UNO
Cuatro días después de que Eddie lo hubiera izado de la puerta entre dos mundos, sin los tejanos ni las zapatillas que había perdido, pero todavía en posesión de la mochila y la vida, Jake despertó con la sensación de algo cálido y húmedo que le husmeaba la cara.
Si eso le hubiese ocurrido en cualquiera de las tres mañanas anteriores, sin duda habría despertado a sus compañeros con sus gritos porque había tenido fiebre y su descanso se había visto acosado por pesadillas del hombre de yeso. En esos sueños no perdía los pantalones, el guardián lo mantenía cogido y acababa embutiéndoselo en su abominable boca, cuyos dientes se cerraban como la reja que protege la puerta de una fortaleza. Jake despertaba de esos sueños estremecido y gimiendo, sin poder contenerse.
La fiebre era consecuencia de la picadura de araña que había recibido en el cuello. Cuando Roland la examinó al segundo día y comprobó que había empeorado en lugar de mejorar, consultó brevemente con Eddie y a continuación le ofreció al chico una píldora rosa.
—Vas a tomarte cuatro de estas todos los días durante una semana por lo menos —le indicó.
Jake miró la pastilla, con aire dubitativo.
—¿Qué es?
—Cheflet —contestó Roland, y miró a Eddie con disgusto—. Díselo tú. Todavía no consigo pronunciarlo bien.
—Keflex. Es de confianza, Jake; procede de una farmacia legalmente autorizada de la vieja Nueva York. Roland se tragó un puñado y está fuerte como un caballo. También tiene un poco de cara de caballo, como puedes ver.
Jake quedó atónito.
—¿Cómo habéis traído medicamentos de Nueva York?
—Es una larga historia —respondió el pistolero—. Con el tiempo la conocerás toda, pero de momento tómate la pastilla.
Jake se la tomó. La reacción fue tan rápida como grata. La furiosa inflamación roja que rodeaba la picadura empezó a menguar a las veinticuatro horas, y la fiebre desapareció.
La cosa cálida volvió a hocicarle, y Jake se incorporó de golpe con los ojos como platos.
El animal que estaba lamiéndole la mejilla se apresuró a retroceder un par de pasos. Era un bilibrambo, pero Jake no lo sabía; nunca había visto ninguno hasta aquel momento. Estaba más flaco que los que el grupo de Roland había visto antes, y su piel de rayas negras y grises estaba sucia y apelmazada. En uno de los costados tenía un viejo cuajaron de sangre seca. Sus ojos negros, rodeados por sendos círculos de oro, contemplaban a Jake con nerviosismo; sus cuartos traseros se meneaban con esperanza de un lado a otro. Jake se tranquilizó. Aunque suponía que debían de existir excepciones a la regla, consideró que una bestia que agitaba la cola —o lo intentaba— no podía ser demasiado peligrosa.
La luz era demasiado intensa para corresponder a la primera claridad del alba, y Jake calculó que debían de ser las cinco y media, aproximadamente. No podía precisarlo con mayor exactitud porque su Seiko digital ya no funcionaba o, mejor dicho, funcionaba de una manera sumamente excéntrica. La primera vez que le echó un vistazo tras el cruce desde su mundo, el Seiko aseguraba que eran las 98.71.65, una hora que, según el leal saber de Jake, no existía. Un examen más detenido le reveló que ahora el reloj contaba el tiempo hacia atrás. Si lo hubiera hecho a un ritmo constante, habría podido ser de cierta utilidad, pero no era el caso. Durante un rato presentaba los números a una velocidad que parecía correcta (Jake lo comprobó diciendo la palabra «Mississippi» entre número y número) y de pronto se detenía por completo durante diez o veinte segundos —induciéndole a creer que el reloj se había rendido por fin al fantasma de la máquina— o disparaba en un instante una larga serie de números imposibles de leer.
Jake comentó con Roland este curioso comportamiento y, creyendo que lo asombraría, le mostró el reloj, pero Roland lo examinó atentamente durante apenas uno o dos segundos y enseguida meneó la cabeza como desechando el asunto y le explicó a Jake que era un reloj interesante, pero que, por regla general, ningún reloj funcionaba muy bien en esos tiempos. De manera que el Seiko era inútil. Pero aun así Jake se sentía reacio a desprenderse de él…, suponía que era un pedazo de su vida anterior, y de esos quedaban pocos.
En aquel preciso instante el Seiko proclamaba que eran las cuarenta horas sesenta y dos minutos de un miércoles, jueves y sábado de diciembre y marzo a la vez.
La mañana era sumamente brumosa; fuera de un radio de unos quince o veinte metros, el mundo desaparecía sin más. Si aquel día resultaba como los tres anteriores, el sol se mostraría como un tenue círculo blanco en un par de horas más, y hacia las nueve y media el día sería caluroso y despejado. Jake miró a su alrededor y vio que sus compañeros de viaje (no acababa de atreverse a llamarlos amigos, al menos por el momento) dormían bajo sus mantas de piel: Roland cerca de él, Eddie y Susannah, un solo bulto más grande al otro lado de la hoguera apagada.
Centró de nuevo su atención en el animal que le había despertado. Parecía una mezcla de mapache y marmota, con algo de perro pachón para redondear la imagen.
—¿Qué tal, muchacho? —le saludó con voz suave.
—¡Acho! —replicó de inmediato el bilibrambo, que no había dejado de mirarlo con nerviosismo. Su voz era grave y profunda, casi un ladrido; la voz de un futbolista inglés con un fuerte resfriado de garganta.
Jake se echó hacia atrás, sorprendido. El bilibrambo, asustado por el brusco movimiento, retrocedió varios pasos más, hizo ademán de escapar, y finalmente se quedó allí. Sus ancas se meneaban de un lado a otro con más energía que nunca, y sus ojos negro dorados seguían mirando a Jake con inquietud. Le temblaban los bigotes.
—Este se acuerda de los hombres —observó una voz junto al hombro de Jake. El chico se volvió y vio a Roland en cuclillas justo detrás de él, con los antebrazos apoyados en los muslos y las largas manos colgando entre las rodillas. Contemplaba el animal con mucho más interés del que había demostrado por el reloj de Jake.
—¿Qué es? —preguntó sin cambiar el tono de voz. No quería asustar al animal; estaba fascinado—. ¡Tiene unos ojos preciosos!
—Un bilibrambo —le informó Roland.
—¡Ambo! —exclamó la criatura, y se retiró otro paso.
—¡Sabe hablar!
—En realidad, no. Los brambo solo repiten lo que oyen… o así era antes. Hace mucho que no se lo oigo hacer a ninguno. Este parece casi muerto de hambre. Seguramente ha venido en busca de comida.
—Me estaba lamiendo la cara. ¿Puedo darle algo?
—Entonces nunca nos lo quitaremos de encima —señaló Roland, y después sonrió un poco e hizo chascar los dedos—. ¡Ey! ¡Bili!
El animal imitó de algún modo el chasquido de los dedos; hizo una especie de cloqueo que sonó como un golpe de lengua contra el velo del paladar.
—¡Ey! —gritó con su voz ronca—. ¡Ey! ¡Ili!
Ahora sus cuartos traseros volaban de un lado a otro.
—Adelante, dale un bocado. Una vez conocí a un viejo mozo de cuadra que decía que un buen brambo trae buena suerte. Este parece que es bueno.
—Sí —confirmó Jake—. Es verdad.
—En otro tiempo eran domésticos, y cada baronía tenía media docena de ellos vagando por el castillo o la casa solariega. No servían para gran cosa, salvo para divertir a los niños y para reducir la población de ratas. Algunos son bastante fieles, o lo eran en los viejos tiempos, pero nunca he sabido de ninguno que fuese tan leal como un buen perro. Los que viven en estado salvaje se alimentan de desechos. No son peligrosos, pero sí molestos.
—¡Estos! —gritó el bilibrambo. Sus ojos inquietos no cesaban de saltar entre Jake y el pistolero.
Jake metió la mano en la mochila, despacio, procurando no asustar al animal, y sacó los restos de uno de aquellos «burritos de pistolero». Los lanzó hacia el animal. El brambo dio un salto atrás y se volvió con un gritito infantil, ofreciendo a la vista su peluda cola en tirabuzón. Jake estaba seguro de que echaría a correr, pero el animal se detuvo y ladeó la cabeza para dirigirles una mirada dubitativa.
—Vamos —le animó Jake—. Comételo, muchacho.
—Acho —masculló el brambo, pero no se movió.
—Dale tiempo —dijo Roland—. Ya irá, creo.
El brambo se estiró hacia delante, revelando un cuello largo y sorprendentemente elegante. Su esbelto hocico negro se arrugó al husmear de lejos la comida. Finalmente echó a trotar, y Jake advirtió que cojeaba un poco. El animal olfateó el burrito y alzó una pata para separar el trozo de carne de venado de la hoja que lo envolvía, operación que realizó con una delicadeza extrañamente solemne. En cuanto hubo desprendido la hoja, el brambo engulló la carne de un solo bocado, y luego miró a Jake.
—¡Acho! —dijo, y la risotada de Jake le hizo retroceder de nuevo.
—Este es de los flacos —dijo Eddie a sus espaldas, con voz soñolienta. Al oírle, el brambo giró inmediatamente y se perdió en la niebla.
—¡Lo has asustado! —protestó Jake.
—Vaya, lo siento —se disculpó Eddie, y se pasó la mano por la enmarañada cabellera—. De haber sabido que formaba parte del círculo de tus amistades personales, habría sacado la maldita tarta de café.
Roland le dio una palmada en el hombro.
—Volverá.
—¿Estás seguro?
—Si no lo mata nada, sí. Le hemos dado de comer, ¿no?
Antes de que Jake pudiera contestarle, empezaron a sonar de nuevo los tambores. Era la tercera mañana que los oían, y por dos veces les había llegado su sonido cuando la tarde se deslizaba hacia el anochecer: una leve vibración átona que parecía proceder de la ciudad. Aquella mañana el sonido era más claro, ya que no más comprensible. Jake lo detestaba. Era como si, en algún punto de aquella densa y amorfa capa de niebla matinal, latiera el corazón de un animal enorme.
—¿Aún no tienes ni idea de lo que es, Roland? —preguntó Susannah. Se había puesto la ropa y recogido el cabello, y estaba doblando las mantas bajo las que Eddie y ella habían dormido.
—No. Pero estoy seguro de que lo averiguaremos.
—¡Qué tranquilizador! —exclamó Eddie con cierta acritud.
Roland se puso en pie.
—Vamos. No perdamos el día.
DOS
La niebla empezó a levantarse cuando llevaban aproximadamente una hora de camino. Se turnaban para empujar la silla de ruedas de Susannah, que se bamboleaba miserablemente, pues ahora la carretera estaba sembrada de grandes y toscos adoquines. A media mañana el tiempo era bueno, caluroso y despejado; la silueta de la ciudad se recortaba claramente en el horizonte del sudeste. A Jake no le parecía muy distinta de la silueta de Nueva York, aunque pensó que esos edificios quizá no eran tan altos. Si la ciudad se había venido abajo, como por lo visto les sucedía a muchas cosas en el mundo de Roland, desde allí realmente no lo parecía. Lo mismo que Eddie, Jake empezaba a albergar la secreta esperanza de encontrar ayuda en ella… o al menos una buena comida caliente.
A su izquierda, a unos cincuenta o sesenta kilómetros de distancia, se divisaba la ancha cinta del río Send. Grandes bandadas de pájaros volaban en círculos sobre él. De vez en cuando alguno de ellos plegaba las alas y se dejaba caer como una piedra, seguramente en una partida de pesca. La carretera y el río avanzaban lentamente al encuentro, aunque todavía no se alcanzaba a ver el punto de convergencia.
