Capítulo 19

En Londres, a la llegada de Philip, la cosa se complicó. Los periódicos sensacionalistas desde hacía días hablaban del embarazo de Juliana con el titular «Philip Martínez y actriz de musicales, ¿futuros padres?». Leer aquello le sacó de sus casillas. ¿Cómo su ex, a la que tanto había amado, podía estar cayendo tan bajo? Tanto ella como él sabían que aquel bebé no podía ser hijo suyo. Llevaban ocho meses separados y sin contacto físico.

Cansado del acoso de la prensa quedó con Juliana una noche en la casa que ella compartía con su último novio. Necesitaban hablar. Pero al bajar del coche maldijo al encontrarse a la prensa esperándole. Con rabia en el rostro llamó al portero automático y entró.

—Phil, cariño —saludó esta vestida con un sugerente camisón a juego con una batita color lavanda que dejaba entrever su abultada tripa.

Sin demora ni florituras Phil dejó su chaqueta encima del sofá y mirándola le preguntó:

—¿Me puedes aclarar qué es lo que estás haciendo? ¿Por qué dices mentiras en referencia a ese bebé?

Al sentir el tono de su voz, Juliana dio un paso atrás y apoyándose sobre la mesa respondió tocándose su abultada barriga.

—Cielo, este bebé puede ser tuyo. ¿Quién dice que no lo puede ser?

—Yo, Juliana. Yo lo digo. Y por favor limítate a llamarme por mi nombre. No quiero ningún apelativo cariñoso de ti hacia mí.

—No te pongas así, tesoro —insistió ella en un tono que a él no le gustó. Le estaba buscando las cosquillas y no le daría el gusto, por lo que mirándola dijo lo más calmado que pudo.

—Hace más de ocho meses que tú y yo no tenemos nada que ver. No ha existido ningún tipo de relación, ni personal ni sexual ¿Pretendes que me crea que ese bebé es mío?… Venga ya Juliana, que soy adulto y no me considero tonto. ¿Por qué has caído tan bajo?

Juliana le entendió. Sabía lo que a Philip le molestaba aquella mentira. Ya había pasado antes por aquello con otras mujeres y siempre supo que aquel error él nunca se lo iba a perdonar.

—Por cierto, ¿dónde está tu novio?

Incómoda por aquello, ella se movió de lugar. Pero seguía sin dar su brazo a torcer.

—Trevor ha salido. He hablado con mi abogado y tendrás que hacerte las pruebas de paternidad. Aunque tú creas que no puedes ser el padre del niño, hasta que no se demuestre, no lo sabrás. Me hicieron una amniocentesis…

—Por supuesto que me las haré ¿acaso lo has dudado? —Asintió asombrado por aquello.

—No —respondió ella retirando la mirada.

—Lo único que te pido es discreción, Juliana —protestó él.

—¡Imposible! He firmado un contrato con una revista cuando salgan las pruebas y…

Al oír aquello Philip blasfemó. ¡Cómo podía ser tan ruin! Y mirándola dijo con gesto agrio.

—Estás manchando tanto tu credibilidad como mujer como mi honor.

—¡¿Honor?! —gritó ella—. ¿Acaso crees que me importa tu honor?

—No. Lo único que te importa es el beneficio que estas sacando con todo esto. ¿Acaso crees que las entrevistas o los programas de televisión no se acabarán cuando esto se aclare? ¿O es que buscas promocionar tu musical a costa de mí y de ese bebé?

Con una frialdad que dejó sorprendido a Philip, aquella mujer a la que había amado y defendido durante tantos años le miró fijamente.

—Sí, cielo. Y por eso voy a aprovecharlo —con rabia clavó sus impactantes ojos claros en él y gritó—: ¡Tú siempre has tenido una buena vida repleta de comodidad y lujo! ¿Crees que yo no quiero tenerla?

—Disculpa por ello, Juliana. Pero te recuerdo que mis padres fueron quienes se encargaron de facilitármela. Tú lo que pretendes es conseguirla a costa de falsas acusaciones hacia mí. ¿No te avergüenza?

—No… Precisamente por el bienestar de este niño es por quien hago esto.

Al escuchar aquello Philip sonrió con amargura y clavó sus impactantes ojos azules en ella.

—Tú solo buscas el dinero. Ni ese bebé, ni yo, te importamos absolutamente nada.

—¡Qué sabrás tú! —respondió dándose la vuelta.

Asiéndola del brazo Philip hizo que lo mirara.

—Te conozco, Juliana y sé que ni ese niño ni yo te importamos. Me compadezco de tu hijo. Solo buscas la fama y el dinero y siento decirte para tu desgracia, que no te hará feliz. Cada vez querrás más y eso acabará contigo. Recuérdalo.

De un tirón se soltó de su brazo.

—Phil no voy a escucharte —dijo con gesto agrio.

