El viernes por la mañana y tras dejar todo solucionado en Madrid, Marta, su hija Vanesa, Patricia y Adrian volaron hasta Londres. Cuando llegaron al aeropuerto de Heathrow, los nervios le atenazaron, ¿iría el trajeado a buscarla? Pero no. Él no apareció. En su lugar llegaron Lola y Antonio con un gran todoterreno y les llevaron a su residencia.
Al entrar todos parecían cohibidos. Aquel sitio era tan majestuoso e impresionante que ni Adrian, que no callaba ni bajo el agua, abrió la boca. Filipa les indicó sus habitaciones y estos, encantados, las ocuparon. A la hora de comer llegó Karen con sus hijos Diana y Nicolás. Diana era una muchacha de la edad de Vanesa y estas rápidamente se hicieron amigas. Llevaban el mismo rollo. Nicolás, alias Nico, de ocho años y con cara de pillo, no paró un solo momento de correr alrededor de ellos.
Marta sonreía ante la felicidad de Lola, pero un extraño gusanillo le recorría las entrañas. Estaba ansiosa por ver a Philip. Pero este parecía no sentir lo mismo. Incluso llamó para decir que no asistiría a la comida. Directamente acudiría a la cena y posterior fiesta. Eso la decepcionó bastante.
Por la tarde Karen hizo de perfecta anfitriona con Patricia, Marta y Adrian. Y tras este último decir que le encantaría conocer Harrod’s, les llevó hasta allí. Mientras tanto, Diana, Vanesa y Nico se quedaron jugando con la Wii.
—Uis nenas ¿habéis visto ese traje de Gucci? Es fastuoso —gritó Adrian enloquecido—. Me lo tengo que probar. No me voy de aquí sin él, cueste lo que cueste.
—Espérate unos días, no comiences a gastar ya —rió Marta.
—Imposible. He venido decidido a desplumar la Visa, dispuesto a comprarme todos los caprichitos que me apetezcan. Y ese —señaló el traje—. Es uno de ellos.
—Venga. Te acompaño —se ofreció Patricia mientras Karen y Marta sonreían.
Una vez quedaron solas en la terraza del café, Karen miró a Marta y susurró.
—¿Siempre es así de impulsivo? —Siempre —asintió divertida.
—Todavía me sorprende ver lo mayor que es tu hija.
Marta sonrió al escucharla. Aquello era lo normal.
—Te entiendo. Es algo que deja a todo el mundo descolocado cuando lo saben.
—Pero Marta, ¿cuántos años tienes? —pregunto con curiosidad Karen.
—Treinta y dos. Y antes de que eches cuentas, te diré que tuve a mi hija con quince años, y aunque es una locura lo que te voy a decir, volvería a pasar por todo lo que pasé para que Vanesa hoy por hoy estuviera aquí. Quizá lo entiendas, quizá no, pero Vanesa es lo mejor que tengo en la vida.
—Por supuesto que te entiendo —sonrió Karen—. Pero pareces tan joven y tu hija es tan mayor que choca pensar que tú puedas ser la madre de esa niña.
—Y tú, ¿tienes más hijos?
—No. Con dos ya tengo más que de sobra —respondió Karen con una sonrisa.
—Debo presuponer que estás casada, ¿verdad?
—Para ser exacta te diré que me estoy divorciando. Tras quince años de matrimonio y dos hijos en común, Alfred, mi ex, sigue como siempre. Corriendo tras las jovencitas. Como imaginarás, y ante semejante situación, los niños y yo le sobramos.
—¡Será capullo! —exclamó Marta al escucharla. Al ver el gesto de Karen al decir aquello, Marta se disculpó enseguida.
—¡Ay Dios! Lo siento. Soy una bocazas. De verdad, discúlpame.
Karen de pronto con una sonrisa que le recordó a la de su hermano, tras clavar sus impresionantes ojos azules en ella murmuró:
—Alfred es un capullo integral. No te disculpes. Siempre lo he sabido. Lo que pasa es que he sido una tonta enamorada de él. Me ha manejado como ha querido hasta que de pronto yo espabilé. Eso a él no le gustó.
—Si no es mucha indiscreción, ¿a qué te refieres?
—Comencé a jugar al mismo juego que él. Y claro, cuando se enteró el señorito, no le gustó. Por cierto, ¿cuánto tiempo os quedaréis en Londres? —preguntó Karen con una picara sonrisa.
