¡y que dios lo pudra también, digo yo!

Susannah había dejado de escuchar; su mente se había fijado con horrorizada fascinación en algo que la mujer había dicho antes. «Fue la piedra del Azotes la que salió del sombrero, y lo pusimos a bailar». Recordó un relato de Shirley Jackson titulado «La lotería» que había leído en la escuela y comprendió que aquella gente, los descendientes degenerados de los pubis originales, estaban viviendo la pesadilla de Jackson. No era de extrañar que no fuesen capaces de experimentar emociones fuertes, sabiendo que debían participar en tan siniestro sorteo, no una vez al año, como en el relato, sino dos o tres veces al día.

—¿Por qué? —le preguntó a la mujer ensangrentada con voz áspera y llena de horror—. ¿Por qué lo hacéis?

La mujer miró a Susannah como si fuera la mayor idiota del mundo.

—¿Por qué? Para que los fantasmas que viven en las máquinas no se apoderen de los cuerpos de quienes han muerto aquí, pubis y grises por igual, y los hagan salir por los agujeros de las calles para devorarnos. Cualquier tonto lo sabe.

—No existen los fantasmas —protestó Susannah, y su propia voz le sonó como un parloteo sin sentido. Pues claro que existían. En este mundo había fantasmas por todas partes. Aun así, siguió adelante—. Lo que vosotros llamáis tambores de los dioses no es más que una cinta metida en una máquina. En realidad solo eso. —Súbitamente inspirada, añadió—: O quizá los grises lo hacen deliberadamente, ¿no lo habéis pensado nunca? Viven en la otra parte de la ciudad, ¿no? Y también en el subsuelo, ¿verdad? Siempre han querido deshacerse de vosotros. Puede que al fin hayan encontrado un sistema verdaderamente eficaz para que vosotros mismos les hagáis el trabajo.

La mujer ensangrentada estaba al lado de un caballero entrado en años que llevaba el sombrero hongo más viejo del mundo y unos raídos pantalones cortos de color caqui. El hombre dio un paso al frente y le habló con una pátina de buenos modales que convertía el desprecio subyacente en una daga de filo cortante.

—Está usted en un error, señora Pistolera. Hay un gran número de máquinas en las entrañas de Lud, y en todas ellas hay fantasmas; espíritus demoníacos que solo guardan mala voluntad hacia los hombres y las mujeres mortales. Estos fantasmas-demonios son muy capaces de levantar a los muertos… y en Lud hay muchos muertos que levantar.

—Escucha, Jeeves —intervino Eddie—. ¿Has visto a alguno de esos zombis con tus propios ojos? ¿Los ha visto alguno de vosotros?

Jeeves contrajo el labio y no dijo nada, pero en realidad aquel labio contraído lo decía todo. ¿Qué se podía esperar, preguntaba, de unos forasteros que utilizaban las pistolas en lugar del buen juicio?

Eddie llegó a la conclusión de que sería mejor abandonar el tema. De todos modos, nunca le había interesado el trabajo de misionero. Señaló con la Ruger a la mujer manchada de sangre.

—Tú y tu amigo aquí presente, el que parece un mayordomo inglés en su día libre, vais a llevarnos a la estación ferroviaria. Cuando lleguemos allí podremos decirnos adiós, y voy a confesaros la verdad: ese será el mejor momento de este puñetero día.

—¿La estación ferroviaria? —preguntó el tipo que se parecía a Jeeves el mayordomo—. ¿Qué es una estación ferroviaria?

—Llevadnos a la cuna —dijo Susannah—. Llevadnos a Blaine.

Esto consiguió por fin alarmar a Jeeves; una expresión de horror y consternación sustituyó a la superioridad desdeñosa con que hasta entonces los había tratado.

—¡No podéis ir allí! —exclamó—. ¡La cuna es territorio prohibido, y Blaine es el más peligroso de los fantasmas de Lud!

¿Territorio prohibido?, pensó Eddie. Estupendo. Si eso es cierto, al menos podremos dejar de preocupamos por vosotros, gilipollas. También resultaba agradable oír que aún existía un Blaine… o en todo caso que aquella gente creía que existía.

Los demás contemplaban a Eddie y Susannah con expresiones que iban del desconcierto al asombro; era como si los intrusos hubieran propuesto a un grupo de cristianos renacidos ir en busca del Arca de la Alianza para convertirla en un retrete de pago.

Eddie alzó la Ruger hasta que tuvo centrada la frente de Jeeves en el punto de mira.

—Nos vamos —anunció—, y si no queréis reuniros con vuestros antepasados en este mismo instante y lugar, os sugiero que dejéis de rezongar y gemir y nos conduzcáis hasta allí.

Jeeves y la mujer ensangrentada cambiaron una mirada de indecisión, pero cuando el hombre del sombrero hongo se volvió hacia Eddie y Susannah, su expresión era firme y resuelta.

—Matadnos si queréis —decidió—. Preferimos morir aquí que allí.

—¡Sois un puñado de hijeputas con la muerte grabada en el cerebro! —estalló Susannah—. ¡No tiene que morir nadie! ¡Llevadnos a donde queremos ir, por el amor de Dios!

La mujer respondió con voz sombría:

—Pero entrar en la cuna de Blaine es morir, señora, vaya si no. Porque Blaine duerme, y quien perturba su sueño ha de pagar un alto precio.

—Vamos, guapa —replicó Eddie—. No puedes oler el café con la cabeza metida en el culo.

—No sé qué quiere decir eso —contestó ella con una extraña y desconcertante dignidad.

—Quiere decir que podéis llevarnos a la cuna y exponeros a la ira de Blaine o manteneros firmes aquí y exponeros a la ira de Eddie. No tiene por qué ser un tiro limpio en mitad de la frente, ya me entendéis. Os puedo ir matando poco a poco, y en estos momentos me siento lo bastante enfadado para hacerlo. Estoy pasando un día muy malo en vuestra ciudad: la música es una mierda, todo el mundo huele que apesta y el primer tipo que encontramos nos tiró una bomba de mano y raptó a un amigo nuestro. Así que ¿qué me decís?

—¿Por qué tanto interés en ir a Blaine? —preguntó uno—. Ya no se mueve de su puesto en la cuna; no se ha movido desde hace años. Incluso ha dejado de reír y de hablar con sus muchas voces.

¿De reír y de hablar con sus muchas voces?, pensó Eddie. Miró a Susannah. Ella le devolvió la mirada y se encogió de hombros.

—Ardis fue el último en ir a Blaine —comentó la mujer manchada de sangre.

Jeeves asintió lúgubremente.

—Ardis siempre fue un necio cuando había bebido. Blaine le formuló una pregunta. La oí, pero no le hallé ningún sentido; algo sobre la madre de los cuervos, creo recordar. Y al ver que Ardis no podía responder a la pregunta, Blaine lo exterminó con fuego azul.

—¿Electricidad? —preguntó Eddie.

Jeeves y la mujer manchada de sangre asintieron a la vez.

—Sí —dijo la mujer—. Electricidad; así la llamaban en los viejos tiempos, vaya si no.

—No hace falta que entréis con nosotros —propuso Susannah de pronto—. Llevadnos hasta donde veamos el lugar. El resto del camino lo haremos solos.

La mujer la contempló con desconfianza, y entonces Jeeves la atrajo hacia sí y le habló al oído. Los restantes pubis se mantenían algo más atrás, en una línea irregular, contemplando a Eddie y Susannah con los ojos aturdidos de quienes acaban de sobrevivir a un intenso bombardeo.

Por fin la mujer miró en derredor.

—Sí —declaró—. Os llevaremos cerca de Blaine, y en buena hora nos libremos de vuestra mala compañía.

—Justo lo que yo pensaba —dijo Eddie—. Jeeves y tú. Los demás, dispersaos. —Los midió con la vista—. Pero recordad esto: una lanza arrojada por sorpresa, una flecha, un ladrillo, y estos dos mueren.

Esta amenaza sonó tan poco convincente y absurda que Eddie deseó no haberla pronunciado. ¿Qué podían importarles aquellos dos, o cualquier otro miembro de su clan, si ellos mismos se cepillaban a dos o más todos los días del año? Bueno, pensó, mientras veía alejarse a los demás sin echar siquiera una mirada atrás; ya era demasiado tarde para preocuparse por eso.

—Vamos —dijo la mujer—. Estoy impaciente por perderos de vista.

—El sentimiento es mutuo —replicó Eddie.

Pero antes de que Jeeves y ella emprendieran la marcha, la mujer tuvo un gesto que hizo que Eddie se arrepintiera un poco de sus duros pensamientos: se arrodilló, le apartó el cabello de la frente al hombre de la falda escocesa y depositó un beso en su sucia mejilla.

—Adiós, Winston —se despidió—. Espérame donde los árboles dejan un claro y el agua es dulce. Iré a ti, sí, tan cierto como el amanecer hace correr las sombras hacia el oeste.

—No quería matarlo —dijo Susannah—. Quiero que lo sepas. Pero aún quería menos morir yo.

—Sí. —El rostro que se volvió hacia Susannah era severo y sin lágrimas—. Pero si pretendéis entrar en la cuna de Blaine, moriréis de todos modos. Y lo más probable es que muráis envidiando al pobre Winston. Es cruel, Blaine; sí lo es. El más cruel de todos los demonios de esta ciudad cruel, cruel.

—Vamos, Maud —dijo Jeeves, y la ayudó a levantarse.

—Sí. Terminemos de una vez. —Observó nuevamente a Eddie y Susannah con ojos severos, pero a la vez confusos—. Los dioses maldigan mis ojos por la desgracia de haberse posado en vosotros, y maldigan también las pistolas que lleváis, pues siempre han sido el manantial de nuestros problemas.

Y con esa actitud, pensó Susannah, tus problemas van a durar al menos mil años, querida.

Maud echó a andar a paso vivo por la calle de la Tortuga. Jeeves iba trotando a su lado. Eddie, que empujaba la silla de ruedas de Susannah, pronto empezó a jadear en sus esfuerzos por no quedarse atrás. Los edificios palaciegos que bordeaban la avenida fueron espaciándose hasta parecer mansiones rurales cubiertas de hiedra, rodeadas por enormes jardines selváticos, y Eddie se dio cuenta de que habían entrado en lo que en otro tiempo habría sido un barrio de mucho postín. Más adelante, un edificio se erguía sobre todos los demás. Era una construcción engañosamente sencilla hecha de bloques de piedra blanca, de forma cuadrada y con un tejado voladizo sostenido por numerosas columnas. Eddie volvió a pensar en las películas de gladiadores que tanto le gustaban de pequeño. Susannah, que había recibido una educación más formal, pensó en el Partenón. Los dos vieron con admiración el bestiario espléndidamente esculpido —Oso y Tortuga, Pez y Rata, Caballo y Perro— que coronaba el edificio en un desfile de dos en dos, y comprendieron que era el lugar que habían ido a buscar.

La incómoda sensación de estar siendo observados por muchos ojos —ojos llenos por igual de odio y de pasmo maravillado— no los abandonaba en ningún momento. Cuando llegaron a la vista del monorraíl, empezó a tronar; la vía venía majestuosamente del sur, como la tormenta, seguía la calle de la Tortuga y corría en derechura hacia la cuna de Lud. Y mientras ellos se acercaban, cadáveres antiguos empezaron a retorcerse y a danzar movidos por el viento en los dos lados de la calle.

VEINTIDÓS

Después de haber corrido durante Dios sabía cuánto tiempo (lo único que Jake sabía con certeza era que los tambores habían vuelto a callar), el Chirlas lo detuvo una vez más de un brusco tirón. Esta vez Jake consiguió mantenerse en pie. Había recobrado un nuevo aliento. Pero no el Chirlas, que ya nunca volvería a cumplir once años.

—¡Soo! La vieja bomba me va a estallar en el pecho, ricura.

—Qué pena —respondió Jake sin la menor compasión, y retrocedió un paso bamboleante cuando la nudosa mano del Chirlas le golpeó la cara.

—Sí, derramarías amargas lágrimas si cayera muerto aquí mismo, ¿verdad? ¡Ya lo creo! Pero no tendrás esa suerte, pimpollo mío. El viejo Chirlas los ha visto llegar y los ha visto marcharse, y no nací para caerme muerto a los pies de ningún capullito de nalgas dulces como tú.

Jake escuchó impasible estas incoherencias. Tenía el propósito de ver muerto al Chirlas antes de que terminara el día. El Chirlas podía llevárselo consigo, pero eso a Jake había dejado de importarle. Se enjugó la sangre del labio partido y la contempló reflexivamente, admirado por la presteza con que el deseo de cometer un asesinato podía invadir y conquistar el corazón humano.

El Chirlas vio que Jake se miraba los dedos manchados de sangre y sonrió.

—Cómo corre la savia, ¿eh? Y no será la última que tu viejo amigo el Chirlas haga saltar de tu joven árbol, a no ser que espabiles, a no ser que espabiles mucho, realmente. —Señaló el suelo adoquinado del angosto callejón que en aquellos momentos recorrían.

Había una tapadera oxidada que cubría un agujero de acceso al subsuelo, y Jake recordó que había visto no mucho antes aquellas mismas palabras estampadas en el acero: FUNDICIONES LAMERK.

—Hay un asidero al lado —dijo el Chirlas—. ¿Lo ves? Pues mete ahí las manos y levanta. Muévete con garbo y puede que conserves todos los dientes cuando conozcas al Tic Tac.

Jake agarró la tapa de acero y tiró hacia arriba con fuerza, pero no con toda la fuerza de que era capaz. El laberinto de callejones y pasajes por el que el Chirlas lo había conducido era malo, pero al menos había luz. No podía imaginarse cómo sería aquel submundo que se extendía bajo la ciudad, donde las tinieblas excluirían incluso el sueño de huir, y no tenía intención de averiguarlo a menos que se viera obligado.

El Chirlas se apresuró a demostrarle que era así.

—Pesa demasiado para… —comenzó Jake, y el pirata lo cogió por el cuello y lo alzó en el aire hasta que sus ojos quedaron a la misma altura. La larga carrera por los callejones le había cubierto las mejillas de un leve rubor sudoroso y había prestado a las llagas que le comían la carne un desagradable color entre amarillento y morado. Las que estaban abiertas exudaban una densa sustancia pútrida e hilos de sangre en pulsaciones regulares. Jake respiró solo una vaharada del infecto hedor del Chirlas antes de que la mano que le rodeaba la garganta le cortara la respiración.

—Escucha, capullo idiota, y escucha bien porque este es el último aviso. Levanta esa maldita tapadera ahora mismo o te meteré la mano en la boca y te arrancaré la lengua de cuajo. Y no te prives de morder cuanto quieras mientras lo hago, porque lo que tengo va en la sangre, y verás las primeras flores en tu propia cara antes de que termine la semana… si es que para entonces aún vives. Ahora, ¿has entendido?

Jake asintió frenéticamente. La cara del Chirlas desaparecía en pliegues cada vez más oscuros de gris, y su voz parecía llegarle desde muy lejos.

—Muy bien. —El Chirlas lo arrojó hacia atrás. Jake cayó desmadejado junto a la tapadera metálica, entre náuseas y arcadas. Finalmente consiguió aspirar una profunda bocanada de aire que le ardió como fuego líquido. Escupió una flema moteada de sangre y al verla estuvo a punto de vomitar.

—Ahora levanta esa tapadera, deleite de mi corazón, y no se hable más del asunto.

Jake gateó hacia la tapa, agarró el asidero y esta vez tiró con todas sus fuerzas. Durante un instante terrible creyó que ni siquiera así podría moverla, pero entonces se imaginó los dedos del Chirlas dentro de la boca, cogiéndole la lengua, y eso le prestó nuevas energías. Sintió un dolor sordo que se extendía desde la parte baja de la espalda, pero la tapa circular empezó a desplazarse lentamente hacia un lado, rechinando sobre los adoquines y revelando una sonriente media luna de oscuridad.

—¡Bien, capullito, bien! —jaleó el Chirlas alegremente—. ¡Estás hecho un mulo! ¡Sigue tirando, no te pares ahora!

Cuando la media luna ya casi se había convertido en luna llena y el dolor de la espalda era un fuego al rojo blanco, el Chirlas le pegó una patada en el culo que lo hizo caer despatarrado.

—¡Muuy bien! —aprobó el Chirlas, y se asomó al agujero—. Ahora, capullito, vas a bajar como un buen chico por esa escalerilla que hay al lado. Ojo no pierdas pie y caigas rebotando hasta el fondo, porque esos barrotes son de lo más resbaladizo y grasiento que he visto. Creo recordar que hay unos veinte. Y cuando llegues abajo, te quedas quieto como una estatua y me esperas allí. A lo mejor te entran ganas de escaparte de tu viejo amigo, pero ¿crees que sería una buena idea?

—No —respondió Jake—, supongo que no.

—¡Muuy inteligente, hijo mío! —Los labios del Chirlas se abrieron en una sonrisa horrenda, exhibiendo una vez más los escasos dientes que le quedaban—. Ahí abajo está todo oscuro y hay un millar de túneles que van en cualquier dirección. Tu viejo amigo el Chirlas los conoce como la palma de su mano, vaya si no, pero tú te perderías antes de darte cuenta. Luego están las ratas, y bien grandes son, y bien hambrientas. Así que espérame allí.

—Eso haré.

El Chirlas lo miró entornando los párpados.

—Hablas como un auténtico finorri, vaya que sí, pero tú no eres ningún pubi; de eso daría fe con mi sello. ¿De dónde has salido, pimpollo?

Jake no contestó.

—Te ha robado la lengua el brambo, ¿eh? Bien, no tiene importancia; el Tic Tac te lo sacará todo, vaya si no. Es como un don natural que tiene nuestro Tiqui; hace que a la gente le entren ganas de conversar. Y cuando se ponen en marcha, a veces hablan tan rápido y chillan tan fuerte que alguien tiene que pegarles en la cabeza para que aflojen un poco. No está permitido que los brambos le retengan la lengua a nadie en presencia del señor Tic Tac, ni siquiera a los jovenzuelos finorris como tú.

Y ahora hazme el jodido favor de bajar por ese agujero de una puñetera vez. ¡Vamos!

El Chirlas le lanzó una patada, pero esta vez Jake pudo apartarse y esquivar el golpe. Miró por el agujero semiabierto, vio la escalera y empezó a descender. Aún tenía la cabeza fuera cuando un tremendo estrépito de piedra contra piedra martilleó el aire. El ruido venía de un par de kilómetros de distancia o más, pero Jake supo lo que era sin necesidad de que se lo dijeran. Una exclamación de desdicha brotó de sus labios.

Una torva sonrisa contrajo la boca del Chirlas.

—Tu correoso amigo te ha seguido la pista un poco mejor de lo que imaginabas, ¿verdad? Pero no mejor de lo que suponía yo, capullito, porque le miré a los ojos antes de irme, y bien vivos y astutos los tenía. Ya me imaginaba que vendría en pos de su jugoso compañerito de noches sin pérdida de tiempo, si es que decidía venir, y vaya si no lo ha hecho. Ha sabido ver los alambres, pero la fuente ha podido con él, así que ahora todo marcha bien. ¡Abajo, pimpollo mío!

Amagó una patada contra la cabeza del chico. Jake pudo esquivarla, pero le resbaló un pie de la escala que descendía por el costado del pozo y solo pudo evitar la caída agarrándose al costroso tobillo del Chirlas. Alzó la mirada, suplicante, y no vio que aquel rostro infecto y moribundo se ablandara lo más mínimo.

—Por favor —dijo, y oyó que estas palabras intentaban deshacerse en un sollozo. Solo veía a Roland aplastado bajo la enorme fuente. ¿Qué había dicho el Chirlas? Si alguien lo quería, tendría que recogerlo con pinzas.

—Ruega si quieres, mi corazón. Pero no esperes que ningún bien salga de ello, pues la piedad se detiene de este lado del puente, vaya si no. Y ahora, baja o te haré saltar los sesos por las malditas orejas a fuerza de puntapiés.

Así que Jake bajó, y cuando llegó a las aguas estancadas del fondo el ansia de llorar había pasado. Esperó, con los hombros encorvados y la cabeza gacha, a que el Chirlas bajara y lo condujera a su destino.

VEINTITRÉS

Roland había estado a punto de hacer saltar los alambres cruzados que retenían el alud de chatarra, pero la fuente suspendida era absurda; una trampa que hubiera podido ingeniar un chiquillo idiota. Cort les había enseñado a comprobar constantemente todos los cuadrantes visuales cuando se hallaban en territorio enemigo, y eso tanto quería decir arriba como a la espalda y debajo.

—Alto —le dijo a Acho, levantando la voz para que lo oyera por encima de los tambores.

—¡To! —asintió Acho. Seguidamente miró al frente y añadió de inmediato—: ¡Ake!

—Sí. —El pistolero echó otra ojeada a la fuente de mármol suspendida, y a continuación examinó la calle en busca del disparador. No tardó en ver que había dos. Quizá en otro momento su camuflaje como adoquines había sido eficaz, pero de eso hacía mucho tiempo. Roland se inclinó, con las manos sobre las rodillas, y se dirigió a Acho, que lo miraba con la cabeza erguida.

—Voy a cogerte en brazos un momento. No protestes, Acho.

—¡Acho!

Roland levantó en el aire al brambo. Al principio Acho se puso rígido e intentó desasirse, pero luego Roland notó que el animalito se adaptaba. No le gustaba estar tan cerca de alguien que no era Jake, pero era evidente que pensaba soportarlo. Roland se preguntó una vez más hasta dónde llegaba la inteligencia de Acho.

Lo transportó por el estrecho pasaje hasta dejar atrás la Fuente Colgante de Lud, evitando cuidadosamente los falsos adoquines. Cuando los hubieron dejado atrás sin contratiempos, se agachó para soltar a Acho. Justo entonces callaron los tambores.

—¡Ake! —dijo Acho con impaciencia—. ¡Ake, Ake!

—Sí, pero antes debo ocuparme de un asuntillo.

Condujo a Acho unos quince metros más adelante, se inclinó y recogió un trozo de cemento. Se lo fue pasando de una mano a otra, pensativo, y mientras lo hacía oyó un disparo de pistola hacia el este. El redoble amplificado de los tambores había sofocado el ruido del combate que Eddie y Susannah habían librado con la desastrada banda de pubis, pero esta detonación la oyó claramente y le hizo sonreír; casi con toda seguridad quería decir que los Dean habían llegado a la cuna, y esa era la primera buena noticia del día, que ya parecía durar al menos una semana.

Roland se volvió y arrojó el trozo de cemento. Su puntería fue tan certera como lo había sido ante el viejo semáforo de Paso del Río; el proyectil fue a dar en el centro de uno de los descoloridos disparadores, y uno de los cables oxidados se rompió con un áspero sonido vibrante. La fuente de mármol se ladeó antes de caer debido a la resistencia que el otro cable siguió oponiendo durante unos instantes… los suficientes para que un hombre de reflejos rápidos hubiera podido abandonar de todos modos la zona peligrosa, calculó Roland. Después cedió también el segundo cable y la fuente se vino abajo como un amorfo peñasco rosado.

Roland se protegió tras un montón de oxidadas vigas de acero y Acho saltó ágilmente a su regazo mientras la fuente chocaba contra el suelo con un ruido estrepitoso. Volaron por el aire fragmentos de mármol rosa, algunos tan grandes como carretones. Unas cuantas esquirlas pequeñas le picotearon la cara, y el pistolero retiró algunas más de la piel de Acho.

Luego se asomó por encima de la barricada improvisada. La fuente se había partido en dos como una enorme bandeja. No regresaremos por este camino, pensó Roland. El pasaje, ya bastante estrecho de por sí, había quedado completamente bloqueado.

Trató de imaginar si Jake habría oído caer la fuente, y en tal caso qué pensaría. No malgastó tales especulaciones con el Chirlas. El Chirlas pensaría que había quedado reducido a pulpa, que era exactamente lo que Roland quería que creyera. ¿Pensaría lo mismo Jake? Por entonces ya debía saber que ningún pistolero caería en una trampa tan burda, pero si el Chirlas lo había aterrorizado lo suficiente, quizá Jake no estuviera en condiciones de pensar con claridad. Bueno, ya era demasiado tarde para preocuparse por eso, y en las mismas circunstancias haría exactamente lo mismo. Moribundo o no, el Chirlas había dado muestras de coraje y de astucia animal. Si ahora bajaba la guardia, el truco habría valido la pena.

Roland se puso en pie.

—Acho, busca a Jake.

—¡Ake! —Acho estiró el largo cuello, husmeó alrededor en semicírculo, encontró la pista de Jake y salió disparado de nuevo, con Roland corriendo en pos de él. Al cabo de diez minutos se detuvo junto a la tapadera metálica, la olfateó por todas partes, alzó la mirada hacia Roland y soltó un ladrido agudo.

