UNO
Tres semanas luchó valerosamente John «Jake» Chambers contra la locura que crecía en su interior. Durante ese tiempo se sintió como el último ocupante de un transatlántico a punto de zozobrar, accionando las bombas para salvar la vida, intentando mantener el buque a flote hasta que amainara el temporal, se despejara el cielo y pudiera llegar ayuda… ayuda de alguna parte. Ayuda de cualquier parte. El 31 de mayo de 1977, cuatro días antes de que empezaran las vacaciones de verano, afrontó finalmente el hecho de que no iba a llegar ninguna ayuda. Había llegado el momento de rendirse, de dejar que la tormenta lo arrastrara.
La gota que hizo desbordar el vaso fue su Redacción Final en Composición Inglesa.
John Chambers, al que los tres o cuatro chicos que casi eran amigos suyos llamaban Jake (si su padre hubiese conocido este pequeño «hechoide» sin duda habría puesto el grito en el cielo), estaba terminando su primer año en la Piper School. Aunque tenía once años y estaba en sexto curso era pequeño para su edad, y la gente que lo veía por primera vez a menudo suponía que era mucho más joven. De hecho, en más de una ocasión lo habían tomado por una chica, hasta hacía cosa de un año, cuando armó tal alboroto para que le cortaran el pelo que su madre acabó por consentir. Naturalmente, con su padre no había tenido ningún problema por el corte de pelo. Su padre se limitó a sonreír con su dura sonrisa de acero inoxidable y a decir: «El niño quiere parecer un marine, Laurie. Bien por él».
Para su padre nunca era Jake, y muy pocas veces John. Para su padre, por lo general, solo era «el niño».
La Piper School, le había explicado su padre el verano anterior (era el verano del Bicentenario: todo banderas y adornos en los balcones, y el puerto de Nueva York lleno de veleros de altura), era, dicho sencillamente, «La Mejor Escuela Del País Para Un Chico De Tu Edad». El hecho de que Jake hubiera sido aceptado en ella no tenía nada que ver con el dinero, le explicó con insistencia Elmer Chambers. Se mostraba rabiosamente orgulloso de ello, aunque Jake, que solo tenía diez años, sospechaba que tal vez no fuese cierto, que podía ser una patraña que su padre había convertido en verdad para poder mencionarla como quien no quiere la cosa en la conversación a la hora de la comida o de los cócteles: «¿Mi hijo? Va a Piper. La Mejor Escuela Del País Para Un Chico De Su Edad. Allí el dinero no sirve de nada, ya sabe; para Piper, lo que cuenta es la inteligencia».
Jake era plenamente consciente de que en el fiero horno de la mente de Elmer Chambers, el carbón en bruto de sus deseos y opiniones a menudo se transmutaba en los duros diamantes que él denominaba hechos… o, en circunstancias más informales, «hechoides». Su expresión favorita, pronunciada con frecuencia y reverencia, era «el hecho es», y no perdía ocasión de utilizarla.
«El hecho es que para ingresar en la Piper School el dinero no sirve de nada», le había dicho su padre durante aquel verano del Bicentenario, el verano de cielos azules y banderas y veleros de altura en el puerto, un verano que en la memoria de Jake parecía dorado porque aún no había empezado a perder la cabeza y solo debía preocuparse de si sería o no capaz de dar la talla en la Piper School, que daba la impresión de ser una especie de nido para genios recién salidos del cascarón. «Para ingresar en un sitio como Piper, lo único que sirve es lo que tienes aquí dentro». Elmer Chambers extendió el brazo sobre el escritorio y dio unos golpecitos en la frente de su hijo con un dedo duro y manchado de nicotina. «¿Entiendes, niño?».
Jake había asentido con la cabeza. No era necesario decir nada, porque su padre trataba a todo el mundo —incluso a su esposa— como trataba a sus subordinados en la cadena de televisión donde era director de programación y maestro reconocido de La Caza. Bastaba con escuchar, asentir en los momentos adecuados, y al cabo de un rato te dejaba marchar.