—Una semana. Lola quiere tenernos cerca y nosotros estamos encantados de estar aquí.
—¡Genial! De momento, mañana sábado por la noche os llevo de fiesta. Conozco unos locales en Londres maravillosos.
—¡Bien! Será divertido —sonrió Marta.
—¿Y tú? —preguntó Karen—. ¿Estás casada o tienes pareja?
—No.
—¿Divorciada? ¿Separada?
—No.
—¿No me digas que eres viuda? —susurró Karen con seriedad.
—Soy como el título de una antigua película de la actriz Lina Morgan ¡Soltera y madre en la vida! —respondió, haciendo reír a Karen—. El padre de mi hija y yo nunca nos casamos. Cuando supo de la existencia de mi embarazo huyó de mí como de la peste.
—¡Hombres! —susurró Karen.
—Tú lo has dicho… ¡hombres!
En ese momento sonó el teléfono de Karen. Lo descolgó con rapidez y Marta se encogió al escucharla:
—Hola, Phil, ¿dónde estás? —una vez le escuchó propuso—. Oye, ¿por qué no has acudido a la comida de papá y Lola?
Tras unos segundos de silencio esta sonrió y dijo:
—Vale… vale… lo entiendo, señor rompecorazones —tras una risita respondió—. ¿Yo? Pues estoy cerca de Harrod’s con Marta. Una de las invitadas de Lola. ¿La recuerdas? Sí… sí… la que trabaja con Lola ¿Por qué no te acercas y la saludas? Podrías tomarte algo con nosotras antes de la cena de papá.
«Ay Dios… que me va a dar un patatús. Que no venga… bueno sí. No, no. Que no» pensó Marta al escucharla.
—De acuerdo, Phil. Esta noche te veré en casa de papá. Sé puntual. Un beso.
Una vez colgó el teléfono Karen dio un trago a su zumo de naranja, mientras Marta creía morir mientras esperaba a que hablara.
—Era mi hermano Phil —Marta asintió con una sonrisa. Pero al ver que callaba y no decía nada más preguntó:
—¿Va a venir a tomar algo con nosotras?
—No. Por lo visto ayer llegó Elizabeta, una amiga suya de Estocolmo, y está muy ocupado con ella —ambas sonrieron por el significado de aquello—. Con seguridad la traerá a la cena. Ya verás lo mona que es. Es una mujer impresionante. Más que la Banderburguer y ya es decir. La verdad es que mi hermanito siempre está rodeado de mujeres monumentales. Es un imán para ellas. En cuanto saben que es conde y rico, todas se vuelven locas por estar con él.
«Menos mal que no es mi tipo ¿o sí? No… no ¡ni de coña! El trajeado no me va nada de nada» pensó Marta, mientras intentaba no sentirse molesta por saber que él sabía que ella estaba allí y no había hecho nada por ir a verla. ¡Maldita rana!
«Muy bien. Esto me pasa por idiota. Como siempre marco unas pautas y luego no las cumplo. Pero ¿por qué soy así? ¿Por qué él cumple nuestro trato y yo no?» pensó mientras veía a Adrian y Patricia salir de la tienda con una enorme bolsa en la mano.
Una vez aclaró su voz, dijo para disimular su enfado:
—Vaya, se lo ha comprado. Mírale qué contento viene.
Media hora después los cuatro reían mientras visitaban más tiendas. Aunque para Marta las risas ya no eran tan divertidas.
Aquella noche la preciosa casa londinense de Antonio Martínez y Lola se llenó de gente. En el exterior, la prensa fotografiaba a todos los que entraban. Vanesa, junto con Diana, la hija de Karen, lo pasaba en grande con sus amigos. Nico era demasiado pequeño y se lo habían llevado a dormir. Marta, preciosa con su elegante vestido de gasa en color rojo, bebía de su copa mientras miraba a su hija y sonreía. Le encantaba verla feliz. Pero incapaz de mantener la vista quieta, miraba a su alrededor en busca del hombre que deseaba ver, Philip.
—Te conozco. Estás mirando a ver si llega tu rana, ¿verdad? —le susurró Patricia cerca del oído.
—Pues no. Miro a ese tipo de allí. Creo que es terriblemente atractivo —señaló Marta a un hombre joven de unos treinta y pocos años, vestido con un bonito traje oscuro.