—Oh, claro… no me escuches. Tú solo sigue haciendo caja conmigo mientras puedas. Por cierto ¿no te parece extraño que la puerta de tu casa esté llena de fotógrafos a esta hora?

Ella no contestó y él continuó.

—Estoy convencido que una llamadita tuya les alertó, ¿verdad?

—Mira, Phil. Este es mi momento y si para ello tengo que hablar de ti o de cualquier otro lo voy a hacer.

—Siento mucho lo que ese pobre bebé va a tener que sufrir.

—Necesito ese dinero y no hay más que hablar —susurró con rabia.

—De acuerdo, Juliana. No hay más que hablar —dijo él cogiendo su chaqueta para dirigirse a la puerta—. Por mi parte queda todo hablado. Me haré las pruebas de paternidad y una vez estén los resultados, no quiero volver a saber nada más de ti. ¿Me has entendido?

Ella no contestó. Se limitó a mirarle con gesto de odio y este abriendo la puerta se marchó. Con decisión Phil se enfrentó a la nube de periodistas que fuera de la casa de Juliana le esperaban, y sin responder a ninguna pregunta se montó en su coche y se marchó.

Durante aquella semana en Madrid, Marta se pilló pensando en aquel trajeado todos los días. ¿Pero cómo no pensar en él? Su breve rollo con Philip había sido lo más bonito, morboso y dulce que había vivido en su vida. Lola se marchó para Londres el miércoles con Antonio. Debían organizar la fiesta que allí darían por su enlace y la posterior boda. El jueves Marta llevó a Vanesa a que le hicieran el puñetero piercing. Adrian tenía un conocido y se fio de lo que este le dijo. Todo fue bien y la niña lució a partir de ese día su pequeño pendiente en la aleta derecha de la nariz.

Aquella mañana Marta estaba cortando la tela de un precioso vestido de flamenca cuando Adrian se sentó junto a ella.

—Ay, nena que día más malo llevo.

—¿Qué te pasa?

—Que es un blando, y a los blandos y cagones, se les come el mundo —murmuró Patricia abriéndose una lata de coca-cola.

Sin entender nada Marta miró a aquel joven con aspecto de intelectual y tras ver que se quitaba las gafas y se las limpiaba preguntó:

—¿Me vais a contar de qué va el tema o directamente paso de vosotros?

—Aquí el lumbreras —señaló Patricia—. Esta mañana cuando ha bajado a su garaje para coger el coche, se ha encontrado de nuevo con otra sorpresita.

—No me lo digas, ¿te han vuelto a robar alguna rueda? —preguntó Marta y este asintió—. Pero bueno ¿Qué clase de vecinos tienes tú en tu urbanización?

—Puñeteros delincuentes —afirmó Patricia molesta—. Esos gilipollas saben que el tontuso este no va a montar en cólera y se aprovechan de eso. Ahora bien, que me tocaran a mí, que se iban a tragar las ruedas de dos en dos.

Soltando las telas que tenía entre manos Marta miró a su amigo y gruñó.

—Pero, Adrian, en los dos últimos meses ya has comprado ocho ruedas.

—Ya lo sé —suspiró este.

—¿Pusiste denuncia como te dije?

Pero cuando fue a contestar Patricia se le adelantó.

—¿Pero qué dices? ¿Poner denuncia él? No, hija no… hoy me he enterado que no puso denuncia las tres últimas veces.

—¿De qué sirve?

—De eso nada, monada. Ahora mismo vamos a comisaría. Allí trabaja el hijo de Pepe, el del bar, y ponemos la denuncia —afirmó Marta dejando las tijeras—. Esto no puede continuar así. Qué pretendes ¿pasarte media vida comprando ruedas nuevas para todos tus vecinos? Por Dios, Adrian ¡que estamos en crisis!

—Si es que los cogía y les daba de guantas —susurró Patricia—. Y a él más por tonto y buenazo.

Adrian al ver la agresividad de aquellas dos sonrió y retirándose el flequillo de la cara murmuró:

Uis nenas cuánta agresividad albergáis en vuestro interior.

—Ni agresividad ni leches —puntualizó Patricia—. A ti no te roban una rueda más como que yo me llamo Patricia Pérez Negralejo.

A la hora de la comida cuando cerraron la tienda, los tres se dirigieron a la comisaría para denunciar lo ocurrido. Como siempre y trabajando en el centro de la ciudad, les pilló una manifestación. Agricultores llegados de toda España protestaban por el precio de sus productos una vez llegaban al mercado. Lo que parecía una manifestación tranquila, acabó siendo una batalla campal donde los antidisturbios tuvieron que entrar en acción.

—Antes muerta que a la huerta —gritó Patricia haciéndoles reír.

Su familia era de Murcia y cultivaban naranjas y pimientos. Ella escapó de allí con dieciocho años. Tenía muy claro que lo último que quería hacer era trabajar en el campo de sol a sol.

