Roland se materializó en la penumbra. Se movía con tanto sigilo como siempre, pero parecía cansado y preocupado.
—Pensaba que quizá habíais caído en arenas movedizas —dijo.
—Nada de eso. Solo estaba explicándole a Jake las cosas de la vida tal como yo las veo.
—¿Y qué habría tenido eso de malo? —insistió Jake—. Esa Torre Oscura lleva mucho tiempo en su sitio, ¿no? No se irá a ninguna parte, ¿verdad?
—Unos días, luego unos cuantos días más, luego unos más… —Eddie miró la rama que acababa de coger y la echó a un lado, disgustado. Estoy empezando a hablar como él, se dijo. Sin embargo, sabía que solo estaba diciendo la verdad—. Quizá descubriríamos que su manantial está obstruyéndose a causa del cieno, y no sería cortés marcharse sin haberlo excavado. Pero ¿por qué habríamos de parar ahí, si en un par de semanas podíamos construirles una noria que funcionara? ¿Verdad? Son viejos, y ya no están para acarrear agua desde el manantial ni para cazar búfalos a pie. —Dirigió una breve mirada a Roland y añadió, con voz teñida de reproche—: Os diré una cosa: cada vez que pienso en Bill y Till acechando una manada de búfalos salvajes, me entran escalofríos.
—Llevan mucho tiempo haciéndolo —observó Roland—, e imagino que podrían enseñarnos un par de cosas. Se las arreglarán. Entretanto, vamos a por esa leña; la noche será muy fría.
Pero Jake aún no había terminado. Miró a Eddie con fijeza, casi con severidad.
—Quieres decir que nunca podríamos hacer bastante por ellos, ¿no es eso?
Eddie sacó el labio inferior y se apartó un mechón de un soplido.
—No exactamente. Quiero decir que nunca nos sería más fácil marcharnos de lo que ha sido hoy. Más duro, quizá, pero no más fácil.
—Sigue sin parecerme bien.
Volvieron al lugar que se convertiría, una vez encendida la fogata, en otro campamento provisional en la ruta a la Torre Oscura. Susannah había bajado de la silla y estaba tendida de espaldas, con las manos cruzadas tras la nuca, contemplando las estrellas. Cuando llegaron, se incorporó y empezó a disponer la leña como Roland le había enseñado meses atrás.
—Todo esto tiene que ver con el bien —dijo Roland—. Pero si miras con demasiado detenimiento los bienes pequeños, Jake, los que tienes más cerca, te resultará fácil perder de vista los grandes que están más lejos. Las cosas están desencajadas; van mal y cada vez están peor. Lo vemos a nuestro alrededor, pero las respuestas aún están por delante. Mientras ayudáramos a las veinte o treinta personas que quedan en Paso del Río, otras veinte o treinta mil podrían estar sufriendo o muriendo en otra parte.
Y si hay algún lugar en el universo donde estas cosas puedan arreglarse es en la Torre Oscura.
—¿Por qué? ¿Cómo? —preguntó Jake—. ¿Qué es esa Torre, en realidad?
Roland se acuclilló junto a la hoguera que Susannah había preparado, sacó eslabón y pedernal y empezó a derramar una lluvia de chispas sobre la yesca. Pronto empezaron a brotar unas pequeñas llamas entre las ramitas y los puñados de hierba seca.
—No puedo responder a esas preguntas —dijo al fin—. Ojalá pudiera.
Eddie pensó que era una respuesta muy hábil. Roland había dicho «No puedo responder…», y eso no era lo mismo que «No lo sé». Ni de lejos.
QUINCE
La cena fue a base de agua y verduras. Aún no se habían recuperado del abundante banquete que les habían ofrecido en Paso del Río. Hasta Acho rehusó los trozos que Jake le ofrecía después de comerse uno o dos.
—¿Cómo es que no has querido hablar cuando estábamos allí? —le riñó Jake—. ¡Me has hecho quedar como un idiota!
—¡Ota! —dijo Acho, y apoyó el hocico en el tobillo de Jake.
—Cada vez habla mejor —comentó Roland—. Incluso empieza a hablar como tú, Jake.
—Ake —asintió Acho, sin levantar el hocico.
A Jake le fascinaban los círculos de oro que rodeaban los ojos de Acho; a la luz parpadeante de la hoguera, aquellos círculos parecían girar lentamente.
—Pero no quiso hablar delante de los ancianos.
—Los brambos son caprichosos en eso —le explicó Roland—. Son unos animales extraños. Yo diría que a este lo expulsó su propia manada.
—¿Por qué lo dices?
Roland señaló el costado de Acho. Jake le había limpiado la sangre (a Acho no le había gustado, pero lo había tolerado) y el mordisco estaba curándose, aunque el brambo todavía cojeaba un poco.
—Apostaría un águila a que ese mordisco es de otro brambo.
—¿Por qué habría de expulsarlo su propia manada?
—Quizá se cansaron de su cháchara —conjeturó Eddie. Estaba tendido junto a Susannah y le había pasado un brazo por los hombros.
—Tal vez sí —concedió Roland—, sobre todo si era el único que aún intentaba hablar. Puede que los demás decidieran que era demasiado listo o demasiado orgulloso para su gusto. Los animales no saben tanto de celos como la gente, pero tampoco los desconocen.
El objeto de sus comentarios cerró los ojos y se arrellanó en posición de dormir… pero Jake advirtió que empezaron a temblarle las orejas cuando la conversación se reanudó.
—¿Son muy inteligentes?
Roland se encogió de hombros.
—El mozo de cuadra del que te hablé, ese que decía que un buen brambo trae buena suerte, juraba que en su juventud había tenido uno que sabía sumar. Decía que indicaba el resultado arañando el suelo del establo o juntando piedrecitas con el hocico. —Sonrió. La sonrisa le iluminó todo el rostro, expulsando la lóbrega sombra que lo había cubierto desde que salieron de Paso del Río—. Claro que los mozos de cuadra y los pescadores nacen para mentir.
Un amigable silencio cayó sobre ellos, y Jake sintió que lo invadía la somnolencia. Pensó que no tardaría en quedarse dormido, y no tuvo nada que objetar. Entonces empezaron a sonar los tambores, un palpitar rítmico que procedía del sudeste, y volvió a incorporarse. Todos escucharon sin hablar.
—Es una base rítmica de rock and roll —dijo Eddie de súbito—. Estoy seguro. Quítale las guitarras y eso es lo que te queda. De hecho, suena muchísimo a Z.Z. Top.
—¿Z.Z. qué? —preguntó Susannah.
Eddie sonrió.
