Capítulo 38

El lunes Marta, tras dejar a su hija en el instituto, se marchó para la tienda. El mal cuerpo había vuelto a ella tras lo ocurrido en El Picotazo. Aunque había sacado algo bueno de ello. Su hija parecía haber aceptado su relación con Philip.

Estaba feliz por aquello, aunque le extrañó no haber recibido el domingo una llamada suya. Una vez puso la cadena en su moto, entró en la tienda. Adrian y Patricia la esperaban. Por sus caras no había pasado nada bueno.

—A ver… no me asustéis que no tengo yo hoy el cuerpo muy centrado. ¿Qué ha pasado? —preguntó al verles.

—Ay, Virgencita. ¿Estás bien? —preguntó Adrian cogiéndola del brazo.

—Pues sí, ¿por qué no iba a estar bien? —al ver el gesto contrariado de Patricia volvió a preguntar—. Pero, ¿qué pasa?

—Ven. Siéntate —dijo aquella.

—¿Le ha pasado algo a Vanesa? —preguntó notando que el estómago se le revolvía aún más.

—No, cielo. Ella estará divinamente —respondió Adrian—. Pero siéntate, temo que te de un tabardillo.

Dejándose llevar se sentó en una de las sillas de la trastienda. No entendía qué pasaba, pero la estaban asustando. Finalmente y sentada ante aquellos dos, Patricia le tendió una revista del corazón.

—¿Queréis que me ponga a leer una revista ahora?

—Ay, qué fatiguita, por Dios —susurró Adrian.

—No Marta. Solo mira la página dieciocho —pidió Patricia con gesto serio.

Cada vez más confundida cogió la publicación y tras resoplar busco la página que ellos indicaban. De pronto el corazón se le paró. Allí había una foto de Philip tan guapo como siempre acompañado de una morena. El titular decía: «El soltero de oro inglés de juerga en la noche madrileña». Sin dar crédito a lo que veía, leyó lo que ponía bajo la foto.

El empresario Philip Martínez, pasó la noche del sábado acompañado por la actriz de la serie Los sorprendidos. El pasado sábado 26 cenaron en el restaurante Horcher muy acaramelados y después estuvieron hasta altas horas de la madrugada en el Buda. ¿Romance a la vista?

Con el corazón acelerado Marta volvió a leer aquello. ¿Pero cómo era posible? Philip estaba en China. Finalmente sin saber qué decir cerró la revista y la tiró contra la pared. Después cogió la papelera y sin poder evitarlo vomitó.

—Respira, Marta… respira que te estás poniendo azul —dijo Patricia a su lado.

Con mil cosas en la cabeza no podía ni respirar. ¿Sábado? Pero si el veintiséis había sido hacía dos días. ¿Cómo iba a estar él en Madrid sin llamarla? Con el corazón en un puño se levantó y fue al baño. Una vez salió y ante la mirada de sus dos amigos susurró.

—Tiene que haber algún error. Él no es esa clase de hombre. Me hubiera llamado. Lo sé. Philip no es así.

—Eso mismo he pensado yo —asintió Adrian.

—Lo sé, cielo… pero aquí dice el sábado 26 y eso fue anteayer. ¡Será cabrón! —espetó Patricia indignada.

Ver a su amiga con aquella cara de desconcierto no le gustó. No se merecía aquello, y menos por parte de Philip. Rápidamente Marta sacó su móvil y marcó el teléfono de Philip pero este no se lo cogió. Furiosa, llamó a Lola. Necesitaba confirmar que él estaba en Madrid.

Para su desgracia Lola, sin saber lo que ocurría, se lo confirmó. Philip había cerrado sus negocios en China y había adelantado su regreso. Estaría en Madrid hasta el miércoles en su casa de la Moraleja. Lola le confirmó que aquella misma mañana Antonio, su marido, le había dicho que Philip tenía una reunión en la Torre Picasso. No muy lejos de donde estaban. Tras despedirse de ella con la mejor de sus sonrisas y sin decir nada, Marta cerró el móvil y se levantó.

—¿Dónde vas? —preguntó Patricia asiéndole del brazo.

—Voy a verle. Necesito que me explique esto —dijo cogiendo la revista.

Adrian y Patricia se miraron. Se iba a armar la marimorena.