El pistolero hincó una rodilla en tierra y observó la confusión de pisadas que rodeaba la tapa y un ancho rastro de arañazos sobre los adoquines. Pensó que aquella tapadera en particular se movía con bastante frecuencia. Se le achicaron los ojos al ver la flema sanguinolenta en un resquicio entre dos adoquines.

—El cabrón sigue pegándole —musitó.

Retiró la tapa del agujero, echó una mirada y, a continuación, desató las tiras de cuero con que se abrochaba la camisa. Levantó al brambo y se lo metió bajo la camisa. Acho enseñó los dientes y por un instante Roland notó el roce de sus zarpas sobre la piel del pecho y el vientre como cuchillitos afilados. Luego se retiraron y Acho asomó la cabeza para mirar a Roland con sus ojitos brillantes, jadeando como una máquina de vapor. El pistolero percibía el rápido latir del corazón de Acho sobre el suyo. Desprendió la tira de cuero de los ojales de la camisa y sacó otra más larga del zurrón.

—Ahora voy a atarte. No me gusta, y a ti aún te gustará menos, pero ahí abajo está muy oscuro.

Unió las dos tiras de cuero y en uno de los extremos hizo un ancho lazo que deslizó sobre la cabeza de Acho. Esperaba que el brambo le enseñara otra vez los dientes, quizá incluso que intentara morderle, pero no ocurrió así. Acho se limitó a mirar al pistolero con sus ojos bordeados de oro y a lanzar otro breve ladrido de impaciencia.

Roland sujetó entre los dientes el cabo libre de la correa improvisada y se sentó al borde de la boca de alcantarilla…, si es que realmente era eso. Buscó a tientas el peldaño superior de la escala hasta encontrarlo. Descendió lenta y cautelosamente, más consciente que nunca de que le faltaba media mano y de que los peldaños de acero estaban pringados de aceite y de otra sustancia más espesa que debía de ser musgo. Acho, que seguía jadeando ásperamente, era una cálida y pesada carga entre la camisa y el abdomen. Los círculos dorados de sus ojos relucían como medallones en la penumbra del pozo.

Finalmente, uno de los pies del pistolero hizo chapotear el agua acumulada en el fondo. Roland dirigió una mirada fugaz a la moneda de luz blanca que era la boca del pozo. Ahora es cuando empieza a ponerse difícil, pensó. El túnel era caluroso y húmedo, y olía como un sepulcro antiguo. En algún lugar cercano resonaba un hueco y monótono goteo. Más lejos, Roland captó un rumor de maquinaria. Se sacó de la camisa a un agradecido Acho y lo depositó en el agua poco profunda que corría perezosamente por el túnel de la alcantarilla.

—Ahora todo depende de ti —murmuró al oído del brambo—. Busca a Jake, Acho. ¡A Jake!

—¡Ake! —ladró el animal, y se internó rápidamente en la oscuridad, bamboleando la cabeza de un lado a otro como un péndulo. Roland lo siguió con el extremo de la correa de cuero enrollado en torno a su mutilada mano derecha.

VEINTICUATRO

La Cuna —era lo bastante grande para haber adquirido categoría de nombre propio en sus pensamientos— se hallaba en el centro de una plaza cinco veces mayor que aquella en la que habían encontrado la estatua derribada, y después de contemplarla detenidamente Susannah se dio cuenta de lo antiguo, gris y cutre que era el resto de Lud: la Cuna estaba tan limpia que casi le hacía daño a la vista. No había enredaderas que treparan por sus costados, ni pintadas que ensuciaran sus paredes, escaleras y columnas de un blanco cegador. El amarillento polvo de la llanura que recubría todo lo demás brillaba allí por su ausencia. Cuando llegaron más cerca, Susannah descubrió la razón: por los costados de la Cuna descendían sin cesar corrientes de agua procedentes de toberas ocultas en la sombra de los aleros revestidos de cobre. Otras toberas ocultas lanzaban a intervalos chorros de agua que lavaban los escalones, convirtiéndolos en cataratas intermitentes.

—¡Guau! —exclamó Eddie—. Comparada con esto, la estación de Grand Central parece una parada de autobuses en Quintocoño, Nebraska.

—Qué gran poeta eres, cariño —comentó Susannah con sequedad.

Los escalones rodeaban todo el edificio y conducían a un espacioso vestíbulo abierto. Allí no había masas de vegetación que obstruyeran la vista, pero Eddie y Susannah descubrieron que tampoco podían ver bien el interior; la sombra proyectada por el techo voladizo era demasiado intensa. Los Tótems del Haz desfilaban de dos en dos por todo el perímetro del edificio, pero las esquinas estaban reservadas para unos seres que Susannah deseó fervientemente no encontrar jamás fuera de alguna que otra pesadilla: horrendos dragones de piedra con el cuerpo cubierto de escamas, amenazadoras garras engarfiadas y ojos escrutadores.

Eddie le tocó el hombro y apuntó más arriba. Susannah miró hacia donde le indicaba y sintió que el aliento se le atascaba en la garganta. De pie en lo más alto del tejado, muy por encima de los Tótems del Haz y de las gárgolas en forma de dragón, como si se le hubiera concedido pleno dominio sobre ellos, se erguía un guerrero dorado de al menos veinte metros de altura. Un maltratado sombrero de cowboy echado hacia atrás dejaba al descubierto la frente surcada de arrugas y preocupaciones; un pañuelo le colgaba medio torcido sobre el pecho, como si acabara de echárselo hacia abajo tras largas horas de usarlo para protegerse del polvo. En un puño levantado sostenía un revólver; en el otro, lo que parecía una rama de olivo.

Roland de Gilead montaba guardia sobre la Cuna de Lud, vestido de oro.

No, pensó ella. No es él… pero en cierto sentido lo es. Este hombre, que seguramente murió hace mil años o más, era un pistolero, y su parecido con Roland es toda la verdad del Ka-tet que jamás necesitaré conocer.

Un trueno retumbó hacia el sur. Los rayos azuzaban a las nubes en su carrera por el firmamento. A Susannah le habría gustado tener tiempo para examinar mejor la estatua dorada que se erguía sobre la Cuna y los animales que la rodeaban; cada uno de estos parecía tener grabadas unas palabras, y algo le decía que lo que estaba escrito allí podía ser un conocimiento que valía la pena tener. En aquellas circunstancias, empero, no había tiempo que perder.

Había una ancha franja roja pintada en el pavimento allí donde la calle de la Tortuga desembocaba en la plaza de la Cuna.

Maud y el individuo al que Eddie llamaba Jeeves se detuvieron a una prudente distancia de la raya roja.

—Hasta aquí y no más —les dijo Maud categóricamente—. Podéis llevarnos a la muerte, pero a fin de cuentas cada hombre o mujer les debe una a los dioses, y pase lo que pase quiero acabar a este lado de la línea de la muerte. No desafiaré a Blaine por unos forasteros.

—Ni yo tampoco —añadió Jeeves. Se había quitado el hongo polvoriento y lo sostenía ante el pecho desnudo. Su rostro mostraba una expresión de temerosa reverencia.

—Muy bien —respondió Susannah—. Y ahora largaos de aquí los dos.

—Nos mataréis por la espalda en cuanto nos volvamos —dijo Jeeves con voz temblorosa—. Daría fe con mi sello.

Maud meneó la cabeza. La sangre que le cubría la cara se había secado ya y formaba un grotesco punteado marrón.

—Nunca ha existido un pistolero que matara por la espalda; eso puedo decirlo.

—Si en verdad lo son. Solo sabemos lo que ellos nos han dicho.

Maud señaló el pistolón de gastadas cachas de sándalo que Susannah tenía en la mano. Jeeves lo miró… y al cabo de unos instantes le tendió la mano a la mujer. Cuando Maud la cogió, la imagen de un par de asesinos peligrosos que Susannah se había hecho de ellos se desmoronó. Se parecían más a Hansel y Gretel que a Bonnie y Clyde; cansados, asustados, desconcertados y perdidos en el bosque desde hacía tanto tiempo que habían envejecido en él. El odio y el temor que suscitaban en ella se esfumaron para dar paso a la compasión y a una profunda y dolorosa tristeza.

—Id en paz —les dijo Susannah con voz suave—. Seguid vuestro camino sin temor a que mi hombre ni yo os causemos daño alguno.

Maud asintió.

—Creo que no nos deseáis ningún daño, y os perdono que hayáis matado a Winston. Pero escuchadme, y escuchadme con atención: no entréis en la Cuna. Sean cuales sean vuestras razones para querer entrar, no son bastante buenas. Entrar en la Cuna de Blaine es morir.

—No tenemos más remedio —alegó Eddie, y en lo alto volvió a restallar el trueno como si se tratara de una confirmación de sus palabras—. Y ahora dejadme que os diga algo. No sé qué hay ni qué deja de haber en el subsuelo de Lud, pero sí sé que esos tambores que tanto os obsesionan son parte de una grabación, de una canción que se hizo en el mundo del que venimos mi esposa y yo. —Al ver sus caras de incomprensión, alzó los brazos al cielo—. ¡Jesucristo calabacero! ¿Es que no lo entendéis? ¡Os estáis matando unos a otros por una miserable canción que ni siquiera se publicó como disco sencillo!

Susannah le puso una mano en el hombro y musitó su nombre. Sin prestarle atención, Eddie paseó la mirada de Jeeves a Maud y nuevamente a Jeeves.

—¿Queréis ver monstruos? Pues echaos una buena mirada el uno al otro. Y cuando volváis a la especie de circo que llamáis hogar, echad una buena mirada a vuestros parientes y amigos.

—No comprendes —replicó Maud. Tenía los ojos oscuros y sombríos—. Pero ya comprenderás. Sí, ya comprenderás.

—Marchaos ya —les urgió Susannah con voz queda—. No sirve de nada que hablemos; las palabras solo caen muertas entre nosotros. Seguid vuestro camino y procurad recordar los rostros de vuestros padres, porque creo que perdisteis de vista esos rostros hace ya mucho tiempo.

La extraña pareja se alejó por el mismo camino sin decir nada más. De vez en cuando volvían la cabeza para echar una mirada atrás, y seguían cogidos de la mano: Hansel y Gretel en el oscuro corazón del bosque.

—Quiero salir de aquí —dijo Eddie, abatido. Le puso el seguro a la Ruger, volvió a embutirla bajo la cintura del pantalón y se frotó los ojos enrojecidos con las palmas de las manos—. Solo quiero salir de aquí; es lo único que pido.

—Sé cómo te sientes, guapísimo. —Estaba visiblemente asustada, pero su cabeza presentaba aquella inclinación retadora que él había llegado a conocer y amar.

Eddie le puso las manos en los hombros, se inclinó y la besó, sin permitir que el escenario ni la inminente tempestad le impidieran hacer un trabajo concienzudo. Cuando por fin se apartó, ella se lo quedó mirando con ojos muy abiertos y danzarines.

—¡Caramba! ¿A qué ha venido eso?

—A que estoy enamorado de ti —respondió él—, y creo que a nada más. ¿Es suficiente?

A Susannah se le enternecieron los ojos. Por un instante pensó en hablarle del secreto que —quizá— venía guardándose, pero naturalmente no eran el momento ni el lugar adecuados. No podía decirle ahora que quizá estuviera embarazada, como no podía detenerse a leer las palabras grabadas en los Tótems de los Portales.

—Es suficiente, Eddie.

—Eres lo mejor que me ha ocurrido en la vida. —Sus ojos color avellana estaban absolutamente enfocados en ella—. Se me hace difícil decir estas cosas, supongo que por haber vivido tanto tiempo con Henry, pero es la verdad. Creo que empecé a quererte porque representabas todo aquello de lo que Roland me privó; en Nueva York, quiero decir, pero ahora es mucho más que eso, porque ya no quiero volver allí. ¿Y tú?

Ella contempló la Cuna. Sentía un verdadero pánico a lo que podían encontrar en aquel edificio, pero aun así… Volvió la mirada hacia Eddie.

—No, no quiero volver atrás. Quiero pasarme el resto de la vida yendo hacia delante. Siempre que te tenga a mi lado, claro. Es curioso oírte decir que empezaste a quererme por todas las cosas de que él te privó.

—¿Por qué es curioso?

—Yo empecé a quererte porque me liberaste de Detta Walker. —Hizo una pausa, reflexionó y acabó meneando ligeramente la cabeza—. No, es algo más que eso. Empecé a quererte porque me liberaste de esas dos perras. Una era una ladrona malhablada y calientapollas, y la otra una pedante gazmoña pagada de sí. Para el caso viene a ser seis de una por media docena de la otra. Susannah Dean me gusta mucho más que cualquiera de las dos… y fuiste tú quien me liberó.

Esta vez fue ella la que alargó los brazos y apoyó las palmas en sus mejillas sin afeitar, lo atrajo hacia sí y lo besó con ternura. Cuando Eddie le posó ligeramente una mano en un pecho, ella suspiró y la cubrió con la suya.

—Creo que deberíamos seguir adelante —señaló—, o es muy posible que acabemos tendidos aquí mismo en la calle… y tal como se presenta el tiempo me parece que nos mojaríamos.

Eddie echó una última y detenida mirada a las torres silenciosas, las ventanas rotas y las paredes cubiertas de enredaderas. Luego asintió.

—Sí. De todos modos, no creo que esta ciudad tenga ningún futuro.

Empujó la silla otra vez y los dos se pusieron en tensión cuando sus ruedas cruzaron lo que Maud había llamado la línea de la muerte, temiendo activar algún antiguo detector que los matara. Pero no ocurrió nada. Eddie la llevó hacia la plaza, y cuando se acercaban a los escalones que conducían a la Cuna empezó a caer una fría lluvia impulsada por el viento.

Aunque ellos no lo sabían, había llegado la primera de las grandes tormentas otoñales de Mundo Medio.

VEINTICINCO

Cuando se hallaron en la hedionda oscuridad de las cloacas, el Chirlas aflojó el ritmo asesino que había mantenido en la superficie. Jake no creyó que lo hiciera por la oscuridad; el Chirlas parecía conocer todas las vueltas y revueltas de la ruta que iba siguiendo, tal como se había imaginado. Jake creía más bien que era porque su secuestrador estaba convencido de que Roland había quedado reducido a gelatina por la caída de la fuente.

Y él mismo empezaba a dudar.

Si Roland había descubierto los alambres —una trampa mucho más sutil que la que venía después—, ¿podía ser que le hubiese pasado por alto la fuente? Jake suponía que era posible, pero no le parecía lógico. Juzgaba mucho más probable que Roland hubiera hecho caer la fuente deliberadamente, para tranquilizar al Chirlas y quizá hacerle reducir la marcha. No creía que Roland pudiera seguirlos por aquel laberinto subterráneo —la absoluta oscuridad derrotaría incluso a la pericia rastreadora del pistolero—, pero le alegraba el corazón pensar que quizá Roland no hubiera muerto en el intento de cumplir su promesa.

Giraron a la derecha, a la izquierda, y a la izquierda de nuevo. A medida que los demás sentidos de Jake se agudizaban en un intento de compensar la ausencia de visión, empezó a percibir vagamente otros túneles a su alrededor. El ruido sofocado de antigua maquinaria en funcionamiento se volvía más intenso por un instante y se desvanecía de nuevo cuando los cimientos de la ciudad se cerraban de nuevo en torno a ellos. Corrientes de aire soplaban esporádicamente en su piel, a veces tibias, a veces heladas. El chapoteo de sus pisadas despertaba breves ecos cuando pasaban ante las intersecciones subterráneas por las que llegaban esos vientos malolientes, y una vez Jake estuvo a punto de romperse la cabeza con un objeto metálico que sobresalía del techo. Lo tocó con la mano y palpó algo que hubiera podido ser un gran volante de válvula. Después de eso no dejó de agitar las manos ante sí mientras trotaba por los pasadizos, en un intento de evitar nuevas sorpresas.

El Chirlas lo guiaba por medio de golpecitos en los hombros, como lo haría un carretero con sus bueyes. Avanzaban a buen paso, aunque sin correr. El Chirlas recobró suficiente resuello para tararear, primero, y luego ponerse a cantar con una voz de tenor asombrosamente melodiosa.

Ribble-ti-tibble-ti-ting-ting-ting,

I’ll get a job and buy yer a ring,

When I get my mitts

On your jiggly tits,

Ribble-ti-tibble-ti-ting-ting-ting!

O ribble-ti-tibble,

I just wanter fiddle,

Fiddle around with your ting-ting-ting![11]

Hubo otras cinco o seis estrofas en este tono antes de que el Chirlas dejara de cantar.

—Ahora canta tú algo, pimpollo.

—No sé ninguna canción —jadeó Jake. Esperaba dar la impresión de hallarse más falto de aire de lo que en realidad estaba. No sabía si eso le serviría de algo o no, pero en aquellas tinieblas subterráneas cualquier cosa que pudiera proporcionarle una ventaja merecía la pena intentarla.

El Chirlas le clavó un codo en mitad de la espalda con tanta fuerza que estuvo a punto de hacerlo caer en el medio palmo de agua que se movía perezosamente por el túnel que estaban recorriendo.

—Más te vale que sepas alguna, si no quieres que te arranque tu querido espinazo. —Tras una breve pausa, añadió—: Aquí abajo hay espectros, chico. Viven en las puñeteras máquinas, vaya si no. Hay que cantar para que no se acerquen, ¿no lo sabías?

Y ahora, ¡canta!

Jake pensó desesperadamente, pues no quería ganarse otro toquecito amoroso del Chirlas, y se acordó de una canción que había aprendido en una excursión veraniega de la escuela cuando tenía siete u ocho años. Abrió la boca y empezó a cantarla en la oscuridad, escuchando resonar los ecos entre los ruidos del agua que corría, el agua que caía y la maquinaria antigua que aún palpitaba.

My girl’s a corker, she’s a New Yorker,

I buy everything to keep her in style,

She got a pair of hips

Just like two battleships,

Oh boy, that’s how my money goes.

My girl’s a dilly, she comes from Philly,

I buy everything to keep her in style,

She got a pair of eyes

Just like two pizza pies,

Oh boy, that’s how…[12]

El Chirlas extendió las manos, cogió a Jake por las orejas como si fueran las asas de una jarra y lo detuvo de un tirón.

—Hay un agujero justo delante de ti —le informó—. Con una voz como la tuya, pimpollo, le haría un favor al mundo si te dejara caer, vaya si no, pero al Tic Tac no le gustaría en absoluto, así que supongo que puedes estar tranquilo un ratito más. —Las manos del Chirlas soltaron las orejas de Jake, que ardían como el fuego, y lo sujetaron por la camisa—. Inclínate hacia delante hasta que toques una escala al otro lado. ¡Y cuidado, no resbales y nos hagas caer a los dos!

Jake se inclinó cautelosamente con las manos extendidas, aterrorizado por la idea de caer en un pozo que no podía ver.

Mientras buscaba a tientas la escala, percibió una corriente de aire cálido —limpio y casi fragante— que le soplaba en la cara, y un tenue rubor de luz rosada mucho más abajo. Rozó con los dedos un barrote de acero y lo agarró. Las heridas que los dientes de Acho le habían dejado en la mano izquierda volvieron a abrirse, y sintió correr la sangre caliente por la palma.

—¿La tienes? —preguntó el Chirlas.

—Sí.

—¡Pues baja! ¿A qué estás esperando, condenado? —El Chirlas le soltó la camisa y Jake se lo imaginó echando ya un pie hacia atrás, dispuesto a meterle prisa con una patada en el culo. Jake cruzó el hueco levemente iluminado y empezó a bajar por la escalera, utilizando lo menos posible la mano herida. Allí los peldaños estaban limpios de musgo y aceite, y apenas oxidados. El pozo era muy largo; y Jake, mientras descendía apresuradamente para evitar que el Chirlas le pisara las manos con sus botas de suela gruesa, se sorprendió pensando en una película que había visto por televisión: Viaje al centro de la Tierra.

El ruido de maquinaria se fue haciendo más fuerte, y el resplandor rosado más intenso. Las máquinas seguían sin sonar bien, pero el oído le dijo que se hallaban en mejor estado que las de arriba. Y cuando por fin llegó al fondo, encontró que el suelo estaba seco. El nuevo túnel horizontal era cuadrado, de casi dos metros de altura, y estaba revestido de planchas de acero inoxidable remachadas entre sí. Se extendía en ambas direcciones hasta donde alcanzaba la vista, recto como un cordel. Jake supo instintivamente, sin pensarlo siquiera, que ese túnel (que tenía que estar al menos veinticinco metros por debajo de Lud) también seguía el camino del Haz. Y más arriba, en algún lugar —Jake estaba seguro de ello, aunque no habría sabido decir por qué—, el tren que habían ido a buscar se encontraba exactamente encima de él.

Estrechas rejillas de ventilación corrían a lo largo de las paredes justo debajo del techo del pasadizo; era de ahí de donde salía el aire limpio y seco. De algunas de ellas colgaban barbas de musgo de color gris azulado, pero la mayoría aún estaban despejadas. Bajo una rejilla de cada dos había una flecha amarilla con un símbolo que se parecía un poco a una te minúscula. Las flechas apuntaban en la dirección que iban siguiendo Jake y el Chirlas.

La luz rosa procedía de unos tubos de vidrio fijados al techo del túnel en filas paralelas. Algunos de ellos —aproximadamente uno de cada tres— estaban oscuros, y otros emitían un parpadeo espasmódico, pero al menos la mitad seguía funcionando. Luces de neón, pensó Jake, asombrado. ¿Qué te parece?

El Chirlas se dejó caer al lado de Jake y, al ver su expresión de sorpresa, sonrió.

—Bonito, ¿eh? Fresco en verano y calentito en invierno, y hay tanta comida que quinientos hombres no podrían acabársela en quinientos años. ¿Y sabes lo mejor, pimpollo mío? ¿Sabes que es lo mejorcito de toda esta dulce prosodia?

Jake negó con la cabeza.

—¡Que esos pringosos de los pubis no tienen la menor idea de que existe este lugar! Creen que aquí abajo hay monstruos. ¡No cogerás a un pubi a menos de diez metros de una tapa de alcantarilla si tiene modo de evitarlo!

Echó la cabeza atrás y se puso a reír de buena gana. Jake no compartió su risa, aunque una voz fría al fondo de su mente le decía que quizá fuera prudente hacerlo. No se rio porque sabía exactamente lo que sentían los pubis. Había monstruos bajo la ciudad, en efecto; ogros, larvas y trasgos. ¿Acaso no lo había capturado uno de ellos?

El Chirlas lo empujó hacia la izquierda.

—Bueno, ya casi hemos llegado. ¡Vamos!

Avanzaron a paso ligero; sus pisadas eran una cascada de ecos que los perseguía por el túnel. Al cabo de unos diez o quince minutos, Jake vio una compuerta estanca unos doscientos metros más adelante. Cuando se acercaron más, distinguió un gran volante que sobresalía en el centro. En la pared, a la derecha, había un interfono.

—Estoy hecho polvo —jadeó el Chirlas cuando llegaron a la compuerta del final del túnel—. Estas andanzas son excesivas para un inválido como tu viejo compañero, vaya si no. —Apoyó el pulgar sobre el botón del interfono y gritó—: ¡Lo tengo, Tic Tac! ¡Lo tengo, y tan fresco como gustes! ¡Ni siquiera lo he despeinado! ¿No te dije que lo traería? ¡Confía en el Chirlas, dije, porque siempre te llevará por el buen camino! ¡Abre y déjanos entrar!

Soltó el pulsador y contempló la puerta con impaciencia. El volante permaneció inmóvil, pero del interfono surgió una voz lenta e inexpresiva.

—¿Cuál es la contraseña?

El Chirlas puso un ceño horrible, se rascó la barbilla con unas mugrientas y largas uñas y por fin se levantó el parche del ojo y sacó otro burujón de aquella sustancia verde amarillenta.

—¡El Tic Tac y sus contraseñas! —exclamó, dirigiéndose a Jake. Parecía preocupado además de irritado—. Es un punto fino, pero si quieres saber mi opinión, esto es llevar las cosas demasiado lejos. Vaya si no.

Pulsó el botón y aulló:

—¡Vamos, Tic Tac! ¡Si no reconoces mi voz, necesitas un aparato para el oído!

—Claro que la reconozco —replicó la voz arrastrada. A Jake le recordó la de Jerry Reed, que interpretaba el papel de compañero de Burt Reynolds en aquellas películas de Los caraduras—. Pero no sé quién viene contigo, ¿verdad? ¿O acaso has olvidado que la cámara que había ahí fuera se jodió el año pasado? ¡La contraseña, Chirlas, o puedes pudrirte ahí fuera!

El Chirlas se metió un dedo en la nariz, sacó una masa de mocos del color de la jalea de menta y la aplastó contra la rejilla del altavoz. Jake contempló esta infantil demostración de mal genio con muda fascinación, sintiendo burbujear en su interior una inoportuna risa histérica. ¿Habían recorrido todo aquel camino por los laberintos sembrados de trampas y los túneles sin luz para quedarse plantados ante aquella compuerta estanca, solo porque el Chirlas no era capaz de recordar la contraseña del señor Tic Tac?

