El cuarto volumen del relato sobre la Torre Oscura debería aparecer —suponiendo siempre que se mantengan la vida del Constante Escritor y el interés del Lector Constante— en un futuro no muy lejano. Resulta difícil ser más exacto; encontrar las puertas que conducen al mundo de Roland nunca me ha sido fácil, y por lo visto cada vez hay que pulir y afinar más para que cada llave sucesiva encaje en cada cerradura sucesiva. No obstante, si los lectores piden un cuarto volumen, lo tendrán, porque todavía soy capaz de encontrar el mundo de Roland cuando aplico el ingenio a ello, y todavía me tiene cautivado… más cautivado, en muchos aspectos, que cualquiera de los otros mundos por los que he vagado con la imaginación. Y este relato, como esos misteriosos motores slo-trans, parece ir adquiriendo su propio ritmo, cada vez más acelerado.
Soy plenamente consciente de que a algunos lectores de Las tierras baldías les disgustará que termine como termina, con tanto por resolver. A mí tampoco me complace excesivamente dejar a Roland y a sus compañeros bajo los no muy tiernos cuidados de Blaine el Mono, y aunque nadie está obligado a creerme, debo insistir en que la conclusión de este tercer volumen me sorprendió tanto como pueda sorprender a los lectores. Pero a los libros que se escriben solos (como lo ha hecho este, en su mayor parte) también hay que dejarlos que lleguen al fin solos, y únicamente puedo asegurarte, Lector, que Roland y su grupo han llegado a uno de los pasos fronterizos más cruciales de su historia, y debemos abandonarlos por algún tiempo en la aduana, respondiendo preguntas y rellenando impresos. Todo lo cual no es sino un modo metafórico de decir que había vuelto a acabarse la cosa por el momento, y mi corazón fue bastante sabio para impedirme intentar seguir adelante a pesar de todo.
El trazado del siguiente volumen aún es borroso, pero puedo asegurar que el asunto de Blaine el Mono quedará resuelto, que averiguaremos mucho más sobre la juventud de Roland y que volveremos a encontrarnos con el señor Tic Tac y ese intrigante personaje, Walter, llamado el Mago o el Extraño Sin Edad. Es con este terrible y enigmático personaje con el que Robert Browning da comienzo a su poema épico «Childe Roland a la Torre Oscura llegó», y de él escribe:
Mi primer pensamiento fue que mentía en cada palabra,
ese inválido canoso que miraba de soslayo
con ojo maligno para observar el efecto de su mentira
sobre la mía, y boca apenas capaz de conseguir
la supresión del regocijo, que le fruncía y delineaba
los bordes, por haber ganado así otra víctima.
Es este embustero maligno, este mago oscuro y poderoso, quien conserva la verdadera llave de Mundo Final y de la Torre Oscura… para quienes tengan la valentía de cogerla. Y para quienes queden.
Bangor, Maine
5 de marzo de 1991