—Ay, Virgencita de los desamparados. No vayas. Déjalo estar. Ya hablarás con él cuando estés más sosegada —pidió Adrian preocupado.

Pero Marta cogiendo el casco de su moto y un sobre dijo decidida:

—No. No quiero estar sosegada, ni calmada. Lo que quiero es que me explique qué ha pasado. De mí no se ríe nadie y menos él.

—Te acompaño —se ofreció Patricia al verla blanca como un fantasma.

—No. Quiero ir yo sola.

—Pero Marta creo que… —comenzó a decir Patricia pero su amiga la cortó.

—No. No creas nada. Espera a que vuelva y yo te lo explique —le indicó antes de salir por la puerta.

Dicho esto salió de la tienda como un vendaval, dejando a Adrian y Patricia preocupados y angustiados. Marta no se merecía aquello. No se merecía sufrir.

Durante el trayecto hasta la Torre Picasso, la cabeza de Marta bullía de preguntas. ¿Por qué? ¿Por qué no la había llamado? Pero por más que intentaba entenderlo, no lo comprendía.

Una vez llegó a la Torre, vio varios periodistas apostados en la puerta. Con disimulo entró y preguntó a la señorita de recepción por la reunión del señor Martínez. Traía un sobre para él y era necesario entregárselo en mano. Esta, tras mirarla de arriba abajo, llamó por teléfono y le indicó que la reunión ya había comenzado. Alguien recogería el sobre y se lo llevaría. Pero esta se negó. Ella misma se lo entregaría cuando saliera de la reunión. Con toda la paciencia del mundo se sentó en la recepción a esperar.

Una hora después con los nervios atacados, vio que el ascensor se abría. Ante ella apareció un impoluto y trajeado.

Philip junto a dos hombres y una mujer. Por su tosco gesto no se le veía precisamente feliz, es más, parecía discutir con aquellos ejecutivos. Él estaba tan sumergido en la conversación que no la vio acercarse, hasta que ella le tocó el brazo y él se volvió.

—Podemos hablar un momento —le pidió ante su cara de alucine.

Philip boquiabierto por verla allí con el casco en la mano, se disculpó de los otros y apartándose un poco de ellos preguntó con gesto contrariado:

—¿Qué haces aquí?

Intentando no perder la calma, Marta le miró y dijo:

—No, perdona. ¡¿Qué haces tú aquí?!

—Acabo de salir de una reunión. ¿Qué ocurre? —respondió incómodo al ver como los otros aún en la distancia estaban pendientes de su conversación.

—Tenemos que hablar, Philip —susurró bajando la voz.

Al escuchar aquello él la miró taciturno y cambiando el peso de pie dijo:

—¿Hablar? Yo no tengo nada que hablar contigo.

Incrédula y pasmada por aquella frialdad Marta le miró y gritó:

—¡¿Ah, no?!

—No y no levantes la voz —respondió ceñudo mirando alrededor.

Abriendo el sobre que llevaba en las manos, sacó la revista y plantándosela ante aquel le preguntó:

—¿Y esto tampoco me lo vas a explicar?

Philip miró la publicación y tras poner una sonrisa que sacó de sus casillas a Marta respondió con serenidad.

—Es Ana. Una buena y encantadora amiga.

—Oh… Ana ¡Qué bien! ¿Cuándo pensabas contarme lo de tu encantadora amiguita? —gruñó celosa perdida.

Philip, escudriñándola con la mirada, con gesto duro le aclaró:

—No tengo que explicarte absolutamente nada de mí vida, porque no te interesa —boquiabierta le miró. Él sin cambiar su gesto implacable continuó—. Creo que ya quedó todo lo suficientemente claro el sábado.

—¿El sábado? —susurró Marta.

—Sí, cuando te llamé y me dijiste que preferías ir con tus amigos de fiesta a estar conmigo. ¿Lo has olvidado?

Aquella respuesta dejó a Marta sin palabras. ¿Cómo sabía lo del cumpleaños del Pistones? Ella no había hablado con él. Pero rápidamente su mente cuadró piezas y pensó Vanesa. Su hija se la había jugado. Ahora lo entendía todo. Sus ganas por sacarla de casa y su fingida amabilidad.