El Chirlas le lanzó una mirada siniestra y se llevó una mano a la cabeza para quitarse el pañuelo amarillo empapado de sudor. Tenía el cráneo casi completamente calvo, sin más que unos mechones dispersos de hirsuto pelo negro que parecían púas de puerco espín, y una pronunciada hendidura sobre la sien izquierda. El Chirlas hurgó dentro del pañuelo y sacó un trocito de papel.

—Los dioses bendigan al Bocina —masculló—. El Bocina sí que me cuida como se debe, vaya si no.

Escrutó el papel, volviéndolo de un lado y otro, y al fin se lo tendió a Jake. Hablaba en voz muy baja, como si el señor Tic Tac pudiera oírle incluso sin apretar el botón del interfono.

—Tú eres todo un caballerete bien educado, ¿verdad? Y lo primerísimo que les enseñan a los caballeretes después de aprender a no comerse la pasta y a no mearse por los rincones es la letra. Así que léeme la palabra que hay escrita aquí, capullito, porque se me ha ido completamente de la cabeza, vaya si no.

Jake cogió el papel, lo miró y volvió a alzar la vista hacia el Chirlas.

—¿Y si no quiero? —preguntó con frialdad.

El Chirlas quedó momentáneamente desconcertado por esta reacción… pero enseguida empezó a sonreír con ominoso buen humor.

—Bueno, pues te cogeré por el cuello y utilizaré tu cabeza como llamador —respondió—. No creo que así pueda convencer al Tiqui para que me deje entrar, porque aún le preocupa tu amigo el correoso, vaya si no, pero no sabes cuánto bien le hará a mi pobre corazón ver chorrear tus sesos por esa rueda.

Jake consideró esa respuesta, con aquella risa oscura burbujeando aún en su interior. El señor Tic Tac era un punto la mar de fino, desde luego, y sabía bien que resultaría muy difícil convencer al Chirlas, que de todos modos estaba muriéndose, para que revelara la contraseña aunque Roland lo hiciera prisionero.

Lo que Tic Tac no había tenido en cuenta era la defectuosa memoria del Chirlas.

No te rías. Si lo haces, te volará los sesos.

A pesar de sus duras palabras, el Chirlas miraba a Jake con verdadera ansiedad y este comprendió que quizá pasara otra cosa: tal vez el Chirlas no temiera a la muerte pero, desde luego, sí le asustaba la idea de ser humillado.

—De acuerdo, Chirlas —dijo con total tranquilidad—. La palabra que hay escrita en este papel es «abundancia».

—Dame eso. —El Chirlas le arrebató el papel de las manos, volvió a meterlo en el pañuelo y se cubrió de nuevo la cabeza con el paño amarillo. Pulsó el botón del interfono—. ¿Tic Tac? ¿Sigues ahí?

—¿Dónde quieres que esté, si no? ¿En el Extremo Occidental del Mundo? —La voz arrastrada sonó vagamente divertida.

El Chirlas le sacó la lengua blancuzca al altavoz, pero su voz fue conciliadora y casi servil.

—La contraseña es abundancia, y vaya si no es una buena palabra… ¡Ahora déjame entrar, por todos los dioses!

—Pues claro —respondió el señor Tic Tac. Un motor se puso en marcha en un lugar muy cercano, sobresaltando a Jake. El volante situado en el centro de la compuerta empezó a girar. Cuando se detuvo, el Chirlas lo aferró con las dos manos y tiró de él hacia fuera; a continuación le cogió un brazo a Jake y, empujándolo sobre el reborde inferior de la puerta, lo hizo entrar en la habitación más extraña que el chico había visto en su vida.

VEINTISÉIS

Roland descendía hacia una crepuscular luz rosada. Los brillantes ojos de Acho atisbaban desde el cuello abierto de la camisa, y su cuello se extendía hasta el límite de su considerable longitud para olisquear el aire tibio que soplaba por las rejillas de ventilación. Roland había tenido que confiar exclusivamente en el olfato del brambo durante el recorrido por los oscuros pasadizos del nivel superior, y había temido muchísimo que el agua corriente le hiciera perder la pista de Jake… pero cuando oyó resonar en los túneles el eco de sus canciones —primero la del Chirlas, luego la de Jake— se relajó un poco. Acho no lo había llevado por mal camino.

Acho también los oyó cantar. Hasta entonces había avanzado lenta y cautelosamente, volviendo incluso sobre sus pasos de vez en cuando para acabar de asegurarse, pero cuando oyó la voz de Jake echó a correr, tensando al máximo la correa. Roland temió que se le ocurriera llamar a Jake con su áspera voz —¡Ake! ¡Ake!—, pero no lo hizo. Y justo cuando llegaban al pozo que conducía a los niveles inferiores de aquel laberinto, Roland había oído el ruido de una nueva máquina —una especie de bomba, quizá— seguido por el resonante estampido metálico de una puerta al cerrarse.

Llegó al pie de la escala y examinó brevemente la doble hilera de tubos luminosos que se extendía en ambas direcciones. Vio que los tubos estaban iluminados con fuego de los pantanos, como el cartel colgado ante el establecimiento que había pertenecido a Balazar en la ciudad de Nueva York. Luego estudió con más detenimiento las estrechas rejillas de ventilación cromadas que se abrían en lo alto de las paredes y las flechas que había bajo ellas, y a continuación retiró la correa del cuello de Acho. El brambo agitó la cabeza con impaciencia, obviamente satisfecho de verse libre de ella.

—Estamos cerca —musitó junto a la oreja enhiesta del animal—, así que hemos de guardar silencio. ¿Entiendes, Acho? Mucho silencio.

—Encio —replicó Acho con un susurro ronco que en otras circunstancias habría resultado gracioso.

Roland lo dejó en el suelo y el brambo echó a correr inmediatamente por el túnel, el cuello estirado, el hocico pegado al suelo de acero. El pistolero le oyó mascullar «¡Ake, Ake! ¡Ake, Ake!» en un susurro ahogado. Roland desenfundó el revólver y fue tras él.

VEINTISIETE

Eddie y Susannah estaban contemplando desde abajo la enormidad de la Cuna de Blaine cuando el cielo se abrió y empezó a caer una lluvia torrencial.

—¡Es un edificio acojonante, pero se olvidaron las rampas para minusválidos! —gritó Eddie, alzando la voz para que ella le oyera sobre el fragor de la lluvia y el trueno.

—Da lo mismo —replicó Susannah, impaciente, mientras bajaba de la silla de ruedas—. Subamos de una vez y pongámonos a cubierto.

Eddie contempló dubitativo la escalinata. Los peldaños eran poco altos… pero había muchos.

—¿Estás segura, Suze?

—Te echo una carrera, blanquito —le retó, y empezó a trepar con asombrosa facilidad, apoyándose en las manos, los musculosos antebrazos y los muñones de las piernas.

Y estuvo a punto de ganarle; Eddie tenía que batallar con toda la ferretería, y eso le hacía ir más lento. Cuando llegaron a lo alto estaban los dos jadeando, y de su ropa mojada se elevaban hilillos de vapor. Eddie la cogió por las axilas, la alzó en el aire y la sostuvo con las manos entrelazadas sobre la parte baja de la espalda en lugar de depositarla en la silla, como era su intención inicial. Se sentía cachondo y medio enloquecido, sin tener ni la menor idea de por qué.

¡No me vengas con esas!, pensó. Has llegado hasta aquí con vida; eso es lo que te ha puesto las glándulas a tope y con ganas de fiestecita.

Susannah se relamió el labio inferior y hundió los dedos en el pelo de Eddie. Tiró. Dolía… y al mismo tiempo era una sensación maravillosa.

—Ya te había dicho que ganaría, blanquito —dijo con voz queda y ronca.

—Que te crees tú eso. He ganado yo… por medio peldaño. —Intentó disimular que estaba sin aliento y descubrió que le resultaba imposible.

—Puede ser… pero has quedado para el arrastre, ¿verdad? —Una mano abandonó el cabello, se deslizó hacia abajo y apretó con suavidad—. En cambio aquí hay algo que no está para el arrastre.

Un trueno retumbó en el cielo. Se encogieron, y al momento se echaron a reír.

—Esto no puede ser —dijo Eddie—. Es una locura. No es el momento adecuado.

Ella no le contradijo, pero aún le dio otro apretón antes de ponerle la mano en el hombro. Eddie sintió una punzada de pesar cuando volvió a depositarla en la silla y la condujo a todo correr sobre las vastas losas de la explanada, hacia la protección del techo. Creyó ver el mismo pesar en los ojos de Susannah.

Cuando se hallaron a cubierto del aguacero, Eddie se detuvo y volvieron la vista atrás. La plaza de la Cuna, la calle de la Tortuga y toda la ciudad se difuminaban rápidamente tras un movedizo telón gris. Eddie no lo lamentó en lo más mínimo. Lud no se había ganado un lugar en su álbum mental de recuerdos afectuosos.

—Mira —musitó Susannah, señalando un conducto por el que caía el agua del tejado. Terminaba en una gárgola en forma de cabeza de pez que parecía un pariente cercano de los dragones que adornaban las esquinas de la Cuna. El agua le brotaba de la boca en un torrente de plata.

—Esto no es un chaparrón pasajero, ¿verdad? —comentó Eddie.

—En absoluto. Va a llover hasta que se canse, y luego seguirá lloviendo solo para fastidiar. Puede que dure una semana, puede que un mes. Aunque no creo que eso nos afecte en nada si Blaine decide que no le caemos bien y nos fríe con una descarga. Dispara un tiro para que Roland sepa que hemos llegado, cariño, y vamos a echar un vistazo por ahí. A ver qué vemos.

Eddie alzó la Ruger hacia el cielo encapotado, apretó el gatillo y disparó un tiro que llegó a oídos de Roland, a un par de kilómetros de distancia, mientras seguía a Jake y el Chirlas por el siniestro laberinto. Eddie permaneció inmóvil unos instantes, tratando de convencerse a sí mismo de que las cosas aún podían acabar bien, que la terca insistencia de su corazón en afirmar que ya no volverían a ver a Jake ni al pistolero se equivocaba. A continuación le puso el seguro a la automática, se la guardó bajo la cintura de los pantalones y volvió con Susannah. Cogió de nuevo los puños de la silla de ruedas y la empujó por un pasillo de columnas que se internaba en el edificio. Mientras, ella abrió el tambor del revólver de Roland y lo recargó sobre la marcha.

Bajo techado, la lluvia tenía un sonido secreto y espectral, e incluso el áspero crepitar del trueno quedaba apagado. Las columnas que sostenían la estructura medían al menos tres metros de diámetro, y sus capiteles se perdían en la oscuridad. Desde allí arriba, en la penumbra Eddie oía conversar en arrullos a las palomas.

Un poco más adentro, un cartel suspendido de gruesas cadenas cromadas surgió de entre las sombras:

NORTH CENTRAL POSITRONICS

LES DA LA BIENVENIDA

A LA CUNA DE LUD

← DIRECCIÓN NORDESTE (BLAINE)

DIRECCIÓN NOROESTE (PATRICIA) →

—Ahora ya sabemos cómo se llamaba el que cayó al río —comentó Eddie—. Patricia. Pero se equivocaron con los colores. En teoría el rosa es para las niñas y el azul para los niños, y no al revés.

—Puede que sean los dos azules.

—No. Blaine es rosa.

—¿Y tú cómo lo sabes?

Eddie parecía confuso.

—No sé cómo lo sé… pero lo sé.

Siguieron la flecha que apuntaba hacia el andén de Blaine y entraron en lo que tenía que ser un inmenso vestíbulo o sala de espera. Eddie no tenía la capacidad de Susannah de ver el pasado en claros destellos de visión, pero aun así su imaginación llenó aquel vasto espacio de columnatas con un millar de personas apresuradas; oyó el taconear de los viajeros y el murmullo de voces, vio abrazos de bienvenida y de despedida. Y por encima de todo eso, los altavoces recitando noticias sobre una docena de destinos distintos.

«Próxima salida de Patricia con destino a las Baronías del Noroeste…».

«Pasajero Killington, pasajero Killington, preséntese por favor en la cabina de información del nivel inferior».

«Blaine está haciendo su entrada en el andén número 2 y procederá a desembarcar en breve…».

Ahora solo estaban las palomas.

Eddie se estremeció.

—Mira esas caras —murmuró Susannah, señalando hacia la derecha—. No sé si te producen escalofríos, pero te aseguro que a mí sí.

En lo alto de la pared, una serie de cabezas esculpidas que parecían querer escapar del mármol los miraban de arriba abajo desde las sombras; hombres severos, con la hosca expresión de un verdugo satisfecho con su trabajo. Algunas de las cabezas se habían desprendido de su lugar y yacían en fragmentos y astillas de granito veinte o veinticinco metros por debajo de sus iguales. Las que quedaban estaban surcadas por una telaraña de grietas y cubiertas de excremento de paloma.

—Debían de ser el Tribunal Supremo o algo por el estilo —conjeturó Eddie, examinando con desasosiego aquellos labios apretados y aquellos ojos agrietados y vacíos—. Solo un juez es capaz de poner una expresión tan relamida y cabreada al mismo tiempo… y te lo dice alguien que sabe de lo que habla. Parece la clase de gente capaz de negar una muleta a un cangrejo jodido.

—Un montón de imágenes rotas en las que pega el sol, y el árbol muerto no da refugio —musitó Susannah, y al oír estas palabras Eddie notó que se le ponía la carne de gallina en los brazos, el pecho y las piernas.

—¿Qué es eso, Suze?

—Un poema de un hombre que debió de haber visto Lud en sueños —respondió—. Vamos, Eddie. Olvídalos.

—Es más fácil decirlo que hacerlo. —Pero empujó de nuevo la silla.

Ante ellos, una vasta barrera enrejada semejante a la barbacana de un castillo surgió de las tinieblas…, y al otro lado vislumbraron por primera vez a Blaine el Mono. Era rosa, como Eddie lo había predicho, de un tono delicado que hacía juego con las vetas que corrían por los pilares de mármol. Blaine fluía sobre la espaciosa plataforma de embarque como un liso y aerodinámico proyectil que más parecía de carne que de metal. Su superficie solo se rompía en un sitio: una ventanilla triangular provista de un limpiaparabrisas enorme. Eddie sabía que al otro lado del morro habría otra ventanilla triangular con otro limpiaparabrisas enorme, de manera que, visto de frente, Blaine daría la impresión de tener una cara, como Charlie el Chu-Chú. Los limpia-parabrisas parecerían unos párpados maliciosamente entornados.

Desde la abertura sudoriental de la Cuna caía sobre Blaine un largo y distorsionado rectángulo de luz blanca. El fuselaje del tren hizo pensar a Eddie en el lomo de una fabulosa ballena rosada; una ballena absolutamente silenciosa.

—¡Uf! —La voz se le quedó en un susurro—. Lo encontramos.

—Sí. Blaine el Mono.

—¿Crees que está muerto? A mí me lo parece.

—No. Dormido, tal vez, pero de ninguna manera muerto.

—¿Estás segura?

—¿Estabas tú seguro de que sería rosa? —No era una pregunta que exigiera respuesta, y Eddie no respondió. El rostro que Susannah volvió hacia él estaba tenso y muy asustado—. Está dormido, ¿y sabes qué? Me da miedo despertarlo.

—Bueno, esperaremos a que lleguen los otros.

Ella meneó la cabeza.

—Me parece que será mejor que intentemos estar preparados para cuando lleguen… porque tengo el presentimiento de que llegarán a la carrera. Levántame hasta esa caja que hay montada en los barrotes. Parece un interfono. ¿La ves?

La veía, y alzó lentamente a Susannah hacia ella. Estaba instalada junto a un portón cerrado en el centro de la reja que cruzaba la Cuna de parte a parte. Las barras verticales de la barrera parecían de acero inoxidable; las del portón eran de hierro decorativo, y sus extremos inferiores desaparecían en sendos agujeros revestidos de acero. Y además no había manera de colarse entre las barras: la separación entre una y otra no era mayor de diez centímetros. Incluso a Acho le habría resultado difícil pasar por aquel hueco.

Las palomas zureaban y se arrullaban en lo alto. La rueda izquierda de la silla de Susannah chirriaba monótonamente. «Mi reino por una lata de aceite», pensó Eddie, y se dio cuenta de que estaba mucho más que asustado. La última vez que había experimentado aquel grado de terror fue cuando Henry y él se detuvieron en la acera de la calle Rhinegold; en Dutch Hill, para contemplar la mole ruinosa de la Mansión.

Aquel día de 1977 no habían entrado; le habían vuelto la espalda a la casa encantada y se habían marchado, y Eddie recordaba que había hecho el voto de no volver nunca a aquel lugar, nunca más. Había cumplido la promesa, pero ahí estaba de nuevo, en otra casa encantada, y tenía justo delante el fantasma que la encantaba: Blaine el Mono, una silueta baja y alargada de color rosa con una ventanilla que lo miraba como el ojo de un animal peligroso que finge estar dormido.

«Ya no se mueve de su puesto en la Cuna… incluso ha dejado de reír y de hablar con sus muchas voces… Ardis fue el último en ir a Blaine… y al ver que Ardis no podía responder a la pregunta, Blaine lo exterminó con fuego azul».

Si me dice algo, creo que me volveré loco, pensó Eddie.

El viento arreció en el exterior, y una fina rociada de lluvia penetró por la alta abertura de salida que se abría en el costado del edificio.

Eddie la vio golpear y salpicar de gotitas el cristal de la ventanilla de Blaine.

Eddie sintió de pronto un escalofrío y miró rápidamente en derredor.

—Nos están espiando. Lo noto.

—No me extrañaría nada. Acércame más a la reja, Eddie. Quiero ver bien esa caja.

—De acuerdo, pero no la toques. Si está electrificada…

—Si Blaine quiere cocernos, lo hará —replicó Susannah, contemplando el lomo de Blaine por entre las rejas—. Lo sabes tan bien como yo.

Y como Eddie sabía que era la pura verdad, no dijo nada.

La caja parecía una mezcla de interfono y alarma antirrobo. En la mitad superior tenía un altavoz, provisto de lo que parecía un botón de HABLAR/ESCUCHAR. Debajo había una serie de números dispuestos en forma de rombo:

Debajo del rombo había otros dos botones marcados con palabras de Alta Lengua: COMANDO Y ENTRAR.

La expresión de Susannah era perpleja y dubitativa.

—¿Qué crees tú que es esto? Parece un cacharro de una película de ciencia ficción.

Eddie comprendió que por fuerza tenía que parecérselo. Seguramente Susannah habría visto algún que otro sistema de seguridad en su tiempo —después de todo vivía entre los ricos de Manhattan, aunque no la aceptaran con mucho entusiasmo entre ellos—, pero había todo un mundo de diferencia entre el material electrónico disponible en su cuando, 1963, y el de él, que era 1987.

Nunca hemos hablado mucho de las diferencias, pensó. ¿Qué pensaría si le dijera que cuando Roland me sacó, el presidente de Estados Unidos era Ronald Reagan? Seguramente que me había vuelto loco.

—Es un sistema de seguridad —le explicó. Luego, aunque sus nervios y sus instintos chillaban contra ello, se obligó a extender la mano derecha y pulsar el conmutador de HABLAR/ESCUCHAR.

No hubo ningún crepitar eléctrico; ningún fuego azul le subió velozmente por el brazo. Ni siquiera hubo algún signo de que el aparato estuviese conectado.

Puede que Blaine esté muerto. Puede que esté muerto, después de todo.

Pero en realidad no podía creerlo.

—¿Hola? —En el ojo de la mente vio al desdichado Ardis aullando mientras era abrasado por el fuego azul que le danzaba por la cara y el cuerpo, derritiéndole los ojos e incendiándole el cabello—. ¿Hola… Blaine? ¿Hay alguien ahí?

Soltó el pulsador y esperó, rígido de tensión. La mano de Susannah, fría y pequeña, se deslizó en la de él. Seguía sin haber respuesta, y Eddie —con más renuencia que nunca —volvió a apretar el botón.

—¿Blaine?

Lo soltó. Esperó. Y al ver que tampoco ahora había respuesta, un vértigo temerario se apoderó de él, como solía sucederle en los momentos de miedo y tensión. Cuando ese vértigo le embargaba, el posible precio que debería pagar perdía toda importancia.

En esos momentos nada tenía importancia. Había sucedido así cuando apabulló al cetrino contacto de Balazar en Nassau, y así sucedía ahora. Y si Roland lo hubiera visto en el instante en que esa impaciencia lunática se apoderaba de él, habría observado algo más que un mero parecido entre Eddie y Cuthbert; habría podido jurar que Eddie era Cuthbert.

Hundió el botón con el pulgar y empezó a berrear ante el altavoz, adoptando un engolado (y completamente falso) acento británico.

—¡Hola, Blaine! ¡Qué tal, muchachote! ¡Te habla Robin Leach, presentador de «Así viven los ricos descerebrados», para anunciarte que acabas de ganar seis mil millones de dólares y un Ford Escort nuevecito en la Quiniela de la Cámara de Editores!

Arriba, las palomas alzaron el vuelo en blandas y sobresaltadas explosiones de alas. Susannah dio una boqueada. Su rostro mostraba la expresión desconsolada de una devota que acaba de oír blasfemar a su marido en una catedral.

—¡Basta, Eddie! ¡Basta!

Eddie era incapaz de detenerse. Sus labios sonreían, pero los ojos le brillaban con una mezcla de miedo, histeria y cólera frustrada.

—¡Tu amiguita Patricia y tú pasaréis un mes fas-tu-o-so en la maravillosa Jimtown, donde solo beberéis los vinos más selectos y devoraréis las vírgenes más selectas! Tú…

—Chiss…

Eddie calló de súbito y miró a Susannah. Estaba seguro de que era ella quien le había hecho callar —no solo porque ya lo había intentado antes sino porque allí no había nadie más—, pero al mismo tiempo sabía que no había sido ella. Aquella voz era distinta; la voz de un niño muy pequeño y muy asustado.

—¿Suze? ¿Has sido…?

Susannah negó con la cabeza y simultáneamente alzó la mano. Señalaba el interfono, y Eddie vio que el botón marcado COMANDO había empezado a brillar con una luz rosa muy tenue. Era del mismo color que el monorraíl que dormía al otro lado de la barrera.

—Chiss… No lo despiertes… —se lamentó la vocecita infantil. Surgía del altavoz, suave como una brisa vespertina.

—Qué… —comenzó Eddie, pero enseguida sacudió la cabeza, llevó la mano al botón de HABLAR/ESCUCHAR y lo apretó con delicadeza. Cuando habló de nuevo no lo hizo con el tumultuoso rugido de Robin Leach, sino con el susurro de un conspirador.

—¿Qué eres? ¿Quién eres?

Soltó el botón. Susannah y él se miraron con los ojos muy abiertos, como niños que saben que están compartiendo la casa con un adulto peligroso, quizá psicópata. ¿Cómo han llegado a saberlo? Bueno, porque se lo ha dicho otro niño, un niño que ha vivido mucho tiempo con el adulto psicópata, escondiéndose en los rincones y saliendo a hurtadillas solo cuando sabe que el adulto está dormido; un niño asustado que da la casualidad de que es invisible.

No hubo respuesta. Eddie dejó correr los segundos. Cada uno de ellos se le antojó lo bastante largo para leer una novela completa. Se disponía a pulsar de nuevo el botón cuando reapareció el tenue resplandor rosa.

—Soy el Pequeño Blaine —susurró la voz infantil—. El que él no ve. El que él olvidó. El que él cree que dejó atrás en las estancias de la ruina y las salas de los muertos.

Eddie volvió a apretar el botón con una mano presa de un temblor incontenible. Y oyó el mismo temblor en su propia voz.

—¿Quién? ¿Quién es el que no ve? ¿Es el Oso?

No, el Oso no; no era él. Shardik yacía muerto en el bosque, a muchos kilómetros de allí; el mundo se había movido desde entonces. Eddie recordó de súbito lo que había sentido al aplicar el oído sobre aquella extraña puerta del claro donde el Oso había vivido su violenta casi-vida, aquella puerta de franjas amarillas y negras que tan ominosas le habían parecido. Y en aquel momento se dio cuenta de que todo formaba parte de lo mismo, de una totalidad horrenda y decadente, de una telaraña desgarrada con la Torre Oscura en el centro como una incomprensible araña de piedra. En esos extraños últimos días, todo Mundo Medio se había convertido en una vasta mansión encantada; todo Mundo Medio se había convertido en los Drawers; todo Mundo Medio se había convertido en una tierra baldía donde campaban los fantasmas.

Vio que los labios de Susannah formaban las palabras de la respuesta verdadera antes de que la voz del interfono pudiera pronunciarlas, y eran unas palabras tan evidentes como la solución de un acertijo cuando ya se ha dicho la respuesta.

—El Gran Blaine —susurró la vocecita invisible—. El Gran Blaine es el fantasma de la máquina… El fantasma de todas las máquinas.