«Bien —dijo su padre, encendiendo uno de los ochenta cigarrillos Camel que se fumaba todos los días—. Veo que nos entendemos. Tendrás que esforzarte a base de bien, pero puedes hacerlo. Si no pudieras, nunca nos habrían enviado esto». Cogió la carta de aceptación de la Piper School y la blandió en el aire. Hubo una especie de triunfo salvaje en el gesto, como si la carta fuese un animal que él hubiera matado en la selva, un animal que acto seguido despellejaría y se comería. «O sea que a trabajar de valiente. Saca buenas notas. Haz que tu madre y yo podamos estar orgullosos de ti. Si terminas el curso con una nota media de sobresaliente en todas las materias, te espera un viaje a Disney World. Vale la pena matarse por eso, ¿verdad, niño?».
Jake había sacado buenas notas, sobresaliente en todo (es decir, hasta hacía tres semanas). Cabía suponer que su padre y su madre se sentían orgullosos de él, aunque los veía tan poco que era difícil saberlo. Por lo general, cuando regresaba de la escuela no había nadie en casa excepto Greta Shaw —el ama de llaves—, así que acabó enseñándole a ella las buenas notas. Después de eso, emigraban a un oscuro rincón de su cuarto. A veces Jake las miraba y se preguntaba si tenían algún significado. Quería que lo tuvieran, pero albergaba serias dudas.
Jake tenía la impresión de que no iría a Disney World aquel verano, con buenas notas o sin ellas.
El manicomio le parecía una posibilidad mucho más inmediata.
Al cruzar la doble puerta de la Piper School a las 8.45 de la mañana del 31 de mayo, se le presentó una terrible visión. Vio a su padre en su oficina del número 70 de Rockefeller Plaza, inclinado sobre su escritorio con un Camel colgado de la boca, hablando a uno de sus subordinados mientras el humo azulado le coronaba la cabeza. Toda Nueva York se extendía bajo los pies de su padre, con su bullicio y fragor amortiguados por dos hojas de cristal Thermopane.
«El hecho es que para ingresar en el Sanatorio Sunnyvale el dinero no sirve de nada —le explicaba su padre al subordinado en un tono de hosca satisfacción. Extendió una mano y le dio unos golpecitos en la frente—. La única manera de ingresar en un sitio así es que se descomponga algo importante aquí, en el ático. Es lo que le ha pasado al niño. Pero está trabajando de valiente. Me han dicho que no hay nadie allí que fabrique unos cestos como los suyos. Y cuando le dejen salir, si es que algún día le dejan, le espera un viaje. Un viaje a…».
—… la Estación de Paso —musitó Jake, y se tocó la frente con una mano que quería temblar. Otra vez volvían las voces. Las voces que chillaban, se contradecían y lo volvían loco.
«Estás muerto, Jake. Te atropelló un coche y estás muerto».
«¡No seas estúpido! Mira, ¿ves ese cartel? Ahí dice: RECORDAD LA EXCURSIÓN DE LA PRIMERA CLASE. ¿Crees que en la otra vida hay excursiones de clase?».
«Eso no lo sé. Pero sé que te atropelló un coche».
«¡No!».
«Sí. Sucedió el 9 de mayo a las 8.25 de la mañana. Moriste menos de un minuto después».
«¡No! ¡No! ¡No!».
—¿John?
Volvió la cabeza, sobresaltado. El señor Bissette, su profesor de francés, se había detenido a su lado y lo contemplaba con cierta preocupación. Más allá, el resto del cuerpo estudiantil acudía a la Sala Común para la reunión matinal. Había muy poco desorden, y nada de gritos. Posiblemente aquellos otros alumnos, al igual que Jake, habían sido informados por sus padres de lo afortunados que eran por estudiar en Piper, donde no se tenía en cuenta el dinero (aunque la matrícula costaba 22 000 dólares por año) sino el talento. Posiblemente a muchos de ellos les habían prometido viajes en verano si sus notas eran buenas. Posiblemente los padres de los afortunados ganadores de esos viajes incluso irían con ellos, en algunos casos. Posiblemente…
—¿Te encuentras bien, John? —preguntó el señor Bissette.