Ante ellos se veían más edificios. La mayoría parecían granjas, y todos daban la impresión de estar abandonados. Algunos se hallaban en ruinas, pero eso parecía deberse más a la obra del tiempo que a la violencia, cosa que alentó las esperanzas de Eddie y de Jake en cuanto a lo que podían encontrar en la ciudad; esperanzas que los dos se habían guardado estrictamente para sí por miedo a que los demás se burlaran. Pequeñas manadas de bestias desgreñadas pacían en las llanuras. Se mantenían apartadas de la carretera, salvo para cruzarla, y aun eso lo hacían apresuradamente, al galope, como grupitos de chiquillos temerosos del tráfico. A Jake le parecieron bisontes… excepto que vio algunos que tenían dos cabezas. Se lo mencionó al pistolero, y este asintió.
—Mutantes.
—¿Como debajo de las montañas? —Jake oyó miedo en su propia voz y supo que el pistolero también lo había oído, pero no había podido evitarlo. Se acordaba muy bien de aquel viaje de pesadilla en la vagoneta manual.
—Creo que aquí las cepas mutantes se están eliminando. Las cosas que encontramos bajo las montañas aún seguían empeorando.
—¿Y allí? —Jake apuntó hacia la ciudad—. ¿Habrá mutantes allí, o…? —Descubrió que eso era lo más que podía acercarse a expresar su esperanza.
Roland se encogió de hombros.
—No lo sé, Jake. Te lo diría si lo supiera.
Pasaron delante de un edificio desierto —casi con toda certeza una granja— que estaba quemado en parte. Pero eso pudo ser un rayo, pensó Jake, y se preguntó qué trataba de hacer: explicárselo o engañarse.
Roland, como si le hubiera leído el pensamiento, le pasó un brazo por los hombros.
—No sirve de nada especular, Jake —le indicó—. Fuera lo que fuese, ocurrió hace mucho tiempo. —Señaló con el dedo—. Aquello seguramente era un cercado. Ahora solo son unas cuantas maderas que asoman de la hierba.
—El mundo se ha movido, ¿no?
Roland asintió.
—¿Y la gente? ¿Crees que se fueron a la ciudad?
—Algunos quizá sí —respondió Roland—. Algunos aún siguen por aquí.
—¿Qué? —Susannah se volvió bruscamente hacia él, sobresaltada. Roland inclinó la cabeza.
—Hace un par de días que nos vigilan. No hay mucha gente que ocupe estos antiguos edificios, pero la hay. Y habrá más a medida que nos acerquemos a la civilización. —Hizo una pausa—. O a lo que era la civilización.
—¿Cómo sabes que hay gente? —preguntó Jake.
—Los he olido. He visto algún que otro huerto escondido tras hileras de arbustos plantados deliberadamente para ocultar las verduras. Y al menos un molino de viento en funcionamiento, disimulado en un bosquecillo. Pero sobre todo es una sensación… como sombra en la cara en lugar de sol. La sentiréis con el tiempo, imagino.
—¿Crees que son peligrosos? —quiso saber Susannah. Estaban acercándose a un edificio grande y decrépito que quizá en tiempos hubiera sido un granero o un cobertizo abandonado, y ella lo contempló nerviosa, con la mano apoyada en la culata de la pistola que llevaba sobre el pecho.
—¿Te morderá un perro desconocido? —replicó el pistolero.
—¿Qué significa eso? —intervino Eddie—. Me fastidia cuando sales con esa mierda de budismo zen, Roland.
—Significa que no lo sé —dijo Roland—. ¿Quién es ese tal Budismo Zen? ¿Es tan sabio como yo?
Eddie se quedó mirando a Roland durante mucho rato, hasta que llegó a la conclusión de que el pistolero estaba haciendo una de sus contadas bromas.
—Bah, quítate de en medio —dijo al fin. Antes de volverse, vio que Roland contraía la comisura de los labios. Cuando empezó a empujar de nuevo la silla de Susannah, otra cosa le llamó la atención—. ¡Eh, Jake! —gritó—. ¡Creo que has hecho un amigo!
Jake miró a su alrededor y una ancha sonrisa le cubrió la cara. Cuarenta metros más atrás, el escuálido bilibrambo cojeaba mañosamente en pos de ellos, olfateando las hierbas que crecían entre los agrietados adoquines del Gran Camino.
TRES
Unas cuantas horas más tarde, Roland hizo señal de parar y les dijo que estuvieran preparados.
—¿Para qué? —preguntó Eddie.
Roland lo miró de soslayo.
—Para lo que sea.
Eran quizá las tres de la tarde. Se habían detenido en el punto en que el Gran Camino alcanzaba la cima de una elevación suave y alargada que cortaba en diagonal la llanura como una arruga en la colcha más grande del mundo. Ante ellos, y más abajo, la carretera cruzaba la primera población que habían visto. Al parecer estaba desierta, pero Eddie no había olvidado la conversación de aquella mañana. La pregunta de Roland —«¿Te morderá un perro desconocido?»— ya no se le antojaba tan esotérica.
—Jake.
—¿Qué?
Eddie señaló con la cabeza la culata de la Ruger que sobresalía de la cintura de los tejanos de Jake, los tejanos de recambio que había metido en la mochila antes de salir de casa.
—¿Quieres que la lleve yo?
Jake miró fugazmente a Roland. El pistolero se limitó a encogerse de hombros, como si dijera: «Tú decides».
—De acuerdo. —Jake se la entregó. Luego se quitó la mochila, hurgó en su interior y sacó el cargador lleno. Recordaba haber metido la mano tras las carpetas de uno de los cajones de su padre para hacerse con el arma, pero todo eso parecía haber sucedido hacía muchísimo tiempo. Para él, pensar en su casa de Nueva York y en su vida como alumno de Piper era como mirar por un telescopio al revés.
Eddie cogió el cargador, lo examinó, lo encajó en su lugar, comprobó el funcionamiento del seguro y, una vez satisfecho, se encajó la Ruger bajo el cinturón.
—Escuchad con atención lo que voy a deciros —comenzó Roland—. Si realmente vive alguien ahí, lo más probable es que sean ancianos y que nos tengan más miedo del que nosotros les tenemos a ellos. Debe de haber pasado mucho desde que se marcharon los jóvenes. Y los que se quedaron no es probable que tengan armas de fuego; a decir verdad, es posible que nuestras pistolas sean las primeras que hayan visto nunca, a excepción de un par de ilustraciones en los libros antiguos. No hagáis gestos amenazadores. Y la regla de la infancia sigue siendo válida: hablad solo cuando os pregunten.
—¿Podrían tener arcos y flechas? —inquirió Susannah.
—Sí, eso sí. Y también lanzas y cachiporras.
—No olvidemos las piedras —añadió Eddie en tono agorero, mientras contemplaba desde la altura el racimo de casas de madera. Parecía un pueblo fantasma, pero ¿quién podía estar seguro?—. Y si les faltan piedras, siempre están los adoquines de la carretera.
—Sí, siempre hay algo —concedió Roland—. Pero nosotros no provocaremos ningún enfrentamiento. ¿Queda claro?
Todos asintieron.
—Tal vez sería más fácil dar un rodeo —sugirió Susannah.
Roland hizo un gesto afirmativo sin apartar la mirada de la sencilla geografía que se extendía ante ellos. Otra carretera cruzaba el Gran Camino en el centro del pueblo, de manera que los deteriorados edificios parecían un blanco centrado en la mira telescópica de un fusil de alta potencia.
—Lo sería, pero no lo haremos. Dar rodeos es una mala costumbre que se adquiere con facilidad. Siempre es mejor avanzar directamente, a menos que haya un motivo visible que lo desaconseje. Aquí no veo ningún motivo. Y si en verdad hay gente, bien, podría resultar una buena cosa. Nos vendría bien tener un consejo.
Susannah pensó que ahora Roland parecía distinto, y no creía que fuese únicamente porque había cesado de oír las voces. Así era cuando aún tenía guerras que librar, hombres que dirigir y viejos amigos a su alrededor. Así era antes de que el mundo se moviese adelante y él se moviera con el mundo, persiguiendo a ese Walter. Así era antes de que el Gran Vacío lo volviese hacia dentro sobre sí mismo y lo hiciera extraño.
—Quizá sepan qué es ese ruido de tambores —apuntó Jake.
Roland volvió a asentir.
—Cualquier cosa que supieran, en especial sobre la ciudad, nos resultaría útil. Pero no vale la pena cavilar demasiado sobre una gente que ni siquiera sabemos si existe.
—¿Sabéis que os digo? —intervino Susannah—. Yo en su lugar, si nos viera no saldría. ¿Cuatro personas, tres de ellas armadas? Debemos de parecer esos bandoleros antiguos de los que a veces nos has hablado, Roland… ¿Cómo los llamas?
—Devastadores. —Su mano izquierda descendió hacia la culata de sándalo del revólver que le quedaba y lo alzó un poco sin sacarlo de la pistolera—. Pero ningún devastador ha llevado jamás una cosa así, y si en esa población hay algún veterano, sin duda lo sabrá. Vamos allá.
Jake echó una rápida mirada atrás y vio al brambo tendido en la carretera, con el hocico entre las cortas patas delanteras, observándolos atentamente.
—¡Acho! —le gritó Jake.
—¡Acho! —repitió el brambo, y se levantó al instante.
Empezaron a descender por la suave pendiente, con Acho trotando detrás de ellos.
CUATRO
Dos edificios de las afueras habían sufrido incendios; el resto del pueblo se veía polvoriento pero intacto. Pasaron ante una caballeriza abandonada a su izquierda, ante un edificio que tal vez había sido un mercado a la derecha, y se encontraron en el pueblo propiamente dicho, tal como era. Había quizá una docena de edificios decrépitos repartidos a ambos lados de la carretera. Entre algunos de ellos se abrían callejones. La otra carretera, que solo era una pista de tierra casi completamente invadida de hierba de las llanuras, corría de nordeste a sudoeste.
Susannah miró el ramal del nordeste y pensó: En otro tiempo hubo gabarras en el río. Siguiendo esa carretera se llegaba a un embarcadero, y probablemente a otra aldea destartalada, casi toda tabernas y cuadras, que nació a su alrededor. Era el último punto de comercio antes de que las gabarras bajaran a la ciudad. Los carros pasaban por este lugar de camino hacia ese otro, y de nuevo a la vuelta. ¿Cuánto tiempo hace de todo eso?
No lo sabía… pero mucho, a juzgar por el aspecto del pueblo.
En alguna parte una bisagra oxidada emitía un chirrido monótono. En alguna otra parte, una contraventana repicaba en solitario bajo el viento de las llanuras.
Ante los edificios había barras para amarrar las monturas, casi todas rotas. En otro tiempo hubo aceras de tablas, pero ahora faltaba la mayoría de las tablas, y en los huecos que habían dejado crecía la hierba. Los rótulos de los edificios estaban descoloridos, pero algunos todavía eran legibles, escritos en una variante corrompida del inglés que debía de ser, conjeturó, lo que Roland llamaba la lengua baja, GRANO Y FOLLAJE, rezaba uno, y ella imaginó que debía de significar grano y forraje. En la fachada del edificio contiguo, bajo un tosco dibujo de un búfalo de las llanuras recostado en la hierba, se leían las palabras DESCANSO COMIDAS BEBIDAS. Bajo el cartel, unas puertas de vaivén colgaban torcidas de sus goznes, moviéndose un poco con el viento.
—¿Es un saloon? —Susannah no sabía bien por qué susurraba, pero no habría podido hablar en un tono de voz normal. Hubiera sido como ponerse a tocar el banjo en un velatorio.
—Lo era —dijo Roland. No susurró, pero su voz fue grave y pensativa.
Jake caminaba a su lado, mirando nerviosamente en torno. Más atrás, Acho había disminuido la distancia a unos diez metros. Trotaba ligero, con la cabeza oscilando como un péndulo de un lado a otro mientras examinaba los edificios.