—Escucha, Philip, esto tiene una explicación. Si me dejas que…

Con un humor pésimo la miró y con una actitud que destrozó el corazón de Marta dijo con voz áspera y contundente:

—No quiero tus explicaciones. Me sobran.

—Pero…

—He visto la clase de mujer que eres y no me gusta —Marta se encogió—. ¿Sabes, preciosa? Tenías razón en algo. Tú y yo no tenemos nada que ver. Estoy aburrido de tu agobiada vida y de los problemas de tu encantadora hija, que a pesar de no ser una niña pequeña es aún peor. Por los menos cuando tienes un bebé sabes que lloran, te quitan tiempo, desgastan tu paciencia y acaban con tu concentración. Pero tu hija es peor que todo eso, y no, no quiero responsabilidades y menos con una niña así. Vivo muy bien sin complicaciones, y continuar contigo solo me depararía problemas en un futuro —y mirándola con desprecio añadió—: Eso sin contar que tarde o temprano me acusarías ante la prensa de ser el padre de algún hijo fingido para sacar un sobresueldo. No, preciosa, no. Definitivamente esto se acabó aquí y ahora, ¿entendido?

Todo aquello la pilló tan de sorpresa que Marta no supo ni qué decir. Se limitó a escucharle y asumir las burradas que decía mientras hacía unos terribles esfuerzos por no llorar mientras sentía que las piernas se le doblaban. Él estaba enfadado. Muy enfadado. Nadie le había hecho un desplante así en su vida. Verla ante él le dolía y le partía el corazón porque la amaba. Pero la olvidaría. Finalmente su fachada de pura frialdad le permitió reaccionar con cabeza. Por ello tras soltar una sonrisa tan fría como un témpano de hielo la miró con desagrado.

—Mira, Marta, tengo prisa. Me esperan. Si quieres algo llama a mi secretaria. Ella intentará hacerte un hueco en mi agenda.

Aquella contestación le cayó como un jarrón de agua fría. Sabía lo que quería decir aquello de llamar a su secretaria. Dicho aquello se dio la vuelta y acercándose a los dos hombres y a la mujer que le esperaban, sin volver a mirarla se marchó. La dejó allí en el hall de la Torre Picasso confundida y terriblemente humillada.

Como pudo llegó hasta su moto. ¿Cómo su hija podía haberle hecho aquello? Tras quitarse las lágrimas de los ojos, se puso el casco, arrancó la moto y como una kamikaze condujo hasta la tienda. Una vez allí y al ver a sus amigos se echó en sus brazos y segundos después se desmayó.

Dos horas después Marta estaba en urgencias del hospital Madrid, en una camilla y con suero pinchado. Al abrir los ojos miró el techo y pensó «¿Qué hago aquí?». De pronto un hombre de mediana edad con bata blanca, se acercó a ella y con una sonrisa dijo:

—Señorita Rodríguez, ¿está mejor?

Marta asintió. Pero su gesto de desconcierto era tal que el doctor abriendo una carpetilla que llevaba en la mano se sentó a su lado en un taburete y dijo:

—No se preocupe está usted bien.

—Pero… pero qué me ha pasado.

—Según me han comentado los jóvenes que están fuera esperándola, ha sufrido un desmayo.

De pronto lo recordó todo. Su hija. Philip. El artículo de la revista y el gesto de él indicándole que no le molestara.

—Por suerte, no le pilló en la moto —dijo el médico—. Sus amigos, muy preocupados me han contado que usted acababa de aparcar su moto cuando perdió el conocimiento.

—Sí —asintió Marta.

—También me han dicho que lleva usted pachucha una temporada, vómitos y cansancio, ¿es así? —ella asintió—. Le hemos hecho una analítica.

Incorporándose de la cama Marta asintió y dijo: —Mi vida últimamente ha estado plagada de problemas y nervios, y creo que todo eso ha propiciado mi malestar. El médico al escucharla sonrió y tras un suspiro dijo: —Es algo más que eso, señorita Rodríguez. Está usted embarazada.

Como si hubiera oído caer una bomba Marta se hundió en la cama y susurró:

—¿Cómo ha dicho?

—La analítica nos indica que está usted algo anémica y embarazada, ¿no lo sabía?