—En tu cuando no existían —respondió—. O sí existían, pero en el sesenta y tres solo debían de ser unos cuantos críos que iban a la escuela en Texas. —Volvió a escuchar—. Que me cuelguen si eso no suena exactamente igual que la base rítmica de algo como «Sharp-Dressed Man» o «Velcro Fly».[6]
—¿«Velcro Fly»? —se extrañó Jake—. ¡Vaya nombre estúpido para una canción!
—Pero bastante divertido —replicó Eddie—. Te la perdiste por diez años o así, chaval.
—Más vale que nos pongamos a dormir —dijo Roland—. La mañana llega temprano.
—No puedo dormir con esa mierda de ruido —objetó Eddie. Vaciló un instante y a continuación dijo algo que le rondaba por la cabeza desde aquella mañana en que ayudaron a cruzar a Jake, pálido y tembloroso, el umbral que conducía a este mundo—. ¿No crees que ya empieza a ser hora de que intercambiemos historias, Roland? Podríamos descubrir que sabemos más de lo que suponemos.
—Sí, ya va siendo hora. Pero no en la oscuridad.
Roland dio media vuelta, se cubrió con una manta y quedó inmóvil, en apariencia dormido.
—Jesús —dijo Eddie—. Así, sin más. —Emitió un leve silbido de disgusto entre los dientes.
—Tiene razón —adujo Susannah—. Vamos, Eddie; a dormir.
Él sonrió y le dio un beso en la punta de la nariz.
—Sí, mamaíta.
Al cabo de cinco minutos, Susannah y él se hallaban muertos para el mundo, con tambores o sin ellos. En cambio Jake descubrió que su somnolencia se había disipado. Permaneció tendido, contemplando las estrellas extrañas y escuchando la constante pulsación rítmica que venía de la oscuridad. Quizá eran los pubis, que danzaban histéricamente al compás de una canción titulada «Velcro Fly», en un ritual salvaje destinado a excitar un frenesí de sacrificios cruentos.
Pensó en Blaine el Mono, un tren tan veloz que recorría aquel mundo enorme y hechizado arrastrando un estampido sónico tras de sí, y eso le llevó a pensar en Charlie el Chu-Chú, retirado a un apartadero olvidado tras la llegada de la flamante Burlington Zephyr que lo había dejado anticuado. Pensó en la expresión de Charlie, que se suponía alegre y amistosa pero que en realidad no lo era. Pensó en la Compañía Ferroviaria de Mundo Medio, y en las tierras vacías que se extendían de St. Louis a Topeka. Pensó en cómo Charlie estaba listo para partir cuando el señor Martin lo necesitó y en cómo Charlie podía hacer sonar su propio silbato y alimentar su propio horno, y se preguntó una vez más si el maquinista Bob había saboteado la Burlington Zephyr para darle una segunda oportunidad a su querido Charlie.
Por fin —y tan súbitamente como había empezado— el redoble rítmico cesó, y Jake se deslizó hacia el sueño.
DIECISÉIS
Soñó, pero no con el hombre de yeso.
Soñó en cambio que se hallaba en una carretera asfaltada que cruzaba el Gran Vacío del oeste de Missouri. Acho iba con él. Señales de paso a nivel —cruces blancas en forma de equis con luces rojas en el centro— flanqueaban la ruta. Las luces destellaban y sonaba un timbre.
Enseguida, por el sudoeste, empezó a alzarse un zumbido que iba subiendo gradualmente de tono. Sonaba como relámpagos en una botella.
«Ahí viene», le dijo a Acho.
«¡Ene!», asintió el animal.
Y de pronto apareció una vasta masa rosada de dos ruedas de largo que cortaba el llano hacia ellos. Era baja y con figura de bala, y cuando Jake la vio, un miedo tremendo le llenó el corazón. Las dos grandes ventanillas que el sol hacía brillar en el morro del tren parecían ojos.
«No le hagas preguntas tontas —le dijo Jake a Acho—. No quiere entrar en juegos tontos. Solo es un horrible tren chu-chú y se llama Blaine el Engorro».
Acho se lanzó de repente a la vía y quedó agazapado en actitud de saltar, con las orejas aplastadas hacia atrás. Los ojos dorados le llameaban. Exhibía los dientes en una desesperada mueca de amenaza.
«¡No! —gritó Jake—. ¡No, Acho!».
Pero Acho no le hizo caso. La bala rosa se precipitaba hacia la minúscula figura desafiante del bilibrambo, y Jake percibió su zumbido como un hormigueo en todo el cuerpo que le hizo sangrar la nariz y le hizo añicos los empastes de las muelas.
Saltó hacia Acho. Blaine el Mono (¿o era Charlie el Chu-Chú?) cargó contra los dos, y Jake despertó de súbito, estremecido y bañado en sudor. La noche parecía oprimirle como un peso físico. Rodó hacia un lado y empezó a buscar frenéticamente a Acho. Durante un instante terrible creyó que el brambo había desaparecido, pero al momento sus dedos rozaron la sedosa piel. Acho emitió un ruidito y lo miró con soñolienta curiosidad.
—No pasa nada —susurró Jake con voz seca—. No hay ningún tren. Solo era un sueño. Vuelve a dormir, muchacho.
—Acho —asintió el brambo, y cerró los ojos de nuevo.
Jake se tendió de espaldas y se quedó mirando las estrellas. Blaine es más que un engorro, pensó. Es peligroso. Muy peligroso. Quizá sí.
¡Nada de quizá!, insistió frenéticamente su mente.
De acuerdo, Blaine era un engorro; concedido. Pero su Redacción Final también había tenido algo que decir sobre el asunto de Blaine, ¿o no?
«Blaine es la verdad. Blaine es la verdad. Blaine es la verdad».
—Oh, Dios, menudo embrollo —musitó Jake. Cerró los ojos, y a los pocos segundos volvía a estar dormido. Esta vez durmió sin sueños.
DIECISIETE
Hacia el mediodía siguiente coronaron otra cresta y vieron por primera vez el puente. Cruzaba el Send por un punto en que el río se estrechaba, giraba hacia el sur y pasaba ante la ciudad.
—¡Cielo santo! —exclamó Eddie con voz suave—. ¿No te recuerda algo, Suze?
—Sí.
—¿Y a ti, Jake?
—Sí… Se parece al puente George Washington.
—¡Y cómo! —asintió Eddie.
—Pero ¿qué hace el puente George Washington en Missouri? Eddie se lo quedó mirando.
—¿Qué has dicho?
Jake estaba confundido.
—En Mundo Medio, quería decir. Tú ya me entiendes. Eddie siguió mirándolo más fijamente que nunca.