—Sí, claro —respondió Jake—. Muy bien. Esta mañana se me han pegado las sábanas. Me parece que aún no estoy del todo despierto.
La expresión del señor Bissette se suavizó.
—Bueno, eso puede pasarnos a todos —observó, sonriente.
A mi padre, no. Al maestro de La Caza nunca se le pegan las sábanas.
—¿Estás preparado para el examen final de francés? —prosiguió el señor Bissette—. Voulez-vous vous éxaminer avec moi ce midi?
—Creo que sí —contestó Jake. A decir verdad, no sabía si estaba preparado o no. Ni siquiera podía recordar si había estudiado para el examen final de francés o no. En aquellos días nada parecía importar demasiado, excepto las voces que oía en su cabeza.
—Quiero que sepas lo mucho que me ha gustado tenerte este año conmigo, John. Hubiera querido decírselo también a tu familia, pero no vinieron a la Noche de los Padres…
—Están muy ocupados —dijo Jake.
El señor Bissette asintió.
—Bien, me ha gustado tenerte en clase. Solo quería decírtelo…, y que espero volver a verte el año que viene en Francés II.
—Gracias —respondió Jake, y se preguntó qué diría el señor Bissette si añadiera: «Pero no creo que el año que viene pueda estudiar Francés II, a no ser que me envíen un curso por correspondencia a mi apartado postal en el Sanatorio Sunnyvale».
Joanne Franks, la secretaria de la escuela, apareció en el umbral de la Sala Común con su campanilla plateada. En la Piper School no había timbres, solo campanillas accionadas a mano. Jake suponía que, para los padres, este era uno de sus encantos. Recuerdos de los cuentos de su infancia y todo eso. Él, por su parte, lo detestaba. El sonido de aquella campanilla parecía clavársele en la cabeza…
No voy a poder resistir mucho más, pensó, desesperado. Lo siento, pero estoy perdiendo la razón. No cabe duda, estoy perdiendo la razón.
El señor Bissette había visto a la señora Franks. Empezó a dirigirse hacia ella, pero se volvió de nuevo hacia Jake.
—¿De veras va todo bien, John? Hace unas semanas que te veo como ausente. Preocupado. ¿Hay algo que te inquiete?
Jake quedó casi vencido por la amabilidad con que le hablaba el señor Bissette, pero enseguida se figuró qué cara pondría si le contestaba: «Sí, hay algo que me inquieta. Un pequeño hechoide de lo más desagradable. Me morí, ¿sabe?, y me fui a otro mundo. Y allí volví a morir. Dirá usted que estas cosas no pueden suceder, y por supuesto tiene toda la razón, y una parte de mi mente sabe que la tiene, pero la mayor parte de mi mente sabe que está usted equivocado. Realmente sucedió. Realmente me morí».
Si decía una cosa así, el señor Bissette telefonearía inmediatamente a Elmer Chambers, y Jake tenía la impresión de que el Sanatorio Sunnyvale sería como una cura de reposo después de oír todo lo que su padre tendría que decir sobre el tema de los niños que empezaban a tener ideas raras justo antes de los exámenes finales. Niños que hacían cosas que no podían comentarse a la hora de la comida o de los cócteles. Niños que no estaban a la altura.
Jake se obligó a sonreír.
—Estoy un poco preocupado por los exámenes, eso es todo.
El señor Bissette le guiñó un ojo.
—Lo harás muy bien.
La señora Franks empezó a agitar la campanilla que llamaba a la reunión. Cada uno de sus tañidos se clavaba en los oídos de Jake y parecía estallar en su cerebro como un pequeño cohete.