Susannah se había llevado una mano a la garganta y se la estaba apretando como si quisiera estrangularse. Tenía los ojos llenos de terror, pero no vidriosos ni desconcertados; los tenía brillantes de comprensión. Quizá ella también conocía una voz semejante de su propio cuando, el cuando en el que el todo integral que era Susannah había quedado desplazado por las personalidades enfrentadas de Detta y Odetta. La voz infantil le había sorprendido tanto como a él, pero su mirada agónica revelaba que el concepto que expresaba no le era ajeno.

Susannah conocía muy bien la locura de la dualidad.

—Eddie, tenemos que irnos —dijo de pronto. El terror que la oprimía convirtió las palabras en un borrón auditivo carente de puntuación. Eddie oyó que le silbaba el aire en la tráquea como un viento frío en una chimenea—. Eddie tenemos que huir Eddie tenemos que huir Eddie…

—Demasiado tarde —replicó la vocecita quejumbrosa—. Ha despertado. El Gran Blaine ha despertado. Sabe que estáis aquí.

Y ya viene.

Súbitamente destellaron unas brillantes luces sobre sus cabezas —lámparas de sodio de color naranja—, bañando las incontables columnas de la Cuna con un resplandor crudo que desterró toda sombra. Cientos de palomas se lanzaron al aire y empezaron a revolotear despavoridas en trayectorias sin propósito, expulsadas por la sorpresa de su complejo de nidos entrelazados.

—¡Espera! —gritó Eddie—. ¡Espera, por favor!

En su agitación se olvidó de apretar el botón, pero no hubo diferencia; el Pequeño Blaine respondió igualmente.

—¡No! ¡No puedo dejar que me descubra! ¡No quiero que me mate a mí también!

La luz del interfono se apagó de nuevo, pero solo por un instante. Esta vez se encendieron los dos indicadores al mismo tiempo, el de COMANDO y el de ENTRAR, y su color no era el rosa, sino un amenazador rojo oscuro como el de la fragua de un herrero.

—¿QUIÉNES SOIS? —rugió una voz, y no brotó únicamente del interfono sino de todos los altavoces de la ciudad que aún se hallaban en condiciones de funcionar. Los cadáveres descompuestos que colgaban de los postes temblaron con la vibración de esa voz poderosa, como si hasta los muertos quisieran huir de Blaine.

Susannah se encogió en la silla, con las palmas de las manos contra los oídos, la cara contraída por el espanto, la boca distorsionada en un grito silencioso. Eddie sintió que se encogía hacia todos los terrores fantásticos y alucinatorios de los once años. ¿Era esa voz lo que temía cuando se hallaba ante la Mansión con Henry? ¿Quizá incluso lo que preveía? No lo sabía… pero sí sabía lo que debía de haber experimentado el Jack del cuento para niños cuando se dio cuenta de que había trepado demasiadas veces por la mata de habichuelas y había acabado despertando al gigante.

—¿COMO OSÁIS PERTURBAR MI SUEÑO? RESPONDED DE INMEDIATO O DAOS POR MUERTOS.

Eddie habría podido quedarse paralizado allí mismo, dejando que Blaine —el Gran Blaine— les hiciera lo que le había hecho a Ardis (o algo peor aún); quizá habría debido quedarse paralizado, prisionero de aquel terror de cuento de hadas, de caída por la madriguera del conejo. Fue el recuerdo de aquella vocecita que había hablado en primer lugar lo que le permitió moverse. Era la voz de un chiquillo aterrorizado, pero aterrorizado o no, había intentado ayudarlos.

Ahora tendrás que ayudarte a ti mismo, se dijo. Tú lo has despertado; afróntalo, por el amor de Dios.

Extendió la mano y pulsó el botón una vez más.

—Me llamo Eddie Dean. La mujer que me acompaña es mi esposa Susannah. Estamos…

Miró a Susannah, que asintió con la cabeza e hizo ademanes frenéticos para que siguiera hablando.

—Estamos en una peregrinación. Buscamos la Torre Oscura que se alza en el Camino del Haz. Nos acompañan otras dos personas, Roland de Gilead y… y Jake de Nueva York. Nosotros también somos de Nueva York. Si tú eres… —Se detuvo un instante antes de pronunciar las palabras «el Gran Blaine». Si las utilizaba, podía dar a entender a la inteligencia que se expresaba mediante esa voz que habían oído una voz distinta; un fantasma dentro del fantasma, por así decir.

Susannah, gesticulando con las dos manos, le indicó que siguiera hablando.

—Si tú eres Blaine el Mono… bueno… queremos que nos lleves.

Soltó el botón. Durante un lapso que se le antojó larguísimo no hubo ninguna respuesta, solo el aleteo nervioso de las palomas asustadas en lo alto. Cuando Blaine volvió a hablar, su voz surgió únicamente del altavoz montado en la barrera, y sonó casi humana.

—NO PONGÁIS A PRUEBA MI PACIENCIA. TODAS LAS PUERTAS A ESE DONDE ESTÁN CERRADAS. GILEAD NO EXISTE YA. Y QUIENES RECIBÍAN EL NOMBRE DE PISTOLEROS ESTÁN TODOS MUERTOS. RESPONDED A MI PREGUNTA: ¿QUIÉNES SOIS? ES VUESTRA ÚLTIMA OPORTUNIDAD.

Hubo un sonido siseante. Un rayo de brillante luz blanquiazul salió proyectado del techo y abrasó un agujero del tamaño de una pelota de golf en el suelo de mármol, a menos de un metro y medio de la silla de Susannah. Un humo que olía como el que deja tras de sí el rayo se alzó perezosamente de allí. Susannah y Eddie se miraron por un instante, mudos de terror, y Eddie se precipitó enseguida hacia el interfono y apretó el botón.

—¡Te equivocas! ¡Es verdad que venimos de Nueva York! ¡Llegamos por las puertas de la playa hace tan solo unas semanas!

—¡Es la verdad! —insistió Susannah—. ¡Lo juro!

Silencio. Al otro lado de la barrera, el fuselaje de Blaine se curvaba suavemente. La ventanilla delantera parecía contemplarlos como un insípido ojo de vidrio. El limpiaparabrisas hubiera podido ser un párpado semicerrado en un guiño de picardía.

—DEMOSTRADLO —dijo Blaine al fin.

—¿Y cómo se lo demuestro, Dios mío? —le preguntó Eddie a Susannah.

—No lo sé.

Eddie pulsó de nuevo el botón:

—¡La Estatua de la Libertad! ¿Ha sonado la campana?

—CONTINÚA —dijo Blaine. Su voz parecía casi reflexiva.

—¡El Empire State Building! ¡El edificio de la Bolsa! ¡El World Trade Center! ¡Coney Island! ¡El Radio City Music Hall! ¡Greenwich Vil…!

Blaine le interrumpió… y, de un modo increíble, la voz que surgió del aparato era la inconfundible voz de John Wayne.

—DE ACUERDO, PEREGRINO. TE CREO.

Eddie y Susannah cruzaron otra mirada, esta de confusión y de alivio. Pero cuando Blaine habló de nuevo, su voz volvió a ser fría y desprovista de emoción.

—HAZME UNA PREGUNTA, EDDIE DEAN DE NUEVA YORK, Y PROCURA QUE SEA BUENA. —Tras una pausa, Blaine añadió—: PORQUE SI NO LO ES, TÚ Y TU MUJER VAIS A MORIR, VENGÁIS DE DONDE VENGÁIS.

Susannah dejó de mirar el interfono de la verja para volverse hacia Eddie.

—¿De qué está hablando? —siseó.

Eddie meneó la cabeza.

—No tengo ni la menor idea.

VEINTIOCHO

Para Jake, la habitación a la que lo arrastró el Chirlas venía a ser como un silo de misiles Minuteman decorado por los internos de un manicomio: en parte museo, en parte sala de estar, en parte comuna hippie. Hacia arriba, el espacio vacío se abovedaba hasta terminar en un techo redondo, y por debajo se hundía veinticinco o treinta metros hasta una base igualmente redonda. A lo ancho de la única pared curva había tubos de neón dispuestos verticalmente en franjas de colores alternos: rojo, azul, verde, amarillo, naranja, melocotón, rosa. Aquellos largos tubos se reunían para crear rugientes nudos de arco iris en los dos extremos del silo… si realmente había sido un silo.

La habitación se hallaba situada hacia las tres cuartas partes de la altura de aquel vasto espacio en forma de cápsula, y su suelo era una rejilla de hierro oxidado. Alfombras que parecían turcas (más adelante llegó a saber que en realidad aquellas alfombras procedían de una baronía llamada Kashmin) yacían aquí y allá sobre el suelo de rejilla; arcones con conteras de latón, lámparas de pie, o las patas de mullidos sillones, sujetaban los bordes de las alfombras. De otro modo habrían aleteado como tiras de papel adheridas a un ventilador eléctrico, puesto que desde abajo soplaba una constante corriente de aire cálido. Otra corriente de aire, esta procedente de una franja circular idéntica a la rejilla de ventilación del túnel por el que habían llegado hasta allí, se arremolinaba a cosa de un metro y medio por encima de la cabeza de Jake. En el lado opuesto de la habitación había una compuerta igual a la que el Chirlas y él habían cruzado al entrar, y Jake imaginó que al otro lado continuaría el pasillo subterráneo que seguía el Camino del Haz.

Había media docena de personas en la sala; cuatro hombres y dos mujeres. Jake pensó que estaba contemplando el estado mayor de los grises… suponiendo, naturalmente, que quedaran los suficientes grises para justificar la existencia de un estado mayor. Ninguno de los presentes era joven, pero todos estaban aún en lo mejor de la vida. Contemplaron a Jake con tanta curiosidad como él a ellos.

Sentado en el centro de la sala, con una pierna colosal colgando despreocupadamente sobre el brazo de un sillón lo bastante grande para llamarlo trono, había un hombre que parecía un cruce entre un guerrero vikingo y un gigante de cuento de hadas. De cintura para arriba iba completamente desnudo, excepto por un brazalete de plata que llevaba en el bíceps, la vaina de un puñal enlazada al hombro y un extraño amuleto al cuello que le colgaba sobre el increíblemente musculoso torso. De cintura para abajo iba enfundado en unos ceñidos pantalones de cuero suave que desaparecían en la caña de unas botas altas. En torno a una de ellas llevaba anudado un pañuelo amarillo. La cabellera, de un sucio rubio ceniza, le caía en cascada hasta casi la mitad de la ancha espalda; los ojos eran verdes y curiosos como los de un gato lo bastante viejo para ser sabio pero no tanto como para haber perdido ese refinado sentido de la crueldad que en círculos felinos pasa por diversión. En el respaldo del sillón había lo que parecía una metralleta viejísima colgada de su correa.

Jake examinó más detenidamente el amuleto del vikingo y vio que era una caja de cristal en forma de ataúd suspendida de una cadena de plata. En su interior, un diminuto reloj de oro marcaba las tres y cinco. Bajo la esfera, un minúsculo péndulo de oro oscilaba de un lado a otro, y a pesar del suave zumbido del aire que circulaba por arriba y por abajo su tictac resultaba claramente audible. Las manecillas del reloj se movían más deprisa de lo normal, y a Jake no le extrañó demasiado ver que se movían hacia atrás.

Se acordó del cocodrilo de Peter Pan, el que siempre andaba persiguiendo al capitán Garfio, y una sonrisita le rozó los labios. El Chirlas la vio y levantó la mano. Jake dio un paso atrás y se cubrió la cara.

El señor Tic Tac blandió un dedo en dirección al Chirlas, en un gracioso ademán de maestra de escuela.

—Vamos… Eso está de más, Chirlas —le advirtió.

El Chirlas bajó la mano al instante. Su actitud había cambiado por completo. Antes alternaba entre un furor estúpido y una especie de humor taimado, casi existencial. Como las demás personas del cuarto (y el propio Jake), el Chirlas no podía mantener la vista apartada del señor Tic Tac durante mucho rato; sus ojos se veían atraídos inexorablemente hacia él. Y Jake comprendía el motivo. El señor Tic Tac era el único de los presentes que parecía completamente vital, completamente sano y completamente vivo.

—Si tú dices que está de más, pues está de más —concedió el Chirlas, pero dirigió una sombría mirada a Jake antes de volver la vista hacia el gigante rubio que ocupaba el trono—. Pero es muy impertinente, Tiqui. Impertinente de verdad, vaya si no, y si quieres mi opinión, creo que habrá que domarlo.

—Cuando quiera tu opinión ya te la pediré —replicó el señor Tic Tac—. Y haz el favor de cerrar la puerta, Chirlas. ¿O es que te has criado en un corral?

Una mujer de cabello moreno soltó una risotada aguda, un sonido como el graznido de un cuervo. El Tic Tac la miró de soslayo. La mujer calló al instante y bajó la mirada hacia el suelo de rejilla.

La puerta por la que el Chirlas le había hecho entrar se componía en realidad de dos puertas. A Jake le recordó las escotillas de las naves espaciales en las películas de ciencia ficción más inteligentes. El Chirlas cerró las dos, se volvió hacia el Tic Tac e hizo un ademán con el puño cerrado y el pulgar hacia arriba. El señor Tic Tac movió afirmativamente la cabeza y estiró el brazo con aire indiferente para pulsar un botón de un mueble parecido a un atril de conferenciante. Un motor empezó a resollar asmáticamente en el interior de la pared y los fluorescentes se oscurecieron de modo perceptible. Sonó un débil siseo de aire y el volante de la puerta interior giró hasta bloquearse. Jake supuso que el de la puerta exterior estaría haciendo lo mismo. Aquel lugar era una especie de refugio contra bombardeos, desde luego; no cabía ninguna duda. Cuando el motor se paró, los largos tubos de neón recobraron su anterior brillo.

—Muy bien —dijo el Tic Tac en tono afable. Empezó a recorrer a Jake con la vista, Jake tuvo la clara e incómoda sensación de estar siendo examinado y catalogado por un experto—. Ya estamos todos tranquilos y a salvo. Tan cómodos como se puede estar. ¿No es verdad, Bocina?

—¡Por supuesto! —respondió de inmediato un individuo alto y flaco vestido con un traje negro. Una especie de eccema le cubría la cara, y se rascaba obsesivamente.

—Lo he traído —intervino el Chirlas—. Te dije que podías confiar en mí, que yo te lo traería, y aquí está, ¿no?

—Lo has traído —asintió el Tic Tac—. Es verdad. Al final he llegado a dudar de tu capacidad para recordar la contraseña, pero…

La mujer morena soltó otra risotada chillona. El señor Tic Tac medio se volvió hacia ella, con una sonrisa perezosa en las comisuras de los labios, y antes de que Jake pudiera comprender lo que estaba ocurriendo —lo que ya había ocurrido—, la mujer se tambaleó hacia atrás abriendo mucho los ojos, por la sorpresa y el dolor, y sujetando entre las manos un extraño tumor que le había crecido en el centro del pecho en un instante.

Jake se dio cuenta de que el señor Tic Tac había hecho una especie de gesto mientras se volvía, un gesto tan rápido que no había sido más que un centelleo. La delgada empuñadura blanca que sobresalía de la vaina colgada del hombro del señor Tic Tac había desaparecido. El puñal estaba ahora al otro lado del cuarto, clavado en el pecho de la mujer morena. El Tic Tac había desenvainado y lo había lanzado con una velocidad tan asombrosa que, ajuicio de Jake, ni siquiera Roland habría podido igualarla. Había sido como un malévolo truco de prestidigitación.

Los demás contemplaron en silencio cómo la mujer avanzaba vacilante hacia el Tic Tac entre sonidos roncos, estrangulados, apretando sin fuerzas la empuñadura del cuchillo. Al pasar junto a una lámpara de pie le dio un golpe con la cadera, y el llamado Bocina se precipitó a sostenerla antes de que pudiera caer y romperse. El Tic Tac no se movió lo más mínimo; permaneció sentado con la pierna colgada del brazo del sillón, observando a la mujer sin alterar su sonrisa perezosa.

La mujer tropezó con el borde de una alfombra y empezó a caer hacia delante. El señor Tic Tac volvió a moverse con pasmosa velocidad, retirando el pie que colgaba del brazo del trono y proyectándolo de nuevo como un pistón. La bota se hundió en el estómago de la mujer morena y la hizo salir despedida hacia atrás. Un chorro de sangre le manó de la boca y salpicó los muebles. Chocó contra la pared, resbaló hacia el suelo y acabó sentada con la barbilla apoyada en el esternón. A Jake le hizo pensar en uno de esos mexicanos que aparecen en las películas echando una siesta contra una pared de adobe. Se le hacía difícil creer que hubiera podido pasar de la vida a la muerte a tan terrible velocidad. Los tubos fluorescentes convertían el cabello de la mujer en una bruma medio roja y medio azul. Sus ojos vidriosos contemplaban fijamente al Tic Tac con incredulidad terminal.

—Ya le había advertido que esa risa le daría un disgusto —comentó el Tic Tac. Posó la mirada en la otra mujer, una pelirroja corpulenta que parecía una conductora de camiones de largo recorrido—. ¿No es verdad, Tilly?

—Sí —asintió Tilly al instante. Tenía los ojos relucientes de miedo y excitación, y se lamía obsesivamente los labios—. Ya lo creo que se lo advertiste; muchas, muchas veces. De eso puedo dar fe con mi sello.

—Quizá sí, si pudieras meter la mano por tu gordo culo lo bastante arriba para encontrarlo —replicó el Tic Tac—. Tráeme el cuchillo, Brandon, y procura limpiarle el hedor de esa ramera antes de ponérmelo en la mano.

Un sujeto bajo y patizambo se apresuró a cumplir el encargo. Al principio el puñal se negaba a salir; por lo visto, había quedado encajado en el esternón de la desdichada mujer morena. Brandon, aterrorizado, miró de soslayo al señor Tic Tac y volvió a tirar con más fuerza.

El Tic Tac, empero, parecía haber olvidado por completo a Brandon y a la mujer que había muerto literalmente de risa. Tenía los brillantes ojos verdes fijos en algo que le interesaba mucho más que la muerta.

—Ven aquí, capullito —ordenó—. Quiero verte mejor.

El Chirlas le dio un empujón. Jake salió despedido hacia delante y habría caído si las robustas manos del Tic Tac no lo hubieran sujetado por los hombros. Luego, cuando estuvo seguro de que Jake había recobrado el equilibrio, el Tic Tac aferró la muñeca izquierda del muchacho y la levantó. El Seiko de Jake había llamado su atención.

—Si esto de aquí es lo que me parece, sin duda alguna se trata de un augurio —declaró el Tic Tac—. Habla, muchacho: ¿qué es este sigul que llevas?

Jake, que no tenía la menor idea de lo que era un sigul, solo podía esperar lo mejor.

—Es un reloj de pulsera, señor Tic Tac. Pero no funciona.

El Bocina soltó una risita entre dientes, y al ver que el Tic Tac volvía la cabeza hacia él se tapó apresuradamente la boca con las dos manos. Al cabo de un instante, el Tic Tac miró de nuevo a Jake y su rostro ceñudo dio paso a una radiante sonrisa. Contemplar aquella sonrisa casi hacía olvidar que lo que había contra la pared era una mujer muerta y no un mexicano de película echando una siesta arrimado a la pared. Contemplarla casi hacía olvidar que aquella gente estaba loca, y que el señor Tic Tac era probablemente el interno más loco de todo el manicomio.

—Un reloj de pulsera… —repitió el Tic Tac, asintiendo con la cabeza—. Sí, una idea muy ingeniosa, si se desea mirar el reloj con frecuencia. ¿Eh, Brandon? ¿Eh, Tilly? ¿Eh, Chirlas?

Todos respondieron con anhelantes afirmaciones. El señor Tic Tac los recompensó con su sonrisa cautivadora y se volvió de nuevo hacia Jake. Fue entonces cuando Jake advirtió que la sonrisa, cautivadora o no, no se extendía en absoluto a los ojos verdes del Tic Tac. Su expresión era la misma que desde un principio: fría, cruel y curiosa.

Alargó un dedo hacia el Seiko, que ahora aseguraba que eran las siete y noventa y un minutos —de la mañana y de la tarde a la vez—, y lo retiró justo antes de tocar el cristal de la pantalla digital.

—Dime, querido niño, ¿está entrampado este reloj de pulsera tuyo?

—¿Cómo? ¡Ah! No, no está entrampado. —Jake tocó con el dedo la esfera del reloj.

—Eso no demuestra nada, si está sintonizado a la frecuencia de tu cuerpo —objetó el Tic Tac. Lo dijo en el tono seco y desdeñoso que utilizaba el padre de Jake cuando no quería que la gente adivinara que no tenía la menor idea de lo que estaba hablando. El Tic Tac echó un vistazo a Brandon, y Jake lo vio sopesar los pros y los contras de nombrar al patizambo su tocador oficial de relojes. Sin embargo, acabó rechazando la idea y miró a Jake a los ojos—. Si esta cosa me da una descarga, amiguito, dentro de treinta segundos te estarás asfixiando con tus propias pelotas.

Jake tragó saliva pero no dijo nada. El señor Tic Tac volvió a alargar el dedo y esta vez dejó que se posara sobre la esfera del Seiko. Apenas lo tocó, todos los números se pusieron a cero e iniciaron de nuevo la cuenta.

El Tic Tac había entrecerrado los ojos en una mueca de inminente dolor. Al comprobar que no se producía, las comisuras de los párpados se arrugaron en la primera sonrisa auténtica que el chico le había visto. Jake pensó que en parte era una sonrisa de placer por el valor que había demostrado, pero sobre todo de admiración e interés.

—¿Puedo quedármelo? —le preguntó con voz suave—. Como gesto de buena voluntad, por así decir. De hecho soy un gran aficionado a los relojes, mi capullito querido; vaya si lo soy.

—Se lo ruego. —Jake se quitó inmediatamente el reloj y lo depositó en la manaza que le presentaba el Tic Tac.

—Habla como un auténtico caballerete de calzones de seda, ¿verdad? —observó alegremente el Chirlas—. En los viejos tiempos se habría pagado un precio muy alto por el regreso de alguien como él, Tiqui, vaya si no. Caramba, mi propio padre…

—Tu padre murió tan podrido de mandrus que ni siquiera los perros quisieron comérselo —le interrumpió el señor Tic Tac—. Cierra el pico, idiota.

Al principio el Chirlas pareció enfurecido… pero luego simplemente estaba avergonzado. Se dejó caer en una butaca cercana y cerró la boca.

El Tic Tac, entretanto, estudiaba la pulsera extensible del Seiko con expresión maravillada. La estiró al máximo, la soltó, volvió a estirarla al máximo, volvió a soltarla. Metió un mechón de pelo entre los eslabones separados y se echó a reír cuando lo atraparon al cerrarse. Finalmente, introdujo la mano por la pulsera y se subió el reloj hasta la mitad del antebrazo. A Jake le pareció que aquel recuerdo de Nueva York quedaba muy extraño allí, pero no dijo nada.

—¡Maravilloso! —exclamó el Tic Tac—. ¿De dónde lo has sacado, capullito?

—Me lo regalaron mis padres el día de mi cumpleaños —respondió Jake.

Al oírlo, el Chirlas se inclinó hacia delante, quizá con la intención de volver a sugerir la idea de pedir un rescate. Sin embargo, la mirada resuelta del Tic Tac hizo que lo pensara mejor y volvió a hundirse en el sillón sin haber hablado.

—¿Ah, sí? —se extrañó el Tic Tac, y enarcó las cejas. Había descubierto el botoncito que iluminaba la esfera y no cesaba de apretarlo, observando cómo la luz se encendía y se apagaba. A continuación miró de nuevo a Jake con ojos casi cerrados que volvían a ser brillantes rendijas verdes—. Dime una cosa, capullito: ¿esto funciona con un circuito unipolar o dipolar?

—Con ninguno de los dos —contestó Jake; no sabía que el no reconocer que ignoraba el significado de esos términos iba a acarrearle muchos problemas más adelante—. Funciona con una pila de níquel y cadmio. O al menos eso creo. No he tenido que cambiarla nunca, y hace mucho que perdí el folleto de instrucciones.

El señor Tic Tac se lo quedó mirando un buen rato sin decir nada, y Jake advirtió con desaliento que el gigante rubio había empezado a sospechar que Jake se burlaba de él. Si decidía que se estaba burlando de él, Jake tenía la impresión de que los malos tratos que había sufrido de camino hacia allí parecerían cosquillas en comparación con lo que el señor Tic Tac podía hacerle. De pronto sintió la necesidad de llevar los pensamientos del Tic Tac por otros derroteros; lo deseó más que nada en el mundo. Así que dijo lo primero que le pasó por la cabeza.

—Era su abuelo, ¿verdad?

El señor Tic Tac enarcó las cejas en una expresión interrogativa. Posó de nuevo las manos sobre los hombros de Jake y, aunque no apretaba, Jake pudo percibir su fuerza fenomenal. Si al Tic Tac se le antojaba apretar más y tirar bruscamente hacia delante, le rompería las clavículas como si fueran lápices. Si empujaba, seguramente le rompería la espalda.