Entonces Susannah empezó a notarlo: la sensación de ser observada. Era exactamente como había dicho Roland, una sensación de sol había pasado a ser de sombra.
—Hay gente, ¿no? —susurró.
Roland asintió con la cabeza.
En la esquina nordeste de la encrucijada se alzaba un edificio con otro rótulo que a Susannah le pareció comprensible: FONDA, rezaba, y YACIJAS. A excepción de una iglesia con el campanario torcido, era el edificio más alto del pueblo: tres plantas. Susannah miró de reojo justo a tiempo para ver una mancha blanca, sin duda una cara, que se retiraba de una ventana sin cristales. De pronto deseó marcharse de allí. Pero Roland estaba imponiendo un ritmo lento y deliberado, y ella creía saber por qué. Si se apresuraban, quienes les estaban observando podían sacar la conclusión de que estaban asustados… y que podían ser vencidos. Pero aun así…
Las dos carreteras se ensanchaban en el cruce, formando una plaza de pueblo invadida por hierbas y arbustos. En su centro se alzaba un mojón de piedra. Sobre él colgaba una caja metálica, suspendida de un combado cable oxidado.
Roland, con Jake a su lado, anduvo hacia el mojón. Eddie le siguió empujando la silla de Susannah. La hierba siseaba en los radios, y un mechón de pelo, movido por el viento, le hacía cosquillas en la mejilla. Más adelante, la contraventana repicaba y la bisagra lanzaba chirridos. Susannah sintió un escalofrío y se apartó el pelo de la cara.
—Ojalá se diera más prisa —comentó Eddie en voz baja—. Este sitio me pone nervioso.
Susannah asintió. Al pasear la mirada por la plaza, le pareció que casi podía ver cómo debía de haber sido en un día de mercado: las aceras ocupadas por una muchedumbre en la que se mezclaban algunas señoras del lugar con su cesto al brazo, pero compuesta principalmente por los carreteros y tripulantes de las gabarras (Susannah no sabía por qué estaba tan segura a propósito de las gabarras y sus tripulantes, pero lo estaba); la plaza llena de carros que cuando circulaban por la carretera sin pavimento alzaban nubes asfixiantes de polvo amarillento mientras su conductor fustigaba los caballos
(bueyes eran bueyes)
para que no se detuvieran. Ella podía ver esos carros, polvorientos toldos de lona tendidos sobre fardos de tejido en algunos y pirámides de barricas embreadas en otros; podía ver los bueyes uncidos de dos en dos, tirando con esfuerzo y paciencia de los carros, sacudiendo las orejas para asustar las moscas que zumbaban en torno a sus grandes cabezas; podía oír voces, y risas, y el piano del saloon interpretando una melodía saltarina como «Buffalo Gals» o «Darlin’Katy».
Es como si hubiera vivido aquí en otra vida, pensó.
El pistolero se inclinó sobre la inscripción del mojón.
—Gran Camino —leyó—. Lud, ciento sesenta ruedas.
—¿Ruedas? —se extrañó Jake.
—Una antigua unidad de medida.
—¿Habías… habías oído hablar de Lud? —quiso saber Eddie.
—Tal vez —contestó el pistolero—. Cuando era muy niño.
—Rima con «ataúd» —observó Eddie—. No sé si es muy buena señal.
Jake estaba examinando el lado de la piedra que miraba al este.
—Carretera del Río. Está escrito de una manera rara, pero eso es lo que dice.
Eddie miró la cara del oeste.
—Aquí dice Jimtown, cuarenta ruedas. ¿No es el sitio donde nació Wayne Newton, Roland?
Roland le dirigió una mirada inexpresiva.
—Ya me callo —dijo Eddie, y puso los ojos en blanco.
En la esquina sudoeste de la plaza se alzaba el único edificio de piedra que había en el pueblo, un cubo macizo y polvoriento con rejas oxidadas en las ventanas. Una combinación de tribunal y cárcel del condado, pensó Susannah. Había visto lugares parecidos en el Sur de Estados Unidos; unos cuantos espacios para aparcar en batería ante la puerta, y nadie notaría la diferencia. En la fachada del edificio alguien había escrito unas palabras con pintura amarilla, ahora descolorida: PUBIS A MUERTE.
—¡Roland! —Cuando este se volvió hacia ella, Susannah le indicó la pintada—. ¿Qué quiere decir?
El pistolero meneó la cabeza.
—No lo sé.
Susannah miró de nuevo en derredor. Le pareció que la plaza se había vuelto más pequeña, y que los edificios se inclinaban hacia ellos.
—¿Podemos irnos de aquí?
—Pronto. —Se agachó y recogió una esquirla de adoquín de la calzada. La hizo botar pensativamente en la mano izquierda y alzó la vista hacia la caja metálica que colgaba sobre el mojón. Echó el brazo atrás y Susannah comprendió, una fracción de segundo demasiado tarde, lo que pretendía hacer.
—¡No, Roland! —gritó, y se encogió ante el sonido de su propia voz despavorida.
Él no le prestó atención y lanzó la piedra hacia lo alto. Su puntería fue tan certera como siempre, y dio en el centro mismo del blanco con un golpe hueco y metálico. En el interior de la caja sonó un zumbido mecánico, y una oxidada banderola verde se desplegó de una ranura en el costado. Cuando encajó en su lugar, se oyó una enérgica campanada. Escrita en grandes letras negras sobre la banderola se leía la palabra PASE.
—¡Que me cuelguen! —exclamó Eddie—. ¡Una señal de tráfico de película muda! Si le tiras otra pedrada, ¿dirá ALTO?
—Tenemos compañía —anunció Roland, y señaló el edificio que Susannah tenía por la cárcel del condado.
De su interior habían salido un hombre y una mujer, que ya estaban bajando por los peldaños de piedra. Te llevas el premio, Roland, pensó Susannah. Son más viejos que Dios.
El hombre vestía unos tejanos de peto y un gran sombrero de paja. La mujer avanzaba con una mano apoyada en el hombro curtido por el sol de su acompañante. Llevaba un vestido de paño tejido a mano y una cofia desgarbada. Cuando llegó más cerca del mojón, Susannah pudo ver que era ciega, y que el accidente que le había costado la vista tenía que haber sido extraordinariamente atroz. En el lugar que antes ocupaban los ojos, ahora solo había dos concavidades llenas de tejido cicatrizal. La anciana parecía confundida y aterrorizada al mismo tiempo.
—¿Son devastadores, Si? —preguntó con voz cascada y temblorosa—. ¡Conseguirás que nos maten, te lo digo!
—Cállate, Mercy —replicó él. Al igual que la mujer, hablaba con un acento cerrado que a Susannah le costaba entender—. Estos no son devastadores. Va un pubi con ellos, ya te lo he dicho, y ningún devastador se ha visto jamás viajando con un pubi.
Ciega o no, la mujer hizo ademán de alejarse. Él lanzó una maldición y la sujetó por el brazo.
—¡Ya está bien, Mercy! ¡Ya está bien, te digo! ¡Te caerás y te harás daño, maldita sea!
—No hemos venido a haceros ningún daño —dijo el pistolero. Habló en la Alta Lengua, y al oírla los ojos del hombre se encendieron de incredulidad. La mujer dio media vuelta y volvió su rostro ciego en su dirección.
—¡Un pistolero! —exclamó el hombre. El entusiasmo le quebró la voz—. ¡Ante Dios! ¡Sabía que lo era! ¡Lo sabía!
Echó a correr hacia ellos a través de la plaza, arrastrando a la mujer tras de sí. La anciana trastabillaba sin poder evitarlo, y Susannah esperó el momento inevitable en que habría de caerse. Pero el hombre cayó antes, hincando pesadamente las rodillas, y ella se desplomó dolorosamente a su lado sobre los adoquines del Gran Camino.
CINCO
Jake notó que algo peludo le frotaba el tobillo y bajó la mirada. Acho estaba acurrucado a sus pies; parecía más nervioso que nunca. Jake extendió la mano y le acarició la cabeza con cautela, tanto para recibir consuelo como para darlo. La piel era sedosa e increíblemente suave. Por un instante creyó que el brambo iba a escapar, pero solo alzó la cabeza, le lamió la mano y volvió a mirar a los dos recién llegados. El hombre estaba intentando ayudar a la mujer a levantarse, pero sin mucho éxito. Mientras, ella estiraba el cuello hacia un lado y otro en ávida confusión.
El hombre llamado Si se había cortado las manos en los adoquines, pero no parecía darse cuenta. Finalmente renunció a ayudar a la mujer, se quitó el sombrero en un gesto ampuloso y se cubrió el pecho con él. A Jake aquel sombrero se le antojó tan grande como un capazo de un celemín.
—¡Bien hallado, pistolero! —exclamó el anciano—. ¡Bien hallado, en verdad! ¡Creía que toda vuestra especie había perecido de la tierra, así creía yo!
—Os agradezco vuestra bienvenida —dijo Roland en la Alta Lengua. Después, posó las manos con delicadeza en los brazos de la mujer. Esta se encogió por un instante, pero luego se relajó y dejó que el pistolero la ayudara a levantarse—. Cúbrete, veterano. El sol es ardiente.
El hombre así lo hizo y se quedó donde estaba, contemplando al pistolero con ojos brillantes. Al cabo de un par de segundos, Jake comprendió qué era aquel brillo. Si estaba llorando.
—¡Un pistolero! ¡Te lo dije, Mercy! ¡Vi el hierro de tirar y te lo dije!
—¿Devastadores no? —preguntó otra vez ella, como si no pudiera creerlo—. ¿Seguro que devastadores no, Si?
Roland se volvió hacia Eddie.
—Comprueba el seguro de la pistola de Jake y dásela a la mujer.
Eddie se sacó la Ruger de la cintura, comprobó el seguro y la depositó aprensivamente en manos de la ciega. La anciana dio una boqueada y estuvo en un tris de dejar caer el arma al suelo; luego deslizó los dedos sobre el metal con pasmo maravillado, y finalmente volvió las cuencas vacías de sus ojos en dirección al hombre.
—¡Una pistola! —susurró—. ¡Mi gorra bendita!
—Sí, más o menos —replicó desdeñosamente el anciano, y se la quitó de las manos para devolvérsela a Eddie—, pero el pistolero tiene una de verdad, y hay una mujer que tiene otra. Y ella tiene la piel oscura, como dijo mi padre que la tenían las gentes de Garlan.
Acho emitió su ladrido agudo y sibilante. Jake se volvió y vio que se aproximaba más gente por la calle, cinco o seis personas en total. Al igual que Si y Mercy, eran todos ancianos, y uno de ellos, una mujer que se bamboleaba sobre un bastón como una bruja de cuento de hadas, parecía decididamente arcaica. Cuando se acercaron más, Jake vio que dos de los hombres eran gemelos idénticos. Una larga cabellera blanca se derramaba sobre las hombreras de sus remendadas camisas de paño casero. Tenían la piel tan blanca como una sábana fina, y los ojos rosados. Albinos, pensó el chico.
Al parecer, la vieja bruja era su cabecilla. Avanzó renqueante hacia el grupo de Roland, ayudándose con el bastón y mirándolos fijamente con unos ojos de lince tan verdes como esmeraldas. Su boca desdentada se replegaba profundamente sobre sí misma. La punta del viejo chal que llevaba puesto aleteaba bajo la brisa de la pradera. Sus ojos se posaron en Roland.
—¡Salve, pistolero! ¡Bien hallado! —La mujer usó también la Alta Lengua, y, como Eddie y Susannah, Jake comprendió a la perfección sus palabras, aunque suponía que en su propio mundo le habrían parecido una jerigonza ininteligible—. ¡Bienvenido a Paso del Río!
El pistolero se había descubierto, y respondió haciendo una inclinación y llevándose la mano mutilada a la garganta para darse tres rápidos golpecitos.