—¿Y tú cómo sabes que esto es Mundo Medio? Aún no estabas con nosotros cuando encontramos el mojón.
Jake hundió las manos en los bolsillos y se miró los mocasines.
—Lo he soñado —dijo secamente—. No creerás que contraté esta excursión con el agente de viajes de mi padre, ¿verdad?
Roland le tocó a Eddie en el hombro.
—Déjalo estar, de momento.
Eddie miró un momento a Roland y asintió con la cabeza.
Siguieron mirando el puente un rato más. Habían tenido tiempo de acostumbrarse a la silueta de la ciudad, pero esto era nuevo. El puente lucía en la lejanía como una figura borrosa recortada contra el azul del cielo. Roland alcanzó a divisar cuatro pares de torres metálicas de una altura imposible; un par en cada extremo del puente y otros dos en el centro. Entre ellas, unos cables gigantescos colgaban suspendidos en largos arcos. Entre esos arcos y la base del puente había muchas líneas verticales: más cables quizá, o bien vigas de metal; el pistolero no podía saberlo. Pero también vio huecos, y al cabo de mucho rato se dio cuenta de que el puente ya no estaba perfectamente nivelado.
—Creo que ese puente no tardará en hundirse en el río —observó.
—Bueno, puede ser —admitió Eddie de mala gana—, pero no me parece que esté tan mal.
Roland suspiró.
—No te hagas demasiadas ilusiones, Eddie.
—¿Qué significa eso? —Eddie se dio cuenta de que había hablado en tono picajoso, pero ya era tarde para hacer nada al respecto.
—Significa que quiero que creas a tus ojos, Eddie; nada más. Cuando yo aún crecía, había un dicho: «Solo un necio piensa que está soñando antes de despertar». ¿Entiendes?
Eddie sintió que le venía a la lengua una respuesta sarcástica, pero la rechazó tras una breve lucha consigo mismo. Sucedía, sencillamente, que Roland adoptaba una actitud —no deliberada, estaba seguro de ello, pero eso no la volvía más llevadera— que le hacía sentirse como un crío.
—Creo que sí —respondió al fin—. Quiere decir lo mismo que el proverbio favorito de mi madre.
—¿Qué proverbio?
—Espera lo mejor y prepárate para lo peor —respondió Eddie con aspereza.
El rostro de Roland se iluminó con una sonrisa.
—Me gusta más el dicho de tu madre.
—¡Pero aún se tiene en pie! —estalló Eddie—. De acuerdo que no está en magníficas condiciones; seguramente hace más de mil años que nadie le da un repaso a fondo, pero aún se sostiene. ¡Y toda la ciudad! ¿Tan mal está albergar la esperanza de encontrar allí algo que nos sirva de ayuda, o gente que nos dé de comer y hable con nosotros, como los ancianos de Paso del Río? ¿Tan mal está tener la esperanza de que nuestra suerte vaya a cambiar?
En el silencio que siguió, Eddie se dio cuenta, cohibido, de que acababa de pronunciar un discurso.
—No. —Había afecto en la voz de Roland, ese afecto que nunca dejaba de sorprender a Eddie cuando se mostraba—. La esperanza nunca está mal. —Miró a Eddie y a los demás como si acabara de despertar de un sueño profundo—. Por hoy ya hemos viajado bastante. Es hora de que tengamos consejo, creo, y eso nos llevará algún tiempo.
El pistolero abandonó la carretera y se internó entre la alta hierba sin mirar atrás. Al cabo de un instante, los otros tres lo siguieron.
DIECIOCHO
Hasta encontrarse con los ancianos de Paso del Río, Susannah había considerado a Roland en términos de programas de televisión que ella apenas veía: «Cheyenne», «The Rifleman» y, por supuesto, el arquetipo de todos ellos, «Gunsmoke». Este lo escuchaba a veces en la radio con su padre antes de que lo dieran por televisión (pensó en lo extraña que debía de resultarles a Eddie y a Jake la idea de la radionovela y sonrió; el mundo de Roland no era el único que se había movido). Aún recordaba lo que decía el narrador al comienzo de cada episodio: «Hace que uno esté siempre en guardia… y un poco solo».
Hasta Paso del Río, estas palabras resumían a la perfección su imagen de Roland. No era tan ancho de espaldas como lo había sido el alguacil Dillon, ni mucho menos tan alto, y su cara le recordaba más a un poeta fatigado que a un agente de la ley del salvaje Oeste, pero aun así lo veía como una versión existencial de ese mítico policía de Kansas cuya única misión en la vida (aparte de alguna que otra copa en el Longbranch con sus amigos Doc y Kitty) consistía en limpiar Dodge.
Ahora se daba cuenta de que en otro tiempo Roland había sido mucho más que un policía de un Oeste daliniano situado al fin del mundo. Había sido un diplomático, un mediador, quizá incluso un maestro. Sobre todo, había sido un soldado de lo que aquellas gentes llamaban «el blanco», término con el que ella suponía que denominaban a las fuerzas civilizadoras que hacían que las personas dejaran de matarse entre sí durante el tiempo suficiente para conocer algún progreso. En su tiempo, Roland había sido más un caballero errante que un cazador de recompensas. Y en muchos sentidos, este todavía era su tiempo; ciertamente, los habitantes de Paso del Río lo creían así. ¿Por qué, si no, se habrían arrodillado en el polvo para recibir su bendición?
A la luz de esta nueva percepción, Susannah se dio cuenta de la habilidad con que el pistolero los había manejado desde aquella mañana horrenda en el círculo parlante. Cada vez que la conversación tomaba un curso susceptible de conducir a la comparación de notas —¿y qué podía ser más natural, vista la catastrófica e inexplicable «extracción» que cada uno de ellos había experimentado?—, Roland intervenía con presteza y desviaba la conversación hacia otros temas con tanta soltura que ninguno de los tres (ni siquiera ella, que se había pasado cuatro años metida hasta el cuello en el movimiento por los derechos civiles) se daba cuenta de lo que hacía.
Susannah creía conocer sus motivos: lo había hecho a fin de darle tiempo a Jake para rehacerse. Pero el hecho de comprenderlo no impedía que la naturalidad con que los había manejado Roland despertara en ella sentimientos de asombro, diversión y enojo. Recordó algo que había dicho Andrew, su chófer, poco antes de que Roland la hiciera pasar a este mundo. Algo así como que el presidente Kennedy había sido el último pistolero del mundo occidental. En aquel momento eso le había hecho torcer el gesto, pero ahora le parecía comprender. Roland tenía mucho más de JFK que de Matt Dillon. Susannah consideraba que Roland poseía bien poco de la imaginación de Kennedy, pero en cuanto a atractivo romántico… dedicación… carisma…
Y astucia, pensó ella. No olvidemos la astucia.