—¡Y un pimiento! —ladró Patricia—. A mí no me engañas. Esa arruguita que hay encima de tu nariz me dice que estás preocupada por algo. Lo sé. Y sé que esa preocupación es la rana trajeada.
—Oh, Dios, Patri ¡no le llames así! Es un conde —se quejó al escucharla.
—Lo ves. Hasta te molesta que le llame así —protestó su amiga—. Maldita sea, Marta ¡lo tuyo no tiene nombre! ¿Cuándo te vas a dar cuenta que tú debes ser la dueña de tu vida y dejar de pensar que los príncipes azules existen? Además, tú lo has dicho, ¡es un conde! ¿Crees que un tipo como él se va a fijar en una chica de barrio como tú?
Aburrida fue a contestar pero Adrian llegó hasta ellas acompañado por otro hombre.
—Nenas, os presento a Timoti. Es fotógrafo del National Geographic y amigo de Antonio. El futuro marido de nuestra Lola —dijo muy animado.
Eso las hizo sonreír. El gesto de Adrian denotaba que aquel fotógrafo le gustaba. Tras hablar un rato con aquel, que milagrosamente chapurreaba español, se marchó a saludar a un conocido, momento en el que los tres amigos se acercaron a cotillear.
—Vaya, cómo está tu Timoteo —se guaseó Marta.
—¿Pero habéis visto que sonrisa tiene?… Ay la caló… sus dientes son como auténticas perlas y sus brazos ¿habéis visto que brazos de Sansón? —gritó emocionado.
—Sí, la verdad es que es una auténtica monada. Lo reconozco. El único fallo para mí es que sea calvo y gay —señaló Patricia.
Al escuchar aquello Adrian la miró.
—Perdona, bonita, pero el fallo lo tienes tú en el potorro. Además, no decías que te habías enamorado del antidisturbios calvo —Patricia suspiró—. A ver si te crees que mi calvo es menos que el tuyo. Hasta ahí podíamos llegar, reina —le dijo, clavándole el dedo índice en el pecho.
—Ay, por Dios. No me recuerdes al poli macizo calvo que soy capaz de tener un orgasmo aquí en medio.
—¡Patricia! —regañó, muerta de risa Marta.
—Os juro que no sé qué me pasa últimamente. Pero desde que le vi solo puedo pensar en él y en su manera tan ardiente de llamarme culona.
Marta y Adrian se miraron incrédulos. Era un caso.
—Lo tuyo es de juzgado de guardia, Patri —susurró Adrian—. Si tanto te pone búscale y date una alegría al cuerpo. No creo que un machoman como ese vaya a decir que no, aunque seas culona.
—Adrian ¡no le des ideas! —rió Marta.
—Tranquilos, muchachos. Ese calvo va a ser mío en cuanto llegue a Madrid. Eso os lo aseguro.
—Virgencita… la que le espera al hombre —rió Adrian—. Por cierto, nenas. Si Timoti me invita a pasar la noche con él, voy a aceptar.
—Ya sabes, cielo. Póntelo, pónselo —susurró Marta.
—Llevo una caja sin estrenar ¿con doce tendré bastante? —sonrió Adrian.
Patricia se apresuró a contestar arrancándoles una sonora carcajada.
—En la habitación tengo yo otra. Luego te la doy por si acaso te faltan. Porque no sé por qué me da a mí que me van a sobrar todos. No veo mucho buenorro por aquí.
—Bueno… bueno, nenas no tiréis la toalla. Aquí hay material y de primera —se mofó Adrian mirando a su alrededor.
—En cuanto regresemos a Madrid, recuérdame que te lleve al oculista —dijo Marta divertida.
—Mmmm… el Timoteo me pone —susurró Adrian bebiendo de su copa—. ¿Habéis visto qué espaldas tiene? Por Dios, desnudo debe ser como Arnold Schwarzenegger. ¡Qué morbo!
Ambas rieron y miraron al fotógrafo que verdaderamente estaba cuadrado. Y bien. Muy… muy bien.
—¿Estás seguro de que es gay? —preguntó Marta divertida.
—Uis nena. Qué cosas preguntas con el radar tan estupendo que yo tengo —volvieron a reír—. Solo hay que ver como mira al tipo que está frente a él y, sobre todo como mueve la copa de vino en su mano. Mmmmm… malito me estoy poniendo y no precisamente de gripe.