—¿Quién era mi abuelo, capullito?

Jake contempló de nuevo la imponente cabeza del Tic Tac, sus nobles facciones y sus anchos hombros, y recordó las palabras de Susannah: «¡Mira qué tamaño, Roland! ¡Supongo que tuvieron que engrasarlo para meterlo en la cabina!».

—El hombre del avión. David Quick.

El señor Tic Tac abrió mucho los ojos, sorprendido y desconcertado. Seguidamente echó la cabeza atrás y lanzó una atronadora carcajada que resonó en el techo abovedado. Los demás sonrieron con nerviosismo, pero ninguno se atrevió a reírse abiertamente…; no, en vista de lo que le había ocurrido a la mujer morena.

—No sé quién eres ni de dónde vienes, muchacho, pero eres el punto más fino que el Tic Tac ha encontrado en muchos años. Quick era mi bisabuelo, no mi abuelo, pero te has acercado bastante. ¿No te parece, Chirlas, amigo mío?

—Ay —concedió el Chirlas—. Es fino, desde luego. Yo mismo habría podido decírtelo. Pero también es muy impertinente.

—Sí —dijo el señor Tic Tac en tono pensativo. Le apretó los hombros con más fuerza y lo atrajo hacia su rostro sonriente, apuesto y lunático—. Ya me doy cuenta de que es un impertinente. Se le ve en los ojos. Pero eso ya lo arreglaremos nosotros, ¿verdad, Chirlas?

No le está hablando al Chirlas, pensó Jake. Me lo dice a mí. Cree que me está hipnotizando… y a lo mejor es cierto.

—Ay —suspiró el Chirlas.

Jake sintió que se ahogaba en aquellos grandes ojos verdes. Aunque el Tic Tac seguía sin apretar demasiado, descubrió que no le llegaba suficiente aire a los pulmones. Hizo acopio de todas sus fuerzas en un intento de romper el dominio que el gigante rubio ejercía sobre él, y otra vez pronunció las primeras palabras que le vinieron a la mente.

—Así cayó lord Perth, y la tierra tembló con ese trueno.

Su efecto sobre el Tic Tac fue como el de un bofetón en plena cara. Se echó atrás, entornó los ojos y le apretó dolorosamente los hombros.

—¿Qué has dicho? ¿Dónde has oído eso?

—Me lo dijo un pajarito —replicó Jake con insolencia calculada, y al instante se halló volando a través del cuarto.

Si hubiera chocado de cabeza contra la pared curva, habría perdido el conocimiento o se habría matado. Sin embargo dio con una cadera, rebotó y cayó desmadejado sobre la rejilla del suelo. Sacudió la cabeza, aturdido, miró en derredor y se encontró cara a cara con la mujer que no estaba echando una siesta. Lanzó un grito sobresaltado y se alejó rápidamente a gatas. El Bocina le pegó una patada en el pecho que le hizo caer de espaldas. Jake permaneció tendido en el suelo, contemplando el nudo de colores en que se unían los fluorescentes. Al cabo de un instante el rostro del Tic Tac llenó todo su campo visual. El hombre tenía los labios apretados en una fina línea recta, las mejillas encendidas de color y una sombra de miedo en los ojos. El adorno de cristal en forma de ataúd que llevaba colgado del cuello oscilaba justo delante de los ojos de Jake, balanceándose suavemente de un lado a otro al extremo de la cadena de plata, como si imitara el péndulo del reloj encerrado en su interior.

—El Chirlas tiene razón —afirmó. Cogió a Jake por la camisa y lo levantó de un tirón—. Eres un impertinente. Pero a mí no me vengas con impertinencias, capullito. No me vengas nunca con impertinencias. ¿Has oído decir que hay gente que tiene la mecha corta? Bien, pues yo ni siquiera tengo mecha, y hay miles que podrían atestiguarlo si no les hubiera cerrado la boca para siempre. Si vuelves a mencionar el nombre de lord Perth delante de mí, te arrancaré la tapa del cráneo y me comeré tu cerebro. No quiero que se cuente esa historia de mala suerte en la Cuna de los Grises. ¿Me has entendido?

Agitó a Jake de un lado a otro como si fuera un trapo, y el chico se echó a llorar.

—¿Me has entendido?

—¡S-s-sí!

—Bien. —Dejó a Jake en el suelo, donde se balanceó como un borracho mientras se enjugaba los ojos chorreantes, cubriéndose las mejillas de manchas de suciedad tan oscuras que parecían rímel corrido—. Ahora, capullito de mi corazón, vamos a tener una sesión de preguntas y respuestas. Yo haré las preguntas y tú me darás las respuestas. ¿Entendido?

Jake no contestó. Estaba mirando uno de los paneles de la rejilla de ventilación que circundaba la sala.

El señor Tic Tac le cogió la nariz entre dos dedos y se la retorció cruelmente.

—¿Me has entendido?

—¡Sí! —gritó Jake. Sus ojos, anegados de lágrimas de dolor y terror, regresaron al rostro del Tic Tac. Quería seguir mirando la rejilla de ventilación, sentía la desesperada necesidad de comprobar que lo que había visto allí no era un simple truco de su mente despavorida y ofuscada, pero no se atrevía a hacerlo. Temía que algún otro (el propio Tic Tac, seguramente) le siguiera la mirada y viera lo mismo que él.

—Bien. —El Tic Tac volvió hacia su sillón arrastrando a Jake de la nariz, se sentó y pasó otra vez la pierna sobre el apoyabrazos—. Vamos a tener una agradable conversación. Empezaremos por tu nombre, si te parece. ¿Puede saberse cómo te llamas, capullito?

—Jake Chambers. —Con la nariz completamente aplastada, su voz sonó nasal y confusa.

—¿Y eres un «no-ver»,[13] Jake Chambers?

Jake creyó por un instante que era una manera peculiar de preguntarle si era ciego…, aunque todos podían darse perfecta cuenta de que no lo era.

—No comprendo lo que…

El Tic Tac lo sacudió por la nariz de un lado a otro.

—¡No-ver! ¡No-ver! ¿Dejarás de jugar conmigo, muchacho?

—No comprendo… —comenzó Jake, y entonces vio la vieja metralleta que colgaba del sillón y pensó en el Focke-Wulf estrellado. Las piezas del rompecabezas encajaron por fin—. No, no soy nazi. Soy norteamericano. Todo eso terminó mucho antes de que yo naciera.

El señor Tic Tac le soltó la nariz, que inmediatamente empezó a chorrear sangre.

—Si me lo hubieras dicho antes te habrías ahorrado muchas molestias, Jake Chambers… pero al menos ahora sabes cómo hacemos las cosas por aquí, ¿no es cierto?

Jake asintió.

—Pues claro. Está bien, empezaremos con las preguntas fáciles.

La mirada de Jake se deslizó de nuevo hacia la rejilla de ventilación. Lo que había visto antes aún estaba allí; no era solo una ilusión. Dos ojos bordeados de oro flotaban en la oscuridad tras el metal cromado de la rejilla.

Acho.

El Tic Tac le pegó una bofetada en la cara que le hizo retroceder hacia el Chirlas, quien de inmediato lo empujó hasta su posición anterior.

—Es hora de clase, corazón mío —le susurró el Chirlas—. ¡Procura estar atento a las lecciones! ¡Muuy atento, de veras!

—Mírame a la cara cuando te hable —dijo el Tic Tac—. Si no sabes mostrar respeto, Jake Chambers, te cortaré los huevos.

—Muy bien.

Los ojos verdes del Tic Tac brillaron amenazadoramente.

—Muy bien ¿qué?

Jake buscó a tientas la respuesta correcta, desechando por el momento la nube de preguntas y la repentina esperanza que le había amanecido en la mente. Y se le ocurrió la que hubiera servido en su propia Cuna de los Pubis, también conocida como la Piper School.

—¿Muy bien, señor?

El Tic Tac sonrió.

—Así me gusta, muchacho —aprobó, y se inclinó hacia él con los antebrazos apoyados en los muslos—. Ahora dime… ¿qué es un norteamericano?

Jake empezó a hablar, recurriendo a toda su fuerza de voluntad para no mirar hacia la rejilla de ventilación.

VEINTINUEVE

Roland enfundó la pistola, cogió el volante con las dos manos e intentó hacerlo girar. No se movió ni un milímetro. Eso no le sorprendió demasiado, pero presentaba un grave problema.

Acho permanecía junto a su bota izquierda, mirando con inquietud, esperando a que Roland abriera la puerta para poder reanudar el viaje hacia Jake. Al pistolero le habría gustado que fuera así de fácil. No servía de nada quedarse allí parado y esperar a que saliera alguien; podían pasar horas o incluso días antes de que uno de los grises decidiera utilizar aquella salida en particular. Y mientras él esperaba a que eso sucediera, el Chirlas y sus amigos podían tener la ocurrencia de despellejar vivo a Jake.

Apoyó la cabeza contra el acero pero no oyó nada. Eso tampoco le sorprendió. Había visto puertas como aquella mucho tiempo atrás; no era posible hacer saltar la cerradura a tiros, y ciertamente no era posible oír a través de ellas. Podía haber una puerta o podía haber dos frente a frente, con un espacio de aire muerto entre ellas. No obstante, en algún lugar tenía que haber un botón que hacía girar el volante y abría los cerrojos. Si Jake lograba llegar a ese botón, la cosa aún tenía arreglo.

Roland se daba cuenta de que no era del todo miembro de ese ka-tet, y barruntaba que incluso Acho era más plenamente consciente que él de la vida secreta que existía en el corazón del grupo (dudaba muchísimo de que el brambo hubiera seguido la pista de Jake solo con el olfato a través de aquellos túneles por los que corría el agua en arroyuelos contaminados). Sin embargo había podido ayudar a Jake cuando este intentaba cruzar desde su mundo. Había podido ver… y cuando Jake trataba de recuperar la llave que se le había caído, había podido enviarle un mensaje.

Esta vez debía tener mucho cuidado a la hora de enviar mensajes. En el mejor de los casos los grises se darían cuenta de que estaba pasando algo. Y en el peor, Jake podía malinterpretar lo que Roland intentaba decirle y hacer algo inconveniente.

Pero si pudiera ver…

Roland cerró los ojos y enfocó toda su concentración hacia Jake. Pensó en los ojos del chico y envió su ka a buscarlos.

Al principio no hubo nada, pero finalmente empezó a formarse una imagen. Era un rostro enmarcado por una larga cabellera rubia. Unos ojos verdes refulgían en sus profundas cuencas como luces en una caverna. Roland comprendió enseguida que se trataba del señor Tic Tac, y que era un descendiente del hombre que había muerto en el vehículo aéreo; interesante, pero de ningún valor práctico en aquella situación. Intentó mirar más allá del señor Tic Tac, ver el resto de la sala donde Jake estaba prisionero y las demás personas que había allí.

—Ake —susurró Acho, como si quisiera recordarle que aquel no era el momento ni el lugar de echar un sueñecito.

—Chitón —dijo el pistolero sin abrir los ojos.

Pero era inútil. Solo captaba fragmentos borrosos, seguramente porque Jake tenía concentrada toda su atención en el señor Tic Tac; todo lo demás no era sino una serie de indistintas figuras grises que aleteaban en los bordes de la percepción de Jake.

Roland volvió a abrir los ojos y se golpeó la palma de la mano derecha con el puño izquierdo. Tenía la sensación de que podía hacer un esfuerzo mayor y ver más… pero entonces habría muchas posibilidades de que el chico captara su presencia. Eso sería peligroso. El Chirlas podía olerse algo extraño, y si él no lo hacía, lo haría el señor Tic Tac.

Alzó la mirada hacia la estrecha rejilla de ventilación, y luego la bajó hacia Acho. En varias ocasiones se había preguntado hasta dónde alcanzaba exactamente su inteligencia; al parecer había llegado el momento de averiguarlo.

Roland alzó la mano buena, introdujo los dedos entre las láminas horizontales de la rejilla más cercana a la compuerta por la que había pasado Jake y dio un tirón. La rejilla se desprendió con una lluvia de polvo de óxido y musgo seco. El hueco que había tras ella era demasiado pequeño para un hombre… pero no para un bilibrambo. Dejó la rejilla en el suelo, levantó a Acho y le habló suavemente al oído.

—Ve… mira… vuelve. ¿Me entiendes? No dejes que te vean. Ve, mira y vuelve.

Acho le miró a los ojos y no dijo nada, ni siquiera el nombre de Jake. Roland ignoraba si había comprendido o no, pero perder el tiempo pensando en ello no mejoraría la situación. Dejó a Acho en el conducto de ventilación. El brambo olisqueó las briznas de musgo seco, estornudó con delicadeza y se quedó agazapado en la corriente de aire que hacía ondear su largo y sedoso pelo, contemplando indeciso a Roland con sus extraños ojos.

—Ve, mira y vuelve —repitió Roland en un susurro, y Acho se internó en la oscuridad, caminando sigilosamente, con las uñas retraídas.

Roland sacó otra vez el revólver e hizo lo más difícil. Esperar.

Acho regresó en menos de tres minutos. Roland lo bajó del conducto de ventilación y lo dejó en el suelo. Acho se lo quedó mirando con el largo cuello totalmente extendido.

—¿Cuántos hay, Acho? —le preguntó Roland—. ¿Cuántos has visto?

Durante un largo instante creyó que el brambo no iba a hacer nada más que seguir mirándolo con expresión ansiosa.

Después el animal levantó una pata con gesto vacilante, extendió las uñas y las contempló como si tratara de recordar algo muy difícil. Finalmente, empezó a golpear ligeramente el suelo metálico.

Uno… dos… tres… cuatro. Una pausa. Luego dos golpes más, rápidos y delicados, rascando apenas el acero con las uñas extendidas: cinco, seis. Acho hizo una nueva pausa y agachó la cabeza, como un chiquillo agobiado por la angustia de un titánico esfuerzo mental. A continuación dio un último golpecito en el suelo y alzó la mirada hacia Roland.

—¡Ake!

Seis grises… y Jake.

Roland cogió a Acho en brazos y lo acarició.

—¡Muy bien! —le musitó al oído. Se sentía casi abrumado de asombro y gratitud. Esperaba obtener algo, pero aquella respuesta tan precisa era sorprendente. Y tenía muy pocas dudas en cuanto a la exactitud de la cifra—. ¡Buen muchacho!

—¡Acho! ¡Ake!

Sí, Jake. Jake era el problema. Jake, al que había hecho una promesa que pensaba cumplir.

El pistolero caviló profundamente a su extraña manera, con esa combinación de puro pragmatismo e intuición desenfrenada que probablemente le venía de su peculiar abuela, Deidre la Loca, y que lo había mantenido con vida durante todos esos años mientras sus viejos compañeros desaparecían. Y ahora dependía de ella para mantener con vida también a Jake.

Cogió a Acho de nuevo, sabiendo que Jake quizá podría sobrevivir —quizá— pero que el brambo iba a morir casi con toda certeza. Susurró unas cuantas palabras sencillas junto a la oreja enhiesta de Acho y las repitió una y otra vez. Al fin dejó de hablar y lo depositó otra vez en el conducto de ventilación.

—Buen muchacho —musitó—. Vete ya. Hazlo. Mi corazón va contigo.

—¡Acho! ¡Azón! ¡Ake! —susurró el brambo, y se escabulló hacia la oscuridad.

Roland esperó a que se desataran todas las furias del infierno.

TREINTA

«Hazme una pregunta, Eddie Dean de Nueva York. Y procura que sea buena… porque si no lo es, tú y tu mujer vais a morir, vengáis de donde vengáis».

¿Y cómo se podía responder a una cosa así?

La luz roja se había apagado, y poco después reapareció la rosada.

—Daos prisa —les urgió la débil voz del Pequeño Blaine—. Está peor que nunca… ¡Daos prisa, si no, os matará!

Eddie era vagamente consciente de que las bandadas de palomas asustadas seguían revoloteando por la Cuna sin un propósito definido, y que algunas de ellas chocaban de frente contra las columnas y caían muertas al suelo.

—¿Qué quiere de nosotros? —le preguntó Susannah al altavoz y a la vocecita del Pequeño Blaine que se ocultaba tras él—. Por el amor de Dios, ¿qué es lo que quiere?

No hubo respuesta. Y Eddie empezó a sentir que cualquier período de gracia con el que hubieran podido contar al principio estaba expirando rápidamente. Pulsó el botón de HABLAR/ ESCUCHAR e interpeló a Blaine con frenética animación mientras el sudor le chorreaba por las mejillas y el cuello.

«Hazme una pregunta».

—¡Oye, Blaine! ¿Qué has estado haciendo estos últimos años? Creo que ya no sigues cubriendo tu recorrido de siempre, ¿verdad? ¿Alguna razón en especial? ¿Es que ya no te encuentras en forma?

Los únicos sonidos fueron el aleteo y el rumor de las palomas. Mentalmente vio a Ardis intentando gritar mientras se le derretían las mejillas y se le encendía la lengua. Notó que se le erizaba el pelo de la nuca. ¿Miedo? ¿Acumulación de electricidad?

«Daos prisa… Está peor que nunca».

—A propósito, ¿quién te construyó? —prosiguió frenéticamente Eddie, y pensó: ¡Si al menos supiera qué quiere de nosotros la maldita máquina!—. ¿Quieres hablar de eso? ¿Fueron los grises? Qué va, seguramente los Grandes Antiguos, ¿no? O quizá…

Dejó la frase en el aire. Percibía el silencio de Blaine como un peso físico sobre la piel, como unas manos carnosas que lo estuvieran palpando.

—¿Qué quieres? —gritó al fin—. ¿Se puede saber qué coño quieres oír?

No hubo contestación, pero los botones del interfono empezaron a brillar de nuevo con un rojo furioso, y Eddie comprendió que se les acababa el tiempo. Había empezado a oír un zumbido grave en las cercanías —un zumbido como el de un generador eléctrico— y no creía que ese sonido fuera fruto de su imaginación, por más que le hubiera gustado creerlo así.

—¡Blaine! —gritó Susannah de súbito—. ¿Me oyes, Blaine?

Tampoco esta vez hubo respuesta, y Eddie notó que el aire se cargaba de electricidad como se llena de agua un tazón situado bajo el grifo. La sentía crepitar amargamente en la nariz a cada respiración; sentía que sus entrañas zumbaban como insectos irritados.

—¡Tengo una pregunta, Blaine, y es bastante buena! ¡Escucha! —dijo Susannah. Cerró los ojos por unos instantes, se frotó nerviosamente las sienes y volvió a abrirlos de nuevo—. Hay una cosa que… ah… que nada es, pero tiene nombre. A veces es larga y… y a veces breve… —Hizo una pausa y miró a Eddie con los ojos muy abiertos y llenos de ansiedad—. ¡Ayúdame! ¡No recuerdo cómo sigue!

Eddie se la quedó mirando como si se hubiera vuelto loca. ¿De qué hablaba, por Dios bendito? Entonces captó la idea y le encontró un sentido perfecto de puro descabellado. El resto del acertijo se colocó por sí solo en su lugar como las dos últimas piezas de un rompecabezas.

—Está presente en nuestras conversaciones y en nuestras diversiones, y participa en todos los juegos. ¿Qué es? Esta es la pregunta, Blaine: ¿qué es?

La luz roja que iluminaba los botones de COMANDO y ENTRAR situados bajo el conjunto de números parpadeó y se apagó. Hubo un interminable momento de silencio antes de que Blaine hablara de nuevo… pero Eddie se dio cuenta de que la sensación eléctrica que le hormigueaba en la piel estaba disminuyendo.

—UNA SOMBRA, POR SUPUESTO —respondió la voz de Blaine—. MUY FÁCIL… PERO NO ESTÁ MAL. NO ESTÁ NADA MAL.

La voz que surgía del interfono estaba animada por una calidad reflexiva, y por otra cosa además. ¿Placer? ¿Anhelo? Eddie no pudo identificarlo, pero era consciente de que había algo en esa voz que le recordaba a la del Pequeño Blaine. Y también era consciente de otra cosa: Susannah les había salvado el pellejo, al menos por el momento. Se inclinó y le besó la frente, fría y sudorosa.

—¿SABÉIS MÁS ADIVINANZAS? —preguntó Blaine.

—Sí, muchísimas —respondió Susannah al instante—. Nuestro compañero Jake tiene un libro lleno de ellas.

—¿DEL DONDE LLAMADO NUEVA YORK? —quiso saber Blaine, y esta vez su tono de voz fue perfectamente diáfano, al menos para Eddie. Blaine podía ser una máquina, pero Eddie había sido adicto a la heroína durante seis años y reconocía una voz ansiosa cuando la oía.

—De Nueva York, sí —contestó Eddie—. Pero Jake ha caído prisionero. Se lo llevó un hombre llamado Chirlas.

No hubo respuesta, y de pronto los botones volvieron a relucir con aquella tenue luz rosa.

—De momento vais bien —susurró la vocecita del Pequeño Blaine—. Pero debéis tener cuidado… Es muy imprevisible.

Las luces rojas reaparecieron al instante.

—¿HABÉIS DICHO ALGO? —La voz de Blaine era fría, y Eddie hubiera jurado que suspicaz.

Miró a Susannah. Susannah le devolvió la mirada con los ojos de una niñita que ha oído moverse insidiosamente algo espantoso bajo la cama.

—He carraspeado, Blaine —dijo Eddie. Tragó saliva y se enjugó el sudor de la frente con el antebrazo—. Estoy… ¡Mierda! Te diré la verdad, y ríete de mí si quieres: estoy muerto de miedo.

—MUY ACERTADO POR TU PARTE. ESAS ADIVINANZAS DE QUE ME HABLÁIS… ¿SON ESTÚPIDAS? NO CONSENTIRÉ QUE PONGÁIS A PRUEBA MI PACIENCIA CON ADIVINANZAS ESTÚPIDAS.

—La mayor parte son muy inteligentes —le aseguró Susannah, pero miró a Eddie con nerviosismo mientras lo decía.

—MIENTES. NO CONOCES EN ABSOLUTO LA CALIDAD DE LAS ADIVINANZAS.

—¿Cómo puedes decir…?

—ANÁLISIS VOCAL. LOS MODELOS DE FRICCIÓN Y LAS PAUTAS DE ÉNFASIS/TENSIÓN EN LOS DIPTONGOS PROPORCIONAN UN COCIENTE FIABLE DE VERACIDAD/FALSEDAD. LA FIABILIDAD PREDICTIVA ES DE UN 97%, MÁS O MENOS 0,5%. —La voz permaneció unos instantes en silencio, y cuando volvió a hablar lo hizo con un acento amenazador que a Eddie le resultó muy conocido. Era la voz de Humphrey Bogart—. TE ACONSEJO QUE TE ATENGAS A LO QUE SABES, MUÑECA. EL ÚLTIMO QUE INTENTÓ PASARSE DE LISTO CONMIGO ACABÓ EN EL FONDO DEL SEND CON UNAS BOTAS DE CEMENTO.

—¡Dios mío! —exclamó Eddie—. Hemos caminado seiscientos o setecientos kilómetros para conocer la versión informatizada de Rich Little. Blaine, ¿cómo puedes imitar a actores de nuestro mundo como John Wayne y Humphrey Bogart?

Nada.

—De acuerdo, no quieres responder a esta pregunta. A ver qué te parece esta otra: si lo que querías oír era una adivinanza, ¿por qué no lo dijiste desde un principio?

Tampoco ahora hubo respuesta, pero Eddie descubrió que en realidad no era necesaria. A Blaine le gustaban las adivinanzas, de modo que les había propuesto una. Susannah la había resuelto. Eddie estaba seguro de que si no lo hubiera hecho, ahora estarían convertidos los dos en algo semejante a un par de paquetes de carbón para barbacoa de tamaño superfamiliar abandonados en el suelo de la Cuna de Lud.

—¿Blaine? —preguntó Susannah con inquietud. No hubo respuesta—. ¿Sigues ahí, Blaine?

—SÍ. PROPONEDME OTRA.

—¿Cuándo una puerta no es una puerta?

—CUANDO ES UNA JARRA. TENDRÉIS QUE PENSAR EN ALGO MEJOR SI DE VERAS PRETENDÉIS QUE OS LLEVE A ALGUNA PARTE. ¿SERÉIS CAPACES?

—Si llega Roland, estoy segura de que sí —contestó Susannah—. Al margen de la calidad de las adivinanzas que hay en el libro de Jake, Roland conoce centenares; de hecho las estudiaba en la escuela de pequeño. —Después de decirlo, Susannah se dio cuenta de que le resultaba imposible imaginarse a Roland de pequeño—. ¿Nos llevarás, Blaine?

—PODRÍA SER —concedió Blaine, y Eddie tuvo la seguridad de que oía una oscura vena de crueldad en su voz—. PERO SI QUERÉIS QUE ME PONGA EN MARCHA, TENDRÉIS QUE LLAMAR A LOS PRIMOS DEL PORTERO, Y EMPEZANDO AL REVÉS.