De pronto lanzó una carcajada que la sorprendió a sí misma.
Roland se había sentado con las piernas cruzadas. Al oírla se volvió hacia ella, con las cejas enarcadas.
—¿Algo divertido?
—Mucho. Dime una cosa: ¿cuántos idiomas hablas?
El pistolero recapacitó.
—Cinco —dijo al fin—. Antes hablaba los dialectos selianos bastante bien, pero creo que ahora solo recuerdo las maldiciones.
Susannah rio de nuevo. Fue una risa alegre, placentera.
—Eres un zorro, Roland —comentó—. De verdad que lo eres.
Jake sintió curiosidad.
—Di un taco en seleriano —le pidió.
—En seliano —le corrigió Roland. Pensó unos instantes y a continuación dijo algo muy rápido y grasiento que a Eddie le sonó un poco como si el pistolero estuviera haciendo gárgaras con un líquido muy denso. Café de una semana, por ejemplo. Roland sonreía al decirlo.
Jake le devolvió la sonrisa.
—¿Qué quiere decir?
Roland le pasó un momento el brazo por los hombros.
—Que tenemos mucho de que hablar.
DIECINUEVE
—Somos un ka-tet —comenzó a decir Roland—, lo que significa un grupo de personas unidas por el destino. Los filósofos de mi país aseguraban que solo la muerte o la traición pueden romper un ka-tet. Mi gran maestro, Cort, decía que como la muerte y la traición también son radios de la rueda del ka, este lazo no puede romperse nunca. Según van pasando los años y veo más cosas, cada vez me acerco más al punto de vista de Cort.
»Cada miembro de un ka-tet es como una pieza de un rompecabezas. Considerada en sí misma, cada pieza es un misterio, pero al reunirías componen una imagen… o parte de una imagen. Puede hacer falta un gran número de ka-tets para completar una imagen. No debéis sorprenderos si descubrís que vuestras vidas han estado en contacto de maneras que no habéis sabido hasta ahora. Por ejemplo, cada uno de los tres es capaz de conocer los pensamientos de los demás…
—¿Qué? —saltó Eddie.
—Es cierto. Compartís vuestros pensamientos con tal espontaneidad que ni siquiera os habéis dado cuenta de que lo hacéis, pero es así. A mí me resulta más fácil verlo, sin duda, porque no soy miembro pleno de este ka-tet, quizá porque no soy de vuestro mundo, y eso me impide participar totalmente en la capacidad de compartir los pensamientos. Pero aun así, puedo enviar. Susannah… ¿recuerdas cuando estábamos en el círculo?
—Sí. Me dijiste que soltara al demonio cuando tú lo dijeras. Pero no lo dijiste en voz alta.
—Eddie, ¿recuerdas cuando estábamos en el claro del oso, y el murciélago mecánico se lanzó a por ti?
—Sí. Me dijiste que me echara al suelo.
—No abrió la boca para nada, Eddie —dijo Susannah.
—¡Claro que sí! ¡Pegaste un grito, hombre! ¡Te oí!
—Grité, es verdad, pero con la mente. —El pistolero se volvió hacia Jake—. ¿Recuerdas? ¿En la casa?
—Estaba tirando de una tabla que no se soltaba y tú me dijiste que probara con la otra. Pero si no puedes adivinarme los pensamientos, Roland, ¿cómo supiste cuál era el problema?
—Lo vi. No oí nada, pero vi; solo un poco, como por una ventana muy sucia. —Paseó la mirada de uno a otro—. Esta proximidad, este compartir las mentes se llama khef, una palabra que en la lengua original del Pueblo de Mundo Antiguo quiere decir muchas otras cosas: agua, nacimiento y fuerza vital son apenas tres de sus significados. Tenedlo en cuenta. Por ahora, es lo único que quiero.
—¿Se puede tener en cuenta algo en lo que no se cree? —inquirió Eddie.
Roland sonrió.
—Procura mantener la mente abierta.
—Eso puedo hacerlo.
—¿Roland? —Era Jake—. ¿Te parece que Acho podría formar parte de nuestro ka-tet?
Susannah sonrió. Roland no.
—En estos momentos no estoy en condiciones de adelantar ni siquiera una conjetura, pero te diré una cosa, Jake: he estado pensando mucho en tu amigo peludo. El ka no lo rige todo, sigue habiendo coincidencias…, pero la repentina aparición de un bilibrambo que aún se acuerda de los seres humanos no me parece que se deba únicamente al azar. —Los miró a los tres—. Empezaré yo. Luego hablará Eddie, retomando el relato dónde yo lo dejé. Luego Susannah. Jake, tú hablarás el último. ¿De acuerdo?
Todos asintieron.
—Muy bien —dijo Roland—. Somos ka-tet; de muchos, uno. Que empiece el consejo.
VEINTE
La conferencia se prolongó hasta la puesta del sol, con una breve interrupción para tomar una comida fría, y cuando terminó, Eddie tenía la sensación de haber disputado doce duros asaltos con Sugar Ray Leonard. Ya no dudaba de que habían estado «compartiendo khef», como decía Roland; de hecho, parecía que Jake y él habían vivido cada uno la vida del otro en sus respectivos sueños, como si fueran dos mitades de un mismo todo.
Roland empezó con lo ocurrido bajo las montañas, donde la primera vida de Jake en este mundo había llegado a su fin. Les habló del consejo que había tenido con el hombre de negro, y de las veladas palabras de Walter sobre una Bestia y de alguien a quien llamaba el Extraño Sin Edad. Les habló del extraño y pavoroso sueño que había tenido, un sueño en el que todo el universo era engullido en un haz de fantástica luz blanca. Y de cómo, al final de ese sueño, había una sola hoja de hierba morada.
Eddie miró a Jake de soslayo y quedó atónito ante el conocimiento —el reconocimiento— que vio en los ojos del chico.
VEINTIUNO
Roland le había farfullado partes de esta historia a Eddie en sus momentos de delirio, pero para Susannah era completamente nueva y la escuchó con los ojos muy abiertos. Mientras Roland repetía las cosas que le había contado Walter, ella captaba vislumbres de su propio mundo, como reflejos en un espejo hecho añicos: automóviles, cáncer, cohetes a la luna, inseminación artificial. No alcanzaba a imaginar quién podía ser la Bestia, pero en el nombre del Extraño Sin Edad reconoció una variación de Merlín, el mago que en teoría había orquestado la carrera del rey Arturo. Cada vez más curioso.