Marta y Patricia volvieron a clavar su mirada en aquel y no vieron nada que les hiciera suponer que fuera gay. Pero si algo tenían claro era que Adrian nunca se equivocaba.
—Pues ea… ¡a por la noche fliplante! —le animó Patricia.
Adrian volviéndose hacia ella y tras darle un manotazo en el trasero murmuró.
—No, cariño. No soy tan facilón. Primero tiene que volver aquí. Segundo conseguir que yo le vuelva a mirar y tercero… Uy… ¡Me acaba de mirar! —casi gritó bebiendo de su copa mientras retiraba la mirada.
Con disimulo aquellas volvieron a mirar y efectivamente, el Schwarzenegger había cambiado de posición y les miraba. Pero no a ellas, sino a Adrian.
—Felicidades —se mofó Marta—. Tu radar funciona divinamente. Ya me dirás dónde lo has comprado, porque el mío está averiado, o fuera de cobertura.
Eso les hizo reír, hasta que de pronto Patricia le dio un codazo y preguntó:
—Ese que está allí, ¿no es tu rana inglesa?
—¡¿Rana?! —exclamó Adrian haciéndoles reír—. Pero si ese rubiales es lo más parecido a un príncipe aunque sea conde. ¡Qué tiarrón! Esos ojos azules que tiene son de los que te deben traspasar en ciertos momentos.
Marta, con la sonrisa aún en la boca por las miraditas que Adrian y el fotógrafo se echaban, miró hacia donde su amiga le indicaba y se quedó con la boca abierta al verle hablando con un grupo de gente. Con morbo y deleite paseó sus ojos por aquel. Uf… cómo le ponía aquel hombre.
Como siempre, estaba tieso e impecablemente vestido.
Aunque aquella vez llevaba un traje gris claro que le hacía resaltar su pelo rubio y sus ojos celestes. Desde su posición Marta comprobó que no la había visto. Por ello se dedicó durante un buen rato a observarle, hasta que vio que una mujer no mayor que ella, vestida con un vestido amarillo de lo más sugerente, se acercó hasta él y tras decirle algo al oído, él sonrió y la siguió.
«Esa debe de ser la de Estocolmo… la tal Elizabeta» pensó molesta por la intimidad que vio entre aquellos. Con un resoplido casi inaudible se volvió y Patricia murmuró:
—Recuerda… es tu rana. Debes pensar en él como tal.
—Por supuesto —aclaró nada convencida mientras volvía de nuevo la vista hacia ellos y veía que se sentaban en unos sillones de cuero beige para charlar.
Incapaz de dejar de mirar, vio como este curvaba sus labios para hablar con aquella, que continuamente se echaba hacia delante para acercarse a él.
«Maldita guarra… se le está insinuando» pensó Marta.
—Uisss nena siento decirte que se te están poniendo los pelos como escarpias —rió Adrian.
Pero Marta no le escuchó. La sonrisa de minutos antes había desaparecido de sus labios.
—¿No le saludas? —preguntó este dándole un empujón.
—No, ¿por qué voy a saludarle? —respondió al ver que aquel le decía a la del vestido amarillo algo al oído y ambos reían.
Patricia consciente de que Marta lo estaba pasando mal, metió baza.
—Yo creo que deberías saludarle.
—No.
—¿Por qué? —preguntó deseosa de que le dijera la verdad.
—Pues porque no y punto.
—¡Alerta! —gritó Adrian—. Mi rana Schwarzenegger viene hacia la barra. A ver nenas… decidme si me mira de abajo arriba cuando llegue a la barra. Si me mira… es que sigue interesado por mí, si no, es que ya ha ojeado algo más interesante.
Marta y Patricia dejaron de mirar por unos instantes hacia donde estaba Philip y prestaron atención a la espalda de Adrian. El calvete musculoso llegó hasta donde estaban ellas y tras mirar a Adrian de abajo arriba mientras charlaba animadamente con ellas, se puso tras él para pedir una bebida. Expectante, Adrian levantó las cejas para preguntar y ellas asintieron. Entonces se volvió hacia la barra, y tras mirar al calvo y sonreír, comenzaron a charlar. Dos minutos después este se alejó con aquel hacia un lateral donde continuaron su conversación.
—¡Qué fuerte! Eso es tenerlo claro y lo demás son tonterías —asintió Patricia al ver a su amigo tan divertido charlando con el fotógrafo.
