Capítulo 34

Las urgencias del hospital Montepríncipe estaban abarrotadas, pero Philip, tras un par de llamadas, consiguió lo imposible. Fueron atendidos por un doctor al que conocía. Nerviosa y a punto del infarto Marta andaba de un lado para otro en la pequeña sala. Su niña, su pequeña, tenía una fiebre horrorosa y no sabía por qué. Philip, sin abrir la boca y sentado en una de las sillas, la observaba. Deseaba abrazarla, pero sabía que ella estaba tan nerviosa que era capaz de cualquier cosa menos de agradecerlo. Media hora después, la puerta de la consulta se abrió y el doctor amigo de Philip les ordenó pasar. Philip no se levantó y Marta, volviéndose hacia él, con la mano le indicó que le siguiera.

—¿Dónde está mi hija? —preguntó Marta al ver que Vanesa no estaba.

El médico sentándose ante su mesa fue a responder, pero en ese momento una pequeña puerta lateral se abrió y ante ellos apareció Vanesa. Parecía enfadada. Y mirando a Philip y luego a su madre preguntó:

—¿El guiri tiene que estar aquí?

—¡Vanesa! —regañó Marta.

Philip se levantó para marcharse, pero Marta sujetándolo le obligó a sentarse de nuevo. Luego miró a su hija y contestó disgustada:

—Sí, Vanesa. Él me ha traído al hospital. Ha conseguido que te atiendan antes que a otros pacientes y yo quiero que esté aquí. ¿Algún borderío más que preguntar?

La niña, tras mirar a su madre y ponerse colorada, bajó la vista al suelo y no dijo nada más. Entonces el doctor, tras cruzar una mirada con Philip que se encogió de hombros, comenzó a hablar.

—Tras hacer unos análisis de orina y exploración, he llegado a la conclusión de que Vanesa tiene una infección de orina, además de una inflamación en sus genitales.

—Creo que mejor os espero fuera —susurró Philip al ver el gesto de la niña.

—No… por favor. Quédate. Si ella es mayor para lo que quiere, también es mayor para que tú te quedes aquí —le pidió Marta y este no se levantó. El médico continuó.

—Todo lo que anteriormente he dicho es debido a la perforación que su hija se hizo en sus labios vaginales para colocarse unos piercing.

«¿Pero qué está diciendo este hombre?» pensó incrédula Marta al escucharle. Pero al mirar a su hija y ver que esta no la miraba gritó.

—¡Maldita sea, Vanesa! ¿Qué te has puesto un piercing dónde?

La niña no respondió y esta volvió a gritar fuera de sí.

—La madre que te parió. ¿Cómo has podido hacer eso?

Honey, tranquila. Es una niña, no lo olvides —susurró al verla tan histérica.

—¡Tú te callas! —gritó la cría mirándole.

Philip al escucharla la miró. Desaprobaba continuamente las cosas que hacía. Pero aun así intentaba entenderla y disculparla por su juventud. Pero cada día era más difícil.

Su amigo el doctor le miró incómodo y Philip le entendió. Escuchar a Marta blasfemar como un camionero y a la niña gritar como una loca no era lo más agradable.

—Cómo voy a estar tranquila con la cabeza de chorlito de esta niña —continuó Marta—. Últimamente vivir con ella es como vivir sentada sobre un volcán en erupción. Problemas… y más problemas. Pero bueno, Vanesa, ¿intentas matarme a disgustos o qué?

La muchacha se encaró a su madre y gritó.

—Lo hice porque ya estoy harta de pedirte permiso para todo. Estoy aburrida de que a todo lo que te pido me digas que no. Pero bueno, ¿tú quién te crees que eres para rayarme continuamente?

—¿Rayarte yo a ti? —voceó Marta—. Soy tu madre Vanesa. Y tú eres una menor.

—Mira mamá ya soy mayor como para decidir algo así, y no te enfades ni montes el numerito que estás montando porque no creo que sea para tanto.

Incrédula por aquella contestación Marta clavó la mirada en su hija y gritó:

—¡¿Cómo me puedes decir que no me enfade?! —con ganas de coger a su hija y darle unos buenos cachetes dijo—: Estás castigada el resto del año, jovencita. Me da igual si te rayas, te haces círculos o te planchas. Olvídate de salir, de llamar, de quedar con tus amigos porque no saldrás de casa hasta que yo te lo permita, ¿me has entendido?

—No puedes hacerme eso, mamá —gritó Vanesa levantándose.

Pero Marta estaba muy furiosa con su hija. Nunca se había comportado así y eso la sacó de sus casillas, y mirando al doctor preguntó:

—Los piercing ¿siguen colocados?

—Solo el del labio inferior. El otro se los hemos tenido que quitar.

—¿Pueden quitarle el otro? —preguntó Marta horrorizada. Al escucharlo Vanesa gritó como una loca ante el horror de Philip y el médico.

—¡Ni lo sueñes, mamá! Yo no me lo quito.

—¡Te lo quitarás! —sentenció Marta.