—¿Y eso qué quiere decir? —preguntó Eddie, contemplando el aerodinámico lomo rosado de Blaine por entre los barrotes. Pero Blaine no respondió a esta ni a ninguna de las preguntas que le hicieron. Las brillantes luces naranja permanecieron encendidas, pero tanto el Pequeño como el Gran Blaine parecían sumidos en un estado de hibernación. Sin embargo, Eddie no se lo tragó. Blaine estaba despierto. Blaine los estaba observando. Blaine escuchaba sus modelos de fricción y sus pautas de énfasis/tensión en los diptongos.

Se volvió hacia Susannah:

—«Tendréis que llamar a los primos del portero, y empezando al revés» —recitó con voz desconsolada—. Es un acertijo, ¿no?

—Sí, naturalmente. —Susannah miró la ventanilla triangular, tan parecida a un ojo burlón semientornado, y atrajo a Eddie hacia sí para poder hablarle al oído—. Está completamente loco, Eddie: esquizofrénico, paranoico y seguramente también sufre alucinaciones.

—Y que lo digas —asintió él en un susurro—. Lo que tenemos aquí es un genio chiflado y fantasma de ordenador monorraíl que se pirra por las adivinanzas y puede superar la velocidad del sonido. Bienvenidos a la versión fantástica de Alguien voló sobre el nido del cuco.

—¿Tienes idea de cuál puede ser la respuesta?

Eddie meneó la cabeza.

—No. ¿Y tú?

—Un cosquilleo en el fondo de la mente. Una luz falsa, seguramente. No dejo de pensar en lo que nos dijo Roland: una buena adivinanza siempre es racional y siempre tiene solución. Es como un truco de magia.

—Te confunde.

Ella asintió.

—Ve a pegar otro tiro, Eddie. Que sepan que aún estamos aquí.

—Sí. Ojalá pudiéramos saber si ellos aún están allí.

—¿Tú qué crees, Eddie?

Eddie ya había echado a andar y respondió sin detenerse ni mirar atrás.

—No lo sé. Esa es una adivinanza que ni siquiera Blaine puede contestar.

TREINTA Y UNO

—¿Podría beber algo? —preguntó Jake. Le salió una voz felpuda y nasal. Tanto la boca como su maltratada nariz se le estaban hinchando. Parecía el que se ha llevado la peor parte en una furiosa riña callejera.

—Sí, claro —respondió el Tic Tac en tono sensato—. Podrías. No cabe la menor duda de que podrías beber algo. Tenemos muchísimo para beber, ¿no es así, Víbora?

—¡Por supuesto! —asintió un individuo alto y con gafas que vestía camisa de seda blanca y pantalones de seda negra. Parecía un profesor universitario de una caricatura de Punch de principios de siglo—. Aquí no escasean los suministros líquidos.

El señor Tic Tac, otra vez repantigado en su trono, miró a Jake con cara de buen humor.

—Tenemos distintas clases de vino y cerveza, y un agua excelente, por descontado. A veces es lo que pide el cuerpo, ¿no crees? Agua clara, fresca y burbujeante. ¿Qué tal suena eso, capullito?

La garganta de Jake, también inflamada y rasposa como papel de lija, le ardía dolorosamente.

—Suena bien —susurró.

—Figúrate que hasta a mí me ha entrado sed —le confesó el Tic Tac. Ensanchó los labios en una sonrisa. Le chispearon los ojos—. Trae una jarra de agua, Tilly; no sé dónde he dejado los modales.

Tilly salió por la compuerta del lado opuesto de la sala, situada justo enfrente de aquella por la que habían entrado Jake y el Chirlas. El chico la siguió con la vista y se lamió los labios resecos.

—Vamos a ver —comenzó el Tic Tac, y miró de nuevo a Jake—. Has dicho que la ciudad norteamericana de la que vienes, esa Nueva York, se parece mucho a Lud.

—Bueno… No exactamente…

—Pero reconoces algunas máquinas —insistió el Tic Tac—. Válvulas, bombas y cosas así. Por no hablar de los tubos lucíferos.

—Sí. Nosotros los llamamos fluorescentes, pero es lo mismo.

De pronto, el Tic Tac alargó la mano hacia él. Jake se encogió, pero el Tic Tac se limitó a darle una palmadita en el hombro.

—Sí, sí; más o menos lo mismo. —Le brillaron los ojos—. ¿Y sabes qué es un ordenador?

—Sí, claro, pero…

Tilly volvió con el agua y se acercó tímidamente al trono del señor Tic Tac, que cogió la jarra y la alzó hacia Jake. Cuando Jake hizo ademán de cogerla, el Tic Tac la apartó y empezó a beber. Mientras veía resbalar el agua de la boca del Tic Tac y caer sobre su pecho desnudo, Jake se puso a temblar. No pudo evitarlo.

El Tic Tac lo miró por encima del borde de la jarra, como si acabara de recordar que Jake aún estaba ante él. A su espalda, el Chirlas, el Víbora, Brandon y el Bocina sonreían maliciosamente como colegiales que acaban de oír un divertido chiste verde.

—¡Caramba! ¡He empezado a pensar en la sed que tenía y me he olvidado por completo de ti! —exclamó el Tic Tac—. ¡Que grosería por mi parte! ¡Los dioses me maldigan la vista! Pero, claro, me ha parecido tan buena… Y realmente es buena… fresca… transparente…

Le ofreció la jarra a Jake. Cuando fue a cogerla, volvió a apartarla.

—Capullito, antes me dirás qué sabes sobre ordenadores dipolares y circuitos transitivos —exigió con voz fría.

—¿Qué…? —Jake desvió la mirada hacia la rejilla de ventilación, pero tampoco esta vez pudo ver los ojos dorados del brambo. Empezaba a creer que los había imaginado. Llevó la vista hacia el señor Tic Tac, seguro al menos de una cosa: no pensaba darle agua. Había sido una estupidez soñar siquiera que se la daría—. ¿Qué es un ordenador dipolar?

Las facciones del señor Tic Tac se contrajeron de ira; arrojó el agua que quedaba al rostro magullado e hinchado de Jake.

—¡No me vengas ahora con esas! —chilló. Se quitó el reloj Seiko y se lo pasó por las narices a Jake—. ¡Cuando te he preguntado si funcionaba con un circuito dipolar, me has dicho que no! ¡Así que no me vengas ahora con que no sabes de qué hablo cuando ya has dejado claro que sí!

—Pero… Pero… —Jake no pudo seguir. Le daba vueltas la cabeza de miedo y confusión. Vagamente se dio cuenta de que estaba lamiéndose toda el agua que podía de los labios.

—¡Justo debajo de nosotros hay miles de esos jodidos ordenadores dipolares, quizá incluso cien mil, y el único que aún funciona no hace más que jugar a «miradme» y poner en marcha los tambores! ¡Quiero esos ordenadores! ¡Quiero que trabajen para mí!

El señor Tic Tac abandonó el trono de un salto, agarró a Jake, lo sacudió con violencia y acabó arrojándolo al suelo. Jake chocó con una de las lámparas y la hizo caer; la bombilla estalló con una especie de tos ronca. Tilly soltó un gritito y dio un paso atrás, con los ojos abiertos y asustados. El Víbora y Brandon cruzaron una mirada nerviosa.

El Tic Tac se inclinó hacia delante, con los codos sobre los muslos, y le gritó a la cara.

—¡¡Los quiero para mí Y ESTOY DISPUESTO A CONSEGUIRLOS!!

En la sala se hizo el silencio, roto únicamente por el suave zumbido del aire caliente que entraba por las rejillas. De pronto la rabia congestionada desapareció del rostro del Tic Tac, como si jamás hubiera existido, para dar paso a otra sonrisa encantadora. El gigante se inclinó un poco más y ayudó a Jake a incorporarse.

—Lo siento. A veces me pongo a pensar en las posibilidades que ofrece este lugar y pierdo el mundo de vista. Te ruego que aceptes mis disculpas, capullito. —Recogió la jarra volcada y la lanzó hacia Tilly—. ¡Llena esto, zorra inútil! ¿Se puede saber qué te pasa?

Volvió la atención a Jake, sin dejar de exhibir su sonrisa de presentador de televisión.

—Muy bien; ya has hecho tu bromita y yo he hecho la mía.

Ahora dime todo lo que sepas sobre ordenadores dipolares y circuitos transitivos. Luego podrás beber.

Jake abrió la boca para decir algo —no tenía ni idea de qué— y entonces pasó algo increíble: la voz de Roland inundó su mente.

«Distráelos, Jake… y si hay un botón que abra la puerta, procura acercarte».

El señor Tic Tac lo miraba muy fijamente.

—Se te ha ocurrido algo, ¿verdad, capullito? Siempre me doy cuenta. No lo guardes en secreto; díselo a tu buen amigo Tiqui.

Jake captó un movimiento con el rabillo del ojo. Aunque no se atrevió a mirar la rejilla de ventilación —tenía toda la atención del Tic Tac centrada en él—, supo que Acho había regresado y estaba mirando por las ranuras.

Tenía que distraerlos… y de pronto supo cómo hacerlo.

—Se me ha ocurrido algo —asintió—, pero no se refiere a los ordenadores. Se refiere a mi viejo amigo el Chirlas. Y a su viejo amigo el Bocina.

—¡Oye, oye! —saltó el Chirlas—. ¿De qué estás hablando, muchacho?

—¿Por qué no le dices al Tic Tac quién te dio realmente la contraseña, Chirlas? Y entonces yo le diré dónde la guardas.

La mirada perpleja del Tic Tac pasó de Jake al Chirlas.

—¿Qué está diciendo?

—¡Nada! —replicó el Chirlas, pero no pudo reprimir una fugaz mirada al Bocina—. Solo está diciendo tonterías para salirse de la mierda echándomela a mí encima, Tiqui. ¡Ya te he dicho que es un impertinente! ¿No te dije…?

—¿Por qué no mira qué lleva en el pañuelo? —sugirió Jake—. Tiene un trozo de papel con la contraseña escrita. Tuve que leérsela yo porque ni siquiera fue capaz de hacerlo él mismo.

Esta vez no apareció de pronto la rabia en el rostro del Tic Tac sino que se le fue oscureciendo gradualmente, como un cielo de verano antes de una terrible tormenta eléctrica.

—Déjame ver el pañuelo, Chirlas —dijo con voz tensa y contenida—. Deja que tu viejo compañero le eche una miradita.

—¡Te digo que es mentira! —gritó el Chirlas, poniéndose las manos sobre el pañuelo y retrocediendo dos pasos hacia la pared. Justo por encima de él relucían los ojos de Acho bordeados de oro—. ¡Solo tienes que mirarle la cara para darte cuenta de que lo que mejor sabe hacer un capullito impertinente como este es mentir!

El señor Tic Tac clavó los ojos en el Bocina, que parecía muerto de miedo.

—¿Qué dices tú? —le preguntó el Tic Tac con su terrible voz suave—. ¿Qué dices tú, Bocina? Ya sé que el Chirlas y tú sois compañeros de culo desde hace tiempo, y sé que tienes la inteligencia de un ganso degollado, pero seguramente ni siquiera tú puedes ser tan idiota para poner por escrito una contraseña de la cámara interior… ¿o sí? ¿Has podido hacerlo?

—Yo… Yo solo pensé… —comenzó el Bocina.

—¡Cállate! —gritó el Chirlas, y dirigió a Jake una mirada de odio visceral—. Te mataré por esto, corazoncito. Ya verás si no.

—Quítate el pañuelo, Chirlas —le ordenó el señor Tic Tac—. Quiero verlo por dentro.

Jake dio un paso furtivo hacia el atril donde estaban los botones.

—¡No! —El Chirlas volvió a llevarse las manos a la cabeza y apretó el pañuelo con fuerza, como si pudiera salir volando por su propia cuenta—. ¡Que me cuelguen si lo hago!

—Sujétalo, Brandon —dijo el Tic Tac.

Brandon se abalanzó sobre el Chirlas. La reacción del Chirlas no fue tan rápida como antes la del Tic Tac, pero sí lo suficiente; se agachó, sacó un cuchillo de la caña de la bota y se lo clavó a Brandon en el brazo.

—¡Ay, cabrón! —gritó Brandon por la sorpresa y el dolor mientras empezaba a correrle la sangre por el brazo.

—¡Mira qué has hecho! —chilló Tilly.

—¿Es que siempre tengo que ocuparme personalmente de todo? —gritó el Tic Tac, aparentemente más exasperado que enojado, y se puso en pie. El Chirlas retrocedió poco a poco, blandiendo el cuchillo ante la cara en lentos dibujos hipnóticos. La otra mano seguía firmemente plantada sobre el cráneo.

—Atrás —jadeó—. Te quiero como a un hermano, Tiqui, pero si no te echas atrás te enterraré esta hoja en las tripas, vaya si no.

—¿Tú? No creo —replicó el Tic Tac con una carcajada. Desenvainó el puñal y lo sostuvo con delicadeza por la empuñadura de hueso. Todos los ojos estaban fijos en ellos. Jake dio dos pasos rápidos hacia el atril y su grupito de botones y alargó la mano hacia el que creía que el Tic Tac había utilizado.

El Chirlas retrocedía siguiendo la pared curva, y los tubos de luz le pintaban la cara comida de mandrus en una sucesión de colores enfermizos: verde bilis, rojo fiebre, amarillo ictericia. Ahora era el señor Tic Tac quien se hallaba bajo la rejilla de ventilación desde la que Acho espiaba.

—Suéltalo, Chirlas —le invitó el Tic Tac en tono razonable—. Me has traído al chico, como yo quería; si alguien sale malparado de este asunto será el Bocina, no tú. Solo quiero que me enseñes…

Jake vio que Acho se agazapaba para saltar y comprendió dos cosas: lo que Acho iba a hacer y quién se lo había hecho hacer.

—¡No, Acho! —aulló.

Todos se volvieron a mirarlo. En ese instante saltó Acho, golpeando la frágil rejilla y haciéndola saltar. El señor Tic Tac giró bruscamente hacia el sonido y Acho le cayó en la cara vuelta hacia arriba, cubriéndosela de mordiscos y zarpazos.

TREINTA Y DOS

Roland lo oyó vagamente aun a través de la doble compuerta —«¡No, Acho!»— y se le cayó el alma a los pies. Esperó a que el volante girase, pero no ocurrió. Cerró los ojos y envió con todas sus fuerzas: «¡La puerta, Jake! ¡Abre la puerta!».

No percibió respuesta alguna, y las imágenes habían desaparecido. Su línea de comunicación con Jake, frágil desde un principio, se había interrumpido.

TREINTA Y TRES

El señor Tic Tac trastabilló y retrocedió, maldiciendo, gritando y tratando de aferrar la cosa convulsa que le mordía y le desgarraba la cara. Notó que las zarpas de Acho se le clavaban en el ojo izquierdo y lo arrancaban, y un horrible dolor rojo se le hundía en la cabeza como una antorcha en llamas arrojada a un profundo pozo. Agarró a Acho, se lo quitó de la cara y lo alzó sobre su cabeza, dispuesto a retorcerlo como un trapo.

—¡No! —protestó Jake. Se olvidó del botón que abría las puertas y cogió la metralleta colgada del respaldo del sillón.

Tilly soltó un chillido. Los otros se dispersaron. Jake apuntó la vieja arma alemana hacia el Tic Tac. Acho, colgado cabeza abajo de aquellas poderosas manazas y doblado casi al punto de romperse, se debatía furiosamente y lanzaba dentelladas al aire. Gritaba de agonía, con sonidos atrozmente humanos.

—¡Suéltalo, cabrón! —gritó Jake, y apretó el gatillo.

Tuvo suficiente presencia de ánimo para apuntar bajo. En aquel espacio cerrado el rugido de la Schmeisser calibre 40 resultó ensordecedor, aunque solo disparó cinco o seis balas. Uno de los tubos luminosos saltó hecho trizas en un estallido de frío fuego naranja. Apareció un agujero un par de centímetros por encima de la rodilla de los ceñidos pantalones del señor Tic Tac, e inmediatamente empezó a extenderse una mancha oscura. La boca del Tic Tac se abrió en una desconcertada «O» de sorpresa, una expresión que revelaba con mayor claridad de lo que podrían hacerlo las palabras que, con toda su inteligencia, el Tic Tac esperaba vivir una larga y dichosa vida en la que él disparaba contra la gente pero nadie disparaba contra él. Que disparasen contra él, bien, pero que llegaran a darle… Aquella expresión de sorpresa decía que eso sencillamente no entraba en las reglas del juego.

Bienvenido al mundo real, hijoputa, pensó Jake.

El Tic Tac dejó caer a Acho sobre el suelo de rejilla para sujetarse la pierna herida. El Víbora se echó encima de Jake y le pasó un brazo por el cuello, pero entonces Acho cayó sobre él entre agudos ladridos y empezó a morderle el tobillo a través de los pantalones de seda negra. El Víbora lanzó un grito y se alejó brincando para sacudirse a Acho del tobillo. Acho se aferraba como una lapa. Jake se volvió y vio al señor Tic Tac arrastrándose hacia él con el puñal entre los dientes.

—Adiós, Tiqui —se despidió Jake, y apretó de nuevo el gatillo de la Schmeisser. No pasó nada. Jake no sabía si estaba descargada o encasquillada, y no era momento para conjeturas. Retrocedió un par de pasos, hasta descubrir que el voluminoso sillón que el Tic Tac utilizaba como trono le cortaba el paso. Antes de que pudiera rodearlo y poner el sillón entre los dos, el Tic Tac le tenía cogido el tobillo. La otra mano fue a la empuñadura del cuchillo. Los restos del ojo izquierdo le colgaban sobre la mejilla como una masa de jalea de menta; el ojo derecho fulminaba a Jake con una mirada de odio demencial.

Jake intentó desasirse y cayó atravesado sobre el trono del señor Tic Tac. Su mirada se posó en una bolsa cosida en el interior del apoyabrazos de la derecha. Sobre la tira elástica que la cerraba sobresalía una culata de revólver de agrietada madreperla.

—¡Ah, capullito, cómo vas a sufrir! —susurró el señor Tic Tac, al borde del éxtasis. La «O» de sorpresa había dado paso a una ancha sonrisa temblorosa—. ¡Ah, cómo vas a sufrir! Y cómo voy a disfrutar… ¿Qué?

La sonrisa se le borró de los labios y la «O» de sorpresa empezó a formarse de nuevo cuando Jake le apuntó con aquel cursi revólver niquelado y montó el percutor. La mano que le aferraba el tobillo apretó más y más, hasta que a Jake le pareció que se le iban a romper los huesos.

—¡No puedes! —exclamó el Tic Tac en un susurro histérico.

—Sí que puedo —dijo Jake con voz adusta, y apretó el gatillo del revólver del Tic Tac. Sonó una detonación seca, mucho menos espectacular que el rugido teutónico de la Schmeisser. Al Tic Tac le apareció un agujerito negro en el ángulo superior derecho de la frente. El ojo que le quedaba clavó en Jake una mirada de incredulidad.

Jake intentó disparar de nuevo pero no lo consiguió.

De pronto al señor Tic Tac se le desprendió un pliegue de cuero cabelludo que le quedó colgando sobre la mejilla derecha como si fuera un trozo de empapelado viejo. Roland habría sabido qué quería decir eso; en cambio Jake se hallaba casi incapacitado para ningún pensamiento coherente. Un horror tenebroso y terrorífico giraba por su mente como el embudo de un tornado. Se acurrucó en el enorme sillón; la mano que le sujetaba el tobillo lo soltó, y el señor Tic Tac se desplomó de bruces.

La puerta. Tenía que abrir la puerta y dejar entrar al pistolero.

Con esa idea en la mente y ninguna otra, Jake soltó el revólver con cachas de madreperla, que cayó estrepitosamente al suelo metálico, y se levantó del sillón. Cuando alargaba de nuevo el brazo hacia el botón que creía haber visto utilizar al Tic Tac, dos manos se cerraron sobre su garganta, tiraron de él hacia atrás y lo apartaron del atril.

—Te dije que te mataría, compañerito podrido —le susurró una voz al oído—, y el Chirlas siempre cumple lo que promete.

Jake agitó los brazos hacia atrás y solo encontró aire vacío. Los dedos del Chirlas se le hundieron en la garganta, apretando inexorablemente. El mundo empezó a volverse gris ante sus ojos. Y el gris no tardó en oscurecerse a morado, y el morado a negro.

TREINTA Y CUATRO

Un motor se puso en marcha, y el volante situado en el centro de la compuerta giró con rapidez. ¡Loados sean los dioses!, pensó Roland. Cogió la rueda con la mano derecha casi antes de que hubiera cesado de moverse y abrió de un tirón. La otra compuerta también estaba abierta; del otro lado llegaban ruidos de gente luchando y los ladridos de Acho, agudos ladridos de furia y dolor.

Roland acabó de abrir la puerta de una patada y vio al Chirlas estrangulando a Jake. Acho había soltado al Víbora y estaba mordiendo al Chirlas para que soltara a Jake, pero la bota del Chirlas cumplía su cometido por partida doble: protegía a su dueño de los colmillos del brambo y protegía a Acho de la virulenta infección que al Chirlas le corría por la sangre. Brandon volvió a clavarle el cuchillo en el costado para que dejara en paz el tobillo del Chirlas, pero Acho no parecía darse cuenta. Jake colgaba de las mugrientas manos de su captor como una marioneta a la que le han cortado las cuerdas. Tenía la cara de un blanco azulado, y sus hinchados labios habían adquirido un delicado tono lavanda.

El Chirlas alzó la vista.

—¡Tú! —Fue un rugido de odio.

—Yo —asintió Roland. Lanzó un disparo y al Chirlas se le desintegró el lado izquierdo de la cabeza. El tipo salió despedido hacia atrás mientras se le deshacía el ensangrentado pañuelo amarillo, y fue a caer sobre el señor Tic Tac. Por unos instantes agitó espasmódicamente los pies sobre la rejilla de hierro, y luego quedó quieto.

El pistolero le pegó dos tiros a Brandon, abanicando el percutor del revólver con el canto de la mano derecha. Brandon, que estaba agachándose para apuñalar a Acho, giró en redondo, chocó contra la pared y se deslizó poco a poco hasta el suelo, cogido a uno de los tubos. Una espectral luz verde se le filtraba entre los dedos, cada vez más flojos.

Acho fue cojeando hacia Jake y empezó a lamerle la cara, lívida e inmóvil.

El Víbora y el Bocina no necesitaban ver más. Sin decirse nada, echaron a correr al mismo tiempo hacia la puertecita por la que había salido Tilly para ir en busca del agua. No era momento para gestos caballerescos; Roland los mató a los dos por la espalda. Ahora tendría que moverse rápido, realmente muy rápido, y no estaba dispuesto a correr el riesgo de que aquellos dos le tendieran una emboscada si por casualidad recobraban el coraje.

En lo alto del recinto en forma de cápsula se encendió un racimo de brillantes luces color naranja y empezó a sonar una alarma con poderosos bocinazos que hacían temblar las paredes. Al cabo de uno o dos segundos, las luces de emergencia empezaron a destellar al ritmo de la alarma.

TREINTA Y CINCO

Eddie estaba volviendo hacia Susannah cuando la alarma empezó a gemir. Soltó un grito de sorpresa y alzó la Ruger sin apuntar a nada en concreto.

—¿Qué pasa?

Susannah meneó la cabeza: no tenía ni idea. La alarma daba miedo, pero la cosa no terminaba ahí; también era lo bastante potente para resultar físicamente dolorosa. Aquellas aristas de sonido amplificado a Eddie le hicieron pensar en el claxon de un camión de gran tonelaje elevado a la décima potencia.

En aquel momento las lámparas de sodio de color naranja empezaron a apagarse y encenderse rítmicamente. Cuando llegó junto a la silla de Susannah, Eddie vio que los botones de COMANDO y ENTRAR también palpitaban en destellos de luz roja. Parecía que le hicieran guiños.

—¿Qué pasa, Blaine? —gritó. Miró en derredor pero solo vio sombras que danzaban frenéticamente—. ¿Todo esto es cosa tuya?

La única respuesta de Blaine fue una carcajada, una terrible carcajada mecánica que a Eddie le recordó el payaso autómata que había ante la Casa de los Horrores de Coney Island cuando él era niño.

—¡Basta ya, Blaine! —aulló Susannah—. ¿Cómo vamos a pensar una respuesta a tu adivinanza con esa sirena antiaérea sonando a todo volumen?

La carcajada cesó tan bruscamente como había empezado, pero Blaine no contestó. O quizá sí: al otro lado de la reja que les impedía acceder al andén, enormes motores accionados por turbinas slo-trans sin rozamiento despertaron por mandato de los ordenadores dipolares que tanto había codiciado el Tic Tac. Por primera vez en diez años, Blaine el Mono estaba despierto y preparándose para alcanzar su velocidad de crucero.