—Te doy las gracias, Vieja Madre.
A esto la mujer se echó a reír con risa cascada y senil y Eddie comprendió de pronto que Roland había hecho al mismo tiempo un chiste y un cumplido. La idea que ya se le había ocurrido a Susannah la había tenido él: Así era él antes… y esto es lo que hacía. En parte, al menos.
—Pistolero acaso lo seas, pero debajo de la ropa eres tan insensato como cualquier hombre —contestó ella, pasando a la lengua baja.
Roland volvió a inclinar la cabeza.
—La belleza siempre me ha vuelto insensato, madre.
Esta vez la anciana se desternilló de risa. Acho se acurrucó contra la pierna de Jake. Uno de los gemelos albinos se adelantó precipitadamente para sostener a la anciana al verla oscilar hacia atrás sobre sus zapatos polvorientos y agrietados. Sin embargo, recobró el equilibrio ella sola e hizo un gesto imperioso con la mano. El albino se retiró.
—¿Te lleva alguna empresa, pistolero? —Sus ojos verdes chispearon de astucia; la bolsa arrugada de su boca se movía pausadamente como un fuelle.
—Así es —reconoció Roland—. Vamos en busca de la Torre Oscura.
Los otros miembros de su grupo quedaron perplejos, pero ella retrocedió y alzó la mano con el índice y el meñique extendidos para protegerse del mal de ojo; no hacia ellos, según pudo ver Jake, sino hacia el sudeste, en la dirección del Haz.
—¡Lamento oírlo! —exclamó—. ¡Pues nadie que fuera tras ese perro negro jamás volvió! ¡Tal decía mi abuelo, y el suyo antes que él! ¡Ni uno, jamás!
—Ka… —adujo el pistolero con paciencia, como si eso lo explicara todo… y Jake estaba empezando a descubrir que, para Roland, así era.
—Sí —asintió ella—, ¡ka perro negro! Y bien, y bien; haréis según os sintáis movidos, y viviréis por vuestro camino, y moriréis cuando llegue al claro del bosque. ¿Partirás el pan con nosotros antes de seguir viaje, pistolero? Tú y tu partida de caballeros.
Roland se inclinó de nuevo.
—Hace mucho y mucho que no partimos el pan en otra compañía que la propia, Vieja Madre. No podemos quedarnos mucho tiempo, pero sí: comeremos vuestra comida con gratitud y placer.
La anciana se volvió hacia los otros y les habló con voz cascada y resonante, pero fueron las palabras que pronunció y no el tono en que fueron pronunciadas lo que le provocó escalofríos a Jake.
—¡Mirad bien, el regreso del Blanco! ¡Tras los días de mal y las costumbres de mal, el Blanco ha vuelto! ¡Estad de buen corazón y levantad la cabeza, pues habéis vivido para ver cómo empieza a girar de nuevo la rueda del ka!
SEIS
La anciana, que tenía el nombre de Tía Talitha, los condujo a la iglesia del campanario inclinado; la Iglesia de la Sangre Perenne, según el descolorido cartel que aún se alzaba en una franja de jardín invadida de arbustos. Sobre estas palabras, alguien había escrito otro mensaje con pintura verde, descolorida ya hasta la transparencia: MUERAN LOS GRISES.
Los condujo por el interior de la iglesia abandonada, cojeando rápidamente por el pasillo central entre bancos astillados y volcados, y les hizo bajar un corto tramo de escaleras que llevaba a una cocina tan distinta de la iglesia en ruinas que Susannah pestañeó de sorpresa. Allí estaba todo tan limpio como una patena. El suelo de madera era muy antiguo, pero se había aceitado a conciencia y ahora resplandecía con una serena luz interior. La negra cocina de leña ocupaba todo un rincón. Estaba inmaculada, y la leña apilada a su lado en un nicho de ladrillo parecía bien elegida y seca.
El grupo se había incrementado con la presencia de otras tres personas de edad, dos mujeres y un hombre que andaba con pata de palo y muleta. Dos de las mujeres se dirigieron a las alacenas y empezaron a trabajar; una tercera abrió el vientre del fogón y aplicó una larga cerilla de azufre a la madera que ya estaba allí preparada; una cuarta abrió otra puerta y bajó unos estrechos escalones que conducían a lo que parecía una despensa. Tía Talitha, mientras tanto, hizo pasar a los demás a una sala espaciosa que ocupaba la parte trasera del edificio de la iglesia y blandió el bastón hacia dos mesas de caballetes plegadas bajo una tela limpia pero raída; los dos ancianos albinos fueron enseguida hacia allí y empezaron a forcejear con una de ellas.
—Vamos, Jake —dijo Eddie—. Echemos una mano.
—¡Ca! —protestó vivamente Tía Talitha—. ¡Viejos acaso lo somos, pero no necesitamos que la compañía eche una mano! ¡Aún no, jovencito!
—Déjalos hacer —dijo Roland.
—Esos viejos tontos se van a herniar —masculló Eddie, pero siguió a los demás y dejó a los dos ancianos con su tarea.
Susannah dio una boqueada cuando Eddie la alzó de la silla y la sacó en brazos por la puerta de atrás. Aquello no era un jardín sino una exposición, con macizos de flores que llameaban como antorchas sobre el verdor suave de la hierba. Algunas flores le resultaron conocidas —caléndulas, zinias y polemonios—, pero otras muchas le eran extrañas. Mientras miraba, un tábano se posó en un vistoso pétalo azul… que se plegó de inmediato y lo envolvió con fuerza.
—¡Guau! —exclamó Eddie, mirando en torno—. ¡Los jardines Busch!
—Es el único lugar que mantenemos como en los viejos tiempos, antes de que el mundo se moviera —le explicó Si—. Y lo escondemos de los jinetes que pasan por el pueblo: pubis, grises, devastadores… Si lo vieran lo incendiarían… y a nosotros nos matarían por tener un sitio así. Esas gentes aborrecen lo que es hermoso. Es lo único que todos esos cabrones tienen en común.
La ciega le tiró del brazo para que callara.
—No hay jinetes en estos tiempos —intervino el anciano de la pata de palo—. Hace mucho que no vienen. Ahora se quedan más cerca de la ciudad. Supongo que allí deben de encontrar todo lo que necesitan para vivir bien.
Los gemelos albinos salieron al jardín penosamente cargados con la mesa. Los seguía una de las ancianas, azuzándolos para que se dieran prisa y le dejaran el paso libre. Llevaba una jarra de piedra en cada mano.
—¡Siéntate entonces, pistolero! —gritó Tía Talitha, e hizo un amplio ademán que abarcó todo el jardín—. ¡Sentaos todos!
A Susannah le llegaba un centenar de perfumes incompatibles que le producían una sensación de aturdimiento e irrealidad, como si estuviera soñándolo todo. A duras penas podía creer en la existencia de aquel extraño retazo del Edén, cuidadosamente oculto tras la decrépita fachada del pueblo fantasma.
Salió otra mujer con una bandeja de vasos. Aunque no pertenecían al mismo juego, estaban impolutos y centelleaban bajo el sol como cristalería fina. La recién llegada ofreció la bandeja primero a Roland, y luego a Tía Talitha, a Eddie, a Susannah y, en último lugar, a Jake. Cuando cada uno tuvo su vaso, la primera mujer lo llenó de un líquido oscuro y dorado.
Roland se indinó hacia Jake, que estaba sentado con las piernas cruzadas junto a un arriate ovalado de flores de un verde intenso, con Acho a su lado.
—Jake, bebe solo lo justo para no ser descortés —musitó—, o tendremos que llevarte a cuestas. Esto es graf, una potente cerveza de manzana.
Jake asintió con la cabeza.
Talitha alzó el vaso. Cuando Roland siguió su ejemplo, los demás hicieron lo mismo.
—¿No beben los otros? —le preguntó Eddie a Roland en un susurro.
—Se les servirá después de la dedicación. Ahora calla.
—¿Querrás darnos pie con unas palabras, pistolero? —preguntó Tía Talitha.
El pistolero se levantó con el vaso alzado en la mano. Agachó la cabeza, como si reflexionara.
Los contados residentes que aún quedaban en Paso del Río lo miraron con respeto y cierto temor, según le pareció a Jake. Finalmente, Roland irguió de nuevo la cabeza.
—¿Beberéis por la tierra y por los días que han pasado sobre ella? —preguntó. Tenía la voz ronca, temblorosa de emoción—. ¿Beberéis por la plenitud que fue, y por los amigos que ya no son? ¿Beberéis por la buena compañía, bien hallada? ¿Nos darán pie estas cosas, Vieja Madre?
Jake vio que la mujer estaba llorando, pero aun así su rostro se arrugó en una sonrisa de radiante felicidad… y por un instante casi fue joven. Jake la miró con admiración y se sintió inundado de una felicidad repentina. Por primera vez desde que Eddie le ayudó a cruzar la puerta, sintió que la sombra del guardián abandonaba realmente su corazón.
—¡Sí, pistolero! —exclamó la anciana—. ¡Bien hablado! ¡Nos darán pie a mucho, bien lo digo! —Se llevó el vaso a los labios y lo apuró sin vacilar. Cuando tuvo el vaso vacío, Roland vació el suyo. Eddie y Susannah también bebieron, aunque con más cautela.
Jake probó la bebida y le asombró descubrir que le gustaba. No era amarga, al contrario de lo que imaginaba, sino ácida y dulce a la vez, como la sidra. Sin embargo, notó su efecto de inmediato, y apartó cuidadosamente el vaso. Acho lo olisqueó, echó la cabeza atrás y apoyó el hocico sobre el tobillo de Jake.
A su alrededor, el grupito de ancianos —los últimos habitantes de Paso del Río— había empezado a aplaudir. La mayoría lloraba abiertamente, como Tía Talitha. Se hicieron circular más vasos, no tan bellos pero perfectamente útiles. Empezó la fiesta, y fue una buena fiesta la que hubo aquella larga tarde de verano bajo el anchuroso cielo de la pradera.
SIETE
A Eddie le pareció que la comida de aquel día fue la mejor que había probado desde los míticos festines de cumpleaños de su infancia, cuando su madre se esmeraba en preparar lo que más le gustaba: carne mechada y patatas al horno, mazorcas de maíz y torta de chocolate acompañada de helado de vainilla.
La variedad de comida que les pusieron delante —sobre todo después de los meses que llevaban alimentándose únicamente de langosta, venado y las escasas verduras amargas que Roland declaraba comestibles— sin duda tenía algo que ver con el placer que le produjo la comida, pero Eddie no creía que fuera solo eso; había observado que el chico devoraba cantidades increíbles (y cada dos minutos le daba un trozo al brambo que seguía agazapado a sus pies), y Jake aún no llevaba una semana allí.
Había cuencos de estofado (pedazos de carne de búfalo flotando en una densa salsa marrón cargada de verduras), bandejas de galletas recién horneadas, tarros de loza llenos de mantequilla blanca y cuencos de hojas que parecían espinacas pero que no lo eran. A Eddie nunca le habían chiflado las verduras, pero nada más probar aquellas, una parte anhelante de su ser despertó y las pidió a gritos. Comió a gusto de todo, pero su necesidad de aquellos vegetales rozaba la gula, y vio que Susannah también se llenaba el plato una y otra vez. Entre los cuatro viajeros vaciaron tres cuencos de hojas.
Las ancianas y los gemelos albinos retiraron los platos del banquete y regresaron con dos gruesas bandejas blancas cargadas de pedazos de tarta y un cuenco de nata batida. La tarta desprendía un aroma tan fragante que Eddie creyó que había muerto y había ido al cielo.
—Solo es crema bufalera —les explicó Tía Talitha en tono desdeñoso—. Ya no quedan vacas; la última cascó hace treinta años. La crema bufalera no es para llevarse ningún premio, pero es mejor que nada, ¡por Daisy!