—¡Mierda! Ya no están —exclamó Marta al mirar hacia los sillones y no ver allí al conde con la de Estocolmo.
—Vamos a ver… vamos a ver, que yo ya me estoy perdiendo —murmuró Patricia mirando a su amiga—. ¿No habíamos quedado que el trajeado era una rana más en la charca?
Marta no respondió. Solo podía mirar a su alrededor en su busca. Patricia tuvo que darle un tirón del brazo para atraer su atención.
—Marta, ¿me has escuchado?
—Sí… sí te he escuchado. Por supuesto que es una rana más.
—Perdona, bonita, pero por tu actitud lo comienzo a dudar. Hacer lo que estás haciendo me da qué pensar.
Al darse cuenta de aquello Marta se paró y volviéndose hacia su amiga resopló.
—Tienes razón. Por favor ¡dame dos guantas con la mano abierta! ¿Qué estoy haciendo?
—El idiota. No me cabe la menor duda.
—Madre mía… madre mía ¡Que no es mi tipo! Ay, Dios… si es que no tengo remedio. Si es que yo para pilingui no valgo.
Incrédula por lo que había dicho Patricia la miró y le preguntó:
—¿Me estás llamando pilingui?
—¿Cómo puedes pensar eso «so» idiota? —sonrió divertida—. Es solo una manera de hablar. Nunca he sido mujer de polvetes de una noche y bueno… me cuesta. Anda vamos a ver qué hace Vanesa. Necesito salir de aquí inmediatamente.
Una vez que comprobaron que Vanesa continuaba con la hija de Karen y sus amigos, Marta se volvió hacia su amiga que hablaba con unos tipos y dijo con determinación.
—Necesito encontrar otra rana inmediatamente para que me quite toda la tontería de carcamal que tengo. Además, no quiero que el trajeado me vea así. Por favor Patricia ayúdame.
—Pues vas a estar de suerte —rió esta tras pestañear—. Esos dos guaperas nos quieren invitar a una copa. A mí me atrae él más alto. El rubio. El más descolorido. Tiene morbete, ¿has visto qué pelo tiene? —Marta mirándola sonrió—. Y por cómo te mira el otro, yo diría que el del traje oscuro bebe los vientos por ti.
Sin ningún disimulo Marta miró al que Patricia le indicaba. Era alto, moreno, y tras ver que no estaba mal y que el tío le sonrió le susurró:
—Vale… para un apretón me sirve. Aunque te voy a decir una cosa. Qué no se piense que esta noche va a haber algo, porque no se lo voy a consentir. Hoy solo necesito una rana que me dé mimitos pero sin llegar al meollo de la cuestión. ¿Me has entendido?
Divertida por aquello Patricia sonrió y tras coger su bebida dijo mientras andaban hacia aquellos:
—Anda, Sor Marta. Vayamos a otro lado de la fiesta.
Philip la vio pasar. Llevaba buscándola gran parte de la noche pero entre el gentío no la localizaba. Moviéndose con rapidez intentó llegar hasta Marta, pero la gente le aprisionó y la perdió de vista. Dos segundos después la actitud de su sobrina Diana llamó su atención y se acercó hasta ellas y sus amigos. Más tarde buscaría a Marta. Con disimulo Philip siguió al grupito de adolescentes que salió al jardín.
—Venga… aquí nadie lo olerá —rió Diana.
Varios de los muchachos se encendieron unos cigarrillos de marihuana y tras dar unas caladas comenzaron a pasarlo de unos a otros.
—Pásalo que te vas a quemar las uñas. —Se guaseó uno de sus amigos al ver a Diana fumar con avidez de aquel cigarrito.
—No seas ansioso, David. Hay para todos. Ya me he asegurado yo —se mofó aquella pasándole el cigarro a Vanesa.
—Mmm… qué bien huele —sonrió ésta cogiéndolo.
Pero no le dio tiempo a fumar, la enorme figura de Philip apareció ante ellos y tras darle un manotazo a su sobrina y quitarle el cigarro de las manos a Vanesa, lo pisó y dijo mirando con dureza a uno de los chicos.
—David, si no quieres que vaya y le cuente a tu padre lo que hacías, apaga eso ahora mismo.
El muchacho le hizo caso al instante. Philip disgustado miró a su sobrina y a Vanesa.