TREINTA Y SEIS

La alarma, que en efecto se había instalado para advertir a los largo tiempo difuntos residentes de Lud ante un inminente ataque aéreo (y que ni siquiera se había probado desde hacía casi mil años), anegó la ciudad en sonido. Todas las luces que aún funcionaban se encendieron y empezaron a latir al unísono. Los pubis en las calles y los grises debajo de ellas estaban convencidos por igual de que el final que siempre habían temido había caído sobre ellos. Los grises sospechaban que estaba produciéndose una catastrófica avería mecánica. Los pubis, que siempre habían creído que los fantasmas que acechaban en las máquinas enterradas bajo la ciudad acabarían alzándose algún día para tomarse su muy aplazada venganza contra los que aún vivían, seguramente se acercaban más a la verdad de lo que estaba ocurriendo.

Ciertamente había sobrevivido una inteligencia en los antiguos ordenadores almacenados bajo la ciudad, un organismo viviente que desde hacía mucho tiempo había dejado de pensar con cordura bajo unas condiciones que, en el interior de sus implacables circuitos dipolares, solo podían ser de absoluta realidad. Durante ochocientos años había mantenido en sus bancos de memoria una lógica cada vez más torcida, y habría podido seguir manteniéndola ochocientos años más de no ser por la llegada de Roland y sus amigos. Sin embargo, aquella mentis non corpus se había entregado a sus cavilaciones y se había ido volviendo más loca cada año que pasaba; incluso en sus períodos de sueño, cada vez más prolongados, podía decirse que soñaba, y esos sueños se habían vuelto más anormales a medida que el mundo se movía. Ahora, aunque la maquinaria inconcebible que mantenía los Haces se había debilitado, esta inteligencia demente e inhumana había despertado en las estancias de la ruina y, aunque tan incorpórea como un fantasma, había empezado a deambular a trompicones por las salas de los muertos.

En otras palabras, Blaine el Mono se preparaba para largarse de Dodge.

TREINTA Y SIETE

Roland, arrodillado al lado de Jake, oyó una pisada a su espalda y se volvió con el revólver en la mano. Tilly, con su cara de tez pastosa convertida en una máscara de confusión y temor supersticioso, levantó las manos y chilló.

—¡No me mate, señor! ¡Por favor, no me mate!

—Pues entonces corre —le dijo secamente el pistolero, y cuando Tilly empezó a moverse le pegó en la pantorrilla con el cañón del arma—. Por ahí no; por donde he entrado yo. Y si alguna vez vuelves a verme, seré lo último que veas. ¡Vamos, corre!

La mujer desapareció en el círculo de sombras intermitentes.

Roland apoyó la cabeza en el pecho de Jake y se tapó el otro oído con la palma para amortiguar los alaridos de la alarma. Oyó latir el corazón del muchacho, despacio pero con fuerza. Le pasó los brazos en torno y, mientras lo hacía, Jake parpadeó y abrió los ojos.

—Esta vez no me has dejado caer. —Su voz era apenas un susurro ronco.

—No. Ni esta vez ni nunca. No te esfuerces en hablar.

—¿Dónde está Acho?

—¡Acho! —ladró el brambo—. ¡Acho! —Brandon le había pegado varias cuchilladas, pero ninguna de las heridas parecía mortal, ni siquiera grave. Era evidente que padecía algún dolor, pero también era evidente que se hallaba transportado de alegría. Miraba a Jake con ojos chispeantes, asomando la lengua rosada—. ¡Ake, Ake, Ake!

Jake, con los ojos llenos de lágrimas, extendió las manos; Acho cojeó hacia el círculo de sus brazos y se dejó abrazar unos instantes.

Roland se puso en pie y miró a su alrededor. Detuvo los ojos en la puerta del lado opuesto del cuarto. Los dos hombres que había matado por la espalda habían corrido hacia allí, y la mujer también había querido huir por esa puerta. El pistolero se acercó a ella con Jake en brazos y Acho a los talones. Apartó de un puntapié a uno de los grises muertos y se agachó para trasponer el umbral. Al otro lado había una cocina. A pesar de todos los accesorios eléctricos y las paredes de acero inoxidable, parecía una pocilga; por lo visto los grises no sentían gran interés por las tareas domésticas.

—Agua —susurró Jake—. Por favor… Mucha sed…

Roland sintió un extraño desdoblamiento, como si el tiempo se hubiera replegado sobre sí mismo. Recordó cómo había salido casi a rastras del desierto, enloquecido por el calor y el vacío. Recordó cómo se había desvanecido en las cuadras de la Estación de Paso, medio muerto de sed, y cómo había despertado al sabor de un hilillo de agua fresca que le corría garganta abajo. El chico se había quitado la camisa, la había empapado bajo el chorro de la bomba y le había dado de beber. Ahora le tocaba a él hacer por Jake lo que Jake ya había hecho por él.

Roland miró a los lados y vio una pila. Fue hacia allí y abrió el grifo. Salió un abundante chorro de agua fría y clara. La alarma seguía sonando insistentemente a su alrededor.

—¿Puedes tenerte en pie?

Jake asintió.

—Creo que sí.

Roland lo dejó en el suelo, listo para recogerlo si se tambaleaba demasiado, pero Jake se apoyó en la pila y metió la cabeza bajo el chorro. Roland cogió a Acho y le examinó las heridas. Ya estaban cerrándose. Has salido muy bien librado, mi peludo amigo, pensó Roland, y puso la palma bajo el grifo para darle agua al animal. Acho se la bebió afanosamente.

Jake apartó la cabeza con el cabello pegado a los lados de la cara. Aún tenía un color demasiado pálido y las huellas de los golpes recibidos eran claramente visibles, pero ofrecía mejor aspecto que cuando Roland se había agachado sobre él. Por un instante terrible, el pistolero había tenido la certeza de que Jake estaba muerto.

Empezó a sentir deseos de volver atrás y matar al Chirlas otra vez, y eso lo llevó a otra cosa.

—¿Y el que el Chirlas llamaba «señor Tic Tac»? ¿Lo has visto, Jake?

—Sí. Acho le saltó encima. Le desgarró la cara. Luego yo le pegué un tiro.

—¿Está muerto?

A Jake empezaron a temblarle los labios. Los apretó con firmeza.

—Sí. En la… —Se dio unos golpecitos en la frente, bastante por encima de la ceja derecha—. Tuve… Tuve suerte.

Roland lo miró con expresión calculadora y meneó lentamente la cabeza.

—Lo dudo mucho, ¿sabes? Pero ahora no tiene importancia. Vámonos.

—¿Adonde vamos? —La voz de Jake aún no era más que un murmullo ronco, y constantemente dirigía la mirada hacia la habitación en la que había estado a punto de morir.

Roland señaló al otro lado de la cocina. Pasada otra compuerta continuaba el pasillo.

—Por ahí, para empezar.

—PISTOLERO —retumbó una voz por todas partes.

Roland giró en redondo, con un brazo sosteniendo a Acho y el otro sobre los hombros de Jake, pero no había nadie.

—¿Quién me habla? —gritó.

—DI TU NOMBRE, PISTOLERO.

—Roland de Gilead, hijo de Steven. ¿Quién me habla?

—GILEAD YA NO EXISTE —dijo la voz en tono pensativo, sin hacer caso a la pregunta.

Roland alzó la mirada y vio una serie de anillos concéntricos en el techo. La voz procedía de allí.

—NINGÚN PISTOLERO HA CAMINADO POR MUNDO INTERIOR NI MUNDO MEDIO DESDE HACE CASI TRESCIENTOS AÑOS.

—Mis amigos y yo somos los últimos.

Jake cogió a Acho de brazos de Roland. El brambo empezó a lamerle inmediatamente la hinchada cara; sus ojos rodeados de oro estaban llenos de adoración y felicidad.

—Es Blaine —le susurró Jake a Roland—. ¿Verdad?

Roland asintió. Claro que lo era… pero tenía la impresión de que Blaine era mucho más que un simple tren monorraíl.

—¡MUCHACHO! ¿ERES TÚ JAKE DE NUEVA YORK?

Jake se acercó más a Roland y miró los altavoces.

—Sí —respondió—. Soy yo. Jake de Nueva York. Ah… hijo de Elmer.

—¿TIENES TODAVÍA EL LIBRO DE ADIVINANZAS? ¿ESE LIBRO DEL QUE ME HAN HABLADO?

Jake se llevó la mano a la espalda y una expresión de recuerdo desconsolado le cubrió la cara cuando sus dedos no tocaron más que su propia espalda. Al volverse hacia Roland, el pistolero ya le tendía la mochila, y aunque su rostro largo y finamente tallado se mantenía tan impenetrable como siempre, Jake tuvo la sensación de que en las comisuras de los labios acechaba la sombra de una sonrisa.

—Tendrás que ajustar las correas —le advirtió Roland mientras Jake cogía el bulto—. Las he alargado.

—Pero ¿y ¡Adivina, adivinanza!?

Roland asintió.

—Están los dos libros.

—¿QUÉ LLEVAS AHÍ, PEQUEÑO PEREGRINO? —inquirió la voz en tono de charla ociosa.

—¡Caramba! —exclamó Jake.

Puede vernos además de oírnos, pensó Roland, y casi al instante descubrió un ojillo de cristal en un rincón, muy por encima de la línea normal de visión de una persona. Un escalofrío le recorrió la piel, y se dio cuenta por la expresión turbada de Jake y la forma en que estrechaba los brazos en torno a Acho de que no estaba solo en su desasosiego. Aquella voz pertenecía a una máquina, una máquina increíblemente inteligente, una máquina juguetona, pero a pesar de todo algo andaba muy mal en ella.

—El libro —respondió Jake—. Tengo el libro de adivinanzas.

—BIEN. —Había una satisfacción casi humana en la voz—. EXCELENTE DE VERAS.

Un barbudo roñoso apareció de súbito en el umbral del lado opuesto de la cocina. Un pañuelo amarillo manchado de sangre y pringado de suciedad aleteaba sobre el brazo del recién llegado.

—¡Incendios en las paredes! —chilló. En su pánico, no dio muestras de advertir que Roland y Jake no formaban parte de su miserable ka-tet subterráneo—. ¡Humo en los niveles inferiores! ¡La gente se está matando! ¡Algo va mal! ¡Mierda, todo va mal! Tenemos que…

La puerta del horno se abrió de golpe como una mandíbula dislocada. De su interior brotó un grueso haz de fuego blanquiazul que envolvió la cabeza del barbudo. El hombre salió impulsado hacia atrás, con la ropa en llamas y la piel hirviéndole en la cara.

Jake se quedó mirando a Roland, atónito y horrorizado. Roland le pasó un brazo por los hombros.

—ME HA INTERRUMPIDO —explicó la voz—, HA SIDO UNA DESCORTESÍA, ¿VERDAD?

—Sí —concedió Roland—. Fue muy descortés.

—SUSANNAH DE NUEVA YORK DICE QUE CONOCES MUCHAS ADIVINANZAS DE MEMORIA, ROLAND DE GILEAD. ¿ES CIERTO?

—Sí.

Hubo una explosión en una de las habitaciones que daban a aquel tramo del corredor; el suelo les tembló bajo los pies y sonó un coro astillado de alaridos. Las luces intermitentes y el sonido incesante de la sirena se amortiguaron momentáneamente y enseguida volvieron con más fuerza. Por las rejillas de ventilación surgieron unas volutas de humo acre y amargo. Acho lo olisqueó y estornudó.

—DIME UNA DE TUS ADIVINANZAS, PISTOLERO —le invitó la voz. Era serena y despreocupada, como si estuvieran sentados en una tranquila plaza de pueblo y no en el subsuelo de una ciudad que parecía a punto de venirse abajo.

Roland reflexionó unos instantes y la primera que le vino a la mente fue la adivinanza favorita de Cuthbert.

—De acuerdo, Blaine —contestó—. Aquí la tienes. ¿Qué es mejor que todos los dioses y peor que el Viejo Pata Hendida? Los muertos lo comen siempre; los vivos que lo comen mueren despacio.

—Ten cuidado, pistolero. —La vocecita era tan leve como una bocanada de aire fresco el día más caluroso del verano. La voz de la máquina les había llegado por todos los altavoces a la vez, pero esta procedía únicamente del altavoz que tenían justo encima—. Ten cuidado, Jake de Nueva York. Recordad que esto son los Drawers. Pasad despacio y con mucho cuidado.

Hubo un largo silencio. Jake hundió su rostro entre el pelo de Acho con la intención de olvidarse del tufo del asado de Gray.

Jake miró al pistolero con ojos cada vez más abiertos. Roland meneó casi imperceptiblemente la cabeza y alzó un dedo. Daba la impresión de estar rascándose un lado de la nariz, pero ese dedo también le cruzaba los labios, y a Jake le pareció que en realidad Roland estaba diciéndole que mantuviera la boca cerrada.

—UNA ADIVINANZA INTELIGENTE —dijo Blaine al fin. Su voz parecía teñida de auténtica admiración—. LA RESPUESTA ES NADA, ¿VERDAD?

—Así es —respondió Roland—. Tú también eres bastante inteligente, Blaine.

Cuando la voz habló de nuevo, Roland percibió lo que Eddie había percibido antes: un ansia profunda e incontrolable.

—PREGÚNTAME OTRA.

Roland aspiró hondo.

—Ahora no.

—ESPERO QUE NO TE NIEGUES, ROLAND, HIJO DE STEVEN, PORQUE ESO TAMBIÉN ES DESCORTÉS. SUMAMENTE DESCORTÉS.

—Llévanos con nuestros amigos y sácanos de Lud —dijo Roland—. Entonces quizá haya tiempo para adivinanzas.

—PODRÍA MATARTE AQUÍ MISMO —amenazó la voz, y esta vez fue tan fría como el día más oscuro del invierno.

—Sí —admitió Roland—. No me cabe ninguna duda. Pero las adivinanzas morirían con nosotros.

—PODRÍA LLEVARME EL LIBRO DEL MUCHACHO.

—Robar es mucho más descortés que una negativa o una interrupción —observó Roland. Hablaba como si solo estuviera pasando el rato, pero los dedos que le quedaban en la mano derecha apretaban con fuerza el hombro de Jake.

—Además —intervino Jake, mirando el altavoz del techo—, las respuestas no vienen en el libro. Las páginas están arrancadas. —En un destello de inspiración, se dio unos golpecitos en la sien—. Pero las tengo aquí.

—TENDRÉ QUE RECORDAROS QUE A NADIE LE CAEN BIEN LOS SABELOTODOS —dijo Blaine. Hubo otra explosión, esta más potente y más cercana. Una de las rejillas de ventilación saltó por los aires y cruzó la cocina como un proyectil. Al cabo de un instante, dos hombres y una mujer entraron por la puerta que conducía al resto de la conejera de los grises. El pistolero les apuntó con el arma, pero la bajó de nuevo en cuanto vio que cruzaban precipitadamente la cocina y volvían a salir por la puerta que daba al silo, sin dirigir siquiera una mirada a Roland ni a Jake. A Roland le parecieron animales en fuga ante un incendio en el bosque.

En el techo se abrió un panel de acero inoxidable que dejó al descubierto un recuadro de oscuridad. Algo plateado refulgió en su interior, y al cabo de unos instantes del agujero cayó una esfera de acero de un palmo y medio de diámetro aproximadamente, que quedó suspendida en el aire de la cocina.

—SEGUID —dijo Blaine secamente.

—¿Nos conducirá hasta Eddie y Susannah? —inquirió Jake, esperanzado.

Blaine solo respondió con silencio, pero cuando la esfera empezó a flotar pasillo abajo, Roland y Jake la siguieron.

TREINTA Y OCHO

Jake no guardaba memoria clara de lo que ocurrió a continuación, y seguramente eso era algo de agradecer. Había dejado su mundo más de un año antes de que novecientas personas cometieran un suicidio colectivo en un pequeño país sudamericano llamado Guyana, pero había oído hablar de las periódicas carreras de los lemmings hacia la muerte, y lo que estaba pasando en la ciudad subterránea de los grises era algo parecido.

Había explosiones, algunas en aquel mismo nivel, pero la mayoría muy por debajo de ellos; de las rejillas de ventilación surgía a veces un humo acre, pero casi todos los depuradores de aire seguían funcionando y conseguían extraer la mayor parte antes de que pudiera acumularse en nubes asfixiantes. No vieron fuego. Sin embargo, los grises reaccionaban como si hubiera sonado la hora del apocalipsis. La mayoría se limitaba a escapar, con caras como una vacía «O» de pánico, pero muchos se habían quitado la vida en los pasadizos y las salas comunicadas por las que la esfera de acero conducía a Roland y a Jake. Algunos se habían pegado un tiro, muchos más se habían rajado el cuello o las muñecas, y unos cuantos al parecer habían tomado veneno. En las caras de todos los muertos se advertía la misma expresión de terror angustioso. Jake apenas alcanzaba a entender vagamente qué los había conducido a aquello. Roland se hacía una idea más aproximada de lo que les había pasado —o les había pasado a sus mentes— cuando aquella ciudad tanto tiempo muerta cobró vida a su alrededor y empezó a destrozarse a sí misma.

Y era Roland quien comprendía que Blaine lo hacía deliberadamente. Que Blaine los estaba azuzando.

Se agacharon para esquivar a un ahorcado que colgaba de un tubo de calefacción y bajaron ruidosamente un tramo de escalera metálica siguiendo la flotante bola de acero.

—¡Jake! —gritó Roland—. Tú no me abriste la puerta, ¿verdad?

Jake sacudió la cabeza.

—Lo suponía. Fue Blaine.

Llegaron al pie de la escalera y se internaron apresuradamente por un angosto corredor que conducía a una escotilla con la inscripción ABSOLUTAMENTE PROHIBIDA LA ENTRADA en las letras angulosas de la Alta Lengua.

—¿De veras se llama Blaine?

—Sí; es un nombre tan bueno como cualquier otro.

—¿Y la otra v…?

—¡Chis! —dijo Roland con expresión sombría.

La bola de acero se paró ante la compuerta. El volante giró, y la puerta quedó abierta. Roland tiró de ella y pasaron a una vasta sala subterránea que se extendía en tres direcciones hasta donde alcanzaba la vista. Estaba llena de pasillos, en apariencia interminables, de material electrónico y cuadros de mandos. La mayoría de los paneles seguían muertos y oscuros, pero Jake y Roland, boquiabiertos en el umbral, vieron encenderse luces piloto y oyeron el ruido de maquinaria que se ponía en funcionamiento.

—El señor Tic Tac dijo que había miles de ordenadores —comentó Jake—. Creo que tenía razón. ¡Dios mío, mira!

Roland no entendió el término que Jake había utilizado, por lo que no dijo nada y se limitó a observar cómo se iluminaba una hilera de paneles tras otra. Una nube de chispas y una breve lengua de fuego verde saltaron de una de las consolas a causa de una avería en algún antiguo componente.

La mayor parte de las máquinas, no obstante, parecía hallarse en buen estado y funcionar a la perfección. Agujas que no se habían movido en siglos saltaron de pronto al verde. Enormes cilindros de aluminio empezaron a girar, suministrando los datos almacenados en sus chips de silicio a bancos de memoria que volvían a hallarse plenamente despiertos y listos para recibir información. Pantallas digitales que lo indicaban todo, desde la presión media de los acuíferos de la Baronía del Río Oeste hasta el amperaje disponible en la hibernada Central Nuclear de la Cuenca del Send, se encendieron en brillantes matrices de puntos rojos y verdes. En lo alto empezaron a destellar hileras de globos suspendidos, irradiando haces de luz. Y desde abajo, desde arriba y alrededor —desde todas partes—, llegaba el zumbido grave de los generadores y los motores slo-trans que despertaban de su prolongado sueño.

Jake casi no podía tenerse en pie. Roland lo cogió otra vez en brazos y persiguió la bola de acero por entre máquinas cuyo propósito y funcionamiento el pistolero no podía ni siquiera conjeturar. Acho corría pegado a sus talones. La bola giró a la izquierda y se encontraron en un pasillo flanqueado por muros de monitores de televisión, miles y miles de monitores amontonados en hileras como un juego de construcción infantil.

A papá le encantaría, pensó Jake.

Algunas zonas de aquella inmensa sala de vídeo todavía estaban oscuras, pero había muchas pantallas encendidas. Mostraban una ciudad sumida en el caos, tanto arriba como abajo. Grupos de pubis recorrían las calles a la deriva, con los ojos muy abiertos y la boca moviéndose sin sonido. Muchos saltaban desde los edificios altos. Jake observó con horror que en el puente sobre el Send se habían congregado unos centenares de personas; estaban arrojándose al agua. Otras pantallas mostraban grandes habitaciones llenas de camastros, como dormitorios comunes. En algunas de estas salas había fuego, pero daba la impresión de que eran los propios grises dominados por el pánico los que iniciaban los incendios, quemando con sopletes sus muebles y colchones por solo Dios sabía qué razón.

En una pantalla se veía un gigante con pecho de barril que arrojaba hombres y mujeres a lo que parecía una prensa de estampar en frío salpicada de sangre. Esto era terrible, pero aún había algo peor: las víctimas formaban cola sin necesidad de guardianes y aguardaban dócilmente su turno. El verdugo, con el pañuelo amarillo muy ceñido al cráneo y los extremos anudados balanceándose bajo las orejas como dos trenzas, agarró a una anciana y la sostuvo en alto mientras esperaba con paciencia a que el bloque de acero se elevara de nuevo para poder echarla dentro. La anciana no se resistía; de hecho, a Jake le pareció que incluso sonreía.

—EN LAS HABITACIONES LA GENTE VIENE Y VA —recitó Blaine—, PERO NO CREO QUE HABLEN DE MIGUEL ÁNGEL. —De pronto se echó a reír, una extraña risita entre dientes que sonó como a ratas escabullándose entre vidrios rotos. A Jake ese sonido le produjo escalofríos. No quería tener nada que ver con una inteligencia capaz de reírse así, pero ¿qué alternativa tenían?

Dirigió otra vez la mirada hacia los monitores sin poder evitarlo… y al instante Roland le hizo volver la cabeza al frente. Fue un gesto suave pero firme.

—Ahí no hay nada que necesites ver, Jake —le explicó.

—Pero ¿por qué lo hacen? —quiso saber Jake. No había comido nada en todo el día, pero aun así tenía ganas de vomitar—. ¿Por qué?

—Porque tienen miedo, y Blaine alimenta ese miedo. Pero sobre todo, creo yo, porque han vivido demasiado tiempo en el cementerio de sus abuelos y ya están cansados de ello. Y antes de compadecerlos, recuerda con qué satisfacción te habrían llevado con ellos al claro al final del camino.

La bola de acero dobló otra esquina y dejó atrás las pantallas de televisión y el equipo de control electrónico. Ante ellos se extendía una ancha franja de algún material sintético incrustado en el suelo. Relucía como alquitrán recién aplicado entre dos estrechas tiras de acero cromado que convergían en un punto que no estaba situado en el lado opuesto de la sala, sino en su horizonte.

La bola se agitó con impaciencia sobre la franja oscura y de pronto la cinta transportadora —pues de eso se trataba— se puso silenciosamente en marcha, desplazándose entre sus bordes de acero a la velocidad de un hombre corriendo. La bola trazaba pequeños arcos en el aire, indicándoles que subieran.

Roland echó a correr junto a la cinta móvil hasta que alcanzó más o menos la misma velocidad y subió a ella. Dejó a Jake en el suelo, y los tres —pistolero, muchacho y brambo de ojos dorados— fueron transportados con celeridad por aquella penumbrosa llanura subterránea en la que estaban despertando las antiguas máquinas. La cinta móvil los llevó por una zona de lo que parecían ser archivadores, una interminable hilera de archivadores tras otra. Estaban oscuros…, pero no muertos. De su interior surgía un zumbido bajo y soñoliento, y Jake alcanzó a ver finos resquicios de brillante luz amarilla entre las planchas de acero.

De repente se acordó del señor Tic Tac.

«¡Bajo esta puñetera ciudad hay quizá cien mil malditos ordenadores dipolares! ¡Quiero que sean míos!».

Bueno, pensó Jake, por lo visto están despertando, así que supongo que has conseguido lo que querías, Tiqui… Pero si estuvieras aquí, no sé si todavía lo querrías.

Luego le vino a la memoria el bisabuelo del Tic Tac, que había tenido el valor de subir a un avión de otro mundo y hacerlo despegar. Con esa sangre en las venas, Jake se imaginó que el Tic Tac, lejos de asustarse hasta el extremo de quitarse la vida, habría recibido con deleite este giro de los acontecimientos… y cuanta más gente se suicidara de terror, más feliz se habría sentido.

Demasiado tarde para ti, Tiqui, pensó. Gracias a Dios.

Roland habló en voz queda y asombrada.

—Todas estas cajas… Creo que estamos viajando por la mente de esa cosa que se da el nombre de Blaine, Jake. Creo que estamos viajando por su mente.

Jake asintió, y le vino a la mente su Redacción Final.

—Blaine el Cerebro es un engorro del demonio.