«Ay, Dios… Ay, que me va a dar un jamacuco. No… no… no… no puedo estar embarazada. Otra vez no» pensó al notar que el corazón le latía a mil por hora.

El médico, al notar la respiración agitada de ella, le lomo de la mano.

—Relájese. En su estado no le conviene alterarse.

Ella asintió y tras retirarse el pelo de la cara pensó ¡embarazada! ¡Estoy embarazada!

—Debe pedir cita con su médico para que le haga las pruebas oportunas. Aquí le dejo el informe y cuando se encuentre mejor puede irse a casa, ¿de acuerdo?

Marta, como si en una burbuja estuviera, asintió. Ahora comprendía su sueño y todos sus males. Había estado tan sumergida en Vanesa, Philip, el trabajo y la boda de Lola que se había olvidado de ella misma. Medio mareada por lo ocurrido, miró al médico y preguntó:

—¿Sabe alguien más lo de mi embarazo?

—No. Nadie más. Esto es información confidencial que únicamente damos al interesado.

—Gracias, doctor.

El médico sonrió y se marchó. Durante unos minutos Marta permaneció quieta mirando de nuevo el techo. ¿Qué hacer? ¿Cómo volver a tener otro bebé y comenzar de nuevo sola? Pensó en Philip, pero rápidamente decidió no contarle nada. Él la había echado de su lado sin escucharla. Incluso dijo que ella le acusaría de tener un hijo suyo. No debía de enterarse. No. No se lo diría nunca.

Segundos después vio entrar a Patricia y Adrian. Ambos corrieron a su cama.

—Virgen de los desamparados… por favor dime que estás bien —gritó Adrian con gesto angustiado.

—Sí, tranquilo, sí. Estoy perfecta.

—¿Qué te ha dicho el médico? —preguntó Patricia cogiendo los papeles que aquel había dejado encima de la cama. Marta se los quitó rápidamente.

—Ha dicho que estoy anémica. Por eso me he desmayado. Me ha mandado tomar grandes cantidades de hierro y que visite a mi médico en breve. Por cierto —dijo levantando los papeles— me ha dado el alta. Por lo tanto ya nos podemos ir.

—Ay, qué susto nena… qué susto nos has dado, jodia —murmuró Adrian besándola—. Cuando te he visto caer al suelo como una plumilla he creído morir.

—No te preocupes, tonto. Ya estoy bien —sonrió con tristeza mientras se percataba como Patricia la miraba—. Venga, no os quedéis parados. Ayudadme a vestirme para poder salir de aquí.

Una hora después Marta descansaba en su cama, en la oscuridad de su habitación, mientras con el puño en la boca lloraba desesperada por el vuelco que iba a dar su vida. Su historia con Philip había acabado con rechazo y terribles reproches.

Se abrió la puerta de su cuarto y rápidamente se secó las lágrimas. Odiaba llorar delante de nadie. No le gustaba la compasión. Era su hija, quien preocupada por lo que le había pasado a su madre, la vigilaba de cerca. Cuando Vanesa se agachó para besarla en la mejilla, Marta quiso gritarle que sabía la verdad. Que ella había propinado su ruptura con Philip, pero inexplicablemente calló. No quería hablar de ello. Solo se dejó abrazar y mimar por aquella que acababa de destrozarle una bonita parte de su vida.

—Mamá, ¿te encuentras mejor?

Después de un suspiro asintió, Vanesa se tumbó junto a ella y Marta habló.

—Cielo, ¿me puedes hacer un favor?

—Claro, mamá.

Tomando aire y tragándose las emociones dijo en la oscuridad de la habitación.

—Si llama Philip, sea cuando sea, no quiero hablar con él. Dile que no estoy.

La carne se le puso de gallina a la muchacha al escuchar aquello. Se sentía culpable por aquello pero no sabía realmente qué era lo que su madre y aquel habían hablado. Quiso decirle la verdad, pero no pudo e inexplicablemente le preguntó:

—Mamá, ¿no quieres ver a Philip?

—No.

—¿Por qué?

Incapaz de mirar a su hija susurró.

—Ha pasado algo y me he dado cuenta que él no es la persona que yo necesito. Prefiero estar sola. Quiero seguir sola. No quiero nada con él. Ese guiri —dijo en tono despectivo— se ha reído de mí. Tú ganas. Tenías razón. Ese hombre no me conviene.