La tarta resultó estar cargada de arándanos. Eddie juzgó que era mil veces mejor que cualquier otra tarta que jamás hubiese probado. Se comió tres pedazos, echó el cuerpo hacia atrás y emitió un sonoro regüeldo antes de poder taparse la boca. Inmediatamente, miró a la compañía con expresión culpable.
Mercy, la anciana ciega, se echó a reír.
—¡Lo he oído! ¡Alguien da las gracias a la cocinera, Tiíta!
—Sí —respondió Tía Talitha, también riendo—. Bien es verdad.
Las dos mujeres que habían servido la comida volvieron una vez más. Una llevaba una jarra humeante; la otra, varias tazas de loza gruesa en precario equilibrio sobre una bandeja.
Tía Talitha estaba sentada a la cabecera de la mesa, con Roland a su derecha. En aquel momento, el pistolero se ladeó hacia ella y le musitó algo al oído. La anciana escuchó, con expresión más seria, y movió afirmativamente la cabeza.
—Si, Bill y Till —dijo a continuación—. Vosotros quedaos. Vamos a tener consejo con este pistolero y sus amigos, visto que pretenden seguir su camino esta misma tarde. Los demás, id a tomar el café a la cocina, así no habrá tanta cháchara. ¡Atentos a presentar vuestros modales antes de marchar!
Bill y Till, los gemelos albinos, permanecieron sentados al pie de la mesa. Los demás se pusieron en cola y desfilaron lentamente ante los viajeros. Cada uno estrechaba la mano a Eddie y Susannah y besaba a Jake en la mejilla. El chico lo aceptaba de buen talante, pero Eddie se dio cuenta de que estaba sorprendido y avergonzado.
Cuando llegaban a Roland, se arrodillaban ante él y tocaban la culata de sándalo que sobresalía de la pistolera colgada sobre su muslo izquierdo. Él les ponía las manos en los hombros y besaba su vieja frente. Mercy fue la última; rodeó la cintura de Roland con los brazos y le bautizó la mejilla con un beso húmedo y resonante.
—¡Dios te bendiga y te guarde, pistolero! ¡Ojalá pudiera verte!
—¡Tus modales, Mercy! —exclamó secamente Tía Talitha, pero Roland no le prestó atención y se inclinó hacia la ciega.
Seguidamente le cogió las manos con firmeza y las alzó hasta su cara.
—Deja que vean ellas, hermosa —dijo, y cerró los ojos mientras los dedos de la mujer, nudosos y retorcidos por la artritis, le palpaban delicadamente la frente, las mejillas, los labios y el mentón.
—¡Sí, pistolero! —suspiró, alzando las cuencas vacías de sus ojos hacia los azules de él—. ¡Muy bien te veo! Es una buena cara, pero llena de tristeza y preocupación. Temo por ti y los tuyos.
—Pero hoy hemos tenido un buen encuentro, ¿no es así? —dijo, y besó con suavidad la lisa y gastada piel de su frente.
—Sí, lo hemos tenido. Lo hemos tenido. Gracias por el beso, pistolero. De corazón te doy las gracias.
—Anda, Mercy —dijo Tía Talitha con voz más afable—. Ve a por el café.
Mercy se puso en pie. El anciano de la muleta y la pata de palo le condujo la mano a la cintura de sus pantalones. La ciega se sujetó allí y, tras un último saludo a Roland y su grupo, se dejó conducir a la cocina.
Eddie se enjugó los ojos, que estaban húmedos.
—¿Quién la cegó? —preguntó con voz ronca.
—Devastadores —contestó Tía Talitha—. Con un hierro de marcar, así lo hicieron. Dijeron que fue porque los miraba con insolencia. Veinticinco años hace ya de eso. ¡Bebeos el café, todos! Cuando está caliente es malo, pero frío vale como barro de la carretera.
Eddie levantó la taza y probó un sorbo. Aunque no habría llegado al extremo de llamarlo barro de la carretera, tampoco era precisamente café superior de Jamaica.
Susannah también lo probó y puso cara de sorpresa.
—¡Pero si es achicoria!
Talitha la miró de reojo.
—Eso no lo sé yo. Lo que yo sé es que la llamamos jurba, y que no bebemos café si no es de jurba desde que me vino el ciclo de la mujer… y ese ciclo se retiró hace mucho, mucho tiempo.
—¿Qué edad tiene usted, señora? —preguntó Jake de improviso.
Tía Talitha se lo quedó mirando, sorprendida, y se echó a reír.
—En verdad, mozo, lo tengo olvidado. Recuerdo que se hizo una fiesta aquí mismo para celebrar mis ochenta años, pero ese día había más de cincuenta personas en el jardín, y Mercy aún tenía los ojos. —Bajó la mirada y descubrió el brambo tendido a los pies de Jake. Acho no apartó el hocico del tobillo de Jake, pero alzó los ojos bordeados de oro y se la quedó mirando—. ¡Un bilibrambo, por Daisy! Hacía mucho y mucho que no veía un brambo en compañía de gente… Parece que han perdido el recuerdo de los tiempos en que andaban con los hombres.
Uno de los albinos se inclinó para darle unas palmaditas a Acho. El animal se apartó.
—En otro tiempo pastoreaban las ovejas —le explicó Bill (o quizá era Till) a Jake—. ¿Sabías eso, jovencito?
Jake negó con la cabeza.
—¿Habla? —preguntó el albino—. Algunos hablaban, en los días pasados.
—Sí que habla. —Se volvió hacia el brambo, que había vuelto a recostar la cabeza en el tobillo de Jake cuando la mano desconocida se alejó de las proximidades—. Di cómo te llamas, Acho.
Acho lo miró en silencio.
—¡Acho! —insistió Jake, pero Acho permaneció mudo. Jake miró a Tía Talitha y los gemelos, ligeramente molesto—. Bueno, sabe hablar… pero supongo que solo cuando él quiere.
—Este chico no parece de aquí —le comentó Tía Talitha a Roland—. Lleva una ropa extraña… y sus ojos también son extraños.
—No lleva aquí mucho tiempo. —Roland sonrió a Jake, y este le devolvió una sonrisa incierta—. Dentro de uno o dos meses, nadie le verá nada extraño.
—¿Sí? Me gustaría saberlo, bien te lo digo. ¿Y de dónde viene?
—De lejos —dijo el pistolero—. De muy lejos.
La anciana asintió.
—¿Y cuándo volverá allí?
—Nunca —respondió Jake—. Ahora mi hogar está aquí.
—Entonces, que Dios se apiade de ti —dijo ella—, porque en este mundo se está poniendo el sol. Se está poniendo para siempre.
Al oír eso, Susannah se removió con inquietud y se llevó una mano al vientre, como si tuviera revuelto el estómago.
—¿Te encuentras bien, Suze? —preguntó Eddie.
Ella intentó sonreír, pero fue un esfuerzo débil; parecía como si su seguridad y su aplomo habituales la hubieran abandonado.
—Sí, claro. Alguien debe de haber cruzado sobre mi tumba, eso es todo.
Tía Talitha le dirigió una mirada larga y especulativa, que al parecer hizo sentirse incómoda a Susannah… y sonrió de oreja a oreja.
—Alguien ha cruzado sobre mi tumba. ¡Ja! Hacía años de jurba que no se lo oía a nadie.
—Mi padre lo decía constantemente. —Susannah miró a Eddie y sonrió, esta vez con más convencimiento—. Y de todos modos, fuera lo que fuese, ya ha pasado. Estoy perfectamente.
—¿Qué sabéis de la ciudad y de las tierras que hay hasta allí? —preguntó Roland, y tomó un sorbo de café—. ¿Hay devastadores? ¿Y quiénes son esos otros, los grises y los pubis?
Tía Talitha lanzó un profundo suspiro.
OCHO
—Querrías oír mucho, pistolero, y es poco lo que sabemos. Una cosa que sé es esta: la ciudad es un lugar maligno, sobre todo para este muchacho. Para cualquier muchacho. ¿Habría alguna manera de que pudieras esquivarla según recorres tu camino?
Roland alzó la mirada y observó la forma ya familiar de las nubes que corrían por el camino del Haz. En el amplio firmamento de la llanura, aquella forma, semejante a un río en el cielo, no podía pasar inadvertida.
—Tal vez —respondió al fin, pero con una extraña renuencia—. Supongo que podríamos dar un rodeo hacia el sudoeste y volver al Haz por el lado opuesto de Lud.
—Así que lo que sigues es el Haz —observó la anciana—. Sí, bien lo suponía.
Eddie descubrió que su consideración de la ciudad estaba teñida por la esperanza, cada vez más arraigada, de que al llegar allí, si llegaban, encontrarían ayuda; objetos abandonados que les ayudarían en la búsqueda, o quizá incluso una gente que pudiera decirles algo más sobre la Torre Oscura y sobre lo que se suponía que habían de hacer cuando llegaran a ella. Esos que llamaban los grises, por ejemplo, daban la impresión de ser como los elfos viejos y sabios que constantemente le venían a la imaginación.
Los tambores eran siniestros, cierto, y le recordaban un centenar de películas de aventuras en la selva (la mayoría vistas por televisión con Henry a su lado y un bol de palomitas entre los dos), en las que las fabulosas ciudades perdidas que los exploradores andaban buscando resultaban estar en ruinas y los nativos habían degenerado en caníbales sedientos de sangre, pero a Eddie se le hacía imposible creer que hubiera podido ocurrir tal cosa en una ciudad que, al menos desde cierta distancia, tanto se parecía a Nueva York. Si no había elfos sabios ni objetos abandonados, por lo menos habría libros; le había oído comentar a Roland lo escaso que era allí el papel, pero todas las ciudades en las que Eddie había estado se ahogaban absolutamente en libros. Incluso podían encontrar algún medio de transporte en buen estado; algo parecido a un Land Rover sería perfecto. Seguramente esto no era más que un sueño descabellado, pero cuando había miles de kilómetros de territorio desconocido por recorrer, sin duda era bueno tener unos cuantos sueños descabellados, aunque solo fuese para levantar el ánimo. Y además, maldita sea, ¿acaso todas esas cosas no eran cuando menos posibles?
Abrió la boca para decir algo de lo que estaba pensando, pero Jake se le adelantó.
—No creo que podamos dar un rodeo —dijo, y se ruborizó ligeramente cuando todos se volvieron a mirarlo. Acho rebulló a sus pies.
—¿No? —dijo Tía Talitha—. ¿Y por qué eres de esa opinión, por favor?
—¿Conoce los trenes? —preguntó Jake.
Hubo un largo silencio. Bill y Till cruzaron una mirada nerviosa. Tía Talitha no dejó de mirar fijamente a Jake. Jake no bajó los ojos.
—Oí hablar de uno —contestó al fin—. Quizá incluso lo vi. Hacia allí. —Señaló en dirección al Send—. Hace mucho, cuando aún era una niña y el mundo no se había movido… o al menos no tanto como ahora. ¿Acaso te refieres a Blaine, muchacho?
En los ojos de Jake brilló una chispa de sorpresa y reconocimiento.
—¡Sí! ¡Blaine!
Roland observaba al chico con atención.
—¿Y cómo habrías podido saber de Blaine el Mono? —preguntó Tía Talitha.
—¿El Mono? —Jake puso cara de no entender.
—Sí, así lo llamaban. ¿Cómo habrías podido saber tú de eso?
Jake miró a Roland con aire desvalido y se volvió de nuevo hacia Tía Talitha.
—No sé cómo lo sé.
Y es verdad, pensó Eddie, pero no es toda la verdad. Sabe más de lo que quiere decir aquí… y creo que está asustado.
—Eso nos incumbe a nosotros, pienso —dijo Roland en el tono seco y enérgico de un administrador—. Debes dejar que lo resolvamos por nosotros mismos, Vieja Madre.