—¿Se puede saber qué estáis haciendo? ¿Cómo se os ocurre fumar esto?
Vanesa suspiró con descaro y Diana con gesto impasible miró a su tío y gritó.
—¿Me espiabas tío?
—No. Pero creo que tú y yo ya hemos hablado de este tema. —Bah… déjame en paz.
Con rapidez, Philip agarró a su sobrina del brazo y dando un tirón de ella le espetó en la cara:
—Háblame con respeto, jovencita. El que tu madre sea demasiado buena contigo, no quiere decir que a mí me trates igual.
Sin soltarla, dijo mirando a todos los muchachos que le observaban horrorizados:
—Id a la fiesta. Y como os vuelva a pillar en otra, os vais a enterar.
Los muchachos se marcharon a toda prisa, quedando a solas Diana, Vanesa y él.
—¡Aguafiestas! ¿Por qué no te olvidas de mí? —gruñó la muchacha.
—Diana, no me calientes más o te juro que…
—¿Qué? ¿Me juras que qué? —gritó en tono despectivo.
—Mire oiga, yo creo que se está usted pasando —protestó Vanesa.
Philip volviéndose hacia aquella con gesto agrio le indicó:
—Cállate si no quieres tener problemas tú también.
—Oh, ¡qué miedo! —se guaseó su sobrina haciendo reír a Vanesa.
Philip tras suspirar e intentar mantener su autocontrol miró a su sobrina. Diana era una niña problemática y por lo que estaba comprobando, Vanesa no se le diferenciaba mucho.
—Volved a la fiesta y procurad comportaros. Hay mucha gente influyente allí dentro y como dejéis en ridículo a mi padre, os las veréis conmigo ¿me habéis entendido?
Diana le miró con burla y respondió dejando a Vanesa sin palabras.
—Oh, por supuesto… para dejarte en ridículo ya estás tú, ¿no crees? ¿O acaso tengo que recordarte lo de Juliana?
Philip volvió a mirar a la niña y contuvo sus ganas de abofetearla. Odiaba como su ex manejaba aún a su sobrina, pero no podía hacer nada. Por lo que tras resoplar dijo:
—Mira Diana. No sé qué te ha contado Juliana, pero si…
Su sobrina no le dejó terminar y le cortó.
—Lo que sé es que está esperando un hijo tuyo y que tú reniegas de él. Parece mentira que le estés haciendo eso a tu propia sangre, precisamente tú. Don rectitud.
Intentando mantener la serenidad miro a la cría y respondió.
—Nada de eso es cierto, Diana. Debes creerme.
—Sí, claro… debo creerte a ti, igual que a mi maravilloso padre, ¿verdad? ¿Qué pretendes? ¿Que me convierta en una marioneta más en vuestras manos para que el día de mañana un imbécil como vosotros me maneje? Oh, no… eso sí que no. No lo vais a conseguir. Todos sois una pandilla de mentirosos.
—Escucha, Diana. Tú padre es tu padre, y yo, soy yo. El que él te mintiera no quiere decir que yo te tenga que mentir. Sabes que te adoro. Pero no apruebo tu actitud desde que tus padres se separaron. ¿Crees que tu madre se merece como te comportas?
—Eso es algo a lo que no te pienso contestar —rió la cría con malicia mirando a Vanesa.
Cansado de su sobrina y de las miraditas de aquellas, Philip se acercó a ella con gesto un imperturbable en la cara.
—Esto se ha acabado, Diana. Mi paciencia contigo ha llegado a su fin. ¿Quieres ser una desgraciada el resto de tu vida? Adelante. Pero no amargues la existencia del resto de la familia porque tú te creas una incomprendida. Y en referencia a tu amiga Juliana no es cierto que el bebé sea mío. Es una lianta. Ahora bien, cree lo que quieras. Al fin y al cabo es lo que vas a hacer.
—Por supuesto —respondió la muchacha con rebeldía.
—Ahora entrad en la fiesta y no olvidéis que os estaré vigilando. Tened cuidado con lo que hacéis porque no te pienso volver a pasar ninguna más, ¿entendido?
Sin responderle, Diana le miró y volviéndose se agarró al brazo de Vanesa y ambas se marcharon.