Roland les habló de cómo al despertar había descubierto que Walter llevaba muchos años muerto; el tiempo se había deslizado hacia delante, tal vez cien años, tal vez quinientos. Jake escuchó en un silencio fascinado mientras el pistolero narraba su llegada a la orilla del Mar del Oeste, y cómo había invocado a Eddie y a Susannah antes de encontrarse con Jack Mort, el tercero oscuro.
El pistolero señaló a Eddie, que reanudó el relato con la aparición del oso gigante.
—¿Shardik? —le interrumpió Jake—. Pero eso es el título de un libro, un libro de nuestro mundo… Lo escribió el mismo autor de aquella obra famosa sobre los conejos…
—¡Richard Adams! —exclamó Eddie—. Y el libro de los conejos era La colina de Watership. Sabía que ese nombre me sonaba. Pero ¿cómo puede ser, Roland? ¿Cómo es que la gente de tu mundo conoce cosas del nuestro?
—Hay puertas, ¿no es cierto? —respondió Roland—. ¿Acaso no hemos visto ya cuatro? ¿Acaso crees que no existieron otras antes, o que no volverán a existir?
—Pero…
—Todos hemos visto los rastros de vuestro mundo en el mío, y cuando estuve en vuestra ciudad de Nueva York, vi las improntas de mi mundo en el vuestro. Vi pistoleros. Casi todos eran lentos y negligentes, pero aun así eran pistoleros, y a todas luces miembros de un antiguo ka-tet.
—Roland, solo eran polis. Les dabas sopas con honda.
—No al último. Cuando Jack Mort y yo estábamos en la estación del tren subterráneo, ese estuvo a punto de abatirme. De no ser por la suerte, por el pedernal y eslabón de Mort, lo habría conseguido. Ese… Le vi los ojos. Conocía el rostro de su padre. Creo que lo conocía muy bien. Y luego… ¿recuerdas cómo se llamaba el establecimiento de Balazar?
—Sí, claro que lo recuerdo —respondió Eddie con desasosiego—. La Torre Inclinada. Pero podría ser una casualidad; tú mismo has dicho que el ka no lo rige todo.
Roland asintió con un gesto.
—Realmente eres como Cuthbert. Recuerdo algo que dijo cuando éramos muchachos. Estábamos preparando una escapada nocturna al cementerio, pero Alain no quería ir. Decía que temía ofender a las sombras de sus padres y sus madres. Cuthbert se le rio en la cara. Dijo que no creería en los aparecidos hasta que atrapara uno con los dientes.
—¡Bravo! —exclamó Eddie.
Roland sonrió.
—Imaginaba que te gustaría. De todos modos, dejemos a este aparecido, por el momento. Sigue con tu relato.
Eddie habló de la visión que había tenido cuando Roland arrojó la quijada al fuego; la visión de la llave y la rosa. Habló de su sueño y de cómo había cruzado la puerta de la Charcutería Artística de Tom y Gerry para salir a un campo de rosas dominado por la elevada figura color hollín de la Torre. Habló de la negrura que surgía de sus ventanas hasta formar una silueta en el cielo. Por entonces se dirigía casi exclusivamente a Jake, porque este escuchaba con ávido interés y creciente maravilla. Intentó transmitir en alguna medida la exaltación y el terror que impregnaban el sueño, y vio en sus ojos —sobre todo en los de Jake— que lo estaba consiguiendo mejor de lo que hubiera podido esperar… o que también ellos tenían sus propios sueños.
Habló de cómo había seguido el rastro de Shardik hasta el Portal del Oso, y de cómo al apoyar la cabeza en él había empezado a recordar el día en que convenció a su hermano para que lo llevara a Dutch Hill a ver la Mansión. Habló de la taza y la aguja, y de cómo la aguja de señalar el rumbo se había vuelto innecesaria cuando se dieron cuenta de que podían ver la acción del Haz en todo lo que tocaba, incluso en los pájaros del cielo.
Susannah siguió el hilo en este punto. Mientras hablaba, explicando cómo Eddie había empezado a tallar su versión de la llave, Jake se echó hacia atrás, cruzó las manos detrás de la cabeza y contempló el lento desplazamiento de las nubes en su recta trayectoria hacia el sudeste. La ordenada disposición que adoptaban mostraba la presencia del Haz con tanta claridad como el humo de una chimenea muestra la dirección del viento.
Terminó el relato con la descripción de cómo habían izado a Jake a este mundo, cerrando así la pista dividida de sus recuerdos —y los de Roland— tan súbita y totalmente como Eddie había cerrado la puerta en el círculo parlante. En realidad, el único dato que omitió ni siquiera llegaba a ser un dato, al menos todavía. A fin de cuentas, no tenía mareos por la mañana, y un simple retraso en la regla no quería decir nada por sí solo. Como el propio Roland hubiera podido decir, esta era una historia que valía más dejarla para otro día.
Sin embargo, cuando terminó hubiera deseado olvidar lo que había contestado Tía Talitha cuando Jake le dijo que ahora este era su mundo: «Entonces que Dios se apiade de ti, porque en este mundo se está poniendo el sol. Se está poniendo para siempre».
—Y ahora te toca a ti, Jake —le invitó Roland.
Jake se incorporó y miró hacia Lud, donde las ventanas de las torres occidentales reflejaban la decreciente luz de la tarde en láminas de oro.
—Todo es una locura —murmuró—, pero casi tiene sentido. Como un sueño después de despertar.
—Quizá podamos ayudarte a encontrarle algún sentido —apuntó Susannah.
—Quizá sí. Por lo menos podéis ayudarme a pensar en el tren. Estoy cansado de buscarle un sentido a Blaine yo solo. —Suspiró—. Ya sabéis lo que pasó Roland cuando vivía dos vidas al mismo tiempo, así que puedo saltarme esa parte. De todos modos, tampoco sé si sería capaz de explicar qué sentía, y no quiero intentarlo. Fue atroz. Creo que lo mejor será que empiece por mi Redacción Final, porque fue entonces cuando por fin dejé de pensar que todo aquello pasaría por sí solo. —Les dirigió una mirada sombría—. Fue cuando me rendí.
VEINTIDÓS
El sol descendió un buen trecho antes de que Jake terminara de hablar.
Les contó todo lo que pudo recordar, empezando por «Mi comprensión de la verdad» y acabando por el guardián monstruoso que había surgido literalmente del maderamen para atacarlo. Los tres le escucharon sin una sola interrupción.