—Sí —se apresuró a responder ella—. Seguiréis vuestro propio consejo. Para gentes como nosotros es mejor no saber.
—¿Y la ciudad? —le urgió Roland—. ¿Qué sabéis de la ciudad?
—Ya poco, pero lo que sabemos, lo oiréis. —Y se sirvió otra taza de café.
NUEVE
Fueron los gemelos, Bill y Till, quienes llevaron casi todo el peso de la conversación, el uno recogiendo el relato allí donde el otro lo había dejado. De cuando en cuando Tía Talitha añadía o corregía algo, y los gemelos esperaban respetuosamente hasta tener la certeza de que había terminado. Si no intervenía para nada; se limitaba a permanecer sentado con el café intacto ante él, tironeando de las briznas de paja que sobresalían del ancha ala de su sombrero.
Roland no tardó en constatar que realmente sabían muy poco, incluso sobre la historia de su propio pueblo (no es que ello le extrañara, porque en esos últimos tiempos los recuerdos se borraban rápidamente, y todo salvo el pasado más reciente parecía no existir), pero lo que sabían era inquietante. Eso tampoco le extrañó.
En los tiempos de sus tatarabuelos, Paso del Río había sido un lugar muy semejante al que Susannah había imaginado: un centro de comercio en el Gran Camino, próspero en su modestia; un lugar donde a veces se compraban y vendían productos, aunque casi siempre se intercambiaban. Pertenecía, nominalmente al menos, a la Baronía del Río, aunque ya entonces baronías y estados se hallaban en decadencia.
En aquellos tiempos había cazadores de búfalos, aunque el oficio se acababa; las manadas eran pequeñas y muy mutadas. La carne de esos animales mutantes no era tóxica, pero sí de sabor rancio y amargo. Con todo, Paso del Río, situado entre la aldea de Jimtown y un lugar conocido simplemente como el Embarcadero, había sido un pueblo de cierto renombre. Estaba en el Gran Camino, a solo seis días de la ciudad por tierra y tres en gabarra.
—A no ser que el río bajara menguado —dijo uno de los gemelos—. Entonces se tardaba más, y mi abuelo contaba que a veces había barcazas encalladas en todo el río, hasta el Cuello de Tom y más arriba.
Los ancianos lo ignoraban todo de los primeros habitantes de la ciudad, naturalmente, y de la tecnología que habían empleado para construir las torres y atalayas; esos eran los Grandes Antiguos, y su historia ya se había perdido en las profundidades más remotas del pasado cuando el tatarabuelo de Tía Talitha era un chiquillo.
—Los edificios siguen en pie —observó Eddie—. Me gustaría saber si las máquinas que usó el Pueblo Antiguo para construirlos todavía funcionan.
—Tal vez —dijo uno de los gemelos—. Pero de ser así, jovencito, no existe hombre ni mujer de entre quienes allí habitan ahora que todavía sepa manejarlas… o tal es lo que creo yo, sí, tal lo creo.
—¡Qué va! —protestó su hermano en tono de controversia—. Dudo de que los grises y los pubis hayan perdido por completo las antiguas mañas, aun ahora. —Se volvió hacia Eddie—. Nuestro padre contaba que antaño había candiles eléctricos en la ciudad. Y hay quienes dicen que todavía podrían seguir brillando.
—¡Hay que ver! —comentó Eddie con admiración, y Susannah le pellizcó la pierna por debajo de la mesa.
—Sí —prosiguió el otro gemelo. Habló con seriedad, ajeno a la ironía de Eddie—. Se apretaba un botón y se encendían con gran brillo; candiles sin calor, que no necesitaban mecha ni depósito para el aceite. Y he oído decir que una vez, en otros tiempos, Quick, el príncipe rebelde, llegó a remontarse a los cielos en un pájaro mecánico. Pero se le rompió un ala y el príncipe murió en una gran caída, como ícaro.
Susannah se quedó boquiabierta.
—¿Conocen la historia de ícaro?
—Sí, mi señora —respondió, a todas luces sorprendido de que eso le extrañara—. El de las alas de cera.
—Cuentos para niños —intervino Tía Talitha con un bufido—. Sé que la historia de las luces interminables es verdadera, pues yo misma las vi con estos ojos cuando solo era una chiquilla aún verde, y es posible que todavía se enciendan de vez en cuando, sí; hay personas de toda mi confianza que dicen haberlas visto alguna noche clara, aunque hace mucho y mucho que yo no las veo. Pero ningún hombre ha volado jamás, ni siquiera los Grandes Antiguos.
Sin embargo, lo cierto era que en la ciudad había máquinas extrañas, construidas para hacer cosas peculiares y a veces peligrosas. Quizá muchas de ellas se conservaban en buen estado, pero los ancianos gemelos conjeturaban que no quedaba nadie en la ciudad que supiera ponerlas en funcionamiento, ya que no se las había oído desde hacía años.
Quizá eso podría cambiar, pensó Eddie, con los ojos brillantes. Si, por ejemplo, apareciese un joven emprendedor, dispuesto a viajar y con algunos conocimientos sobre máquinas extrañas y luces interminables. Podría tratarse simplemente de encontrar los interruptores adecuados. En serio, podría ser así de fácil. O a lo mejor se fundieron los plomos. ¡Figúrense, amigos y vecinos! ¡Se cambia media docena de fusibles de 400 amperios y se ilumina toda la ciudad como una noche de sábado en Reno!
Susannah le dio un codazo y le preguntó en voz baja qué le parecía tan gracioso. Eddie meneó la cabeza y se llevó un dedo a los labios, cosa que le valió una mirada de irritación por parte del amor de su vida. Los albinos, entretanto, seguían con su relato, pasándose el hilo del uno al otro con la soltura espontánea que seguramente solo puede adquirirse tras compartir la vida entera con un gemelo.
Cuatro o cinco generaciones atrás, les contaron, la ciudad todavía estaba bastante poblada y relativamente civilizada, aunque sus moradores conducían carros y tartanas por las amplias avenidas que los Grandes Antiguos habían construido para sus fabulosos vehículos sin caballos. Los habitantes de la ciudad eran artesanos y lo que los gemelos llamaban «manufactores», y el comercio era intenso tanto por el río como sobre él.
—¿Sobre él? —preguntó Roland.
—El puente sobre el Send aún se tiene —le explicó Tía Talitha—, o se tenía hace veinte años.
—Sí, el viejo Bill Muffin y su chico lo vieron no hace diez años contados —confirmó Si, en la que fue su primera contribución a la conversación.
—¿Qué clase de puente? —inquirió el pistolero.
—Uno grande con cables de acero —respondió un albino—. Se yergue en el cielo como la tela de una enorme araña. —Y añadió tímidamente—: Me gustaría volver a verlo antes de morir.
—Probablemente ya se habrá hundido —opinó Tía Talitha desdeñosamente—, y bien está. Era obra del diablo. —Se dirigió a los gemelos—. Contadles lo que ocurrió luego, y por qué ahora la ciudad es tan peligrosa; es decir, aparte de aquellos trasgos que puedan tener cubil allí, y bien digo que su número es poderoso. Estas gentes quieren seguir camino, y el sol tira ya al oeste.
DIEZ
El resto del relato solo fue una nueva versión de una historia que Roland de Gilead había oído muchas veces, y que en cierta medida él mismo había vivido. Era un relato fragmentario e incompleto, sin duda entreverado de mitos y falsedades, distorsionado en su desarrollo por los extraños cambios —tanto temporales como direccionales— que ahora se producían en el mundo, y podía resumirse en una sola oración compuesta: antaño hubo un mundo que conocíamos, pero ese mundo se ha movido.
Aquellos ancianos de Paso del Río no sabían de Gilead más de lo que Roland sabía sobre la Baronía del Río, y el nombre de John Farson, el hombre que había llevado la ruina y la anarquía a la tierra de Roland, no significaba nada para ellos, pero todos los relatos sobre el final del antiguo mundo eran semejantes… demasiado semejantes, creía Roland, para atribuirlo a una coincidencia.
Tres siglos antes, quizá incluso cuatro, había estallado —quizá en Garlan, quizá en una tierra más remota llamada Porla— una gran guerra civil. Sus ondas se habían extendido lentamente desde allí, precedidas en todas partes por la anarquía y la disensión. Pocos reinos, si había alguno, pudieron resistir esas lentas oleadas, y la anarquía había llegado a esta parte del mundo tan inexorablemente como la noche sigue al día. En una época, ejércitos enteros ocupaban las carreteras, a veces avanzando, a veces en retirada, siempre confundidos y sin objetivos a largo plazo. Con el paso del tiempo fueron descomponiéndose en grupos más pequeños, que a su vez degeneraron en partidas de devastadores errantes. El comercio se resintió y acabó interrumpiéndose por completo. Viajar, que era una incomodidad, se convirtió en un peligro. Al final se hizo casi imposible. Las comunicaciones con la ciudad fueron menguando gradualmente, y hacía ya ciento veinte años que habían cesado.
Como tantos otros pueblos que Roland había cruzado a lomos de su montura —primero con Cuthbert y los demás pistoleros desterrados de Gilead, luego solo, persiguiendo al hombre de negro—, Paso del Río había quedado aislado, librado a sus propios recursos.
En ese momento, Si se animó y su voz cautivó de inmediato a los viajeros. Hablaba en el tono ronco y cadencioso de alguien que se ha pasado la vida narrando historias; uno de esos locos divinos nacidos para combinar la memoria y la mendacidad en sueños tan airosos y resplandecientes como telarañas engarzadas con gotas de rocío.
—La última vez que pagamos tributo al castillo de la Baronía fue en tiempos de mi bisabuelo —comenzó—. Partieron veintiséis hombres con un carro cargado de pieles curtidas; entonces ya no quedaba moneda acuñada, por supuesto, y mandaron lo mejor que tenían. Fue un viaje largo y peligroso, casi ochenta ruedas, y seis de ellos murieron por el camino: la mitad a manos de devastadores que se dirigían a la guerra de la ciudad; la otra mitad, a causa de enfermedades o por la hierba del diablo.
»Cuando por fin llegaron al castillo, lo encontraron desierto. Allí solo vivían grajos y cuervos. Los muros habían sido demolidos, y la maleza invadía el Patio de Ceremonias. En los campos del oeste se había producido una gran mortandad; blancos estaban de huesos y rojos de armaduras oxidadas, así lo contaba el abuelo de mi padre, y las voces de los demonios chillaban como el viento del este desde las quijadas de quienes habían caído allí. La aldea vecina al castillo había sido incendiada y arrasada, y había mil calaveras o más empaladas a lo largo de los muros del alcázar. Nuestros hombres dejaron el cargamento de pieles ante la hundida puerta de la barbacana (pues ninguno quiso aventurarse en aquel lugar de fantasmas y voces gemebundas) y emprendieron el viaje de vuelta. Otros diez murieron durante el regreso, así que de los veintiséis que partieron solo regresaron diez, uno de los cuales era mi bisabuelo… pero cogió una tiña en el cuello y el pecho que ya no lo dejó hasta el día de su muerte. Era la enfermedad de la radiación, o así decían. Después de eso, pistolero, ya nadie abandonó el pueblo. Solo contamos con nosotros mismos.
Se acostumbraron a las incursiones de los devastadores, siguió explicando Si con su voz cascada pero melodiosa. Pusieron centinelas. Cuando veían llegar bandas de jinetes —casi siempre en dirección sudeste por el Gran Camino y el camino del Haz, rumbo a la guerra que ardía incesante en Lud—, los habitantes del pueblo se escondían en un gran refugio que habían excavado bajo la iglesia. Los desperfectos casuales que sufría el pueblo quedaban sin reparar, para no despertar la curiosidad de las bandas errantes. Sin embargo, a la mayoría le era ajena la curiosidad; pasaban sin detenerse, con los arcos y hachas de combate en bandolera, galopando hacia las zonas de matanza.