Marta y Patricia reían con Germán y John, los hombres que habían conocido, mientras tomaban unas copas. Desde un discreto rincón Philip las observaba desde hacía rato. No podía quitarle la vista de encima a Marta. Estaba de lo más sugerente con aquel vestido rojo. Ella parecía divertirse con el idiota de Germán. El hijo bobo de un amigo de su padre. Incluso le vio acercarse a ella demasiado y eso no le gustó.
En aquella zona de la casa la gente más joven bailaba. Allí Vanesa y Diana reían con su grupo de amigos y parecían pasarlo en grande. Pero aquel lugar horrorizaba a Philip. Nunca le había gustado bailar. ¡Era ridículo! Pero observar a Marta le gustaba y mucho, a pesar de que algo en él se encendía cada vez que Germán se le acercaba. Sabía que no debía pensar así. Ella le había dejado claro que eran amigos sin compromiso. Pero desde aquel fin de semana con ella, ya nada era igual. Las mujeres con las que salía en Londres le parecían sosas, aburridas y sin gracia.
Sonó «Vogue» de Madonna y Vanesa se acercó a su madre. Ambas comenzaron a bailar. Les encantaba Madonna y esa canción. Germán, incapaz de no seguir la marcha de la española quitándose la chaqueta se tiró a la pista a bailar. Philip, incrédulo por como aquel se movía, frunció el ceño. Su carácter inglés le impedía hacer las idioteces que aquel tipo hacía, aunque a Marta le parecía divertir. Sin querer aguantar un segundo más, con el enfado en sus ojos, se dio la vuelta y se marchó. Ya había visto suficiente.
Esa mujer nada tenía que ver con él, ni con su vida. No le convenía. Pero antes de llegar al salón donde estaban sus selectos amigos, se dio la vuelta y anduvo presuroso por el pasillo hasta llegar a donde ella estaba. Fue hasta la pista. La asió de la mano y tras dar un tirón de ella para sorpresa de esta y de Germán, se la llevó.
Acalorada e incrédula, Marta se dejó llevar e indicó a Germán con un movimiento de mano que enseguida regresaría. Una vez se alejaron lo suficiente de la pista y llegaron al estrecho pasillo, de un tirón Marta se soltó y preguntó:
—Pero bueno, ¿por qué has hecho eso?
Philip, sorprendido por lo que había hecho, casi no sabía qué responder. Nunca le había ocurrido algo así. Él no era persona de reacciones de ese tipo. Pero algo en su interior le hizo regresar a la zona de baile y sacarla de allí.
Marta al ver que no respondía, entre jadeos por el baile y la carrera, torció el cuello para mirarle, se puso las manos en las caderas y clavándole la mirada repitió:
—Te acabo de hacer una pregunta, ¿no me has oído?
Philip sí la había oído. Lo que no sabía era contestar. Solo podía mirarla. Por ello e incapaz de hacer otra cosa, puso su mano en la nuca de Marta y atrayéndola hacia él la besó en medio del pasillo, sin importarle nada ni nadie. Le metió la lengua en la boca y se la exploró deseoso de beber de ella hasta su último aliento. Aquello le pilló tan desprevenida a Marta que solo pudo responder a aquel beso ardoroso y dejarse llevar por la lujuria del momento. Aquel hombre le provocaba demasiadas sensaciones y era incapaz de negárselas. Durante unos instantes el resto del mundo no existió. Parecían estar solos mientras se exploraban sus bocas hasta que escucharon una voz conocida.
—Si no os quitáis de en medio, tortolitos, no puedo salir del baño.
Era Karen, la hermana de Philip quien, tras mirarles y sonreír, prosiguió su camino. Philip la soltó de inmediato. ¿Qué estaba haciendo? ¿Cómo podía estar besando a aquella muchacha allí, de aquella forma? Sin decir nada más se dio la vuelta y se alejó.
«Pero este tío es idiota o qué» pensó Marta con los labios aún ardiendo por el beso. Y, sin pensárselo, cerró los puños y caminó hasta la barra del bar donde él pidió un whisky.
—Dos. Ponga dos —dijo Marta mirándole.
Al notar su presencia Philip se giró para mirarla. Estaba bellísima con las mejillas encendidas y el cabello ensortijado acariciándole el rostro, y antes de que pudiera decir nada, ella preguntó con cara de pocos amigos:
—¿Por qué has hecho eso?
—Tú no bebes whisky, Marta. No te gusta —la advirtió. Pero ella no quería escucharle. Quería explicaciones y prosiguió.