—Pobre gente —suspiró Adrian al entrar en la comisaría.

—No lo sabes tú bien —susurró Patricia—. Se matan a trabajar para luego ganar cuatro euros y este gobierno que nos está llevando al desastre no les favorece nada.

—La verdad es que tienen razón —dijo Marta—. La otra noche vi un programa sobre eso. Hablaban con agricultores que cultivaban tomates Raf. Esos tan ricos. Pues a ellos se los pagaban a 0’35 el kilo y una vez llegaba al mercado a nosotros nos los vendían a casi cuatro y cinco euros.

—Una vergüenza, por Dios. Así va el país —asintió Patricia echándose a un lado para dejar pasar a unos detenidos.

—Eso sí. Muchos de los que traen esposados no tienen nada que ver con los agricultores. Son idiotas que por tirarle piedras o lo que sea a la policía se meten en cualquier berenjenal. Mira esos —señaló Marta a dos chicos de pinta punki llenos de cadenitas con aspecto de sucios—. ¿Crees que esos son agricultores?

—Ni de coña, como mucho de marihuana —se mofó Adrian—. Esos se parecen más a los delincuentes de mis vecinos que a otra cosa.

En el follón de la comisaría preguntaron por Jesús, el hijo de Pepe el del Bar. Este al verles les atendió muy amablemente. Pero era tal el jaleo que había con tantos detenidos que al final les pasó con un policía con muy pocas ganas de ser simpático. Eso les mosqueó aún más.

—Será borde el mohoso este —susurró Patricia mientras Adrian rellenaba la denuncia—. Pues no va y se enfada porque nos ha tenido que dejar un bolígrafo medio descuajeringado. Y encima me mira y me dice «chata… con vuelta». ¿Vuelta? Vuelta es lo que le daba yo de un manotazo por antipático.

Marta al notar el enfado de aquella la miró y sonrió. Realmente estar en la comisaría era algo deprimente. Todo el mundo parecía estar de mal humor. Para intentar calmar a su amiga miró a su alrededor en busca de un chuleras que la hiciera olvidar su enfado. Lo encontró junto a Jesús.

—Uf… monumento andante por la izquierda junto al hijo de Pepe —susurró Marta.

Rápidamente Adrian y Patricia miraron a un antidisturbios pasar. Con su traje oscuro y su enorme escudo protector en plan guerrero. Divertida fue Patricia quien habló.

—¿Eso es un monumento? —señaló a un poli vestido de oscuro que al quitarse el casco que llevaba para hablar con Jesús resultó ser calvo—. Por Dios, Marta, creo que tu gusto por los hombres ha bajado al nivel menos cero. Pero si ese está más calvo que el sobaco de la rana Gustavo.

Aquello les hizo sonreír a carcajadas y Patricia continuó.

—Los calvos nunca me han gustado. Donde esté agarrar una buena mata de pelo, que se quite una bola de billar.

—No estoy de acuerdo contigo —indicó Adrian—. El pelo nada tiene que ver a la hora de un buen meneíto, nena. El que se lo hace bien, lo hace bien con y sin pelo.

El antidisturbios se acercó hasta ellos con Jesús. Ambos hablaron con un tercero. Marta le siguió con la mirada. Era alto, de piel morena y se le veía fuerte. Pero, eso sí, era calvo. Patricia al ver que su amiga continuaba mirándolo le preguntó con guasa en la voz y demasiado alto.

—¿No me digas que ahora te gustan los polis calvos?

Eso atrajo la mirada del hijo de Pepe y los policías, pero Patricia continuó.

—Mira Marta yo te voy a tener que llevar al médico. Has pasado de gustarte los latinos al más puro estilo Antonio Banderas a gustarte los guiris descoloridos y engominaos. Y si ya me dices que te ponen los polis calvos… como diría tu hija ¡flipo en colorines! Porque manda narices, decirme que ese antidisturbios es un monumento es para descojonarse de risa.

Marta y Adrian querían decirle que bajara el tono de voz pero esta cuando se lanzaba a hablar no había quien la parase, y ese era uno de esos momentos. El hijo de Pepe sonrió, y el antidisturbios al que se referían curioso escuchó la conversación.

—Sinceramente creo que lo has mirado mal. Ni es sexy, ni mono, ni siquiera tiene nada que pueda llamar la atención. Es más, estoy segura de que olerá a mohoso como el del mostrador. Pero Marta, joder, ¿se te ha roto el radar?

—No, pero a ti como no cierres la boca te van a romper los piños —murmuró Adrian al ver como varios polis, entre ellos el calvo, la observaban.

Al escuchar aquello Marta no pudo contenerse y soltó una carcajada. Con cara de agrio el poli del mostrador que les había escuchado preguntó con voz molesta:

—¿Han terminado ya con el bolígrafo?