Cuando hubo terminado, Roland se volvió hacia Eddie con los ojos encendidos por una mezcla de emociones que en un primer momento Eddie tomó por pasmo maravillado. Pero enseguida advirtió que estaba contemplando una intensa excitación… y un profundo temor. Se le secó la boca. Porque si Roland tenía miedo…
—¿Aún dudas de que nuestros mundos se entrecruzan, Eddie?
Negó con un gesto.
—Claro que no. Yo anduve por la misma calle, ¡y llevaba puesta su ropa! Pero… Jake, ¿podría ver el libro? Me refiero a Charlie el Chu-Chú.
Jake echó mano de la mochila, pero Roland lo contuvo.
—Todavía no —sentenció—. Vuelve al solar abandonado, Jake. Cuéntanos otra vez esa parte. Intenta acordarte de todo.
—Quizá deberías hipnotizarme —sugirió Jake, dubitativo—. Como lo hiciste la otra vez, en la Estación de Paso.
Roland meneó la cabeza.
—No es necesario. Lo que te ocurrió en aquel solar fue lo más importante que te ha de ocurrir en la vida, Jake. En las vidas de todos nosotros. Lo recuerdas todo.
De modo que Jake empezó a contarlo de nuevo. Todos ellos tenían muy claro que su experiencia en el solar vacío donde antes se alzaba la tienda de Tom y Gerry era el corazón secreto del Ka-tet que compartían. En el sueño de Eddie, la Charcutería Artística aún se hallaba en pie; en la realidad de Jake, la habían derribado, pero en ambos casos se trataba de un lugar de enorme poder talismánico. A Roland tampoco le cabía ninguna duda de que el solar vacío con sus ladrillos rotos y sus pedazos de vidrio era otra versión de lo que Susannah conocía como los Drawers y del lugar que él mismo había visto al final de su visión en el osario.
Mientras relataba esta parte de su historia por segunda vez, ahora hablando muy despacio, Jake descubrió que lo que había dicho el pistolero era verdad: se acordaba de todo. Su memoria mejoró a tal punto que casi le parecía estar reviviendo la experiencia. Les habló del cartel que anunciaba la construcción de un edificio llamado Apartamentos Turtle Bay en el lugar donde antes se hallaba la charcutería de Tom y Gerry. Recordó incluso el pequeño poema pintado con spray en la valla, y también se lo recitó:
¡Mira la TORTUGA de enorme amplitud!
Sobre su caparazón sostiene la tierra.
Si quieres correr y jugar,
ven hoy mismo por el HAZ.
—Su pensar es lento pero siempre amable —musitó Susannah—; nos contiene a todos en su mente… ¿No era así, Roland?
—¿De qué hablas? —preguntó Jake—. ¿Qué era así?
—Una poesía que aprendí de pequeño —dijo Roland—. Es otra conexión, y realmente nos dice algo, aunque no estoy seguro de que sea algo que necesitemos saber… Con todo, nunca se sabe cuándo puede resultar útil tener un poco de comprensión.
—Doce portales conectados por seis Haces —resumió Eddie—. Partimos del Oso. Solo hemos de cubrir medio camino, hasta la Torre, pero si llegáramos al otro extremo encontraríamos el Portal de la Tortuga, ¿no es así?
Roland asintió.
—Estoy seguro.
—El Portal de la Tortuga —repitió Jake, pensativo, haciendo rodar las palabras por la boca como si quisiera saborearlas. Tras una pausa, volvió a hablarles de la arrobadora voz del coro, el descubrimiento de que había caras y cuentos e historias por todas partes, y su creencia cada vez más firme de que había dado con algo muy semejante al núcleo de toda existencia. Para terminar, les contó otra vez cómo había encontrado la llave y visto la rosa. Absorto en la totalidad de su recuerdo, Jake empezó a llorar, aunque al parecer no era consciente de ello.
—Cuando se abrió —concluyó—, vi que el centro era del amarillo más vivo que hayáis podido ver en vuestra vida. Al principio creí que era polen y que solo parecía brillar porque en aquel solar todo parecía brillar. Hasta mirar los viejos envoltorios de caramelos y las botellas de cerveza vacías era como mirar los cuadros más grandes que se hayan pintado jamás. Solo entonces me di cuenta de que era un sol. Ya sé que parece absurdo, pero lo era. Solo que todavía era más. Era…
—Era todos los soles —musitó Roland—. Era todo lo real.
—¡Sí! Y estaba bien, pero también estaba mal. No sé explicar en qué estaba mal, pero lo estaba. Era como dos latidos, uno dentro de otro, y el de dentro tenía una enfermedad. O una infección. Y entonces me desmayé.
VEINTITRÉS
—Tú viste lo mismo al final de tu sueño, ¿no es verdad, Roland? —preguntó Susannah. Su voz era suave, cargada de admiración—. El tallo de hierba que viste al final… Creíste que la hierba era morada porque tenía salpicaduras de pintura.
—No lo entiendes —protestó Jake—. Era morada de verdad. Cuando la veía como realmente era, era morada. Nunca había visto una hierba como esa. La pintura solo era camuflaje, tal como el guardián se camufló para parecer una vieja casa abandonada.
El sol había llegado al horizonte. Roland le preguntó a Jake si ahora querría mostrarles Charlie el Chu-Chú y luego leerlo. Jake les entregó el libro. Tanto Eddie como Susannah contemplaron un buen rato la portada.
—Yo tuve este libro cuando era pequeño —dijo Eddie al fin. Hablaba en el tono neutro de la certidumbre absoluta—. Luego nos mudamos de Queens a Brooklyn y lo perdí. Yo aún no tenía ni cuatro años. Pero recuerdo la portada. Y pensaba lo mismo que tú, Jake. No me gustaba. No me fiaba.
Susannah alzó la vista hacia Eddie.
—Yo también lo tenía. No sé cómo he podido olvidarme de la niña que se llamaba como yo…, aunque claro que entonces era mi segundo nombre. Y ese tren me producía la misma impresión: no me gustaba y no me fiaba de él. —Golpeó la portada con un dedo antes de pasarle el libro a Roland—. Esa sonrisa me parecía completamente falsa.
Roland apenas le dedicó una ojeada superficial y miró de nuevo a Susannah.
—¿Tú también lo perdiste?
—Sí.
—Y estoy seguro de que yo sé cuándo —dijo Eddie.
Susannah asintió.
—Seguro que lo sabes. Fue cuando aquel hombre me tiró un ladrillo a la cabeza. Cuando fuimos al norte para asistir a la boda de mi tía Blue aún lo tenía. En el tren lo tenía. Me acuerdo porque no paraba de preguntarle a mi padre si nuestra locomotora era Charlie el Chu-Chú. Yo no quería que lo fuera, porque teníamos que ir a Elizabeth, New Jersey, y yo creía que Charlie podía llevarnos a cualquier otro sitio. ¿No acabó llevando gente en un pueblo en miniatura o algo así, Jake?