—Vamos —le urgió el señor Bissette—. Llegaremos tarde. No podemos llegar tarde el primer día de la semana de exámenes, ¿verdad?
Pasaron junto a la señora Franks y su estrepitosa campanilla. El señor Bissette se dirigió hacia la fila de asientos llamada el Coro de la Facultad. En la Piper School había muchos nombres tan encantadores como este. El auditorio era la Sala Común, la hora de la comida era la Pausa, los alumnos y alumnas de séptimo y octavo curso eran los (o las) Superiores y, naturalmente, las sillas plegables situadas junto al piano (que la señora Franks no tardaría en aporrear tan implacablemente como agitaba su campanilla de plata) eran el Coro de la Facultad. Todo parte de la tradición, suponía Jake. Si un padre sabía que su hijo a mediodía hacía una Pausa en la Sala Común en vez de limitarse a engullir un bocadillo de atún en la cafetería, podía estar tranquilo, con la seguridad de que en el apartado de educación todo andaba a pedir de boca.
Jake ocupó un asiento al fondo de la sala y dejó que los anuncios de la mañana resbalaran sobre él. El terror corría incesante en su cabeza, haciéndole sentir como una rata prisionera en una rueda sin fin. Y cuando intentaba mirar hacia el futuro, esperando divisar tiempos mejores y más luminosos, solo veía oscuridad.
La nave era su cordura, y estaba yéndose a pique.
El señor Harley, el director, se acercó al podio y les dirigió una breve alocución sobre la importancia de los exámenes finales y de cómo las calificaciones que obtuvieran constituirían otro paso adelante en el Gran Camino de la Vida. Les dijo que la escuela confiaba en ellos, que él personalmente confiaba en ellos, y que sus padres confiaban en ellos. No les dijo que todo el mundo libre confiaba en ellos, pero insinuó claramente que bien podría ser así. Concluyó anunciándoles que durante toda la semana de los exámenes finales quedarían suprimidos los toques de campanilla (la primera y la única noticia buena que Jake había recibido esa mañana).
La señora Franks, que ya había tomado asiento ante el piano, pulsó un acorde invocatorio. El cuerpo estudiantil, setenta chicos y cincuenta chicas, ataviados todos de una forma pulcra y sobria que revelaba el buen gusto y la estabilidad financiera de sus padres, se levantó como un solo hombre y empezó a cantar el himno de la escuela. Jake fue pronunciando las palabras mientras pensaba en el lugar en que había despertado después de morir. Al principio se había creído en el infierno… y cuando llegó el encapuchado de la túnica negra estuvo seguro de ello.
Luego, claro, había llegado el otro hombre. Un hombre al que Jake casi había llegado a querer.
«Pero me dejó caer. Me mató».
Notó que le brotaban gotitas de sudor pegajoso en la nuca y entre los omóplatos.
Saludamos los muros de Piper,
y elevamos con orgullo su pendón.
¡Salve a ti, nuestra alma máter!
¡Piper, cumplir o morir!
Dios mío, qué mierda de himno, pensó Jake, y de pronto se le ocurrió que a su padre le encantaría.
DOS
La primera clase era de Composición Inglesa, la única en que no había examen final. Su tarea había consistido en escribir en casa una Redacción Final. Tenía que ser un texto mecanografiado de una longitud de entre mil quinientas y cuatro mil palabras. El tema que les había señalado la señorita Avery era «Mi comprensión de la verdad». La Redacción Final representaría el veinticinco por ciento de la nota final del semestre.
Jake entró y ocupó su asiento en la tercera fila. Solo había once alumnos en total. Jake recordaba el Día de Orientación, en septiembre pasado, cuando el señor Harley les hizo saber que Piper tenía una Proporción De Profesores Por Alumno Superior A La De Cualquier Otra Escuela Privada De Calidad De La Costa Este. Para recalcar bien este punto, golpeó varias veces el atril situado al frente de la Sala Común. Jake no quedó excesivamente impresionado, pero transmitió la información a su padre. Supuso que a él sí le impresionaría, y no se equivocaba.