Philip al observar la escena, finalmente optó por tomar cartas en el asunto, e interponiéndose entre ellas voceó:

—Vanesa, siéntate —luego miró a Marta y dijo—: Relájate. Dejemos que el doctor nos diga qué hay que hacer, y cuando lleguemos a casa lo habláis con tranquilidad.

—¿A ti quién te ha dado vela en este entierro? —espetó la niña mirándole.

Philip volviéndose hacia ella, la miró y para su desconcierto dijo:

—Nadie Vanesa. Solo intento tranquilizar a tu madre por tu bien. Si lo quieres ver así, ¡perfecto! Y si no lo quieres ver de esa forma, ¡perfecto también!

Al escucharle no pudo replicar. Tenía razón.

—Por favor, acompáñeme —dijo el médico a Marta—. Venga conmigo y le daré unos medicamentos para limpiar la zona afectada de su hija.

Sin más, Marta se levantó y siguió al doctor, dejando a solas a Philip y Vanesa. Durante unos segundos ambos permanecieron callados hasta que él la miró y dijo:

—Creo que tu madre no se merece esto.

—No me rayes, guiri —respondió con desprecio. Lo último que necesitaba era que aquel, al que tenía manía, le diera la charla.

Al escucharla, Philip clavó su enigmática mirada en ella.

—¿Tú eres siempre así de desagradable o solo cuando yo estoy delante? —preguntó. Vanesa sonrió con amargura.

—Solo cuando tú estás delante ¿te parece buena respuesta? —le espetó.

—Magnífica —se mofó él, pero sin quitarle ojo prosiguió—. ¿Se puede saber por qué me tienes tanta manía? ¿Por qué intentas molestarme en todo?

—Para que te quede claro. ¡No me gustas nada! Odio como llamas a mi madre honey —le imitó—, me repatea tu gesto de listillo y solo espero que mi madre se dé cuenta pronto que tú no pintas nada en nuestras vidas. Que un tipo como tú no es lo que nosotras necesitamos y…

—¿Alguna vez piensas en lo que necesita tu madre, o debo pensar que eres tan rematadamente egoísta que piensas primero en ti, luego en ti y finalmente de nuevo en ti?

—Repito. No me gustas y haré todo lo que esté en mi mano para que desaparezcas de nuestras vidas, ¡¿me has entendido, guiri?! —contestó Vanesa sin inmutarse.

—Tu madre es una persona excepcional que se preocupa mucho por ti. Ella se merece ser feliz y hasta que tú no la respetes, nunca lo será —dijo Philip, dolido por aquello y por el rechazo que sentía por parte de ella.

—Mira ricachón, ¡olvídame si no te importa! Y de paso, olvida a mi madre —contestó la niña molesta.

—Sí me importa —asintió cogiéndole de la barbilla—. Creo que tu madre es una luchadora que lleva toda la vida soportando un enorme peso y tú con estos problemas solo haces cargarla aún más. Ella necesita un poco de ayuda y creo que con tu edad, con la edad que tienes, se la podías ofrecer, ¿no crees?

Con mal gesto Vanesa retiró la cara y no contestó. Sabía que tenía razón, pero nunca daría su brazo a torcer, y menos porque ese guiri se lo dijera.

Veinte minutos después los tres volvían a casa en el coche de Philip. Ninguno habló. Al llegar a casa, Vanesa se fue directamente a su cuarto y Marta no se lo impidió.

—Me voy a casa —dijo Philip—. Tu hija y tú tenéis que hablar y creo que es mejor que yo no esté delante.

Con una tristeza en los ojos que le desarmó Marta le dio un abrazo que él aceptó gustoso.

—Gracias Philip. No sé como agradecerte lo que has hecho por nosotras.

Sorprendido por aquello él sonrió y para arrancarle una sonrisa le murmuró al oído.

—Yo sí sé muchas maneras de pedirte que me lo agradezcas. ¡Tengo dos vales! Pero tranquila, no los usaré hoy.

Marta por fin sonrió, y él se sintió feliz.

—Mañana te llamaré. Y si estáis bien vendré a visitarte.

—¿Me lo prometes? —susurró Marta.

—Por supuesto.

Incapaz de resistirse a ella, Philip le levantó con su mano el mentón y la besó en los labios. Fue un beso pequeño, corto, pero cargado de pasión. Una pasión que él se negaba a abandonar.

—Escúchame, honey. Ahora debes intentar relajarte. Si te digo esto es porque con Diana, la hija de mi hermana Karen, ya hemos pasado por algo parecido. Es la edad. No le tengas en cuenta nada de lo que te diga e intenta hablar con ella.

—Gracias por el consejo —suspiró acompañándole hasta la puerta.

Quería que se quedara. Necesitaba que se quedara. En ese momento se abrió la puerta del cuarto de Vanesa y apareció ante ellos.

—¿Todavía está el guiri aquí? —gritó con desprecio.

—¡Vanesa! —regañó Marta incrédula de que su hija se comportara así.

Philip al sentir la rabia de la muchacha, caminó hacia la puerta y susurró.

—Hasta mañana, Marta.

Y sin más se marchó, dejando a Marta sumida en un mar de tristeza, y a una ceñuda adolescente que miraba a su madre llena de aprensión.