—Sí.

Jake miró fijamente a Roland.

—¿Vamos a salir donde yo creo que vamos a salir?

—Sí —respondió Roland—. Si todavía seguimos el Camino del Haz, saldremos en la Cuna.

Jake asintió.

—Roland.

—¿Qué?

—Gracias por venir a rescatarme.

Roland hizo un gesto de asentimiento y le pasó un brazo por los hombros.

Mucho más adelante unos enormes motores cobraron vida con un rugido sordo. Al cabo de un instante empezó a sonar un potente chirrido, y una nueva luz —el fulgor crudo de las lámparas de sodio naranja— cayó sobre ellos. Jake pudo ver el lugar en que terminaba la cinta móvil. A continuación había una estrecha y empinada escalera mecánica que conducía a aquella luz naranja.

TREINTA Y NUEVE

Eddie y Susannah oyeron arrancar unos motores pesados casi exactamente bajo sus pies. Un instante después, una amplia franja del suelo de mármol empezó a retirarse poco a poco y dejó al descubierto una larga ranura iluminada. El suelo desaparecía hacia ellos. Eddie cogió los puños de la silla de ruedas y la hizo retroceder rápidamente a lo largo de la reja de acero que se alzaba entre el andén del monorraíl y el resto de la Cuna. En la trayectoria del creciente rectángulo de luz había varias columnas, y Eddie esperaba verlas caer por el agujero cuando el suelo que las sustentaba desapareciera bajo su base. Pero las columnas siguieron serenamente en pie, como si flotaran en el aire.

—¡Veo una escalera mecánica! —gritó Susannah por encima de la incesante alarma intermitente. Estaba inclinada hacia delante, escrutando el agujero.

—¡Ajá! —gritó Eddie—. En esta planta tenemos la estación del metro elevado, así que por ahí debe de bajarse a novedades, perfumería y ropa interior de señora.

—¿Qué?

—No importa.

—¡Eddie! —aulló Susannah. Una expresión de sorpresa placentera se le encendió en la cara como los fuegos artificiales del Cuatro de Julio. Se inclinó más aún y señaló con el dedo, y Eddie tuvo que sujetarla para que no se cayese de la silla—. ¡Es Roland! ¡Son los dos!

Hubo un topetazo resonante cuando la ranura del suelo se abrió hasta su máxima extensión y se detuvo. Los motores que la habían impulsado sobre sus guías ocultas se apagaron con un largo gemido moribundo. Eddie corrió al borde del agujero y vio a Roland parado en uno de los peldaños. Jake —lívido, magullado, ensangrentado, pero obviamente Jake y obviamente vivo— estaba de pie a su lado, apoyado en el hombro del pistolero. Y sentado en el peldaño siguiente, mirando hacia lo alto con ojos brillantes, estaba Acho.

—¡Roland! ¡Jake! —gritó Eddie. Dio un salto adelante, agitando las manos por encima de la cabeza, y cayó danzando al borde de la ranura. Si hubiera llevado sombrero, lo habría lanzado al aire.

Los recién llegados alzaron la cara y saludaron con la mano. Eddie vio que Jake estaba risueño, e incluso el largo, alto y feo daba la impresión de que podía venirse abajo de un momento a otro e insinuar una sonrisa. Las maravillas, pensó Eddie, nunca se acaban. De pronto le pareció que el corazón le había crecido tanto que no le cabía en el pecho, y empezó a danzar más deprisa, sacudiendo los brazos y soltando alaridos, sin atreverse a parar por miedo a estallar físicamente de alegría y alivio. Hasta aquel momento no se había dado cuenta de lo muy seguro que estaba su corazón de que ya no volverían a ver a Roland ni a Jake nunca más.

—¡Eh, tíos! ¡Muy bien! ¡De puta madre! ¡Subid aquí corriendo!

—¡Ayúdame, Eddie!

Se volvió. Susannah intentaba bajar de la silla, pero se le había enredado un pliegue de los pantalones de piel de ciervo en el mecanismo de freno. Reía y lloraba al mismo tiempo, y sus ojos oscuros centelleaban de felicidad. Eddie la levantó con tal violencia que la silla cayó derribada de lado, y la hizo danzar en círculos entre sus brazos. Ella se le colgó del cuello con una mano y agitó enérgicamente la otra.

—¡Roland! ¡Jake! ¡Subid aquí! ¡Moved el culo!, ¿me oís?

Cuando llegaron a lo alto de la escalera, Eddie abrazó a Roland y le palmeó la espalda mientras Susannah le cubría la cara de besos a Jake. Acho corría a su alrededor en apretados ochos y ladraba excitado.

—¡Cariño! —exclamó Susannah—. ¿Estás bien?

—Sí —respondió Jake. Seguía sonriendo, pero tenía lágrimas en los ojos—. Y contento de estar aquí. No te imaginas qué contento.

—Puedo imaginármelo, cielo. De eso puedes estar seguro. —Se volvió hacia Roland—. ¿Qué le han hecho? Parece que le hayan pasado una apisonadora por la cara.

—Casi todo es obra del Chirlas —explicó Roland—. Ya no volverá a molestarlo. Ni a nadie más.

—¿Y tú, muchachote? ¿Estás bien?

Roland asintió y miró a su alrededor.

—Así que esto es la Cuna…

—Sí —respondió Eddie. Estaba mirando por el agujero—. ¿Qué hay ahí abajo?

—Máquinas y locura.

—Tan locuaz como siempre, ya veo. —Eddie se volvió hacia Roland y sonrió—. No puedes imaginarte lo muchísimo que me alegro de verte.

—Sí, ya me doy cuenta. —Roland sonrió entonces, pensando en cómo cambiaban las personas. Había habido un tiempo, y no hacía tanto, en el que Eddie había estado al borde de degollar al pistolero con su propio cuchillo.

Los motores del subsuelo arrancaron de nuevo. La escalera mecánica se detuvo. El agujero del suelo empezó a cerrarse otra vez. Jake se acercó a la silla de ruedas volcada y cuando estaba levantándola posó la mirada en la aerodinámica figura de color rosa que había al otro lado de la valla. Se le cortó la respiración, y el sueño que había tenido tras abandonar Paso del Río regresó con todo su vigor: la enorme bala rosa cortando las planicies vacías del oeste de Missouri hacia Acho y él. Dos grandes ventanillas triangulares refulgían en la cara sin facciones de aquel monstruo que se les venía encima, ventanillas como ojos… y ahora el sueño estaba haciéndose realidad, como Eddie siempre había sabido que sucedería.

Solo es un horrible tren chu-chú y se llama Blaine el Engorro.

Eddie se le acercó y le pasó el brazo por los hombros.

—Bueno, campeón, aquí lo tienes; tal como estaba anunciado. ¿Qué te parece?

—No gran cosa, en realidad. —La insuficiencia de esta declaración era colosal, pero Jake estaba demasiado exhausto para dar una respuesta mejor.

—A mí tampoco —dijo Eddie—. Habla. Y le gustan las adivinanzas.

Jake asintió.

Roland se había cargado a Susannah sobre la cadera y estaban examinando la caja de mando y su teclado numérico en forma de rombo. Jake y Eddie fueron con ellos. Eddie descubrió que no podía dejar de mirar constantemente a Jake para asegurarse de que no era un producto de su imaginación; el chico estaba allí de veras.

—Y ahora, ¿qué? —le preguntó a Roland.

Roland rozó levemente los botones numerados con las yemas de los dedos y sacudió la cabeza. No lo sabía.

—Porque me parece que los motores del mono están subiendo de revoluciones —prosiguió Eddie—. Es difícil saberlo con certeza con esa alarma que no para de sonar, pero creo que sí… y a fin de cuentas Blaine es un robot. ¿Y si por ejemplo se marcha sin nosotros?

—¡Blaine! —gritó Susannah—. ¡Blaine! ¿Estás…?

—ESCUCHADME CON ATENCIÓN, AMIGOS MÍOS —resonó la voz de Blaine—. EN EL SUBSUELO DE LA CIUDAD HAY GRANDES RESERVAS DE ARMAMENTO QUÍMICO Y BIOLÓGICO. HE INICIADO UNA SECUENCIA QUE PROVOCARÁ UNA EXPLOSIÓN Y LIBERARÁ ESE GAS. LA EXPLOSIÓN SE PRODUCIRÁ DENTRO DE DOCE MINUTOS.

La voz enmudeció momentáneamente, y entonces les llegó la vocecita del Pequeño Blaine, casi sofocada por el incesante aullido regular de la alarma.

—Ya me temía algo por el estilo… Debéis daros prisa…

Eddie no le prestó ninguna atención porque no estaba diciéndole absolutamente nada que no supiera ya. Pues claro que debían darse prisa, pero eso solo figuraba en un lugar muy secundario por el momento. Algo mucho mayor le ocupaba casi toda la mente.

—¿Por qué? —preguntó—. ¿Por qué, Dios mío, tienes que hacer una cosa así?

—A MÍ ME PARECE EVIDENTE. NO PUEDO DESTRUIR LA CIUDAD CON ARMAMENTO NUCLEAR SIN DESTRUIRME YO TAMBIÉN. ¿Y CÓMO PODRÍA LLEVAROS A DONDE QUERÉIS IR SI ESTUVIERA DESTRUIDO?

—Pero aún quedan miles de personas en la ciudad —protestó Eddie—. ¡Vas a matarlas!

—SÍ —admitió Blaine con toda calma—. HASTA LUEGO COCODRILO, YA NOS VEREMOS CAIMÁN, NO TE OLVIDES DE ESCRIBIR.

—¿Por qué? —insistió Susannah—. ¿Por qué, maldito seas?

—PORQUE ME ABURREN. A VOSOTROS CUATRO, EN CAMBIO, OS ENCUENTRO BASTANTE INTERESANTES. NATURALMENTE, PARA SABER DURANTE CUÁNTO TIEMPO OS SEGUIRÉ ENCONTRANDO INTERESANTES HABRÍA QUE VER LO BUENAS QUE SON VUESTRAS ADIVINANZAS. Y HABLANDO DE ADIVINANZAS, ¿NO OS CONVENDRÍA EMPEZAR A PENSAR EN RESOLVER LA MÍA? FALTAN EXACTAMENTE ONCE MINUTOS Y VEINTE SEGUNDOS PARA QUE ESTALLEN LAS LATAS.

—¡Detente! —gritó Jake por encima del aullido de las sirenas—. ¡No es solo la ciudad! ¡Un gas como ese puede extenderse a cualquier parte! ¡Incluso podría matar a los ancianos de Paso del Río!

—MALA SUERTE —respondió Blaine sin inmutarse—. AUNQUE CREO QUE PODRÁN SEGUIR MIDIENDO SUS VIDAS EN CUCHARADAS DE CAFÉ DURANTE UNOS CUANTOS AÑOS MÁS; HAN EMPEZADO LAS TORMENTAS DE OTOÑO, Y LOS VIENTOS DOMINANTES ALEJARÁN LOS GASES. VUESTRA SITUACIÓN, EN CAMBIO, ES BIEN DISTINTA. MÁS VALE QUE OS PONGÁIS LAS GORRAS DE PENSAR O HASTA LUEGO COCODRILO, YA NOS VEREMOS CAIMÁN, NO TE OLVIDES DE ESCRIBIR. —Hubo una pausa—. UNA INFORMACIÓN ADICIONAL: ESTE GAS NO ES INDOLORO.

—¡Páralo! —exclamó Jake—. Te diremos adivinanzas, ¿verdad, Roland? ¡Te diremos todas las adivinanzas que quieras, pero páralo!

Blaine se echó a reír. Se rio un buen rato, lanzando alaridos de hilaridad electrónica hacia el amplio espacio vacío de la Cuna, donde se mezclaban con el monótono y taladrador chillido de la alarma.

—¡Haz que pare! —gritó Susannah—. ¡Haz que pare! ¡Haz que pare! ¡Haz que pare!

Blaine obedeció. Un instante después, la alarma cesó en mitad de un pitido. El silencio que siguió —roto únicamente por el martilleo de la lluvia— fue ensordecedor.

La voz que brotó entonces del altavoz era muy suave, pensativa y absolutamente desprovista de compasión.

—OS QUEDAN DIEZ MINUTOS —les anunció Blaine—, VAMOS A VER LO INTERESANTES QUE SOIS.

CUARENTA

—Andrew.

Aquí no hay ningún Andrew, extraño, pensó. Andrew se fue hace mucho; Andrew ya no existe, como dentro de poco no existiré yo.

—¡Andrew! —insistió la voz.

Venía de muy lejos. Venía de fuera de la prensa para manzanas que en tiempos había sido su cabeza.

En tiempos había existido un chico que se llamaba Andrew, y su padre lo había llevado a un parque de las afueras, al oeste de Lud, un parque en el que había manzanos y una cabaña de hojalata oxidada que tenía un aspecto infernal y despedía un aroma celestial. En contestación a su pregunta, su padre le había dicho que la llamaban la sidrería. Luego le dio una palmadita en la cabeza, le dijo que no tuviera miedo y le hizo cruzar el umbral tapado con una manta.

Dentro había más manzanas —cestos y cestos apilados contra las paredes— y había también un viejo escuálido, llamado Dewlap, cuyos músculos se retorcían como gusanos bajo la blanca piel y cuyo trabajo consistía en ir echando las manzanas, cesto a cesto, a la máquina traqueteante y desvencijada que se alzaba en el centro de la sala. Lo que manaba del tubo que sobresalía por el extremo opuesto de la máquina era el dulce zumo de las manzanas. Allí había otro hombre (ya no se acordaba de cómo se llamaba), y su trabajo consistía en llenar jarra tras jarra con el zumo. Detrás de él había un tercer hombre, cuyo trabajo consistía en aporrear la cabeza del que llenaba las jarras si derramaba demasiado zumo.

El padre de Andrew le dio un vaso del espumoso líquido, y aunque había saboreado muchas exquisiteces olvidadas durante sus años de vida en la ciudad, nunca había probado nada mejor que aquella fría y dulce bebida. Fue como beberse una ráfaga de viento de octubre. Pero lo que recordaba aún más claramente que el sabor del zumo de manzana o las contracciones y ondulaciones gusaniles de los músculos de Dewlap cuando vaciaba los cestos, era el modo implacable con que la máquina reducía a líquido las grandes manzanas rojizas. Dos docenas de rodillos las llevaban bajo un tambor de acero perforado que giraba sin cesar. La máquina luego las hacía estallar, recogiendo el jugo por una artesa inclinada mientras un tamiz recogía las semillas y la pulpa.

Ahora su cabeza era la prensa y el cerebro las manzanas. Pronto estallaría como las manzanas bajo el tambor, y la bendita oscuridad lo engulliría.

—¡Andrew! ¡Levanta la cabeza y mírame!

No podía… ni lo haría aunque pudiera. Mejor yacer allí y esperar la oscuridad. A fin de cuentas, ya debía de estar muerto; ¿acaso aquel pimpollo del infierno no le había metido una bala en el cerebro?

—No se ha acercado para nada al cerebro, borrico, y no estás muriéndote. Solo tienes jaqueca. Pero morirás si sigues ahí tendido y lloriqueando en tu propia sangre… y yo me encargaré, Andrew, de que tu muerte haga que lo que ahora estás sintiendo te parezca dicha.

No fueron las amenazas las que hicieron que el yacente levantara la cabeza sino más bien el modo en que el dueño de aquella voz siseante le había leído el pensamiento. Su cabeza se alzó lentamente y el dolor fue penosísimo, como si objetos pesados patinaran y derraparan sobre la caja ósea que contenía lo que quedaba de su mente, produciéndole surcos sangrientos en el cerebro. Se le escapó un gemido largo y almibarado. Notó una sensación aleteante y hormigueante en la mejilla derecha, como si una docena de moscas se arrastraran por la sangre. Quería espantarlas, pero sabía que necesitaba las dos manos para sostenerse.

La figura que se erguía al otro lado de la habitación, junto a la compuerta que conducía a la cocina, tenía una apariencia fantasmagórica e irreal. Esta impresión se debía en parte a que las luces de arriba seguían destellando como un estroboscopio y en parte a que la veía con un solo ojo (no podía ni quería acordarse de lo que le había pasado al otro), aunque tenía la sospecha de que se debía sobre todo a que el personaje era fantasmagórico e irreal. Parecía un hombre… pero la persona que en tiempos había sido Andrew Quick tenía la sospecha de que no lo era en absoluto.

El extraño parado ante la compuerta vestía una chaqueta corta de color oscuro ceñida a la cintura, descoloridos pantalones de dril y unas botas viejas y polvorientas; las botas de un hombre del campo, un jinete de la pradera o…

—¿O un pistolero, Andrew? —le preguntó el extraño, y soltó una risita ahogada.

El señor Tic Tac contempló la figura con desesperación, intentando verle la cara, pero la chaqueta corta tenía capucha, y la llevaba puesta. El semblante del extraño se perdía en la sombra.

La sirena calló a medio alarido. Las luces de emergencia continuaron encendidas, pero al menos no parpadeaban.

—Ea —dijo el extraño en el mismo susurro penetrante—. Así al menos podremos oírnos pensar.

—¿Quién eres? —preguntó el señor Tic Tac. Se movió ligeramente, y el número de objetos pesados que le patinaban por la cabeza aumentó, abriéndole nuevos desgarrones en el cerebro. Pero con lo terrible que era esa sensación, aún resultaba peor el espantoso bullir de moscas en la mejilla derecha.

—Se me conoce de muchas maneras, compañero —respondió el hombre desde la oscuridad de la capucha y, aunque su voz era grave, el Tic Tac oyó acechar la risa justo bajo la superficie—. Los hay que me llaman Jimmy y los hay que me llaman Timmy; hay quienes me llaman Handy y hay quienes me llaman Dandy; pueden llamarme Perdedor y pueden llamarme Triunfador, con tal de que no me llamen demasiado tarde para cenar.

El hombre de la entrada echó la cabeza atrás y su risa cubrió de carne de gallina los brazos y la espalda del herido; fue como el aullido de un lobo.

—Me han llamado el Extraño Sin Edad —prosiguió el hombre. Echó a andar hacia el Tic Tac, y este gimió e intentó arrastrarse hacia atrás—. También me han llamado Merlín o Maerlyn, pero qué más da, porque no he sido nunca ese, aunque tampoco lo he negado. A veces me llaman el Mago… o el Brujo… aunque confío que podamos relacionarnos en términos más humildes, Andrew. En términos más… humanos.

Apartó la capucha y dejó al descubierto un rostro bien formado, de frente despejada, que a pesar de su apariencia agradable no era humano en ningún sentido. Grandes rosetones tísicos cabalgaban los pómulos del Brujo; los ojos verdiazules chispeaban con un arrebatado regocijo demasiado desenfrenado para ser cuerdo; la cabellera azul negra se erguía en estrafalarios haces como plumas de cuervo; los labios entreabiertos, de un rojo lozano, permitían ver los dientes de un caníbal.

—Llámame Fannin —dijo el sonriente aparecido—. Richard Fannin. Quizá no es del todo acertado, pero calculo que se aproxima lo bastante para propósitos burocráticos. —Extendió una mano cuya palma estaba absolutamente desprovista de líneas—. ¿Qué dices, colega? Estrecha la mano que estrechó el mundo.

El ser que antaño había sido Andrew Quick y al que en los salones de los grises se conocía como el señor Tic Tac lanzó un chillido y otra vez trató de alejarse. El pliegue de cuero cabelludo desprendido por la bala de bajo calibre que solo había dejado un surco en el cráneo en vez de perforarlo, oscilaba de un lado a otro; las largas hebras de cabello rubio ceniza seguían cosquilleándole la mejilla. Quick, empero, ya no lo notaba. Incluso había olvidado el dolor del cráneo y la palpitación de la cuenca que antes albergaba su ojo izquierdo. Toda su conciencia se había fundido en un pensamiento: Tengo que escapar de esta bestia que parece un hombre.

Pero cuando el extraño se apoderó de su mano derecha y la estrechó, ese pensamiento se disolvió como un sueño al despertar. El aullido que Quick encerraba en el pecho brotó de sus labios como un suspiro de amante. Se quedó mirando estúpidamente al risueño recién llegado. El pliegue de cuero cabelludo pendía y oscilaba.

—¿Te molesta eso? Te ha de molestar por fuerza. ¡Ya está! —Fannin cogió el pliegue colgante y lo arrancó bruscamente, dejando al descubierto una turbia franja de cráneo. Sonó un ruido como el de una tela gruesa al rasgarse. Quick lanzó un grito—. Vamos, vamos, solo duele un momento. —El hombre se había puesto en cuclillas al lado de Quick y le hablaba como un padre indulgente a un chiquillo que se ha clavado una astilla en el dedo—. ¿No va pasando ya?

—S-s-sí —farfulló Quick.

Y era verdad. El dolor empezaba a desvanecerse. Y cuando Fannin alargó de nuevo la mano hacia él para acariciarle el lado izquierdo de la cara, el respingo de Quick fue solo un reflejo rápidamente dominado. Al contacto de aquella mano sin líneas, sintió fluir de nuevo la fuerza. Alzó la mirada hacia el recién llegado con muda gratitud, los labios temblorosos.

—¿Mejor así, Andrew? ¿Verdad que sí?

—¡Sí! ¡Sí!

—Si quieres demostrarme tu agradecimiento, como no lo dudo, debes decir algo que solía decir un viejo conocido mío. Al final acabó traicionándome, pero fue un buen amigo durante bastante tiempo y aún lo llevo en mi corazón. Di «Mi vida por ti», Andrew. ¿Podrás decirlo?

Podía decirlo y lo dijo; de hecho, parecía que no podía cesar de decirlo.

—¡Mi vida por ti! ¡Mi vida por ti! ¡Mi vida por ti! ¡Mi vida…!

El extraño volvió a tocarle la mejilla, pero esta vez una intensa descarga de dolor estalló en la cabeza de Andrew Quick. Lanzó un alarido.

—Lo siento, pero el tiempo apremia y empezabas a parecer un disco rayado. Andrew, deja que te lo exponga sin adornos: ¿te gustaría matar al pimpollo que disparó contra ti? Por no hablar de sus amigos y del correoso que lo trajo aquí; ese sobre todo. Hasta la bestia que te saltó el ojo, Andrew. ¿Te gustaría?

—¡Sí! —jadeó el antiguo señor Tic Tac. Apretó los puños ensangrentados—. ¡Sí!

—Eso está bien —dijo el extraño, y ayudó a Quick a incorporarse—, porque tienen que morir. Están mezclándose en asuntos que no les incumben. Esperaba que Blaine se ocupara de ellos, pero las cosas han llegado demasiado lejos para confiar en nada… Después de todo, ¿quién habría podido pensar que llegarían tan lejos como han llegado?

—No lo sé —contestó Quick. En realidad no tenía la menor idea de lo que estaba diciendo el extraño. Ni le importaba; un sentimiento de exaltación le invadía la mente como una buena droga, y después del dolor de la prensa de manzanas, eso era suficiente para él. Más que suficiente.

Richard Fannin contrajo los labios.

—Oso y hueso… llave y rosa… día y noche… viento y marea. ¡Ya es bastante! ¡Ya es bastante, digo! ¡No deben llegar más cerca de la Torre de lo que están ahora!

Quick retrocedió vacilante cuando las manos del hombre salieron disparadas con la velocidad de un rayo. Una rompió la cadena que sostenía el minúsculo reloj de péndulo en su estuche de cristal; la otra le arrancó del antebrazo el Seiko de Jake Chambers.

—Me quedaré con esto, ¿te parece? —Fannin el Brujo sonrió de un modo encantador, con los labios pudorosamente cerrados sobre aquellos dientes pavorosos—. ¿O tienes alguna objeción?

—No —respondió Quick, renunciando sin la menor vacilación a los últimos símbolos de su prolongado caudillaje (en realidad sin darse cuenta de que lo hacía)—. Te lo ruego.

—Gracias, Andrew —dijo el hombre oscuro con voz suave—. Ahora debemos andar ligeros; preveo un cambio drástico en la atmósfera de estos lugares para dentro de cinco minutos o así. Hemos de llegar al armario más cercano en que se guardan las máscaras de gas, y es probable que tengamos el tiempo muy justo. Yo podría sobrevivir a ese cambio en perfectas condiciones, pero temo que tú tendrías ciertas dificultades.

—No entiendo de qué me estás hablando —objetó Andrew Quick. Había empezado a palpitarle de nuevo la cabeza, y le daba vueltas la mente.

—Ni falta que te hace —respondió imperturbable el extraño—. Vamos, Andrew; creo que debemos darnos prisa. Un día movido, ¿eh? Con algo de suerte, Blaine los freirá en el mismo andén, donde sin duda están todavía; con los años se ha vuelto muy excéntrico, pobre tipo. Pero de todos modos creo que tendríamos que darnos prisa.

Apoyó un brazo en los hombros de Quick y, riéndose entre dientes, lo hizo pasar por la misma compuerta que Roland y Jake habían utilizado escasos minutos antes.