—Creo que tú y yo hemos quedado en que solo somos amigos para ciertos momentos. ¿Me equivoco?
Al verla tan enfadada y sentirse mal por lo que había hecho respondió.
—No, Marta, no te equivocas. Pero Germán es un idiota. Le conozco y es de los que luego cuentan sus intimidades en la oficina.
Aún más enfadada por aquello casi gritó.
—¿Te he dicho yo algo por verte aparecer con esa barbie siliconada de Estocolmo?
Eso le divirtió. Le gustó. Pero sin cambiar su gesto serio preguntó:
—¿Te ha molestado verme con Elizabeta? —No —dio un trago al whisky. Marta arrugó la nariz. —Te pido disculpas. No volverá a suceder —le dijo, feliz porque ella hubiera reparado en la mujer. —¡Disculpas!
—Sí, Marta, disculpas —repitió él.
Boquiabierta por su desfachatez, resopló y retirándose el flequillo de la cara siseó, mientras veía acercarse a la rubia del vestido amarillo contoneando las caderas:
—¡Perfecto! Y ahora, ¿qué le digo yo a Germán? ¿Le pido disculpas de tu parte?
—¿Disculpas a Germán? —preguntó confundido.
—Sí…
—Te he dicho que es un imbécil. No merece la pena que sigas con él.
—Eh… ¡no te pases con mi acompañante!
—Tú has llamado a la mía barbie siliconada y yo no te he dicho nada. Y, disculpa, pero el mequetrefe que estaba contigo da pena…
Sorprendida por aquello, le miró e intentó defender lo indefendible. Germán verdaderamente era un numerito bailando.
—Por lo menos intenta ser divertido ¡no como otros SOSOS!
—¿Me estas llamando soso? —preguntó incrédulo.
Ella, dando un trago al whisky que le raspó la garganta, dijo:
—Sí. Eres soso. Tremendamente soso. El soso más soso que he conocido en toda mi salada vida.
Pasmado por aquello atacó. Sabía que no era la diversión personificada, pero, ¿soso?
—Y tú eres una intemperante.
Marta fue a responder. Pero mirándole con gesto extraño preguntó haciéndole casi sonreír.
—¿Se puede saber qué me has llamado, so idiota?
—Intemperante, o lo que es lo mismo, inmoral, juerguista. ¿Eres capaz de entender esas palabras?
—Oh, sí… claro que soy capaz de entenderlo señor importante y bien hablado. Y para que te quede claro, te diré en mi idioma que tú eres un insípido, insulso e inexpresivo boniato incoloro e insustancial que aburre a las ovejas con sus perfectos modales y gilipolleces, ¿me has entendido?
—Creo que no te aburrí cuando estuvimos en la cama —respondió sin querer sonreír. Le molestara o no, Marta era graciosa. Demasiado deliciosa.
—Bueno… bueno… bueno, ¡habló la rana inglesa!
—¡¿Rana inglesa?! —ya era la tercera vez que le escuchaba llamarle así—. ¿Se puede saber porque me llamas rana inglesa?
Pero ella no le contestó y continuó su retahíla.
—Que te quede claro, que no eres nada del otro mundo, ¡aburrido! —al notar la fiereza de sus ojos, murmuró confundida—. Sí que es cierto que me lo pasé contigo bien en la cama, pero vamos… igual que me lo paso con el Musaraña, Ángel, Pepe o incluso puede que con Germán —mintió como una bellaca. Nunca lo había pasado tan bien con un hombre. Ninguno la trataba con su delicadeza y pasión. Ninguno.
Molesto por aquello fue a responder, pero llegó hasta ellos Elizabeta, la mujer del vestido amarillo y, apoyándose en el brazo de él, susurró mimosa.
—Chéri….
Al escuchar aquello, Marta deseó sacarle los ojos primero a él y luego a ella. Pero, levantando el mentón, le miró y al ver el gesto tosco de aquel dijo acercándose:
—En confianza, guapa. ¡Este hoy te da gatillazo!
Una vez dijo aquello, sonrió con maldad y se marchó. La mujer que no había entendido nada miró a Philip que aguantaba la risa y preguntó:
—¿Qué ha dicho esa mujer?
Divertido como nunca, miró a Elizabeta y mientras se dirigían a la salida murmuró:
—Nada… dijo que le gustaba tu perfume.