Abrió la cartera y extrajo cuidadosamente la carpeta azul que contenía su Redacción Final. La dejó sobre el pupitre con la intención de dedicarle una última mirada, pero su atención se fijó en la puerta que había en el lado izquierdo del aula. Sabía que conducía al guardarropa, y aquel día estaba cerrada porque en Nueva York la temperatura superaba los veinte grados y nadie llevaba un abrigo que hubiera que guardar. Dentro de aquel cuarto solo había un gran número de perchas de latón alineadas sobre la pared, y en el suelo una larga alfombrilla de goma para las botas. En el rincón del fondo se apilaban unas cuantas cajas de suministros escolares: tiza, cuadernos y cosas por el estilo.
Nada del otro mundo.
Aun así, Jake se levantó del asiento, dejando la carpeta sin abrir sobre el pupitre, y se dirigió hacia la puerta. Podía oír el murmullo apagado de sus compañeros y el rumor de hojas mientras repasaban sus redacciones en busca de un calificativo mal empleado o una frase confusa, pero estos sonidos se le antojaban remotos.
Era la puerta lo que atraía su atención.
Desde hacía cosa de unos diez días, a medida que las voces de su cabeza se volvían más y más imperiosas, Jake había empezado a sentirse cada vez más fascinado por las puertas, por toda clase de puertas. La última semana habría abierto unas quinientas veces la que comunicaba su dormitorio con el pasillo, y mil veces la que comunicaba el dormitorio con el cuarto de baño. Cada vez que lo hacía se le formaba en el pecho una tensa bola de esperanza y expectación, como si la respuesta a todos sus problemas se hallara tras una puerta u otra y él estuviera destinado a encontrarla finalmente. Pero cada vez que lo intentaba, solo encontraba el pasillo, o el cuarto de baño, o la acera, o lo que fuese.
El jueves anterior, al llegar a casa desde la escuela, se había arrojado sobre la cama y se había quedado dormido; al parecer, el sueño era el único refugio que le quedaba. Solo que al despertar, cuarenta y cinco minutos más tarde, se había encontrado de pie en la puerta del baño, mirando aturdido algo tan excitante como el retrete y el lavabo. Afortunadamente nadie lo había visto, de modo que pudo borrar las marcas casi por completo.
Ahora, al acercarse a la puerta del guardarropa, volvió a experimentar aquel deslumbrante estallido de esperanza, la certidumbre de que la puerta no se abriría a un cuartito penumbroso que solo contenía los persistentes olores del invierno —franela, goma y pieles mojadas— sino a algún otro mundo en el que podría sentirse otra vez entero. Una luz cálida y deslumbrante caería sobre el suelo del aula en un triángulo cada vez mayor, y vería pájaros volando en círculo por un cielo azul descolorido del color de
(sus ojos)
unos tejanos gastados. El viento del desierto le agitaría el cabello y le secaría el sudor nervioso de la frente.
Cruzaría aquella puerta y quedaría curado.
Jake hizo girar la manija y abrió la puerta. Dentro solo había oscuridad y una hilera de relucientes colgadores de latón. En el rincón, junto a los montones de cajas de cuadernos, yacía olvidado un guante de lana.
Se le vino el alma a los pies. De pronto sintió ganas de arrastrarse hacia el interior de ese cuarto oscuro, con sus amargos olores de invierno y polvo de tiza. Podía apartar el guante y sentarse en el rincón, bajo las perchas. Podía sentarse en la alfombrilla de goma donde se suponía que había que dejar las botas en invierno. Podía sentarse allí, meterse el pulgar en la boca, apretar las rodillas contra el pecho, cerrar los ojos y… y…