Vanesa miró a su madre mientras se retorcía las manos. Quería preguntar qué había ocurrido para que ella pensara así, y con tacto susurró.

—Mami… escucha. Quizás te estás precipitando y yo no tuviera razón. Creo que si llama deberías de hablar con él y…

Marta dio un salto en la cama con una agresividad hasta el momento desconocida para su hija.

—He dicho, Vanesa, que no quiero saber nada de él. Tanto te cuesta hacerme el favor que te he pedido. Solo tienes que decir que no estoy. Que me he ido de fiesta o lo que quieras. ¿Podrás hacerlo?

—Sí, mamá, claro que sí. Pero es… es solo que…

Marta clavó la mirada en su hija, ¿le iría a contar lo ocurrido? ¿Le iría a contar que la había traicionado? Con gesto tosco preguntó:

—¿Es solo qué?

La muchacha asustada se levantó de la cama y avergonzada por su cobardía, le dio un beso a su madre en la mejilla y antes de salir de la habitación dijo:

—No te preocupes mamá. Si el guiri llama, le diré que no estás.

Aquella noche en Madrid Philip tuvo una cena de negocios con unos clientes. Lo último que le apetecía era estar allí, pero debía hacerlo a favor de su negocio. Durante la cena se sorprendió a sí mismo pensando continuamente en Marta. Su enfado se había apaciguado y solo podía recordar su mirada. Una mirada consternada y en cierto modo febril.

Aún recordaba como aquel cuerpo armonioso estaba en tensión mientras él le reprochaba cosas horribles. Ahora que habían pasado unas horas tras su encontronazo con ella, su mente repasó una y otra vez lo ocurrido. Marta estaba preciosa con aquella camiseta negra de tirantes y sus incondicionales vaqueros. De pronto se sintió mal por no haber querido escucharla. Debería haberla escuchado. Pero al verla allí, ante él, tan bella y retadora, la sangre se le había espesado y solo quiso ser cruel. Una crueldad que segundo a segundo se estaba volviendo contra él.

Finalizada la cena, cogió su BMW y regresó a su casa de la Moraleja. Una vez llegó se duchó, y sobre la una de la madrugada se sentó a revisar unos papeles. Diez minutos después lo tuvo que dejar. Estaba tan confundido por todo, que no se podía concentrar en nada. Sobre las tres de la mañana y con el móvil en la mano dudó si llamarla o no. Pero tras haber marcado su número se quedó mirando la pantalla y maldijo al darse cuenta que no eran horas de molestar a nadie. Ni siquiera a Marta. Sin más se fue a la cama donde tras muchas vueltas finalmente se durmió.

A las siete de la mañana el teléfono le despertó. Era Marc.

Había un problema con un cargamento en Suiza y Philip, de inmediato, se puso a tratar de solventarlo. Sobre las once y tras una alocada mañana de teléfono y problemas estaba en el aeropuerto. Debía salir para Suiza. Desesperado por hablar con Marta la llamó a su móvil. Estaba apagado. Sin perder tiempo llamó a la tienda. Lo cogió Adrian que tras reconocerle, muy seco, le dijo que Marta no estaba. No le dio más explicación y colgó.

Sin perder un segundo volvió a marcar de nuevo el móvil de Marta. Pero el resultado fue el mismo. Desconcertado por no poder localizarla la llamó a su casa. Allí nadie lo cogió y saltó el contestador. Decidió dejar un mensaje.

Marta, soy Philip. Salgo para Suiza en este momento por motivos de trabajo. Me hubiera gustado hablar contigo antes de marchar pero no te localizo por ningún lado. Por favor… olvida todo lo que te dije ayer. Estaba furioso por otros temas y lo pagué contigo. Cuando regrese te llamaré y hablaremos. Hasta pronto. Te quiero.

Dicho esto colgó sin saber que Marta sentada en su sofá de su casa lo había escuchado con lágrimas en los ojos. El viernes Philip volvió a llamar desde Suiza. Esta vez Vanesa lo cogió y con todo el dolor del mundo y con su madre delante, le dijo que ella no quería verle y que se había ido de fin de semana con su ex. Eso destrozó a Philip.