—Un parque de atracciones.
—Sí, naturalmente. Hacia el final del libro hay una ilustración en que aparece circulando por el parque, cargado de niños. Todos están riendo o sonriendo, pero siempre me pareció que estaban pidiendo a gritos que los dejaran bajar.
—¡Sí! —exclamó Jake—. ¡Sí, eso es! ¡Exactamente eso!
—Creía que Charlie podía llevarnos a su casa, adonde él viviera, en lugar de a la boda de mi tía, y que ya no nos dejaría volver a casa nunca más.
—No puedes volver a casa nunca más —masculló Eddie, y se mesó nerviosamente el cabello.
—En todo el tiempo que nos pasamos en aquel tren, no solté el libro ni un instante. Recuerdo incluso que pensé: «Si intenta secuestrarnos, le iré arrancando hojas hasta que se rinda». Pero naturalmente llegamos justo a donde estaba previsto, y además a la hora prevista. Papá me llevó delante para que pudiera ver la máquina. Era una locomotora diésel, no de vapor, y recuerdo que eso me alegró. Luego, después de la boda, ese Mort me echó un ladrillo encima y me pasé mucho tiempo en coma. Ya no volví a ver Charlie el Chu-Chú hasta este momento. —Tras una vacilación, añadió—: Este podría ser perfectamente mi propio ejemplar, o el de Eddie.
—Sí, y seguramente lo es —dijo Eddie. Tenía el rostro pálido y solemne… y de pronto sonrió como un crío—. «Mira la TORTUGA con su enorme faz; todas las cosas sirven al maldito Haz».
Roland echó una mirada hacia el oeste.
—El sol se está poniendo. Jake, lee el relato antes de que nos quedemos sin luz.
Jake pasó a la primera página, les mostró la imagen del maquinista Bob en la cabina de Charlie y comenzó:
—«Bob Brooks era un maquinista de la Compañía Ferroviaria de Mundo Medio que cubría la línea de St. Louis a Topeka…».
VEINTICUATRO
—«… y de vez en cuando los niños oían cantar a Charlie su vieja canción con su vocecita ronca de siempre» —concluyó Jake. Les enseñó la última ilustración (la de los niños felices que en realidad quizá estaban chillando) y cerró el libro. El sol se había puesto; el firmamento era violáceo.
—Bueno, no coincide con exactitud —dijo Eddie—; más bien es como un sueño en el que a veces el agua corre cuesta arriba, pero coincide lo suficiente para que me entren escalofríos. Estamos en Mundo Medio, en el territorio de Charlie. Solo que aquí no se llama Charlie ni nada de eso. Aquí se llama Blaine el Mono.
Roland contemplaba a Jake.
—¿Tú qué dices? —preguntó—. ¿Hemos de rodear la ciudad? ¿Hemos de apartarnos de ese tren?
Jake se quedó pensativo, con la cabeza gacha y las manos acariciando distraídamente el tupido y sedoso pelo de Acho.
—Me gustaría —respondió al fin—, pero si no he entendido mal este asunto del ka, creo que no es lo que nos corresponde hacer.
Roland asintió.
—Si es ka, la cuestión de si nos corresponde o no nos corresponde hacer una cosa ni siquiera entra en consideración; si intentáramos dar un rodeo, descubriríamos que las circunstancias nos obligan a retroceder. En tales casos es mejor rendirse de inmediato a lo inevitable en lugar de postergarlo. ¿Tú qué dices, Eddie?
Eddie se quedó un buen rato pensativo, como había hecho Jake. No quería tener tratos con un tren que hablaba y funcionaba solo, y, tanto si se lo llamaba Charlie el Chu-Chú como Blaine el Mono, todo lo que Jake les había contado y leído daba a entender que podía tratarse de una máquina muy desagradable. Pero debían recorrer una distancia tremenda, y en algún lugar, al final del camino, estaba lo que habían salido a buscar. Con esta idea, Eddie se quedó asombrado al comprobar que sabía exactamente lo que pensaba y lo que quería. Alzó la cara y, casi por primera vez desde su llegada a aquel mundo, miró fijamente los ojos azul descolorido de Roland con los suyos color avellana.
—Quiero llegar a ese campo de rosas y quiero ver la Torre que se yergue allí. No sé qué vendrá luego. En todo caso, se ruega que no manden flores, ni para mí ni para ninguno de nosotros. Pero no me importa. Quiero llegar allí. Supongo que no me importa que Blaine sea el diablo y que las vías crucen el infierno antes de llegar a la Torre. Yo propongo que vayamos.
Roland asintió y se volvió hacia Susannah.
—Bueno, yo no he tenido ningún sueño sobre la Torre Oscura —dijo ella—, de modo que no puedo plantearme la cuestión a ese nivel; el nivel del deseo, supongo que dirías. Pero he llegado a creer en el ka, y no soy tan lerda como para no darme cuenta cuando alguien me pega con los nudillos en la cabeza y me dice: «Es por ahí, idiota». ¿Y tú, Roland? ¿Tú qué crees?
—Creo que ya ha habido bastante conversación por hoy, y es hora de que lo dejemos hasta mañana.
—¿Y el ¡Adivina, adivinanza!? —preguntó Jake—. ¿Quieres verlo?
—Ya habrá tiempo para eso otro día —respondió Roland—. Ahora es hora de dormir.
VEINTICINCO
Pero el pistolero yació largo tiempo despierto, y cuando sonó de nuevo el redoble rítmico se puso en pie y volvió a la carretera. Desde allí se quedó mirando hacia el puente y la ciudad. Roland era tan diplomático como Susannah había sospechado, y apenas oyó hablar del tren supo que este iba a ser el siguiente paso, pero no juzgó prudente decirlo. Eddie sobre todo detestaba sentirse presionado; cuando le parecía que alguien intentaba obligarlo, agachaba la cabeza, se plantaba, hacía sus chistes bobos y se resistía como una mula. Esta vez quería lo mismo que Roland, pero aún existía el riesgo de que dijera «día» si Roland decía «noche», y «noche» si Roland decía «día». Era más sensato avanzar con suavidad, y más seguro preguntar en vez de disponer.
Se volvió para regresar… y la mano le voló a la pistola al ver una silueta oscura parada al borde de la carretera, mirando hacia él. No desenvainó, pero estuvo a punto de hacerlo.
—No sabía si podrías dormir después de esa pequeña actuación —comentó Eddie—. Por lo visto la respuesta es que no.