—¿A qué guerra te refieres? —preguntó Roland.
—Sí —añadió Eddie—. ¿Y qué es ese ruido como de tambores?
Los gemelos cruzaron una mirada rápida y casi supersticiosa.
—No sabemos de los Tambores-dioses —respondió Si—. Ni de vista ni de oídas. Ahora bien, la guerra de la ciudad…
En un principio, la guerra fue de devastadores y proscritos contra una dispersa confederación de artesanos y «manufactores» que vivían en la ciudad. Los residentes habían decidido luchar antes que consentir que los devastadores los saquearan, les quemaran los talleres y tiendas y finalmente expulsaran a los supervivientes al Gran Vacío, donde casi con toda certeza morirían. Y durante unos años habían conseguido defender Lud de los salvajes pero mal organizados grupos de merodeadores que intentaban tomar el puente por asalto o invadirla en botes y gabarras.
—Las gentes de la ciudad utilizaban las antiguas armas —explicó uno de los gemelos—, y aunque su número era menguado, los devastadores no podían enfrentarse a tales cosas con sus arcos, mazas y hachas de combate.
—¿Quieres decir que los habitantes de la ciudad tenían pistolas?
Uno de los albinos asintió.
—Pistolas, sí, pero no solo eso. Había cosas que lanzaban los estallidos de fuego a más de un kilómetro de distancia. Explosiones como de dinamita, pero aún más potentes. Los proscritos, que ahora son los grises, como ya debéis saber, no podían asediar la ciudad más que desde la otra orilla. Y eso fue lo que hicieron.
Lud se convirtió, efectivamente, en la última fortaleza y refugio del antiguo mundo. Las personas más capaces y despiertas de la región acudían a la ciudad, solas o por parejas. En cuanto a pruebas de inteligencia, infiltrarse a través de los desordenados campamentos y primeras líneas de los sitiadores era el examen final de los recién llegados. Casi todos cruzaban desarmados por la tierra de nadie del puente, y a los que llegaban hasta allí se les permitía la entrada. A algunos se los juzgaba defectuosos y eran expulsados, naturalmente, pero quienes tenían algún talento u oficio (o inteligencia suficiente para aprenderlo) podían quedarse. Lo que más se valoraba era la experiencia en las labores de la tierra; según los relatos, todos los parques de Lud se habían convertido en huertas. Con el acceso al campo cortado, había que cultivar alimentos en la ciudad o morirse de hambre entre torres de cristal y callejones de metal. Los Grandes Antiguos se habían marchado, sus máquinas eran un misterio y las maravillas silenciosas que aún quedaban no eran comestibles.
Poco a poco, el carácter de la guerra empezó a cambiar. El equilibrio de poder se decantó hacia los sitiadores, los grises, así llamados porque en general eran mucho mayores que los habitantes de la ciudad. Pero estos también envejecían, desde luego. Aún recibían el nombre de pubis, pero en la mayoría de los casos hacía mucho que habían dejado atrás la pubertad. Y con el tiempo acabaron olvidando cómo funcionaban las antiguas armas, o gastaron su poder.
—Probablemente las dos cosas —gruñó Roland.
Hacía unos noventa años, ya en vida de Si y Tía Talitha, había aparecido una nueva banda de proscritos, tan numerosa que los batidores cruzaron Paso del Río al galope con las primeras luces del alba, y la retaguardia no pasó hasta casi la puesta del sol. Fue el último ejército que se vio por aquellos lugares, y lo dirigía un príncipe guerrero llamado David Quick; el mismo de quien se decía que más adelante había muerto al caerse del cielo. Este Quick organizó los restos variopintos de las bandas de proscritos que aún merodeaban en torno a la ciudad, matando a cualquiera que mostrara oposición a sus planes. Su ejército de grises no utilizó embarcaciones ni el puente para intentar el asalto a la ciudad, sino que construyó un puente de pontones unos veinte kilómetros río abajo y la atacó por el flanco.
—Desde entonces la guerra ha venido apagándose como un fuego en una chimenea —concluyó Tía Talitha—. De vez en cuando oímos noticias de alguien que ha logrado marcharse; sí, bien las oímos. Y ahora son un poco más frecuentes, porque el puente, aseguran, no está defendido y creo que el fuego está a punto de extinguirse. En el interior de la ciudad, los grises y los pubis se pelean por los despojos que aún restan, solo que, a mi parecer, hoy los auténticos pubis son los descendientes de los devastadores que cruzaron el río bajo el mando de Quick, por más que todavía los llamen grises. Los descendientes de los anteriores habitantes de la ciudad deben de ser casi tan viejos como nosotros, aunque aún acuden jóvenes con el deseo de vivir entre ellos, atraídos por los antiguos relatos y por el cebo de los conocimientos que acaso pueden quedar allí.
»Estos dos bandos mantienen su vieja enemistad, pistolero, y ambos desearían a este joven al que llamas Eddie. Si la mujer de piel oscura es fértil, no la matarían aunque tenga las piernas tronchadas; se la quedarían para que les diera hijos, pues cada vez hay menos niños, y aunque las viejas enfermedades están pasando, algunos aún nacen extraños.
Susannah se agitó al oír esto y pareció que iba a decir algo, pero se limitó a beberse el café que le quedaba en la taza y volvió a acomodarse en actitud de escuchar.
—Pero si es verdad que desearían a estos dos jóvenes, pistolero, creo que al muchacho lo codiciarían con ansia.
Jake se agachó y empezó a acariciar de nuevo el lomo de Acho. Roland le vio la cara y supo qué estaba pensando: volvía a ser otra vez el paso bajo las montañas, una nueva versión de los Mutantes Lentos.
—A ti creo que te matarían —prosiguió Tía Talitha—, visto que eres un pistolero, un hombre fuera de su propio tiempo y lugar, ni carne ni pescado, sin utilidad para ninguno de los bandos. Pero a un muchacho se lo puede capturar, utilizar, enseñar a que recuerde unas cosas y se olvide de las demás. Todos ellos han olvidado qué motivos tuvieron para iniciar la lucha; el mundo se ha movido desde entonces. Ahora no hacen más que pelear al sonido de esos atroces tambores, unos pocos todavía jóvenes, la mayoría viejos como nosotros, todos sin excepción unos patanes idiotas que solo viven para matar y matan para vivir. —Hizo una pausa—. Ahora que nos has escuchado hasta el final, vejestorios que somos, ¿estás seguro de que no sería mejor dar un rodeo y dejarlos ocupados en sus asuntos?
Antes de que Roland pudiera responder, Jake habló con voz clara y firme.
—Cuéntennos lo que sepan de Blaine el Mono —solicitó—. De Blaine y del maquinista Bob.
ONCE
—¿El maquinista qué? —preguntó Eddie, pero Jake siguió mirando a los ancianos.
—La vía queda hacia allá —respondió por fin Si, y señaló hacia el río—. Una sola vía, encumbrada sobre una pilastra de piedra artificial, como la que utilizaba el Pueblo Antiguo para construir sus calles y muros.
—¡Un monorraíl! —exclamó Susannah—. ¡Blaine el Monorraíl!
—Blaine es un engorro —masculló Jake.
Roland lo miró de soslayo pero no dijo nada.
—¿Y ese tren funciona todavía? —preguntó Eddie a Si.
Si meneó lentamente la cabeza. Su expresión era preocupada e inquieta.
—No, joven señor, pero en vida de la Tiíta y mía aún funcionaba, cuando éramos verdes y la lucha en la ciudad era viva y enconada. Lo oíamos antes de verlo, un zumbido grave como el que a veces se oye cuando se aproxima una mala tormenta de verano; una tormenta llena de rayos.
—Así era —dijo Talitha con expresión ausente y soñadora.
—Y entonces llegaba Blaine el Mono, reluciente bajo el sol, con un morro como el de las balas de tu revólver, pistolero. Quizá dos ruedas de largo. Ya sé que eso parece que no pueda ser, y acaso no lo fuera (debes recordar que éramos verdes, y eso cuenta), pero aún sigo creyendo que es verdad pues cuando venía parecía ocupar todo el horizonte. ¡Y desaparecía antes de que uno pudiera verlo bien! ¡Así de veloz era!
»A veces, en días de mal tiempo y cielo bajo, venía del oeste chillando como una arpía. A veces venía de noche, con una larga luz blanca extendida ante él, y ese alarido nos despertaba a todos. Era como la trompeta que dicen levantará a los muertos de sus tumbas cuando llegue el fin del mundo, así mismo era.
—¡Háblales de la detonación, Si! —dijo Bill o Till con una voz que temblaba de pasmo maravillado—. ¡Háblales de la detonación impía que siempre venía después!
—Sí, justamente a eso iba —respondió Si algo molesto—. Después de pasar Blaine, había unos segundos de calma… a veces hasta un minuto entero, quizá…, y entonces venía una explosión que hacía temblar las tablas y derribaba tazas de los estantes y a veces incluso rompía los vidrios de las ventanas. Pero jamás pudo ver nadie ni destello ni fuego. Era como una explosión en el mundo de los espíritus.
Eddie le dio un golpecito en el hombro a Susannah y, cuando esta se volvió, formó dos palabras con los labios: Estampido sónico. Era absurdo —Eddie jamás había oído hablar de ningún tren que alcanzara la velocidad del sonido—, pero también era lo único que tenía sentido.
Susannah asintió con la cabeza y se volvió de nuevo hacia Si.
—Es la única entre todas las máquinas hechas por los Grandes Antiguos que yo he visto funcionar con mis propios ojos —prosiguió él con voz queda—, y si no fuera obra del diablo es que no existe diablo. La vi por última vez la primavera en que me casé con Mercy, y de eso debe de hacer sesenta años contados.
—Setenta —le corrigió Tía Talitha con seguridad.
—Y ese tren iba hacia la ciudad —dijo Roland—. Venía de donde hemos venido nosotros… del oeste… del bosque.
—Sí —dijo inesperadamente una nueva voz—, pero había otro… un tren que salía de la ciudad… y tal vez ese funcione todavía.
DOCE
Todas las cabezas se volvieron. Mercy estaba junto a un macizo de flores, entre la pared posterior de la iglesia y la mesa donde ellos se hallaban. Andaba despacio, orientándose por las voces, y llevaba los brazos extendidos ante ella. Si se levantó torpemente, corrió hacia ella lo mejor que pudo y le cogió la mano. Ella le pasó un brazo en torno a la cintura y se quedaron allí parados, con todo el aspecto de ser los novios más viejos del mundo.
—¡La Tiíta te dijo que tomaras el café dentro! —exclamó él.
—Hace rato que he terminado el café —replicó Mercy—. Es un brebaje amargo y lo detesto. Además, quería oír el consejo. —Alzó un dedo tembloroso y apuntó con él a Roland—. Quería oírle la voz. Es clara y luminosa, bien lo digo.
—Imploro tu perdón, Tiíta —dijo Si, contemplando a la anciana con algo de temor—. Siempre fue una mujer terca, y los años no la han hecho mejorar.
Tía Talitha miró a Roland de soslayo. Este asintió casi imperceptiblemente.
—Deja que venga y se siente con nosotros —concedió.
Si la condujo hacia la mesa sin dejar de regañarla. Mercy se limitaba a mirar al frente con sus cuencas vacías, la boca fijada en una línea intratable.
Cuando Si la dejó sentada, Tía Talitha apoyó los antebrazos en la mesa y preguntó:
—Ahora, ¿tienes algo que decir, vieja hermana, o solo estabas batiendo las encías?
—Oigo lo que oigo. Mi oído es tan agudo como siempre, Talitha. ¡Más aún!
Roland se llevó un momento la mano al cinturón. Cuando volvió a ponerla sobre la mesa, sostenía un cartucho entre los dedos. Se lo lanzó a Susannah, que lo atrapó al vuelo.