—No, aún no —consiguió decir Adrian muerto de risa.

Aquello era bochornoso. Todos les miraban pero no podían parar de reír.

—No se olviden de devolverme el boli. Recuérdenlo.

—Tranquilo —saltó Patricia con descaro—. Cuando terminemos con el carísimo Montblanc se lo devolveremos.

Una vez consiguieron terminar de escribir la denuncia se acercaron al mostrador del policía y en tono de guasa Patricia le hizo entrega de su bolígrafo. Este con gesto de enfado lo cogió y lo puso a su lado en el mostrador. Se despidieron de Jesús y una vez les dieron su copia salieron de la comisaría. Llovía.

—Por Dios, caen chuzos de punta —chilló Adrian.

—Cómo dice el refrán «hasta el cuarenta de mayo no te quites el sayo» —sonrió Marta.

Corrieron a resguardarse bajo un tejadillo. Al lado había un grupo de antidisturbios junto a una furgoneta y, sin pretenderlo, Marta y los demás escucharon su conversación.

—Y va y me llama poli calvo, entre un sinfín más de perlas.

—¿Quién te ha dicho eso? —preguntó uno de los polis.

—Una culona canija que había dentro de la comisaría.

Los hombres prorrumpieron en risas. Marta y Adrian se miraron con rapidez pero antes de poder sujetar a Patricia esta ya había asumido que ella era la culona canija y con rapidez se les encaró.

—¿Me estás llamando a mí culona canija?

El poli que le daba la espalda al escuchar aquella voz se volvió y al ver al motivo de su burla ante él con actitud chulesca cambió el peso de pie y respondió.

—¿Por qué te das por aludida?

—Porque si alguien allí dentro te ha llamado poli calvo, esa soy yo —gritó sin ningún miedo—. ¿Qué pasa? ¿Es mentira que eres calvo y poli o qué?

«Ay, madre… hoy salimos en el telediario» pensó Marta acercándose a su amiga.

El agente frunció el ceño y quitándose de nuevo el casco para dejar su rapada cabeza al aire se la tocó y dijo:

—No soy calvo. Pero si lo fuera ¿Quién eres tú para tomarte la licencia de llamármelo?

Uis nena… Creo que es mejor que cierres el pico y nos vayamos echando leches —sugirió Adrian avergonzado.

Pero Patricia acercándose a aquel con aire chulesco respondió:

—Y tú, ¿quién eres para llamarme culona canija? Porque que yo sepa, ni eres mi amigo, ni yo soy tu amiga como para que te pases tres pueblos más tres estaciones insultándome. ¡Calvo!

—¿Me vuelves a llamar calvo? —preguntó el poli incrédulo.

—Sí.

Al escuchar las mofas de sus compañeros el policía chasqueó la lengua y en tono divertido preguntó:

—¿Y tú quien te has creído? ¿La reina de las macizas? —Para un calvo como tú… sí.

Sus amigos se miraron. Aquello no iba a terminar bien y Adrian acercándose a Marta dijo:

—Mírala. Está más picada que las muelas del Príncipe de Bequelar.

Como siempre y sin poder evitarlo Marta se carcajeó. Sus amigos eran tremendos.

El poli boquiabierto por las risas de una y el genio de aquella descarada, sonrió y tras un suspiro dijo mirando a Patricia.

—Mire señorita, tengamos la fiesta en paz. No me quiero enfadar.

—¡Calvo! —volvió a repetir Patricia furiosa.

—¿Quiere que la detenga?

—¡Calvo!

Los polis, incrédulos, se quedaron mirando a la pequeñaja que gritaba como una posesa ante ellos, mientras Marta y Adrian no sabían si reír o llorar. La furgoneta arrancó y los policías con cara de guasa se metieron en ella. El agente afectado tras ponerse de nuevo el casco, sonrió divertido y dijo:

—Adiós, culona. Que tengas un buen día.

Luego dándose la vuelta se montó en el furgón y se marchó. Con gesto hosco Patricia vio como el vehículo se alejaba, mientras escuchaba las risas de los hombres en su interior.

—Serán gilipollas —susurró mirándoles.

—Ay, Virgencita. Por un momento pensé que acabábamos todos en el calabozo —susurró Adrian dándose aire. Marta incrédula por lo que acababa de ocurrir le dio un manotazo a su amiga en el trasero para llamar su atención.

—Pero… pero, tú eres tonta ¿o qué? Si ese tipo hubiera sido un poli chuleras nos habrías metido a todos en una buena movida. ¿Cómo se te ocurre gritarle así? Pero, Patricia, ¡has perdido el juicio!

Patricia dándose la vuelta para mirarles con un gesto que pasó de la furia a la sonrisa, simplemente les miró y susurró:

—Joder. Me acabo de enamorar del calvo.