—No te he oído llegar, Eddie. Estás aprendiendo…, aunque esta vez casi te llevas un balazo en el vientre.
—No me has oído porque tienes mucho en qué pensar.
Eddie se le acercó, e incluso a la luz de las estrellas Roland pudo ver que no le había engañado en absoluto. El respeto que sentía hacia Eddie no dejaba de aumentar. Eddie le recordaba a Cuthbert, pero en muchos aspectos ya había superado a Cuthbert.
Si lo subestimo, pensó Roland, me arriesgo a salir con la zarpa ensangrentada. Y si le fallo, o si hago algo que le parezca una traición, seguramente intentará matarme.
—¿En qué estás pensando, Eddie?
—En ti. En nosotros. Quiero que sepas una cosa. Supongo que hasta esta noche daba por sentado que ya la sabías. Pero ahora no estoy tan seguro.
—A ver, dime. —Volvió a pensar: ¡Cómo se parece a Cuthbert!
—Estamos contigo porque hemos de estar; eso es tu maldito ka. Pero también estamos contigo porque queremos. Sé que puedo hablar por mí y por Susannah, y creo que también por Jake. Posees un buen cerebro, mi viejo compañero de khef, pero creo que debes tenerlo guardado en un refugio antiaéreo, porque a veces resulta tremendamente difícil conectar con él. Quiero verla, Roland. ¿Captas lo que te digo? Quiero ver la Torre. —Escrutó atentamente el rostro de Roland y al parecer no halló en él lo que esperaba encontrar, porque alzó las manos en un gesto de exasperación—. Lo que quiero decir es que me sueltes las orejas.
—¿Que te suelte las orejas?
—Sí. Porque ya no tienes que arrastrarme. Vengo por voluntad propia. Venimos por voluntad propia. Si esta noche murieras en pleno sueño, te enterraríamos y seguiríamos adelante. Seguramente no duraríamos mucho, pero moriríamos en el Camino del Haz. ¿Entiendes?
—Sí, ahora entiendo.
—Dices que me entiendes, y creo que es verdad, pero… ¿me crees también?
Naturalmente, pensó. ¿Adonde irías si no, Eddie, en este mundo que tan extraño es para ti? Como granjero serías un desastre.
Pero esto era mezquino e injusto, y Roland lo sabía. Denigrar el libre albedrío confundiéndolo con ka era peor que una blasfemia; era estúpido y fastidioso.
—Sí —respondió—. Te creo, sinceramente.
—Pues entonces deja de tratarnos como si fuéramos un rebaño de ovejas y tú el pastor que nos conduce, blandiendo el cayado para impedir que nuestra pura estupidez nos haga salir de la carretera y meternos en un pantano de arenas movedizas. Ábrenos tu mente. Si hemos de morir en la ciudad o en ese tren, quiero morir sabiendo que era algo más que una pieza en tu tablero.
Roland notó que la rabia le calentaba las mejillas, pero nunca había sabido engañarse. No se enojaba porque Eddie estuviese en un error sino porque Eddie le había interpretado correctamente. Roland lo había visto abrirse gradualmente, dejar su prisión cada vez más atrás —y lo mismo podía decir de Susannah, porque también ella estaba prisionera—, pero su corazón nunca había aceptado por completo la evidencia de sus sentidos. Al parecer, su corazón quería seguir considerándolos unos seres distintos e inferiores.
Roland aspiró una profunda bocanada de aire.
—Pistolero, imploro tu perdón.
Eddie asintió.
—Nos estamos metiendo de cabeza en un maldito huracán de problemas… Lo noto, y estoy muerto de miedo. Pero los problemas no son tuyos, son nuestros. ¿De acuerdo?
—Sí.
—¿Crees que vamos a encontrar muchos problemas en la ciudad?
—No lo sé. Solo sé que hemos de intentar proteger a Jake, porque la anciana tía dijo que los dos bandos se lo disputarían. En parte dependerá del tiempo que tardemos en encontrar ese tren, pero sobre todo de lo que ocurra cuando lo encontremos.
Si hubiera dos personas más en el grupo, pondría a Jake en el centro de un cuadrado con pistolas en cada lado. Pero puesto que no las hay, avanzaremos en columna: yo delante, Jake con la silla de Susannah en el centro, y tú cerrando la marcha.
—¿Cuántos problemas? Haz una suposición.
—No puedo.
—Creo que sí puedes. No conoces la ciudad, pero sabes qué actitud ha tomado la gente de tu mundo desde que las cosas empezaron a venirse abajo. ¿Cuántos problemas?
Roland se volvió hacia el ruido constante de los tambores y reflexionó.
—Quizá no demasiados. Yo diría que los combatientes que quedan deben de estar viejos y desmoralizados. Es posible que tus impresiones sean correctas y encontremos incluso gente que nos ayude, como lo hizo el ka-tet de Paso del Río. Tal vez no veamos a nadie: nos verán ellos, verán que cargamos hierros, agacharán la cabeza y nos dejarán pasar. Si eso falla, confío en que se dispersarán como ratas cuando hayamos abatido a unos cuantos.
—¿Y si deciden pelear?
Roland esbozó una hosca sonrisa.
—En ese caso, Eddie, todos recordaremos los rostros de nuestros padres.
A Eddie le brillaron los ojos en la oscuridad, y Roland se encontró una vez más pensando en Cuthbert, no podía evitarlo. Cuthbert, que una vez dijo que no creería en aparecidos hasta que pudiera atrapar a uno con los dientes; Cuthbert, con el que una vez había desmigado trozos de pan bajo los pies del ahorcado.
—¿He respondido a todas tus preguntas?
—¡Qué va! Pero creo que esta vez has jugado limpio conmigo.
—Entonces, buenas noches, Eddie.
—Buenas noches.
Eddie dio media vuelta y se alejó. Roland lo siguió con la mirada. Ahora que estaba atento, podía oírlo… pero solo apenas. Echó a andar hacia el campamento, pero enseguida se detuvo y se volvió hacia las tinieblas donde se hallaba la ciudad de Lud.
«Es lo que la anciana llamaba un pubi. Dijo que los dos bandos lo querrían».
«¿No me dejarás caer esta vez?».
«No. Ni esta vez, ni nunca».
Pero él sabía algo que los otros tres ignoraban. Quizá, tras la charla que había tenido con Eddie, debería decírselo, pero aun así decidió que seguiría reservándose ese conocimiento un poco más.
En el antiguo idioma que otrora había sido la lengua franca de su mundo, la mayoría de las palabras, como khef y ka, tenían muchos significados. Sin embargo, la palabra char —char como en Charlie el Chu-Chú— solo tenía uno.
Char significaba «muerte».