—¿De veras, anciana?
—Lo bastante agudo para saber que acabas de arrojar algo —respondió ella, volviéndose en su dirección—. A tu mujer, creo; la de la piel oscura. Algo pequeño. ¿Qué ha sido, pistolero? ¿Una galleta?
—Te has acercado mucho —dijo Roland, sonriente—. Realmente oyes tan bien como dices. Ahora explícanos lo que has dicho antes.
—Hay otro Mono —comenzó la anciana—, a menos que sea el mismo en una ruta distinta. De un modo u otro, algún Mono cubría una ruta distinta… al menos hasta hace siete u ocho años. Lo oía salir de la ciudad para internarse en las tierras baldías de más allá.
—¡Imposible! —saltó uno de los albinos—. ¡Nada va a las tierras baldías! ¡Nada puede vivir allí!
Mercy volvió el rostro hacia él.
—¿Está vivo un tren, Till Tudbury? —preguntó—. ¿Enferma una máquina con pústulas y vómito?
Bueno, pensó decir Eddie, recuerdo un oso que…
Pero reflexionó un poco más y llegó a la conclusión de que sería preferible guardar silencio.
—Lo habríamos oído —insistía acaloradamente el otro gemelo—. Un ruido como el que Si explica siempre…
—Este no hacía ninguna explosión —reconoció Mercy—, pero oía el otro sonido, ese zumbido como a veces se oye cuando ha caído el rayo en las cercanías. Cuando había viento fuerte que soplaba de la ciudad, lo oía. —Alzó la barbilla y añadió—:
Y una vez también oí la explosión. De muy, muy lejos. La noche que vino el Gran Viento Charlie y casi derribó el campanario de la iglesia. Debió de ser a unas doscientas ruedas de aquí. Tal vez doscientas cincuenta.
—¡Qué idiotez! —gritó el albino—. ¡Has estado mascando hierba!
—A ti te mascaré, Bill Tudbury, si no cierras el pico. No se le habla así a una dama. Además…
—¡Basta, Mercy! —siseó Si.
Pero Eddie apenas prestaba atención a este intercambio de lindezas rurales. Lo que acababa de decir la ciega tenía mucho sentido. No podía haber un estampido sónico, naturalmente; no podía haberlo si el tren iniciaba la ruta en Lud. No recordaba con exactitud cuál era la velocidad del sonido, pero creía que era del orden de unos mil kilómetros por hora. Un tren que partiera de cero tardaría algún tiempo en alcanzar esa velocidad, y cuando la alcanzara ya estaría demasiado lejos para oír el estampido… a no ser que se dieran unas condiciones de escucha excepcionales, como Mercy aseguraba que lo habían sido la noche que llegó el Gran Viento Charlie (fuera lo que fuese).
Y ahí había posibilidades. Blaine el Mono no era un Land Rover, pero quizá… quizá…
—¿Y hace siete u ocho años que no oyes ese otro tren? —preguntó Roland—. ¿Estás segura de que no hace mucho más?
—No podría ser —contestó ella—, pues la última vez que lo oí fue el año en que Bill Muffin cogió la enfermedad de la sangre. ¡Pobre Bill!
—De eso hace casi diez años contados —apuntó Tía Talitha, y su voz fue curiosamente suave.
—¿Por qué no dijiste nunca que habías oído tal cosa? —inquirió Si—. No debes creer todo lo que diga, señor; mi Mercy siempre quiere estar en el centro del escenario.
—Pero… ¡viejo impertinente! —gritó ella, y le dio una palmada en el brazo—. No lo dije antes porque no quería estropearte esa historia que tanto te enorgullece, pero ahora que viene al caso tengo la obligación de contarlo.
—Te creo, anciana —le aseguró Roland—, pero ¿estás segura de que no has vuelto a oír los sonidos del Mono desde entonces?
—No, ya no he vuelto a oírlo desde entonces. Imagino que llegó al fin de su camino.
—Me gustaría saberlo —dijo Roland—. De verdad que me gustaría muchísimo. —Inclinó la cabeza y se quedó mirando la mesa, pensativo, súbitamente alejado de todos los demás.
Chu-chú, pensó Jake, y sintió un escalofrío.
TRECE
Media hora más tarde volvían a estar en la plaza del pueblo, Susannah en su silla de ruedas, Jake ajustando las correas de la mochila mientras Acho permanecía sentado a sus pies, observándolo con atención. Al parecer, solo los ancianos del pueblo habían asistido al banquete celebrado en el pequeño edén que se escondía tras la Iglesia de la Sangre Perenne, pues cuando los viajeros regresaron a la plaza encontraron a otra docena de personas esperando. Contemplaron de pasada a Susannah y miraron a Jake con un poco más de detenimiento (su juventud, por lo visto, les parecía más interesante que el tono oscuro de la mujer), pero era obvio que habían acudido para ver a Roland; sus ojos admirados estaban llenos de un antiguo temor reverencial.
Es el resto viviente de un pasado que solo conocen por los relatos, pensó Susannah. Lo miran como un grupo de gente religiosa miraría a un santo —Pedro, Pablo o Mateo— que hubiera decidido dejarse caer por allí un sábado a la hora de la cena para contarles cómo fue eso de pasearse por el mar de Galilea con Jesús el carpintero.
El ritual con que había concluido la comida se repitió en la plaza, solo que esta vez participaron todos los habitantes que quedaban en Paso del Río. Avanzaban en fila arrastrando los pies, estrechaban la mano a Eddie y a Susannah, besaban a Jake en la mejilla o en la frente, y por fin se arrodillaban ante Roland para recibir el toque de su mano y su bendición. Mercy le echó los brazos al cuerpo y apretó el rostro ciego sobre su vientre. Roland le devolvió el abrazo y le agradeció la información.
—¿No os quedaréis esta noche con nosotros, pistolero? El sol ya avanza hacia el crepúsculo, y hace tiempo que tú y los tuyos no pasáis la noche bajo techado, bien lo digo.
—Hace tiempo, sí, pero es mejor que nos vayamos. Gracias, anciana.
—¿Vendrás otra vez si puedes, pistolero?
—Sí —dijo Roland, pero a Eddie no le hizo falta mirar la cara de su extraño amigo para saber que nunca volverían a ver Paso del Río—. Si podemos.
—Sí. —Mercy le dio un último abrazo y siguió adelante, con la mano apoyada en el curtido hombro de Si—. Que tu viaje sea bueno.
Tía Talitha era la última. Cuando empezó a arrodillarse, Roland la sujetó por los hombros.
—No, madre. Tú no lo harás. —Y ante los ojos pasmados de Eddie, Roland se hincó de rodillas ante ella en el polvo de la plaza—. ¿Querrás darme tu bendición, Vieja Madre? ¿Nos bendecirás a todos antes de seguir nuestro camino?
—Sí —dijo ella. No había sorpresa en su voz ni lágrimas en sus ojos, pero aun así le palpitaba en la voz un profundo sentimiento—. Veo que tu corazón es fiel, pistolero, y que mantienes las antiguas maneras de tu gente; sí, muy bien las mantienes. Te bendigo y bendigo a los tuyos y rezaré porque no os acontezca mal alguno. Ahora toma esto, si quieres. —Hundió la mano bajo la pechera de su descolorido vestido y sacó una cruz de plata colgada de una cadena de finos eslabones también de plata. Se la quitó.
Esta vez le tocó a Roland sorprenderse.
—¿Estás segura? No he venido para llevarme lo que os pertenece a ti y a los tuyos, Vieja Madre.
—Tan segura como pueda estarlo. He llevado esto día y noche durante más de cien años, pistolero. Ahora lo llevarás tú, y lo depositarás al pie de la Torre Oscura, y pronunciarás el nombre de Talitha Unwin en el confín más remoto de la tierra. —Le pasó la cadena sobre la cabeza. La cruz se deslizó por el cuello abierto de su camisa de piel de venado como si ese fuera su lugar—. Vete ya. Hemos partido el pan, hemos sostenido consejo, tenemos tu bendición y tú tienes la nuestra. Sigue tu senda en seguridad. Álzate, y sé certero. —La voz le tembló y se quebró en la última palabra.
Roland se puso en pie, hizo una inclinación y se dio tres toquecitos en la garganta.
—Te doy las gracias.
Ella le devolvió la inclinación, pero sin proferir palabra. Habían empezado a correrle las lágrimas por la cara.
—¿Listos? —preguntó Roland.
Eddie asintió con un ademán. No se atrevía a hablar.
—Muy bien —dijo Roland—. Vamos.
Recorrieron lo que quedaba de la calle mayor del pueblo, Jake empujando la silla de Susannah. Al pasar ante el último edificio (COMERCIO Y CAMBIOS, rezaba el rótulo descolorido), volvió la vista atrás. Los ancianos seguían apiñados junto al mojón de piedra, un desvalido núcleo de humanidad en mitad de aquella vasta planicie vacía. Jake levantó la mano. Hasta aquel momento había logrado contenerse, pero al ver que algunos de los ancianos —Si, Bill y Till entre ellos— alzaban a su vez la mano para devolverle el saludo, también Jake empezó a llorar.
Eddie le pasó el brazo por los hombros.
—Sigue andando, valiente —le aconsejó con voz insegura—. Es la única manera de hacerlo.
—¡Son muy viejos! —sollozó Jake—. ¿Cómo podemos dejarlos así? ¡No está bien!
—Es ka —señaló Eddie sin pensar.
—¿Ah, sí? ¡Pues el ka es una mierda!
—Sí, y grande —asintió Eddie… pero siguió andando. Y también Jake, que no volvió a mirar atrás. Temía que siguieran allí, parados en el centro de su pueblo olvidado, mirando cómo se alejaban hasta perderlos de vista. Y hubiera estado en lo cierto.
CATORCE
Cubrieron menos de doce kilómetros antes de que el cielo empezara a oscurecerse y el crepúsculo pintara el horizonte occidental de un naranja llameante. Estaban cerca de un bosquecillo de eucaliptos; Jake y Eddie se internaron en busca de leña.
—No comprendo por qué no nos hemos quedado en el pueblo —comentó Jake—. La señora ciega nos había invitado, y a fin de cuentas tampoco hemos andado tanto. Todavía me siento tan lleno que casi no puedo moverme.
Eddie sonrió.
—Yo también. Y te diré otra cosa: mañana por la mañana, lo primero que va a hacer tu buen amigo Edward Cantor Dean es venir a este bosquecillo a cagar larga y pausadamente. No te imaginas lo harto que estoy de comer carne de ciervo y hacer caquitas de conejo. Si hace un año me hubieras dicho que el punto culminante de mi jornada iba a ser una buena cagada, me habría reído en tus narices.
—¿De veras te llamas Cantor de segundo nombre?
—Sí, pero te agradecería que no lo divulgaras.
—No lo haré. ¿Por qué no nos quedamos en el pueblo, Eddie?
Eddie suspiró.
—Porque habríamos descubierto que necesitaban leña.
—¿Cómo?
—Y después de traer la leña, habríamos descubierto que también necesitaban carne fresca, porque nos habían servido la última que les quedaba. Y seríamos unos ingratos si no repusiéramos lo comido, ¿verdad? Sobre todo teniendo en cuenta que nosotros tenemos pistolas y seguramente ellos no pueden reunir más que unos cuantos arcos y flechas de hace cincuenta o cien años. Así que habríamos salido a cazar para ellos. A estas alturas ya volvería a ser de noche, y al levantarnos a la mañana siguiente Susannah diría que antes de seguir adelante tendríamos que hacer algunas reparaciones; no sin tocar lo que es la fachada del pueblo, porque eso sería peligroso, pero quizá en el hotel o donde sea que hagan vida. Total, solo serían unos días, ¿y qué representan unos días más o menos? ¿Verdad?